CuadMon 31 (1974) 643-647 MARÍA CRESPO VICTORICA, OSB UNA CARTA DEL MONASTERIO SANTA MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA 4 de agosto de 1974. Queridas hermanas: “San Pedro necesitaba en el cielo un monaguillo y se nos llevó a Miguelito…”. Así comenzó la tan emotiva homilía del P. Josu en la misa de cuerpo presente del querido chico. Muchas de ustedes me preguntarán: “¿Quién es Miguel?”. Y otras: “¿Qué ha ocurrido?”. Estas líneas tratarán de responder a ambas preguntas. Son pinceladas, con la intención de convivir con ustedes las 24 horas que hemos vivido en el monasterio, con todos los vecinos, acompañando a la familia Pereira en una prueba inesperada y dolorosa. Miguel -o Miguelito- era el sexto hijo del matrimonio Pereira, y el chiquilín ocupaba un lugar muy dentro del corazón de esta comunidad. La situación familiar afectaba a Miguel y a sus hermanitos. En enero, las hermanas hablaron con el P. Eusebio, que tiene un pensionado para niños pobres, los que van a estudiar a una escuela del Estado. Se llevó esta vez a Ismael, quien tuvo la alegría de encontrar en el mismo pensionado a su hermano mayor. Las hermanitas, gracias también a la iniciativa de la comunidad se encuentran en un pensionado de religiosas; los mayores cursan el liceo y los menores la escuela primaria. Estos chicos, diez en total, se quieren entrañablemente. ¿Será el fruto de la situación de su hogar? Miguel era el jefe de la pandilla. No había más que verlos jugar. ¡NUNCA se peleaban! Nuestro “jefe” no tenía edad para ingresar en el pensionado del P. Eusebio. Debía esperar un año más y soñaba con el encuentro con sus hermanos mayores. Venía casi todos los días a misa y muy seguido a vísperas. En verano no faltaba a las misas vespertinas. No temía el frío glacial ni el calor, las lluvias o las heladas. Cantaba con la comunidad, de memoria, el Gloria, el Sanctus y el Agnus Dei. También el Magnificat y el Benedictus. Siempre ocupaba el primer banco y siempre bien en el medio del mismo. Si el banco estaba ya ocupado, él tenía un arte muy peculiar para... ¡ocupar igual su lugar preferido! Al beso de paz, Miguelito se levantaba y de un brinco se enfrentaba con el P. Josu, lo abrazaba y le daba un beso. Si el celebrante era un obispo o si había concelebrantes, se las arreglaba para dar el beso de paz al celebrante principal. Todas recordamos al P. Pedro Eugenio inclinándose “profundamente” para abrazar al chiquilín y luego, después de misa, lo oíamos conversar con Miguel. El P. Pedro Eugenio estaba convencido de que la asistencia de Miguel a misa era para el niño de mucho provecho. Cuando comenzó sus clases de catecismo con la Hna. Ana Gabriela, ésta descubrió que sabía de memoria un gran número de pasajes del Evangelio, sólo de oírlos en la misa. Esto viene a confirmar la opinión del P. Prior. Pereira se dio pronto cuenta de que su hijo era “comprador” y que conquistaba a todo el mundo. Aprovechó del niño y éste, en su inocencia, se prestó y fue adquiriendo el vicio de pedir. La comunidad velaba sobre Miguelito y tomó medidas serias con las visitas. El P. Josu, preocupado, dice un día a la Hna. María Inés: “Si no retiramos a tiempo a Miguel se hará jefe de alguna gavilla”. ¡San Pedro también velaba sobre el niño! Deshizo todos los planes de la comunidad y las preocupaciones del P. Josu. No lo necesitaba para monaguillo, sino seguramente para nombrarlo jefe de alguna “gavilla” celestial. La tarde del 26 de julio estábamos todas reunidas en el taller hablando sobre el proyectado altar de piedra de la futura iglesia. Un timbre persistente y tembloroso hizo acudir a la Hna. Águeda a la portería. Era Pereira, fuera de sí. Venía a avisarnos que una camioneta había atropellado al querido niño y lo había lanzado muerto sobre la Ruta Interbalnearia. Madre Plácida recibió la noticia y con calma exclamó: “¡Santa María, Madre de la Iglesia, ruega por nosotros! ¡Ha muerto Miguelito!”