EL GO-GETTER, EL LUCHADOR QUE NO SE DA POR VENCIDO

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Peter B. Kyne
El
Go-Getter
La historia del luchador que
no se da por vencido.
Presentación de Aquiles Julián
Libros de Regalo
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El Go-Getter
Por Peter B. Kyne
Edición digital a cargo de
Colección
Libros de Regalo
10
Escríbenos a:
aquiles.julian@gmail.com
ideaccion.dr@gmail.com
Primera edición: Abril 2008
Santo Domingo, República Dominicana
Este libro es cortesía de:
IDEACCION
IDE
Desarrollo del Capital
Humano
Cul de Sac Vista del Cerro No. 2, Edif. Robert Collier, Suite 3-B, Altos de Arroyo Hondo III,
Santo Domingo, D.N., República Dominicana. Tels. 809-227-6099 y 809-565-3164
Email: ideaccion.dr@gmail.com
Se autoriza la libre reproducción y distribución del presente libro, siempre y cuando se haga
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El carácter del go-getter
¡Go-getter. Go diamond. Fire up!
Fue a mi muy querida Pili Roca Perelló, en la residencia de mis mentores Elías
y Lourdes Serulle, a quien le oí el grito: rememoró los tiempos de su primera
experiencia en mercadeo de redes:
los ojos encendidos, el corazón
apasionado, remontando el tiempo con la emoción que se transpira y arde,
cuando le mencioné el origen de la expresión go-getter.
Go-getter es una expresión recurrente entre los pioneros
de la mercadotecnia de redes, en el mundo de las ventas
directas, la venta de seguros, y en el de las ventas en
general, sobre todo en los Estados Unidos. Su definición
sería el enfocado, el decidido a ganar, el que no ceja
hasta alcanzar su objetivo, quien actúa y vive con
determinación hasta lograr sus metas.
Es la persona persistente, que no se arredra, que supera
cualquier obstáculo y que no desiste hasta alcanzar lo
que se propuso.
Es la máxima expresión de carácter y decisión.
¿Cuál es la importancia del carácter go-getter para nuestro país? ¡Fundamental!
En República Dominicana prevalece una cultura del éxito fácil, del “No coger
lucha”, del “No matarse”, “Cogerlo suave”. Es una cultura de los
Mínimoesfuerzos y rajados.
El rajado, el que desiste, el que se plumea, el que abandona, el que elige
fracasar es el paradigma, el humillante y desconsolador paradigma que
predomina en nuestro país. Rajados de la carrera universitaria a montones.
Rajados del matrimonio, que da grima de tantos. Rajados de sus
responsabilidades ciudadanas, familiares, personales, sociales. El deporte de
rajarse es el deporte nacional.
Cualquier maestro en los principios del éxito enseña desde temprano que el
único fracaso verdadero consiste en no levantarse de nuevo, en no persistir.
Y en el fondo de la cultura del rajado perviven dos atavismos que sustentan
este tipo de comportamiento aberrante:
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1. La absurda creencia de que a la persona todo le debe salir bien y
maravilloso a la primera.
2. La creencia deplorable de que se es una persona de segunda o de
tercera, que no merece o es capaz de lograr una meta.
Veamos ahora ambas creencias en detalle.
Lo primero que vale la pena destacar es que son creencias:
creencias opiniones que las
personas sostienen en sus adentros sobre sí mismas y el mundo, y por las
cuales orientan sus comportamientos.
Si creo que las cosas tienen que salirme bien al comienzo, niego la necesidad
que tengo de aprender, de perfeccionar conocimientos y habilidades, de
ajustar mi conducta a las condiciones externas (economía, momento, clientes,
etc.), de que el éxito tiene un precio y se tiene que pagar.
Al juzgar que merezco que lo que sea que haga tiene que salirme bien a la
primera, niego varios principios universales del éxito, entre ellos la Ley del
Proceso. Me coloco de espaldas a la realidad y si las cosas no se me dan a mi
capricho, desisto.
La segunda es igual de maligna. Emprendo cualquier acción para descontinuar
el esfuerzo al primer contratiempo y me quejo de mi suerte, porque en el
fondo considero que el éxito no se hizo para mí. Incluso me escudo en los
intentos hechos para justificar que no vale la pena emprender nuevos
esfuerzos.
Tanto la actitud soberbia del primero como la actitud acomplejada del
segundo son ejemplos de que el rajado padece un enceguecimiento mental que
o no le deja ser humilde y aceptar que fallar es aprender para afinar la
puntería, por lo que rajarse nunca es una opción inteligente en nada; o
entender que todo el mundo nació de primera y todos tenemos que pagar un
precio para alcanzar nuestras metas.
Frente al rajado está el go-getter, el que se aferra con pasión y determinación a
sus metas, que se sostiene en su visión mientras mantiene su enfoque, aquel de
quien se escribió: “Cuando el camino se pone duro, los duros siguen
caminando”.
Es un honor, es un alto honor ser considerado un go-getter. Es ser
considerado alguien fiel a su palabra y a sus principios, alguien que se
mantiene firme frente a las veleidades del momento, que no se deja conquistar
por el desaliento, que no cede frente a los contratiempos, alguien en quien
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podemos depositar nuestra confianza porque siempre buscará la manera de
seguir adelante en la misión encomendada.
¡Qué falta hacen los go-getters en nuestro país! ¡Cuánto los necesitamos! ¡Qué
gran necesidad tenemos de que este mensaje se difunda y sirva como un faro
que nos guíe en medio de la descorazonadora promoción de antivalores que
nos ahoga por todos lados!
Los que tenemos el la dicha y el honor de conocer, tratar y compartir con gogetters dominicanos de cuya amistad nos sentimos altamente agradecidos mi
esposa Cristina Gutiérrez y yo, sabemos de los inmensos valores que los
diferencian, de la determinación que les caracteriza y el gran ejemplo que dan.
Son personas que han impactado y siguen impactando vidas, transformando
personas, inspirando, ayudando, enseñando, animando a cientos, miles de
personas a levantar sus expectativas y a asaltar sus sueños.
Hay una República Dominicana del derrotismo, de la pachanga, del rajado
mental y conductual… Pero hay, simultáneamente, otra República
Dominicana de los Félix Sánchez, los Marcos Díaz, los Juan Luis Guerra, los
Sammy Sosa, los Pedro Martínez, los Michael Camilo, los Teo y Maribel
Galán, los Elías y Lourdes Serrulle, los Manuel y Giselle Díaz, los Radhamés y
Lina Rodríguez… los que dan el ejemplo y son motivo de orgullo.
