el error y la ignorancia

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EL ERROR Y LA IGNORANCIA
*
MIGUEL ÁNGEL ORTIZ
1. Consideraciones introductorias. 2. El error de Derecho (“error iuris”). 2.1. Error sobre la
naturaleza del matrimonio. 2.2. El error de Derecho sobre las propiedades esenciales del
matrimonio y sobre la dignidad sacramental del mismo. 3. El error de hecho (“error facti”).
3.1. El error en la persona. 3.2. El error en las cualidades de la persona. 3.2.1. El error no
invalidante. 3.2.2. El error sobre una cualidad directa y principalmente pretendida. 3.3. El
error doloso. 3.4. Conclusión sobre el “error en la personalidad”.
1. Consideraciones introductorias
El consentimiento matrimonial es un acto de voluntad que tiene por objeto la
persona concreta con la que se quiere establecer el vínculo matrimonial. La decisión
conyugal comprende dos dimensiones: se quiere a una persona determinada, y se la
quiere como esposo o esposa. Y para llegar a esa decisión, a esa elección, de la
persona y del matrimonio, se ha seguido normalmente un proceso de conocimiento
previo entre los cónyuges, durante un período de tiempo más o menos largo. Para
emitir un consentimiento válido, por lo tanto, se requiere que quien contrae
matrimonio tenga un conocimiento mínimo, tanto del matrimonio como de la
persona del otro cónyuge. Cuando falta ese conocimiento mínimo, el acto de
voluntad carece del objeto suficiente, por lo que no puede darse un consentimiento
válido, pues, como enseña la máxima clásica, “no puede quererse lo que no ha sido
previamente conocido”.
Los cánones que estudiaremos en esta lección toman en consideración en qué modo un
defecto en el conocimiento puede invalidar el consentimiento, cuando ese desconocimiento
no proviene de una situación anómala o patológica de las condiciones psíquicas de la
persona, como sucede, en cambio, en el c. 1095. Aquí interesa ver cuándo una deficiencia del
conocimiento llega a vaciar de contenido el consentimiento. En efecto, no toda limitación del
conocimiento (un error en una cualidad accidental, por ejemplo) es relevante a los efectos de
la validez del consentimiento; sólo lo son aquellas limitaciones que afectan tan gravemente a
la voluntad, que el acto de la voluntad no es verdaderamente matrimonial. Los cc. 1096-1099,
que estudiaremos en esta lección, establecen los criterios de esa gravedad.
En la cuestión que nos ocupa, hay que tener en cuenta que, como ocurre en la mayor
parte de las decisiones que tomamos, lo habitual al consentir es que el acto de la voluntad no
siga a un conocimiento pleno y perfecto del matrimonio o de la persona del otro contrayente,
lo cual no impide que el acto sea plenamente voluntario. De hecho, en toda elección
matrimonial hay falsas apreciaciones, leves exageraciones, etc. Pero, en todo caso, existe un
* Pubblicato in AA.VV. (a cura di D. García-Hervas), Manual de Derecho Matrimonial Canónico, Madrid 2002,
187-208.
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conocimiento que, aunque imperfecto, habitualmente es suficiente para emitir válido
consentimiento.
Visto desde otro punto de vista: mientras el acto de la voluntad debe ser siempre pleno
(no caben restricciones ni exclusiones), el del entendimiento no lo es nunca. Y ello porque,
como tendremos ocasión de recordar a lo largo de la lección, se puede querer plenamente
(matrimonialmente) lo que se conoce sólo imperfecta o parcialmente, como es propio del
intelecto humano.
Pero en algunos casos la información del entendimiento es tan deficiente que no permite
presentar a la voluntad el objeto del consentimiento. En esos casos, que el legislador y el juez
deben determinar, la ignorancia o el error han impedido o viciado la voluntariedad del acto.
Fuera de estos supuestos (que constituyen el objeto de la presente lección), aunque haya
mediado algún error, ignorancia o engaño, si la carencia en la información no llega a hacer
que el acto de la voluntad no sea matrimonial, hay que entender que se quiere
matrimonialmente, por lo que el eventual error o ignorancia son jurídicamente irrelevantes, y,
en consecuencia, no invalidan el matrimonio.
Dicho de otro modo, mientras una voluntad que no es plena, bien porque contiene una
reserva, bien porque se dirige a un objeto falseado sustancialmente, no hace nacer el
matrimonio, un conocimiento no pleno sí puede ser suficiente, siempre que contenga un
mínimo de información verdadera para que el sujeto quiera la persona del otro cónyuge
como esposo. Como hemos dicho, esto sucede habitualmente en todos los ámbitos de la
vida, también fuera del matrimonio, pues constantemente realizamos numerosas elecciones,
teniendo una noción incompleta de lo que queremos. En el ámbito del matrimonio, además,
hay que tener en cuenta también la natural inclinación al matrimonio: al bien y a la verdad
del matrimonio. Esa inclinación natural hace que se pueda querer lo que se conoce por
connaturalidad, o sólo genéricamente, o, incluso, errando en aspectos que no son esenciales.
Ya que la relación de la inteligencia con la voluntad, en este punto, comprende
tanto la elección de la persona como la del matrimonio, los cánones que ahora nos
interesan distinguen el error sobre una u otra: el error de hecho (sobre la persona) y de
derecho (sobre el matrimonio). A su vez, el error de hecho puede referirse a la
identidad de la persona, o a sus cualidades; en este caso, sólo invalida el matrimonio
cuando el error es particularmente cualificado; y, en atención al origen, puede ser
espontáneo o bien provocado dolosamente por otro. Por su parte, el error sobre el
matrimonio –error de derecho– puede tener por objeto la sustancia misma del
matrimonio, o sus propiedades esenciales.
La doctrina suele servirse de otras distinciones: por un lado, entre error
sustancial u obstativo, que, cuando versa sobre la identidad de la persona o la
naturaleza del matrimonio, es siempre invalidante, y error accidental o error-vicio,
referido a las cualidades de la persona o del matrimonio: salvo que se trate de un
error particularmente cualificado, no hace nulo el matrimonio.
Por otro lado, en el error accidental o en cualidad, se distingue entre el error antecedente
–que versa sobre una cualidad que es el motivo principal de la decisión de casarse, de modo
que de no haber mediado ese error, de haber conocido la verdad, no se habría contraído el
matrimonio– y el error concomitante , aquél que afecta a una cualidad que no constituye el
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motivo principal de la decisión conyugal. Pero, ya que el consentimiento como acto de la
voluntad se distingue de los motivos que han conducido al sujeto a querer casarse, este tipo
de errores (tanto el antecedente como el concomitante) no invalidan el matrimonio, a no ser
que en un caso concreto la cualidad motivante sea en realidad el objeto mismo del
consentimiento, lo que se quiere directamente. No añadimos más en este momento; sirvan
estas consideraciones de premisa introductoria al estudio de los cc. 1096-1099.
2. El error de Derecho (“error iuris”)
2.1. Error sobre la naturaleza del matrimonio
Dice el c. 1096 § 1:
“Para que pueda haber consentimiento matrimonial, es necesario que los contrayentes no
ignoren al menos que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer,
ordenado a la procreación de la prole mediante una cierta cooperación sexual.
