La consistencia ontológica de la conciencia en el pensamiento clásico

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PUSC – TESTO PROVVISORIO del XX Convegno della Facoltà di Filosofia 2012
La consistencia ontológica de la conciencia en el pensamiento clásico
Juan José Sanguineti
Universidad Pontificia de la Santa Cruz
1. Introducción
La noción de conciencia, como tantos otros conceptos fundamentales, se puede usar en
diferentes sentidos en el campo de la filosofía y de las ciencias cognitivas, incluyendo a las
neurociencias. Se relaciona con las nociones de conocimiento, darse cuenta, perspectiva en primera
persona, reflexión, intencionalidad, auto-propiedad, yo. En esta ponencia quisiera considerar el
enfoque ontológico de la conciencia típica de los filósofos clásicos, especialmente Aristóteles y
Tomás de Aquino.
En los actuales debates filosóficos el problema de la conciencia se plantea con frecuencia en
un marco principalmente epistemológico. Se la ve, por ejemplo, como un tipo especial de
conocimiento, o quizás como el conocimiento tout court, vinculado a un contenido (soy consciente
de algo), y a la vez perteneciente a un sujeto o mente (yo soy consciente). El contenido puede ser
una alteración psíquica (tengo un dolor) o una operación (veo, pienso), o en otro sentido un objeto,
normalmente llamado objeto intencional (veo un río, entiendo una idea). Se da una frecuente
oscilación en estas discusiones entre la psicología y la ciencia objetiva, es decir, entre la conciencia
como acto psíquico y subjetivo, por un lado, y la conciencia en cuanto referida a un conocimiento
objetivo presente a la mente consciente, por otro lado.
En este cuadro hay dos elementos en juego: primero, el yo (self, sí mismo) y sus operaciones
(o estados); segundo, los objetos de las operaciones del yo. Una serie de problemas surgen de aquí,
por ejemplo, la dificultad de entender el “sí mismo” (o “yo”) como un objeto, o la dudosa necesidad
de remitirse del objeto a la mente consciente, en cuanto en la ciencia parece suficiente habérselas
con objetos, y la introducción de la conciencia o subjetividad, en este cuadro, podría considerarse
como una movida psicológica no necesaria. De aquí podría nacer el proyecto de “naturalizar” a la
conciencia, lo que en la práctica significa reducirla al ámbito físico objetivo (eliminando el enfoque
de primera persona). Pero esta movida significaría un nuevo giro en la mencionada oscilación entre
psicología y ciencia objetiva, o en palabras más claras entre el sujeto y el objeto.
En esta ponencia sostendré que la conciencia en el pensamiento clásico se entiende como una
forma fuerte de ser, que significa “auto-posesión”. Este enfoque es “metafísico” porque en él la
conciencia se considera en relación con el ámbito del ser. El problema no emerge da un acto de
introspección contrapuesto al mundo natural, lo que tiende a crear el dualismo drástico entre mente
y cuerpo, sino que más bien nace de un interrogante ontológico: ¿qué tipo de ser es ser consciente?
De todos modos, no es mi propósito plantear una problemática historiográfica, sino más bien
teorética, aunque me inspiro en elementos del pensamiento clásico.
Procedo a articular el tema en dos pasos: primero, me detendré en el nivel de las operaciones;
en segundo término, pasaré a la cuestión fundamental: el significado no sólo de “ser consciente”,
sino principalmente de “ser auto-consciente”.
2. Sentir y entender las propias acciones
Según Aristóteles, los sentidos como la vista o el oído se refieren a objetos sensibles del
mundo externo, y a la vez las operaciones de ver, oír, oler, etc., pueden ser sentidas por el sujeto
sentiente mediante el sentido común (común a los cinco sentidos externos, a un nivel más alto: cfr.
De Anima, III, 425 b 12-27; De Somno, 455 b 2-8; 456 b 9-13). Con otras palabras, pueden darse
sensaciones referidas a los objetos externos (cosas iluminadas, sonidos producidos por el ambiente),
pero hay también sensaciones relativas a las operaciones psicológicas de sentir o de percibir cosas.
Podemos llamar conciencia sensitiva a esta percepción o sensación de las operaciones sensitivas, si
bien no es una terminología aristotélica. El motivo por el que se postula la auto-sensación es
empírico, pues parece obvio que no sólo sabemos intelectualmente que vemos u oímos, sino que
también percibimos o sentimos cuando vemos bien o mal, o cuando no percibimos para nada, y
también los animales reaccionan de algún modo, por ejemplo, cuando sienten o ven objetos
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molestos, lo cual implica la percepción de una operación sensitiva, en cuanto ésta es cierta
alteración del cuerpo sentiente.
La versión aristotélica de la conciencia sensible parece algo estrecha. La totalidad del cuerpo
en sus movimientos, partes y funciones, es sentida por el sujeto, sea un animal o una persona
humana (propiocepción, interocepción, etc.), por lo que es natural que las operaciones intencionales
(como ver, oler) sean co-percibidas en un cierto grado por el sujeto sentiente. Los sentidos “más
materiales” (tacto, gusto, y de alguna manera el olfato) se refieren tanto a las cualidades de los
cuerpos externos como a las alteraciones de nuestro cuerpo (mientras tocamos un objeto, sentimos
nuestra mano o dedo en su acto de tocar). Los diferentes canales de información constituidos por los
sentidos externos se unifican en la percepción de los objetos externos. Esta percepción está asociada
a la auto-percepción del cuerpo propio. Cada sensación de nuestras actividades corpóreas
(incluyendo el acto de percibir cosas) está siempre situada en el contexto de la percepción de
nuestro cuerpo en acción. Podemos concluir que la percepción del mundo externo es inseparable de
la percepción de nuestro cuerpo en cuanto sujeto pasivo que recibe inputs del exterior y también en
cuanto sujeto activo capaz de manipular las cosas externas del mundo. Conciencia e intencionalidad
están mutuamente vinculadas.
