sentido cristiano del milagro

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LOUIS MONDEN
SENTIDO CRISTIANO DEL MILAGRO
Louis Monden ha tenido el mérito de completar la consideración del milagro como
prodigio (suceso que supera las leyes de la naturaleza) con su aspecto significativo.
Monden nos hablará, pues, del milagro-prodigio bajo el nuevo aspecto de milagrosigno; en efecto, Dios, con esta ruptura de las leyes naturales que su primera palabra
creadora había dejado tan bien establecidas, nos significa que una nueva Palabra suya,
mucho más excelente, sobre-natural, está ahí interpelando y ofreciéndose al hombre.
Por esto el milagro cristiano tiene lugar en un contexto religioso, que emplaza al
espectador a que no considere el suceso milagroso sólo con su razón científica (mera
comprobadora de inexplicabilidades), sino sobre todo a que le abra su corazón, esa
profundidad religiosa del hombre capaz de captar el misterioso lenguaje de Dios en las
cosas. Los prodigios cristianos, e incluso los pequeños favores cotidianos de Dios, se
nos transforman así en un rico lenguaje con que Dios nos interpela.
Sens chrétien du miracle, Choisir, 40 (1963), 19-22.
"¿Qué diríais de un matemático que os hiciera este raciocinio: He aquí el enunciado de
un teorema; no sois lo suficientemente inteligentes para captar la demostración; pero os
voy a probar que es ve rdadero, haciendo ante vuestros ojos una serie de piruetas
maravillosas que os demostrarán lo sabio que soy? Vosotros lo mandaríais a paseo, a él
y a su reclamo, y tendríais razón. Pues bien, vuestro caso es, en resumidas cuentas, muy
análogo". ¿Ha perdido toda la actualidad esta humorada que E. Le Roy, a principios de
siglo, lanzó contra la apologética corriente del milagro? ¿No se podrá decir que - la
imagen que tienen subconscientemente del Dios autor de los milagros la mayoría de los
no creyentes, y aun gran número de católicos, tiene bastantes parecidos con la de ese
profesor charlatán de quien nos hemos burlado?
El callejón sin salida de la apologética "tradicional"
El equívoco, por otra parte, sigue siendo mantenido por una apologética de manual -que,
por un extraño abuso de palabras, acostumbramos a llamar tradicional, aunque es
relativamente reciente en la Iglesia, y aunque no ha tomado verdaderamente cuerpo sino
en la atmósfera racionalista del siglo de las luces-. En ella el milagro es presentado no
como un acontecimiento-signo, sino ante todo como una manifestación del poder
divino, una especie de "tour de force" del, Todopoderoso, una "derogación de las leyes
de la naturaleza" sin conexión íntima con el mensaje evangélico, pero verificable de
manera estrictamente científica y de la que puede uno servirse más tarde para extraer un
argumento apologético; una indicación, y por tanto un signo de la autenticidad de la
revelación cristiana.
Semejante apologética no podía conducir la discusión sobre el milagro más que a un
callejón sin salida. Al Ponerse al unísono con un pensamiento que abandonaba de muy
buena gana el sentido de misterio por el de eficiencia - impaciente como estaba por
utilizar el mundo más bien que por descifrarlo más descoso de construir su
inteligibilidad humana que de ponerse pacientemente a la escucha de su inteligibilidad
divina-, la apologética consentía prácticamente en manipular el milagro como un dato
profano tratado casi exclusivamente en terminología de ciencia positiva.
LOUIS MONDEN
El callejón sin salida de las criticas científicas
El concepto mismo de milagro acaba siendo arrastrado hacia la órbita de las
preocupaciones científicas y se desintegra al contacto de esta atmósfera, despojándose
de su aspecto esencial, el de signo religioso. Para los espíritus más aficionados al rigor
científico y para los más sistemáticos, el milagro sólo aparece como una ruptura de la
armonía en la síntesis del universo y, por tanto, como algo parecido a una excepción que
hay que reducir a la ley, como una ilusión que hay que eliminar, un mito más que
exorcizar, casi al igual que el faquirismo o los fenómenos parasicológicos.