§ 2. Esta ignorancia no se presume después de la pubertad”.
Dijimos en la introducción que el error de Derecho (sobre el matrimonio) puede
referirse a la sustancia del matrimonio o a sus propiedades. El presente canon toma
en consideración el error de Derecho sobre la sustancia misma del matrimonio. El
Derecho determina cuál es el conocimiento mínimo acerca del matrimonio que
resulta suficiente para prestar válido consentimiento: de faltar ese contenido mínimo,
el consentimiento no es matrimonial, y, en consecuencia, no surge el vínculo.
La ausencia del objeto del consentimiento puede producirse por ignorancia o por error.
Ciertamente se trata de dos anomalías diversas: la ignorancia consiste en la carencia total de
conocimiento, o en la presencia de un conocimiento insuficiente; además, quien ignora
puede ser consciente de su carencia. El error, en cambio, presupone siempre la existencia de
un conocimiento, aunque inexacto, del matrimonio; y, además, el que yerra no es consciente
de su deficiencia.
Pero aun siendo anomalías diversas, en ambos casos el resultado es similar: la
imposibilidad de presentar un objeto para que la voluntad consienta. Además, el que ignora
con frecuencia llena su laguna con un contenido errado sobre la naturaleza del matrimonio;
y, por otro lado, en la base del error bien puede haber una ignorancia esencial acerca del
matrimonio. Por ese motivo ambas anomalías quedan asimiladas, por lo que a efectos de la
validez o invalidez del matrimonio, será secundario que la insuficiencia de información
obedezca a ignorancia o a error.
Antes de proseguir, vale la pena subrayar que el c. 1096 no se propone ofrecer
una definición de matrimonio como objeto del consentimiento –ésta se extrae de los
cc. 1055 y 1057–, sino simplemente señala el conocimiento mínimo que permite
querer plenamente el matrimonio.
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Tal conocimiento mínimo no consiste en un conocimiento conceptual y reflexivo,
ni mucho menos detallado acerca de la naturaleza del matrimonio, sus propiedades y
sus derechos y obligaciones: basta que se posea la noción de matrimonio que está al
alcance de todos los hombres, también los menos instruidos. En efecto, el hombre es
capaz de captar de manera espontánea e intuitiva el núcleo esencial del matrimonio;
aunque no lleguen a conocerlo de manera específica y detallada, cualquier hombre
normalmente constituido es capaz de querer lo que es querido y aceptado
comúnmente, tal y como viene percibido por el sujeto al menos de manera
embrionaria.
Se trata de un conocimiento mínimo, pero no vago o confuso. El sujeto puede no
ser capaz de expresar ese conocimiento con precisión técnica, pero sí lo expresa con
las obras que lleva a cabo antes, durante y después del matrimonio, que ponen de
manifiesto si el sujeto sabía qué es el matrimonio. Esas acciones constituyen el objeto
de la eventual prueba de la ignorancia. Por otro lado, tratándose de un conocimiento
esencial, hay que tener en cuenta que cabe perfeccionarlo a lo largo de la vida del
matrimonio.
El Derecho pide que, para asegurar la suficiencia del consentimiento, se posea el
conocimiento mínimo de aquellos elementos que permiten identificar e individuar el
matrimonio, distinguiéndolo de otras uniones. Los cónyuges no han de ignorar, en
primer lugar, que el matrimonio es una comunidad entre varón y mujer, que
comparten un destino común y, de algún modo, se deben el uno al otro. Perciben que
se trata de una unión permanente y estable, y no esporádica, momentánea o
transitoria; no es preciso, en cambio, que conozcan específicamente el contenido de
las propiedades (la unidad y la indisolubilidad). Además, saben que es una unión
entre varón y mujer en cuanto distintos sexualmente, y que es propio de esta unión la
predisposición a concebir y educar hijos, lo cual se realiza con la cooperación sexual
de ambos, sin que, respecto a ese punto, sea preciso un conocimiento detallado de
todas las implicaciones de la misma.
El § 2 formula una presunción según la cual la generalidad de los hombres posee
el mencionado conocimiento mínimo a partir de la pubertad. Se trata de un
conocimiento que normalmente se adquiere paralelamente al desarrollo físico que
permite procrear, al llegar a la edad de la pubertad. Pero cabe que, en algún caso
concreto, un sujeto, después de alcanzar la pubertad, carezca de ese conocimiento
mínimo,, lo cual deberá ser probado para romper la presunción aquí recogida.
Durante siglos, la pubertad ha constituido la medida de la madurez necesaria y de la
consiguiente capacidad para el matrimonio, pues se entendió que la naturaleza humana
requiere al menos la capacidad física y psíquica que se da en los púberes. De ese modo se
ponía de manifiesto la unidad del ser humano (que es corporal y espiritual), al considerar
que el desarrollo del intelecto teórico no constituye por sí solo la discreción de juicio
proporcionada al matrimonio, ni la capacidad copulativa por sí sola confiere capacidad
matrimonial a la persona.
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2.2. El error de Derecho sobre las propiedades esenciales del matrimonio y sobre la dignidad
sacramental del mismo
El c. 1099 regula el segundo supuesto de error de Derecho, que atañe a las
propiedades esenciales del matrimonio y a la dignidad sacramental del mismo. Dice
así:
“El error acerca de la unidad, de la indisolubilidad o de la dignidad sacramental del
matrimonio, con tal que no determine a la voluntad, no vicia el consentimiento matrimonial”.
Son propiedades del matrimonio solamente la unidad y la indisolubilidad; la dignidad
sacramental no es una propiedad, sino más bien una dimensión del matrimonio de los
bautizados: el modo como los bautizados viven una dimensión inherente a todo
matrimonio. En efecto, la doctrina católica enseña que el matrimonio (también el de los no
bautizados) tiene siempre una dimensión sagrada y una conexión con el misterio de la
donación esponsal de Cristo a su Iglesia. Esa conexión hace que el matrimonio de los
bautizados sea un sacramento.
Como se ve, la dimensión sacramental no se encuentra en el mismo nivel que las
propiedades del matrimonio: el matrimonio de los bautizados es sacramento, no tiene la
sacramentalidad; pero no se puede decir lo mismo de las propiedades esenciales, pues el
matrimonio tiene la unidad o la indisolubilidad, pero no es la unidad o la indisolubilidad.
El legislador ha incluido aquí la dignidad sacramental junto a las propiedades esenciales
quizá porque a efectos prácticos el error sobre una propiedad o sobre la sacramentalidad se
pueden formular psicológicamente de manera similar por parte de quien yerra. De todos
modos, el original latino del canon pone de manifiesto la diferencia existente entre las
propiedades y la sacramentalidad, pues se refiere al error “circa matrimonii unitatem vel
indissolubilitatem aut sacramentalem dignitatem”, distinguiendo así dos campos
diferenciados sobre los que puede recaer el error: las propiedades o la dignidad sacramental.
