GIUSEPPE ALBERIGO LA IGLESIA LOCAL EN LA EDAD MODERNA Tras el Vaticano II se vuelve a hablar con fuerza de las iglesias locales y se va llegando a la concepción de una historia de la iglesia entendida como comunión de dichas iglesias concretas donde se desarrolla la experiencia de fe. El presente artículo, un estudio cronológico de las diversas iglesias locales en occidente desde Trento a la segunda guerra mundial resulta muy iluminador y de gran ayuda para, a partir de las diversas experiencias locales cristianas, componer una sinfonía de comunión. En el momento actual -en que se habla de comunidades «de base» concretas, «populares»esta aportación histórica es muy valiosa. La chiesa nell’età moderna, Cristianismo nella storia, 7 (1986) 63-86 No existe todavía una historia de la iglesia concebida como comunión de las iglesias locales. Este hecho se debe a que la historia de la iglesia como disciplina científica surgió y se desarrolló en el clima de una eclesiología universalista, donde la religiosidad popular o la iglesia "de base" no ocupaban ningún lugar considerable. Con esta afirmación no pretendo minusvalorar las aportaciones de la historiografía eclesiástica local (historia de la diócesis, parroquias, confraternidades, conventos...), pero sí hacer notar el salto metodológico cualitativo entre la suma de historias locales y una historia de la iglesia concebida como comunión de iglesias a nivel mundial. Una historiografia así entendida hace referencia a una comprensión de la historia de la iglesia a partir de las comunid ades cristianas concretas, donde se desarrolla la experiencia de fe. Intentaré mostrar una panorámica en orden cronológico de las diversas iglesias locales que han existido en occidente durante el período que abarca desde el concilio de Trento hasta la segunda guerra mundial, y haré notar la interdependencia de los aspectos comunes y de los aspectos específicos de cada una de ellas: espacio - temporales, culturales (campo-ciudad), lingüísticos (latín, lengua vulgar, dialectos), clases sociales, sedimentos tradicionales... No se trata de un intento de reducir la historia a fenomenología, sino de partir de las diversas experiencias locales cristianas para componer, desde ahí, una sinfonía de comunión. 1. La situacion de la iglesia en Europa en los inicios de la edad moderna Existía una gran diversidad y no estaba exenta, de contradicciones, tanto en el plano doctrinal como en el fenomenológico. Esta situación se debía a que no existía ninguna norma eclesiológica general. Todavía estaba vigente de la práctica tradicional según la cual los cristianos se aglutinaban sin más en torno a instituciones locales (parroquias, diócesis) o a iniciativas espontáneas (confraternidades, terceras órdenes). Una situación general de decadencia había provocado el retorno a ciertas prácticas paganas y supersticiosas. Pero junto a este estado de las cosas comenzaba a surgir una nueva concepción de la iglesia, que priorizaba la universalidad y la organización jerárquica. Según este punto de vista, la iglesia era considerada como "universitas, (congregatio) fideliurru", más allá GIUSEPPE ALBERIGO de toda localización concreta. Al mismo tiempo, se concentraba la atención en el papa y en sus poderes. ¿Cuáles fueron las causas de estas modificaciones que acabarían transformando la eclesiología occidental? En primer lugar, la influencia del prestigio de una autoridad política encarnada en el emperador, con la correspondiente estructura de unidad monolítica y jerárquica, basada más en la dependencia que en la comunión. A comienzos del siglo XVI esta nueva concepción era todavía incipiente. En el plano doctrinal notamos este cambio en el espacio de los cincuenta años que separan el tratado eclesiológico de Nicolás de Cusa del de Juan de Torrecremata. El primero, en su "De concordantia católica" defiende todavía una iglesia abierta y pluralista, que basa su comunión en el vínculo cristológico, y en la que los fieles participan a través de su ubicación local. El segundo, en cambio, diseñaba una iglesia congregada en torno al vicario de Cristo, en la que la localización era accidental e irrelevante. Torrecremata escribía tras las últimas sesiones de Trento. Por otro lado, en el plano de la fisonomía concreta, la iglesia occidental anterior a la ruptura protestante presentaba un rostro fragmentado y muy poco uniforme. La vida cristiana giraba en torno a la parroquia, lugar privilegiado y casi único de la vida social. En ella tenían lugar muchas actividades, tanto sacramentales como administrativas. Junto a las parroquias, los