Aristóteles reconoció la posibilidad de una completa autoconciencia en el caso del
pensamiento o entendimiento puro, que puede ser captado como tal, cosa que él atribuyó a Dios
(noésis noéseos: Metaphysica, XII, 1074 b 36). Si percibir que se ve o que se oye puede decirse una
operación de segundo orden, “pensar que se piensa” significa, en cambio, que tal operación puede
ser objeto de ella misma, a través de una forma de “reflexión completa”, en vez de ir hacia “otro
objeto” distinto de la operación misma. Los neoplatónicos llamaron epistrofé a esta actividad, que
en latín se tradujo como reditio o conversio (cambio de dirección, retorno, conversión).
Las operaciones cognitivas normalmente tienen un objeto. La dirección hacia el objeto es
llamada intencionalidad en la filosofía contemporánea. Si ese objeto existe y es realmente distinto
del cognoscente, el movimiento cognitivo intencional puede cualificarse como trascendente más
que meramente inmanente. Así pues, ser conscientes significa saber o percibir las propias
operaciones o acciones, como ver, caminar, trabajar y cosas semejantes. Si estas acciones son
conocidas por el agente, son operaciones “conscientes”, y de otro modo serán “inconscientes”. Pero
hay varios aspectos de los que se puede ser conscientes. Con respecto a la cualidad moral de
nuestras acciones, hablamos de “conciencia moral”. “Conciencia” era una palabra ya popular en la
cultura helenística, a saber, sineídesis, y era empleada por San Pablo en su Carta a los Romanos, 2,
15, en un sentido normal que se hizo ordinario entre los autores cristianos.
A nivel de operaciones, la conciencia, según el pensamiento clásico, aparece de un modo
secundario. El primer movimiento de las operaciones cognitivas está dirigido a los objetos externos
físicos captados por los sentidos. En un segundo movimiento, o también simultáneamente, pero de
un modo condicionado por los objetos externos, el cognoscente podrá reflexionar sobre sus propias
operaciones. Leemos en Tomás de Aquino: “el objeto es lo que es primariamente conocido por el
intelecto humano; secundariamente, se conoce el acto a través del cual se conoce el objeto, y por
medio de este acto se conoce el mismo entendimiento” (S. Th. I, q. 87, a. 3).
Por tanto, la posibilidad de una reflexión (de una completa reflexión) emerge de un
cognoscente que inicialmente está dirigido a los objetos físicos. En una especie de segundo
movimiento, el cognoscente se mueve hacia su interior, es decir, reflexiona sobre sus actos y
descubre su vida interior, sin por eso abandonar el mundo externo, ni el lado “exterior” de sus
condiciones corpóreas. Pero la auto-comprensión intelectual es una percepción —no una
sensación— del hecho de que estamos conociendo y entendiendo algo.
No surge aquí una cadena al infinito, porque el entendimiento “percibe que entiende” (Tomás
de Aquino, S. Th., I, q. 87, ad. 1) en su mismo acto, “entiende que entiende” (Tomás de Aquino, De
Veritate, q. 10, a. 2, c), “es capaz de entender su propio entender” (Tomás de Aquino, Summa
contra Gentiles, IV, 11, n. 3465), por lo que percibe su propia existencia (cfr. Tomás de Aquino, De
Veritate, q. 10, a. 8, ad 1).
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La auto-comprensión de nuestras acciones mediante una percepción intelectual es una
experiencia existencial previa a la elaboración abstracta que busca conocer en profundidad la
naturaleza de las cosas. Conocemos que pensamos y que existimos sin saber exactamente qué
significa pensar y existir, así como conocemos y entendemos las cosas materiales de modo previo a
toda visión científica al respecto. “Alguien percibe (percipit) que tiene alma, que vive y que existe,
en la medida en que percibe que siente y que entiende, o que ejerce este tipo de actos vitales”
(Tomás de Aquino, De Veritate, q. 10, a. 8). De modo semejante, “percibimos que queremos en el
mismo acto de querer” (Tomás de Aquino, S. Th, I-II, q. 112, a. 5, ad 1).
Ahora bien, dado que la comprensión intelectual supone la capacidad de juzgar la verdad o la
bondad de una acción o de un evento, la auto-comprensión implica la capacidad de auto-juzgar la
validez de las propias acciones, en la medida en que tales acciones son guiadas por nuestros juicios.
Con otras palabras, si juzgo a mis juicios, puedo libremente guiar mi conducta racional, con la
posibilidad de auto-corregir mis elecciones. Una completa autoconciencia es, en este sentido, la raíz
del libre arbitrio. Ser auto-consciente significa ser auto-guiado, si bien la posibilidad de juzgar mal
surge de la posibilidad de no juzgar de acuerdo con la verdad y el bien. De nuevo Santo Tomás:
“Juzgan libremente los que pueden moverse a sí mismos según su juicio. Pero para ser capaces de
juzgar el propio acto de juzgar, una facultad tiene necesidad de ser capaz de reflexionar sobre sí
misma. Si la facultad tiene necesidad de juzgarse a sí misma, tiene que conocer su juicio. Es ésta
una característica de la inteligencia. Los animales son libres, en cierto sentido, sólo con relación a
sus movimientos y actos, pero no tienen libre juicio” (Summa contra Gentiles, II, 48, n. 1243).