Y uno, como dominicano, puede elegir, porque tiene opciones para
seleccionar qué vida prefiere: mediocridad o excelencia; buen ejemplo o mal
ejemplo; rajado o go-getter.
Sirva esta historia que origina el concepto de go-getter como homenaje a
quienes son el más alto ejemplo de esta indomable estirpe de los que no se
rinden, de los que persisten, de los go-getters!
Aquiles Julián
Santo Domingo, República Dominicana
Noviembre 2007 ©
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La anécdota del luchador que no se dá por vencido.
Hace 50 años Peter B. Kyne escribió la obra “The Go
Getter” o “El luchador que no se por vencido”, una
historia que enseña cómo llegar a ser uno de ellos. Este
libro ha servido de inspiración para millones de
personas. Se trata de un hombre de inquebrantable
determinación para llevar a cabo con éxito una tarea, no
importando cuán grandes sean las dificultades, un
hombre que nunca deja las cosas a medio hacer, que
nunca se da por vencido y a quien nada puede disuadirlo
de su objetivo.
“Lo haré” son las palabras que se convierten en su lema
guía, en un reto constante jura vivir conforme a los altos
principios, en una fuente inagotable de renovado valor.
Cada año, desde 1922, representantes de ventas ingresan al Club Go-Getters,
como miembros de honor: Primero, únicamente en los Estados Unidos de
Norte América; hoy en día en todas partes del mundo.
El Concurso del Go-Getter lo planeó y puso en marcha Raoul D. Kein. El Sr.
Kain fue el primer representante de ventas contratado por una compañía que
buscaba el desarrollo de su gente en 1914, pero que no tenía bien planeada
esta misión y su ruta tenía como límite los Estados Unidos en aquella época.
Como en muchas competencias deportivas, también en el concurso del GoGetter existe un campeón de campeones, llamado el Caballero del Jarrón
Azul. El Caballero del Jarrón Azul simboliza al Go-Getter que logra cada año
el más alto record de ventas, cobertura de clientes, promociones, espíritu de
equipo y confiabilidad. . . En otras palabras ¡El más alto grado de excelencia
en todas las fases de su trabajo como representante profesional de ventas!
El Caballero del Jarrón Azul, fue sugerido por el Sr. Kain, quien se inspiró en
un relato de Peter B. Kyne, titulado “The Go-Getter”* cuya primera edición
apareció en Nueva York en 1921.
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I
Mr. Alden P. Ricks, mejor conocido como "Cappy Ricks" fue el
fundador y el espíritu dirigente de una importante empresa
maderera y de vapores. En teoría, ya se había retirado de la
dirección activa del negocio, pero en realidad continuaba siendo
su principal guía y consejero, rehusando -como él mismo se
expresó- a abandonar su actividad mental no obstante haber
suspendido su actividad física.
Los ayudantes y administradores activos de "Cappy" eran: Mr.
Skinner, encargado del negocio de maderas, y Matt Peasley,
quien dirigía el de vapores. Ambos eran hombres competentes en
quienes Cappy tenía plena confianza, aunque a veces le entraban
dudas de su buen criterio, especialmente en lo que se refiere a
juzgar la capacidad de otros.
El problema que estos tres personajes confrontaban, era la
situación que existía en su oficina en Shanghai. El empleado que
habían enviado a hacerse cargo de ella estaba dando mal
resultado, aunque esto no sorprendía a Cappy, porque en su
opinión carecía de ciertas cualidades que él consideraba
esenciales.
-Skinner, ¿tienes un candidato para el puesto?, preguntó Cappy.
-Siento decirle que no, Mr. Ricks; todos los empleados que tengo
bajo mis órdenes son demasiado jóvenes... demasiado jóvenes
para asumir esa responsabilidad.
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-¿Qué quieres decir con "demasiado jóvenes”?, replicó Cappy.
-Bueno, el único a quien yo consideraría competente para ocupar
el cargo sería Andrews y él apenas tiene unos treinta años.
-Treinta años, ¿eh?; pues si mal no recuerdo yo te empecé a pagar
un sueldo de diez mil dólares y a confiarte la responsabilidad de
dos millones cuando apenas tenías veintiocho.
-Es cierto, pero Andrews... bueno, no hemos puesto a prueba
todavía su competencia.
-¡Skinner! - interrumpió Cappy con voz resonante - no alcanzo a
comprender todavía por qué no te he mandado al diablo. ¿Dices
que todavía no hemos puesto a prueba la competencia de
Andrews? ¿Por qué tenemos aquí gente que no sabemos lo que
pueda hacer..? ¡Contéstame! El mundo de hoy es el mundo de la
juventud, y métete eso en la cabeza. (Dirigiéndose hacia el otro
administrador continuó:)
- ¡Matt, ¿qué te parece Andrews para el puesto de Shanghai?!
-Lo creo capaz.
-¿Porqué?
-Porque lleva bastante tiempo con nosotros para haber adquirido
la experiencia necesaria.
-¿Crees, Matt, que también tenga el valor necesario para asumir
la responsabilidad? Eso es más importante todavía que la tal
experiencia que Skinner y tú consideran como lo más esencial.
-De eso nada puedo decirle a usted, pero me parece que tiene
energía e iniciativa, y personalmente es agradable.
-Bueno, antes de mandarlo hay que convencernos de que tiene
energía e iniciativa, de si las tendrá cuando tenga que tomar una
decisión inmediata, seis mil millas distante de sus jefes a quienes
pudiera consultar y proceder acertadamente de acuerdo con su
criterio. Eso es lo más importante, Skinner.
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-Tiene usted razón, Mr. Ricks, y creo que es usted quien debe
hacer la prueba.
-Convenido, Skinner. El próximo representante que mandemos a
Shjanghai tendrá que ser un luchador que no se dé por vencido.
Ya hemos tenido allá tres que resultaron un fracaso, y de ésos no
queremos más.
Sin decir otra palabra, Cappy se echó de espaldas en su sillón
giratorio y cerró los ojos.
-Parece que va a fraguar la prueba para Andrews -dijo Matt
Peasley en voz baja a Skinner al salir de la oficina de Mr. Ricks-.
II
El destino no permitió dejar en paz a
Mr. Ricks en sus reflexiones por
mucho tiempo. A los diez minutos el
teléfono sonaba, y con no poco
enfado, como si alguien le hubiera
interrumpido un tranquilo sueño,
tomó el receptor y gritó: ¡¿Quién es?!
-Mr. Ricks - respondió la telefonista
de las oficinas generales - está aquí
un joven que se llama William Peck y
desea verlo a usted personalmente.
Cappy
suspiró
como
para
reflexionar. -Bien, dígale que pase.