El punto de partida del legislador respecto del error de Derecho que aquí nos
ocupa, es que el simple error sobre las propiedades o la dignidad sacramental “no
vicia el consentimiento matrimonial”. Ello es así porque, como vimos, se puede
querer plenamente lo que se conoce sólo imperfectamente. O, con otras palabras,
porque el consentimiento es un acto de la voluntad, por lo que un error que
permanezca sólo en el ámbito de la inteligencia, no impide el acto de voluntad
verdadero. Una idea errada sobre la indisolubilidad, por ejemplo, no comporta
necesariamente que respecto de mi matrimonio concreto quiera una unión disoluble.
En consecuencia, debe concluirse que la convicción puramente teórica de que el
matrimonio puede disolverse con el divorcio, o que puede ser compatible casarse con
dos personas simultáneamente, de por sí es irrelevante a los efectos de la validez del
matrimonio. A diferencia de la solución ofrecida en el c. 1096 –todo error sobre la
sustancia del matrimonio es invalidante–, aquí rige el principio de que el error sobre
una propiedad o sobre la sacramentalidad no invalida, pues en este caso el sujeto
puede querer casarse; con un error, ciertamente, pero la voluntad puede dirigirse
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hacia un objeto suficiente. Se entiende que, si se posee un conocimiento suficiente de
la esencia del matrimonio, se quiere lo que ella implica.
Ése es el sentido de la distinción introducida en el canon entre el error simple (que
resulta irrelevante) y el que determina la voluntad: el error no vicia el consentimiento
“con tal que no determine a la voluntad”.
En cambio, si el error determina la voluntad, invalida el matrimonio. Este inciso
significa que el error no es solamente teórico sino práctico, pues lleva a querer
necesariamente un “concreto matrimonio falso”. Se da el error determinante
entonces cuando el que se casa conoce un único modelo de vínculo, el que
erróneamente se ha formado en su inteligencia como única posible unión
“matrimonial”, porque desconoce cualquier otro tipo de vínculo. Entonces, al
conocer una sola posibilidad de unión, la voluntad queda determinada: no puede no
querer ese tipo de unión, y lo quiere con la certeza de lo único que percibe como
posible y conveniente para sí. De ese modo, lo que de suyo sería un error accidental
(el error en las propiedades) pasa a ser sustancial, pues ha entrado a formar parte del
consentimiento, y ha llevado al contrayente a querer un matrimonio en cuanto
dotado de una cualidad contraria a la esencia. Es decir, no se trata de un mero error
especulativo, ni siquiera de un error que es la causa que mueve a contraer (el error
causam dans): no se casa porque piensa que el matrimonio es disoluble, sino,
precisamente, en cuanto piensa que lo es, y no de otro modo.
Ése es el supuesto que el c. 1099 toma en consideración: el del sujeto que se
autodetermina y quiere lo que él piensa que es el matrimonio pero que realmente no
lo es, no se corresponde con el matrimonio tal y como es en la realidad, con sus
propiedades esenciales. Será un error determinante –y en consecuencia invalidante–
si el sujeto no conoce otros proyectos distintos del que erróneamente se ha forjado.
Para que llegue a invalidar el matrimonio, ese error ha de alcanzar –con expresión de
JUAN PABLO II en un discurso al tribunal de la Rota romana del año 1993– “una entidad
tal como para condicionar el acto de voluntad”. Lo cual ha de ser probado, pues, de
lo contrario, se presume que el eventual error no determina la voluntad y ,
consiguientemente, no invalida el matrimonio.
La doctrina ha debatido si el error determinante del c. 1099 constituye un capítulo
autónomo de nulidad del matrimonio (VILADRICH), o si, más bien, el error actúa como causa
de la exclusión (BERNÁRDEZ CANTÓN). Cabe admitir la autonomía si en un caso concreto el
sujeto tiene la certeza de querer el único vínculo conyugal que entiende, y el único que
conoce como verdadero y conveniente para sí. Esto es, si no selecciona uno y excluye otro, ni
tiene conciencia de una divergencia entre su intención interna y lo que manifiesta
exteriormente. En efecto, lo que caracteriza al fenómeno simulatorio es esa divergencia, pues
el contrayente, al prestar su consentimiento, dice querer (un matrimonio uno e indisoluble)
lo que no quiere realmente. Si la concepción errónea le lleva a efectuar una elección del
vínculo falso desechando otros modelos posibles, el error es causa de tal exclusión: actúa
como causa simulandi.
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La construcción mencionada puede resultar aplicable tratándose de las propiedades
esenciales: la unidad y la indisolubilidad. Más difícilmente se aplicará a la dignidad
sacramental, por cuanto señalamos anteriormente: esto es, que la dignidad sacramental no es
una propiedad ni un elemento del matrimonio, sino una dimensión propia del matrimonio de
los bautizados. No habiendo distinción real entre matrimonio y sacramento para los
bautizados (el sacramento no es otra cosa que el matrimonio mismo), un error sobre esa
dignidad sacramental que llegue a invalidar el matrimonio requiere un conocimiento preciso
de la naturaleza sacramental, y no puede provenir de simple indiferencia o ignorancia. En
consecuencia, la relevancia invalidante provendrá más bien de la exclusión provocada
positivamente por el sujeto; en la práctica, en nuestra opinión, una concepción errada sobre
la sacramentalidad del matrimonio puede invalidar el mismo solamente si se formula
subjetivamente como una especie de condición (impropia): “me caso a condición que mi
matrimonio no sea sacramento”. Como concluye JUAN PABLO II en la exhortación Familiaris
consortio, 68, fuera de ese caso, y en ausencia de un rechazo explícito y formal de lo que la
Iglesia realiza cuando celebra el matrimonio de bautizados, la actitud de indiferencia o de
falta de fe de los cónyuges es irrelevante a los efectos de la validez del matrimonio.
La prueba del error determinante debe destruir la presunción de que el error es
simple y no ha determinado la voluntad del sujeto hacia un objeto falso. La
jurisprudencia suele exigir la presencia de un error tan radicado en la mente del
contrayente (error obstinado, pertinaz o pervicax) que éste no puede actuar sino
según ese error, pues cuanto más profunda y reflexivamente se acogen los errores,
más fácil es que determinen la voluntad.
La prueba consiste (por ejemplo, en el caso del error sobre la indisolubilidad),
más que en la certificación de que el sujeto compartía ideas divorcistas, en la
demostración de que, en relación con su propio matrimonio, lo que quiso,
precisamente, fue el matrimonio disoluble, porque no podía querer otro. Se probará,
como siempre, con los hechos más que con las palabras, poniendo de manifiesto que
la historia del sujeto manifiesta fehacientemente esa certeza, que demuestra la
imposibilidad de querer un matrimonio que no esté caracterizado por la
transitoriedad, disolubilidad, infidelidad, etc.
3. El error de hecho (“error facti”)
Hemos adelantado que el error de hecho se refiere a la persona con la que se
quiere contraer matrimonio; más concretamente, este error puede versar tanto sobre
la identidad física (directa o indirectamente, como veremos), como sobre una
cualidad de la persona. Mientras el error sobre la identidad física es –como el error
sobre la estructura esencial del matrimonio– siempre sustancial (de manera que, por
ser sustancial, siempre invalida el matrimonio), el error sobre una cualidad es de
suyo –como el error sobre las propiedades del matrimonio– accidental, por lo que
ordinariamente es irrelevante, salvo que sea cualificado, en los términos que veremos
más adelante.