Volviendo a Aristóteles, hay otro notable aspecto de la conciencia evidenciado en sus escritos
éticos. Sigamos sus palabras acompañados por el comentario del Aquinate, lo que hace más fácil la
comprensión del pensamiento aristotélico. Anticipando de algún modo el cogito cartesiano, pero en
un sentido diverso, Aristóteles/Santo Tomás sostienen que la auto-percepción de nuestras
sensaciones y pensamientos equivale a la auto-percepción de nuestra existencia intelectual y de
nuestra propia vida. En consecuencia, la auto-percepción, en las sensaciones y pensamientos, es el
modo más alto en el que los seres humanos pueden vivir y existir. No es simplemente vivir, sino
“vivir bien”, y eso implica que sea extremadamente agradable. Con otras palabras, vivir, y sentir y
entender que se vive, es la fuente de un gozo profundo (para Aristóteles, el placer significa en
última instancia el placer de vivir). “Al sentir que sentimos, y al entender que entendemos, sentimos
y entendemos nuestra propia existencia, y ya se dijo antes que para el hombre ser y vivir es
principalmente sentir y entender (…) Sentir que uno es viviente pertenece ciertamente al género de
las cosas agradables. Como se ha mostrado antes, vivir es naturalmente bueno. Por eso, sentir que
uno existe en un modo bueno es máximamente agradable” (Tomás de Aquino, In IX Ethic., lect. 11,
n. 1908, correspondiente a Aristóteles, Etica a Nicómaco, IX, 1170 a 30 - b 5, y Etica a Eudemo,
1244 b 25-35, 1245 a 5-10)1.
La autoconciencia significa, entonces, conocer la verdad sobre nosotros mismos. Esta verdad
se relaciona con lo que los escolásticos llamaban “el bien trascendental”. Ser auto-conscientes
según la verdad de lo que realmente somos, por tanto, quiere decir alcanzar lo mejor de nuestras
posibilidades, y esto significa “vivir en el mejor modo”. La percepción o el sentimiento de lo que es
bueno es, por definición, gozoso, porque para los filósofos clásicos como Aristóteles y el Aquinate
la dicha y el gozo surgen de la percepción de la propia existencia y acciones como algo
intrínsecamente bueno. Pero apreciar algo como bueno es amarlo.
En esta especie de “teorema metafísico”, ahora llegamos a la inesperada conclusión de que la
autoconciencia, presuponiendo su anclaje en la verdad sobre nosotros mismos, es gozosa, y por
tanto comporta un amor de nosotros mismos. El conocimiento existencial o “conocimiento
perceptivo” no puede separarse de una apreciación emotiva (clásicamente llamada “apetitiva”) de lo
1
Aristóteles emplea los términos aísthesis y noêin, y el Aquinate usa los correspondientes términos sentire e
intelligere, que traducimos como “sentir” y “entender” (o “comprender”).
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bueno o malo que es el objeto conocido. En consecuencia, percibir la propia vida es inseparable de
amar y gozar de la propia vida, lo que implica, por desgracia, que la auto-percepción de algo
incorrecto o malo en nosotros mismos supone sufrimiento y odio.
Esta conclusión aristotélica se comprende en la medida en que consideramos el conocimiento
como vida, y no como algo que simplemente produce conclusiones, lo que puede ser realizado por
máquinas, podríamos decir con palabras modernas. Conocer no basta. Tenemos que conocer que
conocemos, pues de otro modo nuestro conocimiento no sería una parte de nuestra vida, y nuestras
operaciones podrían ser substituidas por las de cualquier otro sujeto. El sujeto sería irrelevante. El
siguiente notable texto aristotélico subraya la importancia del enfoque de primera persona: “Percibir
y conocerse a sí mismos es lo más deseable para cada uno (…) Si alguien aislara el conocimiento,
abstrayéndolo de la vida (…) no habría ninguna diferencia entre el hecho de que conocemos
nosotros o cualquier otro. Pero eso sería como que otro viviera en lugar de mí mismo” (Aristóteles,
Etica a Eudemo, 1244 b 25-30).
Es sorprendente que Aristóteles discuta este problema en su tratado sobre la amistad. No hay
que extrañarse de que, siguiendo el principio de que una persona que posee muchos bienes, pero sin
amigos, es menos feliz que quien comparte sus bienes con amigos, la conclusión es que una
autoconciencia y un amor de sí mismo solitarios no son de ningún modo deseables y que son causa
de aflicción (cfr. Etica a Nicómaco, IX, 1169-1170). La extraordinaria conclusión aristotélica es
que, si vivir es percibir, sentir y entenderse a sí mismos, entonces la vida máximamente deseable
será co-percibir, co-sentir y co-entender junto al amigo, es decir, con “otro yo” (állos autos: Etica a
Eudemo, VII, 1245 a 30) que recíprocamente co-perciba, co-sienta y co-entienda junto a nosotros.
“Es manifiesto que la vida es percepción y conocimiento, por lo que la vida social es percepción y
conocimiento en común (Etica a Eudemo, VII, 1244 b 25). Esta traducción [del inglés] de alguna
manera trivializa el principio. Aristóteles dice más bien que co-percibir y co-comprender, es decir,
percibir y comprender juntos, es una forma de vida. Claramente sugiere (cfr. Etica a Eudemo, VII,
1244-1245) que estas operaciones, si la otra persona es un amigo, lo que supone percibirlo “como
otro yo”, constituyen un acto de auto-percepción y de auto-conocimiento más noble y un modo de
vivir más alto que una vida solitaria auto-consciente y auto-amante. Por tanto, la amistad
autoconsciente es un modo más alto de ser auto-conscientes. “Percibir y conocer a un amigo, en
consecuencia, es necesariamente un modo de percibir y de conocerse a sí mismos” (Etica a
Eudemo, VII, 1245 a 35).
