Prólogo «Yo soy el Yuli; yo soy Cepeda; yo soy Michel Enríquez…», se repiten los niños en un pitén cualquiera de pelota: esos donde siempre al gordito le toca hacer de cátcher, los jugadores son juez y parte, y los equipos se arman con el infalible: «Dame a Fulano; me quedo con Mengano…» Ninguno de esos muchachos sueña con ser una estrella del ar­ bitraje, como Omar Lucero o como Pérez Julién. Y esta es apenas una de las desventajas que les tocan a los hombres de negro. De acuerdo con paradojas muy vigentes, que Fulgueiras nos muestra, los árbitros de béisbol son probablemente los únicos tra­ bajadores en el planeta que reciben abucheos y rechiflas antes de comenzar a trabajar. A eso súmesele que pasar inadvertido parece ser la señal más inequívoca de que se es bueno en esta profesión. Estas emocionantes páginas nos lo recuerdan: si aspiras a tra­ bajar como ampaya –al menos en Cuba–, tienes que estar pre­­ parado para escuchar cómo una multitud enardecida te grita: «asesino, cuchillero, hijo’e puta, tarrú…», o soportar que en la televisión repitan una y otra vez, en cámara lenta, la jugada que cantaste mal, cuando no tenías más cámara que tus ojos y unas fracciones de segundo para decidir. O estar a riesgo de recibir agresiones verbales, y a veces físicas, por parte de aficio­ nados y de atletas. Pero, a pesar de todo eso, existen hombres de negro –que nada tienen que ver con extraterrestres, teorías de conspiraciones, ni relatos de ciencia ficción– imprescindibles para que Cuba entera cuente con esa gozadera mayúscula a la que algunos llaman «el pasatiempo nacional». 7 Adentro de ese traje oscuro, también hay un corazoncito y un par de pulmones. Hay alguien que puede haberle rogado a su hijo que no vaya al estadio, porque del público vienen insultos, y de ahí tal vez se desencadene una tragedia. Ese, detrás del home o de otra base, también piensa en la familia lejana, en las colas que le tocan a la esposa, en la merienda para el nieto, en el juego que, sin querer, ha decidido injustamente o en el récord que malogró con un error de apreciación. Detrás de esas verdades lacerantes, de ese dramático día a día que es la vida de un ampaya, el periodista y escritor José Anto­ nio Fulgueiras se entregó con pasión a la tarea de entrevistar a Alfredo Paz, Yanet Moreno, Omar Lucero, Felipe Casañas padre, Felipe Casañas hijo, Orlando Camps, Melchor Fonseca, José Pérez Julién, Osvaldo de Paula, Jorge Luis Pérez, Eusebio Preval y César Valdés. Ahora que tantos libros se publican en Cuba sobre el béisbol y sus grandes jugadores, el autor tiene el acierto de ofrecernos también la versión de estos otros protagonistas de la histo­ ria, los que dicen «Play ball!» e invocan a la suerte antes de cada partido. Esto va a permitirle redondear una de las tareas que ha cumplido lúcidamente en libros como Con el santo claro (1995) o Víctor Mesa. El béisbol en vida (2004), o en un montón de cró­ nicas dispersas a lo largo de lustros y lustros de ejercicio profe­ sional: mostrarnos cómo es la pelota por dentro, ese perpetuo devenir de pequeñas miserias y grandezas humanas que no se aprecian por la televisión. José Antonio Fulgueiras –probablemente el único periodista que ha sido expulsado por los árbitros de un estadio– tiene aquí el gesto humilde de disculparse por discrepancias pasadas, e in­ citarnos a mirar con respeto y admiración a esa Yanet Moreno –primera ampaya mujer– que ha recibido piropos de los bateado­ res; ese Alfredo Paz que, quince años después de una polémica determinación, levanta el brazo en la sala de su casa y vuelve a decretar el out contra Víctor Mesa; el mismo Paz que, cuando era jefe de árbitros, se autosancionó por cuenta de una decisión equivocada; o ese Preval que expulsó del terreno a un director 8 de equipo antes de que comenzara el juego; ese Casañas padre que botó a un mánager «por mentiroso» y que otra vez corrió el riesgo de ser volcado dentro de una ambulancia por una multitud fanática luego de un forfeit; ese Lucero que se quedó sin comer cuando le flagelaba la conciencia una costosa equi­vocación; ese Raúl Hernández que se apareció en casa del autor con un video del juego para demostrarle que había cantado bien; o ese Orlando Camps que había tenido un día fatídico –incluida una sanción al equipo de árbitros–, y cuando llegó a casa, el padre lo recibió con un: «Oye, ¿tú estás ciego?; ¿tú no viste que esa bola le dio en el pie a Olivera?» Los hombres de negro es una verdadera explosión de humanidad. Aquellos otros «árbitros» que integramos el jurado del Premio Memoria 2009, quedamos cautivados por el proyecto de este libro. ¡Qué placer ver ahora esa idea concretada en páginas tan originales, fluidas, criollas, jocosas, justicieras, entretenidas y a la vez conmovedoras! Con un hondo sentido de la humildad y del respeto –que nunca se confunde con la aprobación acrítica de lo que afirmen o hagan los entrevistados–, Fulgueiras ha logrado una atmósfera de calidez humana que les permite a ellos abrir ante nosotros su complicado mundo laboral y familiar. «Juzguemos a los árbi­ tros –parece decirnos el autor– con menor severidad; no volva­mos a insultarlos desde la cómoda ventaja de una grada; amemos estas vidas cargadas de episodios tristes, a veces tragicómicos, o insólitos, y de diálogos francamente inimaginables que se cruzan entre atletas y jueces sobre el diamante». Al final no son con­ trarias, ni siquiera demasiado diferentes, la labor del periodista y la del árbitro. Tampoco son distintos, al final, el béisbol y la vida. Fulgueiras tuvo la feliz idea de sumar a las entrevistas un mon­ tón de anécdotas, crónicas, semblanzas, que proceden de otros entrevistados y de publicaciones, o de su propia experiencia, con lo que rinde homenaje a otros árbitros –lo mismo a Amado Maes­ tri que a un personaje callejero conocido como el Cúcara– y 9 garantiza que su libro sea tan dinámico y diverso como lo es un buen partido de pelota. Mientras leemos estas páginas, hay un señor de negro que se ha puesto a mansalva de dos equipos y de una multitud. Ignora si dentro de tres horas y media apedrearán su puerta. Él ha lim­ piado el plato, ha respirado con fuerza al revisar las alineaciones. Puede que piense ahora en la merienda de ese nieto al que no ve desde hace semanas y que, para cuando sea grande, no sueña ser como su abuelo, sino como Cepeda, el Yuli o Michel. Tendrá que estar varias horas sin sentarse y con los ojos y oídos bien abier­ tos. El del box y el de la caja de bateo pueden ser dos de esos ídolos que exhiben grandes números en las guías, donde no se recoge la labor de ningún árbitro. Pero ninguno de los dos podrá añadir ni un hit ni un out a su currículo hasta que el hombre de negro se seque las primeras gotas de sudor que corren por su frente, alce los brazos y, por fin, cante: «Play ball!» YAMIL DÍAZ G ÓMEZ 10 Play ball! Resulta demasiado ingrato que dejes a tu madre enferma en la casa, partas a cumplir con el trabajo, y ya en el centro de la unidad laboral un numeroso grupo de personas te rodeen y, sin conocer las interioridades familiares, ni los avatares de la si­ tuación hogareña de que hoy no vino el agua, se acabó la luz brillante o cortaron la corriente, en medio de todo ese diluvio agónico, cientos de gargantas batientes respondan a tus pe­ sares con el grito coreado y retumbante de: «¡Hijo’e puta!, ¡hijo’e puta!» O, simplemente, sin conocer la fidelidad de tu esposa, o de tu novia, te voceen a pleno pulmón: «¡Tarrú, tarrú, tarrú!», o como dice Orlando Camps: que aún sin comprobar si tus funciones las vas a realizar bien o mal, te reciban a la entrada de tu trabajo con un estremecedor y repudiable abucheo. Sobre todo esto medito, mientras escribo mi libro Los hombres de negro, en el que busco hacer justicia a estos lóbregos fiscales, emparentados con los dependientes gastronómicos en eso de nunca quedar bien con el público, o con los histriónicos actores de cine a quienes los directores siempre les asignan el papel del malo de la película. Un ampaya de béisbol en Cuba no tiene ningún parentesco con un árbitro de otro deporte, y lo puedo afirmar porque des­ de hace más de treinta años soy cronista deportivo y he estado en múltiples eventos donde el graderío acepta o no la decisión arbitral y responde con un aplauso o con una bulla desaproba­ toria, pero casi nunca llega al extremo de mentarle la madre al juez actuante. En el boxeo, por ejemplo –con máquina o sin ella–, el juez principal levanta la mano ganadora a un pugilista que ha reci­ bido una soberana paliza durante los asaltos del combate y la 11 gente protesta airadamente; mas como es un veredicto dividido y desconocen en ese instante quién votó a favor o en contra del perjudicado, entonces el grito se va al espacio, mientras los culpa­ bles se hacen oídos sordos. He visto a un árbitro de ajedrez detenerle el reloj a un trebe­ jista y declararlo perdedor por haber consumido el tiempo regla­ mentario de la partida, y el jugador y sus simpatizantes miran al juez con caras de pocos amigos; pero nadie chista, porque este es un deporte de silencio absoluto, de un gran respeto ético a los contrincantes, y al menor murmullo te mandan callar o te piden que abandones el salón de juego. En la pelota, sin embargo, el fanático que no le grite un im­ properio al ampaya por un conteo o una jugada en los que él no coincida con la decisión, no es buen espectador. Y si por el con­ trario se queda callado y traga para sus adentros el desacuerdo, va a desentonar en el graderío y de pronto se va a sentir solo en una batalla donde el que más grite, vocifere y ofenda es el más viril y el más sabiondo. Por mi parte, confieso que yo nunca les he gritado a los árbitros. Cuando niño sagüero, en el estadio 9 de Abril casi siempre el que actuaba de juez principal era el Gallego Rodríguez, padre de mi amigo Willy y hermano de mi socio Bombillo; entonces, para mí, el pelotero que se paraba en el home y se ponchaba, le tirara o no le tirara a la pelota, estaba bien ponchado. Después el propio Willy fue ampaya, al igual que mi amigo La Rampa, que en aquellos tiempos –a mi entender– eran los mejores árbitros del mundo, aunque el negro Dorticós refutara un conteo desde las gradas, o el Látigo Gómez, Antonio Roca y el Nene Huevalarga se pusieran las manos en la cabeza y mira­ ran al cielo. Fui portero de fútbol, desde escolares hasta la primera catego­ ría, y me colaron muchos goles en jugadas de offside en que el juez de línea no levantó la bandera o el árbitro principal se tra­ gó el pito. El viejo Ríos –nuestro padre y maestro– era el desti­ nado a protestar, sobre todo cuando se había dado par de cañangazos antes del partido, aunque también rezongaban Mano­ lo Varela y el Guajiro Durán, quienes no se dejaban pasar una, fuere quien fuere el silbador. 12 Mis problemas con los árbitros surgieron cuando me entallé el traje de periodista provinciano. El primero de amplia repercusión surgió con los jueces de boxeo en un Torneo Internacional Giraldo Córdova Cardín celebrado en Santa Clara y donde el local Rafael Cárdenas, luego de superar ampliamente sobre el ring a Enrique Carrión –miembro del equipo Cuba–, fue despojado de una segura victoria. Enton­ ces titulé: «Asesinado Cárdenas en el portal de su casa», y cali­ fiqué de homicidas a los jueces actuantes. Tan pronto salió mi artículo en Vanguardia, me tiraron a matar por varios flancos: unos alegaban que creé incertidumbre y dolor en el pueblo al figurarse la gente que habían asesinado al primer secretario del Partido en la provincia –de igual apelli­ do que el boxeador–; mientras, un narrador de cuyo nombre no me quiero acordar, redactó un panfleto (a nombre del árbi­tro ecuatoriano), evocador del Manifiesto comunista de Carlos Marx, en el cual me acusaba de denigrar los principales postu­ lados internacionalistas y de mancillar el honor de un hermano de Latinoamérica, defensor a toda prueba de la unidad continen­ tal y la justeza revolucionaria. De aquello, luego de pasar por la Comisión Nacional de Ética de la UPEC, y de otros análisis políticos territoriales, me salvé en tablita, y con dos conteos de protección continué mis comba­ tes periodísticos. Después vino lo acontecido en el Augusto César Sandino de Santa Clara, cuando me convertí en el primer periodista en Cuba que expulsaban de un estadio de pelota. Ese pasaje lo narro en «La guerra con los árbitros». Dos de los protagonistas, Mongo Vélez y Alejandro Montesinos (ya fallecidos), fueron hombres de una destacada función arbitral. Con Raúl Hernández, otro de los que entonces me expulsó del estadio, no terminé la guerra en aquel percance. Unos años después –tras otra crítica que le hice por un arbitraje irregular en home, a mi entender–, se apareció en mi casa, el 12 Plantas frente al Sandino, para demostrarme a través de un video (y mientras me tomaba dos coladas de café) que los lanzamien­tos de Eliecer Montes de Oca eran bolas y no strikes como yo había descrito en el periódico. 13 En otra ocasión dejé a mi condiscípulo Güinía González Rive­ ro para que me cubriera un juego sabatino y yo darme una vueltecita por el cabaret Venecia. Güinía aprovechó la oportu­ nidad y la arremetió contra el ampaya de home, a quien acusó de haber sido el culpable de la derrota de Villa Clara. Pero según él, por deferencia conmigo, firmó el artículo por los dos y puso mi nombre de primero. Al otro día, en la mañana, me interceptó un hombre descono­ cido y comenzó a refutar las opiniones «mías» publicadas en un periódico que yo no había ni leído, mientras me hablaba de esta o aquella frase superficial e hiriente que había utilizado contra él. Entonces lo tomé por uno de los muchos locos que me aborda­ban diariamente en plena calle, en mi trayecto hacia Vanguardia, y le di la mano, dejándolo con la palabra en la boca. Otro día fatídico me vi en un gran dilema cuando el pelotero Víctor Mesa me mandó a buscar a las afuera del estadio Sandino, luego de que César Valdés lo expulsó por gritarle una ofensa desde el banco naranja. Para mi sorpresa, Víctor me pidió que no fuera a escribir nada en contra del ampaya, porque él se consideraba el verdadero culpable de la expulsión. Luego, ya como mánager del Villa Clara, la Explosión Naranja comenzó a tener roces con su amigo César Valdés –jefe de los árbitros en aquel momento–, a quien le atribuía la participación directa o indirecta de las continuas expulsiones a que era some­ tido como mentor. Era una guerra silenciosa entre dos gigantes (de tamaño y de resultados en el béisbol), un choque entre dos trenes tozudos; mientras yo, amigo del uno y del otro, me parapetaba entre las dos trincheras y, en medio del tiroteo, trataba de izar la bande­ ra blanca de la paz. Por suerte aquello terminó en una mutua comprensión, lo cual benefició el restablecimiento de una amistad diáfana, sincera y perdurable, para bien del deporte más seguido y amado de nues­ tro país. Muchos árbitros destacados quedarán fuera de este play off de tinta y de papel. A los que no aparecen, les ofrezco disculpas y comprensión, pues es imposible en un breve espacio literario ubicar tantas personas de historia y de valía. 14 No me queda otro remedio que instar a mis lectores a aden­ trarse en estas páginas discutidas o discutibles. Candidato a ampaya, aunque ya no estoy en la edad admisible para debutar, me encuentro de pie detrás del home, vestido de negro, presto a recibir la más cálida rechifla y listo para gritar a toda voz: «Play ball!» J. A. F. 15 Amado, el Maestro Roberto Amado Maestri Menéndez ha sido para muchos –o para casi todos– el mejor ampaya cubano. Nació el 8 de diciembre, nueve años después de arrancar el siglo xx, en una barriada habanera, y murió el 22 de septiembre de 1963, pechera y careta en mano. Tejió una leyenda en su transitar por el arbitraje beisbolero, enfrentado a peloteros berrinchosos, directores insolentes, déspotas dueños de equipos, y aun a sicarios de la tiranía ba­ tistiana. Armonizaba su segundo nombre y su primer apellido con la labor arbitral: Amado por la afición beisbolera de Cuba, que siempre lo consideró un Maestro. Cuando joven se puso los arreos de receptor con el equipo Cubanaleco, representativo del sector eléctrico en los torneos de la Unión Atlética Amateur 1928-1930. Agresivo en el juego, más que buen bateador, tras la pérdida de su potente brazo fue ce­ diendo a su inspiración pelotera hasta que retrocedió un paso, se puso de pie y, en respuesta a la proposición de un amigo: «¿Por qué no pruebas como umpire?», esculpió en su cuerpo las indu­ mentarias negras de juez excelso. Fue en un torneo juvenil organizado por la Unión Atlética Amateur cuando se entalló, por vez primera, el traje de negro. Era un trabajador cesante que salía de la prisión tras par­ ticipar como dirigente sindical de los eléctricos en la huelga de 1935 contra Batista. Como resultado de esa huelga, el dic­tador decretó la cesantía de todos los líderes obreros en las in­ dustrias, y por supuesto, ahí entraba él. Su maestro fue Kiko Magriñat, árbitro reconocido en campeona­ tos profesionales y series mundiales. Le enseñó todos los secretos, 16 y pronto Maestri comenzó a actuar como ampaya en el béisbol profesional cubano. Siendo ya un árbitro reconocido, expresó: «Cuando me decidí a arbitrar no lo hice muy a gusto, a pesar de mi situación. Lo pensé mucho. Sabía que la profesión no era muy grata, pero esperaba triunfar en ella». Dicen los expertos que venció porque conocía las reglas del béisbol, las estudiaba, oía los consejos de los más experimentados, y también porque amaba el béisbol y lo defendía a coraje limpio. Sabía llamarle la atención a un jugador, a tiempo y en debida forma. Jamás fue débil ante la protesta airada, pero respetaba y se daba a respetar; y en no pocas ocasiones, una vez finalizado el juego, intercambió trompadas con los expulsados. Al consumar sus primeros años de actuación, los cronistas deportivos de la época reconocieron el notable desempeño de aquel hombre que había puesto pecho y palabra ante reproba­ ciones inadmisibles, alteraciones perjudiciales y estallidos colé­ ricos en las tribunas. Poseía el don de la notabilidad, del valor a toda prueba y de impresionar a primera vista. Entraba y salía del terreno como suelen hacerlo los feligreses ante el santuario de su devoción. No obstante, cuando un pelotero inconforme con su decisión le retaba: «¡Te espero afuera para ver si sigues siendo tan hombre como dices!», lo esperaba, pero sin la vestimenta de ampaya, pues aclaraba que «ya no era el umpire, sino el hombre que aceptaba el reto». Era cascarrabias por idiosincrasia, mas sabía sonreírle y dar­ le la mano a un amigo o compañero, y les brindaba los más útiles consejos a los jueces debutantes. Fue siempre autoritario, aunque también se extremaba en el respeto a directores y juga­ dores. Consideraba que los mayores protagonistas de un espec­ táculo beisbolero son los atletas, y que era mejor que el ampaya pasara lo más inadvertido posible. He aquí una anécdota que confirma tal aseveración. Mientras se efectuaba un reñido encuentro, en el estadio La Tropical, entre los eternos rivales de la pelota profesional cu­ bana –Habana y Almendares–, un pelotero almendarista comen­ zó a lanzarle burlas y expresiones soeces desde el banco. En el 17 tercer capítulo, Maestri detuvo el encuentro y se dirigió hacia el dugout. «Desde que se inició el juego usted me está insultando –le dijo–, pero recuerde que los que están en las graderías no pa­ garon por presenciar que yo lo expulsé, sino que vinieron a verlo conectar un gran batazo». Otro incidente digno de mencionar fue el del llamado «Caso Pasquel», cuando Amado Maestri sobresalió por su dignidad y entereza, además de poner el nombre del arbitraje cubano en las cumbres del Olimpo. Jorge Pasquel, un acaudalado millonario mexicano –dueño del club México y presidente de la Liga Mexicana–, en el año 1946 contrató a Maestri y a su coterráneo Raúl (el Chino) Atán para que impartieran justicia en el béisbol de ese país. Ya en México, uno y otro habían sobresalido en sus actuaciones arbitrales y eran realzados por la prensa de ese país, que valo­ raba objetivamente la justeza e imparcialidad de ambos y el conocimiento que poseían de las reglas del béisbol. Todo transcurría de maravillas hasta el trigésimo primer desafío. Maestri fue designado para trabajar el home, mientras Atán arbitraba las bases, en el partido entre los equipos México y Veracruz que se celebraba en el parque Delta de la capital. En medio del enconado pleito y ante más de treinta mil perso­ nas, el pelotero Colás tocó la bola. Maestri decretó foul, pero el receptor y mánager del equipo México –Mickey Owen– la cap­ turó y tocó a Wright, quien venía desde tercera base hacia la goma. Y contaba el propio Maestri: Owen me vino encima como una fiera, pero con los brazos hacia atrás para demostrar que no tenía intención de pelear, sino de echarle a la escena un poco de pimienta. Nada decía que pudiera molestarme. Como la protesta se prolongaba demasiado, lo expulsé. Y aquel hombre bajó la cabeza, se quitó los arreos y obedeció. Fue entonces cuando Pasquel abandonó el palco presidencial, bajó al terreno y, en una abierta falta de ética y de respeto, le vociferó a Maestri: «Si tienes vergüenza, lárgate del campo aho­ ra mismo». 18 Y Amado le respondió: «Yo me iré del campo y de México al terminarse el juego, pero quien tiene que largarse en este mo­ mento, sin perder un segundo, eres tú». Y lo expulsó. El Sordo (mote de un ayudante del empresario) intentó apu­ ñalar a Maestri, pero su compañero Atán lo impidió. Luego estos jueces cubanos, sin amilanarse y en sublime respeto hacia el público, arbitraron aquel juego hasta el último out. Sobre aquel incidente, Maestri revelaba: «Al concluir el juego, Owen vino a verme, estaba muerto de risa, y me dijo: “Perdóne­ me, umpire, yo comprendo que usted tiene la razón”, y me dio un abrazo». La foto de Maestri invadió las publicaciones y la afición mexi­ cana lo apoyó; todos lo aplaudían, excepto el periódico Novedades, del cual Pasquel era dueño. Le pedían autógrafos por dondequiera y le estrechaban la mano, la escena se repetía en todos los lugares adonde lle­ gaba. Pero Maestri era un hombre de una sola palabra y una sola decisión. Al día siguiente renunció al contrato y henchido de vergüenza regresó a su tierra. Sus actos de mayor valentía los protagonizó el 23 de noviembre de 1952 y el domingo 4 de diciembre de 1955, ambos sobre la grama del estadio del Cerro, hoy Latinoamericano. El primero ocurrió cuando un grupo de estudiantes universi­ tarios, guiados por José Antonio Echeverría –presidente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU)–, se lanzó al terre­ no portando una gigantesca tela en la que se exhortaba al pueblo de la capital a un acto convocado para la Universidad, el 27 de noviembre de 1952. Tan pronto los jóvenes pisaron la grama del Coloso del Cerro, una jauría de esbirros de la tiranía batistiana apeló a sus habi­ tuales y brutales golpizas para reprimir aquella sorpresiva manifestación juvenil. En ese histórico instante volvió a resurgir la gallarda y homé­ rica figura del árbitro de home Amado Maestri, quien se enfren­ tó a las hordas policiales y no les permitió ensañarse con los aguerridos estudiantes universitarios. 19 Las fotografías de la época captan nítidamente la imagen de aquel hombre, con traje y gorra negros, careta en mano, mientras extendía sus brazos protectores para impedir el paso de la sol­ dadesca. José Antonio Echeverría, Fructuoso Rodríguez, Juan Pedro Carbó y otros estudiantes observaban la escena con una notable admiración reflejada en sus noveles rostros. El segundo asalto estuvo presidido por Juan Nuiry –después capitán del Ejército Rebelde–, quien en ese momento fungía como presidente de la FEU por estar preso José Antonio, el líder de esa organización. Ocurrió en un encuentro entre los eternos rivales de nuestra pelota profesional: Habana y Almendares. Juan Nuiry recordó para este libro: Al llegar al estadio, los más conocidos permanecimos con cierta reserva para no despertar sospecha. A la señal convenida nos lanzamos al terreno, pero también se tira­ ron una gran cantidad de policías, guardias y marineros y comenzaron a atropellarnos físicamente con gran ale­ vosía. Amado Maestri tuvo de nuevo una actitud muy digna al enfrentarse físicamente a la jauría batistiana, pero lo apartaron a empujones. Al final del juego hizo contacto con nosotros y nos mostró su disposición de apoyarnos en lo que fuera necesario, aunque tuviera que exponer su vida. Tuvieron asimismo una actitud muy decorosa los narrado­ res Felo Ramírez y René Molina, quienes informaron de lo ocurrido a la afición cubana, y como represalia los metieron presos. Maestri, como juez supremo, también quiso hacerle justicia a su patria oprimida e irrumpió en las calles habaneras para conspi­ rar contra aquel régimen de terror. Fue por ello que en 1958 recibió en el estadio del Cerro la mayor ovación que el público cubano le ha dedicado a un árbitro. Regresaba a la grama después de permanecer preso varios me­ ses en el Castillo del Príncipe por enfrentarse al gobierno del 20 presidente Fulgencio Batista. Se le vio sereno y erguido como siempre, con los ojos chispeantes de hombre apasionado y re­ belde. También se opuso a la contratación de ampayas norteameri­ canos: Nos oponemos a la contratación de umpires americanos para actuar en el béisbol cubano, ya que aquí hay tan capaces como ellos, y en represalia de que en Estados Unidos no utilizan umpires cubanos en las Ligas Mayores. Con la clarinada de enero de 1959, Maestri vio brotar la espiga libertaria por la que tanto había luchado como combatiente clan­ destino. Tras la creación del Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación (INDER), el 7 de febrero de 1961, Maestri apoyó la nueva estructura de los campeonatos naciona­ les en los que participarían peloteros aficionados procedentes de seis provincias. Para la jornada inaugural de la Primera Serie Nacional, el 14 de enero de 1962, con la participación de los equipos Habana, Occidentales, Azucareros y Orientales, solo podía haber un hombre para la conducción del histórico juego en el plato: Ama­ do Maestri. Lo escoltaron en el memorable encuentro Rafael de la Paz (primera base), Francisco Fernández Cortón (segunda) y Enrique Roger García (tercera), quienes se convertirían en los pioneros del desarrollo posterior del arbitraje cubano. Una Serie Nacional después, a la edad de 53 años, falleció a causa de un infarto cardiaco. Su aureola como juez excelso re­ fulge todavía en el firmamento beisbolero. Roberto Amado Maestri vistió de gloria el traje negro del ár­ bitro. 21 Un partido memorable en Cárdenas Limpiando el plato El zurdo Estévez llegó corriendo a la lomita. Le abrieron con two-base. El turno para Pelandrujo, quien no había fallado ni una vez en todo el desafío. Conferencia en el box. Roberto Malapaga da instrucciones. Una olla de grillos. Una casa de locos. «¡Mátalo tú, Pela’o!» Le tira descolgado y sale un «palomón», un «texas», al que no atinan ni el short ni la segunda ni el center fielder, que se ha tirado en diving. El corredor pasa por tercera, impetuoso, suicida, tratando de anotar la victoria local, y viene el tiro al home. El hombre se desliza con violencia, el catcher bloquea, la jugada con sus protagonistas se esfuma momentá­ neamente en una nube de polvo provocada por la enconada lucha de contrarios. Ambos bandos y el público reclaman. El umpire no canta. Mudo, parece que se aleja cada vez más del home. «¡Canta, Virgilio!» Nadie imparte justicia, el caos se evidencia, reina la confu­ sión, las pasiones estallan, el desorden comienza a imponerse. Mientras tanto, Virgilio se aleja del home. Un disparo… La escena transcurre en cuestión de segundos. Todos quedan impávidos por el momento ante el hecho inaudito. De inmediato tratan de alcanzar a Virgilio, quien, a su vez, se ha montado en su bicicleta vieja dispuesto a fugarse. Y al trasponer la puerta del estadio, hace un viraje frente a aquella multitud iracunda, alza el bra­ zo derecho y, con toda la fuerza de su alma resumida en un gesto, cantó: «Out!» (Luis Lorente, poeta y narrador matancero). 