. Nos trasmitió lo único que sabía. Nos pidió que fuéramos a la capilla y rezáramos por Pereira. Madre Plácida se fue con la Hna. Águeda a lo de Pereira y de allí a la Ruta. ¿Qué había pasado? Fuimos reconstruyendo lo ocurrido, como un “rompecabezas”, con las idas y venidas de unos y otros. Entre esos “unos” llegó la pobre madre. ¡Ya se imaginan la escena! Tranquilizada, nos pidió una lámpara de gas para iluminar su casucha, que no tiene luz eléctrica. Desde la Ruta, Madre Plácida nos mandó avisar que Miguelito sería velado en el Monasterio. El Monasterio, por 24 horas, sería su hogar. Imposible velarlo en su casa. Al techo le faltan chapas y se llueve. La tarde era glacial y el frío sería inaguantable para los familiares y vecinos. Pero, ¿qué ha ocurrido? Miguelito volvía del colegio. Bajó con sus compañeros y una maestra. Al niño no se le ocurrió nada mejor que cruzar la Ruta, sin ver que en sentido contrario al bus -que iba a Montevideovenía una camioneta en dirección a Punta del Este. El conductor vio al bus parado y a los niños en la parada, pero sin ver que por detrás del autobús cruzaba un niño. Imposible frenar en seco. La camioneta prendió a Miguelito y lo lanzó en medio de la Ruta, lejos de la parada. Cayó boca abajo. Según la policía, murió en el acto. El conductor del autobús ve lo ocurrido por el espejo y no puede menos que gritar. Los pasajeros, a su vez, contemplan la escena y gritan de horror. Estos gritos se oyeron en la casa de los Pereira. La madre no tiene valor para ir a la Ruta y pidió al marido que fuese a ver lo ocurrido. En el colectivo viajaban dos policías y otras maestras del colegio. Los policías se adueñaron de la situación; uno, ¡gracias a Dios!, fue con el conductor de la camioneta a buscar al comisario. Mientras, llegó Pereira. Preguntó lo ocurrido y el policía le dijo que era “un chico rubio”. Pereira no titubeó y exclamó: “¡Es mi hijo!”. El policía lo llevó a ver al niño y el pobre hombre reconoció a su hijito. Su reacción fue salir corriendo hacia el Monasterio. Cuando Madre Plácida estaba en la Ruta llegó el comisario -una gran persona-. También llegó la directora del colegio. Mientras el comisario llenaba formularios, Madre Plácida averiguaba a la directora todo lo necesario acerca del entierro de un niño pobrísimo como era Miguelito. Pero... era el primer caso que se le presentaba y tampoco ella sabía, nada. Los Pereira no atinaban a nada. Había que esperar la llegada del juez. Mientras tanto, el comisario se enteró de que el Monasterio se hacía cargo del niño y de que sería velado en el mismo Monasterio, y entonces resolvió entregar el niño al Monasterio. Llegó el juez y a las 19 horas el comisario entregó el cuerpo del niño. A todo esto, tanto Madre Plácida como la directora del colegio estuvieron dos horas en la Ruta con un frío glacial. Urgía conseguir el ataúd, y el comisario se retiró del Monasterio con la intención de solucionar también esto. A las 19 horas llegó también el Padre Josu con las tres hermanitas del chico; había sido avisado por el constructor cuando se retiró de la obra. El Padre, con la rapidez de una flecha, apenas enterado, fue a buscar a las hermanitas al colegio. Las trajo, combinó la Misa de Exequias y luego se retiró muy conmovido. La muerte de Miguel lo sorprendió en el inicio de un apostolado catequístico muy intenso, y su presencia era indispensable. Madre Plácida y la Hna. María Mónica se ocuparon de lavar el cuerpo del querido niño y de revestirlo con un delantal de colegio. El locutorio ya estaba preparado y lleno de aromos. Yo, entre tanto, me quedé en el locutorio con Pereira y las tres chicas. Fue una hora que se me hizo interminable. Pereira cuenta con detalles el accidente una..., dos..., tres y más veces. ¡Ve la ruta manchada con su sangre! A las 20 horas, Miguelito fue colocado sobre el camastro que se preparó con tanto cariño en el locutorio grande. Una sábana cubría su cuerpo y un lienzo finito su preciosa carita. Los chicos estaban presentes. Son una presencia silenciosa... y en silencio lloran su dolor. A las 21 horas rezamos Completas en el locutorio grande. Este chico que amó tanto nuestra Liturgia de las Horas sin comprenderla mayormente, será velado al canto y rezo del Oficio y en el Monasterio que tanto amó. Los familiares y vecinos comenzaron a llegar. Todos son acogidos y atendidos con exquisita caridad. Se les sirve café, se los atiende uno por uno. A las tres chicas las hicimos descansar en el Monasterio. A las 22 llamó por teléfono el comisario. Había conseguido el ataúd, y... de regalo. Estuvo con la directora del colegio hasta esa hora para conseguirlo para el “angelito”, como él llamaba a Miguel. Durante toda la noche dos hermanas permanecieron a su lado; a las 3 horas me tocó el turno a mí con la Hna. María Susana, y ya no nos acostamos hasta las 22. Rezamos las Vigilias en el locutorio grande, cerca de Miguel; y al terminar, aprovechando el momento en que no había nadie, colocaron