Un empleado condujo al visitante ante el presidente de la
importante empresa maderera y de vapores. Al hallarse en su
presencia, saludó respetuosamente y dijo:
- Mr. Ricks, mi nombre es William E. Peck; le agradezco a usted
mucho la fineza de concederme una entrevista.
Mirándolo con semblante severo, Cappy le dijo que tomara
asiento, señalándole una silla frente a su escritorio, al acercarse
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Peck a a la silla, Cappy notó que cojeaba un poco y que el brazo
izquierdo lo tenía amputado hasta el codo.
-Bien, Mr. Peck, ¿qué desea usted?
-He venido a que me dé usted trabajo - respondió Peck.
-Habla usted como si tuviera la seguridad.
-Ciertamente, Mr. Ricks, yo sé que usted no me lo negará.
-Por qué?
Peck, sonriendo en una forma que le simpatizó a Mr. Ricks,
contestó:
- Yo soy agente vendedor, y sé que puedo vender cualquier cosa
que tenga algún valor, porque lo he demostrado durante cinco
años y quiero demostrárselo esta vez a usted.
-Mr. Peck -dijo Cappy sonriendo- de eso no tengo duda, pero
dígame, ¿acaso sus defectos físicos no son un impedimento?
-No, Mr.Rricks, en ningún modo; lo que me queda de cuerpo está
sano, sobre todo mi cabeza, y me queda el brazo derecho. Puedo
pensar y puedo escribir, y aunque cojeo, puedo ir tras un pedido
más aprisa y más lejos que la mayoría de los que tienen dos
buenas piernas. ¿Estoy contratado, Mr. Ricks?
-No, Mr. Peck, lo siento, usted sabrá que yo no tomo parte activa
en la administración de este negocio desde hace diez años. Aquí
simplemente tengo mi oficina para despachar mi
correspondencia particular y atender asuntos personales. A
quien debe usted ver es a Mr. Skinner.
-Ya vi a Mr. Skinner -replicó prontamente Peck- pero por el
modo en que me habló parece que no le simpaticé. Me dijo que
actualmente no había suficiente negocio aún para ocupar al
personal que tiene. Yo le manifesté que estaba dispuesto a
aceptar cualquier ocupación, de taquígrafo para arriba. Puedo
escribir a máquina bastante rápido con una mano; puedo llevar
una contabilidad y hacer cualquier trabajo de oficina
-¿No le dio ninguna esperanza?
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-No, señor.
-Entonces -le dijo Cappy en tono confidencial- vaya a ver a mi
yerno, el Capitán Peasley, que dirige los transportes marítimos
de esta empresa.
-Ya hablé con el Capitán Peasley, quien me trató con mucha
amabilidad; me dijo que con todo gusto me daría un puesto, pero
que los negocios estaban tan malos que por ahora era imposible.
-Bien, amiguito, entonces ¿para que viene a verme a mi?
Sonriendo nuevamente, Peck respondió:
- Porque quiero trabajar aquí, en esta compañía, no me importa
de qué con tal que sea algo que yo pueda hacer. Si me dan trabajo
que pueda hacer, será hecho mejor que nunca, y si no puedo
hacerlo, renunciaré voluntariamente para evitarle a usted la
molestia de despedirme. Tengo referencias de primera clase.
Cappy oprimió un botón en su escritorio; un momento después
Mr. Skinner entraba, lanzando una mirada hostil hacia William
E. Peck y luego otra, interrogativa, hacia Mr. Ricks.
-Oye, Skinner -dijo Cappy con voz suave- he estado meditando el
asunto de enviar a Andrews a la oficina de Shanghai y he llegado
a la conclusión de que tenemos que arriesgar. Esa oficina está
ahora a cargo de un empleado menor y es preciso nombrar cuanto
antes un gerente; así es que haremos esto: vamos a mandar a
Andrews en el próximo vapor, haciéndole entender que asumirá
el cargo temporalmente. Si vemos que no da resultado, le
ordenaremos que se vuelva para ocupar su puesto actual, en el
cual es bastante apto. Entretanto, Skinner, te agradecería mucho
que le dieras empleo a este joven... que le des una oportunidad de
demostrar lo que puede hacer. Hazme ese favor, Skinner.. hazme
ese favor.
Mr. Skinner bien sabía que un ruego de "Cappy" equivalía a una
orden, y Peck, comprendiéndolo, miró al administrador general
con una sonrisa.
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- Muy bien, Mr. Ricks -dijo Skinner con
cierto despecho -¿Ha convenido con Mr.
Peck el sueldo que ganará?
-Ese detalle te toca a ti -contestó Cappy.
No es mi intención inmiscuirme en tus
asuntos administrativos. Naturalmente le
habrás de pagar a Mr. Peck lo que valga,
nada más. Volviéndose hacia el triunfante
Peck, lo amonestó diciéndole: - Oiga,
amiguito, no crea que porque he
intercedido por usted ya tiene su porvenir asegurado. Su
porvenir usted mismo tendrá que labrarlo y tiene que comenzar
muy pronto. La primera vez que meta la pata o no dé la medida
en el trabajo que se le confíe, lo amonestarán, la segunda lo
suspenderán por un mes para que reflexione, y la tercera quedará
definitivamente fuera de esta organización. ¿Me he explicado
claramente?
-Sí señor -contestó Peck sin vacilar; todo lo que yo pido es una
plaza en la línea de combate, y le aseguro que pronto me haré
acreedor a la confianza de Mr. Skinner. Dirigiéndose a Skinner:
- Muchas gracias, Mr. Skinner, por haber consentido en darme
una oportunidad; haré cuanto esté de mi parte para merecer su
confianza.
- Este diablo -dijo para sus adentros Cappy-, es buena pieza, y
tiene sesos; no me explico como Skinner no puede darse cuenta
de ello. Si este pobre chico se sale un poco de la raya o si le brota
en la cabeza alguna idea nueva que quiera poner en práctica, es
casi seguro que firmará su sentencia de muerte con esta gente de
cerebro fosilizado que hay en este mundo. El no podrá
defenderse, pero por fortuna todavía estoy yo aquí.
El joven Peck, poniéndose de pie, preguntó:
- ¿Cuándo debo empezar?
Skinner le contestó con cierta ironía: - Cuando esté usted listo.
Peck miró rápidamente su reloj de pulsera.. - Son las doce añadió- Voy a almorzar y estaré aquí a la una.
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Mr. Skinner se retiró mordiéndose los labios. Al cerrarse la
puerta tras el, Peck levantó las cejas, y despidiéndose de Mr.
Ricks le dijo: - Muchas gracias, Mr. Ricks, ha sido usted en
extremo amable, pero parece que no voy a empezar bajo muy
buenos auspicios, y tomando su sombrero se marchó.