Quizás estas disputas científicas no hayan sido completamente inútiles. En el terreno de
los hechos hay que reconocer que la apologética no ha sufrido sólo derrotas, sino que
también ha conseguido victorias. Las curaciones de Lourdes, por ejemplo, se han
manifestado mucho más refractarias a toda reducción científica de lo que se había
creído a primera vista. Sin embargo, en el plan estrictamente científico, ningún hombre
de ciencia se resolverá nunca a aceptar como inexplicable lo aún no explicado. Admitir
lo no explicado es simplemente admitir un problema; admitir lo inexplicable sería
aceptar, una solución, pero la menos admisible de todas, ya que ella equivaldría a una
claudicación de la ciencia en su propio terreno. En un universo puramente científico lo
inexplicable no podría ser más que el absurdo, lo sin sentido, que el mismo presupuesto
metodológico de la ciencia obliga a excluir a priori. Hasta piara un sabio creyente, una
:intervención del poder creador, en un orden cuyas leyes trata de descubrir, no podría
aparecer más que pura y, arbitraria. ¿No es verdad que el sentido de la creación material
se expresa precisamente y sin reserva en las mismas leyes que lo rigen?
Una óptica supra -científica
Una sola hipótesis, no obstante, podría justificar la realidad del prodigio y permitiría
quizá discernirlo como tal. Es la de que hay otra realidad además de la perteneciente al
dominio de la ciencia, una realidad más importante, más decisivamente humana, un
sobre-natural de origen divino, que utiliza el mundo de las realidades sensibles para
manifestarse y darse a conocer al hombre inmerso en la materia. Suponiendo que la
relación natural del hombre con Dios sufriese un brusco cambio de nivel, qué por una
iniciativa creadora de Dios- entrase a participar de una intimidad totalmente nueva de
amistad y de amoroso diálogo, es. evidente que toda da realidad material, a través de la
cual el devenir humano debe trazarse un camino, sería profundamente afectada. En vez
de ser un camino que separa del término al mismo tiempo que a él conduce; el universo
`sensible se transformará en una encrucijada divina, en un lugar de encuentro en el que
se desarrolla una historia santa. Una ruptura en el curso ordinario de las cosas podría
entonces tener un sentido; sería traducción, trasposición en términos sensibles, de una
atención divina, de una predilección por el hijo de su gracia, la cual -según Blondel"humanizándose en su lenguaje y sus condescendencias haría transparentar por signos
anormales su anormal bondad". El contexto de mensaje y de llamada, en el cual tales
excepciones se produjeran, haría, por el mismo hecho, accesible y transparente su
profunda significación. Y así llegaría a ser posible un discernimiento del prodigio. Lo
que en el plan puramente científico permanece como enigma que descifrar, aparecería
en el plan de una búsqueda plenamente humana y atenta a los signos como un mensaje
divino, un evangelio en acto, un signo-acontecimiento. En lugar de presentarse como
una excepción física, que hay que verificar primero y a la que un razonamiento posterior
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deberá desentrañar, el milagro llegará solamente a ser inteligible, y por lo tanto
aceptable como excepción física, gracias al descubrimiento de su sentido religioso: La
ciencia podría y debería confirmar que el prodigio constituye un enigma que hay que
descifrar; debería cribar el milagro. Pero pertenecería a la persona humana; en una toma
deposició n que la comprometería: toda entera, el discernirlo !como signo divino; como
traducción sensible de otra realidad distinta de aquella cuyas: leyes establece la ciencia.
Y sin duda el sabio podría siempre sustraerse a semejante discernimiento; podría
rehusar prestar atención a la significación que revela el contexto religioso y encerrarse
herméticamente en la autosuficiencia de su punto de vista exclusivamente científico.
Pero el universo de su ciencia llegaría a serle jaula y prisión, y pagaría su seguridad de
hombre de ciencia al precio de su sinceridad -y de su dignidad- de simple hombre.
Confirmación escriturística
Definiendo así el milagro como un acto-signo en el cual el mismo Dios simboliza en la
naturaleza sensible los dones sobrenaturales de su gracia y el misterio de su Revelación,
la apologética innova mucho menos de lo que a primera vista se podría creer. Vuelve
más bien a una noción auténticamente bíblica del milagro. En efecto, el mismo Dios nos
ha dado una especie de definición de milagro.
En el libro del Deuteronomio, en el gran discurso donde Moisés enumera los beneficios
de Yahvé capaces de inspirar confianza a su pueblo, la milagrosa alimentación por el
maná se pone esencialmente en evidencia: "Yahvé -dice el escritor inspirado- os ha
alimentado con el maná que ni vuestros padres, ni vosotros mismos habíais jamás
conocido; es para enseñaros que el hombre no vive solamente del pan, sino de todo lo
que procede de la boca de Yahvé" (Deut 8,3). Dios les dio un pan milagroso cuyo fin no
era solamente saciar su hambre corporal. Era un signo, un mensaje de Dios. Debía
despertar en ellos un hambre completamente distinta: más que para sus cuerpos debía
ser un tónico para su confianza, para su deseo de redención y de salvación espiritual,
algo con que apaciguar su hambre de la palabra de Yahvé. De tal forma que aparece
bien claro el hecho de que en la intención divina no es el milagro una pura demostración
de poderío a la que luego nosotros reconocemos un valor probatorio con relación a la
Revelación. El milagro mismo es palabra de Dios, es revelación, es, en la intención
divina y en primer lugar, un signo que nos transmite de manera palpable lo que Dios nos
quiere decir.