Recapitulemos los puntos hasta ahora considerados en las siguientes observaciones:
1. Aristóteles reconoció la posibilidad de sentir y conocer las propias sensaciones y
operaciones vitales. Este tipo de conocimiento se llama conciencia. Para Tomás de Aquino, el autoconocimiento es completo en el acto de auto-entenderse. En cuanto tal acto retorna al punto de
partida, se realiza en el modo de una completa inversión sobre nosotros mismos, denominada
reflexión. Sin embargo, la reflexión humana no es absoluta, porque realmente comenzamos a
conocer a partir de los objetos sensibles externos. La conciencia de conocer estos objetos nos
permite percibir nuestras propias operaciones intelectuales.
2. La autoconciencia no alcanza sólo las propias operaciones y acciones, sino también nuestra
existencia como sujetos vivientes, lo que incluye la auto-percepción del propio cuerpo como parte
de nuestra subjetividad viviente. En este sentido, podemos decir que la autoconciencia se refiere a
nuestro “sí mismo”, es decir, a nuestra existencia como sujetos o, en otras palabras, a nuestro “yo”,
es decir, “nuestra persona” en cuanto tal (por definición, una persona corpórea es un viviente capaz
de tener autoconciencia cuando llega a una normal condición física desarrollada).
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3. La autoconciencia no significa clausura existencial. Según ciertas alusiones aristotélicas, el
enfoque cognitivo contenido en la amistad, donde el otro sujeto es visto como otro “sí mismo”, con
reconocimiento mutuo, implica un incremento recíproco de autoconciencia2.
4. La autoconciencia existencial (contrapuesta a una captación abstracta de nosotros mismos),
si es completa y verdadera, se asocia al amor de sí y al gozo. Este tipo de autoconciencia se cumple
plenamente sólo en la amistad, y no de modo solitario.
3. La autoconciencia como el modo más alto de ser
He comenzado esta ponencia contrastando el enfoque epistemológico de muchas discusiones
modernas sobre la conciencia con la preocupación metafísica típica del pensamiento clásico.
La visión biológica contemporánea de este aspecto de nuestra condición humana, compartido
en parte con los animales, podría ser convergente, en mi opinión, con la perspectiva ontológica que
propongo replantear en nuestra búsqueda de la conciencia. Aludo a la biología porque, como ya
hemos visto, la conciencia en Aristóteles y Tomás de Aquino (pero también en muchos otros
filósofos clásicos, como Platón, Plotino o Agustín) se concibe fundamentalmente como una especial
modalidad de vivir: vivir en la forma de ser conscientes. No se da, pues, una oposición frontal entre
ser y conocer. No se trata, como suele pensarse, de que el ser sea sólo el objeto del pensar, aunque
esto último es igualmente cierto. Es más, de un modo muy especial, ser, como vivir, significan ser
conscientes, vivir de un modo consciente.
La comparecencia de algo parecido a un “sí mismo” corresponde a la vida. De hecho, la vida
ha sido entendida tradicionalmente como el auto-movimiento con un fin, es decir, un automovimiento teleológico3. Este auto-movimiento no es una pura y simple espontaneidad, sino que
incluye un auto-control en una variedad de situaciones (hoy diríamos “control de la información”).
En la vida la meta o finalidad es el mantenimiento y la expansión de la vida misma y no algo
externo a este objetivo. Con palabras más precisas, podríamos decir que la vida se caracteriza por el
auto-movimiento (auto-organización, auto-regulación, auto-adaptación) en función de la vida
misma (la vida de una unidad singular, o bien la vida de cada especie biológica). El viviente puede
decirse un “sí mismo” en el sentido de que su identidad es preservada como un “valor” que merece
ser defendido contra los peligros endógenos y exógenos, y que tiene necesidad de desarrollarse y
construirse en la forma de un organismo estructurado y maduro.
El término lingüístico reflexivo sí mismo (autós, seipsum) indica un esfuerzo para expresar
este tipo de movimiento o de acción que se despliega no desde algo hacia algo diverso (digamos:
desde A hacia B, que es no-A), sin ninguna identidad, sino como una forma de movimiento que
enriquece “en sí mismo” al sujeto que se auto-mueve (digamos: se mueve desde A hacia “más A”),
mediante un proceso de desarrollo y de diferenciación, y mediante una multiplicidad de
operaciones. El mantenimiento de esta identidad (el sí mismo, el sujeto) no es lógico, sino
dinámico, vital, y puede llamarse inmanencia. En vocablos griegos, podemos decir que este
movimiento no es una pura kínesis, sino más bien una enérgeia (“acto inmanente”), o también
praxis (acción, operación). La subjetividad y el poder de actuar (agency) aparecen en la naturaleza
por primera vez en los vivientes. Por tanto, un viviente, en la visión aristotélica de la vida, es una
unidad que de alguna manera (no absolutamente) surge desde sí misma (A naciendo de la misma
A), cosa compatible con el hecho de ser generados a partir de otra unidad, o desde diversas
2
Sería tentador hacer comparaciones con la visión de Hegel sobre la autoconciencia, pero evitaré este punto,
demasiado amplio como para desarrollarlo en este lugar.
