DISCURSO DEL 21 DE MAYO 2016 En este acto de homenaje a la gesta del 21 de mayo de 1879, conmemoramos uno de los pasajes más cruciales de nuestra historia patria. Permítanme comenzar haciendo un muy sucinto análisis del contexto que se vivía en ese entonces, desde un punto de vista político y estratégico. Recordemos que el año de la Guerra del Pacífico y enfrentados a nuestros países vecinos, el Ejército chileno sólo contaba con poco más de 2.400 soldados y la Armada de Chile sólo con un puñado de marinos; en 1876 la Escuela Naval había sido cerrada; entre otras razones, porque en esa época Chile era un país pobre y golpeado. Pocos años antes, en 1864, la Escuadra española había tomado las islas Chincha o islas Guaneras, como eran dominadas por el Perú. En solidaridad con ese país, dos años después Chile le declara la guerra a España y producto de ello ese mismo año Valparaíso es brutalmente destruido por la Escuadra española, la que sólo permitió que sus habitantes subieran a los cerros y que los hospitales fueran marcados con una cruz blanca, de manera tal que su bombardeo no los destruyera. Paradojalmente y pese a ello, pocos años después, ese Perú aliado y Bolivia, pactan secretamente una alianza en contra de nuestro país. Esa es en parte – obviando lo más conocido- la situación de Chile previo a la guerra y es en ese contexto que se desarrolla la gesta de Iquique. Es por ello que la figura del capitán Prat, y la generosa entrega a la Patria que cada uno de sus camaradas protagonizó el 21 de mayo de 1879, constituyen sin duda, el diáfano símbolo de la gloria de un país, que en la guerra, en la paz y en la adversidad, se ha constituido en el verdadero emblema de actos de heroísmo y sacrificio. Estos hombres, que en el pasado histórico amaron a la Patria y nos dejaron esta gran epopeya, si bien en forma muy especial están presentes e iluminan el camino de quienes tienen el privilegio de conformar la Armada de Chile de hoy, siendo por ello sus más directos y orgullosos herederos, no cabe duda que son patrimonio de todos los chilenos. Por eso, una vez más en este día, los integrantes de la Academia Nacional de Estudios Políticos y Estratégicos hacemos un alto en nuestras actividades habituales para, en un sincero y profundo acto de gratitud, rendir un homenaje a quienes, a bordo de la gloriosa “Esmeralda” y de la victoriosa “Covadonga”, sin distinción de clase, credo, o condición, nos dejaron como ejemplo que, llegado el momento de hacer sacrificios en pro de la Patria, no caben cálculos mezquinos, ni atajos de conciencia para eludir el deber que su llamado nos impone; deber que ciertamente ellos supieron cumplir, dándonos algunos de ellos sus propias vidas, sin más ambición ni esperanza que el hecho que su sacrificio y entrega no hubiesen sido en vano. En efecto, la acción que tuvo como escenario las tranquilas aguas del puerto de Iquique y Punta Gruesa, no sólo constituye una muestra excelsa de valor, sino que muy especialmente un mandato de honor para todos los que hoy conformamos este Chile que nos es tan querido. Y si en su época, tal heroísmo resultó en el hito decisivo de una contienda no buscada, en nuestros días su conmemoración y recuerdo debiera movernos al claro compromiso de, así como a lo largo de la historia nada nos ha sido regalado, no sean las nuestras ni las que nos sucederán las generaciones que traicionen ese legado. Tal es la importancia de la gesta que hoy conmemoramos, que su valor épico y moral escasamente encuentra réplica en otras acciones registradas en la historia, del mismo modo que su importancia estratégica se inscribe dentro de aquéllas que por el vuelco que generan en la dinámica del conflicto, resultan ser el punto de partida del camino a la victoria. Pero no sería justo valorar la gesta de Iquique solamente por el mérito de haber cohesionado a los chilenos, ya que ello equivaldría a otorgar a la guerra el valor de simples hechos tácticos materializados por el enfrentamiento de fuerzas, cuyas consecuencias serían sólo de tipo moral y cuyo efecto final equivaldría a la simple mantención o disminución de la cantidad de dichas fuerzas, por parte de cada uno de los gobiernos de los países en disputa. Muy por el contrario, al observar el resultado final de la epopeya del 21 de mayo de 1879, vemos que, mientras Chile pierde una corbeta de escasísimo valor táctico, nuestro digno adversario enfrenta una pérdida capital en Punta Gruesa: uno de sus mejores blindados, que en rigor constituía la mitad de su fuerza organizada. Este hecho fue la llave que permitió alcanzar la posibilidad de utilizar libremente el océano y proyectar nuestro Ejército desde el mar hacia la victoria final, en un valiosísimo ejemplo -para la época- de accionar conjunto. Por ello el combate de Iquique, como un todo, no sólo constituyó un triunfo moral, sino también un triunfo para Chile con claras repercusiones políticas y estratégicas, ya que a partir de ese hecho, la capacidad del adversario para hacer la guerra en el mar, vital para el curso de las operaciones terrestres, se vería dramáticamente restringida. A partir de entonces, todo un pueblo apoya e intenta integrar las huestes nobles de nuestra Patria. La guerra es aceptada y pasa a ser popular para los chilenos. Chile se manifiesta entonces como un país con un estamento político resuelto y con fuerzas militares movidas por una fortaleza inextinguible. No profundizaré, en esta oportunidad, en el contexto detallado del combate mismo, ya que ello constituye un tema de análisis permanente para los que se encuentran abocados al estudio específico de la guerra en el mar. Ese mar, que en los confines australes vio enfrentarse a dos jóvenes marinas entre 1836 y 1838, durante la conflagración de nuestro país contra la Confederación Perú-Boliviana; y que posteriormente de manera muy curiosa los reunió como aliados en la guerra contra España en los años 1865 y 1866, donde lucharon unidos por una misma causa quienes defendiendo a su Patria se enfrentarían más tarde, escribiendo páginas de gloria en sus respectivas marinas: Prat, Grau, Condell, More, Thomson y Aguirre. Ese mar, que vio surgir verdaderas leyendas durante la Guerra del Pacífico, donde los hombres de mar de Chile y del Perú se transformaron en figuras gloriosas, notables por sus ejemplares virtudes humanas y militares. Hasta el día de hoy Prat, Grau y tantos otros ilustres marinos, avivan los respectivos orgullos nacionales. Con su valor, caballerosidad y serena moderación, siguen siendo modelos para las generaciones futuras. Esta gesta hizo despertar a Chile y los poco más de 2.400 soldados que inician la guerra, se transforman en 40 mil soldados que llegan a Lima. Ese movimiento ciudadano, ese despertar de la chilenidad de nuestro pueblo, es lo que venimos a conmemorar hoy, porque es lo que le debemos a Prat y a su gente. Por eso no puedo dejar de resaltar el legado espiritual de valor y amor a la Patria que con su temple ellos nos entregaron. Esos valores que antaño demostraron nuestros antecesores, constituyen nuestro compromiso de hoy. Tenemos el privilegio de conformar un país con una historia rica en virtudes forjadoras del alma y de la conciencia. Ello nos obliga a mantener incólumes esos valiosos principios, sin olvidar jamás, que la mayor de las grandezas de un país está siempre en la estatura moral de su gente. Muchas gracias.