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La relevancia del error de hecho debe encontrar un equilibrio entre la realidad de
que el objeto del consentimiento radica en las personas de los cónyuges (por lo que el
conocimiento del otro tiene notable importancia), y el hecho de que en el
conocimiento mutuo hay siempre zonas de sombra, pues nunca se puede decir que
se conoce completa y perfectamente a una persona.
Para entender el tratamiento que el c. 1097 hace del error de hecho, convendrá
detenerse brevemente en los precedentes de la regulación actual.
El c. 1083 del Código de 1917 señalaba, por un lado (§ 1), que el error acerca de la
persona invalidaba el matrimonio; y, por otro (§ 2), que el error acerca de una
cualidad de la persona, aunque hubiera sido la causa del contrato, no lo invalidaba,
excepto en dos casos: el del error redundante (si el error en la cualidad redunda en
error en la persona: esto es, si la cualidad sobre la que se yerra es el único modo de
que se dispone para identificar a la persona), y en el caso de que la cualidad sobre la
que se yerra fuera la de la condición de esclavitud de la persona.
Pronto se encontró la jurisprudencia con casos difícilmente encuadrables en ese estrecho
marco, pese a que el sentido de la justicia advertía la dificultad de considerarlos
matrimonios válidos: por ejemplo, el matrimonio de quien desconoce o ha sido engañado
acerca del hijo que espera su cónyuge que, en realidad, es de otro; o sobre la virginidad, la
fecundidad, una enfermedad venérea, los antecedentes penales del cónyuge, etc. La doctrina
y la jurisprudencia trataron de hacer encajar esos casos en el supuesto del error redundante,
ampliando el significado de tal error, y sirviéndose para ello de la construcción de un
insigne moralista del siglo XVIII, san Alfonso María de Ligorio. Éste había distinguido tres
reglas para apreciar el error redundante. La primera: hay error redundante si la cualidad se
configura como condición sine qua non, por lo que si no se verifica la condición no hay
consentimiento, que había quedado suspendido hasta que se verificase la condición. La
segunda: hay error redundante si la cualidad es el único medio de identificación física de la
persona. Y la tercera: si el consentimiento se dirige directa y principalmente hacia la
cualidad, y secundariamente (menos principalmente) hacia la persona, entonces el error
redunda en error en la persona. Esta tercera regla fue la que intentó aplicarse a los casos que
no encajaban en la construcción codicial.
Conviene aclarar que la tercera regla, con todo, tampoco fue de fácil aplicación: en
primer lugar, en ocasiones resultaba difícil establecer en la práctica qué se había querido
realmente; además, tratar de configurar el error en una cualidad como error redundante,
resultaba una solución forzada, pues una cualidad querida directamente no es el único
modo de identificar a una persona. En definitiva, vistas las dificultades, la doctrina prefirió
resolver los casos límite tratando de ver condiciones implícitas no verificadas.
Después del Concilio Vaticano II, y sobre todo tras la conocida sentencia del juez rotal
español CANALS del 21 abril 1970, el propósito de resolver los casos que no acababan de
encajar en el CIC 17 siguió otro camino, tratando de reinterpretar el concepto de persona
contenido en el § 1 del c. 1083 del Código entonces vigente. Se llegó a ese resultado después
de que CANALS propusiera tres posibles interpretaciones de la cualidad que redunda en error
en la persona: una estrictísima (si es el único modo de identificar a la persona misma); una
menos estricta (cuando la cualidad se pone en lugar de la persona); y una en la que la
cualidad guarda una relación tan estrecha con la persona que, si se yerra en esa cualidad tan
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radicada, resultaría una persona diferente, siendo la persona “más íntegramente
considerada”.
El resultado de esa nueva visión fue que se verificó un cambio en el concepto mismo de
persona: no sólo invalidaría el matrimonio el error en la persona física del contrayente, sino
también el error en la personalidad. Esto es, el error en alguna de las condiciones y cualidades
existenciales, psicológicas, sociales, etc., tan radicalmente valoradas que si faltan hacen que
resulte una persona diferente “más íntegramente considerada”.
El problema de esta construcción es que el concepto de personalidad, a la postre,
resultaba ambiguo, por lo que, además de los casos límite que el sentido de la justicia
consideraba claramente inválidos, podía dar cabida a errores simples, que no son relevantes,
fruto de cambios producidos durante la vida matrimonial, consecuencia de un modo
deficiente de vivir un matrimonio válido, etc. El legislador de 1983 advirtió que si el
problema de la regulación precedente eran los casos claramente injustos que no encajaban en
el c. 1083, más que seguir una interpretación forzada de la noción de persona, lo procedente
era cambiar la disciplina.
En consecuencia, el Código actual, no solamente ha ampliado la virtualidad
invalidante de la cualidad sobre la que se yerra, sino que ha reordenado toda la
materia, por lo que la interpretación del c. 1097 ha de superar aquella lectura forzada
del concepto de persona que siguieron la doctrina y la jurisprudencia anterior al CIC
1983, para acoger supuestos que hoy pueden encajar más propiamente en los nuevos
capítulos del error en la cualidad directa y principalmente querida y del dolo. De lo
contrario, como recordaremos al final de la lección, se corre el riesgo de confundir
todo fracaso en la vida matrimonial con un error en la personalidad.
3.1. El error en la persona
El § 1 del c. 1097 establece que “el error acerca de la persona hace inválido el
matrimonio”. El supuesto tomado en consideración es el de quien quiere casarse con
una persona cierta y determinada y, por error, se casa con otra. Tal error impide la
existencia del consentimiento.
Hay un paralelismo entre el error en la persona y el error acerca de la naturaleza
del matrimonio previsto en el c. 1096: es inválido el matrimonio si falta el
presupuesto imprescindible para poder querer. Planteado desde el punto de vista
positivo: de manera similar a como el c. 1096 exige el mínimo conocimiento del
matrimonio (que no se ignore que es un consorcio permanente entre varón y mujer,
ordenado a la procreación mediante una cierta cooperación sexual), aquí se requiere
el mínimo de conocimiento de la persona. Esto es, que el contrayente “no ignore” la
identidad física del otro. En ambos casos, tiene que darse un núcleo mínimo de
conocimiento para que pueda quererse realmente (completamente) el concreto
matrimonio que se contrae.
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Quizá parezca demasiado pobre basar la validez del consentimiento en el solo
conocimiento de la identidad física. No hay que olvidar que la identidad física constituye un
conocimiento mínimo pero sustancial; en efecto, la persona se conoce precisamente a través
de sus manifestaciones, en primer lugar las físicas, pues la persona no posee un cuerpo sino
que es un cuerpo, animado por un principio espiritual. Además, la persona es el objeto de la
donación conyugal precisamente en cuanto sexuada, en cuanto diversificada en masculina y
femenina.
Aunque el c. no lo mencione expresamente, hay que entender incluida en este
primer párrafo la clásica figura del error redundante, al que nos referimos con
anterioridad: se trataría del supuesto, ciertamente raro en nuestra cultura, en que la
persona sólo es identificada por una cualidad absolutamente exclusiva y excluyente,
es decir, que identifica sin lugar a dudas a la persona misma con la que se pretende el
matrimonio.