monasterios, capillas, santuarios, ermitas... eran focos de peregrinación con sus respectivas liturgias domésticas distintas y diversos tipos de cofradías y hermandades. Esta situación un tanto confusa se agravaba a causa de la frecuente ausencia de obispos y párrocos de sus respectivas sedes, y también por la inercia y la escasa formación de un clero numeroso y descuidado. Pero junto a este panorama generalizado existían también símbolos universales de la vida cristiana: el papado y la curia romana, las grandes universidades (París, Bolonia, Padua, Oxford, Praga) y las florecientes órdenes mendicantes. Sin embargo se trataba de dos planes contrapuestos, nada coordinados orgánicamente. Tampoco existía relación alguna entre las diferentes comunidades locales. El papel de guía que durante el primer milenio del cristianismo habían desempeñado las grandes iglesias apostólicas (Jerusalén, Antioquía, Alejandría, Constantinopla, Roma) y también otras menores (Cartago, Lión) ya no existía. Sólo Roma tenía este poder unificador, pero más debido a razones histórico- institucionales que a la vitalidad espiritual de su comunidad cristiana. Estando así las cosas, la iglesia sufrió convulsivamente las novedades del siglo XVI: la nueva ola del humanismo, las revoluciones geográficas y técnicas, y el inicio de los grandes estados nacionales. La ruptura entre católico-romanos y protestantes acabó de poner en crisis el último pilar que se sostenía: la convivencia social. GIUSEPPE ALBERIGO 2. La comunidad cristiana durante la "sacudida" La ruptura entre católicos y protestantes afectó la vida de Europa occidental y, en concreto, de cada comunidad cristiana. El énfasis de Lutero en la búsqueda de la salvación eterna mediante la gracia y la primacía de la palabra de Dios encaminaron la vida cristiana hacia la práctica individual. La fuerte afirmación del sacerdocio como patrimonio común de los fieles cambió el rol hegemónico del clero, así como su crítica radical a la vida religiosa provocó la eliminación de monasterios y conventos. Concibió la iglesia como "congregatio sanctorum", cuya unid ad se basaba únicamente en el consenso por la vida evangélica y en la recepción de los sacramentos, recalcando que no había necesidad alguna de que ritos, ceremonias e instituciones fueran unánimes. Sin embargo, el protestantismo se afirmó y se difundió aprovechando la red de comunidades locales, tanto más cuanto el catolicismo romano se fundamentaba en la estructura jerárquica. La reforma católica antes de Trento se desarrolló a partir de iniciativas espontáneas que intentaban regenerar la iglesia desde la base. La misma aparición de nuevas familias religiosas respondía a esta concepción. El concilio de Trento, sin embargo, sancionó de modo solemne estas experiencias pluralistas y optó sin paliativos por la reforma desde el centro. Subrayó la consistencia sacramental del sacerdocio ministerial y la existencia de una jerarquía eclesiástica. La teología del ministerio sacerdotal recogió el aspecto eucarístico-sacrificial, en vez de la función comunitaria del sacerdote. La misma creación de los "seminarios" ejemplifican su nuevo carácter sacral -en el literal sentido de "separatorio"-, espiritualizando así el sacerdocio universal de los fieles y extrayéndole toda concreción. El énfasis tridentino por lo eclesiástico - más que por la comunidad completa- conllevó la aparición de la uniformidad (de residencias, predicación, celibato, sobriedad, instrucción). El clero fue el sujeto de la reforma tridentina, mientras que la comunidad cristiana se limitó a ser el objeto, en vez del protagonista activo. De todos modos, tanto la comunidad católica como la protestante se constituyeron habitualmente en comunidades parroquiales, estructuradas bajo el mismo rol central del párroco/pastor. Ambas giraron en torno a la celebración de la misa/cena, ambas dieron mucha importancia a la catequesis, y en ambas los fieles contribuían al mantenimiento de la parroquia mediante donaciones. Junto a estas semejanza, existieron las diferencias: la comunidad protestante enfatizó la escucha de la palabra de Dios y, en general, toda la dimensió n comunitaria fundamental en la teología del sacerdocio universal-, mientras que la comunidad católico-romana se apoyó en la autoridad sacral del párroco, casi siempre elegido y formado independientemente de la comunidad. La liturgia en latín dificultó la conciencia comunitaria porque hacía desplazar la atención. Sin embargo, la reforma de las órdenes religiosas y la fundación de nuevas congregaciones potenció la agrupación de los laicos en torno a cofradías y hermandades. GIUSEPPE ALBERIGO Perdida la unidad del cristianismo occidental, la cura de almas se convirtió en el punto nuclear, y fue en la comunidad local donde encontró su sede fundamental. 