22 El último de los mohicanos Se autodenomina como «el último de los mohicanos», el ampaya de la pelota buena y de clase, la que se jugaba con amor sublime, en una mezcla de poesía compartida y pasión sideral. En 44 años de actuación nunca pudo armonizar su vida enjui­ ciadora con la concordia de su primer apellido. Se vistió de hombre de negro en 1954 y colgó el traje en 1997. Transitó por todo ese período –bajo una cruenta guerra–, asediado y atacado por peloteros, directivos y fanáticos. Reconoce que lo chiflaron mucho, pero también lo aplaudieron. Lo seguí en múltiples juegos de nuestras series nacionales, ora de aficionado «gradadino», ora desde un palco de la prensa, también por la televisión o por la radio, y nunca presencié que un aplauso se posara sobre su figura. Rechiflas y palabras oprobiosas sí oí, y en sobradas ocasiones. Pero él afirma que más de una vez lo ovacionaron, y se lo acepto, pues siempre ha sido un hombre cabal en sus ideas y palabras, y quien, según su propia confesión: Nunca doblegué la frente ante nadie, ni dije que me había equivocado. La táctica mía ante la aseveración: «Te equivo­ caste», fue esta: «Esa es tu opinión, la mía fue que decidí bien; puedo estar equivocado, pero esa es mi opinión y no me la quita nadie». Entraba al terreno con su caminar altanero, enfilando su nariz respingona por encima de la cabeza de peloteros y mentores. Usó espejuelos en los últimos años. Se los acomodaba con elegancia dentro de la careta protectora. Entraba y salía de la grama rec­ tangular «serio como una tusa», según definen los campesinos amantes del béisbol. Repite que es «el último de los mohicanos» de una lista con nombres y apellidos: Amado Maestri, Rafael de la Paz, Panchito 23 Fernández Cortón, Machín Caballero, Pedro Prat, Juan Izquier­ do, Alejandro Montesinos, Belén Pacheco, Manuel (el Chino) Hernández y Mario Cossío. Alfredo Paz Brieba, convaleciente de un infarto cerebral, me recibe sobre una silla de ruedas, en un cuarto de su casa haba­ nera en la Calzada de Diez de Octubre. Coincidentemente vino al mundo un 25 de ese patriótico mes, en el año 1934. Su esposa, Gladys, abre la puerta tras el toque insistente. «Alfredo se está bañando», responde. No dice: «Lo estamos ba­ ñando», lo cual dignifica en su respuesta que el juez de negro aún se vale por sí mismo. Se afinca sobre los brazos enmaderados de la silla movible y enciende su nítida memoria. Me hice árbitro en 1954, después que terminé en la pelo­ ta juvenil y de jugar en los placeres. Mi hermano Rafael jugaba la primera base y yo el short stop. Él se metió a ampaya y lo seguí. Me puse un traje negro y empecé a can­ tar bolas y strikes, outs y quietos en el Rafael Conde, en las categorías escolares. Luego pasé a la liga amateur, en la que estuve bastante tiempo. Arbitré en los municipios de Quivicán, San Anto­ nio, Güines y otros más. Ahí fui ganando un poco de prestigio hasta que comencé a arbitrar en la Unión Atléti­ ca Amateur. Tuve el honor de trabajar con Amado Maestri. Él me decía: «Flaco, estás bien», y eso me entusiasmaba. Yo lo copié completo en su estilo de agachado y tirando hacia la derecha. Ese estilo mucha gente intentó copiarlo; pero no podían, porque había que tener unas rodillas pode­ rosas, y yo las tenía. Después trabajé con mi hermano Rafael, a quien los perio­ distas le pusieron Rafael de la Paz porque les sonaba mejor. El primer show lo presencié en un juego entre Regla y San Antonio de los Baños. En el quinto inning, Regla gana­ba 1 por 0 y empezó a caer un torrencial aguacero. Cuando amainó la lluvia, los directivos de San Antonio solicitaron camiones que trasladaran tierra para acondicionar el 24 terreno. Pero mi hermano, que no era fácil, dictaminó: «Ustedes dijeron al principio que aquí no había de dónde sacar tierra, y como no hay tierra, no se puede jugar. Por lo tanto, ganó Regla». Eso fue apoteósico. Sonríe y carraspea, para continuar: Mi hermano me secreteó: «Flaco, coge un bate». Le res­ pondí: «Un bate no, mejor una careta». Salimos uno delan­te y el otro detrás. El público no dijo ni jota. El comisionado de béisbol de San Antonio nos expresó: «Ustedes se mere­ cen un premio, porque son guapos de verdad». A pesar de que muchas personas en el público se habían jugado dinero, todo terminó bien. Rafael murió en 1963 y ese mismo año yo fui a ver a José Llanusa, presidente del INDER, para que me autorizara a suplirlo. Me respondió: «Te aviso mañana». Habló con un ampaya y este le aconsejó: «El problema es que Alfredo tiene un carácter del carajo y puede traernos problemas. Sugiero que no lo pongas a trabajar». Le respondí a Llanusa: «El que le dijo eso a usted es un mentiroso, y en la próxima serie le voy a demostrar el ampaya que soy». Al año siguiente comencé y tuve la suerte de que en el Latinoamericano arbitré en home el juego decisivo entre Orientales y La Habana. Manuel Alarcón le dijo a los santiagueros: «Cierren La Trocha y saquen el Cocuyé, que la victoria va para allá». A siete árbitros pusieron ese día, ya que ubicaron uno en el center field. Había público hasta dentro del terreno y tuvieron que utilizar sogas para delimitarlo. El juego fue muy bueno, pues el pitcher habanista Lumumba García también lanzó tremenda pelota. Un role­ tazo a Pedro Chávez por primera y cuando este se agachó para coger la bola, se le fue por arriba. Después los Orien­ tales hicieron 2 más, y ganaron 3 por 0. Alarcón estuvo inmenso, con un admirable control, pro­ pinó ponches a diestros y zurdos. Trabajé cómodo, pues 25 mientras el pitcher dé strike, es muy bueno para el árbitro. Alarcón era un pitcher fácil, porque si no era strike era parecida. Tenía buena curva, buena slider y muy guapo sobre el montículo. Tuvo múltiples embrollos, algunos los recuerda, otros no. Sin em­ bargo, no quiere pasar por alto el primero de gran envergadura. Fue en mi primer año en el municipio de Morón: jugaban Industriales y Granjeros. El zurdo Rigoberto Betancourt estaba en tarde de gala dando ponchados y más poncha­ dos. Al Gallego Valdés le había recetado ya dos ponches cuando vino la tercera vez al cajón de bateo. Había un hombre en base y Rigoberto fue a lanzar, y como el ba­ teador se quitó, aguantó el movimiento. Ahí mismo el Gallego empezó a dar brincos y a gritarme para tirarme el público pa’ arriba: «¡Coño, eso es box, eso es box!» Entonces le riposté: «¡Ah!, ¿no vas a batear?, pues te vas». Salió enfurecido el Coco Gómez, que era el mánager de Granjeros, y también lo boté. Fueron: «Te vas y te vas», hasta llegar a 12. Aquello fue de madre y señor mío. Tenía que pasar en medio de todo el público, porque había dejado la ropa en la oficina del administrador del estadio. El propio administrador se me acercó dentro del terreno y me dijo: «Paz, yo le pido que se vaya por el left field, la cosa está muy dura». Entonces le respondí: «Yo entré por ahí, por ahí salgo. Que me maten si quieren, sería el primer ampaya que van a matar en Cuba». No podía confiar ni en los policías, que estaban visible­ mente molestos, pues eran también simpatizantes de los Granjeros. Cogí mi careta y me fui abriendo brecha por dentro del público hasta llegar al cuarto. Cuando cerré la puerta aquello parecía un bombardeo. Piedras por aquí, piedras por allá. Entonces el comisionado llamó a la pa­ trulla y al cabo de una hora pudimos salir del estadio. Ahí fue donde yo me gané el respeto como ampaya. Lo digo con toda certeza, porque al mes y medio volví a Morón y, aunque no me tocaba en home, lo pedí. No era 26 jefe de grupo, era un ampaya más. Cuando salí al terreno la gente empezó a aplaudir, tal vez porque reconocieron mi valentía y honradez. Confiesa que siempre arbitró con la filosofía de Maestri de que al ampaya lo salva el temple con que entre y salga del terreno. De Amado tomé la personalidad, la autoridad y el respe­ to al pelotero. Porque si tú respetas, te tienen que res­ petar, y el que no, se va del juego. Hubo muchos árbitros que provocaban relajito con los peloteros, de que si tu mujer está conmigo y ese tipo de jodederas. Amado decía: «Línea recta, y no sonrías ni hagas chistes con nadie. Fuera del terreno conversa con todo el mundo, pero siempre manteniendo el distancia­ miento prudencial». En el estadio Capitán San Luis presencié uno de sus momentos espinosos y contradictorios. Me parece aún estar viéndolo cuando levantó el puño e hizo un semicírculo decretando jonrón al batazo de un pelotero vueltabajero con dos hombres en base. Pero la pelota había rebotado en la parte superior de la cerca y regresó al terreno. Ahí se produjo la protesta del jardinero central naranja Víctor Mesa, que le indicaba al tercera base que tocara a los corredores, pero este se daba por desenten­ dido. Todavía estoy en duda de ese jonrón, porque si hubiera chocado contra la cerca, la pelota no hubiera trazado la parábola tan grande que hizo. Detrás de la cerca había un tubo. Para mí, dio en ese tubo. El video en aquel mo­ mento era borroso y no se pudo determinar bien la juga­ da. Cualquiera se equivoca, aunque te repito, nunca reconocí públicamente haberme equivocado. De incidentes malos recuerda este otro: Un día en Sancti Spíritus, Lourdes Gourriel venía para el home, pero se detuvo en medio del camino y después decidió seguir; el cátcher lo tocó y canté out. Me dijo: «¡Coño, Paz!», y le respondí: «Coño no, te cogieron». 27 El director del Sectorial de Deportes espirituano, al mo­ mento de salir, me dijo: «Coño, decidiste el juego». Le contesté: «Lo respeto para que me respete, y los que deci­ den el juego de pelota son los peloteros. Yo canté lo que vi, y no tenemos más que hablar». Cuando salí a la calle un tipo se me aproximó y me bra­ vuconeó: «Compadre, lo tuyo no tiene nombre». Yo estaba cabrón y le metí un puñetazo que lo dejé tirado en el suelo. Su momento más trágico ocurrió una noche en el Latinoamericano, cuando en medio de una discutida jugada en el home, Primelles (que no estaba ni participando en el partido) salió del banco y le propinó a Paz un nocaut fulminante. Yo no tuve bronca con ese pelotero, él fue quien la tuvo conmigo. Sucedió después de una jugada en la que le metí out por regla al torpedero de Orientales. Y vino la protes­ ta del mánager Roberto Ledo. Yo discutía con Ledo con la careta bajo el brazo, y de buenas a primeras me dan un golpe y me tiran al piso. Era Pablo Primelles, un pe­ lotero que había sido boxeador y era el tercer cátcher del equipo Orientales. Le pedí la pistola a Pucho y me la dio, y fui a buscarlo al albergue. «¿Dónde está Primelles?» Iba dispuesto a me­ terle un tiro por una pata, pero no a matarlo. Ningún pelotero me indicó dónde se encontraba. Luego García Bango, el director del INDER, que era gago, me dijo jo­ diendo: «¡Qué-qué, qué clase de puñetazo te metieron!» Sonríe con malicia cuando reconoce que en sus casi cincuenta años de ampaya, entre peloteros, mentores, coachs y cargabates expulsó a más de un centenar. Pero el más original de los expul­ sados fue Pedro Chávez. Siempre ha sido un gran amigo mío, pero tenía la cos­ tumbre de que cuando no estaba de acuerdo con un lan­ zamiento, hacía así, escarbaba con los spikes y les echaba tierra en los zapatos a los árbitros. 28 Una noche empezó a discutir conmigo un lanzamiento y me echó tierra. Le aclaré: «Oye, yo no soy como los demás», y me volvió a echar tierra. «¡Te vas!», le grité. «Pero si no te he dicho nada», me ripostó. «Sí, pero los zapatos estos me cuesta mucho trabajo limpiarlos para que tú de gra­ cioso me los vengas a ensuciar». Lo boté como tres o cuatro veces. A la quinta venía y me decía gagueando: «Fí-fí, fíjate, yo no no voy a e-e, echarte más ti-ti, tierra en los za-za, zapatos». Le arbitró a los pitchers que más han brillado en este país: Ma­ nuel Alarcón, Aquino Abreu, José Antonio Huelga, Changa Mederos, Manolito Hurtado, Braudilio Vinent, Jorge Luis Valdés, Rogelio García y tantos otros. Ningún pitcher estelar tuvo problemas conmigo. Antes de empezar el juego de pelota iban al cuarto de los árbi­ tros y nos saludábamos: «Buenas noches, ¿quién traba­ ja hoy?» Entonces les decíamos: «Va Fulano», y nos respondían: «Buena suerte». Porque los pitchers estu­ diaban a los árbitros y sabían la zona de strike de cada uno, y sobre esa zona basaban sus lanzamientos. Ahora no, ahora no se ocupan de los ampayas. Todo el mundo tiene una zona, unos mejores, pero la real no la cantan. Yo tenía el privilegio de cantar «la parecida». Ningún juego lo decidía yo: 3 y 2, y la que estuviera por la zona, ponchado y se acabó. Declara que solamente una vez estuvo suspendido y él mismo se lo decretó. Me suspendí cuando ya estaba de jefe de grupo. Fue en un partido en un campo de Villa Clara. Era el tercer out en primera tras un double play y se acababa el juego. Me privé, y en vez de meter out metí quieto. Llegó la protes­ ta de Matanzas. Después vino un jonrón y lo perdieron por la equivocación mía. Llamé a la comisión y les dije: «Estoy suspendido, porque decidí un juego de pelota y la ley tiene que empezar por casa». 29 Tuvo el privilegio de arbitrarle un juego a Fidel. Fidel iba a los entrenamientos de los equipos Cuba y a las doce de la noche proponía: «Vamos a jugar un rato». Una noche de esas llegó Jorge García Bango y me dijo: «No te vayas, Fidel quiere jugar». «¿Dónde voy?» «Detrás del pitcher». Allí estaba el Chino, de la Seguridad Perso­nal. «¿Qué vienes a hacer aquí?» «Me mandaron a arbi­ trar». «Mira, coge el guante este y procura que no le dé ninguna pelota al Comandante». Fidel se quitó el reloj y me dijo: «Mira, Paz, guárdamelo ahí». Empezó el juego. Bolas y strikes. El Comandante tenía una máxima que yo la sabía. Hasta que no ganara, había que seguir jugando. En el último inning pactado, Fidel estaba ganando por una carrera; y ya con dos outs y con hombres en tercera y segunda, le meten un batazo por el left field pegado a la raya, que decidía el juego. Grité a todo pecho: «Foul ball!» Y ahí mismo vino Fernández Mell, que era medio pedan­ te. «Coño, ampaya, esa bola picó en zona buena». «Vamos a respetarnos, fue foul porque la vi de foul y se acabó». Fidel me apoyó: «Este es el umpire, y lo que él diga es lo que vale». Luego me le acerqué a Fernández Mell y le dije bajito: «¿Qué es lo que tú quieres?, ¿seguir jugando aquí hasta mañana?» Uno de sus mayores orgullos fue cuando los norteamericanos lo pidieron para arbitrar el juego decisivo en el Mundial de La Habana. Los árbitros cubanos me dijeron: «Alfredo, por qué usted se metió en eso. Tiene las de perder». «Soy ampaya, y lo que es out es out, y lo que es quieto es quieto». Al final, el má­ nager de Estados Unidos me dijo: «Buen trabajo, Paz». Odia la cámara lenta. En las repeticiones de cámara lenta los narradores aca­ ban con los jueces. Eso es mierda, porque los árbitros tienen fracciones de segundo para decidir, y la cámara 30 lenta tiene tres o cuatro segundos. Y no es igual ver la jugada desde un ángulo que por tres o cuatro. Expone que el trabajo de un ampaya es un sacerdocio. Me tomaba mi traguito cuando terminaba una subserie si el trabajo era bueno. Íbamos para el cuarto de los ár­ bitros, comprábamos una botellita y analizábamos el juego de pelota. Tenía gente a la que le gustaba, y de la única forma que los controlaba era así. Tengo una anécdota con Manuel (el Chino) Hernández. Fue en Santiago de Cuba, en un juego de 1 por 0 que ganó Industriales. Había un calor ese día del coño’e su madre. «Paz, vamos a tomarnos una cervecita en el bar», me propuso. El local estaba totalmente en penumbra, no se veía ni un paso más allá, y cuando voy a pedir las dos cervezas, me tocó un fanático: «Paz, tremendo juego de pelota». Entonces el Chino le dijo al cantinero: «Hazme el favor, dame dos vasitos de agua». Asegura que Gladys es una heroína. Tuvo dos partos, Beatriz y Leticia, y en ninguno de los dos estuve a su lado. Una vez a Leticia la habían ingre­ sado en el hospital y fui a ver a Fabio Ruiz. «No puedo ir al Campeonato Mundial. No soy médico, pero mi hija está ingresada». «Tú eres el primer ampaya que renuncia a una gira internacional, pero te entiendo». La primera hija mía siempre ha sido industrialista. Cuan­ do era muy chiquita le publicaron en Bohemia una entre­ vista y el título decía: «Mi papi es un cuchillero». Su retiro fue… Una cosa sorpresiva. Me retiré en 1997. En aquel tiempo yo me metía hasta veintiséis horas en la carretera, se viajaba con los peloteros en guaguas con asientos de palo y que casi siempre estaban rotas. No aguanté más. Y cuando se terminó el campeonato dije: «Me voy». «Tienes un viaje para Colombia para arbitrar el campeonato pro­ fesional». «Bueno, pero cuando regrese me retiro». 31 Al año siguiente ponen las nuevas guaguas, el alojamien­ to en los hoteles, pero ya había dicho que me retiraba y me jodí. Alfredo Paz dejó un currículo impresionante: 2 Olimpia­das, 22 Campeonatos Mundiales, 6 Panamericanos, 5 Centroame­ ricanos, 4 Mundiales Juveniles, 6 Copas Intercontinentales y 28 torneos amistosos, donde en múltiples ocasiones fue selecciona­ do como el mejor árbitro. De estos eventos conserva diplomas y trofeos que hoy cuelgan en una pared de su casa y que durante la entrevista me instó a que los observara. De él guardo una anécdota que lo define por completo. Ya estaba retirado cuando lo entrevisté para mi libro Víctor Mesa. El béisbol en vida. Hacía quince años que el explosivo center fielder había intentado robarse el home en el juego decisivo contra Es­ tados Unidos, en el Mundial Habana 84. Lo amoldé poco a poco antes de lanzarle: «Paz, mucha gente dice que Víctor llegó quie­ to al home». Entonces su rostro se tiñó de un rojo intenso; y poniéndose de pie, súbitamente, extendió la mano derecha y refrendó al espacio: «Out!» 32 Santos Molina y su fuca Limpiando el plato A Sagua la Grande la pelaba al moñito. El cátcher mío era Igna­ cio Arredondo, alias Neneíto, un fenómeno allá atrás. Como yo era mensajero del central, algunas veces no podía abrir el jue­ go, y cuando iban ya por el tercer o cuarto inning, me llamaban: «¡Juan, los sagüeros se han rebelado y hace falta que vengas y les apagues la luz!» Entonces yo iba y los ponía a bailar en mi mano. Me gustaba cuando arbitraba el teniente de la policía Santos Molina, que era tuerto. El alcalde del pueblo, Julio Fundora, lo contrataba para los juegos decisivos contra Sagua, y le decía: «¡Este hay que ganarlo!» Molina se ponía un revólver a la cintura y, aunque fuera un bolón por la cabeza, decía: «Estrái y estrái». Recuerdo que una vez Facundo Betharte le reclamó: «Teniente, con esos espejue­los verdes usted no ve nada», y él sacó la fuca y gritó: «Y el que viene atrás es “estrái” también, ¡así que tírale!» Y nadie más chistó. En un juego que ganaba 1 por 0 en el noveno inning, y ya con 2 outs, se me embasó un sagüero y empezó a adelantar en primera. Me viré, tiré para allí, y Molina le voceó al que bateaba: «¡Estrái tercero y ponchado!» Entonces yo me le acerqué y le dije bajito: «Coño, Moli, si yo lo que tiré fue para primera». Y él ex­ clamó: «¡No jodas, Juan!, yo creo que esta vez sí apreté un po­ quito». (Juan el Zurdo, pitcher de Quemado de Güines). 33 Perfume de mujer Yanet Moreno, la primera mujer ampaya de Cuba, tiene la piel morena, alisada por más de 35 años de edad, y una sonrisa en flor que combina con su perfume embriagador. Debutó como árbitro detrás del home la noche del 6 de diciem­ bre de 2006, en la subserie Matanzas-Villa Clara. –¿Te perfumas así todas las noches? –le pregunté minutos antes de entrar al terreno. Ella me miró y me respondió entre la corregidora circunspec­ ta y la mujer galanteada: –Siempre que voy a una fiesta importante me perfumo, y la de hoy en el Sandino debe de ser la mejor. –¿Jueza casual o premeditada? –le vuelvo a buscar las cos­ quillas. Y sin redondear la idea, ella me responde: –De niña jugué béisbol callejero en el barrio de Alamar, donde nací y vivo. Mi padre me regañaba, pero me le escondía y jugaba. Después incursioné en el softbol y el béisbol femenino organiza­ do, pero sin mucho progreso. La comisionada Margarita Mayeta me indicó: «Prueba como ampaya», y aquí estoy. No quiere definirme si su escuela principal fue el aula o el terreno. –Las dos. Terminé mi segundo curso en la Escuela Nacional de Arbitraje, y arbitré en campeonatos nacionales escolares, juveniles y provinciales de primera categoría. El terreno es un aula prolongada, aunque los alumnos son un poco más desobe­ dientes, y uno tiene que apelar a las reglas y la actitud para encontrar la obediencia. Se sabe una morena de rostro bonito y un cuerpo simétrico bordeado por caderas ondulantes. También se sabe foco visual 34 de los hombres por su moldeado trasero latino, que no logra pasar inadvertido dentro del fardo arbitral. –¿Y si un pelotero en un momento del juego te lanza un pi­ ropo? –inquiero, desde una interrogante menos pelotera y más varonil. –Tal vez me ría, mas pienso que no lo harán. –¿Buen o mal carácter? –Casi siempre bueno, a veces fuerte. –¿Eres casada, tienes hijos? –No. –¿Novio? Sonríe maliciosamente: –No toques esa tecla. –¿Reguetonera? –Música romántica. Richard Clayderman es mi favorito. –¿Principales alentadores? –Mis compañeros árbitros, mi familia y Fidel, que nos abrió todas las posibilidades. –Mujer ampaya, ¿ventaja o desventaja? –Todos esos peloteros nacieron de una mujer, y se miden mucho cuando te tienen delante. Las mujeres siempre somos más es­ trictas e imparciales. El juego de su debut fue tenso hasta las postrimerías. Mas ella anduvo ecuánime y certera por los nueve innings. Un pelotazo en el pie trató en vano de sacarla del partido. Abandonó la can­ cha sin arrogancia, con paso lento y vistoso, mientras perfuma­ ba la noche del estreno. Este diálogo sucedió cinco años antes de reencontrarme con Yanet, en el propio escenario del estadio Augusto César Sandino. Había pasado ya un lustro, pero aún mantenía el rostro angelical y el perfume embriagador. En una de mis primeras subseries, después de tu entre­ vista, arbitré en el home, durante el encuentro Santiago de Cuba-Pinar del Río, en el Capitán San Luis. El estadio estaba repleto, parecía una final, no cabía ni un alma dentro ni detrás de la cerca de los jardines. Pedro Luis Lazo comenzó a calentar y todos sus lanzamientos 35 fueron rectos. Cuando le pitcheó al primer bateador de Santiago, le tiró una slider al medio del home; me sor­ prendió y canté bola. Lazo vino para adelante, para pedirle la pelota al cátcher, y me dijo sonriendo: «No te preocupes, que todos han pasado por eso». Y esta otra anécdota, en ocasión de viajar a la Isla de la Ju­ ventud: Llegamos en barco y estuvimos esperando en el muelle, pero el carro no fue a recogernos a la naviera. No nos quedó otro remedio que alquilar un coche de caballos y montarnos con todos los maletines. Desde allí fuimos para el hotel Rancho del Tesoro, donde nos alojamos. Al otro día, cuando entramos al terreno, nos empezaron a gritar: «¡Árbitros!, ¿dónde dejaron el coche de caballos?» En el cuarto inning se produjo una jugada apretada con­ tra el equipo local y la multitud empezó a corear: «¡Coche­ ros, cocheros, llévense a estos cuchilleros!» Rehúye hablarme de piropos en estos cinco años. Tal vez algunas chinitas, pero me hago la desentendida. En una ocasión, estando de árbitro de home, un pelotero dijo, como de pasada: «Por una mulata así me poncho y ni chisto». Y al próximo lanzamiento grité: «Strike three!» ¡Ahí mismo el tipo puso una cara de pocos amigos y se fue para el banco mascullando maldiciones de todo tipo! Víctor Mesa, el único mánager que ha expulsado. Fue durante un encuentro Pinar del Río-Villa Clara, en el Sandino. Se habían jugado 14 innings y el partido seguía empatado. Lanzaba Vladimir Baños por Pinar y Andy Zamora dio foul. Le tiré la única pelota que me quedaba en la bolsa a Baños y le pedí bolas a Tobías, el recogedor. Mientras estaba esperando, Víctor saltó la cerca del banco y me preguntó: –¿Cuál es el problema ahora? 36 –La regla número 3 dice que los árbitros tienen que tener en su poder dos pelotas como mínimo para alter­ narlas. Tomó esa respuesta como si le estuviera diciendo que él no sabía nada de reglas, se explotó y gruñó: «¡Negra cu­ lona!» Ahí mismo le grité: «¡Fuera!» Días después Eneida, su esposa, me envió disculpas. Posteriormente trabajé varios partidos siendo aún él mánager de Villa Clara y todo transcurrió sin contra­ tiempos. Ella sabe que al ampaya, en el terreno, nadie le está reparando si es hombre o si es mujer para entablar un litigio. Sin em­ bargo… Cuando van a protestar alguna jugada se miden mucho. Tratan de no usar gestos desagradables ni proferir malas palabras, casi todos los directores lo hacen de forma pausada, tranquila. Entonces yo, sin alzarles la voz, trato de convencerlos de por qué tomé tal o más cual decisión. Siempre busco que se vayan complacidos. «Si usted no está de acuerdo, pue­ de revisar las reglas», les digo sin altanería, y eso me ha dado buenos resultados. El libro de reglas es difícil aprendérselo completo, pero lo voy repasando constantemente; es la mejor arma que uno tiene, porque con guapería no se puede ni se debe ar­ bitrar. Para ella, la primera almohadilla es la posición más difícil de arbitrar. Se efectuaba el encuentro Cienfuegos-Guantánamo. Yoilán Cerce bateó un rolling de frente al torpedero, pero Adriano floreó, y el corredor apretó el paso y cruzó por la al­ mohadilla antes de que llegara la bola. Ya yo tenía en la mente el out fácil, el tercero del inning, y lo decreté. Eso imposibilitó que el corredor de tercera anotara la carrera de la ventaja. 37 Después de ese lance me sentí insegura. César Valdés, el jefe de grupo, me ayudó a salir del bache dándome unas lecciones en el terreno: dónde y cómo tenía que ubicarme, con vistas a no cerrar el ángulo de la jugada, y entrar despacio, sin perder el recorrido de la bola ni al corredor. En la familia están sus principales «chequeadores». A mi hermanito Juan Marcos le encanta la pelota, y como es simpatizante de Industriales, toda decisión que perju­ dique a los azules le parece mala. Santiago Bernardo, mi otro hermano, es quien me chequea por la televisión, apunta las jugadas y me evalúa: «Le cantaste una bajita en tal inning a tal o más cual pelotero». Mi papá Juan también me chequea cada juego. Es jefe de mecanización en la refinería Ñico López. Es muy simpático y muchas veces me recibe con esta frase: «¿Cómo anda mi hija, la cuchillera?» Pero el más jodedor de todos es mi hermano Tony, que trabaja en el Centro Promotor del Humor. Ellos montaron en la casa de ARTEX de Santiago de Cuba un número relacionado conmigo y la pelota. Tremendo «chucho» que me dan. Mi mamá está enferma, aunque me da mucho aliento para seguir. El novio es el mismo, con los mismos problemas, pero no lo dejo. Espera tener un hijo y representar a Cuba en un evento inter­ nacional; también, que un día aplaudan su actuación. Esta mujer sencilla y dulce, que se embelesa con la música romántica, tiene el reto de imponerse en un mundo de insolencias y excentricidades del juego rudo y absorbente, donde las pasiones incontrolables inundan los terrenos y las graderías. Para Alfredo Paz: «Las mujeres en la pelota no me convencen. ¿Una bronca con la mujer? ¿Barrigazo y pecho contra teta? Eso es un fenómeno». Para César Valdés: «Tiene muy buenas pers­ pectivas, analiza cuáles son sus errores, es crítica y autocrítica, 38 y se sobrepone a todos los problemas inherentes a su condición de mujer». Otros ampayas simplemente rehusaron dar su juicio. ¿Qué se hará el arbitraje del béisbol si del terreno le arrancan la única flor? Bien valdría la pena seguir regándola sobre la grama árida, aunque ciclones y terremotos intenten deshojarla. 