Apenas había salido cuando Mr. Skinner entró de nuevo, mas
antes de poder abrir la boca, Cappy le impuso silencio
levantando un dedo y en voz cordial le dijo:
- Ni una palabra, Skinner; ya sé lo que me vas a decir y admito
que tienes razón, pero, óyeme, hijo... ¿cómo era posible rechazar a
un joven que tanto empeño tiene en trabajar y que no acepta un
No como final? A pesar de que no encontró aquí más que
obstáculos para lograr su propósito, no se dió por vencido ni se
desanimó. Tú luchaste contra él pero él te ganó, y vaya que
tuvo que vérselas con expertos, ¿Qué trabajo le vas a dar?
-El de Andrews, naturalmente.
-Ah, sí, había olvidado. Dime, Skinner, ¿no tenemos disponible
como medio millón de pies de abeto fétido?
Skinner asintió, y Cappy, continuando con la avidez de quien
acaba de hacer un gran descubrimiento que cree causará una
verdadera revolución en el mundo científico
- Bueno, mándalo a vender esa madera apestosa y un par de
furgones de pinabete rojo o cualquiera otra de las maderas que
casi nadie quiere ni regaladas.
Skinner sonrió maliciosamente y dijo:
-Convenido, pero si no vende le damos su pasaporte, ¿verdad?
-Supongo que sí, aunque yo lo sentiría mucho. Por el contrario, si
tiene éxito le pagaremos el sueldo que gana Andrews. Hay que
ser justos, Skinner, justos en todo y con todos.
Cappy se levantó y dándole una palmadita en el hombro al
administrador general le dijo:
-Skinner, dispénsame si me he precipitado un poco, pero te
advierto que si le fijas al abeto un precio demasiado alto para que
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Peck no pueda venderlo, te mando a ti a la calle. Sé justo, hijo, sé
justo.
III
A las doce y media, cuando Cappy iba a almorzar, se encontró
con Peck, quien iba cojeando por la acera. Peck prontamente
sacó una tarjeta del bolsillo y se la mostró diciendo:
- ¿Que le parece esta tarjeta, Mr. Ricks... no cree que se ve
flamante?
Cappy leyó en ella:
"Compañía Maderera Ricks -Maderas de todas clases y para
todos usos, sin excepción. Representada por William E. Peck."
Cappy Ricks pasó un dedo curiosamente por las líneas impresas,
y vio que estaban grabadas. Sabiendo perfectamente que un
grabado de imprenta no se hace en media hora, contestó:
- Oye, Peck, no me quieras tomar el pelo; dime la verdad, ¿cuándo
decidiste venir a trabajar con nosotros?"
-Desde hace una semana.
-Peck, ¿acaso has llegado a vender alguna vez abeto fétido?
Peck se mostró bastante confundido, y significando una negativa
con la cabeza, preguntó:
-¿Qué clase de palo es ése?
-Abeto de California... es una madera áspera y correosa, muy
pesada, y despide un olor como de zorrillo cuando se corta. Creo
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que Skinner te va a dar lo peor que hay para empezar, y eso es lo
peor.
-¿Se pueden clavar clavos en ella, Mr. Ricks?
-Ah, claro.
-¿Ha llegado alguien a venderla alguna vez?
-De vez en cuando uno de nuestros agentes más listos suele
tropezar con algún mentecato que compra lo que le vendan; de
lo contrario, no la tendríamos más. Afortunadamente, Peck, no
nos queda mucha, pero siempre que nuestros hacheros del monte
encuentran un buen árbol, no lo dejan en pie; por eso casi
siempre tenemos suficientes existencias de abeto fétido para
darles a los agentes algo con qué demostrar que saben vender.
-Yo puedo vender cualquier cosa si vale el precio -concluyó Peck
con un aire de desafío, y continuó su camino hacia la oficina de la
empresa.
IV
Por dos meses Cappy Ricks no volvió a ver a William Peck; el
administrador general lo había mandado a los Estados del Sur y
del Oeste, tan pronto como Peck se impuso de todos los detalles
del negocio... de los precios, pesos, tarifas de fletes, condiciones
de venta, etc.
De una ciudad, telegrafió un pedido de dos furgones de madera
de alerce; en la siguiente de su itinerario, logró que el dueño de
una maderería, a quien Mr. Skinner en vano había tratado por
años de venderle, conviniera en comprar de prueba un furgón de
tablas de abeto fétido, de tamaños y clases surtidas, a un precio
más alto del fijado por Mr. Skinner.
En el Estado de Arizona consiguió varios pedidos de madera para
refuerzo de pozos de minas, pero sólo hasta que llegó al centro
del Estado de Texas empezó realmente a demostrar su
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extraordinaria habilidad para vender. Allí se especializó en la
venta de maderas para torres de taladrar pozos petroleros, y fue
tal el bombardeo de pedidos que mandó a las oficinas, que Mr.
Skinner tuvo que telegrafiarle pidiéndole que se calmara un poco
en la venta de esa madera por estárseles agotando las existencias,
y que se dedicara a vender otras clases.
Completado su itinerario, emprendió el viaje de regreso vía Los
Ángeles, pero de paso se detuvo en el Valle de San Joaquín y
vendió allí dos furgones más de abeto fétido. Al recibir Mr.
Skinner el telegrama, fue a mostrárselo al presidente.
- No cabe duda que Peck puede vender madera -anunció a Mr.
Ricks. - Ha conseguido cinco nuevos clientes y acaba de mandar
otro pedido de dos furgones de abeto fétido. Creo que tendré que
aumentarle el sueldo el 1o. del año.
-Óyeme Skinner, ¿por qué diablos quieres aguardar hasta el
primero del año? Ese pernicioso hábito que tienes de diferir para
más tarde lo que debes hacer hoy, especialmente cuando se trata
de soltar el dinero, nos ha costado la pérdida de los servicios de
más de un buen empleado. Sabiendo que Peck merece un
aumento de sueldo, ¿por qué no se lo das ahora, y con gusto? Peck
te tendrá buena voluntad, trabajará más todavía, y por lo menos
te considerará como ser humano.
-Muy bien, Mr. Ricks, voy a asignarle el mismo sueldo que
Adrews tenía antes que Peck tomara su puesto.
-Skinner, tú realmente me obligas a recordarte quién manda en
esta empresa. Peck vale más que Andrews, ¿verdad?
-Así parece.
-Entonces, por amor a la justicia, págale más y haz efectivo ese
aumento desde el primer día que empezó a trabajar. ¡Vete de
aquí porque me pones nervioso. ¡Un momento!... ¿qué está
haciendo Andrews en Shanghai?