Es decir, cuando se ignora la identidad física del otro cónyuge y el único medio
para individuarla es una cualidad. Es el caso, por citar el ejemplo clásico propuesto
por Tomás de Aquino, de quien quiere casarse con la primogénita del rey de España a
la que no conoce personalmente. En ese caso, la cualidad que sustituye la identidad
es el conocimiento mínimo que permite consentir; de modo que un error en esa
cualidad identificante constituye (redunda en) un error en la persona misma del
contrayente.
Si se dispone de otro conocimiento mínimo (si se conoce la identidad física de la
persona), el error en la cualidad resulta irrelevante: si pienso que la persona con la que deseo
contraer matrimonio, a la que evidentemente conozco, es la primogénita y yerro en esa
cualidad, tal error no es redundante. Como adelantamos, no parece que en el régimen actual
quepa hablar de error redundante cuando se yerra en una cualidad que identifica la
personalidad del sujeto, y no ya la identidad física de la persona. Supuestos como el que
propició la mencionada sentencia de CANALS de 1970 (el supuesto de un sujeto que ocultó a
su cónyuge que estaba casado civilmente con otra mujer), si en su momento pudieron
justificar una interpretación extensiva (y en cierta medida forzada) del error redundante,
hoy caben holgadamente en el capítulo del error doloso.
La aplicación extensiva, por lo demás, abre problemas de interpretación difícilmente
resolubles: ¿cuándo se puede decir que una cualidad conlleva un concepto diverso de
persona? ¿cuándo es tan importante como para entender que, si falta, se puede concluir que
se trata de “otra persona”? Volveremos sobre esta cuestión más adelante.
3.2. El error en las cualidades de la persona
3.2.1. El error no invalidante
El error en una cualidad, como regla general, no invalida el matrimonio: “El
error acerca de una cualidad de la persona, aunque sea causa del contrato, no dirime
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el matrimonio, a no ser que se pretenda esta cualidad directa y principalmente” (c.
1097 § 2).
Más adelante nos ocuparemos del error cualificado que sí puede invalidar el
matrimonio cuando se quiso una cualidad directa y principalmente. Ahora nos
interesa subrayar que, de suyo, el error en una cualidad es irrelevante, porque –como
dijimos– permite querer plenamente lo que se conoce sólo imperfectamente. Se trata
de un error accidental, no sustancial: la identidad de la persona es suficientemente
conocida a los efectos de emitir el consentimiento matrimonial, que versa sobre las
personas, no sobre sus cualidades o virtudes. Como adelantamos, este error sobre
una cualidad del otro cónyuge se suele distinguir en dos tipos: el error antecedente
que ha sido causa del contrato (de haber sabido que erraba no me habría casado), y el
error concomitante (me habría casado igualmente, con independencia del error).
Ninguna de las dos modalidades, ni el error antecedente ni el concomitante,
afecta a la validez del matrimonio; el canon lo afirma expresamente: el error acerca
de una cualidad no invalida “aunque sea causa del contrato”. Ser “causa del
contrato” (causam dans) significa que la cualidad que se piensa que tiene una persona
es el motivo o uno de los motivos que mueven a celebrar el matrimonio con ella.
Es el caso de quien contrae matrimonio con la creencia de que su cónyuge es honrado,
trabajador, o tiene una determinada posición económica. Pero si se yerra sobre el motivo por
el que uno se casa, en realidad ese error solamente precede o acompaña al consentimiento
como un prerrequisito o como un elemento motivante, pero deja el consentimiento íntegro
como acto por el que se elige una persona determinada como cónyuge. El error quizá ha
coadyuvado a que el contrayente prestara el consentimiento, pero el consentimiento
conserva su plenitud y produce sus efectos: la entrega y la aceptación de la persona con la
que se quiere contraer matrimonio. Es un error que no afecta al objeto del consentimiento,
sino al modo como la voluntad ha llegado a decidir.
Como apuntamos anteriormente, hay que distinguir el consentimiento (la decisión
actual de entregarse como esposo), de todas las motivaciones y los actos precedentes que se
dirigen y preparan el consentimiento, pero se diferencian de él. Otra cosa es que una
motivación puede constituir en algún caso parte principal del objeto actual del
consentimiento. En ese caso, un error en tal motivación (cualidad) cualifica el error e
invalida el matrimonio, a tenor del c. 1097 § 2 en el que nos detendremos a continuación.
Con otras palabras: la causa eficiente del vínculo reside solamente en el consentimiento,
que ha sido preparado y causado a su vez por una infinidad de factores que, sin embargo, no
constituyen el objeto del consentimiento mismo. Si no se distingue convenientemente, se
corre el riesgo de permitir que las habituales deficiencias del mutuo conocimiento, la natural
sobrevaloración o las frecuentes exageraciones de las virtudes determinen la nulidad del
consentimiento.
El descubrimiento de un error sobre la cualidad que fue causa del contrato se manifiesta
en una voluntad interpretativa: de haber sabido que el otro carecía de esta cualidad, no me
habría casado. La doctrina concuerda en no otorgar fuerza invalidante a esa voluntad
interpretativa. Ésta expresa ciertamente lo que ahora creo que habría querido, pero no lo que
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quise entonces. Es más, al admitir que de haber sabido no lo habría hecho, se está
reconociendo lo que se hizo: consentir válidamente. En consecuencia, aunque sea verdadero
el juicio actual sobre la motivación subjetiva de entonces (lo que ahora pienso que habría
hecho), lo que habría podido ser (si no hubiera errado) no influye sobre lo que fue realmente
(VILADRICH).
3.2.2. El error sobre una cualidad directa y principalmente pretendida
Ya hemos adelantado que el c. 1097 contiene una excepción a la regla general de
irrelevancia del error en la cualidad.
El Código de 1917 contemplaba un supuesto que se ha presentado con frecuencia como
una excepción al principio de la irrelevancia del error en cualidad, y que era
verdaderamente un error sustancial: el error en la condición servil o de esclavitud invalidaba
el consentimiento. El Código actual no toma en consideración ese supuesto, extremadamente
desusado; de darse algún caso, además, fácilmente podría resolverse recurriendo al c. 1098
sobre el error doloso.
Por la excepción introducida en el actual c. 1097 § 2, se considera nulo el
matrimonio en el que uno de los cónyuges quiere directa y principalmente una
cualidad que entiende, erróneamente, que posee el otro. Se trata de un supuesto
diferente del error redundante, pues aquí, a diferencia del error redundante, la
persona es perfectamente identificable.
Por otro lado, en contra de lo que sucede en el error simple, aquí la cualidad no
es tanto el motivo que lleva a querer la persona (me caso porque creo que es
honrado, o católico practicante), sino que la cualidad es el objeto directo de la
voluntad: lo que se quiere principalmente. La doctrina concluye que la cualidad es
sustantivada, por lo que no se trata de un error accidental sino sustancial.