39 Frío compartido Limpiando el plato Juan Izquierdo era un hombre muy simpático, y un ampaya de buen conteo y decisión. En aquel mes de diciembre, uno de los fríos más grandes que se recuerden en Villa Clara se posaba sobre la grama del estadio Sandino. Jugaban Orientales y Azucareros. Juanelo, actuando entonces como ampaya de primera base, rememora esta simpática anécdota que aún corre de boca en boca entre los ár­ bitros cubanos. En el quinto inning, en medio de aquel congelador rec­ tangular, Muñoz conectó una terrorífica línea por la inicial. Izquierdo observó el batazo con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo, y sin sacarlas de ahí se viró de lado y con el pie de su mismo apellido decretó: «Foul!» Ya en el octavo episodio, el equipo del patio recibía la clásica paliza, y como era tanto el «carreraje», el desafío transcurría a paso de tortuga. En las gradas solo había tres o cuatro personas; la mayoría, familia de los peloteros que estaban en el terreno. Al filo de las doce de la noche se produjo una jugada apretada en primera base, e Izquierdo, enérgicamente, decretó: «Safe!» Desde ese instante, Jesús Oviedo, el inicialista del conjunto local, la emprendió con él dicién­ dole todos los improperios que le venían a la mente. En la medida en que Oviedo aumentaba sus ofensas, Iz­ quierdo daba pasitos hacia atrás haciéndose el desenten­ dido. Mas el fornido pelotero se le volvía a pegar y, sin 40 mirarlo, decía: «Aquí cualquiera es árbitro. Yo quisiera saber quién le dijo a este negro mono que él era am­ paya». Entonces Izquierdo se le pegó y le dijo al oído: «Dime lo que tú quieras, miéntame la madre si te parece, pero este frío es pa’ los dos hasta que se acabe el juego, ¿me oíste?» 41 Humor negro Un oficio sin un humorista es como una sonrisa sin el rostro de un niño, o un beso sin el labio de una mujer, o una noche sin el resplandor de una estrella. Omar Lucero, además de ejercer sus funciones arbitrales, tiene la encomienda de ponerle un poco de luz y de humor a la negra y turbulenta tiniebla de impartir justicia. Los caricaturistas llaman «humor negro» a una manera sádica de hacer el humor a partir de un cadáver, una acción homicida u otro hecho desgarrante. En Cuba, por ejemplo, fueron muy conocidas las peripecias de «El hombre siniestro» y otros personajes de similares características dentro del humor gráfico. Pero en Lucero solo aparece el humor negro en el color de su traje; paradójicamente, él busca la gracia en un áspero escenario donde el cátcher sonríe de sus desplantes cuando actúa de defen­ sor. Sin embargo, al propio receptor, en el próximo turno ofensivo –bate en ristre–, ese mismo chiste con el que anterior­ mente sonrió, esta vez le sabe a sátira mortuoria. Cuando desde las gradas me gritan a coro: «Tarrú, tarrú», yo me viro y les digo: «¡Coño, no sabía que tanta gente me conocía!» También le gusta buscarles las cosquillas a los peloteros. A veces el bateador exclama: «¡Afuera!», cuando él quie­ re predisponerme para que yo cante bola a un lanzamien­ to en zona buena. Entonces le respondo: «Afuera la pedía mi abuela y parió a 13». Otros, en el cajón de bateo, tratan de autoarbitrarse, y cuando pasa el lanzamiento me gruñen: «¡Mala!», y yo 42 les contesto: «Sí, mala, pero de darle». Y si ven que voy a cantar el strike, me suplican: «No, no», y les reafirmo: «Strike!, pues que yo sepa, Nonó es el de la novela brasi­ leña». Lo hago sin avasallamiento, le pongo un acento jocoso en las palabras, pues trato con ello de apostarle una cuota de humor al ríspido empleo de repartir imparcia­ lidad. Considerado por muchos directores, peloteros y periodistas como el árbitro cubano que con más acierto trabaja detrás del home, Lucero ha creado un estilo propio a la hora de decretar los lan­ zamientos, técnica que hasta ahora nadie ha imitado, tal vez para no quitarle su sello de creatividad. Los maestros dicen que no está en las reglas que se can­ ten las bolas, pero no dicen tampoco que no se canten. Entonces empecé a hacer movimientos con el brazo iz­ quierdo para decretar las bolas, y con el derecho, los strikes. También perfeccioné sacar el brazo más rápido, porque, tradicionalmente, los árbitros en Cuba hacen los movimientos con más calma. Yo canto más rápido y eso ayuda, porque los peloteros dicen que de esa manera tienen menos dudas de mi apreciación. De los 90 juegos de la Serie Nacional, he trabajado el home en más de 55. Me equivoco como los demás, pero los ba­ teadores alegan que como canto rápido, estoy seguro de lo que hago. Me empecé a especializar en home en 1982, me gusta­ ba más esa base que ninguna otra. Lo que más trabajo en series nacionales es home. Un alto porcentaje de los lanzadores que encuesté para la ela­ boración de este libro, prefería a Omar Lucero como árbitro de home, pues mantiene la zona desde el comienzo hasta el final del desafío, no importa el escenario donde actúe, ni que sea home club o visitador el equipo, ni las condiciones favorables o adver­ sas de juegos amplios o cerrados en carreras. 43 Al 95 % de los pitchers en Cuba les gusta que yo les tra­ baje, porque mi zona es un poquito más amplia para los dos equipos. La zona de strike es una sola: de la rodilla a las axilas con el bateador en posición de bateo. Claro que eso no se puede cumplir estrictamente, porque en Cuba existen bateadores con el tórax muy largo, como es el caso de Lázaro Junco, y cuando la bola le pasa por las axilas, el cátcher tiene que cogerla muy alto. Entonces, si en Matanzas le cantabas el tercer strike a Junco con un lanzamiento que el cátcher tuvo que prác­ ticamente pararse para cogerla, te estarían abucheando y mentándote tu abuela todo el juego. Omar Lucero no jugó pelota ni a la bamba. Yo era contador público del complejo agroindustrial Julio Antonio Mella, en Santiago de Cuba, y me gustaba mucho ver los juegos de pelota. Una tarde el árbitro nacio­ nal Douglas McBean me pidió que lo ayudara, y me gus­ tó tanto que me quedé para siempre. El peor momento que he pasado como árbitro fue pre­ cisamente el primer día que arbitré en una serie pro­ vincial. Estaban jugando los equipos de Mella y La Maya. El juego estaba 9 a 3 en el noveno inning a favor de los visitantes, pero empezaron los pitchers del Mella a dar bases por bola, y unido a two-base y hit, el juego se puso 9 a 8, las bases llenas con 2 outs y el bateador en 3 y 2. El próximo lanzamiento cayó en la esquina y le canté el tercer strike. Al momento escuché a un fanático que gri­ tó: «Iba a ser strike comoquiera, porque el ampaya es del mismo equipo, lo trajeron ellos». Como es de suponer se formó tremenda discusión, y me las vi negras porque me querían coger el lomo. La conclu­ sión fue reclamarle el juego a Higinio Vélez, que en aquel momento era el comisionado de béisbol en Santiago de Cuba. 44 Para suerte mía, el director del Sectorial de Deportes de La Maya estaba detrás del home, y le aclaró a Higinio: «Fue strike, porque yo lo vi con mis propios ojos». Ahí mismo me dije: «Me gusta esa candela», y aquí me ven todavía entre las llamas. Otro momento complicado que tuve fue en un play off entre Santiago de Cuba y Villa Clara, en el Sandino, cuando a un roletazo de Oscar Machado le metí out y ya había pasado por primera. Esa noche ni comí, porque me había equivocado. El trabajo nuestro no es como el de ustedes los periodistas, que se equivocan y borran con la goma. Yo no lo puedo echar para atrás, a menos que meta out y la bola se caiga y no me dé cuenta, entonces nos reunimos y la viramos para atrás porque la bola se cayó. Unos se equivocan diez veces, otros doce. Yo me pongo en el escalafón del 40, soy el más malo. Sonríe y agrega: No es lo mismo arbitrar un juego 8 a 1, o 9 a 2, que un partido de 1 a 0. Tienes que mantener una total concen­ tración, no puedes perderle la vista a nada, porque una equivocación te puede costar caro. Un hombre que esté ponchado y no lo ponchas, te mete jonrón y decide el juego de pelota. Por eso tienes que tener más cuidado. Hay árbitros que dicen que les gustan los juegos 1 a 0, pero eso es de la boca para afuera. Si hay algo parecido se canta, porque después puede dar lugar a pensar que el árbitro decidió por la base por bola. En 2009, en el play off final entre Villa Clara y La Haba­ na, que se jugaba en el estadio Nelson Fernández, hubo un lanzamiento de Yolexys Ulacia que no lo canté strike, y después pusieron por la televisión el cuadrito aludiendo que la pelota había marcado dentro. En la pelota cubana no hay cuadrito. Yo vi que el cátcher Yulexis La Rosa sacó 45 el pie y canté bola. Después vino hit del left field y entró la carrera que decidió el juego a favor de La Habana. Un porcentaje de la Comisión Nacional me apoyó en que la bola estaba afuera, pero otros dijeron que podía ha­ berla cantado. Unos me tildaron de digno y otros de villano. Con una experiencia de 26 series nacionales y más de 60 años de edad, Lucero gusta de prevenir las jugadas en una manera muy propia de él, que es adelantarse a los acontecimientos. Si conozco que el pitcher tiene una curva rápida, y como yo canto rápido también, debo prever, porque puede ser que la bola se abra mucho. Ulacia es una constante por debajo del brazo, la bola viene y te entra o se te abre. Existen otros que lanzan por encima del brazo, como lo hacía Faustino Corrales, que venía desde arriba y se caía como un cuchillo. Cuando estás en las bases debes observar y tener en cuenta si el corredor es rápido o lento. Tengo un concep­ to: si tú no corres, se le cayó la bola al torpedero y luego la jugada es apretada en primera, te meto out; porque si hubieras corrido, te embasarías fácilmente. Muchos pelo­ te­ros no corren, pero yo no me meto en eso, cada orquesta con su músico. Considera que si se sancionan lo mismo a árbitros que a direc­ tores y peloteros, también se debiera sancionar al público. El público en Cuba no respeta ni a la policía. Por eso estimo que se debe multar a los que ofenden desde las gradas. Claro que de mil gentes no puedes multarlos a todos, pero sí a cien o a doscientos. De afuera todo es de color de rosa; pero si tú tienes un cátcher ahí en el home como Ariel Pestano, que unas veces saca el pie y otras no, tienes que estar muy atento para no errar en los lanzamientos. Si te equivocas, el público te cae arriba. El propio Pestano cuando viene a 46 batear te reclama: «Afuera, afuera», y le digo: «Esa es la misma, es la que a ti te gusta que le cante a tu pitcher». Una vez el mánager Víctor Mesa fue al home y me dijo: «Fíjate cómo ese cátcher saca la patica». Le respondí: «El tuyo también la saca», y él me contestó: «Sí, pero yo te estoy hablando de este, no del mío». El ampaya se equivoca, pero nunca la va a cantar de short bounce, ni por la cabeza. Sin embargo, los bateadores les tiran a esos lanzamientos y salen riéndose para el banco, y cuando les cantas en una zona de dudas empiezan a protestar airadamente. Afirma que hay que discernir muy bien entre un lanzamiento pegado y un bolazo tirado. A Alexei Bell, por ejemplo, le trabajan pegado, lo cierran, y le han dado varios bolazos en el rostro. Una gente que pasa por un puente y se cae, cada vez que vuelve a pasar tiene temor de volver a caerse. Él es un bateador temible, y los pitchers tratan de lanzarle pegado. Cuando ve que la bola le viene para arriba, es como si viera al diablo. Según su apreciación, la cámara lenta… Te ayuda a afincarte en tu trabajo. Beneficia la labor de los árbitros, lo que no beneficia es la crítica que les hacen a los árbitros a través de la cámara lenta. Los narradores inventaron transmitir la jugada más mala de la semana a través de la cámara lenta, pero nosotros no tenemos cámara lenta. Si solo se transmite por televisión una subserie, entonces no se puede valorar la jugada más mala. ¿Y por qué no divulgan también las mejores jugadas decididas por los árbitros? El problema es que cuando los narradores y los perio­distas empiezan a reiterar: «Lucero se equivocó en primera, Lucero se equivocó en el home», el que no sabe de pelota, cuando anuncian: «¡Árbitro de home, Omar Lucero!», entonces el tipo dice: «¡Mama mía, pusieron al asesino en el home!» 47 Contrario a otros árbitros, Lucero reconoce que tiene cierta amistad con varios jugadores. La palabra amigo es muy fuerte, pero me llevo bien con muchos peloteros. Eso no significa que me haga el de la vista gorda cuando tenga que tomar medidas con algu­ no de ellos. Porque una cosa es con guitarra y otra con violín. Confiesa que… Camino mucho y duermo poco. Antes de empezar el desafío comienzo a jugar con la gente. Pienso que cuando sicológicamente te preparas mucho, no trabajas bien. Te sugestionas si piensas en hacerlo mejor, debes pensar en hacerlo como siempre lo has hecho. Estoy bien aquí. La gente me quiere. He trabajado con casi todos los árbitros como jefe de grupo y nunca he sido dictador. Si veo a alguno serio antes de trabajar en home, le hago algunos cuentos para que relaje. Cuando me equivoco les digo que me equivoqué, para tener moral cuando otro se equivoca y señalarle sus errores. Casado, con cinco hijos, se descubre como un ferviente amante de la música romántica. Disfruta con deleite de los boleros del puertorriqueño Gilberto Santa Rosa y cada día añora más estar un mayor tiempo en su casa. Tengo tres hembras y dos varones. Uno de ellos estudia Medicina, y hace poco le dijeron: «Oye, con lo fuerte que tú estás, debieras meterte a ampaya». Y él le respondió: «Con un loco en la familia basta». En verdad no me queda mucho en esta tarea. Hay que darles paso a los demás. Tengo 62 años de edad y 26 en series nacionales, que me multiplican la edad a 124 al­ manaques. Omar Lucero es el árbitro más carismático del país. Con una vasta obra nacional e internacional ha puesto siempre en alto el honor del ampaya cubano, y con el postulado del buen bombero, 48 siempre les ha entrado de frente a las llamas sin medir la mag­ nitud del fuego. Se revela como un amante del humor criollo, pero cree no tener las dotes del humorista. Yo pienso que sí, y lo despido con la respuesta que me dio cuando le pregunté cómo hacía su pre­ paración física: Yo corro todas las madrugadas cinco kilómetros. Y como lo hago soñando, cuando no me despierto temprano llego a correr hasta cien millas. 49 La Quinta-Vueltas Limpiando el plato En el poblado de Vueltas vivía el árbitro Gelasio Oliva. En una ocasión arbitró un partido en el caserío de La Quinta, donde se enfrentaba el equipo local con el de Vueltas. Existía una gran rivalidad entre estos dos conjuntos, y ya casi oscureciendo, Vueltas se fue delante en el marcador. Como ya prácticamente no se veía, Gelasio decidió dar el juego por ter­ minado, con la correspondiente victoria de los voltenses. Inmediatamente pidió la pelota. Y cuando ya iba a decretar la victoria al elenco visitante, un guajiro de La Quinta –que se encontraba detrás del home–, cogió el machete en la mano y le gritó a Gelasio: «¡Ampaya!, ¿qué usted va a hacer?» Y ahí mismo Gelasio le contestó: «No, no, lo que iba a decir es que hay que seguir jugando, porque todavía está todo clarito y podemos echar dos o tres innings más». En otra fecha, los peloteros de La Quinta fueron a jugar a El Purial. Era muy conocido que los de La Quinta, cuando iban a un campo y estaban perdiendo, o había un árbitro que se equi­ vocaba en contra de ellos, se largaban. Pero ese día en El Purial, el árbitro era nada más y nada menos que el famoso Ñaña Torres, a quien apodaban el Cabo Umpíre, por su condición de jefe de un puesto militar en la zona de Vueltas, y quien arbitraba con un «paraguayo» a la cin­ tura. En el cuarto inning, los de La Quinta estaban perdiendo y dijeron que se iban. Ahí mismo Ñaña indicó: «Ustedes se han ido de todos los lugares, pero de aquí no se van, porque antes de que ustedes se vayan yo mato a uno». 50 Entonces el pitcher de La Quinta le protestó: «Coño, cabo Ñaña, pero es que yo tiro curvas al medio del home y usted no las can­ ta». Y Ñaña, ni corto ni perezoso, le ripostó: «¡Ah!, así que tú vienes aquí a tirar curvitas para engañar a mis muchachos y pien­ sas que te las voy a cantar. Tiene que ser recta al medio, o no la canto». (Enelio Alonso, 30 años como árbitro nacional y provincial). 51 Oda para el Uno Tenía un nombre artístico. Un Armando Heredia que le abriría el gracejo del espectáculo, la fijación de los aficionados. Patro­ nímico contagioso y de insuperable fonética para los narradores y el anunciador local cuando lo reseñaran como árbitro actuan­ te en un juego de béisbol. Cuando pequeño le decían Mandi, una manera piadosa de chiquearle el nombre. Era un niño pobre, del cual los maestros de primaria se percataron, desde la primera entrada al aula, de que estaban en presencia de un adoquín para las letras y los números, y que iba a dilapidar –como lo hizo– toda su niñez y principios de su juventud en el aula del primer grado. Le faltaban solo meses para cumplir los 12 años de edad cuando uno de sus compañeros de aula, al escrutar su cuerpo achaparra­ do, la escasez de cuello y sus ojos pequeños y opacos, escondidos en una piel negra y lisa, le insinuó: «Coño, Mandi, eres idéntico a un cucarachón». Minutos después, y a todo lo largo de su existencia, arrastraría con su mote ortóptero: Cucaracha o Cúcara, en una reducción, este último, de su popularísimo apodo. Ya nunca más tuvo que responder por el Armando ni el Mandi, ni mucho menos por el Heredia; su oda en adelante tampoco sería al Niágara –como la del bardo santiaguero–, sino a un deporte que lo atraparía para siempre, que sería su sombra perdurable: la pelota. Primero probó como receptor. Un vecino le regaló una masco­ ta remendada y descolorida, un peto y una careta ajustada con tiras de un viejo pantalón. Se fue hasta el estadio Sandino, de Santa Clara, para absorber la maestría del estelar cátcher de los Azucareros: Lázaro 52 Pérez Agramonte. Se hizo amigo del enmascarado villareño, quien titulaba también la receptoría del equipo Cuba, y este le obsequió una careta, le mejoró la mascota y le dio cortos pero profundos consejos. Así entró el Cúcara por la pelota manigüera. Los pitchers de manigua, desobedientes por naturaleza, nunca le tiraban lo que él pedía, y entre los cruces de señas, los foul tip, los deslizamientos suicidas al home, el candidato a sustituir al Gran Lázaro, desi­ lusionado y desestimado, colgó la mascota. Entonces se volvió un elemento perpetuo en las gradas del estadio Sandino, pero no para escrutar el desempeño de los receptores, sino el de los hombres de negro, los enjuiciados y encomendados de impartir justicia. Desde ese instante mantuvo una ética imperdurable: no chi­ flarles a los árbitros actuantes, no discrepar de ninguna decisión por inverosímil que le pareciera, salirle al paso a cualquier pro­ vocación de los llamados fanáticos de gradas y, sobre todo, acer­ cársele al primer ampaya profesional que le pasara por el lado, principalmente si era de experiencia y calidad. Nadie recuerda su primera actuación como árbitro beisbolero. Algunos afirman que fue en su natal Remedios, durante un juego en el que pitcheó el Buque y donde surgió la enemistad que posteriormente mantuvo el serpentinero con el juez del plato. «Quería que los bolones que tiraba se los cantara strikes como lo habían acostumbrado, pero conmigo, sea el que sea, las bolas son bolas y los strikes son strikes», definiría años después cuan­ do ya era todo un consagrado de la imparcialidad arbitral en los torneos intermunicipales. Luego incursionó en el mundo de la política y se especializó en los discursos callejeros, en una ideología sin tacha a favor de la Revolución. Eran auténticos clichés en los que solamente cam­ biaba el nombre del colectivo a quien le soltaba el patriótico sermón. Luego pasaba el cepillo. Comenzó a hilvanar una cadena de juegos arbitrados. «Yo quiero hablar con el camarada Fidel para entregarle este diplo­ ma con las horas voluntarias que trabajo», decía cada vez que se encontraba conmigo; cifra que crecía con el paso de los años y que a la hora de su muerte sobrepasaba las mil quinientas. 53 Tan solo había que preguntarle: –¿Quién es el uno? Y el respondía enérgico, con regocijo abierto: –¡Yooo! –¿Y el dos? –Alfredo Paz. –¿Y el tres? –César Valdés. –¿Y el cuatro? –¡Pa’ la caña! Y la gente reía a carcajadas ante una interrogante y una res­ puesta con las que se enlazaban los días y las noches. Entre sus mayores orgullos estaba el de ser siempre invitado por Víctor Mesa como ampaya de primera línea al encuentro amistoso de este con relevantes figuras del béisbol cubano, en home­naje al día del cumpleaños del mejor jardinero central de la pelota revolucionaria. Nadie sabe a ciencia cierta dónde almorzaba y comía. Por obvio, no señalo el desayuno, término desconocido para él. Los comedo­ res deportivos le tendieron la mano en más de una ocasión. Otras veces comía donde lo cogiera la noche y tuviera oportunidad de soltar un discurso. En una primera aparición, la muerte vino a buscarlo, y aunque no pudo llevárselo, lo dejó con una pierna casi inválida que no pudo segar su labor ininterrumpida como el mejor árbritro de Cuba y del mundo. Cuando asistía de espectador al estadio, mantuvo su puesto sobre el dugout del equipo visitador, con vistas a acentuar su rol indiscutible de hombre imparcial. Su casa fue una grada del Sandino, y salía en la madrugada a mostrar su arrogancia del señor de las bolas y los strikes. Entre mis recuerdos gratos de cronista deportivo está el que me dedicara un aparte para hablar de béisbol, pues su ética de juez supremo no le permitía concederle unos minutos a cual­ quiera que le saliera al paso. Nunca se consideró un mendigo, y si alguien le regalaba algo, él lo compensaba con su vibrante y emotiva arenga, siempre aliado con la realidad. 54 Sus últimas palabras fueron en defensa del niño Elián Gonzá­ lez, secuestrado en los Estados Unidos por la mafia miamense. Un infarto repentino lo sorprendió a la vera del estadio 26 de Julio, de Santa Clara, cuando él se disponía a marchar junto a un grupo de peloteros locales que participarían en un juego amistoso. Lo trasladaron con urgencia al hospital, mas el médico sen­ tenció que su vida había acabado. En su imaginación desbordada estaban los augurios de su funeral, al que concurrirían los peloteros y los árbitros más famosos de Cuba. Lo trasladarían en un carro fúnebre lleno de flores y coronas, y a su paso hacia el cementerio, en uno y otro lado de la senda mortuoria, lloraría a lágrima viva el pueblo compungido. Paradójicamente, muy pocos acompañaron su féretro cuando lo llevaron al camposanto de su natal Remedios. Entre los cua­ tro o cinco que lo escoltaron hasta su eterna morada, iba el ro­ llizo Pepe, en una franca manera de perdonar o reconocer el ponchado que Cucaracha le decretó con las bases llenas, en un lanzamiento en la zona baja que el gordo le había protestado a lo largo de más de veinte años. No sé bien a qué le llaman fama, en esa suma de actitudes y valores, pero yo me sumo a su legado. Y no me cabe duda de que como folclórico y patriota, solo tuvo un número: el Uno. 55 La guerra con los árbitros Limpiando el plato Mi primera sección en el diario Vanguardia la titulé Desde la Cueva Naranja; mas, inmediatamente, en la Redacción me se­ ñalaron que el naranja era muy regionalista y me obligaron a quitarle zumo y color. Chispa, el diseñador, devoto de la arqueo­ logía, intentó omitirme la palabra cueva y sustituirla por banco, a lo cual me opuse rotundamente, porque a los peloteros se les está permitido «robar» o «estafar», y entonces podría irritar al jefe de la policía local cuando saliera más o menos así en el periódico: Desde el Banco. Y más abajo: «Robo de Víctor Mesa alegró a Villa Clara». Lo cierto es que la susodicha sección me duró lo que un meren­g ue a la puerta de un colegio. Yo me metía en el dugout de Villa Clara o Las Villas y luego escribía todo lo ocurrido allí en los nueve innings, que era a fin de cuentas lo que el público no veía ni escuchaba por la radio. Todo iba muy bien, hasta que un día se me ocurrió criticar a los árbitros por una jugada apretada en el home, que todo el mundo vio quieto, menos ellos. La noche siguiente volví a ocupar el mismo puesto, y cuando se iba a cubrir el segundo capítulo, Mongo Vélez, árbitro de ter­ cera base, se me acercó, y con el ceño fruncido me gritó estas escuetas y definitorias cinco letras: «¡Fuera!» Me opuse, pero me botaron. El público, que se percató del inci­ dente insólito, gritó de lo lindo. Mas me despacharon. Era la primera vez en Villa Clara, y un poquito más allá, que a un pe­ riodista lo expulsaban de un estadio. Los árbitros son los dueños y señores en el terreno, y nadie puede contradecirlos a menos que sea una violación de las reglas. 56 Tarde en la noche (por suerte no llovía como en las novelas policíacas), en la Redacción del diario le conté el dramático in­ cidente a mi profesor y jefe Roberto González Quesada. Ni cor­ to ni perezoso ofreció: «¿Qué espacio quieres?» Y luego, como un letrado inquisidor, me ordenó: «¡Tírales a matar!» Y así lo hice. Recuerdo que concebí un título aplastante: «Noche de repre­ salia arbitral», y en el texto le puse salsa. Entre otras cosas es­ cribí: «Cobran 25 pesos por trabajar tres horas y se equivocan demasiado». Y después, para rematarlos, acentué: «Son altamente ineficientes y ganan más que un cirujano que hace tras­ plantes de corazón». A las siete de la mañana un compañero me despertó en el al­ bergue con esta frase lapidaria: «Los árbitros te están buscando para lincharte». Y agregó: «De parte del director, que te presen­ tes urgentemente en el periódico». Cuando entré en el despacho de Escuela (apellido de mi direc­ tor), los cuatro jinetes del Apocalipsis se pusieron al unísono de pie. Escuela se regodeó en su silla giratoria con un «cuadrático» ademán (pose que debe asumir un buen cuadro en su despacho), y los invitó a sentarse. Luego extrajo de su cartuchera verbal su recurrida frase: «Compañeros, estamos en presencia…» Alejandro Montesinos, el juez de home en aquel lamentable incidente (no accidente), agarró en el aire la frase y ripostó enfurecido: «En presencia de una falta de respeto y desconsi­ deración. ¡Mire que decir que yo, un árbitro internacional, trabajo por 25 pesos!» (Como estoy relatando un hecho de la década de los ochenta, no es necesario aclarar que los 25 pesos eran en moneda nacional). Vélez me observaba bajo sus pobladas cejas y recalcaba para que yo lo oyera: «Es un neófito en béisbol, un neófito». Raúl Hernández, otrora estelar boxeador, se ponía los guantes en su imaginación y con los ojos me estaba dando una paliza en la es­ quina roja. Yo me defendía como podía. Eran cuatro contra uno, y un ré­ feri que en su silla giratoria cambiaba de color y que, cuando recurría a su: «Estamos en presencia…», le destripaban la frase en el aire sin contemplación. 57 A punto del mediodía, Aldo Madruga, corresponsal de Granma, irrumpió en el local y, con una ocurrente oración, paró el com­ bate: «Me han llamado del Comité Central para que publique en el periódico Granma sobre la profanación a un periodista». Un silencio mortuorio acompañó su expresión. Montesinos rom­ pió el éxtasis: «No creo que eso deba llegar tan lejos, si ya nos habíamos puesto de acuerdo y todo lo teníamos resuelto aquí». Escuela recobró su color y esbozó una sonrisa. Nos levantamos, nos dimos la mano amigablemente y nos despedimos como si nada hubiera pasado entre nosotros. 58 El Padre, el Hijo y… Cuando Felipe Casañas decidió colgar su traje negro, no lo ten­ dió en un perchero cual pieza de museo, como han hecho los demás árbitros, sino que llamó a su originario del mismo nom­ bre y apellido y le dijo, parafraseando a Mariana Grajales, la madre de los Maceo: «¡Empínate, que te toca!» El muchacho, como quien no quiere las cosas, comenzó a aden­ trarse en el mundo del conteo y las decisiones. Padre e hijo emergieron al arbitraje desde los terrenos del Hospital Psiquiá­ trico de Ciudad de La Habana, sin tener visos de dementes; aunque mucha gente asegura que para meterse a ampaya hay que estar loco. El viejo Casañas (título longevo para que el lector, en adelante, tenga una referencia) fue un pelotero bastante bueno en sus inicios, que debutó como receptor en la Primera Serie Nacional con el equipo Habana; pero al otro año ya no integró la selección, aun cuando se mantuvo en la pelota provincial con el Hospital Psiquiátrico. Una tarde me puse detrás del box a cantar outs y strikes, y cuando se acabó el juego, el comandante Bernabé Or­ daz me llamó y me dijo: «¿Tú sabes que tienes buena actitud para ser árbitro?, debieras iniciarte en esos tra­ jines». Hablé con Alberto Castillo, ampaya en Santiago de las Vegas, y me regaló casi todas las cosas de arbitraje que tenía. Comencé en un campeonato de segunda categoría, en el que se jugaba todos los días a partir de las cuatro de la tarde. Arbitraba de domingo a domingo, como Cielito lindo. 