-Dándole a ganar dinero a la Compañía del cable -contestó
Skinner con sarcasmo. Cablegrafía como tres veces por semana
sobre asuntos que él mismo debería decidir; Matt Peasley está
disgustado con él.
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-Eso no me sorprende... supongo que Matt vendrá a decirme
dentro de poco que yo fuí quien escogió a Andrews para el
puesto, pero no olvides, Skinner, que le advertí que el puesto era
temporal.
-Sí, Mr. Ricks.
-Bueno, creo que tendré que buscar a su sucesor e impedir que
Matt venga a echarme la culpa en cara. Creo que Peck tiene
varias características de un buen administrador para la oficina de
Shanghai, pero tendré que probarlo un poco más. (Mirando a
Skinner con sonrisa picaresca:) - Oye, Skinner, voy a pedirle a
Peck que me traiga el jarrón azul.
El semipálido semblante de Skinner casi se sonrojó.
- Bueno, notifica al jefe de la policía y al propietario del bazar
para que no nos cueste tanto.
Cappy caminó hacia la ventana, mirando a la calle pensativo pero
sonriendo todavía, y añadió: - Tú convendrás conmigo, Skinner,
en que si me entrega el jarrón azul valdrá diez mil dólares como
nuestro gerente en Shanghai.
-Sin duda que los valdrá, Mr. Ricks.
-Bueno, Skinner, haz los arreglos necesarios para que Peck esté
listo el domingo, a la una. Yo me encargaré de los demás detalles.
Mr. Skinner le dijo que así lo haría y salió, casi no pudiendo
contener la risa.
El sábado siguiente, Mr. Skinner no se presentó en su oficina; de
su casa avisaron por teléfono que se hallaba indispuesto. Su
secretaria tenía instrucciones de avisar a Peck que Mr. Skinner
deseaba hablar con él ese día, pero que debido a una
indisposición repentina no podría verlo en la oficina; que
necesitando conferenciar con él antes de que saliera nuevamente
de viaje el lunes, le agradecería que lo visitara en su casa el
domingo por la tarde, a la una.
Peck contestó que con todo gusto iría a ver a Mr. Skinner a la
hora indicada.
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A la una en punto del domingo, se presentó Peck en la casa del
administrador general, a quien halló en la cama, pero sin
síntomas de estar enfermo. Después de desearle su pronto
restablecimiento, entraron en discusión respecto a los nuevos
clientes y a perspectivas que Mr. Skinner estaba deseoso de que
Peck investigara.
En el curso de la conferencia, Cappy Ricks telefoneó. Mr. Skinner
estuvo escuchando por varios minutos, y luego Peck oyó decir:
- Con todo gusto cumpliría con sus deseos, Mr. Ricks, si no fuera
porque estoy en cama y no podré salir hoy, pero Mr. Peck está
aquí y con seguridad que no tendrá inconveniente en desempeñar
esa comisión para usted.
-Claro que no -interrumpió Peck, y tomando el receptor se
apresuró a saludar a Mr. Ricks.
-Oye Peck -dijo el presidente- quisiera confiarte un encargo; no
puedo mandar a un muchacho, pero al mismo tiempo me da pena
molestarte.
-No será molestia alguna, Mr. Ricks; mande lo que guste que
estoy a sus órdenes.
-Gracias, Peck, por tu buena voluntad. Se trata de esto: andando
yo por el centro a medio día, pasé frente a una tienda en la calle
Sutter, entre Stockton y Powell, donde en un escaparate vi un
jarrón azul. Yo soy muy afecto a los jarrones de ornato, Peck, y
aunque este no es nada extraordinario, sucede que una dama a
quien le tengo gran estimación, tiene otro igual, y sé que nada le
agradaría más como regalo de su aniversario matrimonial que
otro jarrón como ese para completar el par que necesita para las
dos rinconeras que tiene en su comedor. Yo tengo que tomar el
tren a las ocho de esta noche para llegar a tiempo mañana a Santa
Bárbara, donde ella vive, y poder felicitarla personalmente, así
como para entregarle el regalo, y ese jarrón, Peck, es lo que
quiero.
-Muy bien, Mr. Ricks, comprendo que si no lleva usted mismo el
jarrón y aguardamos hasta mañana lunes a que abran la tienda,
no podrá llegar llegar a tiempo a Santa Bárbara, sino hasta el
martes.
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-Ese es precisamente el caso, Peck, ojalá que lo hubiera visto ayer
para no tener que molestarte; lo siento mucho.
-No necesita usted darme explicaciones ni disculpas, Mr. Ricks,
sólo hágame el favor de describir el jarrón -¿es azul oscuro o
pálido?...¿De qué tamaño es poco más o menos?...¿Es liso o tiene
figuras?
-Es un jarrón cloisonné, Peck, de un azul entre pálido y oscuro,
con figuras orientales de pájaros y flores. No te puedo decir con
exactitud el tamaño, pero me parece que tiene como unos 30
centímetros de alto, por diez de diámetro en el centro y está
montado sobre una base de madera de teca.
-Con eso basta, Mr. Ricks, yo le llevaré el jarrón.
-Gracias, Peck, muchas gracias, me harás el favor de
entregármelo cinco minutos antes de las ocho en la estación del
Southern Pacific; yo estaré a bordo del tren en el coche
dormitorio No. 7, sección "A".
-Convenido, Mr. Ricks.
-Oye, Peck, el costo no será gran cosa, tú podrás pagarlo y
mañana se lo cobras al cajero, diciéndole que lo cargue a mi
cuenta.
Cappy colgó el receptor.
V
Skinner reanudó la conferencia y Peck salió de la casa hasta las
tres de la tarde, dirigiéndose enseguida a buscar el famoso jarrón
azul. Al llegar a la calle de Sutter, caminó por un acera, entre
Stockton y Powell; luego por la otra, y aunque con el mayor
cuidado se fijó en todos los escaparates y vitrinas que había no
pudo ver ningún jarrón, azul o de otro color, ni tienda alguna
donde vendieran tal clase de artículos.
19
"Sin duda que Cappy se equivocó en el nombre de la calle, o yo le
entendí mal" -dijo Peck para sí. "Voy a hablarle por teléfono para
que repita la dirección".
