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El señor Popó
Reggie Oliver
Por la escabrosa y polvorienta superficie de Io, el satélite habitado de
Júpiter, se acercaba una delegación de criaturas. Eran unos extraños
seres bípedos, bajos y rechonchos, envueltos en un material iridiscente; de las cabezas brotaban tentáculos vagamente pulpoides y tenían
los ojos enormes, desorbitados y sin párpados.
—¿Quién es esta gente, Zarkon? —pregunté.
—Son minikoits, capitán Lysander —dijo Zarkon—, y han vivido en
Io mucho más tiempo que cualquiera de nosotros. De dónde vinieron
o cómo, nadie lo sabe, ni siquiera ellos mismos.
—Son seres extraños, desde luego. No he visto nada parecido. ¿Y
cuál es su propósito? —pregunté.
—Son de oscuras costumbres, capitán. Quién sabe si traen buenas
o malas intenciones. Solo le digo esto: tenga cuidado, pues poseen extraños poderes.
El pequeño grupo se detuvo a unos metros de nosotros y dos de
ellos dieron un paso hacia delante.
—Saludos —dijo el primero con una peculiar voz metálica.
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—Saludos, oh, extraños hombres —dijo el segundo con voz parecida, pero con un perceptible acento del sur de Londres.
—Vale, ¡corten! —dijo la ayudante de dirección. Escuchó por sus
auriculares con atención, después dijo—: De acuerdo, dejad la cinta.
Continuamos enseguida.
En aquellos tiempos la mayor parte de las series de televisión se rodaban en estudio. El director estaba arriba en control y la ayudante de
dirección seguía sus instrucciones transmitidas a través de los auriculares. El programa en cuestión era la veterana serie de ciencia ficción
de la BBC Júpiter 5. Lo creáis o no sigue siendo una serie de culto,
vende bien en DVD y me suelen pedir que acuda a las convenciones de
aficionados a la serie.
—Vale —dijo la ayudante—. Volvemos. Desde el principio, por favor.
Y, segundo minikoit, no has dicho del todo bien tu frase. Es «Saludos,
oh, extraños», no «Saludos, oh, extraños hombres». ¿De acuerdo?
El segundo minikoit se quitó la tentacular cabeza postiza. La cara le
brillaba por el sudor.
—Lo siento —dijo con su voz normal—. Os pido perdón a todos.
—¡No te quites la cabeza, por favor! Nos vas a retrasar aún más.
Ya llevamos bastante retraso. Maquillaje, ¿podéis venir, por favor, y
ayudar a… eh…?
—Nicky —dijo el hombre que se había quitado la cabeza postiza.
—¡Nicky! Vale. Maquillaje, ayudad a Nicky a que se vuelva a poner
la cabeza. Los demás, ¡desde el principio, por favor!
—Lo siento —dijo Nicky—. ¡Os pido perdón a todos!
—¡Está bien! —dijo la ayudante—. ¿Podemos darnos prisa, por favor? ¡Vamos con retraso!
En aquellos días siempre íbamos con retraso.
Nicky se me acercó durante el descanso, con la cabeza de minikoit
cuidadosamente metida bajo el brazo. Era un hombre pequeño y fornido, de facciones rudas y piel atezada, y una boca amplia que prácticamente dividía su chato rostro en dos al sonreír. Parecía que se
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tuviera que afeitar dos veces al día. Mi esnobismo me llevó a pensar
que le daría vergüenza acercarse a una de las «estrellas» de Júpiter 5,
pero no era el caso. Había en él cierto servilismo, pero ni un ápice de
timidez.
—Interpretas muy bien tu papel —dijo. Yo le di las gracias con lo
que esperaba que fuera una cordialidad distante pero nada condescendiente; resultó que era de la clase de personas que no captan esos
matices. Ahora me avergüenzo bastante de los aires que me daba en
aquellos días, aunque, visto lo que ocurrió después, ojalá hubiera sido
mucho más frío con él.
Lo que él entendía por conversar consistía en preguntarme algo,
escuchar la respuesta con aire de no estar entendiendo demasiado y
después, en virtud de aquella continuada familiaridad, hacerme otra,
ligeramente más personal. Consiguió tirarme de la lengua para que
le contara que tenía treinta y cinco años, que vivía en una casita en
Queen’s Park, que estaba casado con una escenógrafa que se llamaba
Anne y que tenía dos hijas, Isobel y Kitty, de siete y cinco años respectivamente. A modo de contraataque, yo también le hice preguntas.
Nicky tenía treinta y algo, no estaba casado y vivía en un piso en Stoke
Newington. Su profesión principal, me dijo, era la de «animador»,
pero complementaba sus ingresos con algún trabajo extra y «papeles
pequeños» en televisión. Lo de «papeles pequeños» podía entenderse
de dos maneras, porque estaba claro que había conseguido el papel de
segundo minikoit más por su estatura —que alcanzaba a duras penas
el metro sesenta— que por sus habilidades como actor.
Se pasó todo el descanso del rodaje tan pegado a mí que no veía la
hora de que nos interrumpieran: que el director quisiera hablar conmigo, que la chica de maquillaje viniera y me retocara la poco favorecedora sombra de ojos plateada que llevaba en mi papel de capitán
Lysander de la Tercera Flota Estelar. Justo antes de que la reanudación del rodaje pusiera fin a nuestra charla, me pidió permiso para hacerme una «pregunta personal». Me encogí de hombros y me preparé
para la ordalía.
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—¿Has renacido por la sangre de Jesús? —preguntó.
No se me dan bien las respuestas ingeniosas, pero de todos modos
ese tipo de preguntas me reducen casi a la imbecilidad. No recuerdo
qué respuesta le di, solo que fue una auténtica chorrada y que al final
los de maquillaje me libraron de él, pues nunca sienten que hayan
terminado su trabajo si no te empolvan la nariz con una brocha antes
de cada escena. Max Factor nunca me olió mejor.
Cuando terminó el rodaje decidí escapar rápidamente en vez de
quedarme a tomar algo en el bar de la BBC, como solía hacer con la
vana esperanza de progresar en mi carrera. Quería evitar a Nicky a
toda costa. Había sido rápido y estaba a punto de salir del vestíbulo
del edificio cuando oí el correteo de unos pies detrás de mí. Era Nicky.
Me preguntó si tenía tiempo de tomar algo y charlar pero le dije que
tenía que volver con mi mujer y mis hijas. Fue una de esas mentiras
que se convierten en una verdad nada más decirlas. Mis ojos se humedecieron ante la mera idea: las necesitaba.
Nicky no parecía particularmente abatido por mi desaire. Dijo que
lo entendía y que yo «era muy afortunado de tener mujer e hijos».
Después me dio una tarjeta, diciendo: «me olvidaba de darte esto».
Para entonces estábamos ya en la calle, fuera del edificio de la BBC,
frente a la boca de metro de White City. Le di las gracias a toda prisa
y, en un arranque de precipitación, paré a un taxi para que me llevara
hasta Queen’s Park. En el taxi leí la tarjeta. En ella aparecía un nombre, Nicky Beale, con su dirección y número de teléfono, junto a unas
líneas en negrita y color rojo que rezaban lo siguiente:
El señor Popó
Animador infantil polifacético
Para esa fiesta tan especial
«¡Solo puede ser el señor Popó!»
La historia sigue en Sic transit: cuentos de fantasmas
fatalibelli.com
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