3. La estabilización confesional Durante un siglo cada confesión escindida busca estabilizar y afirmar su propia identidad. Curiosamente, sin embargo, las distintas comunidades cristianas están regidas por los mismos criterios análogos. En el área católica, tras Trento, se abre un período de intensa reforma eclesiástica, inspirada en la "cura animarum" a partir de la plataforma parroquial. Aunque más que de parroquia habría que hablar de clero parroquial, y más que de diócesis, habría que hablar de obispos. Se organizan sínodos diocesanos, se recuperan las visitas pastorales, se hace una fuerte selección del clero... Todo ello liga al obispo con la comunidad local. Los fieles aceptaron de buen grado este celo pastoral, aunque fue a costa de que ellos perdieran protagonismo. Los obispos procuraron crear un colegiamiento estable en las comunidades parroquiales, que por otro lado muchas eran ayudadas por las órdenes religiosas. Económicamente, la iglesia había cambiado el sistema del diezmo por el de la congrua, con lo cual también en este aspecto el clero se independizaba de la comunidad local. Es por esta época cuando se difunde el "derecho de estola", es decir, el derecho de cobrar a los fieles por la administración de los sacramentos. En la zona protestante el esquema es muy semejante, con la diferencia de que las funciones episcopales son ejercidas por los funcionarios del príncipe local -entre los calvinistas adquiere mayor autoridad el "consorcio"-. Otra de las diferencias está en que las formas de piedad protestante son más bíblicas y sobrias que las devociones (marianas y eucarísticas) católicas. La comunidad protestante está más replegada sobre sí misma pero, en cambio, es comunitariamente más rica que la católica. En el catolicismo, el papado asume la responsabilidad y el monopolio de interpretar la fidelidad a las directrices de Trento. Con ello aumenta la concentración y la uniformidad. Todo se determina desde Roma: la elección de los obispos, la aprobación de las decisiones de los sinodos diocesanos y de los concilios provinciales, el envío de los visitadores apostólicos a las diferentes diócesis... La misma organización de las órdenes religiosas refuerza este centralismo romano-papal. La uniformidad, considerada como requisito indispensable para la unidad, se concretó en la edición de numerosos libros romanos -catecismo, breviario, misales, la Vulgata...-. A finales del siglo XVI y comienzos del XVII, el catolicismo era ya universalizante en su eclesiología práctica. 4. Las comunidades cristianas en la Europa de los estados Con la paz de Westfalia (1648) se puede considerar que concluye definitivamente la época de los grandes cambios políticos, religiosos, culturales y económicos que habían sacudido a occidente durante la larga centuria anterior. De un tiempo de enfrentamiento GIUSEPPE ALBERIGO se pasó a una época de toma de posición. El criterio "cuius regio, eius et religio" va viviendo cada vez con más fuerza, preparando el binomio trono-altar, emblemático de todo el "antiguo régimen". Las iglesias europeas entran en una fase de estrecho control por parte del estado. Las repercusiones sobre las comunidades locales cristianas son evidentes: para aumentar el carácter territorial de la iglesia, la autoridad política asigna a las parroquias crecientes funciones sociales (el registro del censo, las escuelas, el orden social...). El estado, pues, interfiere en el centralismo y uniformidad romanas. Las pugnas contra la Compañía de Jesús son un ejemplo muy representativo de esta situación. El clero, como contrapartida, tiende a burocratizarse y a constituirse en un status social. Este debilitamiento espiritual generalizado favorece el distanciamiento entre el alto clero (de extracción aristocrática) y el bajo clero (procedente de las clases populares). Todo ello repercute en el seno de las comunidades cristianas en la transformación de un cristianismo cada vez más semejante a un código moral, en lugar de concebirse como un anuncio de salvación y una llamada a la conversión del corazón. Por otro lado, la comunidad se convierte en un lugar de discriminación social, y la cura de almas se transforma en una ética sexual, de la propiedad, y de la resignación ante el orden social establecido. Debemos concluir de esta evolución presentada grosso modo, la valorización de la iglesia