a Miguel en su ataúd y volvimos a arreglar el locutorio. A las 7 comenzó nuevamente el desfile de familiares y vecinos. Los vecinos movidos ya por el cariño y simpatía hacia el niño, ya por el Padre Josu, que crea en derredor de la Parroquia un ambiente de familia. Así también, alrededor de este niño, vecinos pobres y acomodados, familiares y amigos se unen en una oración de súplica. Se ora, se canta, y también se lee; luego se reza el Rosario y hay también prolongados silencios. Es una velada de amor. A las 9 horas llegó el Padre Josu para celebrar la Misa. Miguel gozó también de una Misa con Diácono, privilegio único en estos lugares. En el oratorio arde un gran cirio blanco, símbolo de su inocencia, y arde para el Padre Celestial a quien Miguel había aprendido a llamar “Padre nuestro” en sus misas diarias. El niño, que tantísimas veces entró casi corriendo al oratorio, hizo ahora una entrada solemnísima al canto de la Antífona “Un nombre eterno daré a mis santos, dice el Señor; gozo y alegría poseerán para siempre”. Y añadimos el Versículo: “Alabad, niños, al Señor. Alabad el nombre del Señor”. En la tan emotiva homilía, el Padre comenzó diciendo: “San Pedro necesitaba un monaguillo en el cielo y se nos llevó a Miguelito”. Luego comentó su entrada triunfal a la capilla, encabezando la procesión, y cómo había sido colocado -según dijo el Padre- en su lugar preferido: bien adelante y bien en el medio de la capilla. Destacó su inocencia, simbolizada en el precioso cirio que por primera vez fue encendido para Miguelito, que amó lo bello. Recordó con emoción su inolvidable beso de paz, con un no sé qué tan propio de él. Y con emoción nos comentó que el chico ha sido su “solitario” acompañante en sus Misas diarias desde hace más de un año. Aseguró a sus padres que ahora tienen un hijito en el cielo, que velará sobre ellos. A las 10 horas llegó el Padre Eusebio con sus hermanos y celebró de inmediato una segunda Misa de cuerpo presente. El oratorio estaba lleno. Luego el niño volvió al locutorio grande. ¡Nos parecía que al chico le costaba dejarnos! En el locutorio hay un ambiente de paz..., de oración y de amor. A las 14 horas un vecino ofreció un magnífico camión para llevar al niño a su última morada. Mientras llegaba la hora de la separación, en el locutorio, siempre lleno de vecinos, se cantó, se rezó y vimos correr muchas lágrimas. Lo más emocionante fue ver a hombres maduros y a jóvenes demostrar sus sentimientos de dolor sin ningún respeto humano. Llegó la hora de la separación. Uno por uno se acercan a besar por última vez los cabellos dorados del querido niño. Vemos a hombres grandes inclinarse respetuosamente y dejar correr sus lágrimas mientras depositan su último beso sobre la cabecita del niño; vemos algunas personas -en seguida nos damos cuenta- que son vecinos, y que están emocionadas y por fin es el turno de las monjas. En esos minutos somos realmente la gran familia de nuestro Padre Celestial, todos se olvidan de su ambiente social, todos nos sentimos unidos, nos sentimos hermanos; y es un niño, hoy, quien obtiene ese milagro de la caridad. El Padre Eusebio rezó por última vez un Responso, asperjó al querido niño, se cerró el ataúd, y cantamos por última vez y lo acompañamos con cantos hasta que arrancó el camión. Estas pinceladas serían incompletas si no destaco que Miguel era un pequeño caballero. Cuando nosotras volvíamos de Montevideo, cargadas con bolsones, nuestro caballero nos divisaba y corriendo y brincando llegaba hasta nosotras, tomaba nuestros bolsones después de habernos besado, y alegremente, riendo y hablando, nos acompañaba hasta el Monasterio. ¡Y tenía como un cierto orgullo de tocar él el timbre! El 26 de julio estábamos reunidas cuando nos llegó la dolorosa noticia. Hablábamos del futuro altar, de piedra del oratorio. Ese altar siempre nos recordará una ruta gris, manchada de sangre, y un niño corriendo hacia adelante... hacia nuestro Padre Celestial, para darle su primer beso de paz con ese no sé qué tan propio de Miguelito Pereira. Miguelito Pereira entró corriendo al cielo, nos ganó en la carrera y lo alcanzó primero. Se sentó entre Doctores, Miguelito Pereira, con su túnica blanca y su moño de seda. Para él profetizaron los primeros aromos un tesoro escondido de moneditas de oro. Hoy somos tus mendigos, Miguelito Pereira, y tú el dador magnánimo a nuestras mil carencias. Hna. María Estefanía Tamburini, osb Mater Ecclesiae, Uruguay