3
Para el Aquinate, el viviente es la substancia capaz de auto-moverse: cfr. Tomás de Aquino, In II De
Anima, lect. 1, n. 219; lect. 5, n. 285. En una de las mejores definiciones de la vida que he encontrado,
Tomás de Aquino dice que “los seres vivientes son los seres que se mueven a sí mismos en sus acciones
(viventia sunt quae seipsa movent ad agendum)”: C. G., IV, c. 11. Esta caracterización contiene
implícitamente la idea de auto-movimiento “teleológico”.
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situaciones previas (en la evolución). Además, el viviente obra a favor de sí mismo (A por amor de
la misma A).
Llegados a este punto, me basaré en el principio tomista de la “creciente inmanencia” como
caracterización de los grados de la vida. El principio —se me permita llamarlo así— está propuesto
en el cuarto libro de la Summa contra Gentiles: “cuanto más alta es una naturaleza, tanto más
íntimo [más inmanente] le resulta lo que emana de ella” (C. G., IV, c. 11)4. Este principio en
apariencia “inocente” y más bien abstracto significa, en la mente de Santo Tomás, nada menos que
el hecho de que los vivientes serán ontológicamente más altos según el grado creciente de
inmanencia de sus operaciones vitales. Se puede prever fácilmente que, en este sentido, la
autoconciencia será el grado más alto de la vida, y sin duda del ser en cuanto tal. No puedo aquí
presentar en detalle este capítulo tomista, demasiado complicado para analizarlo, pero para el
objetivo de esta exposición iré sencillamente a los puntos esenciales del tema.
La vida animal añade a la vida orgánica la nueva cualidad de percibirla y sentirla. Los
animales perciben y sienten los auto-movimientos de su cuerpo, y en cierto grado usan la autopercepción de su cuerpo activo en un ambiente para controlar sus movimientos intencionales.
Percibir y sentir no es todavía la autoconciencia, pero es claramente un nuevo modo de ser del
cuerpo viviente. ¿Cuál es la diferencia entre tener una mano y sentir la mano? ¿Por qué
presuponemos que esto último es mejor? ¿Cómo podemos explicar qué es lo característico de la
conciencia sensible, puesto que “sentir la mano” es ser consciente (no de modo intelectual) de mi
mano? ¿Qué tipo de relación tengo con mi mano cuando digo que la veo, la toco, siento sus
movimientos, quizá con dolor? No tengo la intención de responder a estas preguntas, sino sólo
estimular a una reflexión sobre la cualidad del sentir y el percibir, en definitiva la cualidad del acto
de conocer. Cuando conocemos la cosa física A, el objeto A es elevado a un modo más alto de ser,
aún guardando su propia identidad y sin desmedro de su relación intencional.
Además, el conocimiento sensible no está abierto sólo al propio cuerpo, sino también a los
otros cuerpos del ambiente. Usamos la palabra percepción para indicar la noticia sensible de las
cosas físicas que vemos, escuchamos, tocamos, etc. Preferimos utilizar el término sentir para
indicar la auto-percepción de nuestro cuerpo y de nuestras acciones, también las de las operaciones
de “percibir” las cosas exteriores (que no “sentimos” en primera persona). Por tanto, “sentir” indica
la conciencia sensitiva, sin por eso privarla de sus objetos intencionales. Los dos tipos de acciones
(percepciones y sensaciones) están entrelazados (las percepciones se sienten, y las sensaciones
incluyen percepciones), pero lo esencial en la conciencia animal sensitiva es la presencia de su “sí
mismo” vivenciado, ese “sí mismo” característico del viviente, pero que ahora es “poseído” en un
sentido que consiste en un sí mismo que se auto-percibe y se auto-siente, abierto al mundo en un
modo intencional.
La autoconciencia, en un sentido específico aplicado sólo a los seres humanos, es la autocomprensión. Entender (noêin, intelligere) significa en la concepción clásica alcanzar en cuanto tal
la existencia de algo cuya esencia podemos captar y analizar mediante una operación llamada
“abstracción”. Entender una cosa o un evento, y no simplemente percibirlo con los sentidos (verlo,
sentirlo), es ante todo una apropiación intencional (no física) de su naturaleza5. “Los seres
cognoscentes difieren de los no-cognoscentes por el hecho de que estos últimos sólo poseen su
propia forma, mientras que los que conocen son capaces de poseer también la forma de otras cosas”
(Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 14, a. 1, c; De Veritate, q. 2, a. 2, c).
Esta capacidad intelectiva, aplicada al mismo cognoscente mediante la reflexión, como vimos
en la primera parte de nuestra exposición, es la autoconciencia en un sentido fuerte, lo que entonces
quiere decir “poseerse” a sí mismos en el sentido de llegar a lo que realmente somos. Esta auto-
4
“Quanto aliqua natura est altior, tanto id quod ex ea emanat, magis ei est intimum”.
En un segundo sentido, entender es conocer el significado de un símbolo. Pero primariamente es conocer
(de alguna manera) “lo que una cosa es”, y no simplemente saber el significado de una palabra.
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posesión, sin embargo, no es intencional, pues no se refiere a algo distinto del cognoscente. Es una
total auto-reflexión con la que conocemos nuestra propia identidad como “nuestro sí mismo como
tal”, es decir, nuestra existencia como existencia subjetiva (lo que se expresa con la palabra yo).
Pero de un modo inesperado, el auto-conocimiento intelectual es distinto del conocimiento
intelectual de otras cosas, pues es una forma de auto-percepción existencial, por otra parte
completamente diversa del sentir el cuerpo como un todo, aunque lo incluye (mi cuerpo).