Nótese que la cualidad no es un presupuesto (“siempre he deseado tener hijos, y
descubro que mi marido es estéril...”) ni, como hemos dicho, simplemente la causa (“me casé
porque pensaba que eras honrado”), sino el verdadero objeto al que se dirige la voluntad
positivamente, “pretendiéndola directa y principalmente”. Se trata no ya de un error
accidental sobre una cualidad más o menos importante, sino de un error sustancial de hecho,
ya que se yerra sobre lo que era el objeto de la voluntad, la cualidad que fue sustantivada
por el contrayente.
Debe tratarse propiamente de una cualidad personal, y no una circunstancia o la
esperanza de un comportamiento (“pensaba que nos trasladaríamos a vivir a mi
ciudad”...).
Es evidente que ha de tratarse de una cualidad que no resulte frívola ni banal,
sino suficientemente grave: lo señaló expresamente JUAN PABLO II en el Discurso a la
Rota de 1993. Pero conviene recordar también que la sola gravedad de la cualidad
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sobre la que se yerra no invalida el matrimonio: lo que invalida es el hecho de que la
cualidad se quiso directa y principalmente.
Es decir, no todo error sobre una cualidad grave (por ejemplo, los antecedentes penales
del otro cónyuge, o su honestidad) invalida necesariamente el consentimiento: lo hará si, en
el caso concreto, a la gravedad objetiva de la cualidad se une la gravedad subjetiva, esto es, si el
sujeto quiso directa y principalmente la cualidad (o la ausencia de la misma). Otra cosa es si
medió engaño por parte de quien fingió poseer la cualidad: de ese caso nos ocuparemos
cuando tratemos del error doloso.
De todas maneras, hay que advertir que no resulta fácil determinar qué significa querer
directa y principalmente una cualidad y menos directamente la persona. La doctrina con
frecuencia concluye que lo que distingue el error en cualidad querida directa y
principalmente del error simple no invalidante radica en que, mientras habitualmente la
cualidad de la persona es accidental respecto de la persona misma, aquí la persona es
accidental respecto de la cualidad que se busca. Suele decirse que de, alguna manera, el
sujeto pretende contraer matrimonio con un tipo abstracto de persona determinada por la
posesión de esa concreta cualidad. Esto es, se considera a la persona como el soporte de
la cualidad que se desea. De ahí se concluye que se quiere la cualidad en cierto
sentido independientemente de quien la posea; la convicción de que una persona
concreta posee la cualidad deseada es el motivo que lleva a contraer matrimonio con
ella.
Ahora bien, puede causar perplejidad la conclusión que podría extraerse del
razonamiento propuesto: quien quiere a una persona como mero soporte de la cualidad, si
no yerra, se casaría válidamente. Pero pensamos que no sería difícil descubrir en quien
así razonara una voluntad simulatoria, pues, en realidad, puede estar excluyendo la persona
del otro como cónyuge, al que más bien se le está utilizando. La cuestión puede parecer sutil,
pero no carece de importancia: si se quiere la persona secundariamente, como mero portador
de la cualidad, el acto de voluntad se asemeja a un acto simulatorio.
La jurisprudencia (y el Romano Pontífice, en el mencionado Discurso de 1993)
concluye que el supuesto del c. 1097 § 2 habría de formularse más bien del siguiente modo:
el sujeto quiere la cualidad “prae persona”, en el sentido de querer la cualidad
principalmente, y la persona “menos principalmente”. En otras palabras, el sujeto viene a
individuar a través de la cualidad a la persona del otro que elige como cónyuge: la quiere en
cuanto cree que posee la cualidad. Además, reconoce en la persona del otro el sujeto
con el que puede construir un concreto proyecto matrimonial, en el que la cualidad
que le atribuye juega un papel determinante.
La prueba de este capítulo busca principalmente demostrar de qué manera se
sustantivó la cualidad, a lo largo del proceso de formación de la voluntad, y cómo se
mantuvo en el momento de la celebración. Concretamente:
a) cuál era la cualidad (o el conjunto de cualidades) concreta que uno de los
cónyuges individuó en el otro;
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De lo contrario, si no se puede individuar una concreta cualidad, resultará que
quien dice haber errado quería sencillamente un matrimonio feliz; en no pocas
ocasiones, cuando el matrimonio ha fracasado, se individúa la causa del fracaso en la
carencia de una cualidad, sin que ésta tuviera un papel directamente relevante en el
momento de casarse.
b) qué importancia daba a la pretendida cualidad: este extremo deberá probarse
atendiendo a distintas circunstancias de quien dice haber errado; por ejemplo, si la
ausencia de esa cualidad fue la causa por la que no contrajo matrimonio
anteriormente con otra persona.
Asimismo, deben probarse los intentos que realizó por averiguar la existencia de
esa cualidad, o sobre la base de qué indicios se confirmó en la convicción de que el otro
contrayente la poseía: por ejemplo, alguna sentencia decidió negativamente acerca de la
nulidad, en el caso de quien recibió, durante el noviazgo, alguna información sobre la
carencia de la cualidad pretendida en el otro, y no se molestó en averiguar la
veracidad de la sospecha.
La diferencia tal vez más señalada entre este capítulo de nulidad y el de la condición
radica en que, quien yerra, está cierto de la posesión de la cualidad por parte del otro
cónyuge, mientras que quien somete el consentimiento a condición carece de esa certeza, y
frecuentemente duda del cumplimiento de la circunstancia de la que se hace depender el
consentimiento. En cualquier caso, quien consiente condicionadamente admite la
posibilidad de que su consentimiento sea inválido, lo cual resulta habitualmente lejano a
quien yerra, que no se plantea seriamente la posibilidad de que el otro carezca de la cualidad
que le atribuye.
c) que la convicción de la existencia de la cualidad fue el motivo principal por el
cual tomó la decisión de casarse;
d) la carencia misma de la cualidad; es decir, que el otro cónyuge carecía
efectivamente de la cualidad pretendida;
e) el efectivo error o ignorancia acerca de la carencia; esto es, que quien dice
haber errado efectivamente desconocía la ausencia de la cualidad.
Junto a estos elementos, resulta determinante considerar la reacción
experimentada al descubrir el error: por ejemplo, quien, tras descubrir que la esposa
es estéril, sigue viviendo conyugalmente sin particulares dificultades relacionadas
con la carencia de la cualidad que se deseaba, difícilmente podrá aducir haber
pretendido directamente la fertilidad antes que la persona.
Como regla general, en consecuencia, muy raramente podrá invocarse este
capítulo de nulidad si la relación conyugal se prolongó durante muchos años, pues
cuando se quiere una cualidad principalmente como elemento indispensable para la
construcción del propio proyecto matrimonial, su carencia se descubre pronto.
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Para concluir, hay que subrayar que, en la práctica, resulta difícil que alguien
yerre espontáneamente en una cualidad que constituye un elemento esencial de su
proyecto matrimonial, sin que haya mediado engaño por parte del otro. Esto es: si
después de un tiempo razonable de conocimiento mutuo, previo al matrimonio, uno
de los esposos yerra sobre una cualidad fundamental del otro, que tenía en
especialísima consideración, podemos presumir que el error obedece a una actitud
fraudulenta del otro, que se presenta como poseedor de una cualidad, precisamente
porque entiende que su cónyuge basará la decisión de contraer matrimonio en la
posesión de la cualidad. Todo ello nos lleva a trasladar la atención hacia el capítulo
del dolo.