59 En 1972 entré como suplente a la Serie Nacional, con 6 equipos y 45 juegos. Recuerdo que cuando me dieron la noticia fui a ver a Ordaz y le dije: –Doctor, me van a poner en la Serie Nacional; pero hay que arbitrar con traje negro, y yo no tengo. Entonces me contestó: –Como tienes buena actitud y sé que lo vas a hacer bien, te voy a mandar a hacer el traje. Y a los tres días saqué el uniforme de la sastrería, y a la semana ya estaba levantando los brazos en la pelota grande. Felipe Casañas (el nuevo, para identificarlo) comenzó a jugar pelota desde muchacho con el equipo del Hospital Psiquiátrico. Tal parece que no era muy bueno que digamos, porque su padre, en medio de un desafío, se le acercó y le propuso: «Tienes carác­ ter y puedes llegar a ser un buen árbitro». Mi padre comenzó a enseñarme y a introducirme en el mundo del arbitraje, que es muy difícil. En 1996 me in­ corporé a la Serie Nacional. Tengo a los Casañas frente a frente. El viejo se sentó más cerca de mí, quizás en su condición de árbitro principal, y el joven se situó a su derecha, como si hubiera sido designado para enjui­ ciar en la primera almohadilla. Yo me situé frente a los dos, aunque en un ángulo más directo hacia el veterano. Luego de mirarlos detenidamente, les hice la consabida pregunta: «Momen­tos más difíciles como ampaya». Y el viejo, como era de esperar, tomó la batuta: Imagínese que yo estuve en dos de los pocos forfeit que se han decretado en Cuba. Fue en abril de 1979, en un juego entre La Habana y Pinar del Río, en el estadio Capitán San Luis. El problema surgió por un quieto declarado en la goma por el árbitro Alejandro Montesinos, lo cual provo­ có una airada protesta del receptor pinareño Juan Castro. Ahí mismo los fanáticos comenzaron a lanzar objetos y a saltar al terreno. Cuando aquello se daban 15 minutos 60 para controlar el desorden y reanudar el desafío, pero todo fue en balde, y hubo que decretar el forfeit al equipo local y la consiguiente victoria de los visitantes. Óigame, cuando Iván Davis (el jefe de grupo) le ordenó a Miguel Montalvo (el anunciador local) que informara por el audio del estadio que el equipo de Pinar del Río había perdido por forfeit, Montalvo abrió los ojos y exclamó: «¡Qué va, eso no lo digo yo!» Cuando fuimos a abandonar el terreno, nos lanzaron una lluvia de botellas y pomos. Tuvimos que salir por la puerta del right field, custodiados por la policía, y nos monta­ron en dos carros patrulleros. Aquello tuvo hasta un desenlace trágicómico, pues a José Joaquín Pando –entre­nador de pitcheo de Pinar del Río– le dio un princi­pio de infarto en medio de aquella trifulca y lo monta­ron en la ambulancia. Los fanáticos, al escu­ char la sirena, pensa­ron que nosotros nos escapábamos dentro del vehículo y comenzaron a gritar: «¡Ahí van escondidos los árbitros!» Entonces hicieron un cordón humano, pararon la ambulancia y la viraron con las gomas para arriba. Un enfermero empezó a pedir auxilio gritando que Pando se le moría; y la misma gente, cuando se dio cuenta del error, sacó al viejo y lo mandaron para el hospital. Me sobra decirte que, tanto Pando como nosotros, nos salva­ mos en tablita. El otro incidente fue en el estadio Guillermón Moncada, de Santiago de Cuba. Sucedió una jugada apretada en primera y los fanáticos comenzaron a tirarle objetos a Mario Cossío, que estaba en esa base, y luego se lanzaron para el terreno. Álvarez Novo, árbitro de home, dio 30 minutos para volver a la calma. Se había acordado, des­ pués del desenlace de Pinar del Río, poner en el regla­ mento que en lugar de esperar 15 minutos se extendiera a media hora. La policía se llevó a la gente, pero con tan mala suerte que al propio Cossío, un hombre de mucho valor, se le 61 volvió a dar otra jugada apretada en la inicial contra el equipo de casa, y el público volvió a saltar al terreno. El único que puede decretar forfeit es el árbitro de home, pero Cossío se le acercó a Novo y le dijo resueltamente: «¡Pide la bola, que perdieron por forfeit!» Lo que nos cayó arriba fue terrible. Fue un enjambre hacia nosotros. Álvarez Novo recibió un batazo en el cuerpo y estuvieron a punto de lincharnos, suerte que la policía se lanzó al terreno y nos protegió. El público, al verse impotente contra nosotros, la arremetió contra el estadio y le ocasionó innumerables daños a la ins­ talación. Entonces el viejo Casañas le hace un ademán al bisoño para que narre sus percances principales. Mi primer momento más difícil fue en el segundo juego del play off entre Industriales y Santiago de Cuba, en 2008, cuando el inicialista José Julio Ruiz conectó un batazo por la banda derecha por encima de la varilla. Yo estaba de árbitro en la línea, lo decreté jonrón, y Santiago ganó ese juego. La bola pasó muy alta, mas yo la vi en zona buena y lo determiné enseguida. Aquello provocó una larga discu­ sión, pero mantuve y mantengo mi criterio. Han pasado varios años y todavía los aficionados habaneros no me han perdonado esa decisión. La otra se me dio en 2009, durante un juego del play off entre Pinar del Río y Sancti Spíritus, en el estadio José Antonio Huelga. El juego estaba 2 a 1 a favor de Pinar; y, en un lanzamiento pegado, el cátcher Yosvany Peraza me tapó la visibilidad, y la bola le rozó la pierna a José Luis Sáez y siguió hacia atrás, lo cual aprovechó el corre­ dor de tercera para anotar la carrera del empate. Llamé a una reunión de árbitros y mis compañeros tam­ poco observaron cuando la bola le dio al bateador. Pos­ teriormente, en la cámara lenta de la televisión sí se vio que, en efecto, había sido dead ball (bola muerta), y 62 no valía la carrera. Pero ya el mal estaba hecho, y yo fui suspendido del campeonato. Entré al tema de las expulsiones, decisión que comparto a veces con los ampayas, aunque otras no; porque he visto claramente a un árbitro equivocarse, y cuando le reclaman, su única respues­ ta es expulsar al reclamante en una muestra abierta de prepotencia y de abuso de poder. Casañas, el viejo, tuvo fama en Cuba de botar al primero que le chistara o lo mirara atravesado. Sin embargo, es un hombre muy pausado y de una voz que articula sobre lo bajo, por lo que hay que poner mucho oído para escucharlo. Esta vez le pregunté primero al joven para conocer su apre­ ciación: No me gusta abusar del poder, pero tampoco aguantar faltas de respeto. He expulsado a varios, mas nunca he llevado la cuenta, ya que para mí ese detalle no es impor­ tante. El árbitro no puede permitir que ningún atleta le ma­notee y le falte el respeto. Ante la ofensa tienes que llamarle la atención y agotar todas las medidas educativas para que llegue a la cordura; pero si continúa, el único mecanismo que tiene el árbitro es expulsarlo. Mi padre expulsaba con energía y rápido, y yo heredé eso. Él nunca aguantó faltas de respeto, ni indisciplinas de ningún atleta ni de ningún director. En la medida en que el tiempo pasa, un árbitro madura y se gana el respeto con su trabajo, y los peloteros te protestan menos; y cuan­ do realizas tu trabajo mejor y aplicas las reglas correcta­ mente, apenas expulsas a uno o dos por temporada. A los que más he expulsado son a los lanzadores que golpean a los bateadores intencionalmente, para ajustar cuentas de un jonrón anterior o de un batazo que en otro desafío le decidió el juego. Entre los directores, expulsé a Víctor Mesa luego de que uno de sus peloteros fracasara en un intento de toque de bola. Llegó al home, tomó el bate e imitó al bateador, 63 como diciéndome «eso fue lo que él hizo y no lo que tú apreciaste». También a Lourdes Gourriel, en Santa Cla­ ra, por protestar un conteo. El inning se complicó, y en una visita al box comenzó a manotearme y me dijo: «¡Oye!, ¿cuál vas a cantar?», y le respondí: «Esta: ¡Fuera!» Cuando nosotros expulsamos a un pelotero, la mayoría de las veces te dice que te va a esperar afuera, que en el hotel te va a agarrar; pero casi siempre eso se enfría y todo queda dentro del terreno, por lo menos es la expe­ riencia personal que tengo. Entonces el viejo Casañas interrumpe y cuenta: A usted no lo respetan más porque expulse a más o a menos peloteros, sino cuando trabaja bien. Hay que saber comportarse ante las protestas y reclamaciones. Atenderlas debidamente, porque usted no se puede poner a la misma altura del que viene a discutir; primero tiene que oírlo y después le da la respuesta. Pero se han dado casos (que no quiero mencionar) en que se violentaban y hacían gestos para tirarte el público arri­ ba, y eso es incorrecto. Si el director reclama y lo hace en forma descompuesta y gesticulando, usted le dice: «Mire, no me grite, que yo lo voy a atender». En esos momentos hay que guardar silencio, mientras el mánager explica lo que él entiende de dicha jugada. Después usted le dice: «Mire, ese es el juicio suyo, pero el mío es este, porque la regla dice…» En algunas ocasiones fui severo, como una tarde en Las Tunas, cuando dije: «Play ball!», y hacen el primer lan­ zamiento, una recta a buena altura para cantarla strike, y el mánager Frangel Reinaldo salió del banco y me gri­ tó: «¿Ya vamos a empezar tan temprano?», y al segundo le riposté: «¡Sí, ya empezamos!, ¡y tú estás fuera!» Pero también supe tratar cortésmente a directores más correctos, como Felipe Sarduy, Rigoberto Rosique, Jorge Fuentes, Pedro Jova, Abelardo Triana, compañeros muy serios en su trabajo; que si venían a reclamar, tenía que 64 oírlos. Cuando uno de ellos se acercaba, tenías que preo­ cuparte por la respuesta que le ibas a dar. El árbitro in­ teligente, desde que el mánager viene caminando hacia él, ya debe ir recordando las reglas. Casañas mira para su hijo y asoma una sonrisa pícara. Yo expulsé a Ángel Galiano por una acción sin preceden­ tes. Fue en una serie selectiva, jugaban Camagüeyanos y La Habana en la Isla de la Juventud. Era un día inver­ nal y yo estaba arbitrando en home. A las cuatro de la tarde viene Galiano, que estaba sustituyendo al mánager del equipo, y me dice: «Oye, esto está ya muy oscuro y aquí no se puede jugar». Le aclaro: «Bueno, el que tiene que ver bien soy yo, y digo que hay que seguir jugando», y me responde: «Pues voy a protestar el juego». Llamé a Rodolfo Puente, mánager de La Habana, y le comuniqué: «Desde este momento el equipo Camagüeya­ nos está jugando bajo protesta». Y lo hice anunciar por el audio local. Pasada media hora, el cielo se fue despejando y salió el sol. En el octavo inning, cuando Galiano se vio perdido, vino hasta donde yo estaba y me dijo: «Casañas, usted entendió mal, porque yo no le protesté el juego». Enton­ ces me quedé mirándolo y decreté: «Usted está expulsado por mentir». Y así lo puse en el informe. Es el único caso en que se ha expulsado a un director por mentiroso. A los árbitros les cuesta mucho esfuerzo reconocer que se han equivocado, es como si con ello perdieran autoridad en su carre­ ra. Dicen que los médicos entierran sus errores, los abogados los encarcelan y los periodistas los divulgan. Los árbitros son como los periodistas, pero multiplicados, porque los divulgan dentro del escenario y luego el hecho trasciende por todos los medios de información. Ningún director de equipo ha reconocido públicamente que ha ganado un juego por la decisión favorecida de un ampaya; pero la mayoría sí ha expresado, abiertamente, que ha perdido tal o más cual desafío porque «un ampaya me botó el juego». 65 Estos dos hombres que tengo frente a mí reconocen haberse equivocado varias veces; también, que han sufrido tras el desenlace desafortunado. El del pelo cano me cuenta: La mayor felicidad que yo tenía era cuando pasaba inad­ vertido, que la gente no me gritaba. Entonces me decía: «Coño, trabajé bien». Una vez, durante un juego en Sancti Spíritus, dieron una línea a segunda y tiraron a primera, y canté quieto. Y vino el mánager a reclamarme y le respondí: «Triana, ya canté el quieto, pero me equivoqué», y él me puso la mano en el hombro y me dijo: «No hay problema». El oficio de árbitro es una cosa muy seria. A veces usted se levanta por la mañana y, con la seguridad de que trabajaste un juego bueno, sales entusiasmado para la calle; pero tienes otro día que no quieres ni bajar a desayu­ nar, porque te equivocaste en una jugada. Yo he estado trabajando durante casi todo un juego, y cuando he lle­ gado al noveno inning, me he dicho: «No se me han ido ni dos bolitas». Sin embargo, he tenido otro juego que en el quinto inning ya me he tragado tres o cuatro, y me llamo a abrir los ojos. Yo me he hecho el haraquiri con algunos directores, a quienes les he reconocido: «Chico, entre tanta gente que hay aquí, parece que el único que vio el out fui yo». Hubo peloteros que en medio del juego yo les pregunta­ ba por una decisión y me respondían con total hones­ tidad. Uno de ellos fue Pedro Jova. Siendo jugador era uno de los pocos que cuando salía al robo de segunda y yo lo declaraba quieto, y entonces el público empezaba a protestar, me le acercaba y le preguntaba: «¿Qué fuis­ te?» Y él me susurraba al oído: «Casañas, te equivo­caste, fui out». El otro, Javier Méndez. En una ocasión en el Latinoamericano, en 1992, durante un juego Pinar del Río-Indus­ triales, Javier capturó una línea a cordón de zapato, y decreté out. Luego le pregunté y me dijo: «Casañas, se 66 equivocó, la cogí de short bounce». Son gentes muy decen­ tes, a las que siempre voy a recordar. El bisoño entra ahora a dar su apreciación sobre el tema de las equivocaciones: La carrera de árbitro es la más ingrata del mundo. Todos te van en contra, te saludan de mala gana o no te saludan. Los estímulos son muy pocos. Muchos afirman que al ár­ bitro no se le debe estimular. Es el trabajo más mal pa­ gado e ingrato de la Tierra. Si lo haces muy bien, te dicen que es lo que tenías que hacer; si te equivocas, te quieren linchar. Cuando se termina la Serie Nacional, en algunas provincias te invitan a pasar unos días de vaca­ ciones en la playa; en otras, ni se acuerdan de que tú existes. En el Latinoamericano es donde más caro te cuesta una equivocación, sobre todo si es contra Industriales. Tienes miles de ojos puestos encima. Tuve un incidente allí. Me equivoqué en segunda base cuando canté quieto y era out. Estuvieron como diez minutos abucheándome. El mayor crítico que tengo es mi padre, que me dice: «Dejaste de cantar esta o aquella», o «Estabas mal colo­ cado en tal o más cual partido». También, cuando me doy unos tragos con mis amigos, me sacan los trapos sucios. David el Moro me sigue por la televisión y me apunta los errores. Lo mismo me dice que estoy ciego o que acabé. He tenido algunos altercados en la calle, porque la gente cree que el equipo al que ellos admiran perdió por una decisión mía, y me ofenden. Mientras escribía este libro, a Casañas júnior se le dio una ju­ gada muy controvertida en segunda base, durante el play off Ciego de Ávila-Villa Clara. El torpedero avileño Yorbis Borroto trató de buscar el tercer out por la segunda almohadilla, pero capturó la bola atrás, mientras venía hacia esa base como un bólido Leonys Martín. Casañas cantó quieto, y desde tercera el pelotero del conjunto local anotó la carrera que rubricó la pri­ mera victoria anaranjada. 67 Al final del partido, la Comisión Nacional de Béisbol se reunió para dilucidar la protesta del alto mando avileño y del presiden­ te del Sectorial de Deportes de ese territorio. A punto de conde­ nar al ampaya, el fotógrafo Liván Montiel se apareció, cámara en mano, con una instantánea en la que se observaba nítidamente que el pie del corredor había tocado la base antes de que la pelota llegara al guante del camarero Mario Vega. Casañas salió absuelto, pero se le prohibió que viajara a Ciego de Ávila a continuar el play off. Entonces, como dice mi colega Reinaldo Taladrid: «Saque usted sus propias conclusiones». Pese a todas las adversidades, Casañas, el joven, no piensa abandonar su tarea arbitral. Al igual que su padre, ha arbitrado en varios eventos internacionales de importancia, dentro y fue­ ra del país. Confiesa que en los días de asueto beisbolero, comienza a sen­ tir inquietud por volver a ponerse los arreos de juez imparcial. El viejo Casañas, por su parte, se desempeña como profesor de la Escuela Nacional de Arbitraje y como chequeador en nuestras series nacionales. Uno y otro forman un dúo de hombres de negro, de gente sen­ cilla y afable, que al mal tiempo, le ponen buena cara. 68 Pan para el bateador Limpiando el plato En la VI Serie Nacional, todavía los pitchers bateaban. En un juego estaba al bate Rodoberto Pan, y el lanzador contrario pidió cambio de bola al árbitro y tiró la bola al cátcher. Pan aprovechó aquel envío flojito, le hizo swing y metió un tremendo batazo entre left y center. El ampaya de home, muy molesto, le dijo: «¡Óigame, Pan!, ¿qué número es ese?» El aludido, sin inmutarse, le respondió: «Mire, ampaya, yo soy un mal bateador y tenía que aprovechar esa bolita tan fácil». (Clodomiro Valdés, entrenador de pitcheo). 69 La copa rota Orlando Camps no se desvive por una copa de ron. «Me gusta darme un trago, pero no camino una cuadra por una botella», dice y sonríe con sus dotes de hombre sencillo y comunicativo. Sin embargo, hay otra copa que lo eriza de pies a cabeza. Yo estaba de árbitro de home en el estadio Capitán San Luis, de Pinar del Río, en un juego entre Metropolitanos y Vegueros. Mi protector perdió el elástico, y cuando limpiaba el home aprovechaba para subírmelo y ajustar­ me la copa. Aquello era un suplicio: sube y acomódate la copa una y otra vez. Y así, haciendo de tripas corazón, pude terminar el encuentro. Salí del terreno satisfecho con mi actuación, pues resolví el contratiempo sin detener el partido. Eso pensé, pero la realidad fue otra. Un funcionario local, que estaba sentado con su esposa detrás del home, se quejó al chequeador del juego de que yo le hacía gestos obscenos a su mujer, y este se solida­ rizó con el hombre y se lo informó por teléfono a la Dirección de Béisbol del país. Me llevaron a juicio ante la Comisión Nacional de Arbi­ traje, y por más que me defendí, me declararon culpable. Fui suspendido por tres subseries. Cuando cumplí la sanción de aquel suceso tragicómico, me alertaron: «Aun­ que se le caiga la copa, no se pase más las manos por los testículos». Se reconoce un pelotero frustrado, quien buscó en el arbitraje una manera de entallarse una indumentaria relacionada con el béisbol. 70 Fui el más feliz cuando –sin poder llegar a la Serie Nacio­ nal como pelotero– me vi vestido de ampaya en un terre­ no de pelota. Soñé con verme con un traje que tuviera mi apellido en la espalda, que lo considero un apellido bo­nito. Por eso me sentí superpremiado cuando, en 1978, me puse los arreos en un desafío entre Granma y Cienfuegos. Me inicié como pelotero en la calle, luego fui atleta de la EIDE [Escuela de Iniciación Deportiva Escolar]. Pero, en realidad, cuando fui dando pasos y llegué a la primera categoría, no alcancé el nivel a que aspiraba. Jugué so­ lamente un año y no tuve rendimiento. Bateaba bastante bien, pero no tenía velocidad en las bases y eso conspiró contra mí. Jugaba primera y receptor, aunque siempre tuve inclinación por arbitrar. Una tarde, en el parque de Bayamo, tuve la suerte de conocer a Francisco Fernández Cortón, y me le acerqué. Así comenzó esta historia dramática y extensa. Panchito me preguntó qué edad tenía. Pero le interesaba saber, sobre todo, si amaba el béisbol. Le respondí que sí. Luego me dijo que yo tenía buena estatura y personalidad. Me envió a un curso nacional de árbitros en Granma. Allí me enseñaron a desplazarme dentro del terreno, cómo can­ tar un out o un quieto, un strike o una bola, y cómo com­ por­tar­me ante las protestas de los peloteros, los directores y el público. Me inicié en series nacionales en enero de 1978, durante una subserie en Matanzas entre Granma y Citricultores. Fue un juego cerrado y tuve que expulsar a Leonardo Goire. En conteo de 3 y 2 me protestó un lanzamiento que él consideró malo, y yo bueno, y cuando le canté el tercer strike usó una frase inaceptable en un juego de pelota. Muchos me han dicho que tras es actuación me hice am­ paya. Cuando uno llega a la pelota por primera vez, te quieren probar, quieren saber quién tú eres. Belén Pa­ checo me dijo: «Hoy te hiciste ampaya». Expulsé a un 71 atleta de la preselección nacional que recién había jugado en la Copa Intercontinental. Orlando Camps hace muchos años que aspiraba a decir estas cosas, dialogar sobre sus triunfos y sus desaciertos, de los aplau­ sos que no llegan y de las rechiflas que le vibran en los tímpanos aun cuando está fuera del terreno. Está hoy arbitrando el juego de las palabras que ha guardado por muchos años en su mochila de hombre íntegro, y algunas veces, como ahora, locuaz. A la lomita de los lanzadores le llaman «la colina de los suplicios». ¿Entonces cómo llamarle a ese rectángulo imaginario detrás del home o de una base, donde un hombre vestido de negro, entre strikes y bolas, outs o quietos, foul o fair, carga encima por más de tres horas la vista y las ofensas de miles de personas? Somos cuatro hombres en un terreno donde hay unos diez mil o veinte mil fanáticos en las gradas, que nos gritan frases que no están acordes con la política de la Revolu­ ción, ni con lo que se transmite en las escuelas, y mucho menos con el empeño de comunicar valores. Nos mal­ tratan con palabras ofensivas, y en ocasiones hasta nos han tirado piedras y botellas al terreno. Cuatro hombres que a veces parecemos que somos ene­ migos del país completo. Nadie nos mira, y si lo hacen es con desprecio, mientras dicen: «Ahí van los árbitros», con un tono despótico. Es difícil y triste nuestra profe­ sión, y al menor fallo nos pasan la cuenta con tremenda facilidad. A la prensa plana, la radio y la televisión las respeto mucho, inclusive cuando dan opiniones desfavorables de nuestro trabajo. Sí me molesta que personas sin conoci­ miento sobre el tema, planteen cuestiones que desconocen sobre la zona de strike o sobre reglas del béisbol que no existen. El béisbol tiene su libro y sus momentos. Por eso creo que nosotros necesitamos un poco de afecto. Usted entra a cualquier comisión de béisbol y escucha: «La 72 culpa de que ese juego se perdió la tuvo el ampaya, que decretó mal un lanzamiento, o un out». Esas son cosas que yo he vivido. Es contraproducente que los comisio­ nados, que son administrativos, en ocasiones nos hayan hecho esperar más de la cuenta por el transporte para trasladarnos, o nos hayan mandado un carro que no tiene las condiciones requeridas. He llegado a pensar que es desquitándose por lo que alguien hizo ayer o hizo anoche. Nunca he tenido problemas con ningún pelotero. Solo miradas y sonrisas irónicas, y uno reconoce en la mirada un señalamiento, un desacuerdo. También hacen gestos a espaldas de uno; aunque, directamente, no he tenido ningún altercado. No es protestar, no es quedar bien con el público, no es irle arriba a algo que tú crees que esté mal hecho. Es vivir convencido de que cuando vas a protestar, vale la pena hacerlo. He oído a directores decir: «Hoy va Fulano y le voy a meter un show». Siempre que me equivoco me siento muy mal. No he expulsado a muchos. No pasan de doce o quince atletas y directivos. Siempre he pensado que el verdadero espectáculo son los peloteros. Las palabras que más me molesta que me griten son: «hijo de puta, ciego y vendido». No quería tocar ese tema, pero bueno. He visto a atletas mentarle la madre a un árbitro y luego encontrarse solos en un elevador. Imagina el desenlace. Estos improperios comenzaron hace muchos años en Camagüey, pero se ha regado por todos los estadios. El «hijo de puta» te lo gritan a coro cuando estiman que usted ha decidido en contra de su equipo de preferencia. En una subserie Holguín-Cienfuegos, en el estadio 5 de Septiembre, en la salida del quinto inning con el partido 2 a 1 a favor de los visitantes, un bateador local pasó por 73 primera sin pisar la almohadilla. El juego supuestamente se había empatado; pero cuando los holguineros apelaron en primera, tuve que declarar out. El público, de pie, estuvo más de cinco minutos gritán­ dome: «¡Hijo’e puta, hijo’e puta!» Si no hubiera actuado así, tenía que irme para mi casa. No me importaba don­ de estuviera, la base es para pisarla. El mánager cien­ fueguero salió visiblemente molesto a protestarme. Debí expulsarlo, pues él desde allá, en el banco de tercera base, no podía haber visto nada. No lo hice, porque era un muchacho nuevo. Discutimos fuerte. Yo le repetía: «Esto se llama honestidad y esa palabra hay que reconocerla». Héctor Olivera es una gente muy agradable. Nos decíamos mutuamente primo. Pero al otro día del juego le dije: «¿Cómo estás, primo?», y no me respondió el saludo. En el transcurso del juego le pregunté al bateador y recono­ ció que él no había pisado la almohadilla. La cosa se fue aclarando. Al tercer juego, Olivera me dijo: «Oye, Camps, nosotros somos amigos hace muchos años, y lo ocurrido quedó en la historia». Le respondí: «Me alegro mucho», y nos dimos la mano. Mientras oía que la gente me gritaba: «¡Eres el ampaya más malo del mundo!», yo me gritaba para mis adentros: «Lo que soy el árbitro más honesto del mundo, porque no tengo miedo de decretar una jugada en contra del equipo home club». En un estadio de campo me aplaudieron al entrar al terre­ no y no lo creía. Fue en un play off en Yara, y por pri­mera vez sentí el calor humano del fanático. La única vez en más de veinte años, y fue en una Serie Provincial. En la Nacional, lo que he recibido son muchas rechiflas y gritos de: «¡Ampaya, cuchillero!» Hace dos años, en una serie Matanzas-Holguín, en la séptima entrada, el center fielder hizo swing y la bola me dio en el codo, y me tuvieron que llevar para el hospital. 74 Allí me enyesaron y permanecí más de quince días sin poder arbitrar. Tuve una lesión en un nervio y todavía se me acalambra la mano. El estadio Latinoamericano es la prueba de fuego. Cada país, cada béisbol tiene un sitio donde el atleta o el ár­ bitro cuando se miden y lo hacen bien, pueden actuar en cualquier lugar. El que trabaje en el Latino, cuando está Industriales contra Pinar del Río, Santiago de Cuba o Villa Clara, cuando estén esos equipos grandes y lo haga bien, ese puede arbitrar en cualquier estadio del mundo. Lo que más me deprime es la ausencia de mi hogar. Mis padres tienen 80 años de edad cada uno. Mi mamá es dia­ bética y mi papá es asmático crónico. En mi caso soy el árbol, pero no doy sombra. Mi esposa es la que me da ánimo para que siga en esta ingrata carrera. Mis hijas me dicen: «Papi, cuídate», pero ellas no son peloteras. A la mayor, la Universidad le ocupa parte de su vida de profesora; y a la otra, el hospital, como enfermera. Mi nieta, de 5 años, me despide: «Abuelito, tráeme refresqui­ tos». Un mes y días fuera de la casa. Voy a mi casa tres veces durante siete meses. Soy comunista y creyente de corazón. Pertenezco a los yorubas. Cuando la bolsa se me llena de tierra y me va bien, no la lavo. Cuando me va mal, la llevo a la batea, y que se vaya lo malo y que venga algo nuevo. Para Orlando Camps la suerte nace con la persona. Le han dicho que la suerte se hace, pero él la ha podido fabricar. Ha observa­ do a colegas que cuando el pitcher lanza una bola que es can­table como strike tercero y no la cantan, y atrás ha venido el batazo decisivo, ahí mismo se ha formado la debacle. Y ha visto en otros casos cuando el pitcher ha tirado un lanzamiento al medio del home y los jueces no lo han cantado, y luego al próximo envío el bateador se ha ponchado. Reconoce que al ampaya debe acompañarlo la suerte, pero a él, desgraciadamente, nunca lo ha escoltado. Entonces cuenta 75 un trío de trágicos desenlaces que ha vivido en sus 25 años como árbitro nacional. Tragedia 1 Año 1985: estadio Latinoamericano. Encuentro Villa Clara-Industriales. Sábado: de árbitro principal actuaba Germán Águila; en primera, Onelio Ordaz; segunda, Camps; tercera, Agapi­ to Díaz. Germán había llegado de Italia y había sido de­ signado el mejor ampaya en ese país. Onelio también regresaba de Italia, y Agapito de Panamá. El único no­ vato era yo. Una jugada polémica en segunda, una discu­ sión con el alto mando de Industriales, pero no pasó nada, lo normal de un juego de pelota. Domingo: se hizo la rotación programada y Agapito viene a trabajar en home. Recuerdo que, en esa ocasión, Andrés Ayón dirigía Industriales. Había hecho dos line up (para si el pitcher de Villa Clara fuera derecho o zurdo), pero a la hora de dar el line up a los árbitros, les entregó el que no correspondía. Primer bateador: Amado Zamora. Al primer lanzamien­ to, Eduardo Martín Saura, el mánager de Villa Clara, protesta porque el pitcher que está en el montículo no es el que aparece en el line up. Pero lo hizo mal, pues tenía que esperar como mínimo que alguien se embasara o fuera puesto out. Cuando Agapito revisa el line up, se percata de que, efec­ tivamente, había una violación; pero lo peor de todo era que el partido se estaba transmitiendo por la televisión, y tuvimos que trasladarnos al cuarto de los árbitros a buscar las reglas. Era un imprevisto tan grande y tan ilógico, pues el que aparecía en el line up era Osvaldo Fernández (zurdo), y el que estaba en el montículo era Lázaro de la Torre; una diferencia abismal en todo: color de la piel, tamaño y brazo de lanzar. 