La autoconciencia, en un sentido mínimo, es la continua conciencia de nuestra vida y de
nuestra existencia personal6. Se basa en la conciencia en el sentido de estar despiertos y no
dormidos (conciencia sensitiva), pero añade nuestra normal auto-comprensión como personas. La
persona es el “sí mismo” humano, esté o no en estado de conciencia, pero siempre dotada de la
potencialidad de la autoconciencia intelectual y existencial (“yo soy, existo, quiero, pienso”), si bien
esa potencialidad puede no estar desarrollada, o estar lesionada.
Las cualidades de la autoconciencia se pueden ver en una perspectiva psicológica, o bien con
una visión más metafísica. Algunos aspectos que estoy indicando están más desarrollados en la
filosofía moderna o en las ciencias como la psicología o la neuropsicología, pero son compatibles
con las características ontológicas asignadas a la autoconciencia en la filosofía clásica y delineadas
en esta ponencia. Empleo el término “conciencia” en el sentido de la conciencia sensitiva, o
sencillamente como conocimiento intelectual consciente, contrapuesto a “inconsciente”, y uso la
palabra “autoconciencia” en el sentido de “conciencia intelectual de nuestra existencia personal”.
Ahora me refiero principalmente a la autoconciencia.
En primer lugar, psicológica y fenomenológicamente podemos decir:
1. La autoconciencia no es cerrada, sino abierta al mundo. Con otras palabras, su consistencia
como unidad inmanente (en cuanto vuelta hacia sí misma) es compatible con su trascendencia,
concebida como una “relación cognitiva” referida a la existencia de cosas reales.
2. Es continua, en el sentido de que no es propiamente una operación singular, sino más bien
un estado cognitivo permanente (un hábito en el sentido aristotélico) subyacente a cada operación
cognitiva dirigida al mundo o a cualquier otro objeto. Obviamente la autoconciencia, ligada a la
memoria, sufre procesos de intensificación o de reducción de la atención, y puede ser “desactivada”
cuando dormimos o nos desmayamos.
3. La autoconciencia normalmente es implícita. Se hace explícita en el lenguaje o en la
investigación científica y filosófica (como estamos haciendo ahora). Este último proceso puede
llamarse objetivación (producción de un concepto o idea)7. Pero este objeto, en su contenido, pierde
el sujeto, en cuanto no es un acto, y mucho menos una operación vital (la idea de “mí mismo” no es
mí mismo: cfr. L. Polo). Sin embargo, el objeto (el conocido enfoque de tercera persona) es siempre
objeto de un sujeto pensante. Mediante los objetos intencionales (“pensamientos objetivos”)
alcanzamos cosas y eventos realmente existentes, tanto internos como externos. Los actos con los
que nos “objetivamos” con respecto a eventos de nuestro pasado personal constituyen nuestro yo
narrativo. La auto-reflexión objetivante es un proceso sin fin, abierto a nuevas visiones
comprensivas, con el objetivo de hacernos siempre más conscientes de la verdad y el valor de
nosotros mismos (en muchos sentidos: psicológico, social, pero principalmente moral y religioso)8.
6
Véase en el n. 2 de la sección anterior nuestra definición de persona. En esa misma sección he introducido
algunas citas de Tomás de Aquino que reconocen una verdadera percepción de cosas no físicas: nuestra
inteligencia, nuestra voluntad, nuestra existencia, nuestra alma.
7
Tomás de Aquino distingue entre una autoconciencia perceptiva existencial y una elaboración racional y
teorética con relación al yo humano: cfr. S. Th., I, q, 87, a. 1; C. G., II, c. 75, n. 1556; De Veritate, q. 10, a. 8.
8
Las distinciones entre conciencia primaria y conciencia de orden superior (Edelman, The Remembered
Present, 1989; Edelman y Tononi, A Universe of Consciousness, 2002) y entre conciencia nuclear y
conciencia extendida (Damasio, The Feeling of What Happens, 1999) pueden situarse dentro de esta serie de
propiedades fenomenológicas de la conciencia. Obviamente, esas distinciones implican diversos sentidos del
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Sea como sea, la auto-reflexión presupone la autoconciencia habitual, que propiamente no puede
reducirse a objeto. Con otras palabras, las operaciones de auto-objetivación deben siempre
reconducirse a nuestra autoconciencia habitual.
4. La conciencia y la autoconciencia están materialmente fundadas en circuitos cerebrales
relativos a estados y operaciones cognitivos y apetitivos. Las integraciones cerebrales operadas por
los circuitos neurales cubren asociaciones psicosomáticas que comprenden los diversos aspectos de
la conciencia. Los dinamismos y las redes neurales constituyen la dimensión neural de las
operaciones psicosomáticas, en cuanto suponen la base física causal de las funciones intelectivas
con ellas relacionadas9. Estas funciones pueden referirse a ciertas áreas del cerebro, pero la
autoconciencia como tal ha de verse más bien como distribuida en diversas activaciones cerebrales
coordinadas. La actividad neural explica la existencia de estados mentales inconscientes y la
posibilidad de la emergencia de la “pantalla consciente” de la mente humana.
Dirijo ahora mi atención a las características ontológicas de la autoconciencia según Tomás
de Aquino. Subrayaré al respecto sólo dos puntos: 1) la autoconciencia como consistencia
ontológica, como “ser” en sentido fuerte; 2) la autoconciencia en el ámbito de las relaciones
interpersonales. Estos aspectos pueden parecer discutibles, en cuanto son muy metafísicos. El
primero está claramente presente en el Aquinate. El segundo, a mi parecer, se puede considerar más
bien heurístico.