Habló a la casa de Mr. Ricks, pero la sirvienta le informó que el
señor había salido y no sabía ella a dónde había ido ni a qué hora
volvería. Entonces, Peck regresó a la calle de Sutter y la recorrió
de nuevo, por uno y otro lado, sin mejor resultado que la primera
vez; luego dobló sobre una de las calles que cruzaban, caminado
dos cuadras en una dirección y dos en otra, y así continuó
recorriendo todas las calles del barrio, sin vislumbrar en ninguna
parte el consabido jarrón azul. No por eso se dio por vencido,
sino que emprendió la pesquisa en otra zona comercial; caminó
calles y más calles en todas direcciones, sin mejor suerte, y como
último recurso, se dirigió a una cuadra aislada de la Calle Post única que no había recorrido- donde recordó que existían dos o
tres pequeñas tiendas. Al llegar a la última de ellas, notó de
pronto en un escaparate un jarrón que al parecer respondía a la
descripción del que Mr. Ricks quería. Al examinarlo de cerca y
convencerse de que ése era en realidad el jarrón que buscaba, dio
un profundo suspiro de satisfacción.
Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave como ya lo
suponía; de todos modos, golpeó con fuerza por si acaso hubiera
alguien adentro que pudiera abrirle -sin resultado. Entonces,
levantando la vista, vio en la fachada un letrero que decía
"Browne's Art Shop" -Sin pérdida de tiempo se dirigió al hotel
más cercano, donde echando mano de una guía telefónica
empezó a buscar el nombre del bazar susodicho, sin encontrarlo.
En la guía estaban inscritas 19 personas de apellido Browne.
Entonces pidió en la oficina del hotel un directorio de los
habitantes de la ciudad, en el cual halló el nombre de B. Browne
como propietario de un bazar de objeto de arte situado en el
establecimiento donde había visto el jarrón azul, pero sin dar la
dirección de su residencia particular. Inmediatamente cambió
un dólar por monedas y dirigiéndose de nuevo al teléfono empezó
a llamar a cuantas personas de apellido Browne figuraban en la
guía telefónica de San Francisco. El resultado fue nulo.
Prosiguió a consultar las guías de varias poblaciones cercanas
donde suelen vivir muchas personas que trabajan o tienen sus
negocios en San Francisco, y continuó llamando a cuantos
Brownes encontró. Al llamar al último sin mejor éxito, ya le
corría el sudor por el cuello.
20
Eran ya las seis. Peck volvió al bazar, y mirando nuevamente el
letrero, notó con gran sorpresa que el apellido del dueño no era
"Browne" sino "Brown". Esto hacía necesario que volviera al hotel
para llamar a todos los B. Browns que hubiera en la ciudad. Hizo
cambiar un billete de veinte dólares en monedas pequeñas de
valor diverso, se dirigió al teléfono, y de nuevo empezó a llamar a
cuantas personas de nombre B. Brown había registradas en San
Francisco y los suburbios.
Al cabo de quién sabe cuántas llamadas, dio con la residencia del
Mr. Brown exacto que buscaba, pero tan sólo para que la
sirvienta le informara que había ido a comer a la casa de un tal
Mr. Simon en la vecina población de Mill Valley. Tres personas
de apellido "Simon" aparecían como residentes de Mill Valley y
Peck llamó a las tres, preguntando cada vez si Mr. Brown estaba
allí. A la tercera llamada le dijeron que sí, preguntándole quién
era, Peck dió su nombre, transcurrió un rato de silencio y luego
oyó esto: "Mr. Brown dice que no conoce a ningún William Beck,
además está comiendo y no quiere que lo importunen a menos
que se trate de un asunto de suma importancia."
-Dígale que se trata de algo importantísimo y que mi nombre es
William Peck, no Beck.
-¿Deck?
-No!... ¡Peck!... ¡PECK!... ¡P, E, C, K,!... llámelo y dígale que su
tienda se está incendiando.
Un momento después Mr. Brown hablaba sumamente excitado.
"¿Es el jefe de bomberos?" -preguntó en voz entrecortada.
-No, Mr. Brown, su tienda no se está quemando, pero tuve que
decir eso para hacerlo venir al teléfono. Usted no me conoce, pero
en el escaparate de su tienda, aquí en San Francisco, vi
un
jarrón azul que quiero comprar urgentemente antes de las 7:45.
Le ruego que inmediatamente se venga a abrir el bazar y me
venda el jarrón.
-¡Qué demonios!... ¿me está usted tomando el pelo o supone que
estoy loco?
21
-No, Mr. Brown, nada de eso... si alguien está loco ése soy yo...
estoy loco por el jarrón y como tengo que salir hoy de la ciudad a
las 8 quiero llevármelo ahora mismo.
-¿Sabe usted lo que vale ese jarrón?
-No, ni me importa un bledo... yo lo quiero cueste lo que cueste.
-¿Que hora es?... déjeme ver. (Y después de un momento de
silencio mientras veía el reloj:)
"Es un cuarto para las 7 y el próximo tren para San Francisco no
sale sino hasta las ocho, así es que no podré llegar allá antes de
las 8:50; además estoy cenando con unos amigos y apenas he
terminado la sopa."
-Mr. Brown, a mí todo eso no me importa; ese jarrón azul tengo
que llevármelo hoy.
-Bien, si no puede usted aguardar, llame por teléfono a Mr.
Herman Joost, mi encargado, que vive en Chilton Apartments; el
número de su teléfono es Prospect 3249; dígale de mi parte que
vaya en seguida a abrir el bazar y le venda el jarrón. Adiós. (Mr.
Brown colgó el receptor).
Peck llamó inmediatamente al número que Mr. Brown le dió y
preguntó por Mr. Herman Joost. La mamá de este caballero
contestó, manifestando que sentía muchísimo que su hijo no
estuviera en casa, pues había ido al Country Club.
- ¿Cual Country Club?
La buena señora no sabía, así es que Peck pidió en la oficina del
hotel una lista de todos los clubs de San Francisco y alrededores,
y comenzó a llamar por teléfono. Eran ya la 8 y aún no había dado
con el tal Mr. Joost; en ningún club lo conocían.
"Estoy perdido" -murmuró Peck- "pero nadie puede decir que no
perdí luchando; el único recurso que me queda es romper esa
vidriera con un ladrillo y echar a correr con el jarrón."
Acto seguido llamó un taxi, le dijo al chofer que lo aguardara a la
vuelta de la esquina y le pidió prestado un martillo. Cuando
llegó al bazar encontró un policía parado frente a la puerta. En
22
vista de eso Peck continuó su camino sin detenerse; más adelante
cruzó al otro lado de la calle y se volvió.
Peck fue a donde el taxi lo esperaba y se volvió al hotel. Teniendo
una de esas almas que no aceptan la derrota fácilmente, volvió a
llamar por teléfono al domicilio de Mr. Joost -Prospect 3249- y
por primera vez la suerte lo favoreció... Mr. Joost había regresado.