76 No hallamos el inciso de la regla. Hicimos la gestión de llamar al árbitro Montesinos para ver si nos sacaba de aquello, pero todo fue en vano. En realidad no hicimos bien el trabajo. Salimos de nuevo al terreno y ordenamos seguir el juego. Finalmente ganó Villa Clara, pero habíamos violado las reglas. Al día siguiente nos llevaron a una reunión con el comisionado nacional. Se efectuó el análisis: el mánager no hizo la protesta adecuadamente, pero nosotros no supimos responder y caímos en la trampa. Dictaminaron que fuéramos para Cienfuegos y que trabajáramos ese día, aunque estábamos separados de la competencia. Al único que no querían sancionar era a mí, porque era el más joven y el de menos experiencia. Yo formaba parte del grupo y por cuestión de ética preferí no quedarme. Luego, en el transcurso de la competencia, habilitaron a los demás, menos a mí. Tragedia 2 Año 1985: estadio Augusto César Sandino. Encuentro Sancti Spíritus-Villa Clara. En home arbitra Ángel Hernández; en tercera, Onelio Ordaz; segunda, Camps; y en primera, Belén Pacheco. Amado Zamora dio un rolling por tercera. Ordaz dijo: «foul», y Ángel decretó: «buena bola». Hubo dos decisiones y, por lo tanto, había que reunirse. Belén señaló: «El mejor ángulo no lo tengo yo en primera, ni lo tiene Camps en segunda. Ustedes póngase de acuer­ do; pero si la bola sobrepasó los límites de la base, es foul». Cayeron en un dime que te diré y Ángel hizo prevalecer su decisión. En el transcurso del inning, Amado llegó a tercera y con un fly de sacrificio al left field hizo pisa y corre y el juego se puso 1 a 0, y así terminó. Salimos tardísimo del terreno. Parábamos en el hotel Mo­ delo, de Santa Clara, y al entrar escuchamos a Heriberto 77 Moreno, el director del Sectorial de Deportes de Sancti Spíritus, que estaba llamando a La Habana y dando las quejas. Nos citaron para una reunión presidida por Carlos Galván Vila, presidente del INDER, y Servio Borges, comisio­nado nacional de béisbol. Comenzó el juicio y determinaron separarnos. Regresé a mi casa muy triste. Ya los vecinos y la familia sabían el desenlace, porque se había divulga­ do por todas las emisoras de radio. Estaba apesadumbrado, pero uno tiene que cuidar las es­ paldas de sus compañeros, y no puede limpiarse y decirles que es un problema de Fulano o de Mengano. Todos tuvimos la culpa y todos pagamos. Esas dos primeras separaciones fueron dolorosas y llegó un momento en que casi me rindo, porque me desencan­ té mucho y me sentí muy mal. Pero alguien se me acercó, me puso la mano en el hombro y me dijo: «Los hombres grandes cuando se caen, se tienen que poner de pie, y usted tiene que demostrar su valía». Volví a la Serie Nacional como segundo hombre, y ahí comenzó una nueva etapa para mí, porque César Valdés ocupó la dirección de los árbitros en el país. Le debo y le agradezco mucho. César reconoció mis años de trabajo, me dio oportunidades, comenzó a llevarme a los play off. Primero en las líneas, después dentro del cuadro y el home. Tragedia 3 Año 2000: estadio Cándido González. El play off Santiago de Cuba-Camagüey. Yo tenía una alteración en la próstata y el médico me había indicado reposo; mas, por una cuestión de princi­ pios, me puse los arreos y trabajé en base. Sábado histórico: primer inning. Al bate Ronnie Mustelier y en primera Héctor Olivera, quien se había embasado 78 por hit. Mustelier conecta rolling por segunda y la bola le dio en el pie a Olivera. El árbitro de segunda no decidió nada, no vio nada, la bola siguió hacia el center field. Viene la dirección de Camagüey, encabezada por Miguel Borroto, a discutir. Ellos tenían un televisor en el dugout por la parte de atrás y habían visto la jugada en cámara lenta. Melchor Fonseca, que estaba en el home, llamó a la reu­ nión. Si el árbitro que estaba a un metro de la jugada dijo que no vio la bola chocar con el corredor, ¿qué iba a decir yo que estaba en primera base? El juego termi­nó 13 a 2 a favor de Santiago de Cuba, por lo que no de­ cidió nada esa jugada. Al final varios directivos nos dijeron que habían visto por televisión que la bola le había dado en el pie al atleta. Yo respondí: «Si se arbitrara por televisión fuera un fenóme­ no, pero perdería el béisbol, porque una parte interesan­ te del juego es que nosotros nos equivoquemos». Aquello parecía que no iba a terminar en nada malo, pero a las dos de la madrugada tocaron a la puerta de nuestra habitación y nos mostraron un documento que decía que estábamos separados de la competencia. De nuevo me encontré envuelto en algo que yo no había provocado, pero que iba a pagar. Me sentí muy mal. Cuando amaneció recogí y nos fuimos todos. Suspendieron a los seis, incluyendo a los que esta­ ban en las líneas. Me fui para mi casa muy decepcionado. Era la cuarta ocasión que me separaban de la Serie Na­ cional y fue la que más sentí, porque había tenido 90 juegos brillantes y tenía la esperanza de representar a Cuba en un evento internacional, algo que aún no había logrado. Recuerdo que cuando entré con el maletín a mi casa, en busca de un refugio hogareño, de encontrar un alivio a mi infortunio, mi padre –que estuvo esa noche viendo la pelota por la televisión–, antes de un «buenas tardes», 79 me espetó: «¡Oye! ¿Tú estás ciego? ¿Tú no viste que esa bola le dio en el pie a Olivera?» «Si lo hubiera visto no estuviera aquí», le contesté, y me metí en el cuarto y no salí hasta el otro día. Sonríe con cierta ironía fotografiada en el semblante. Luego le aflora un gesto más cándido, y me descubre que es un inno­ vador destacado en el país y que en los momentos más trágicos de su vida se hunde en el mundo de las inventivas, auxiliado por las cuchillas de su equipo y las chispitas creadoras que van dejando las piezas desgastadas al paso de los semicírculos cor­ tantes. Soy mecánico-tornero A. La integralidad dentro del taller me dio la posibilidad de aprender el funcionamiento de otros equipos. Mi trabajo de tornero no lo hago por un cumplido, me gusta tanto como este otro que realizo. Cuando vino el movimiento de innovadores, yo me metí en ese mundo. Hice un trabajo para un central azucarero y cogí premio nacional de la ANIR [Asociación Nacional de Innovadores y Racionalizadores]. Existía un desperfec­ to en un reductor del central Río Cauto, motivado por sus años de explotación. Estaba fuera de concurso ese sistema. Hice un análisis, confeccioné la pieza y el equipo se pudo recuperar a un costo bajísimo. Realicé la tarea con tan­ to amor que solo así pude resolver la situación. No puedo describir la alegría que sentí cuando aquello empezó a funcionar. Vinieron unos periodistas e hicieron un reportaje. No aparezco en la fotografía porque ese día yo estaba en Bayamo, en la fábrica de implementos deportivos 26 de Julio. No estoy en la foto, pero mi nombre apareció en el artículo y me dieron un reconocimiento que me llenó de orgullo. Orlando Camps me habló también de sus años de obrero Van­ guardia Nacional, de este equipo y de otro que innovó, de tal o más cual pieza que recuperó; y entonces le pregunté por qué ha 80 soltado algo tan gratificante para meterse en este mundo de los hombres de negro, tan injusto e incomprendido. Y él me miró, un poco sorprendido por la interrogante, y le­ vantó la mano derecha y me cantó el tercer strike con esta con­ fesión: Porque me ha embriagado el arbitraje, y estoy como el perso­naje de la canción de Feliciano que implora: «Mozo, sírvame en la copa rota, quiero beber gota a gota el vene­ no de ese amor». 81 Usted cantó bien Limpiando el plato Taguasco y Caibarién se enfrentaban, en 1966, en un juego en el que yo actuaba como árbitro de home. El juego llegó a la no­ vena entrada con empate a cero carreras. Los caibarienenses, que eran visitadores, le llenaron las bases a José Antonio Huelga con 2 outs y el bateador en turno, en cuenta completa de 3 y 2. Al siguiente lanzamiento canté bola mala y provocó una carre­ ra forzada que, a la postre, resultó decisiva. Me demoré en levantar el brazo, y cuando vine a reaccionar ya era tarde. Había convertido en bola aquel envío que era un strike perfecto. El público me gritó cuanto pudo y los jugadores afectados criticaron mi decisión. Huelga, sin embargo, metió su guante debajo del brazo izquierdo y se marchó al dugout sin pronunciar una palabra. Por la noche me lo encontré en el parque, me dirigí a él y le dije: «José Antonio, ¿qué le pareció el último lanzamiento del juego?» Él me miró, puso una mano sobre mi hombro y respon­ dió: «Leopoldo, yo la vi por el centro, pero muy bajita, usted cantó bien». Sus palabras me llegaron al alma, pues yo sabía que había cometido una injusticia. (Leopoldo Campos, árbitro espirituano). 82 El Rey Melchor Crónica exclusiva para Reyes Magos La bola se fue junto a la varilla del jardín izquierdo. El árbitro Melchor Fonseca dijo que era por dentro, y los aficionados de esa banda gritaron y protestaron porque la vieron foul. Desde el ángulo en que me encontraba no podía precisar, por eso marché hasta allí; y junto a la polémica varilla, Lázaro León (de las FAR), Antonio Álvarez (despachador de ómnibus del Arco Iris) y Gilberto Sánchez (estibador de la textilera Desembar­co del Granma) afirman que fue foul. Y lo afirman sentados en la grada detrás de la varilla, lugar donde también se encontraban cuando pasó la pelota. Lo cierto es que el batazo del máscara Miguel Zayas deci­dió el pleito, aunque no fue el único causante, porque Villa Clara dejó en el octavo el empate en tercera con un out, al poncharse Jorge Luis Toca y fallar el emergente Julio Inufio. Cierto también que el novato Pedro Cañón Hernández se tuteó con el estelar Buenafé Nápoles, como lo es igualmente que Villa Clara lleva siete derrotas seguidas y no son por jonrones por dentro o por fuera. Eduardo Martín Saura, mánager anaranjado, el 5 de enero por la noche introdujo una cartica dentro de sus spikes y la colocó debajo de su litera en el Sandino. La escueta misiva decía así: «Queridos Reyes Magos: Melchor, Gaspar y Baltasar, quiero como único regalo que me traigan un poco de ofensiva oportuna». Entrada ya la noche de hoy, 6 de enero, los Reyes Magos aún no habían aparecido. Fuentes no fidedignas aseguran que el único que había llegado era Melchor, pero que trajo un solo re­ galo, y era para el equipo Camagüey. 83 Martín sigue mirando hacia el Oriente para ver si aparece algún camello. Alguien le dijo que no se desespere, que estos camellos son ferroviarios; llegan atrasados, pero llegan. Martín confía en que por lo menos Gaspar y Baltasar aparez­ can antes de las 8:30 de la noche y le traigan para este nuevo encuentro su regalo ofensivo. Esta crónica vio la luz el 6 de enero de 1991, mientras yo fungía como cronista deportivo del periódico Vanguardia. A casi veinte años de aquel suceso, el Rey Melchor, como ya le apodan muchos amigos después que leyeron mi escrito, me reci­ be sin resentimientos, y paradójico a su cara rojiza, me pone luz verde para iniciar el diálogo. Ese tipo de batazo es muy difícil de definir para un ár­bitro de tercera base. A pesar de que me interné, fue una conexión muy sólida y sobrepasó las cercas muy rápida­mente. La vi que pasó por zona buena y la canté jonrón. En las gra­ das no la vieron así, pero el que tenía que decidir si era buena o mala era yo. Al otro día mucha gente me trajo el periódico para que leyera el escrito. Al principio me irritó un poco, pero luego me pareció simpático, sobre todo porque nunca me había puesto a pensar que yo tenía el mismo nombre de uno de los Reyes Magos y que esa noche era la vís­pera del Día de Reyes. Además, tú decías que el máximo responsable de las derro­ tas era el poco bateo del equipo, que había perdido siete juegos antes, y no por culpa de Melchor, ni de Gaspar ni de Baltasar. De todas formas ese jonrón nunca se me olvida, ni tam­ poco a mis compañeros, que cuando compartimos, muchas veces lo traen de aperitivo, incluso los más nuevos, que se han enterado de la historia y ahora la narran a su manera. Nunca le he reclamado a un periodista por lo que haya dicho o escrito. Ustedes hacen su trabajo y yo el mío, 84 aunque tampoco he oído ni leído que hayan reconocido públicamente que se han equivocado. En esa misma subserie un compañero te señaló y me dijo: «Mira, aquel flaco de los espejuelitos y la barbita fue el que te puso el Rey Melchor». Y como cuando aquello yo no tenía ni bicicleta, le dije: «Bueno, ve y dile que me devuelvan el camello, que el transporte de regreso está del carajo». Pedro Melchor Fonseca es una persona muy tratable, que se ha incluido por derecho propio entre los mejores árbitros del país. Sus inicios en la Serie Nacional fueron por la década de los ochenta, luego de que: En Buey Arriba estaba jugando pelota en un torneo de barrio y no había ampaya. Entonces pedí la pelota y dije: «Denme acá, que yo me voy a poner de árbitro». Ese día me coloqué al lado del pitcher, pero el domingo me embu­ llé y me puse detrás del home, sin careta y sin nada. Dieron un foul, y no me dio tiempo a agacharme y la pelo­ ta me dio en la cabeza. Caí como un pollo al que le hubieran torcido el pescue­zo. Cuando recobré el conocimiento, tenía a todos los jugadores a mi alrededor. Me miraban como a un difunto dentro de una caja de muerto. Me puse de pie y, aún medio tambaleante, grité: «Play ball!» El director del Sectorial de Deportes, al sábado siguiente, me llevó una careta. Empecé a trabajar en todos los jue­ gos interbarrios. En 1982 pasé el primer curso de arbitraje que se dio en Bayamo; lo impartieron Orlando Camps y el difunto Juan Izquierdo Peñalver. Ese mismo año vino el curso nacional y me llevaron como oyente. Lo impartieron Al­ fredo Paz, Raúl Hernández, el difunto Manuel (el Chino) Hernández y Mario Cossío. En la serie de 1985-1986 me quedé fijo con Alfredo Paz, Álvarez Novo y Nelson Díaz. Sentí la alegría de entrar en este mundo de los perjudicados, de los que siempre 85 la pagamos por una cosa o por otra. Los directores y nosotros, los árbitros, somos siempre las víctimas de las críticas feroces. Es un mundo ingrato, pero de mucha satis­facción. Alega que nunca trata de favorecer a ningún equipo ni a ningún pelotero, y que siempre decide lo que considera correcto, no importa si es en el Latinoamericano o en un estadio municipal o de cabecera. Ha enfrentado y esquivado con gentileza los pro­ blemas verbales y físicos. Hay veces que los contratiempos no han sido directamen­ te conmigo, pero he tenido que actuar. En Pinar del Río, en el quinto inning, Pedro Luis Lazo estaba dominante y hubo dos jugadas apretadas en primera. Yo estaba en home, y Carlos Martí, el mánager de Granma, empezó desde el banco a decirle cosas al árbitro de primera. Lo llamé para hablar con él, con vistas a que se tranqui­ lizara un poco, y no vino. Lo volví a llamar e hizo un gesto en el dugout que lo entendí como una falta de res­ peto, y lo expulsé. Me ocurrió lo mismo en el Latino, en un juego muy tenso entre Santiago de Cuba e Industriales. Estaban las bases llenas, lanzando Euclides Rojas y bateando Gabriel Pierre. En 3 y 2 le tiró una curva y cayó en zona más o menos buena, y le canté el tercer strike. Pierre saltó indignado, e Higinio Vélez vino corriendo y me protestó el lanza­ miento. «¿Viniste a protestar o a cuidar esto?», le dije. Él siguió gesticulándome y alegándome que el lanzamiento era bajito, y lo expulsé. Otro incidente fue con Manuel Vega, en Las Tunas. Se alteró, y al acabar el juego llegó al home y me faltó el respeto. Lo expulsé y me agredió. Me tiró varios golpes, mas lo esquivé y de ahí no pasó. No lo he vuelto a ver, pero pienso que se haya aconsejado. Parece que ese apellido le da mala espina, porque hace unos años atrás… 86 En Ciego de Ávila, en una jugada en home con Mayito Vega, el Joe Miranda lo expulsó y el pueblo enloqueció. Un carro patrullero entró al terreno y nos recogió. Pero la gente le fue arriba al auto y le arrancó el bombillito del techo, tal vez figurándose que nos estaban agarrando por el cuello a nosotros. Su calidad como árbitro lo ha conducido a que siempre se le haya seleccionado para actuar en los play off. Sin embargo, en 2008 no ocurrió así. Durante un juego en Santiago de Cuba, el pitcher Osmel Cintra se molestó y tiró el guante; no me percaté ni le llamé la atención a tiempo, y no lo expulsé como debí hacerlo, y tuve una situación desagradable porque me separaron del play off. En casos como ese, comunican: «Que descanse, parece que está agotado». Reconoce que hay mucha indisciplina en la pelota cubana. El reglamento plantea que solo el director es quien puede venir a reclamar, y cuando tú vienes a ver, todo el mundo está discutiendo. Y como no hay una sanción para esos casos, que los pueda determinar la Comisión Nacional o nosotros mismos, los peloteros siguen protestando indi­ vidual y colectivamente. Tienen que darse cuenta de que lo que está decretado, malo o bueno, ya está decretado. Aquí protestan un strike, que si es para aquí, que si es para allá. Toda la culpa para nosotros. Hay peloteros que cuando juegan en su pueblo les gusta poner al público en contra nuestra. Sucede con los conteos, sobre todo el tercer strike. Hay también receptores que se mueven constantemente detrás del home para que tú te equivoques, o lanzan la pelota hacia la tercera base sin haberse decretado el ponche, con el abierto propósito de tirarte la grada encima. En Cuba se discute todo, nunca hay conformidad con la disposición del árbitro. En otro béisbol no es así, porque 87 según reza una máxima: «A los peloteros ni a los direc­ tores les pagan por protestar, sino por jugar y dirigir». Niega que el Latinoamericano sea una plaza difícil para los ár­ bitros. El Latino es el más normal, porque ahí la gente se ubica lejos para ver el juego. Es un estadio que tiene un público muy variado; y, por lo regular, todo el que va es para ver pelota, porque es una afición muy conocedora. Malos son los estadios que tienen el público pegado al terreno, y las frases insultantes y las faltas de respeto las escuchas prácticamente al lado del oído. Es como si una persona te estuviera insultando en la oreja por más de dos horas y sin que nadie lo mande callar. Tiene un estilo propio de cantar los ponchados y los outs. Seme­ ja una grulla con un pie flexionado y los brazos paralelos a las axilas. Busca el equilibrio a toda costa, a pesar de tener unas libras de más y ya haber rebasado los 50 años de edad. Él está a favor de la cámara lenta. Yo creo que a nosotros nos ha ayudado la cámara lenta. El 90 % de las jugadas repetidas demuestra que no nos equivocamos. Hay jugadas tan cerradas que la cámara lenta no las puede definir, a pesar de que las busca por varios ángulos; nosotros nada más tenemos uno. Favorece, también, porque te obliga a esforzarte más y evitar errores evidentes. Aunque considero incorrecta la retransmisión reiterada de nuestras pifias. Nadie quiere equivocarse, si no pregúntenle a un director o a un juga­ dor cuando lo hacen. Él afirma que los atributos principales de un árbitro son: La honestidad ante cualquier circunstancia, por muy embarazosa que parezca. El ampaya debe ser disciplina­ do, estudioso, ecuánime, integral y muy conocedor de las reglas. Debe poseer valor intrínseco, pero nunca haciendo alar­ de de ello. 88 Su vida hogareña en Bayamo, provincia de Granma, nada tiene que ver con el béisbol: Llevo 30 años de matrimonio, y ni a mi mujer ni a mis hijos les gusta la pelota. Ninguno enciende el televisor para ver un juego. Cuando estoy por televisión, me ven y lo pasan para el otro canal. El varón se llama igual que yo, y, aunque es profesor de Cultura Física, no quie­ re saber nada de peloteros ni de árbitros. Tiene 25 años de edad, el mismo tiempo que llevo yo de árbitro, por lo que se darán cuenta de que ha estado muy poco a mi lado. La hembra estudia Medicina, tal vez para atender­ me si me da un infarto por tanta presión, griterías y repudios. Gusta mojarse los labios en un vaso de ron. Me gusta darme unos tragos, aunque lo he ido marginan­ do. Voy cogiendo madurez, tengo 52 años y a mi mujer no le agrada que tome. Bebía con amigos, pero luego de los primeros buches no escapaba de las críticas. Como en Cuba todo el mundo ve la pelota, enseguida sale a relucir tal o más cual juego o jugada, lo mismo de un equipo que de otro. A veces lo que hacía era no hablar, aguantar callado como todo un héroe de la resistencia. Al final del diálogo me habló de su participación en eventos internacionales: el Mundial de Nicaragua 94, en el que fue declarado el mejor árbitro del certamen; el Preolímpico de Ed­ monton, Canadá; 5 Copas Intercontinentales y 6 Mundiales Juveniles. Cuando nos despedimos –y a propósito de este encuentro–, recordé que yo fui uno de esos niños que vio frustrada su ima­ ginación campesina en la espera del arribo a mi bohío de los Reyes Magos del Oriente. Olvidé ya cuántos mazos de hierba deposité bajo mi cama para alimentar a un camello que nunca se los comió, ni mucho menos trajo sobre su lomo los regalos que yo había pedido. Muchas fueron las cartas que escribí sin recibir respuesta, o que los Reyes leyeron mal por mi pésima caligrafía, y nunca me 89 trajeron los juguetes que realmente les pedí, sino otros. Intenté mudarme más cerca del camino, ya que los Reyes llegaban pri­ mero a la casona del hijo del mayoral y vaciaban los sacos con casi todos los regalos. Tal vez por eso hoy retomo la máxima de El Principito, mi libro preferido. Acudo a Antoine de Saint-Exupéry, desaparezco mi persona mayor y escribo esta carta desde la piel del niño que antes fui. Estimado Melchor: A veinte años de mi crónica le ofrezco disculpas por el enjui­ ciamiento que hice de su jonrón bueno o de foul, porque en definitiva el que está para cantar es usted, aunque no sea el Beny Moré, pero igual canta. Además, por los problemas acuciantes que vive el transporte en el país, comprendo lo difícil que le será montarse en un «camello», y mucho más para usted, que no es de La Habana y que de seguro le da pena entrar por la puerta trasera o ir colgado de la ventanilla. Si por casualidad logra un asiento, que lo dudo, como juez imparcial se lo brindará a la primera viejita que monte; y en adelante será sometido al empuja-empuja y el «rose» cons­ ciente. Melchor, también debo confesarle que de los testigos del famo­ so foul, ya no hay ninguno en su puesto de trabajo. Al de las FAR lo licenciaron con el grado de subteniente, por no mostrar proyección en la vida militar; al estibador de la textilera le cerraron la contrata, luego de que la fábrica dejó de produ­cir, y el despachador de ómnibus del Arco Iris, ahora está de despachador de carretones, pues, como usted sabe, en Santa Clara las guaguas locales brillan por su ausencia. Usted, por el contrario, se mantiene en su puesto de trabajo, cantando strikes y bolas, recibiendo más rechiflas que aplausos, y tal vez por su traje negro de funerario, siempre le van a achacar la culpa del muerto. Le diré que Eduardo Martín, por su parte, le ha escrito hasta al mismísimo Santa Claus, pero el regalo de una corona no aparece. En los últimos tres años se ha quedado a un milímetro 90 del cetro; pero, por H o por B (h de hit y b de bateadores) no gana. Y al final, si no lo embiste el toro, se lo come el león, o lo ataca el tigre. Bueno, Melchor, usted debe seguir su estrella arbitral y no dejar de darse sus traguitos, porque aquí hablan hasta de su antecesor, al que, dicho sea de paso, nadie ha visto. Haga oídos sordos de las ofensas, porque el verdadero hijo de puta es el que se emborracha en las gradas y le grita; y el clá­ sico tarrú es el que va para el estadio, mientras la mujer apro­ vecha y mete al querido en su casa. Un abrazo a todos sus compañeros. Cante lo que le dé la gana, si en definitiva aquí nadie respeta el derecho de autor, y mantenga su estilo de grulla, siempre en su tierra, aunque sea en una sola pata. Le admira y quiere, JOSÉ A NTONIO Posdata: No pido nada para mí, pero si puede, nos trae un saquito de naranjas que no estén apolismadas, se lo vamos a agradecer. 91 Jonrón arbitral Limpiando el plato Si los árbitros comprendieran hasta qué punto una decisión puede hacer estallar, en sentido contrario, los sentimientos de más de cincuenta mil personas en el estadio y de los millones que los ven desde sus casas, sabrían de la importancia de su preparación –ya no solo física y teórica, sino también ética e integral–, para, sin que les falte la autoridad, poder enfrentar con éxito cualquier circunstancia del juego. Tienen que hacer realidad el mandato que les dan las reglas, al situarlos como la máxima autoridad del partido. Pero la au­ toridad ni se regala ni se pide prestada, incluso ni se impone, se gana. Un oficial que responda con firmeza ante el reclamo de juga­ dores o mentores, que se muestre conocedor de los reglamentos, con la capacidad de admitir –desde su condición humana– que erró, y que sea respetuoso con los deportistas y entrenadores, difícilmente será ofendido o abucheado. Han de saber que su veredicto, aunque justo, afecta las aspi­ raciones de un jugador; por eso deben decretar con seguridad y no buscar la reacción del pelotero ni la de su equipo, aun cuan­ do –insisto– haya sido correcta su decisión. Al igual que los directores, los árbitros tienen que conocer las características de los jugadores de uno y otro bando, hasta sus personalidades y potencialidades, en aras de prever posibles situaciones. Y también, como los jugadores, requieren de disci­ plina para llegar aptos a cada desafío, respetando su descanso y garantizándoles las condiciones para ello. Es decir, árbitro no es cualquiera, y en la pelota cubana –pi­ mentosa, agresiva–, en la que cada jugador se entrega por su 92 camiseta y su público, menos todavía. Los tenemos muy buenos, pero urge una rigurosa preparación, no de un curso ni por una sola vez, sino como esquema de superación, que forme y actuali­ ce a distintos niveles, lo mismo al que se inicia que al titular. Lo que proponemos es una actividad académica que, al mismo tiempo que prepare, evalúe, en el aula como labor docente y en el propio torneo. Requerimos de jueces de alta calificación, a la altura de la pelota que jugamos. Si quedan por debajo, el espectáculo pierde, aunque lo tengamos preñado de estrellas. Cada árbitro debe interiorizar que es garante del encuentro, no protagonista. Una vieja máxima dice que cuando ellos pasan inadvertidos, han hecho un buen trabajo, o lo que es lo mismo, han dado su jonrón con bases llenas. (Oscar Sánchez, periodista y subdirector del periódico Granma). 