Cuando, en la tentación del desierto; el demonio quiere llevar a Cristo a la realización
de milagros, que no eran sino pura demostración de omnipotencia.; es rechazado por la
significación misma que Dios da al milagro: El hombre no vive solamente de pan...
Constantemente, durante toda su vida pública, Cristo rehusará tales prodigios a los
judíos que, sin cesar, reclamaban "un signo del cielo". Pero, por el contrario, continuará
realizando milagros reales, signos llenos de sentido, por medio de los cuales manifiesta
la divina realidad de su mensaje de salvación a los ojos de sus apóstoles y de las
multitudes. Para dar la seguridad de que Él es capaz de librar y de sanar a las almas,
cura los cuerpos recurriendo al poder divino. Para inspirar confianza en la perennidad de
su reino más allá de la cruz y de la persecución, apacigua la tempestad y anda sobre las
olas. Para demostrar que Él mismo es la Resurrección y la Vida, devuelve a Lázaro la
vida terrena. El mismo milagro del maná lo renovará en las multiplicaciones de los
panes, no para que la muchedumbre "coma de este pan y sea saciada", sino para que
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crea en el pan de su eucaristía cuando sea ofrecida como la respuesta decisiva de Yahvé
al hambre de la palabra divina.
Convergencias redentoras
Dios, por su revelación, quiere levantarnos por encima de nosotros mismos,
introducirnos en la inaccesible intimidad de su propia vida de amor trinitario y único y
hacernos partícipes de sus más profundos secretos. Pero nosotros somos hombres
tributarios de nuestros sentidos y extremadamente lentos en captar todo lo que está fuera
de su alcance. Somos hombres pecadores y rodeados de lo terrestre, cautivos de nuestras
inquietudes temporales y de nuestros intereses inmediatos. Las más urgentes llamadas
de Dios se pierden en el desierto de nuestra inatención y de nuestra materialidad. Dios
sabe que debe darnos una enseñanza clara, debe hacernos buscar y palpar la realidad de
su mensaje, hacerla penetrar en nosotros a través de nuestros recalcitrantes sentidos.
Esto es lo que hace con el milagro. Dios se sirve de todas las seducciones terrestres,
objeto de nuestro aparato sensorial, como signo de su intervención salvadora.
La intención del milagro no difiere de la que tuvo Dios al querer venir a nosotros
encarnándose. "Para que -como dice el prefacio de Navidad- ahora que hemos
aprendido a conocer a Dios visiblemente, seamos elevados por Él hacia el amor de lo
invisible". La misma maravillosa condescendencia de Dios, el mismo respeto hacia su
criatura, el mismo amor divino por la humanidad, la misma adaptación a nuestra
debilidad y a. nuestra indigencia, en una palabra todo lo que nos quiere hacer ver en el
misterio del pesebre, todo ello se expresa también en el milagro. El Verbo eterno
balbucea usando lenguaje y signos humanos; se deletrea a sí mismo sirviéndose de
períodos y acontecimientos de historia humana. "Que Cristo nuestro Señor -dice san
Agustín- se haya hecho hombre debe causarnos más alegría y admiración que verle
realizar actos divinos entre los hombres. Más que lo que realizó una vez encarnado tiene
importancia para nuestra salvación el que se encarnase. Más grande fue la acción de
curar las heridas de las almas que las enfermedades de los cuerpos, destinados a morir
un día. Pero puesto que el alma no conocía todavía al que debía curarla y porque, por
otra parte, disponía de ojos corporales para observar los hechos sensibles, pero no de
una mirada espiritual lo bastante sana para reconocer la divinidad escondida, Él realizó
cosas visibles dirigidas a sanarnos de lo que nos impedía verle."
Tertuliano llega a ver en los milagros del AT una especie de ejercicios previos del
Verbo en sus relaciones con la humanidad, para no presentarse, al hacerse carne, de
manera demasiado desacostumbrada a nuestros modos de expresión y a nuestros gestos
humanos. Como si esos milagros fuesen un anticipo de la Encarnación, "para que más
fácilmente pudiéramos creer que Dios había descendido del cielo ya que algo del mismo
género había acontecido antes".