3.3. El error doloso
El c. 1098 establece en efecto que “quien contrae el matrimonio engañado por
dolo, provocado para obtener su consentimiento, acerca de una cualidad del otro
contrayente, que por su naturaleza puede perturbar gravemente el consorcio de vida
conyugal, contrae inválidamente”.
El dolo es la astucia empleada para engañar a otro con el objeto de que éste lleve
a cabo una determinada acción. Como en el caso del error en general, suele
distinguirse el simple dolo incidental, el que no influye en la decisión del sujeto, que
se habría casado de todas maneras, con engaño o sin él, del dolo determinante o
causam dans, que constituye la causa que empujó al sujeto a casarse: de no haber
mediado el engaño, no habría dado su consentimiento. Mientras en el error del c.
1097 es el mismo sujeto quien se forma una idea equivocada de las cualidades del
otro, en el supuesto que ahora contemplamos el error obedece a una maquinación
urdida por otro u otros, precisamente para arrancar el consentimiento.
El Código de 1917 no contenía ningún canon relativo al error doloso como capítulo de
nulidad matrimonial. Como adelantamos, la jurisprudencia anterior al Código vigente –
principalmente la de los años 70–, teniendo que juzgar algunos matrimonios que el sentido
natural de la justicia llevaba a considerar nulos, y no contando con norma alguna que lo
reconociera expresamente, optó en ocasiones por una aplicación notablemente ampliada de
la normativa del error en una cualidad que redunda en error en la persona.
El retraso del legislador canónico en reconocer la fuerza invalidante del dolo obedece en
buena medida a que, en la teoría del negocio jurídico, la existencia del dolo no comporta
necesariamente la nulidad del acto puesto como efecto del engaño. El c. 125 § 2 establece que
“el acto realizado por miedo grave injustamente infundido, o por dolo, es válido, a no ser
que el derecho determine otra cosa; pero puede ser rescindido por sentencia del juez, tanto a
instancia de la parte lesionada o de quienes le suceden en su derecho, como de oficio”. Se
entiende que, a pesar del dolo, persiste una cierta voluntariedad; la irregularidad que
representa la acción dolosa comporta solamente que pueda rescindirse el acto. Pero ese
principio no es aplicable cuando se trata del consentimiento matrimonial, pues, en atención
a la indisolubilidad del matrimonio, el vínculo no puede quedar en una situación de
anulabilidad. Además, teniendo en cuenta la frecuencia de las exageraciones y ficciones más
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o menos bienintencionadas con que las partes se presentan durante el noviazgo, se temió
que la admisión de la fuerza invalidante del dolo ocasionara abusos, al atribuir los fracasos
matrimoniales a esas exageraciones o engaños que suelen ser tan frecuentes como poco
determinantes a la hora de dar el consentimiento.
Los requisitos exigidos por el legislador para reconocer la fuerza invalidante del
dolo son:
a) uno de los cónyuges yerra, en el momento de la celebración del matrimonio,
acerca de una circunstancia que ha sido la causa del consentimiento. Al sujeto pasivo
–el cónyuge que sufre el error– se le llama deceptus.
b) La circunstancia sobre la que yerra es una cualidad del otro cónyuge, es decir,
una característica estable de la persona, y no una simple circunstancia atinente a la
persona pero que no constituye propiamente una cualidad (es una cualidad la
posesión de una virtud o de un defecto –la laboriosidad, por ejemplo–, mientras que
no lo es el hecho de que actualmente tenga trabajo). Además, la cualidad debe
referirse a la persona del otro cónyuge y no a terceros (puede ser relevante que el
cónyuge sea un delincuente, pero no que tenga un hermano en la cárcel).
c) La cualidad objeto de error ha de ser de una entidad tal que pueda perturbar
gravemente el consorcio de vida conyugal.
La gravedad no puede determinarse de manera absoluta e hipotética, sino que se
debe advertir en el caso concreto. En cualquier caso, parece evidente que no puede
tratarse de una cualidad banal y de poca importancia. El Código no contiene una
lista de las cualidades capaces de perturbar el consorcio conyugal, pero ofrece una
indicación que permite apreciar qué tipo de cualidad es susceptible de ser objeto de
error doloso. En efecto, el c. 1084 § 3 establece que “la esterilidad no prohíbe ni
dirime el matrimonio, sin perjuicio de lo que se prescribe en el c. 1098”; esto es, la
esterilidad de suyo no invalida el matrimonio, a no ser que haya sido ocultada
dolosamente, para obtener el consentimiento. Puede concluirse, entonces, que las
cualidades objeto de error doloso invalidante habrán de tener una importancia en el
consorcio conyugal similar a la esterilidad.
Hay que hacer notar que el c. 1098 no exige que de hecho se haya turbado el consorcio
conyugal, sino que la cualidad objeto del engaño sea capaz potencialmente de hacerlo.
Ahora bien, la principal prueba de que la cualidad era capaz de turbar el consorcio es que,
de hecho, lo turbó: es difícil sostener que hubo dolo invalidante si el matrimonio de hecho
no naufragó a causa de la ausencia de la cualidad, sino que lo hizo al cabo de años, como
consecuencia de otras circunstancias sobrevenidas.
d) Debe producirse una maquinación, una acción o una omisión, consciente y
deliberada de provocar un engaño; al sujeto activo que provoca el dolo se le llama
decipiens. No invalidaría el matrimonio un engaño provocado inconscientemente,
cuando una de las partes interpretara mal una actitud del otro de suyo inocente. Por
otro lado, es indiferente que el decipiens sea uno de los cónyuges o un tercero, aunque
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sería difícil admitir en ese caso que el cónyuge que no sufre el engaño desconoce
absolutamente el ardid, por lo que cabría entender que también él urdió el engaño
por omisión.
e) Quien engaña debe hacerlo con la intención de obtener el consentimiento.
Mientras el c. 1103 admite –a propósito del temor– que invalida el matrimonio “incluso
el [temor] no inferido con miras al matrimonio”, el 1098 especifica que el dolo sólo es
invalidante si el engaño fue “provocado para obtener su consentimiento”. La prueba de esa
intención –no siempre fácil– dependerá del tipo de cualidad sobre la que versó el engaño: si
se trata de una cualidad relativa a la esencia o las propiedades del matrimonio (por ejemplo,
la esterilidad mencionada, o una tendencia a la promiscuidad), una vez probada la
maquinación, se presume la intencionalidad dirigida a obtener el consentimiento. Si, en
cambio, se trata de un engaño sobre cualidades relacionadas con el proyecto matrimonial del
deceptus, la prueba de la intención del decipiens consiste en que la cualidad sobre la que versó
el engaño fue la causa motiva del consentimiento del deceptus: por ejemplo, en el caso de la
irreligiosidad de uno de los cónyuges o la titulación universitaria, se entenderá que se falseó
la realidad con la intención de obtener el consentimiento, en función de la importancia que
el otro le atribuía y de la fuerza que tuvo, en su caso concreto, para decidirse a dar el
consentimiento.