93 El hombre de las dificultades Aunque a José Pérez Julién no lo enlaza ningún vínculo sanguí­ neo con Simón Bolívar, el Libertador, de igual forma se le pudie­ ra llamar «el hombre de las dificultades». O también, el ampaya de los enredos amplificados, o el de las controversias escandalo­ sas. Lo cierto es que pese a su juventud, que la revela en físico y palabras, resulta uno de los mejores árbitros cubanos del mo­ mento. Contar los rollos arbitrales de Pérez Julién sería interminable, pero vamos a dejar que él nos narre dos de los más repique­ teados: He sido un poco fatal, en realidad he tenido mala suerte. En el primer problema, acontecido en Ciego de Ávila, considero que fueron injustos en la sanción que me aplicaron. Yo le canté un tercer strike al camarero avileño Mario Vega y él protestó, pero yo hice caso omiso del asunto. Concluí el juego y me dirigí al cuarto de árbitros para entregar las pelotas, pero Mayito parece que no se con­ formó con mi decisión, continuó detrás de mí y me insul­ tó. Me viré, me volvió a ofender con palabras obscenas y tuve que expulsarlo. Ese percance fue en el intermedio del primer y segundo juegos. Fui a cambiarme de ropa porque iba a trabajar en bases, y ya estando en la habitación, Vega entró y, de una forma descompuesta, me gritó: «¡Tú eres malo con cojo­ nes!» Pensé que me iba a agredir y rápidamente me le­ vanté y me defendí, pero todo fue muy simple, solo le tiré un manotazo. Era un cuarto cerrado, no había puerta y nadie nos vio; sin embargo, los comisarios técnicos fueron 94 extremadamente duros conmigo y lo informaron a la Comisión Nacional, que lo consideró como un hecho muy grave y nos suspendieron por dos años, tanto al atleta como a mí. Apelé por todos los canales, pero sin resultado. Escribí una carta al presidente del INDER, Cristian Jiménez, con copia al vicepresidente primero, Roberto León Ri­ chard, y jamás recibí una respuesta. Y aunque el comisionado nacional de béisbol, Carlos Ro­ dríguez, me aseguró que ese incidente no me iba a per­ judicar para los eventos internacionales, todo resultó falso. Ese año se efectuaron en Cuba los mundiales Ju­ venil y Universitario, y el Preolímpico de las Américas, y en ninguno participé. Además, había sido seleccionado por la AIBA para la Copa Intercontinental en Taipei de China 2006 y me denegaron la participación, pues alega­ ron que yo estaba suspendido. Me troncharon esos even­ tos internacionales por una actitud injusta de los directivos del béisbol. Yo hice mi apelación correspondien­ te, pero nadie me respondió. Otro incidente, con Michel Enríquez, fue en 2007. Le canté un tercer strike en el sexto inning de un juego en la Isla de la Juventud, y no le gustó. En el propio home me ofendió, me faltó el respeto, y me vi en la obligación de expulsarlo. Ese hecho ocurrió un martes; al día siguiente, miércoles, él no jugó como está establecido. El jueves salió a cubrir la tercera base, pues ya había cumplido la sanción. El juego se desarrolló normalmente, y al finalizar el encuen­ tro, me fui hacia el hotel. Cuando me estaba bajando del carro, él me estaba esperando, escondido en el hotel, con un bate en la mano. Me fue para arriba y me tiró el ba­ tazo hacia la cabeza. Solo tuve tiempo de poner el brazo en defensa, con lo que logré detener el bate, pero el im­ pacto me fracturó el cúbito. Fue una agresión física, premeditada dos días después del ponchado. Hubo muchas agravantes: premeditación, 95 alevosía, violación de la seguridad del hotel y golpe a traición con un arma contundente; mas la justicia no se ejecutó. Posteriormente se concertó una reunión con ambos. Me dijeron que él tenía deseos de disculparse conmigo, mos­ trar su arrepentimiento, y yo accedí. Todo ser humano tiene derecho a una oportunidad en la vida, ¿no?, y pien­ so que él se lo ha ganado por el prestigio que tiene como atleta y los muchos logros deportivos que le ha aporta­do al país. No se puede negar esa oportunidad, y yo se la di. Sin duda le di la posibilidad de demostrar su arre­ pentimiento y estoy satisfecho con eso. Le he arbitrado después varias veces sin ningún problema. Nos hablamos, él me saluda y yo le respondo. Se disculpó conmigo y ya es como si no hubiera pasado nada entre nosotros. Sin embargo, Mario Vega, hasta ahora, no me ha dirigido la palabra; y cuando le arbitro, pongo la máxima concen­ tración en las jugadas en que él participa, para que no haya el menor recelo de represalia o rencor. En 1996, anterior a estos dos acontecimientos, Pérez Julién tuvo otro soplo espinoso. Ocurrió en un juego entre Pinar del Río y Matanzas, en el Capitán San Luis. A la altura del noveno inning se produjo una jugada en tercera, en la cual hubo dos de­ cisiones. El juego estaba 4 a 3. Los matanceros en su última oportunidad tenían hombre en primera, ya con 2 outs. El bateador en turno dio un two-base por el center field, y el corredor de primera dobló por tercera y siguió hacia el home; pero al verse prácticamente cogido, regre­ só a tercera. El árbitro de segunda se había internado en los jardines, detrás de la conexión; José Ramón (Mongo) Vélez fue a cubrir la segunda, y yo, que estaba en el home, fui hacia tercera. El cátcher, al observar que el corredor regresaba a la antesala, tiró hacia esa base, pero el tiro 96 no fue bueno y le dio tiempo al corredor a retornar a la almohadilla. Yo canté quieto, pero Mongo regresó a su posición y cantó out. Se formó una gran polémica, porque si se mantenía el out, el juego se acababa y ganaba Pinar del Río, y si prevale­ cía el quieto, seguía bateando Matanzas. El juego se estaba transmitiendo por la televisión y deci­ dimos reunirnos. Yo era un árbitro nuevo, solo tenía tres series nacionales. Germán Águila, el jefe de grupo, de­ terminó que como mi decisión era la más correcta tenía que prevalecer. Matanzas continuó al bate e hizo 6 carreras en ese inning, y le ganó a Pinar del Río. Por suerte la cámara lenta apoyó la decisión que se adoptó. Fue una situación muy difícil. Prácticamente salí asistido por la policía. Pero luego los aficionados, al ver la jugada por la televisión, se ocuparon de aclarar que, en efecto, el fallo había sido justo. También en 2008, en el play off Sancti Spíritus-Pinar del Río, tuve un problema con Pedro Luis Lazo, cuando Sancti Spíritus empató en el noveno inning por un lan­ zamiento que ellos consideraron que era bola y yo canté strike. Lazo salió como líder a protestar, pero con un ta­ baco en la boca, y tuve que expulsarlo por actitud antide­ portiva. Ahí se formó un pequeño altercado, aunque todo terminó bien, no hubo males mayores. José Pérez Julién nació y vive en El Cerro, a la vera del coloso beisbolero. En el año 1989 se publicó una información en el periódi­ co Granma sobre un curso de arbitraje de béisbol que se iba a impartir, y me presenté por curiosidad. Cuando empecé a recibir las clases teóricas me apasioné más, porque pude conocer fundamentos de esta especialidad que yo ignoraba. Casi siempre las personas saben jugar pelota, pero no conocen las reglas. Eso fue lo que me cautivó: conocer a fondo las reglas del béisbol. 97 Cuando entré en el terreno me gustó la profesión, y cada día iba aprendiendo algo nuevo. Trabajé las provinciales en todas las categorías, en Ciudad de La Habana, has­ ta que en 1993 entré a las series nacionales como árbi­ tro fijo. Estuve ocho años a las órdenes de Germán Águila y des­ pués me hicieron jefe de grupo. El otro que me formó como árbitro fue Manuel (el Chino) Hernández. Me quiso ayu­ dar, y lo considero el mejor profesor de arbitraje que hemos tenido en Cuba. Me aconsejaba diciéndome que esta era una profesión que exigía grandes sacrificios, y mucho más para un hombre joven como yo. Me dijo, asimismo, que la pareja conyugal ocupaba un lugar muy importante, y desde el primer momento tenía que cambiar muchas cosas de la vida, como saber con quién y dónde compartía, y también con quién me relacionaba. Me indicó que no podía relacionarme con cualquier per­ sona, porque ya yo era un juez, una figura pública, y cualquier cosa que pudiera afectar mi imagen, me traería problemas en el trabajo. Seguí todos sus consejos, me formó aún más como hombre; aprendí el respeto hacia la familia, los hijos y las amista­ des. Me dio mucha madurez en la vida. Y también le enseñó a ver el béisbol desde otro prisma. Al principio uno sigue viendo la pelota desde el punto de vista del aficionado. Pero el trabajo diario te hace olvidar las simpatías por uno u otro equipo, pues em­ piezas a preocuparte por tu labor como juez y la mane­ ra de arbitrar lo mejor posible, de equivocarte la menor cantidad de veces, y llega el momento en que te vuelves un profesional de la actividad, realmente te olvidas de los equipos y solamente simpatizas con el conjunto na­ cional. Otra de las cosas que aprendí, es a no mantener una amistad personal con ningún atleta. No tengo nada en 98 contra de ellos, trato de ser respetuoso, afable, los saludo; pero lo que se llama amistad, en ese sentido, no conviene para nuestra profesión, y es recomendable estar separa­ dos, que ellos integren su círculo de amistades y nosotros el nuestro. A pesar de las dificultades y la distancia, él nunca ha dejado abandonada a su familia, la cual considera esencial en su vida y en sus actos. Su principal amparo en estos 19 años como am­ paya, está en la prole que lo rodea. Perdí un matrimonio durante este trabajo, pero me volví a casar y rehice mi vida. Tengo dos hijos, Yulién y Yenia, de 16 y 10 años de edad, respectivamente. Él simpatiza con Industriales, mas me respeta como padre, hombre y árbitro. En el barrio todo el mundo me habla de los equipos, pero mis respuestas son imparciales. Critican mis decisiones; sin embargo, trato de asimilar todos esos criterios y me empeño por ser lo más imparcial posible en los juicios que emito. En mi casa nunca me han puesto carita, ni me han cri­ ticado. Le tengo prohibido a mi familia que vaya al esta­ dio cuando yo actúo de ampaya en el juego. Siempre el árbitro es la oveja negra, y el público te ofende, y si un familiar tuyo está en la grada, puede crearse un pro­ blema. Realmente no les hago caso a las frases que me gritan, Pero sé que si te vocean «tarrú», «hijo de puta», o cualquier otra mala palabra, lo hacen porque piensan que son las que más te pueden doler. Yo hasta ahora siempre me he hecho el hábito de que tengo dos familias: la familia del terreno y la familia real. Lo que me gritan en el estadio no me afecta, porque es contra una familia que para mí es ficticia. Hubo una época en que estuve a punto de renunciar, porque en los años 1997 y 1998 las condiciones estaban muy difíciles. Se viajaba con los equipos, el hospedaje 99 tenía muy malas condiciones y no me reportaba nada desde el punto de vista económico. Me había decepcio­nado un poco, por la forma en que se dirigía el arbitraje, y pensé dejarlo. Soy ingeniero informático y, realmente, tengo un buen puesto de trabajo. Nadie entendía por qué yo me dedicaba a esta actividad, tan compleja y tan hostil, siendo yo ingeniero en Sistema Automatizado, graduado de la CUJAE en 1987. Llevo 22 años trabajando en el Ministerio del Azúcar. Ahí en mi centro de trabajo todo el mundo siempre me está hablando de pelota y fastidiándome, pero me doy cuenta de que es «bonche». Siempre les digo que cuando encuen­ tren un árbitro que no se equivoque, que me lo digan, porque todos nos equivocamos. Sus momentos más felices… A pesar de todas las dificultades que he enfrentado, tengo días más felices que amargos, porque trato siem­ pre de hacer mi labor lo mejor posible. Lo que más me interesa es salir del terreno con la satisfacción de un buen trabajo realizado, para que no haya quejas del arbitraje. Sobre su estilo, preparación y posibles equivocaciones también, nos comenta: Hago preparación física: planchas, abdominales y corro un poco. Tengo mi estilo propio. Con mis dos brazos canto el strike. Ideé algo que me quedara bien de acuerdo con mi estatura de 1,85. Tengo una zona amplia y la mantengo. Mientras más strikes cante, mejor. Arbitrarles a los pitchers zurdos es diferente que a los derechos. Hay menos lanzadores zurdos y la trayecto­ria de sus envíos es distinta, y por lo general son descon­ trolados. Son difíciles de batear y también son difíciles de arbitrar. 100 Hay momentos en que he reconocido que me he equivo­ cado; el sol no se puede tapar con un dedo. No recuerdo a quién se lo he reconocido, pero sí he tenido que hacerme el haraquiri. Aunque sepas que te has equivocado, no puedes darlo a entender. Simplemente debes decir que esa es tu aprecia­ ción y hay que respetarla. Dos semanas después de esta plática, Pérez Julién se vio invo­ lucrado en otro hecho extremadamente complicado. Sucedió en la discusión del gallardete nacional entre Villa Clara e Indus­ triales, en una jornada dominical en el Latinoamericano, con sesenta mil espectadores en la gradería y millones de aficionados frente a la pantalla de los televisores, o escuchando el juego por las ondas radiales del país. A la altura del quinto inning, los villaclareños iban delante en el marcador. Cuando llegó el turno ofensivo de los azules, el inicialista Malleta, mientras trataba de alcanzar la segunda –lue­ go de un aparente double play que no fructificó por tiro abierto del pitcher naranja Freddy Asiel Álvarez–, fue tocado por la espalda por el torpedero Aledmis Díaz antes de llegar a la base. Pero dada la posición en que se encontraba Pérez Julién, en la que el corredor le tapaba el ángulo de la visión, él optó por de­ clarar el controvertido quieto. Ahí mismo se formó la discusión, que no progresó por ser una jugada de apreciación. Aunque, esta vez, la cámara lenta influ­ yó en contra del ampaya, pues ratificó claramente que el corre­ dor había sido puesto out. Esto evidenció, entre otras cosas, que la técnica arbitral colec­ tiva del béisbol debe sufrir transformaciones. Los árbitros se reunieron en el terreno, y ¿para qué?, si al final prevaleció la decisión inicial, aun cuando los jueces de primera y right field sí vieron claramente el out. Mas no tuvieron o no quisieron tener influencia definitoria. Pero lo más risible fue la disposición de la Comisión Nacional de que los ampayas fueran a deliberar al cuarto de árbitros, para luego salir unos veinte minutos después y anunciar la 101 perogrullada de que las jugadas de apreciación no tienen ape­ laciones. Descubren los colaboradores del Libertador que el propio Bolívar se autodenominaba como «el hombre de las dificultades». No sé si Pérez Julién también se autodefine con ese apelati­vo. No se lo pregunté, pero pienso que cuando escuche esta frase, imagine que lo están mencionando. 102 Castellanos, qué malo grita usted Limpiando el plato Enrique Castellanos, en el verano de 1940, asistió a un encuentro dominical entre los equipos de Victoria de Las Tunas y Puerto Padre, en el estadio de esta última ciudad, distante 52 ki­ lómetros al norte de la actual capital provincial. Se acomodó en la grada y a su lado se sentó una chica de me­ nos de veinte años, de pelo largo, bonito rostro y un cuerpo de esos que ponen nervioso a cualquiera, por lo que no tardó en tratar de conversar con ella. El comienzo del juego los sorprendió en un ameno intercam­ bio sobre el béisbol y otros temas. La muchacha, obviamente, defendía al conjunto de Puerto Padre y lo hacía con verdadera pasión. En medio de las pasiones por lo que pasaba en el terreno, Cas­ tellanos comenzó a criticar, a voz en cuello, las decisiones del árbitro que oficiaba en home: «¡Ciego, cuchillero!, ¡estás cantando a favor del equipo de aquí!» Y luego: «A ese tipo no lo pueden poner a trabajar más; ¡oye, tú eres un descara’o!» La chica, muy seria, lo miraba de reojo. Terminado el encuentro en el que, en definitiva, ganó Las Tunas, nuestro amigo se dirigió a la joven aficionada y le dijo que le gustaría visitarla, y la respuesta fue: «Sí, cómo no, puede ir a conversar de pelota con mi papá, ya usted lo conoce, es el árbitro que trabajó en home». (Juan Emilio Batista, periodista tunero). 103 Juez y parte Osvaldo de Paula es un muchacho dispuesto y fornido que si­ multanea el oficio de entrenador con el de ampaya. Y eso echa por tierra el axioma de que no se debe ser juez y parte a la vez. Preparador de la Academia de Béisbol de Pinar del Río, centra su mayor dedicación en que sus discípulos bateen sobre la mar­ ca de los 300 en las series nacionales, se luzcan guante en mano en cada desafío, sean disciplinados, que desarrollen a la perfec­ ción el engranaje ofensivo y defensivo, y conozcan al detalle las reglas del béisbol. Pero si Yosvani Peraza –por ejemplo– viene a la caja de bateo con las bases llenas y la victoria del equipo en sus muñecas, al De Paula entrenador le encantaría que conectara un jonrón sobre la cerca del jardín derecho; pero el De Paula ampaya, si el alumno está en 2 strikes y el próximo lanzamiento viene en la zona buena, levanta el brazo derecho y grita: «Strike three!», y se acabaron la entrada y el juego. Entonces su alumno lo mira y dice por lo bajo: «Coño, profe», o no le dice nada, pero lo piensa, y De Paula lo observa con la ternura del maestro hacia el alumno; y aunque la gritería sea inmensa en el graderío y los funcionarios del deporte pinareño se lo quieran tragar con la mirada, él marcha digno hacia el cuarto de los árbitros –escoltado o en solitario–, se sienta en un banquito y suspira profundo. Mis alumnos me respetan. Y he tenido la suerte de que nunca me han impedido arbitrar cuando me toca trabajar en Pinar del Río. Salgo al terreno y no pienso que es mi provincia ni que soy entrenador, y así sale todo bien. He decidido contra jugadores que son alumnos míos en la academia, como Raidel Hernández, Reidel Álvarez, Yosvani 104 Peraza, y siempre ha existido respeto de esos atletas ha­ cia mi persona. Nunca he tenido que expulsar a ningún pelotero de Pinar del Río. Sin embargo, en su provincia ha tenido los dos problemas más peliagudos en sus 15 años como árbitro nacional. En 2002 tuve un percance con Antonio Scull, de Indus­ triales, tras un ponchado que le di. Ese juego, en el Capitán San Luis, se estaba transmitiendo por la televisión. Orestes González lanzaba por Pinar. Cuando le canté el segundo strike a Scull, no le gustó. Tuvimos un careo y con el próximo lanzamiento, que era bueno, lo ponché. Él se quedó parado en el home y me empezó a decir pa­ labras ofensivas, y yo a contestarle, y entonces me fue para arriba con el bate y yo le fui para arriba con la careta. Ahí mismo se formó la batahola, pero al final todo se tranquilizó y el juego se desarrolló sin más pro­ blemas. También, hace como cuatro años, tuve otro incidente en un juego entre Industriales y Pinar. Yo estaba de árbitro en la inicial y se me dio una jugada con corredores en tercera y primera, 2 outs, y ganando Industriales 2 a 1. Alexei Ramírez dio un rolling por el cuadro y le metí out en primera, y se acabó el juego. Aquello fue apoteósico. El público me empezó a gritar lo que le venía a la boca. Mi hijo, que estaba en las gradas, se quería fajar con todos los que estaban a su alrededor. Estuve hasta las dos de la mañana esperando para poder salir del estadio Capitán San Luis. Pero al otro día salí para la calle normal. Y oía que decían: «Mira, ese fue el árbitro de anoche que acabó con nosotros. No hay peor cuña que la del mismo palo». Incluso lo hice a propósito, me levanté por la mañana y caminé la calle Real para arriba y para abajo. Fui al hotel Pinar del Río, donde estaban hospedados mis compañeros, y todo trans­ currió normal. 105 Se inició en la pelota como cátcher de los equipos provinciales de Vueltabajo y, también, hizo una serie nacional con el conjun­ to Forestales. Continuos dolores en el brazo le hicieron abando­ nar la receptoría y decidió emprender la carrera de ampaya, algo que había soñado desde que era jugador y que el árbitro pinare­ ño Redonés le ayudó a concretar. Volvía a situarse detrás del home, pero no agachado, sino pa­ rado e inclinado hacia delante, en una función totalmente di­ ferente. Aunque ves llegar la pelota por el mismo ángulo que el receptor, el trabajo es completamente distinto. Si eres cátcher, tienes que agarrar la bola comoquiera que venga. Rogelio García era muy difícil cuando tiraba el tenedor, a veces me pasaba por el lado y no la veía. El ampaya, por su parte, tiene que seguir la trayectoria de la bola sin mover los pies, venga en recta o venga en curva. El cátcher se desplaza a la izquierda o a la derecha para agarrar la bola y hace movimientos de acuerdo con la situación del juego. Un pitcher puede «cruzar» a un cátcher con un lanzamien­ to. Es decir, que tú le pidas una cosa y él tire otra, pero el ampaya no se puede confundir ante ningún envío, debe estar atento y concentrado, sea cual sea el lanzador. El receptor sabe lo que le van a tirar, mas el árbitro no. He ahí la complejidad del trabajo del ampaya. Un buen receptor y un pitcher con control te ayudan mucho; un mal cátcher y un lanzador descontrolado es un infierno para el árbitro de home. Asegura que cuando fue atleta no tuvo desavenencias con los árbitros. Nunca me expulsaron cuando fui pelotero. Los árbitros de Pinar del Río me ponen como ejemplo: «A este nunca hubo que botarlo en las series provinciales», comentan. Yo mismo me decía: «El día que deje de jugar, me voy a meter a árbitro». Me gustaba el estilo de Iván Davis. Canto igual que él, con el pie para atrás, porque fue el 106 espejo que vi; y la gente más vieja dice: «Coño, como este se parece a Iván». Aparenta tener un temperamento flemático, pero… Hago preparación física, corro y hago ejercicios con pesas para mantener un físico acorde con mi profesión. Cuando uno se mete en esto no puedes tener miedo, aunque este mundo no es de guapería. Tienes que tomar decisiones, por ejemplo, ante cuarenta mil personas, no puedes tener ni una pizca de miedo. No se considera un ampaya que utilice las expulsiones de mane­ ra reiterada. Hay temporadas en que no expulso a ningún pelotero ni a ningún director. A Lourdes Gourriel lo he tenido que botar todos los años en que él ha estado de mánager de Sancti Spíritus. Ya este año, al principio de la serie, lo expulsé, y luego trabajé veintiún juegos más donde par­ ticipó su equipo y no se metió más conmigo. A Víctor Mesa nunca lo eché del terreno. Él me dijo una mañana, en el lobby del hotel Santa Clara Libre: «Ni a ti ni a Jorge Luis González me gusta protestarles». Sí, muchas veces me gritaba desde el banco: «Canta, canta», pero riéndose. En la reiterada pregunta sobre la cámara lenta, expone: La cámara lenta te salva o te hunde, pero para mí no es mala, porque dice realmente lo que es, y en el 95 % de las situaciones nos da la razón, y cuando no la tenemos, re­ fleja lo apretado de la jugada. Si te equivocas abiertamente, no necesitas cámara lenta, porque todo el mundo dice que te equivocaste; pero en una jugada de bola y corredor pegadita, la cámara lenta te da la razón. A veces tú mismo dices: «Coñó, tremenda jugada», cuando coinciden el pie llegando a la base y la bola entrando al mascotín. Tienes que decir: «quieto» o tienes que decir: «out», porque los árbitros no tienen medias tintas. 107 Le estimula que siempre lo seleccionen para trabajar en los play off. Lo veo como un reconocimiento a mi trabajo. Es la con­ centración de los mejores equipos, los mejores peloteros, los mejores directores, y donde se dan las mejores jugadas. Nunca he entrado presionado a un terreno. A la vez que tiran el primer lanzamiento y canto el primer strike, todo es normal. A mí me gusta –como hace Lucero–, disfrutar el juego de pelota. Tiene un hijo que quiere continuar la ruta arbitral. Se llama igual que yo. Ya trabajó como ampaya escolar cuando tenía 12 y 13 años. Ahora que está terminando los estudios quiere volver a ponerse los arreos de árbitro. No le quito la idea porque él tiene carácter, tamaño y corazón para triunfar en este duro oficio, que también tiene sus buenos momentos, como todo en la vida. Osvaldo de Paula ha arbitrado en el Primer Mundial Infantil en Brasil, en el 2000, y dos años después, en el Panamericano 15 y 16 años, en Venezuela. En Cuba lo ha hecho en múltiples even­ tos, como la Copa Intercontinental y el Mundial Universitario. Oculta tras un rostro bisoño sus 46 años de edad. Posee el don del pinareño afable y natural que te suelta el «¡Alaba’o!», con toda la candidez del mundo en la expresión. Sigue el comportamiento de sus pupilos durante la etapa na­ cional e internacional, te habla de los avances ofensivos de cada uno; pero de los ponches que les ha propinado, de eso, por ser un lugar de La Mancha –y como diría el mismísimo Cervantes–, no se quiere acordar. 108 Tremenda suspensión Limpiando el plato Como ya habíamos alcanzado fama en toda la zona norte, los isabelinos nos invitaron a jugar en sus predios y nos recibieron con una cangrejada para chuparse los dedos. Nos comimos, entre muelas y carapachos, casi media tonelada de cangrejos moros diluidos en una salsa roja con picante que era una maravilla. Los isabelinos no quisieron almorzar, nos dijeron que estaban aburridos del marisco. Tan pronto iniciamos el juego, comenzaron los retortijones en la barriga. Nuestro center fielder, Macho Cara’alpargata, pidió tiempo y se metió con traje y to’ dentro del mar, y comenzó a dejar a su espalda una espuma carmelita que semejaba una draga fondeando la tierra colorá. Nene Culo’evaca, nuestro flamante primera base, soltó la guantilla y se metió detrás de unos mangles y empezó a tirar quejidos y vientos a diestro y siniestro. A los pocos minutos me quedé solo con el cátcher. Pero como yo tenía dinamita en la bola nada más, con Neneíto me bastaba, y le grité al ampaya: «Voy pa’ allá». Y cuando hice el «guainó», sentí que una cosa tibia me corría por la pata del pantalón. Así y todo solté un cohete pa’l «jón», y Santos Molina gritó: «¡Estráiiiii!», y se cagó. Ahí mismo, zarandeando, con las piernas abiertas, se dirigió al anotador oficial, le cuchicheó algo al oído y este escribió: «Juego suspendido por mierda». (Juan el Zurdo, pitcher de Quemado de Güines). 109 Cualquier Pérez no es ampaya El juego transcurría alegremente y en total calma. Digo alegremente, porque los espirituanos festejaban una victoria segura de 8 carreras por 1 frente a Industriales, en el segundo juego del play off que decidiría el campeón de la zona occidental. Así llegamos al noveno inning, último turno de los azu­ les. Al bate, el emergente Lisván Correa; en el box, el relevista Yasniel Sosa. El primer lanzamiento dio señal de haber sido tirado a la cabeza del bateador en turno, y como aprecié que se iba a poner la cosa mala, me fui in­ mediatamente al box y le dije al pitcher: «Tranquilo, que tienes el juego ganado, no te pongas a inventar». Luego, cuando aprecié ya un indiscutible pelotazo inten­ cional, expulsé a Sosa, pero Correa se arrebató y le partió para arriba, bate en mano. Esta narración me la hace el árbitro Jorge Luis Pérez, en una mañana de marzo de 2010, mientras mirábamos las tres mues­ tras de videos tomados por celulares –desde las gradas del estadio José Antonio Huelga– de los propios aficionados es­ pirituanos, quienes fueron testigos presenciales de una de las trifulcas más grandes que recuerde la historia del béisbol cubano. En uno de los videos se observa a Lisván Correa –con su nú­ mero 58– blandiendo el bate, ya visiblemente molesto, porque el pitcher le aproximó el primer envío. El segundo lanzamiento fue en la zona lejana, pero el tercero le pegó en plena espalda al bateador azul. Ahí mismo, bate en ristre, Correa partió como un bólido en persecución de Sosa –con el número 90 a la espal­ da–, quien se convirtió en un legítimo gallo corredor. 110 El árbitro de segunda trató de atajar al máscara industria­ lista, pero este lo amenazó con el madero, y cuando el center fielder, Yunieski Gourriel, intentó detenerlo, el capitalino le respondió con dos swings al aire que le pasaron a milímetros de su cuerpo. Se formó el forcejeo y el dale al que no te dio, y cuando todo parecía aplacarse, irrumpió en la grama Yoannys Delgado –el tercer cátcher de Sancti Spíritus–, bate en mano, y se entabló una riña tumultuaria entre ambos equipos. Algunos peloteros de Industriales y de Sancti Spíritus trata­ ron de sofocar la rebelión, separando a sus compañeros, pero la bronca iba en aumento. Fue entonces que irrumpieron en la grama más de una veintena de policías y libraron combate abierto contra peloteros insubordinados, directivos y todo aquel que oliera a causante del disturbio. El público observó la escena dantesca desde las gradas, mas no tomó participación. En los años que llevo arbitrando, esa es la más grande indisciplina que se haya podido originar en un juego de pelota. Yo expulsé al pitcher al instante de tirar el bolazo, y si Correa se queda quieto no pasa nada, pero Correa detonó la cosa. Desconozco si existía un problema anterior entre ellos. El pitcher, cuando vio que lo iban a golpear con el bate, salió corriendo para el center field, y ahí se formó la guerra. Afortunadamente, el público de Sancti Spíritus no se tiró para el terreno. El Ministerio del Interior se vio precisado a utilizar todas las técnicas policiales para sofocar la situación. Fue una auténtica trifulca. Y pudiera parecer que la policía fue un poco dura, pero si no es por ellos, de Industriales y Sancti Spíritus hubieran quedado, sin lesiones, cuatro o cinco peloteros nada más. De continuar la cosa había que decretar forfeit, pero todo se controló y se jugó el último capítulo. Durante el próxi­ mo encuentro, en el Latino, se compitió sin problemas, y como los Industriales ganaron los tres juegos allí, no hubo que regresar a Sancti Spíritus. 