Peck, con voz ansiosa, le informó lo que deseaba y de la orden
que había dado Mr. Brown. El cauteloso Joost contestó que
primero tendría que hablar por teléfono con Mr. Brown para
cerciorarse de que era cierto, agregando que si Mr. Brown
confirmaba la orden, él estaría en el bazar antes de las 9.
Con la impaciencia que es de suponer, Peck lo aguardaba.
Finalmente, a las 9:15, Joost se presentó, acompañado de un
policía que por precaución había pedido que lo acompañara;
encendió las luces, abrió la puerta y con gran cuidado sacó del
escaparate el jarrón azul.
- ¿Cuanto vale? -preguntó Peck.
-Dos mil dólares- contestó Joost, tan fríamente como si hubiera
dicho cincuenta centavos.
Peck tuvo que reclinarse sobre el mostrador para no caer.
- ¡Dos mil dólares! -exclamó en una voz y con un semblante de
desesperación.
Tenía en el bolsillo diez dólares solamente.
- ¿Acepta Ud. mi cheque, Mr. Joost?
-Yo no lo conozco a usted, Mr. Peck - respondió Joost.
-¿Dónde está su teléfono?
Joost condujo a Peck al teléfono y éste llamó a la casa de Skinner.
"¡Mr. Skinner!" -balbuceó Peck- "estoy en un terrible apuro y casi
exhausto; conseguí que abrieran el bazar, pero el jarrón que Mr.
Ricks tanto desea cuesta dos mil dólares y yo entendía que
costaba una friolera"
23
-Por tu madre, Peck, ¿has estado en busca del jarrón todo este
tiempo?
-Si, y estoy propuesto a llevármelo... hágame el favor de traerme
aquí, al bazar de Mr. Brown, en la calle Post cerca de la avenida
Grant, los dos mil dólares, porque yo ya no tengo fuerzas para ir
por ellos.
-Mi querido Peck -replicó Mr. Skinner compasivamente- no
tengo aquí dos mil dólares... ésa es una cantidad demasiado
grande para llevarla en el bolsillo o guardarla en casa.
-Bueno, entonces tenga la bondad de venir al centro
inmediatamente, abrir la oficina y sacar el dinero de la caja fuerte.
-Eso no lo puedo hacer, Peck, porque la caja fuerte tiene una
combinación que nadie puede abrir antes de cierta hora.
- Mr. Skinner, hágame favor de venir de todos modos para que
me identifique en alguna parte donde puedan aceptar mi cheque
personal.
-¿Tienes suficientes fondos en el Banco, Peck?
Esto puso fin a la conversación y Peck llamó en seguida, a la casa
de Mr. Ricks, sabiendo que allí residía su yerno, el capitán
Peasley. Afortunadamente lo halló en casa, y Peasley lo escuchó
con bastante amabilidad.
- Peck, es casi increíble que te hayan asignado una misión
semejante -dijo el capitán Peasley. - Sigue mi consejo y olvídate
del jarrón azul.
-No puedo -replicó Peck.. - Mr. Ricks se sentirá muy contrariado
si no le entrego el jarrón; él se ha portado conmigo de manera
espléndida y considero un deber ineludible cumplir con este
deseo suyo.
-Pero ya es muy tarde, Peck, para entregárselo; se fué en el tren
de las 8 y ya son las nueve y media.
-Lo sé, pero si puedo obtener el jarrón, yo se lo entrego antes de
que baje del tren en Santa Bárbara a las 6 de la mañana.
24
-¿Como?
-Aquí en el aeródromo tengo un amigo que con gusto me llevará
en su avión a Santa Bárbara.
-¡Estás loco!
-Lo sé, pero por favor présteme los dos mil dólares.
-¿Para que?
-Para comprar el jarrón azul.
-Ahora ya no me cabe duda que estás loco... cuando Mr. Ricks
supiera que habías pagado dos mil dólares por ese jarrón, te
mandaría al manicomio.
-Oiga, Mr. Peasley, ¿no me presta los dos mil dólares?
-No, Peck; vete a tu casa a dormir y olvídate del maldito jarrón.
-¡Por favor, Mr. Peasley... a usted le pueden cambiar un cheque
porque lo conocen bien y a mí no; además hoy es domingo.
-Bueno -interrumpió Mr. Joost, - ¿vamos a estar aquí toda la
noche?
Peck, colgando el receptor, lo miró en actitud de dasafío y le dijo:
- ¿Es usted conocedor de diamantes?
-Sí -contestó Joost.
-¿Me aguardará aquí hasta que vaya al hotel para traer uno?
-Si.
William Peck salió cojeando tan aprisa como pudo. Veinte
minutos más tarde estaba de regreso con un anillo de platino que
tenía un hermoso brillante cercado de zafiros.
. ¿Cuánto cree usted que valga este anillo?
Joost lo miró con no disimulada admiración y dijo que bien
valdría unos dos mil quinientos dólares.
25
- Se lo dejo en garantía -Peck se apresuró a decir. - Déme un
recibo y cuando haya cobrado usted mi cheque vendré a
redimirlo.
Quince minutos después, con el jarrón azul cuidadosamente
empacado, Peck entraba a cenar a un restaurante. Al terminar
ordenó un taxi y a toda velocidad se dirigió al aeródromo. Allí se
informó de la residencia de su amigo aviador, se comunicó con él,
y a media noche ambos y el jarrón azul se perdían en las nubes,
rumbo hacia el sur.
Hora y media más tarde aterrizaron en el valle de Salinas, cerca
de la vía de ferrocarril; Peck descendió y el aviador emprendió el
vuelo de regreso a San Francisco. Peck corrió hacia la vía férrea
con un periódico en la mano, y pocos momentos después, cuando
vio que el tren en que venía Cappy Ricks se aproximaba, hizo del
periódico una antorcha y empezó a hacer señales con ella en
medio de la vía. El tren se detuvo, el conductor abrió la puerta de
uno de los coches para averiguar que pasaba, y Peck se metió de
un salto.
- ¿Quién diablos es usted? -preguntó el conductor- ¿Por qué hizo
parar el tren?
-Porque tengo urgencia de ver a un pasajero que aquí viene, en la
sección "A" del coche No. 7; yo le pago mi pasaje.
- ¡Ah?, es un señor de baja estatura, de avanzada edad, ¿verdad?.
Antes de partir de San Francisco me preguntó si no había visto a
un individuo con un paquete bajo el brazo.
- Si, ese individuo soy yo, aquí traigo el paquete que no pude
entregarle a tiempo... hágame el favor de llevarme a su sección.
Hubo que tocar el timbre varias veces para despertar a Cappy
Ricks, quien al fin abrió la puerta, en su bata de noche.
