EN LA ENCRUCIJADA DEL PRIMITIVISMO Y LA MODERNIDAD Maria Lluïsa Borràs Josep Maria Sirvent, autor de esculturas tremendamente poderosas y rotundas, tanto en pequeño como en monumental formato, que se vale de mínimos, de un mínimo de elementos, de un mínimo de materiales, de un mínimo de formas geométricas, no puede ser considerado, bajo ningún concepto, un escultor minimalista. Cierto es que para él aquello de menos es más tiene vigencia, como también la tiene el consejo de Tatlin, hay que cultivar los espacios auténticos y los materiales auténticos. Son consejos seguidos también por los minimalistas que se adscriben a una tendencia que, nacida en el seno de los Estados Unidos durante la década de los 60, proclamaba un nuevo tipo de escultura basado en los materiales reales, en los colores reales, en los espacios reales. Lejos, sin embargo, de la visión plástica de Josep Maria Sirvent, mientras el minimalismo hace de la tecnología una nueva estética, fría y objetiva, en la que la mano del escultor no interviene puesto que, prescindiendo del homo faber que hay en todo artista, éste no “fabrica” nada. Le basta con dictar el esquema al operario cualificado para que confeccione la obra por su cuenta. Incluso, como explicó Donald Judd, ese esquema puede ser dictado por teléfono. En la obra minimalista no se detecta expresividad alguna, ni emoción, ni sentimiento, tampoco ninguna sensación subjetiva, y mucho menos algún trazo de metáfora o significado. Los escultores minimalistas usan materiales industriales como el hierro galvanizado, acero laminado, tubos fluorescentes o goma espuma, para realizar piezas de forma octogonal, de composición seriada, de repetición muy simple de elementos geométricos idénticos entre sí, de superficies perfectamente neutras. Conviene, además, que la realización sea inmediata, abortando todo tipo de proceso. Lo ejemplificaban al principio las esculturas de Donald Judd, Dan Flavin, Carl André o de Robert Morris. Y después, los monolitos negros de Tony Smith, las cajas de vidrio de Larry Bell, las construcciones de Sol Lewitt. Cabe advertir que muy pocos de estos artistas mantuvieron la rigidez de la tendencia minimalista a lo largo de toda su producción. Carl André, por ejemplo, en una entrevista de 1970, ya comentaba a la revista Avalanche: “He construido un cuerpo de obra que tiende a crear su propio futuro”. Qué lejos de tales conceptos restrictivos se halla la escultura generosa y efusiva de Josep Maria Sirvent, quien, a pesar de mantenerse fiel a la austeridad de la forma geométrica y a la desnudez de los materiales, es capaz de transmitir plásticamente una emoción viva y directa. Por otra parte, su búsqueda de mínimos parece indicar un retorno al origen, una especie de revisión de ese primitivismo propio de la era de los monolitos o de Stonehenge. Su trabajo no se propone en absoluto lo inmediato, sino al contrario, es fruto de un proceso elaborado pacientemente que puede durar mucho tiempo, dada su complejidad y las dificultades inherentes a la realización. A partir de una idea inicial, el escultor transita detenidamente por diferentes fases de experimentación, por diversas pautas creativas antes de verla perfectamente acabada. Si bien se trata de una escultura marcada por la exigencia constante de mínimos, Sirvent consigue una obra enormemente rica en matices, emotiva, sensible y llena de sentido. No hay en ella nada de minimalismo académico, rígido e intransigente. Hay, en cambio, la fusión perfecta entre un primitivismo entendido como un retorno a los orígenes que se magnifica y se impone, y la exigencia imperiosa de modernidad. Paul Klee escribió en su diario que la escultura explicaba la historia del hombre y de su deseo de dar cuerpo a su imaginario, ya fuese a través de la madera, la piedra, la terracota, el bronce, el hierro o cualquier otro metal. Un hombre, desprovisto de toda certeza, que ignorando los hechos, usos y costumbres llegase a sentirse como un ser primitivo. La hipótesis de una identificación de estas piezas de Sirvent con los principios del primitivismo se basaría en el hecho de que la naturaleza humana es común a todos los hombres de todas las épocas, y en la posibilidad de encontrar en él una voluntad de retorno a los inicios, propia del artista actual, fascinado ante la posibilidad de descubrir el lenguaje genuino del arte, de recuperar esa poesía rotunda y sencilla que se percibe en épocas de un pasado prehistórico. No en referencia al hombre primitivo de Jean-Jacques Rousseau, ni al salvaje de Lévi-Strauss, sino en referencia a una cierta tradición de empirismo, que enfatiza la validez de la experiencia y la percepción puras, desnudas