I. Identidad inteligible y reflexión completa: la vía hacia la inmaterialidad. He iniciado estas
consideraciones señalando la identidad dinámica del ser viviente. Su unidad “que se auto-preserva”
llega a ser un real sujeto, una identidad inmanente que emerge sobre el puro pasar de la materia en
flujo (la enérgeia que supera la kínesis). El pensamiento humano, en Aristóteles y Tomás de
Aquino, comprende las cosas físicas llegando a sus naturalezas (lo que ellas son realmente) a través
de una esencia abstracta, que permanece “fija” e idéntica, y así queda preservada del paso del
tiempo. Como los filósofos saben, Platón creía en la existencia de un ámbito constituido por formas
inteligibles absolutas, por encima y más allá de las cosas materiales fluyentes. En un marco
aristotélico, en cambio, estas formas (objetos intencionales del pensamiento) se conciben como
presentes a una mente, pues la inteligibilidad remite a una inteligencia, y de modo semejante un
pensamiento requiere un pensante. Esta mente es, sin duda, la inteligencia humana abstrayente10.
El objeto pensado puede ser cualquier cosa del mundo11, que en cuanto pensado sobrepasa la
existencia material, y aunque como tal no sea real (pero en los casos normales se refiere
intencionalmente a cosas reales), él está contenido como objeto “dentro” de ese viviente que es la
mente humana. Si esto es verdad, entonces nuestra mente debería ser inmaterial, a causa de la
proporción entre lo pensado y el pensante, intencionalmente “idénticos”. Podríamos llamar a esta
inmaterialidad una forma de “consistencia ontológica” que emerge sobre el flujo de la materia, si
bien está presente como acto en nuestra constitución corpórea.
término “inconsciente”, y pueden también ser útiles para especificaciones más precisas en la descripción de
las patologías de la conciencia, así como en el tema de los estados alterados de la conciencia.
9
Ver sobre este tema C. Koch, The Quest for Consciousness, 2004, G. Tononi, Consciousness as integrated
information: a provisional manifesto, “Biol. Bull” (2008), 215, pp. 216-242; G. Tononi, G., y C. Koch, The
neural correlates of consciousness. An update, “Ann. N. Y. Acad. Sci.” (2008), 1124, pp. 239-261. Para los
aspectos filosóficos, cfr. J. J. Sanguineti, Filosofia della mente, Edusc, Roma 2007; J. J. Sanguineti, A.
Acerbi, J. A. Lombo (eds.), Moral Behavior and Free Will. A Neurobiological and Philosophical Approach,
IF Press, Morolo (FR, Italia) 2011.
10
Admito que estoy presentando una interpretación personal del Aquinate y de Aristóteles, sin la pretensión
de hacer aportes historiográficos. Sin embargo, estimo que lo que digo corresponde verdaderamente a la
filosofía aristotélica y tomista.
11
Cfr. Aristóteles, De Anima, III, 431 b 20 (nuestra inteligencia intencionalmente identificada con la
totalidad de los seres) y Tomás de Aquino, De Veritate, q. 2, a. 2, c.
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¿Pero qué tiene que ver este punto con nuestro tema de la autoconciencia? La respuesta a esta
pregunta, me atrevo a decir, sigue la línea del ya mencionado principio de la creciente inmanencia.
El objeto pensado (simbólicamente, pensemos en el objeto A) es pensado conscientemente (sin
duda, muchos aspectos de nuestra mente son inconscientes, por ejemplo la conservación del saber
en nuestra memoria). En consecuencia, el sujeto pensante o que entiende, cuando piensa en modo
consciente, debe ser autoconsciente, pues de otro el objeto pensado no sería presente a nadie y
nuestro acto de pensar supondría un total olvido de nosotros mismos. Por otra parte, este último
punto es obvio: cada vez que pensamos en un objeto, estamos habitualmente conscientes. El objeto
pensado es inseparable del sujeto pensante.
Tomás de Aquino toca este punto cuando comenta la oscura frase aristotélica de que “en las
cosas que son sin materia, el pensante y lo pensado son la misma cosa” (De Anima, III, 430, a 2-5).
El significado de este aserto parece presuponer la inmaterialidad, que para Aristóteles implica una
plena actualidad (remoción de la potencialidad material), como condición para la identificación
intelectual entre el cognoscente y lo conocido12. Pero la proposición citada podría también significar
que si un ente es inmaterial, deberá entenderse a sí mismo (y por supuesto entender)13.
Más allá de lo que esa sentencia pueda significar, es claro que vamos en la dirección de la
autoconciencia, lo que significa un “sí mismo” que reflexiona completamente sobre sí mismo,
incluya o no tal sujeto la presencia de objetos14. Como estamos en el contexto de la aprehensión
intelectual de los entes, tenemos que concluir que el modo más alto de ser es el auto-entendimiento,
y que todo tipo de conocimiento intelectual, es decir, la comprensión de entes y objetos, tiene que
incluir alguna forma de auto-entendimiento15.
Al discutir este punto, en varios sitios Tomás se remite al famoso dictum del Liber de Causis:
“todo el que conoce su propia esencia, vuelve a ella con una vuelta completa sobre sí mismo”16.
Esta epistrofé es epistemológica, pero también ontológica. En la lectura que hace Santo Tomás, la
expresión “retorno a la propia esencia” significa que, en la medida en que esta auto-comprensión
inmanente es completa o independiente, la inteligencia que realiza tal reditio será independiente o
capaz de existir por cuenta propia17. Pero independencia no significa aislamiento o separación18.