111 Tras el incidente, a Jorge Luis Pérez lo trasladaron para la zona oriental. Actuando como juez del plato, en el último desafío entre Villa Clara y Ciego de Ávila –y cuando ya los naranjas estaban a punto de ser campeones del oeste–, el mánager Róger Machado fue hacia el home, y, encuadrado dentro de la pequeña pantalla de Tele Rebelde (en vivo y a todo color), se le acercó y le dijo: «Tú lo que eres tremendo maricón». «¡Fuera!», gritó Pérez, pero Machado se quedó plantado allí hasta que sus compañeros se lo llevaron. Debió irse a las gra­ das, mas se metió en el banco, y como el juego estaba a punto de concluir, todo parece indicar que árbitros y chequeadores se hi­ cieron eco de este conocido refrán: «No hay peor ciego que el que no quiere ver». Jorge Luis Pérez, natural de Güines –tierra de peloteros y poetas–, nos cuenta cómo transitó hacia el arbitraje. Jugué pelota, pero no llegué a series nacionales. Estudié en el Instituto Politécnico de Cienfuegos, y luego conocí a Isabel, mi actual esposa, que es hija del prestigioso árbitro cubano Raúl Hernández. En esa época yo era fanático de la pelota y más bien les echaba a los ampayas. Hice la prueba de ingreso para estudiar Medicina, y como no la pude alcanzar, mi suegro me dijo: «Te voy a meter a ampaya». Raúl me llevó a Cienfuegos, a un campeonato entre los politécnicos; y al verme actuar, señaló: «Tienes buena zona de strike y decisión». Y fue como si me hubiera en­ trado en la sangre el bicho este. Luego trabajé en los campeonatos provinciales en La Habana, al lado de Al­ fredo Paz, y aprendí mucho con él. Empecé en la Serie Nacional 1996-1997, y solo he faltado a cinco juegos en los doce años que llevo. Se pueden pasar hasta cuarenta escuelas, pero el árbitro se forma en el fragor del trabajo. Mi primer año fue maravilloso. Al siguiente, sin embargo, me equivoqué demasiado. Cuando comienzas das traspiés, 112 y tienes que tener un jefe de grupo que te vaya ayudan­ do y te ponga en los juegos de menos presión. Siempre les digo a los que dirigen la pelota que tengan en consideración que al árbitro hay que ayudarlo, no es sancionarlo y mandarlo para la casa, porque así se le destruye la vida. Hay que tener en cuenta la afectación que eso puede conllevar, porque le echas por tierra su autoestima y su personalidad. Un día, durante un encuentro en el Latinoamericano, me equivoqué como tres veces en primera. Llegué a mi casa y le dije a mi esposa: «Yo dejo esto pal’carajo». «¡Tú estás loco!», me respondió. Mi esposa, como es hija de ampaya, no tiene equipo. Mis tíos sí son industrialistas, y se ponen encendidos cuando hago una apreciación que perjudica a su equipo. Uno disfruta cuando trabaja bien un juego. El árbitro se convierte en una persona pública, y tiene que cuidarse de muchas cosas, de dar un criterio en la calle, de to­ marse un trago de ron en lugares públicos. Te conocen y te vas creando una imagen buena o mala, por eso hay que cuidar el prestigio que te has ganado con tus años de actuación. Cuando trabajas con acierto, muy pocas personas se te acercan para elogiarte. A veces hasta tus compañeros más cercanos esperan que te equivoques para reírse de ti. Una noche, en el Sandino, me equivoqué en una jugada en primera contra Villa Clara. Víctor Mesa salió a hablar conmigo y le dije: «Tú la viste de esa forma y yo de la otra». Al juego siguiente, yo estaba afuera del cuarto de los árbitros y él me vio; lo noté con cierta pena conmigo. Se me acercó y me dijo: «Anoche yo entendí la vergüenza que tú tienes, y mira si es así que aún no estás contento». Y así mismo fue. Víctor es una gente que hace muchos gestos, pero no ofende. En presencia mía nunca lo vi mentarle la madre 113 a un pelotero ni decirle maricón, como tratan de difa­ marlo. Los fanáticos piensan que nosotros nos equivocamos a pro­ pósito. La equivocación está en el juego, igual se le va una bola al pelotero por dentro de las piernas, como un jardi­ nero «se vuela» con un fly. Entre los expulsados recuerda… En Matanzas, una noche expulsé a Lázaro de la Torre por un conteo que me protestó. También a Antonio Scull y a Lázaro Vargas en el Latino. Peloteros buenos, pero con su carácter. Entre los directores, también expulsé a Anglada en el Sandino. Con las bases llenas me protestó que Serguei Pérez había recibido dead ball. Y, efectivamente, le había dado la pelota; pero había colocado intencionalmente el hombro para que le diera. Al próximo lanzamiento le metí ponchado, y Anglada me caminó para arriba abriendo los brazos. Hay veces en que no hay ofensa verbal, mas los gestos ofenden también. He tenido algunos altercados en las series provinciales. Me fajé con un pelotero de Güines y con un director de la Liga Azucarera. Cosas entre hombres, pero siempre fue­ ra del terreno de pelota. No comparte las relaciones estrechas entre árbitros y atletas. El ampaya debe estar separado de los atletas hasta en los hoteles, y no porque uno tenga nada en contra de ellos. Nosotros somos la autoridad del terreno, los que impar­ timos la justicia, y en este deporte afectas a uno y bene­ ficias a otro, y para evitar males lo mejor es estar separados. He conocido muchos peloteros muy correctos. Me llevaba bien con Luis Ignacio González y con Torriente, atletas muy decentes, jamás los vi formándole un lío a un árbitro. Ahora hay también jugadores muy educados, que vienen y te felicitan cuando haces un buen trabajo. Pero lo que 114 es decir amistad fuerte, fuerte, no he tenido con ningún pelotero. Su elección para el Primer Clásico Mundial de Béisbol lo llenó de asombro y regocijo. El Primer Clásico fue una sorpresa muy grande, porque yo no esperaba eso. Cuando Higinio Vélez me llamó a Santiago de Cuba –recuerdo que fue el sábado 7 de fe­ brero, a las dos de la tarde– y me lo informó, yo no lo creía. Me quedé pasmado. Pienso que la selección mía fue un privilegio que otros antes que yo se merecían, como Omar Lucero, Melchor Fonseca, Raúl Hernández, Alfredo Paz, y muchos más que nos antecedieron en la pelota cubana y que fueron árbitros muy brillantes y correctos. En ese evento cumbre trabajé seis juegos de pelota. Dos de confrontación y otros cuatro ya dentro del evento. Tenía cierta presión, pero actué sin problemas en los enfrentamientos China-Japón (en primera), Taipei-China (en tercera), Corea-Japón (en primera) y Corea-Japón (en tercera). Los jueces norteamericanos arbitraban en home y segunda. Hay que reconocer que los árbitros estadounidenses son muy buenos, proceden de una escuela bien organizada. Trabajan en las Ligas Menores de Doble A y Triple A en los Estados Unidos, para luego arbitrar en las Grandes Ligas. Son muy profesionales y técnicamente aplican bien la mecánica de los movimientos dentro del terreno y, además, son muy observadores. El triunfo de los árbitros en un terreno de pelota es estar mirándose los cuatro constantemente. Buscando interacción y unidad en el trabajo, para si hay alguno que está perdido en el juego, ayudarlo. La zona de strike de ellos es rectangular, hacia arriba y hacia abajo; para las esquinas, ellos no cantan mucho. No 115 cantan strikes en los lanzamientos hacia fuera, ni cuan­ do el cátcher se va de la posición. También usan el video cuando hay jugadas polémi­cas. Tres árbitros salen del terreno y buscan el monitor, que lo tiene el supervisor de árbitros. El ampaya de pri­ mera se queda en el terreno para evitar que la gente se mueva. Cuando observan el video y determinan cómo fue la jugada, si están en lo cierto la mantienen; pero si la apreciaron erróneamente, la rebotan como tomarse un vaso de agua. Esa es una actitud que nosotros debemos adoptar para llegar a una decisión colectiva cuando estamos equivoca­ dos. Y yo creo que se pueden reunir los árbitros, lo que tienen es que hacerlo bien. No vamos a reunirnos para hacer las cosas mal hechas, sino para tomar una decisión correcta. Yo creo que en Cuba nosotros tenemos que analizar eso. Esa es mi opinión, que yo ahora he reafirmado al parti­ cipar y observar los juegos del Clásico Mundial. Acerca de sus relaciones con la prensa, nos comenta: Los periodistas hacen sus trabajos, y si me someto al riesgo de trabajar como ampaya, tengo también que asu­ mir la responsabilidad de que cuando me equivoque, ellos puedan decirlo y escribirlo. Ahora, pienso que deben tener un poquito de cuidado en no machucar a los árbitros, ser profesionales, y no pasarse los nueve innings narran­ do y reiterando que el árbitro se equivocó, porque nosotros tenemos familia, y luego tú sales para la calle y la gente te lo va sacando en cara todo el tiempo. Los narradores de provincia a veces son fanáticos de su equipo y halan para su provincia, y no entienden otra cosa que no sea defender a sus peloteros. Pienso que a los narradores y a los periodistas se les deben dar oportuni­ dades de participar en cursos de arbitraje con nosotros, para que se empapen bien en los cambios de las reglas, y 116 así, cuando empiece la Serie Nacional, tengan más argu­ mentos. Jorge Luis no es un Pérez cualquiera del arbitraje, es un hombre instruido, sereno y dispuesto. En una ocasión intentó ser ciru­ jano coronario, pero no pasó de la prueba de ingreso. Tal vez eso lo animó para adentrarse en esta profesión; porque, ciertamen­ te, para ser árbitro en el béisbol hay que tener el corazón en el medio del pecho. 117 Que nadie me la toque Limpiando el plato En un juego de la Serie Provincial entre Santa Clara y Sagua la Grande, actuaba en el home Rigoberto Madruga, una figu­ra pintoresca que arbitraba, en la mayoría de los partidos, vesti­ do de verde olivo y con su revólver a la cintura, haciendo gala de su otrora condición de combatiente del Ejército Rebelde. Santa Clara ganaba por una carrera, pero los sagüeros –que eran home club– llenaron las bases en el noveno inning, y en conteo de 3 bolas, 2 strikes y 2 outs, el noveno bate dio un machu­con­cito por tercera y la bola comenzó, lentamente, a coquetear con la raya. Entonces Madruga se quitó la careta y fue caminando junto a la pelota, al tiempo que gritaba: «¡Que nadie me la toque! ¡Que nadie me la toque!» La tercera, el pitcher y el cátcher santaclareños observaban atónitos cómo aquella esférica rodaba lentamente sin salir a foul, mientras los corredores de Sagua le pasaban por el lado como flechas y pisaban uno y otros el home. Pero Madruga hacía caso omiso a defensores y corredores, solo observaba la pelota machucada y repetía a toda voz: «¡Que nadie me la toque! ¡Que nadie!…» Al final la bola se detuvo a escasos metros de la almohadilla de tercera, pero dentro del terreno. Entonces Madruga gritó: «Buena bola, ¡y se acabó el juego!» 118 El Niño Eusebio Preval pasará a la historia como el primer ampaya de Cuba que ha expulsado a un mánager antes de empezar el juego. Les voy a contar por el principio. Fue en una subserie entre Villa Clara y Sancti Spíritus, en el estadio José Antonio Huelga. En el primer encuen­ tro yo estaba de árbitro en primera, y Ariel Pestano dio un roletazo y fue out como a tres pasos antes de llegar a la almohadilla. El tiro fue un poquito abierto, pero nun­ ca el inicialista, Yunier Mendoza, se fue de la base. Víctor Mesa salió corriendo por el lado del dugout y me gritó: «Preval, ¿no viste que sacó el pie?» Le contesté: «Víctor, tranquilo, sé que no me equivoqué», y todo continuó sin problemas. El miércoles, como árbitro en tercera base sí me equivo­ qué. Batearon una línea pegadita a la raya, pero la pe­lota picó en zona foul. Fue por encima de mí, me viré y decidí muy rápido –me apuré–, y decreté buena bola. Víctor salió del banco y Pestano le confirmó que había sido foul, y le abrió los brazos y le dijo que la pelo­ta había picado a una vara en zona foul. En realidad no picó tan afuera. Cuando Víctor salió del banco, yo me viré y me fui hacia el left field. Pero cuando escuché que Pes­ tano le estaba exagerando la jugada, me le acerqué y lo llamé, mas él se hizo el desentendido y se fue de nuevo hacia el banco. El jueves me tocó trabajar en home, y en el instante de dis­ cutir las reglas del juego –y aún sin yo recoger los line up–, 119 Víctor llegó muy impetuoso y me dijo: «Oye, Preval, a los hombres hay que respetarlos». Cuando oí eso me quedé un poco extrañado, y le alegué: «Espérate, si a los hom­ bres hay que respetarlos, a mí también me tienes que respetar». Le respondí así porque me di cuenta de que venía con intención de provocarme, y soy una persona que tengo la sangre un poco caliente, y ahí mismo le reiteré: «Óyeme lo que te voy a decir, la próxima vez que tú me salgas con esa mala forma, te voy a aplicar las reglas del béisbol». Y él me respondió: «Bueno, si es así, ya yo salí», y le contesté: «Pues si es así, entonces ya te fuiste». Y lo ex­ pulsé. Él se quedó sorprendido y me interrogó: «¿Bárbaro, ya me botaste?» «Sí, estás botado». Entonces me dio la es­ palda y se fue. Semeja a un auténtico infante a primera vista. Enseña la piel cobriza de sus antepasados guantanameros envuelta en su pe­ queña estatura y el rostro lampiño. Vestido de civil nadie lo identifica con un ampaya de pelota, y mucho menos se le calcu­ la que ya tiene 50 años de edad. Pero más acá o más allá de su cara y de su tamaño, no le ha permitido a nadie coger los mangos bajitos. Muchas personas me dicen el Niño. Lo dicen a espaldas mías los mánager y los peloteros. Cuando me decidí a enfrentar esta profesión, alguien me alertó: «Eres muy bajito. Y con ese tamaño, para llegar a ser ampaya en la Serie Nacional, te va a costar mucho trabajo». Pero yo aprendí de mi padre Miguel que «quien perseve­ ra triunfa», y todo lo que me he propuesto, a mediano o largo alcance, lo he logrado. Me dije: «Si Fulano y Men­ gano llegaron, ¿por qué yo no puedo llegar?» La estatura no define a un árbitro. Si tienes buenas apre­ ciaciones, eres valiente y decidido, y estudias las reglas, el tiempo te va a hacer llegar. 120 Siempre dije que yo quería ser dos cosas en la vida: músi­ co o buen deportista. Y ninguna de las dos se me dio. Aprendí a tocar trombón, pero no seguí los estudios mu­ sicales. Jugué pelota hasta la juvenil y se me afectó el brazo. Por eso el día que empecé a observar el trabajo arbitral, y como siempre quise estar en el mundo del deporte, me dije: «Me voy a dedicar a árbitro». Localicé al compañero José Turró Iglesia y le pregunté el mecanismo para entrar; entonces me dijo: «Casualmente vamos a dar un curso municipal en Guantánamo». Me presenté y fui el mejor expediente. Empecé a trabajar en la Segunda Ca­ tegoría en 1992, y le fui cogiendo cariño a esta profesión. Y fue en ese mismo año que participé, con José Pérez Julién, en unos juegos universitarios y me encaminé. Debuté como juez fijo en la serie 1998-1999, en la subse­ rie Santiago de Cuba-Industriales, en el Latinoamericano. Esa noche iba muy nervioso para actuar en la tercera base, y un compañero se me acercó y me dijo: «Arriba, guajiro, que tú puedes». Yo vi el estadio tan lleno y me decía para mis adentros: «¡Caballero!, ¿qué es esto?» Y dio la casualidad que el primer batazo complejo del juego se me dio a mí. Fue una conexión de Orestes Kin­ delán por la misma raya. Me viré, me interné y canté foul. Rápidamente busqué al profesor Chino Hernández, que estaba de comisario, y me reafirmó con la cabeza que era foul. Él se sentaba en línea recta con la tercera, y su confirmación me dio una gran fuerza. Pero en el Latino no todo le ha salido de color de rosa. Todavía se cuestiona un batazo de Germán Mesa contra Matanzas en 2003. Fue tan alto que yo decidí buena bola. Me protestó airadamente Sile Junco, pero mantu­ ve la decisión. Lo que más me convenció fue que cuando fuimos a la sala de postproducción, el batazo desapare­ ció entre la altura y la oscuridad. Ni la cámara de video pudo captar por dónde había pasado la bola. Industriales 121 ganó 6 a 4. Todavía en Matanzas la gente me dice que yo le regalé un jonrón a Germán Mesa. He tenido problemas con los fanáticos. Son muy ingra­ tos para con el trabajo de nosotros, y creen que porque ellos digan una cosa, es cierto. Hace poco tuve que expulsar al director del equipo de Guantánamo, Agustín Lescaille, porque me protestó inadecuadamente un conteo contra Villa Clara. Después fue al cuarto de los árbitros y me ofreció disculpas. Yo me sentí complacido porque él es mi amigo. A mí se me olvidan enseguida todos estos incidentes. Desconecto eso, porque yo vengo al otro día a trabajar otro juego de pelota. Le gusta arbitrar en home, no así en la primera base, la cual le trae malos recuerdos. No sé por qué en esa base he tenido las principales difi­ cultades. Trato de hacerlo bien, pero mis mayores proble­ mas en la pelota han sido alrededor de esa almohadilla. En el Latino, por ejemplo, me equivoqué tres veces en tres jugadas mal decididas, y eso me provocó un disgusto que no se lo deseo a nadie. Fue un partido entre Matan­zasIndustriales. Ese día quería que la tierra me tragara. Los outs los dije quietos, y los quietos los canté outs. Lleva varios años como árbitro, pero… Todavía no me he acostumbrado a soportar los gritos y las cosas que me dicen. Es como si estuvieras dentro del Coliseo romano y el público empezara a pedir que te linchen. O como si estuvieras en una plaza española y la gente te viera como el toro y le gritaran al torero que te clave la banderilla. También he tenido momentos buenos. Me han seleccio­ nado para partidos difíciles y lo he hecho bien, y me han felicitado mis compañeros y el responsable de reglas y arbitraje. Esos momentos son los que me inspiran para seguir adelante. 122 Para él, la zona de strike… Es una sola. Soy un árbitro que canto la bajita. Me he ido creando un estilo propio. Para cantar el tercer strike, hago un movimiento muy similar al tackle de un luchador. Eusebio Preval es un hombre casado y tiene cuatro hijos. Uno de ellos es profesor de béisbol, y hay otro que es bailarín y cantante. Heredó lo que yo no pude hacer. Se llama Yudel y trabaja en el Conjunto Folklórico Nacional, también bailó en el Ballet de la Televisión Cubana. El que es técnico de béisbol, como profesional al fin, se calla los criterios que tiene de mi actuación; pero el bai­ larín sí me ha dicho: «Coño, papá, apretaste». Sobre su hijo pelotero es esta anécdota: En un campeonato nacional juvenil, en Holguín, dieron un fly para donde él estaba, en el right field. Yo actuaba de árbitro en segunda, y lo vi pasando tanto trabajo para cogerlo que le grité: «¡Oye, niño, qué pasa, tienes que coger ese fly!» Ese grito me salió del alma, y todo el mundo allí empezó a reírse. La mañana de este coloquio me confirmó que nunca lo habían sancionado, y no quería cantar victoria, pero le parecía que nunca iba a suceder. «¿Estás seguro?», le pregunté. Y él desde su faz infantil reafirmó: «¡Seguro!» Eso fue alrededor de las doce del día, y frisando las diez de la noche, en el tercer juego del play off Santiago de Cuba-Villa Clara, en el estadio Sandino, se produjo una jugada muy apre­ tada en tercera base cuando el antesalista santiaguero, al reci­ bir la bola enviada desde los jardines, trató de poner out al patrullero naranja Leonys Martín. Martín incluso se pasó de la base y regresó, mientras Preval decretaba: «¡Quieto!» Ahí mismo se formó la discusión, pues el antesalista alegaba que había tocado a Martín al pasar por su lado cuando este aún no había pisado la almohadilla. 123 Salió a protestar el mánager Antonio Pacheco, salió Kin­delán, salió Escaurido, salió… hasta el que tocaba la corneta china del Cocuyé santiaguero. La decisión se mantuvo; pero a la otra noche, cuando busqué a Preval sobre la grama, no lo hallé. Entonces, ante la real ausencia incriminé: «Coño, Niño, ¡¿tú no irás a pensar que yo fui el que te eché la mala suerte?!» 124 Un guajiro sin pena Limpiando el plato Conrado Marrero Ramos, conocido por «el Guajiro de Laberinto» por la finca de ese nombre colindante con la ciudad de Sagua la Grande, es el ex jugador de Grandes Ligas vivo más viejo del mundo que festeja el centenario de vida. Ocurrente y empedernido fumador de tabaco, amigo e ídolo de mi padre, con 39 años de edad ingresó como pitcher en los Sena­ dores de Washington y lanzó allí hasta los 43, luego de haber sido campeón mundial cuatro veces con la franela del equipo Cuba. Marrero fue un virtuoso del control, de poner la bola donde él quería, por lo que hizo hilar fino a los árbitros, pues sin tener una gran velocidad, dependía precisamente de eso: apostar la pelota ahí donde al bate del contrario le era difícil –por no decir imposible– chocarla. Cuando él lanzaba, los hombres de negro ponían la máxima atención en sus envíos, pues casi ningún lanzamiento venía por el mismo ángulo, ni con la misma velocidad, ni tampoco por la misma zona. Él rememora las veces que con un equipo sotanero como los Senadores, les ganó a los mismísimos Yankees de Nueva York, y cuenta esta anécdota: Claro Duany era un bateador de los Yankees que metía miedo. Lo estudié de pies a cabeza y comencé a trabajar­ lo donde más le dolía. Lo ponché con una bolita aquí y otra allá las primeras tres veces que vino a batear. La cuarta también estaba ponchado, pero el umpire cantó bola, y cuando me le acerqué, me preguntó: «¿A usted no le da pena no dejar batear a un hombre como ese?» 125 Un hombre en blanco y negro Cuando joven, fui travieso y problemático. En el Fajardo y en las escuelas de baloncesto no salía de un pleito para entrar en otro. Era defensor de los nobles, los que no querían o no podían fajarse. Siempre ayudaba al pobre, no me gustaba el abuso; las broncas mías eran con gen­ te que tenían más poder que los otros, y yo me cogía los problemas para mí. De muchacho, en mi pueblo de San Juan de los Yeras, se comentaba que el mundo de los Estados Unidos tenía más alternativas, más cosas para uno desarrollarse, y me motivé por irme para allá. Y como la policía me perseguía por «revoliquero» y por mis continuas broncas callejeras, todo aquello influyó en que un día determinara abando­ nar el país. Se me frustró el intento. Pasaron tres años, y fui madu­ rando social y políticamente, pero en la evaluación de mi persona no se tuvo en cuenta eso, ni que fui honesto y sincero con las personas del Ministerio del Interior que me atendían. Al final no confiaron en mí. Claro que ellos no conocían los fundamentos que yo tenía adentro: que no se abandona un país simplemente por decirlo, sino por sen­ tirlo. Yo comencé a asimilar las oportunidades que me había dado la Revolución de reincorporarme a la sociedad, de ser alguien, de tener una profesión. Pero para ellos seguía siendo el mismo, no había cambiado en nada. Fue por eso que se me privó de participar como ampaya en Londrina, Brasil, en un campeonato mundial juvenil. 126 Era mi primer evento internacional, designado por Humberto Vázquez, jefe de los árbitros de béisbol en Cuba, quien tenía afinidad con mi trabajo y con mi persona, y siempre me daba consejos anímicos. Resultó un momen­ to muy difícil. En mi segundo año de actuación en series nacionales, quedé como mejor árbitro del país y me eligieron para ese mundial. Miguel Borroto era el mánager del equipo Cuba y tuvimos un entrenamiento de un mes y medio en el Latinoamericano. Soles diarios, dobles juegos de entre­ namientos. El día antes de salir al extranjero, Juan Iz­ quierdo me dio la triste noticia de que me habían eliminado y no podía ir al viaje. Aquello me derrumbó sicológicamente. Pero me recuperé gracias a las atenciones que me brindó un gran amigo, el árbitro Pedro Seoane, que me dio abrigo y entregó parte de su vida hacia mi persona. Yo no quería regresar a San Juan. Imagínese, salir de allí con el anhelo de representar nuestro arbitraje y todo el mundo en ese pueblecito comen­ tando sobre el tema; y un mes después, tener que regresar a mi terruño con la cabeza baja y acusado de traidor. La vivienda de Seoane en Ciudad de La Habana tenía una sola habitación, una salita con una cama para dormir él y su nietecita. Pero ese señor me dio todo el amor y el ca­ riño que una persona necesitaba para salir de ese mo­ mento. No así otros árbitros de mayor jerarquía (que me voy a reservar sus nombres), quienes me cerraron la puerta de su casa y me dijeron que algún problema ten­ dría yo cuando no podía salir de Cuba. Ahí fue el primer golpe. Una semana después regresé de noche a San Juan y me metí en el cuarto sin salir de la casa. Pedro Pérez Delgado, el mejor entrenador de pitcheo de Cuba, fue hasta San Juan y me hizo ver la realidad. Me aconsejó, diciéndome que tenía que seguir adelante, me puso la mano encima del hombro y me obligó a salir de mi autoencierro. 127 En la próxima temporada, volví a ser elegido destacado, y sin ton ni son me eliminaron de otro evento en México. Cuando el hecho anterior, yo había hablado con todas las autoridades sobre lo ocurrido. Traté de hacer partícipe, de abrirle el esternón y decirle la realidad de mi vida al agente del MININT del municipio que seguía mi caso. Humberto Vázquez me había dicho: «Mientras sigas trabajando con eficiencia en nuestra Serie Nacional, y cada vez que te lo ganes, voy a ponerte como ampaya cuando haya un evento internacional, y otros tendrán que definir qué cosa hacer contigo». El tiro les salió por la culata, porque Lázaro Ramírez, el que pusieron en mi lugar, desertó allí en México. Vino el próximo año y volvió Humberto Vázquez a poner­ me en la lista de los convocados internacionalmente, y para mi sorpresa fui elegido para trabajar como árbitro en la Liga Italiana. Me sirvió para probarme y darle la satisfacción a Humberto de no traicionarlo ni a él ni a mi país, y también estar satisfecho conmigo mismo de que siempre regresaría a mi patria. Recuerdo que el primer año, cuando volví de Italia, lle­ gué a Ranchuelo, y lo primero que hice fue ir a la casa del agente que me tenía cerrado. Me había hecho esa prome­ sa y le toqué a la puerta. Estaba preparado para cuando abriera decirle: «¡El guajiro de San Juan está aquí!», pero nadie salió. Un vecino me llamó y me dijo: «No te va a abrir nunca, porque el tipo traicionó a la Revolución y abandonó el país». César Valdés no está ahora vestido de negro, sino de blanco de pies a cabeza. Desde hace un tiempo se alió a la religión yoruba y debe ponerse esa ropa, a menos que esté en el terreno del es­ tadio fungiendo como ampaya. Me acoge en su casa de la calle Colón, en Santa Clara, donde vive con su esposa Olga y su hijo César Miguel. De su estancia de cinco años en Italia tiene una anécdota que comenzó a adornar su postura de ampaya indoblegable. 128 En relación con Cuba, dondequiera que estés hay personas que están a favor o en contra de la realidad que vive nuestro país. Desde que empecé la misión en Italia siem­ pre trataba de pasar inadvertido, que es la principal función de un árbitro. Pero hubo un juego en Sicilia, en que en el noveno inning le canté un tercer strike al cuarto bate de un equipo de la Segunda Liga Italiana, y él no estuvo de acuerdo. Al parecer no estaba en su mejor día, pues ya se había ga­ nado tres ponches tirándole a la bola, por lo que se alteró y yo lo expulsé. Después de expulsado trató de agredirme con palabras, en el sentido de que comenzó a hablar negativamente de la política de la Revolución cubana y de Fidel, y ahí yo paré el juego y hablé con Alfonsito Mar­ tínez, mánager de ese equipo, y le dije que tenía que lle­ várselo. Siguió boconeándome y le propuse que esas ofensas me las dijera personalmente cuando concluyera el juego. Y ocurrió así, se terminó el partido y vino a agredirme con un bate en la mano. Cuando levantó el bate para golpearme, pude tirarme y agarrarlo por los pies, y ahí fue para el piso. Se formó un gran altercado, vino el equipo prácticamente completo a apoyarlo; y en ese instante Alfonsito me tiró un bate para que yo me defendiera, y él cogió otro y nos pegamos a la malla del back stop del estadio y comenzamos a de­ fendernos. Eran dos cubanos con dos bates en la mano defendiendo la dignidad histórica de nuestro pueblo. Dos cañoneros infranqueables. Los atacantes se pararon y al poco rato apareció la policía. Llegaron hasta a romper una ban­dera cubana puesta por un grupo de solidaridad con Cuba que simpatiza mucho con nuestro país. Ellos siempre ponían en los juegos nuestra bandera y nuestra música. Fue una cosa bien fea la que se creó en el estadio, pero pudimos salir ilesos. 