La intención por la cual Dios hace los milagros no es diferente de la que le ha hecho
escoger la cruz como instrumento de Redención. La enfermedad, el sufrimiento, y sobre
todo la muerte, son para nosotros los frutos amargos del pecado. Pero el Dios
Encarnado tomará sobre sí esta amargura, la saboreará hasta las heces en la muerte de
cruz. Y por esta aceptación, llena de amor y de humildad, el sufrimiento y la muerte
cesarán de ser únicamente castigo y maldición. Así se convierten en instrumento de
curación y adquieren una fuerza purificadora y redentora al unirse a la cruz, portadora
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de bendición y salvación. El milagro converge hacia esta ley común de la redención;
también en él "la vida surgirá del mismo sitio de donde había surgido la muerte". En él
también el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, se convierten en instrumentos de
redención.
Dios de ninguna forma desea suprimir el sufrimiento, no quita la cruz de nuestras
espaldas, pero, con una repentina curación, por un alivio inesperado de una necesidad
material, por un alejamiento del peligro o de la catástrofe, manifiesta tangiblemente que
nuestro sufrimiento no es inútil, que la muerte no es un desesperado callejón sin salida,
que nuestras tinieblas interiores no son una noche sin estrellas, sino que toda nuestra
pena está en. manos de Dios y que en la cruz de Cristo cada necesidad, cada sufrimiento
y la misma muerte, llegan a ser instrumento de redención y camino hacia la
resurrección.
El prototipo: la Resurrección
Finalmente, la intención por la cual Dios realiza los milagros no es otra que aquella en
virtud de la cual Cristo ha querido resucitar y precedernos, como primogénito de la
nueva creación, con un cuerpo glorificado, en la casa de su Padre. Porque no es sólo
nuestra alma la que ha sido llamada por Cristo a la elevación de la gracia, sino toda
nuestra condición humana, rescatada y glorificada en Él. "Él transformará nuestro pobre
cuerpo conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a Sí
todas las cosas" (Fil 3,21). En nuestros mismos cuerpos será un día vencido
definitivamente el último enemigo, la muerte. Creemos, en efecto, en la resurrección de
la carne y, con san Pablo, en nuestro fuero interno "aspiramos a la resurrección de
nuestro cuerpo" (Ron 8), juntamente con toda la creación material "que aspira a la
revelación de los hijos de Dios".
Este misterio se ha hecho igualmente sensible en el milagro. Lo que seremos un día no
ha llegado a ser todavía completamente visible. El milagro lleva menos la marca de la
actual gloria inmutable de Cristo que la de su glorificación pasajera en el Tabor: el
resplandor fugaz, concedido a sus discípulos .como una garantía confortante en el
camino de la cruz que Él y ellos debían todavía recorrer. La Iglesia debe igualmente
recorrer a través de los siglos su camino de cruz con Cristo. La Iglesia no contempla
todavía la gloria futura más que a través del "enigmático espejo" de la fe. Pero, en un
determinado lugar, en cierto momento del tiempo, el velo se levanta alguna que otra
vez, la resurrección de la carne se anticipa simbólicamente, y se nos ofrece una prenda
palpable de aquello que "ni el ojo vio y ni el oído oyó, ni jamás vino a la mente del
hombre aquello que Dios ha preparado para los que le aman" (1 Cor 2,9).
Una base de acuerdo
Hemos subrayado la importancia del contenido del milagro por su valor de prueba
apologética. Al terminar quisiéramos llamar la atención sobre la importancia ecuménica
de una definición más bíblica del milagro cristiano. Actualmente el milagro es uno de
los puntos más cuidadosamente mantenidos aparte del diálogo ecuménico. Para nuestros
hermanos separados tiene un sabor de proselitismo y de polémica que les irrita; para los
católicos constituye un punto de fricción en el que creen imposible todo acuerdo. Un
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replanteamiento de la noción del milagro, del modo indicado más arriba, ¿no sería una
manera de allanar los male ntendidos y calmar completamente las animosidades? Sin
que el católico haya de renunciar a sus pretensiones apologéticas, sin que el protestante
deba dejar de sublevarse por ellas, los dos podrían al menos unirse sin reticencias en un
"Amen" agradecido por los signos que Dios nos envía en Jesucristo y por el mensaje
salvador que ellos nos aportan.
Tradujo: JUAN MANUEL GORDON
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