Una absoluta reditio (en sentido metafórico) es atribuible sólo a Dios. En los seres humanos, la
reditio es interpretada por el Aquinate como un proceso racional “circular” (discursus, quidam
circuitus) que va primero a los objetos y después, por vía de reflexión, vuelve a nuestras
12
Cfr. Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 55, a. 1, ad 2; q. 87, a. 1, ad 3; De Veritate, q. 2, a. 2, c.
El Aquinate señala explícitamente que “si una forma inteligible subsistiera por su cuenta, en el género de
las cosas inteligibles, esa forma debería entenderse a sí misma”: S. Th., I, q. 56, a. 1, c.
14
La presencia de objetos supone, sin embargo, una dependencia, esto es, una autoconciencia imperfecta:
cfr. Tomás de Aquino, In X Metaph., lect. 11, n. 2617-2621; S. Th., I, q. 56, a. 1.
15
La identidad ontológica entre voûs, vóesis y voetón es un principio fundamental en la metafísica de
Plotino: cfr. Enéadas, V, 3, 5 (también V, 1, 4; V, 3, 4).
16
“Omnis sciens essentiam suam, est rediens ad essentiam suam reditione completa”: Tomás de Aquino, De
Veritate, q. 2, a. 2, objeción 2 y respuesta; In Liber de Causis, propositio 15. El Liber de Causis es un escrito
medieval islámico, anónimo, perteneciente a círculos neoplatónicos e inspirado en la obra Elementatio
theologica de Proclo (cfr. proposiciones 15-17).
17
“El retorno a la propia esencia del libro De Causis no significa sino la auto-subsistencia de la cosa”:
Tomás de Aquino, De Veritate, q. 2, a. 2, ad 2.
18
En efecto, Tomás señala en De Veritate, q. 2, a. 2, ad 2, que un ser perfectamente independiente como
Dios puede, de todos modos, estar presente “de modo influyente” en las cosas finitas, en función de la
perfección ontológica de las cosas, sin por eso perder su propia identidad. En un sentido diverso, el Aquinate
sostiene tanto la consistencia metafísica del alma intelectual humana en cuanto capaz de ser independiente,
como su carácter “animante” en cuanto es esencialmente el acto substancial de la materia en el cuerpo
humano (cfr. S. Th., I, q. 75).
13
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operaciones interiores y al propio yo19. Pero la autoconciencia habitual está siempre presente en
toda operación consciente humana, como plataforma indispensable para el auto-conocimiento
personal.
II. La autoconciencia en el ámbito de las relaciones interpersonales. En la primera sección de
esta exposición he consignado las observaciones aristotélicas en sus dos Eticas relativas a la
perfección superior del co-percibir y co-comprender en la amistad. Como una persona mira a su
amigo como a un “otro yo” y al revés (la amistad perfecta es recíproca), se puede hablar de
“autoconciencia” intrínseca a la amistad como de algo más perfecto, y más rico en su inmanencia,
que una autoconciencia aislada presuntamente auto-suficiente. Este punto podría desarrollarse en
muchos aspectos (pensemos en temas como el reconocimiento, el amor, el gozo, la auto-donación,
cuestiones sociales y familiar, la relación con Dios). En este sitio no puedo sino hacer una mínima
alusión conclusiva sobre su riqueza potencial. Este desarrollo teorético debería incluir la relevancia
de la gratuidad (amistad por amor de la comunicación, no sólo por necesidad) y la importancia de la
identidad personal en la profunda relación cognitiva y afectiva con el “otro yo”: una unión mutua
que mantiene las distinciones personales, pues de otro modo el yo se desvanecería en su relación
con la otra persona.
La amistad, en su sentido genuino, significa conocer y apreciar al otro “como otro mí
mismo”. Se va aquí mucho más allá del simple reconocimiento del otro como un “yo” igual a mí. El
verdadero amor de amistad supone una apropiación del otro “sí mismo” como si fuera una parte de
mí mismo, y viceversa. Este hecho presupone una autoconciencia mutuamente compartida, una
forma de unidad “común” en la pluralidad, que se actualiza en cada interacción cognitiva y afectiva.
De la doctrina cristiana trinitaria surgen, en mi opinión, estímulos para una concepción
ontológica de estos puntos. El principio de la “creciente inmanencia” es argumentado por el
Aquinate en un capítulo teológico (C. G., IV, c. 11) con el objeto de ilustrar cómo las
manifestaciones primitivas biológicas de la inmanencia son de alguna manera como los primeros
pasos de lo que en Dios Trino se realiza plenamente, precisamente en las “procesiones”
constitutivas del auto-conocimiento y del amor de sí que “tienen lugar” en el interior de la Vida
divina.
Para concluir, sostengo que el tema de la autoconciencia, desarrollado en una perspectiva
ontológica, ayuda a mejor entender tanto el ser como a la persona humana, y también a Dios.
Nuestra autoconciencia, en cuanto es un aspecto decisivo de nuestro yo personal, nos vuelve hábiles
para conocer a las otras personas. Tiene necesidad de ser desarrollada y llevada a la unidad en
muchos aspectos. Es finita, por tanto no es del todo transparente ni auto-suficiente, por lo que tiene
necesidad de un fundamento trascendente. Pero si existe una forma de amistad entre el hombre y
Dios, entonces nuestra autoconciencia encontrará en esta relación su cumplimiento ontológico.
19
Cfr. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 2, a. 2, ad 2.
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