- Soy William Peck, Mr. Ricks; perdone que venga a
importunarlo a esta hora, pero es que tropecé con tantas
dificultades para poder conseguir el jarrón azul que usted tanto
quería, que no pude llegar a tiempo a la estación. La dirección de
la tienda no era la que usted me dió; tuve que buscarla por todo
San Francisco y llamar por teléfono a todos los "Browns" y
26
"Brownes" que hay allí y en los suburbios, y además, fue
imposible conseguir en domingo por la noche los dos mil dólares
que costaba el jarrón, pero aquí lo tiene usted, porque le prometí
entregárselo y lo que yo prometo lo cumplo.
Cappy Ricks miraba a Peck con ojos azorados, como si lo creyera
loco. Luego se echó a reír, lo hizo tomar asiento, y empezó a
referirle que todas las dificultades con que tropezó habían sido
fraguadas intencionalmente, desde la dirección equivocada del
bazar, hasta el precio del jarrón, pues en realidad solo valía
$10.00.
Al oír esto, Peck casi se desmayó, pero rehaciéndose, prorrumpió
en tono grave y airado:
- Mr. Ricks, si no fuera porque es usted un hombre de avanzada
edad y porque le debo favores, no sé que le haría por esta broma
tan pesada que se ha permitido jugarme.
Con los ojos húmedos de lágrimas, como quien ha sufrido un
terrible desengaño y siente el corazón herido, continuó: - Mr.
Ricks, yo estoy acostumbrado a obedecer órdenes sin ambajes
por necias que parezcan... a cumplir con los cometidos que se me
confíen, con puntualidad si es posible, y si no, tan pronto como
sea posible. Desde muy joven me imbuyeron lealtad para mis
superiores, pero ahora realmente me duele que mi estimado jefe
actual haya querido hacer de mí un payaso... burlarse de un fiel
servidor. Desde hoy en adelante puede
usted mandar a Skinner o a quien se le
dé la gana, a vender su abeto apestoso
que tanto trabajo me ha costado darle
salida.
Cappy Ricks pasó cariñosamente la
mano por la cabeza de Peck, y le dijo:
- Mi querido Peck, bien sé que lo que
hice fue cruel, extremadamente cruel,
pero tengo que confiarte un puesto de tal importancia que
necesitaba ponerte antes a prueba para cerciorarme de que
podrías desempeñarlo. Por esto te confié la tarea más ardua que
doy a los que necesito para los cargos que requieren hombres que
nunca se dan por vencidos. Ahora te hago saber, hijo, que en vez
27
de haberme traído un jarrón que vale $2,000.00, saldrás de este
tren con un puesto de diez mil dólares como gerente de nuestra
oficina de Shanghai.
La sorpresa de Peck no fue menor que la que había recibido
antes, al oír estas palabras, y Mr. Ricks continuó:
- De quince hombres a quienes he dado como prueba la entrega
del jarrón azul, tú eres el segundo que ha salido vencedor.
-Gracias, Mr. Ricks, y perdóneme lo que dije. Haré de mi parte
todo lo posible para desempeñar mi cometido en Shanghai a su
entera satisfacción.
-Eso bien lo sé, Peck, pero dime, ¿No te viste a punto de
abandonar la empresa al tropezar con tantas dificultades casi
imposibles de salvar?
-Si señor, me entraron deseos de suicidarme antes de haber
llamado por teléfono a cuantos "Brownes" hay en San Francisco,
pero yo no acostumbro empezar una tarea y dejarla a medias,
especialmente desde que, estando enfermo una vez en el hospital,
y habiendo casi perdido la esperanza de restablecerme, una
persona a la que admiro fué a verme y me dijo: "William, tú no
estás tan grave como crees... vas a vivir muchos años todavía." Yo
le contesté que no lo creía. Entonces, mirándome con un
semblante serio, agregó: "William Peck no es de los que se dan
por vencidos y va a recuperarse... para principiar, sonríe. " Desde
entonces, mi lema para todo lo que emprendo es: ¡LO HARE!
- ¿Quién era?, preguntó Ricks mostrando respeto en su voz.
- Fue mi brigadier y tenía un lema en su brigada:
CUANDO ALGO DEBE HACERSE, DEBE HACERSE
A renglón seguido Peck contó a su jefe algunas experiencias de guerra
entre las que figuraba el hallazgo del anillo que le sirvió de depósito para
obtener los dos mil dólares, e hizo resaltar el espíritu indomable de su
brigadier que no aceptaba excusas para el desempeño de cualquier tarea
que “DEBA HACERSE”.
28
Por una de esas extrañas coincidencias de la vida, el brigadier había sido
precisamente el único otro candidato capaz de lograr el grado del Jarrón
Azul.
Para finalizar, Ricks preguntó
- ¿Cómo tuviste valor para respaldarme en la compra de un Jarrón de dos
mil dólares? ¿No te diste cuenta que el precio era absurdo y que yo podría
haber repudiado la transacción?
- Seguramente no. Usted es responsable de los actos de su servidor. Usted
es un verdadero deportista y nunca repudiaría mi acción. Usted me dijo lo
que DEBÍA HACER, pero no insultó mi inteligencia diciéndome CÓMO
DEBÍA HACERLO.
- Ya veo, Bill. Bueno, dale el Jarrón al oficial del tren. Sólo pagué por el 15
centavos. Mientras tanto, encarámate en la cama alta y toma tu bien
ganado descanso.
- Pero, ¿No va usted a un aniversario de bodas en Santa Bárbara, sr. Ricks?.
- No Bill, no hay tal aniversario de bodas, descubrí hace algún tiempo que
es muy saludable para mi integridad física, dejar la ciudad y jugar al golf tan
frecuentemente como me sea posible. Además, la prudencia dicta que
desaparezca de la oficina durante la semana siguiente en que uno de los
buscadores del Jarrón Azul ejecuta mi encargo. A propósito Bill, ¿Qué tal
juegas golf?.
- ¡Oh! Soy lo bastante grande y feo para jugar al golf con una sola mano.
- ¿Pero has tratado de hacerlo alguna vez?
- No señor, - contestó Bill Peck sin sonreír. - Pero si el golf es saludable y
hay que jugarlo ... “DEBE HACERSE”.
29
Datos del autor
Peter B. Kyne nació el 12 de octubre del 1880, en San
Francisco, California.
Fue un novelista norteamericano que escribió sus
principales obras entre 1904 y 1940.
Muchas de sus novelas y relativos fueron adaptados al cine,
comenzando durante la época del cine mudo y continuando
durante el sonoro.
Se le acreditaron 110 guiones de películas filmadas entre 1914 y 1952.
Murió en San Francisco, el 25 de noviembre del 1957.
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