local, pero a costa de deteriorar su dinamismo espiritual. En este contexto, el papado se presenta como escudo y garantía de la libertad de la iglesia local frente a las presiones políticas -tales serían las primeras semillas del ultramontanismo-. Otra reacción popular fue la revitalización de las cofradías y hermandades y de devociones particulares que compensaban la frialdad burocrática de las parroquias. Fue también por entonces cuando surgió la necesidad entre los fieles de la dirección espiritual, posibilidad que encontraron, sobre todo, entre el clero regular. En el plano doctrinal coexistió una teología que exaltaba la procedencia divina de los distintos cargos eclesiásticos, con otra que intentaba revitalizar la doctrina del sacerdocio común de los fieles (eclesiología del cardenal Belarmino). 5. Del hundimiento del antiguo régimen (1789) al "codex iuris canonici" (1917) La revolución francesa significó para muchos la entrada en un clima confuso, en el que la iglesia ya no gozaba más del respaldo del poder político, sino más bien al contrario. En muchos ambientes eclesiásticos reinó una fuerte nostalgia por el "antiguo régimen". A finales del siglo XIX la secularización de la sociedad confirmaba las bases de una cultura contemporánea que no sólo no tenía inspiración cristiana sino que incluso podía considerarse adversa a ella. Durante este período, la postura de la iglesia estuvo totalmente a la defensiva, viéndose amenazada por la historia de un "siglo" que le era hostil y adverso a la verdad de la que ella se consideraba única depositaria. Estaba atemorizada ante cualquier tipo de novedad que la sacudiera por dentro -sirva de ejemplo la excomunión de todos aquellos cristianos que apoyaron el fin del poder temporal del papado-. La figura del papa fue cada vez más enfatizada y fueron en aumento sus públicas intervenciones contra la sociedad y contra aquellos cristianos que no participaran de su GIUSEPPE ALBERIGO hostilidad hacia el mundo contemporáneo. La culminación de este proceso tiene lugar en el concilio Vaticano 1 (1869-1870), proclamando el primado y la infalibilidad del obispo de Roma. De este modo, el papa se constituía en el garante de la libertad de los católicos y se acreditaba como "el párroco del mundo". Bajo esta concepción de una iglesia como fortaleza asediada, la centralización y la uniformidad se imponían por sí mismas a todos los niveles. La repercusión de esta estrategia sobre las comunidades locales cristianas consistió en que las parroquias fueron replegándose cada vez más sobre sí mismas, a la vez que el estado construía su propia organización burocrática y administrativa. El rol social de la comunidad cristiana quedaba cada vez más diluido en una sociedad progresivamente más pluralista. Por otro lado, la caída del "antiguo régimen" supuso la desaparición de las cofradías y hermandades; con ello los fieles perdían una ocasión importante de participar en la vida eclesial. La liturgia se fue clericalizando y petrificando cada vez más, y los sacramentos fueron perdiendo su sentido catequético y de alimentación espiritual para ir hinchándose de prestigio social pequeño-bugués - lo cual fue provocando el progresivo alejamiento de la clase obrera respecto de la comunidad eclesial-. El intenso proceso de industrialización puso en crisis la eclesiología de la "cura de almas", ya que se había perdido todo contacto con las clases populares urbanas. El mismo asentamiento parroquial era inadecuado para afrontar el rápido crecimiento de los suburbios. Ante esta desorientación creciente, la iglesia intentó poner pobres remedios en dos direcciones. En primer lugar, reforzó la formación y el papel del clero, acentuando de este modo la diferencia entre la "iglesia docente" y la "iglesia oyente". Con ello se deterioraba el "sensus fidelium" y se exaltaba la identificación clero- iglesia. En segundo lugar, se creyó que renovando el aspecto jurídico de la iglesia ésta se modernizaría en acorde con la sociedad. De aquí la promulgación del código de derecho canónico de 1917. Con él se reforzaba la uniformidad del catolicismo occidental: la eclesiología de modelo único tenía ahora vigor jurídico. Las iglesias locales se convertían en sucursales uniformes en un lugar determinado de la iglesia universal, y los obispos se convertían casi en meros representantes locales del papa. En medio de esta fuerte corriente de centralismo, hubo quienes recordaron valores de la tradición más antigua y más auténtica. Grandes teólogos como Newman, Scheeben o Gréa subrayaron el valor ineludible del "sensus fidelium" y la