En definitiva, debe probarse una sucesión de nexos causales: la acción u omisión que
busca engañar, con la intención de arrancar el consentimiento; el engaño que es eficaz,
de modo que realmente provoca un error sobre una cualidad capaz de perturbar el
consentimiento; y por fin la víctima del engaño consiente precisamente a causa del
error dolosamente provocado.
La razón de ser de la previsión codicial parece referirse a la incompatibilidad que
existe entre la sinceridad que requiere la donación conyugal y la maquinación que
busca manipular el proceso de conocimiento y posterior elección del cónyuge. Esto
es, cuando se produce un error provocado para alterar la elección conyugal, que,
además, está llamado a provocar graves disturbios en el matrimonio, el legislador –
para proteger la libertad de la parte inocente, disuadir a los culpables y defender la
misma dignidad del estado matrimonial– estima oportuno declararlo irritante
(BAÑARES).
Una de las cuestiones más debatidas acerca del dolo es la de su retroactividad:
ya que el Código de 1917 no contemplaba el dolo como capítulo de nulidad, se ha
planteado si la introducción operada con el actual c. 1098 debe considerarse una
prescripción de Derecho eclesiástico o de Derecho natural. Si se concluye que es de
Derecho natural, el capítulo de nulidad por dolo podrá aplicarse a los matrimonios
celebrados con anterioridad a la promulgación del Código; de lo contrario, sólo podrá
invocarse para los matrimonios celebrados después de 1983.
Como señalamos en la lección correspondiente, se planteó una duda similar acerca del
fundamento en el Derecho natural del capítulo de la violencia y el temor, para dilucidar si
podía aplicarse (en el caso de que se considerara su fundamento de Derecho natural) a los
matrimonios de los no católicos. Una respuesta de la Curia romana de 1987 reconoció
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aplicable el capítulo también a los matrimonios de los no católicos, al entender que la
coacción que quita la libertad de elección es incompatible con el acto de consentir, ya que
nadie puede suplantar el papel que compete exclusivamente a los cónyuges.
En nuestra opinión, se da una incompatibilidad similar en el caso del dolo, pues
el engaño en que consiste el dolo es incompatible con la instauración del vínculo, que
comporta una donación total y sincera de las personas. La incompatibilidad se
encuentra sancionada, en el ámbito de los derechos fundamentales, en el c. 219: “En
la elección del estado de vida, todos los fieles tienen el derecho a ser inmunes de
cualquier coacción”.
En consecuencia, entendemos que puede admitirse el fundamento en el Derecho
natural y, consiguientemente, podría aplicarse el contenido del c. 1098 a los
matrimonios celebrados antes de 1983. En apoyo de la tesis de la retroactividad
puede recordarse que, antes de la introducción formal del capítulo de nulidad del
dolo (con el Código de 1983), el sentido natural de la justicia llevó en ocasiones a
entender que debían declarase nulos algunos matrimonios celebrados por dolo, y
que, a falta de una normativa positiva, hubo que recurrir a interpretaciones forzadas
de otros capítulos.
En todo caso, conviene señalar que la jurisprudencia mayoritaria de la Rota
romana (y con ella, buena parte de la doctrina) no ha admitido el fundamento en el
Derecho natural ni, en consecuencia, la retroactividad del dolo. Lo cual ha llevado a
resolver casos relativos a matrimonios celebrados antes de 1983, acudiendo al error
en cualidad directa y principalmente querida (que sí se considera retroactivo) con
una argumentación algo forzada.
Ciertamente, con el paso de los años, la cuestión de la retroactividad perderá
relevancia (cuando no existan ya matrimonios celebrados antes de 1983); pero
quedará abierta la otra implicación del fundamento en el Derecho natural o positivo, es
decir, la aplicabilidad del capítulo a los matrimonios de los no católicos. En nuestra
opinión, como se deduce de cuanto venimos diciendo, la respuesta a esta cuestión
habrá de ser también positiva.
3.4. Conclusión sobre el “error en la personalidad”
Nos referimos anteriormente a la cuestión del error en la personalidad del otro cónyuge.
Como dijimos, antes de la entrada en vigor del Código actual, se utilizó esa categoría para
dar cabida a casos que no entraban en los estrechos márgenes del Código de 1917, pero que
el legislador actual sí ha tomado en consideración, y lo ha hecho –como dijimos–
reordenando toda la materia del error facti, que ha de ser contemplada superando las
interpretaciones forzadas de los años anteriores a la promulgación del Código. El c. 1097
distingue explícitamente entre el error en la persona, que contempla en el § 1, y el error en
las cualidades de la persona, considerado en § 2; además, el c. 1098 reconoce la fuerza
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invalidante del error sobre una cualidad causado con dolo. En esos márgenes debe moverse
el intérprete.
Admitir hoy sin más la fuerza invalidante de un error en la personalidad (que, a menudo,
sólo se descubre mucho tiempo después de celebrado el matrimonio), daría lugar a
ambigüedades y abusos, pues fácilmente puede atribuirse a ese error el fracaso del
matrimonio, que sin embargo con frecuencia obedece más bien a los naturales cambios –no
siempre felices– de la vida de las personas, o al modo defectuoso de vivir las posibilidades
de suyo buenas de un matrimonio normal, válido.
En la mayoría de los casos, quien dice haber errado en la personalidad del otro cónyuge
en realidad viene a afirmar que no se habría casado “si hubiera sabido que mi marido era así
o iba a empeorar de este modo” o bien “si hubiera sabido que iba a salir mal”. Razonamiento
que muestra, como vimos, una voluntad interpretativa, sobre lo que hoy creo que habría
querido, pero no permite conocer lo que verdaderamente quise entonces.
Entonces, ¿de qué manera puede influir en la validez del matrimonio la consideración
de la personalidad del otro cónyuge, y, consecuentemente, un eventual error sobre la
misma? A la luz de las indicaciones dadas por el legislador, no parece que pueda
considerarse invalidante tal error del mismo modo como lo es un error sobre la persona, como
si el c. 1097 § 1 admitiera indistintamente la relevancia del error en la identificación física de
la persona y el error en la personalidad.
Sí puede admitirse que la consideración errada que un cónyuge tiene de la personalidad
del otro, podría llegar a invalidar el matrimonio en tres casos:
a) cuando la cualidad o las cualidades cuya posesión se presume que posee el otro
contrayente son asumidas como una condición de la que se hace depender el consentimiento
(en los términos del c. 1102);
b) cuando, tratándose de cualidades que por su propia naturaleza pueden perturbar
gravemente la vida matrimonial, un contrayente decide casarse en atención a tales
cualidades, sobre las que yerra a causa de un engaño urdido por el otro cónyuge o por
terceros (c. 1098);
c) cuando la cualidad o las cualidades que definen la personalidad adquirieron una
importancia tal en la mente del contrayente que venían a definir al otro contrayente como
cónyuge: esto es, cuando puede decirse que lo que quería directa y principalmente era la
cualidad que había de permitir construir un concreto proyecto matrimonial, proyecto que
queda frustrado a causa del error cometido sobre la posesión de la cualidad (c. 1097 § 2).
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