129 Alfonsito se retiró con su equipo y les manifestó que yo era su compañero y que tenía que estar a mi lado. Ellos lo entendieron. Luego, en la reunión que se hizo con todas las autoridades del béisbol en Italia, se acordó que continuáramos nuestro trabajo. La entrada de César Valdés al arbitraje también fue muy cu­ riosa. Cuando niño no me fijaba en los árbitros. Pasaban inad­ vertidos, a no ser que hubiera alguna discusión. No re­ cuerdo haberle chiflado a un árbitro, aunque a lo mejor lo hice. Jugué en la pelota a nivel provincial y estuve en una preselección de Villa Clara en la que Eduardo Martín Saura era el mánager. Etapas bien bonitas. Recuerdo que estando en Ranchuelo, en una discusión en tercera base con el árbitro Noel Rodríguez (que para nosotros se había equivocado), el hombre me dijo: «Si piensas que es tan fácil, cuando comience el curso de este año te vamos a mandar a buscar para que veas qué difícil es esta pro­ fesión». Pienso que ese reto me llevó a darle mi palabra de con­ formidad y a comprometerme con él delante de los atletas de mi equipo. Me mandó a buscar para el curso en Santa Clara y comencé junto a él a trabajar en la Serie Pro­ vincial, que era tanto o más difícil que la Serie Nacional de hoy. Viajábamos por toda la provincia. Me guió para ser hoy quien soy. La transformación que adquirí en mi vida, gran parte se la debo a él (un padre), quien ahora es director de la Escuela Nacional de Arbitraje. Llevo ya 20 años en esta profesión. Me apuntalé como ampaya de primera línea en nuestro país en un juego de play off Industriales-Villa Clara. Trabajé como árbitro principal y nunca había visto el Latinoamericano tan lleno. Mi ascenso fue bien rápido, al pasar en cuatro años como jefe de grupo en un momento en que estaban arbitrando, 130 entre otros, Alfredo Paz, Iván Davis, Alejandro Montesi­ nos, el Chino Hernández, Juan Izquierdo, todos con una tremenda calidad. Las manos que me guiaron fueron las de Manuel (el Chino) Hernández, que Dios lo tenga en la gloria. Para mí el más capacitado, pues tenía que prepararse doblemente. Pri­ mero, porque no tenía buen físico, pero era una enciclo­ pedia en la conducción de los juegos de pelota. Antes era muy difícil romper la barrera de los árbitros de La Habana, todos los jueces que participaban en la Serie Nacional eran de la capital del país. Varios mucha­ chos pudimos romper esa barrera. Gracias a la Escuela Nacional de Arbitraje se ha logrado una continuidad. Me reconocen como el promotor de ese centro, aunque muchas otras personas hicieron realidad ese proyecto. Los primeros profesores fueron árbitros retirados como Raúl Hernández, Felipe Casañas, Manuel Hernández, Francisco Fernández Cortón y Germán Águila. Al segun­ do año veíamos que nos faltaba la parte pedagógica, la enseñanza real de una escuela. Estas personas eran de nivel académico bajo; conocían todo lo del arbitraje por dentro, la técnica, pero la metodología educacional no. Por eso me di a la tarea de reperfeccionarla, y traje para que dirigiera la escuela al compañero Noel Rodríguez. Dos momentos difíciles en Cuba. Me puedo nombrar dichoso porque he expulsado bien poco; la persona que expulsa a muchos atletas es porque su trabajo no es bueno. Aunque, inevitablemente, en ocasiones ha habido que expulsar a atletas y a directores; porque no hay otro remedio para calmar las cosas. En Jobabo expulsé a Ermidelio Urrutia, cuando era pelotero, después de un tercer strike. Se ponchó sin tirarle frente al cienfueguero Adiel Palma, en el séptimo inning, con una curva preciosa. Se ofuscó y tiró el bate. Se puso aquello bien violento. Pero Ermidelio, éticamente, cuando 131 terminó el juego fue quien nos sacó del estadio, porque el público se puso bien difícil, no se sabía qué iba a pasar. «Vengan conmigo», dijo, y asumió con gran responsabili­ dad. Luego ofreció disculpas. Una actitud bien admirable, porque sin él era imposible salir de allí. Si las estrellas no son capaces de llamarse a la reflexión, mucho menos lo va a hacer el que está en el banco. En un juego celebrado en el Latinoamericano me equivoqué en un strike con Santiesteban, en una curva que se abrió. Él se puso incómodo e hizo gestos para ser expulsado, pero le pasé la mano. Tres innings más adelante, Lázaro Var­ gas trató de imitarlo y lo expulsé. Cuando terminó el juego, Pedro Medina, que era el mánager, me dijo que Santiesteban hizo más que Vargas para ser expulsado. Respondí: «Sí, solo que Santiesteban no sabía lo que esta­ba haciendo, pues es un atleta al que le cuesta trabajo ba­tear, y el otro sí sabía lo que estaba haciendo: buen batea­dor, buen pelotero e ídolo de la afición. Si se lo permito a Vargas, mañana no puedo salir a la grama del Lati­ noamericano». En un evento internacional, en Cuba, tuvo que sacar a relucir su ética de juez. Fue el juego final del Preolímpico en La Habana, un juego entre Estados Unidos y Cuba. Se creó una confusión fea e incómoda con un árbitro canadiense, a quien el re­ ceptor Ariel Pestano acusó de que le estaba dando las señas al equipo norteamericano, cosa esta que no po­ días probar. Nosotros pudimos controlar el problema y el ampaya no se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Le disfrazamos la protesta para que no tuviera trascendencia judicial; podía conllevar que él hiciera una recla­ mación jurídica a la Federación Internacional y tener que llevar el caso a una corte y a un juicio. Pienso que fue ética la respuesta que le di a la prensa: que no pensaba que el árbitro estuviera vendiendo el juego y que confiaba en la profesionalidad de los árbitros que 132 llevamos a la Federación Internacional. Así lo manifesté posteriormente en la reunión con nuestros dirigentes. Considero que se fue demasiado adelante la dirección del equipo Cuba en creerle a Pestano, quien pensó en ese momento que la descomunal ofensiva de los norteameri­ canos era porque el ampaya de segunda les estaba dando las señas. No nos pertenecía apoyarlo, porque de hacer­ lo estábamos dividiendo a los jueces. Hay muchos elemen­ tos técnicos para comprobar lo que estaba ocurriendo. Cuando fuimos a los videos, no vimos nada que pudiera darle la razón a la acusación que le estaban haciendo al árbitro canadiense. Yo era el que dirigía a los árbitros en ese evento y eso me ratificó como un directivo de confianza, pues por el hecho de estar en nuestro país, no iba a darle la razón al que no la tuviera. El equipo Cuba no necesitaba de una calumnia de este tipo. Si no podemos vencer al contrario en el terreno de béisbol, no debemos buscar estas alternativas. Es equi­ vocarnos dos veces, en el sentido de que hay momentos en el deporte en que se gana o se pierde; y para nosotros perder en el béisbol es muy duro, pero tenemos que dar­ nos cuenta de que uno va al juego en busca de la victoria, aunque también puede sobrevenir la derrota. Estuvo nueve años como director de los árbitros cubanos. Nunca me sentí director de los árbitros, me sentía como un árbitro más. Asumí la responsabilidad por una tarea que me dio la Comisión Nacional de Béisbol. Se había retira­ do el 80 % de los árbitros de punta: Montesinos, el Chino, Panchito, Raúl, Iván, Alfredo, quienes llevaban el peso del arbitraje. Solamente quedó Nelson Díaz. Era un momen­to difícil, porque había que continuar con la Serie Nacional, que había bajado un poco la calidad después del retiro forzado de famosos peloteros. Tuvimos que apurar el arbitraje joven. Digo «apurar» porque preparar a un árbitro, en cualquier liga, demora 133 quince años. Diez de colegio y cinco de práctica cons­ tante. De un paso bajaron seis escalones, que era como bajar a una piscina sin saber nadar. Se les dio seguimiento y se demostró que muchos de los problemas arbitrales que ocurrían en la Serie Nacional eran por falta de experien­ cia y concentración de los muchachos. Se pedía que tuvieran menos de 35 años para un mejor aprovechamiento de la vida útil como ampaya. Todo eso fue analizado en encuentros con personas que tenían colegios en los Estados Unidos, Japón y otros países, que nos fueron alimentando para poder darles a los jueces que comenzaban una mejor enseñanza para bien del ar­ bitraje cubano. Tuve que eliminar a árbitros que estaban estacionados en nuestra pelota, que no pasaban de ser tercer y cuar­ to hombres, que se comportaban sin motivaciones. Se hizo un grupo de trabajo que evaluaba a los árbitros en cuan­ to a la parte técnica y práctica. Evaluábamos sistemáticamente tres cosas fundamenta­ les: conteo, conducción del juego y respeto en el terreno. Si hay una que no funciona, ninguna de las tres marcha. Si no se tiene respeto, el conteo no puede ser bueno, ni tampoco la conducción del juego. También evaluábamos el porte y aspecto personales. Gente que quiere ir al estadio con la misma ropa que sale a arbitrar. Los jueces deben de llegar con ropa de civil al estadio y solo poner­ se el uniforme arbitral cuando van a salir al terreno, eso es respeto y profesionalidad. Sancioné a varios compañeros, pero no lo hice de forma particular, siempre lo hice con el criterio de cinco o seis personas que estuvieron conmigo mientras dirigí: el Chino Hernández, Noel Rodríguez, Raúl Hernández, Felipe Casañas, Germán Águila. Cuando se llegaba a un con­ senso de que había un árbitro que había cumplido los cuatro años y no mejoraba, lo separábamos para otra liga. 134 Si el árbitro pierde la credibilidad de su trabajo, debe retirarse. ¿Y quién me evaluaba a mí? Era muy difícil, no podía tener el nivel de concentración, porque existían muchos problemas colaterales. Tenía que resolver las dificul­ tades de transportación, situaciones personales de cada árbitro, todo tipo de problemas que estaban sobre mí. Manuel Hernández fue una de las personas que me dijo: «Tú no puedes echar por tierra la carrera que has culti­ vado, y cuando entras a un terreno te están evaluando como árbitro y como jefe de los árbitros. Es muy difícil para ti y para nosotros y para todas las personas que tienen que ver con el arbitraje». Entonces en 2008, después de un incidente en un juego del play off entre Sancti Spíritus y Pinar del Río, luego de que una bola le dio al bateador, y Sáez –el árbitro de home– no lo apreció, ni los que estábamos en las bases tampoco, cuando terminó el juego tuve discusión con el comisionado nacional, Higinio Vélez, y al no concordar con los planteamientos que me hizo, decidí no conti­ nuar dirigiendo. Su paradigma como árbitro fue el Chino Hernández. Él fue a quien más he admirado en mi carrera como ár­ bitro. Con poco más de cinco pies de estatura y sin buen físico, lo mirabas y no parecía un árbitro deportivo, pero se había ganado el respeto de los atletas, de los propios árbitros y del pueblo. Lo que te decía el Chino no te lo decía otro árbitro. Cuan­ do llegue mi retiro, voy a contar todas las anécdotas y cosas que hay en el arbitraje que no se conocen y no se pueden hablar por un problema ético en lo profesional. El Chino Hernández poseía una escuela y una sinceridad propias. Era el árbitro que realmente conducía su juego para llevarlo hasta el final; también se distinguió dirigiendo a los árbitros en cursos nacionales y en el terre­ no. Siempre quisimos que fuera él quien les diera la 135 respuesta a los periodistas sobre algo relacionado con las reglas. Lo llamaban por teléfono y respondía: «Conoz­ co la respuesta, pero si fuera tan amable, llámeme des­ pués». Conocía de reglas y de terreno como nadie. Siempre se colocó donde debía, por eso decía que para lograr buenas decisiones había que buscar la colocación exacta, como única forma de ver quién entraba primero: el pie o la bola. No todos los árbitros se saben colocar, que es una de las deficiencias grandísimas que hoy tenemos. Murió de una enfermedad reumática con insuficiencia renal. Él dejó un espacio arbitral que nadie ha podido llenar. El nombre de César Valdés ya había ocupado los principales cintillos de la prensa cubana cuando su padre se distinguía como uno de los principales encestadores del baloncesto cubano en la época de oro de este deporte en la nación. Pero el patriarca de los Valdés decidió culminar su carrera deportiva como pitcher del legendario equipo Azucareros. A mí no me complacía ver a mi padre jugar al béisbol, porque no era igual como jugador de pelota que como jugador de baloncesto. Lo comparaba con lo que había sido en el baloncesto, y no era así de estrella en la pelo­ ta. Pero hoy lo admiro mucho más, porque lo bien difícil es repetir en un deporte a la más alta esfera. Eran solo seis equipos, e hizo la Serie Nacional y la Primera Se­ lectiva. Cada vez que abro la guía de nuestras series nacionales, busco el nombre de mi papá y lo veo como un superatleta, pues estuvo quince años como jugador regular de nuestro equipo nacional de baloncesto y luego lo hizo con digni­dad en la pelota. Ni Michael Jordan, que es millonario, lo pudo hacer. Mi papá es la persona de más voluntad que existe en el mundo. 136 El penoso incidente con un periodista. Tuve un percance doloroso, que nunca debió haber ocurri­ do, con el periodista Sigfredo Barros. Él es periodista, para eso estudió y ese es su trabajo. En ese momento hacíamos un esfuerzo por levantar el arbitraje, y el día anterior al incidente se realizó un juego que se había de­ sarrollado en el Latinoamericano, donde hubo tres expulsa­ dos, y pedí al otro día trabajar en home para buscar un poco de tranquilidad. En ese encuentro se da una jugada en el octavo inning en la que, según la apreciación del periodista, yo me había equivocado contra el equipo local, aunque no había deci­ dido el juego, ya que lo ganó Industriales. Ulacia se des­ lizó en el home, no vi que lo tocó el receptor Santiesteban, y canté safe. Y el periodista escribió que Industriales había ganado el juego con el peligro de haberlo perdido por la decisión del árbitro principal. Yo me ofusqué, se me cerraron los caminos y agredí fí­ sicamente a Sigfredo fuera del terreno. Estuve dos años suspendido del arbitraje. Pienso que sacarle la produc­ tividad a esos dos años fue mi entrega total a la Escuela de Arbitraje y, además, mi deseo de salir de ese bache. Las personas que me juzgaron con toda la intención positiva del mundo, lo hicieron para reeducarme, y es algo que no puede pasar más, porque nadie por derecho propio tiene la potestad de tomar la fuerza por sus ma­ nos. Eso nos lo ha dicho nuestro guía, por lo que come­ tí un fallo total. Yo siempre he tenido con la prensa muy buenas relaciones y he tratado de que las cosas sean siempre transpa­ rentes. Trato de que digan lo que uno realmente habla, porque a veces tratas de decir las cosas en un sentido y se escriben de otra manera. Sigfredo y yo hemos coincidido en torneos nacionales e internacionales, y nos hemos acercado mutuamente. Hay comprensión de las dos partes. Hace poco él hizo 137 alusión a un buen trabajo mío arbitral. Yo lo distingo como un excelente periodista. No queda nada, solo un mal recuerdo. Tal vez lo que más ha resaltado en la figura arbitral de César fue su actuación en el estadio de Baltimore, donde evocó la fi­ gura legendaria de Amado Maestri. El viaje a Baltimore fue una disputa gigantesca. Fui de­ signado por mi trabajo junto con Nelson Díaz. Ya había­ mos arbitrado en La Habana en el primer juego entre Orioles y Cuba: Nelson en home y yo en primera. Antes de partir, un árbitro nacional hizo varias cartas acusándome de contrarrevolucionario, y de que yo iba a traicionar a la patria, cosa esta que me hirió profundamente después de haber consolidado diez años de tra­ bajo y de haber sufrido todo lo que he contado. Además, me afligió mucho que un profesor mío tratara de ser él quien representara a Cuba en ese evento, y no tuvo en cuenta a la persona que estaba maltratando y enjui­ciando de una forma fría y descabellada. Esto me causó un profundo dolor, pero me mantuvieron en la lista y fui convocado por nuestro Comandante en Jefe a una reunión grandísima cuando el viaje estaba a punto de hacerse realidad. Allí Fidel nos alertó de las seguras provocaciones que iban a ocurrir en los Es­tados Unidos y de que intentaban no dejar ir a varias per­ sonas de nuestra delegación. Nuestro Comandante en Jefe dijo: «Si no asiste toda la delegación, no habrá viaje ni habrá juego, porque están primero las convicciones que todo lo demás». Al final aceptaron a toda la delegación, y todo lo que Fidel alertó se dio. Desde que llegamos allí, en el mismo inicio del juego, hubo que esperar un tiempo prudencial, porque unas avionetas estaban regando pancartas sobre el terre­ no; es decir, montando un gran show en el es­tadio. Comenzó el juego favorable a nuestra selección, que salió valiente a demostrar –con mucha garra y firmeza– que 138 podía incursionar en cualquier béisbol del mundo. Cuba no tuvo compasión con ese equipo de Grandes Ligas y rápidamente tomó las riendas del partido, pero ahí mismo comenzaron los problemas colaterales al juego –políticos en este caso–, de tratar de empañar la imagen preciosa de la confraternidad de dos pueblos en el béisbol. Unos grupúsculos empezaron a invadir el terreno por distintas partes de la instalación. La policía dejaba que hicieran sus manifestaciones, pero después los controla­ ban y los sacaban del estadio. Esto fue cogiendo auge, y en el quinto inning un provo­ cador invadió el terreno, se tiró por arriba del banco de los Orioles y comenzó a levantar el cartel que traía y a acercarse a la zona de segunda base, donde yo estaba de árbitro. Esa persona, con órdenes de lo que tenía que hacer y de lo que tenía que manifestar, comenzó a hacer sus evolu­ ciones y a acercarse a mi persona. Cuando yo veo que ya se pasaba de lo normal y no venía ninguna autoridad a controlar la invasión de ese señor, fue cuando traté de que se terminara este suceso, e intenté quitarle el cartel de la mano. Y como él no sabía que yo era cubano –creía que yo era gringo–, cuando le digo: «Esto que estás ha­ ciendo deberías tener valor para hacerlo en otro lugar, donde estemos solos y con otra posibilidad», entonces él responde: «¡Ah, pero si no eres gringo, eres castrista, eres de la Revolución. Tú lo que tienes que hacer es matarte también». Es decir, una provocación bien difícil, y entonces trato de quitarle el cartel, que decía: «Se acabó el imperio de Castro». Le quité el cartel y él me atrapó por el cuello y me apretó fuerte. Yo sentí que el hombre tenía fortaleza y traté de levantarlo para zafármelo del cuello. En eso resbalé y caí con el pie izquierdo debajo, y desde esa posición logré pro­ yectarlo, ya que me quedaban los pies de él delante de mi mano izquierda, por eso lo levanté y lo lancé. 139 Después vino el FBI, comandado por su director, y quería conducirme hacia un lugar de más tranquilidad, es decir, sacarme del terreno. Fue entonces cuando les dije que muerto era como único yo salía de allí. Los jugadores de Estados Unidos se portaron excelente­ mente. Rudo, el center fielder de los Orioles, me aguantó por los brazos, calmándome, llevándome a la cordura. Después llegaron los atletas cubanos. Las autoridades se llevaron al provocador y yo me mantuve en el terreno. Recibí varios mensajes de nuestros colegas en el público de que debía abandonar el terreno por un problema de segu­ ridad, ya que estaba en el centro del campo y podía ser víctima de una agresión, de un disparo. Llegaron hasta mí Pacheco y Ulacia, y les manifesté: «Díganle a mi gente, simple y llanamente, que aquí termino yo mi vida, que de aquí salgo vivo o muerto. O termino el juego y no me pasa nada, o me pueden matar aquí, porque yo esto no lo aban­ dono hasta que no se terminen los nueve innings». Cuando concluyó el juego, la CNN fue a entrevistarme con más fuerza a mí que a los peloteros que habían hecho la hazaña de haberle ganado a Estados Unidos. Me abordaron los periodistas en la parte de afuera del estadio y dijeron: «Vamos a transmitirles la noticia del mo­ mento, con el árbitro que tuvo la acción…» Y les corté con mucha ironía: «¿La noticia del momento? Ustedes están atrasados. La noticia del momento es que Cuba acaba de derrotar a los Orioles del Baltimore en su patio. Esa es la gran noticia y es la que tiene que salir para el mundo, para que conozcan que nuestro béisbol está a la altura de cualquier béisbol del mundo, demostrado con esta derrota que han sufrido los Orioles con el equipo nacional nuestro. Ya no hay más noticia, la otra invén­ tenla ustedes, pues esa es la noticia que debe salir para el mundo». Les di la espalda y no agregué nada más. Cuando llegué a Cuba, en el aeropuerto estaba nuestro Comandante en Jefe, que fue quien nos había despedido. Me preguntó sobre lo 140 ocurrido y manifestó que mi respuesta a la prensa la cata­ logaba como lo más inteligente que pude haber dicho y pude haber hecho en cuanto a no tratar de robarme el show o de hacer algo que empañara el resultado del juego. «Donde tú ganas la pelea es cuando le contestas a la prensa cuál era la noticia del momento», me dijo y me abrazó. Él no quiere que lo distingan ni lo recuerden como un héroe, sino simplemente como un árbitro cubano de coraje y dignidad patriótica, como a un comunista sin carné, como a un ferviente creyente en los santos y en Fidel. Estuve de ampaya en home en el juego en que el Coman­ dante en Jefe, para hacerle una maldad al presidente venezolano Hugo Chávez, disfrazó de viejitos a los pelo­ teros del equipo nacional. Fidel me preguntó jocosamente que con cuántas bolas se iba para primera, y yo le respondí: «A partir de ahora con dos o cuatro, con las que usted decida». Los compañeros de la Seguridad Personal me alertaron de que en el Latinoamericano, para la protección del Comandante, alrededor del box era el único lugar donde él no debía estar. Pero en medio del juego, él desde el banco se les escapó a los escoltas y se dirigió al box a hablar con Alfredo Street, a quien le habían dado 2 hits seguidos. Tan pronto salió para el box, la Seguridad Per­ sonal trató de que alguien lo sacara de allí, que termina­ ra la visita. Uno de ellos se acercó al home y me dijo: «Hay que sacarlo de ahí». Yo le respondí: «Si hay que sacarlo, yo lo saco, pero después voy a tener problemas con el Jefe». Partí para el box, siempre pensando que lo que iba a ha­ cer era por su bien; sabía que si se estaban preocupando era por su bien. Le manifesté: –Comandante, ya se terminó el horario de la visita. Tie­ ne que abandonar, porque hay que continuar el juego. 141 Él graciosamente se viró y me dijo: –Tienes valor, muchacho, en venir a sacarme de aquí. Y salió caminando para el banco. Cuando terminó el juego me invitó a una recepción que él le iba a dar a Chávez, y allí pude compartir con ellos y tuve la posibilidad de que en mi presencia Fidel le conta­ ra a Chávez quién era yo. Vimos el video de lo ocurrido en Baltimore, y Chávez me felicitó por mi actuación y nos tiramos fotos. Ya cuando me iba a ir, Fidel le dijo a su escolta: «Pusieron al muchacho en un gran aprieto, porque lo mandaron a sacarme del box y cumplió de la mejor ma­ nera. Fue un acto de sinceridad y de seriedad en lo que estaba haciendo, una prueba más de lo que ha logrado con su valor». Sin embargo, no se siente totalmente satisfecho de cómo ha transcurrido su vida. No he podido criar a mis dos hijos ni apoyar a mi esposa. La hembra vive en Europa, estudió en la Escuela de Arte de Santa Clara; y el varón vive conmigo. Al niño le gusta la computación, el béisbol lo ve como algo que lo separa de mí y le perjudica. No puedo estar en la escuela del niño cundo hay una reunión de padres, ni ver el ajedrez ni el baloncesto, que son los deportes que más me llaman la atención y me sacan del estrés del béisbol. La gente me aborda y a mí no me gusta dar criterios sobre temas del béisbol, porque no soy analista; no emito criterios de los directores, respeto ese trabajo y no doy pronósticos, porque la pelota es impredecible y todos los juegos son diferentes, y no se sabe quién va a ganar hasta el out 27. Tengo la dicha de transitar con buen pie. En el béisbol lo más difícil es ser árbitro. ¿Cuántos peloteros estrella hay en nuestra pelota?, ¿y cuántos árbitros de gran calidad han pasado por nuestras series nacionales? 142 No es hacerlo bien un día, es hacerlo constantemente y mantener una carrera de largo alcance. Alberto Juan­ torena, mi amigo personal y mi ídolo en el deporte, en una ocasión me dijo: «¿Cómo se puede alcanzar esa esta­ bilidad en el trabajo, esa paciencia? ¿Cómo se puede transformar el carácter, llevarlo al terreno y ser tran­ quilo, ecuánime, poder controlar a cincuenta mil perso­ nas y parecer que nadie está trabajando?» Cesar Valdés, a los 45 años de edad, tiene aún el vigor juvenil retratándole el cuerpo y el semblante. Rubio, de piel muy blanca, con más de seis pies de estatura y casi 300 libras de peso, se parece más a un europeo que a un latino. No sé si buscó en la religión y en el deporte la manera en el vestir para expresarse tal como es: un hombre en blanco y negro. 143 Anexo Testimonio fotográfico Amado, el Maestro. Alfredo Paz en su hogar habanero. «Allí es bola muerta», explica Omar Lucero a los mánager Eduardo Martín Saura y Esteban Lombillo. «¡Entra!» Un gesto de intercambio amistoso entre Elber Ibarra y Tobías, el recogedor de pelotas, en el Sandino. ¿Ampaya o karateka? ¿Ballet o pelota? «Dame bolas, que aquí no pasa nada», dice Pérez Julién. Omar Lucero, el humorista del arbitraje. Me dejaron sola porque soy la única mujer ampaya. El trío de Elber Ibarra, José Pérez Julién y Jorge Luis Pérez, listos para cantar en un escenario donde nadie los aplaudirá. César Valdés escucha los argumentos que le da el mánager Fidel Castro. Casañas observa el apretado «llegando y llegando». Casañas padre fue como él mismo se define: un árbitro de carácter. Eusebio Preval, chiquito pero guapo. El temperamento de Víctor Mesa como jugador y como mánager ha puesto en tensión a los árbitros. ¿Cinco contra dos?. Eduardo Martín, mánager de Villa Clara, se pone las manos en la cabeza para mostrar su desacuerdo ante una decisión arbitral. Out en home. Jorge Luis Pérez decreta «out» en segunda. En Baltimore, César Valdés evocó la dignidad arbitral de Amado Maestri. Preval discute una jugada con el mánager santiaguero Antonio Pacheco. Omar Lucero y todos los santiagueros cantan «quieto» en home. ¿Quién coge el fly, el ampaya o el cátcher? El torpedero y el segunda base de Villa Clara son los que aparecen en la foto. ¿Pero a quién le canta Ibarra el «quieto»? «Quieto», canta Alfredo Paz. «Strike three», decreta Orlando Camps mientras Ariel Pestano devuelve la pelota. Yo no creo que tocarse la gorra también sea un gesto obsceno. Si no quieres pitchear, entonces lanzo yo. Melchor Fonseca y su estilo de grulla. Melchor Fonseca saluda al recogedor de pelotas. Lo acompañan (de izquierda a derecha) Felipe Casañas hijo, César Valdés, José Pérez Julién y Fernando Zamora. Alfredo Paz: un auténtico hombre de negro. Los pitchers nunca van a pedir la pelota blanca de arriba. «Flores está ponchado. ¿A quién vienes a defender?, ¿a Villa Clara o a tu equipo?», le dice Casañas al coach de Industriales, Juan Bravo. Entre inning e inning, César, Zamora y Pérez Julién se cuentan sus historias. Yanet Moreno. «El que me lance un piropo, se va». Así vio el caricaturista al autor de este libro. Osvaldo de Paula esperando una jugada. Índice Prólogo/ 7 Play ball!/ 11 Amado, el Maestro/ 16 Un partido memorable en Cárdenas/ 22 El último de los mohicanos/ 23 Santos Molina y su fuca/ 33 Perfume de mujer/ 34 Frío compartido/ 40 Humor negro/ 42 La Quinta-Vueltas/ 50 Oda para el Uno/ 52 La guerra con los árbitros/ 56 El Padre, el Hijo y…/ 59 Pan para el bateador/ 69 La copa rota/ 70 Usted cantó bien/ 82 El Rey Melchor/ 83 Jonrón arbitral/ 92 El hombre de las dificultades/ 94 Castellanos, qué malo grita usted/ 103 Juez y parte/ 104 Tremenda suspensión / 109 Cualquier Pérez no es ampaya/ 110 Que nadie me la toque/ 118 El Niño/ 119 Un guajiro sin pena/ 125 Un hombre en blanco y negro/ 126 Anexo Testimonio fotográfico/ 145