necesidad de respetar la naturaleza profunda de la iglesia como misterio, irreducible a los estrechos límites de toda jurisdicción eclesiológica. Merece destacarse el caso de la creación de la iglesia católica en USA, ya que consiguió el reconocimiento por parte de Roma de ser una iglesia local dotada de su propio derecho y, por tanto, libre de la autoridad de la "congregación de Propaganda Fide", capaz de elegir su propio obispo. Este éxito debe considerarse como un precedente significativo de la deseuropeización de la eclesiología católica y como un paso para superar su pseudouniversalismo. GIUSEPPE ALBERIGO 6. La experiencia cristiana en la sociedad industrial La primera guerra mundial y la revolución de Octubre produjeron un profundo cambio en el status social, económico y cultural de grandes masas de hombres y mujeres, tradicionalmente marginados de la vida social activa. Por otro lado, el fenómeno de la urbanización posibilitó una mayor movilidad social. Ante estos cambios, la comunidad cristiana se encontró de nuevo desorientada. La uniformidad y el centralismo eclesial a los que estuvo sometida durante el siglo anterior habían atrofiado su capacidad de percepción histórica y de creatividad espiritual. La insistencia misma en el aspecto moral del compromiso cristiano había empobrecido la riqueza y el dinamismo evangélicos, además de que el testimonio cristiano se confundía con la cultura burguesa. La acogida de la comunidad estaba bañada de un moralismo discriminatorio, en manos de un clero cada vez más escaso y del que todo dependía. Los intentos de adaptación y de dar respuesta a la nueva situación histórica surgirán sobre todo de los márgenes de las clásicas comunidades locales. Tal es el caso de las renovaciones litúrgicas de finales del siglo XIX, aparecidas en ambientes monásticos, y de la "Acción Católica", que tendió a ser selectiva y a separarse de la condición cristiana común. Por su parte, el papado, a partir de León XIII, se va esforzando cada vez más en proponer modelos de acción social. Y los obispos locales van adquiriendo conciencia de su especificidad territorial, promocionando conferencias episcopales y exhortando a la responsabilidad y a la colaboración del laicado. Por otra parte, durante el período que va de los años veinte a los cuarenta, política y socialmente se afirman los modelos favorables a la descentralización. Los años treinta son importantes para la renovación del cristianismo europeo: en las áreas de misión se desarrolla un movimiento ecuménico -que encontró eco entre los protestantes-, se produce una renovación en los estudios bíblicos, y surgen pequeños grupos espontáneos que desarrollan un fuerte sentido comunitario, en los que fraternizan clérigos y laicos. Es aquí donde se sitúa la iniciativa de los "curas obreros franceses. La segunda guerra mundial aceleró la superación de las diferencias entre sacerdotes y seglares, ya que todos habían sufrido la misma dramática experiencia. Con ello se revalorizaba el común carácter sacerdotal que los unía. Aumentó el pluralismo social, la diversidad cultural y espiritual, y las alternativas de lugares de encuentro. Con esto último se fue haciendo cada vez más evidente el anacronismo organizativo y jurídico de las parroquias, creadas como fueron en un momento en que la comunidad social y la comunidad cristiana se identificaban. A causa de esta inadecuación, unos eran partidarios de superar la territorialidad de la comunidad eclesial, mientras que otros, en cambio, lo que criticaban era el carácter tardo- medieval de las parroquias, pero afirmando su valor como lugar local y concreto de comunión en la fe, en torno a la escucha de la palabra de Dios y a la eucaristía. Durante el pontificado de Pío XII (1939-1958) el impulso del redescubrimiento de los valores eclesiológicos de la comunidad local estuvo lleno de obstáculos: tanto por parte de la curia romana, con todo el lastre de la burocracia vaticana (red de autorizaciones, GIUSEPPE ALBERIGO dispensas, instancias), la desconfianza ante las conferencias episcopales, la competencia central para las canonizaciones..., como por parte de las mismas iglesias locales (que no se resisten a perder el control social, el binomio oficio-beneficio económico del clero, las dificultades para crear una comunidad fraterna que respete la diversidad...). Por último hay que señalar que el modelo de iglesia aún se regulaba por el criterio de la uniformidad, en el que el momento litúrgico se hallaba desvinculado de todos los demás aspectos de la vida comunitaria. Tradujo y condensó: JAVIER MELLONI