en toda su desnudez original. De manera que la nostalgia del mundo primitivo, fatalmente perdido, fatalmente irrecuperable resulta ser ahistórica, se define como el síntoma de un orden nuevo, de la búsqueda de nuevos principios, de la articulación de un sistema que abastece un espacio, perceptible y adaptable, donde establecer nuevas relaciones de orden y de composición que permitan formular un nuevo lenguaje. A veces, la búsqueda de las formas primitivas como vuelta al origen se confunde con la búsqueda de formas no académicas ni convencionales, como atestigua Vasari al explicar que, en su juventud, Miguel Ángel y algunos de sus amigos pintores se apostaron una cena con quien fuese capaz de dibujar la figura más desprovista de arte, más torpe, y que Miguel Ángel, recordando unos monigotes que había visto pintados en una pared, se limitó a reproducirlos de memoria. Y Vasari concluye: “Difícil proeza para un hombre que dibujaba tan bien”. Otras veces, esta búsqueda se asimila a un retorno a estilos del pasado, como tantas tendencias neo que se dieron especialmente en el siglo XIX, marcando, por ejemplo, un retorno al clasicismo (estilo neoclásico) o al gótico (estilo neogótico). Por este motivo, suele considerarse el primitivismo referido a las artes como un concepto decimonónico, vinculado al resurgimiento de los estilos neo. No es cierto. Winkelmann ya versaba la “noble sencillez y tranquila grandeza” del estilo de la Grecia primitiva, en contraste con la sofisticación del rococó, que era el arte de su tiempo. Si la búsqueda verdadera de formas primitivas como un retorno al origen no fue cosa exclusivamente del arte del siglo diecinueve, sí que fue entonces cuando se abrió un debate y se divulgaron una serie de teorías. Tolstoi advirtió contra el retorno a los estilos del pasado, ya que opinaba que al artista le era imposible volver a esas épocas pretéritas. Premonitoriamente, declaraba: “Hoy ya no es válido realizar esculturas como la Venus de Milo. El arte del futuro acusará características totalmente diferentes de las que tiene el arte de hoy, tanto en el tema como en la forma, porque tendrá que buscar la claridad, la brevedad, la concisión, y se convertirá en un vehículo que transmita la percepción desde el ámbito de la razón y del intelecto, acercándola a la gente, a la vida real, a la perfección y unidad”. Existe también, y en tercer lugar, el escultor que se refugia en el retorno a un cierto primitivismo para frenar su habilidad excesiva, por temor a caer en la facilidad. Es el caso de Picasso, quien confesaba haber renunciado a la propia habilidad y haber fijado su mirada en los modelos del arte primitivo como una manera de explorar efectos potentes que no estaban al alcance de su consciente. Parece que fue entonces cuando el mundo del arte se dividió en dos facciones: por un lado los tradicionalistas que pretendían que una obra gustase, y por otro los vanguardistas que buscaban la autenticidad. Esa dicotomía produjo un cambio de concepto: mientras que la tradición pedía que el artista describiese las cosas y la realidad con precisión, la modernidad exigía la expresión sincera de las emociones y de los pensamientos del artista. Se trataba de modificar el esquema mental con el cual percibir, entender, juzgar una obra de arte. Zola escribía: “No le pido al artista que me dé visiones tiernas ni horribles pesadillas, sólo le pido que se entregue enteramente a su obra, ‘en cuerpo y alma’”. Los vanguardistas se dejaban cautivar por las figuras hieráticas de los pueblos primitivos, no por su aura más o menos sagrada, sino más bien porque de ellas emanaba un aire de misterio, solemne y sobrenatural, un respeto y un temor. Cuando Epstein hizo la tumba de Oscar Wilde, cuando Brancusi esculpió El Beso para una tumba del cementerio Père Lachaise en París, coincidieron extrañamente en una síntesis del aura misteriosa de las imágenes primitivas con una expresión moderna. En 1984 William Rubin, entonces director del MOMA de Nueva York, presentó una exposición titulada “Primitivismo en el arte del siglo veinte”, y publicó un voluminoso catálogo a cargo de diversos especialistas que es aún una obra de referencia. Rubin explicaba que se había planteado como cuestión básica hallar el porqué de que precisamente durante el binomio 1906-1907 fue cuando los artistas se fijaron en el arte tribal. Entre las variadas respuestas que se daba a sí mismo, hay una que cabe destacar: que fuera justo que ese momento, cuando el arte de vanguardia abandonaba los estilos basados en la percepción visual, y había empezado a explorar otros fundamentados en una conceptualización. Si los impresionistas habían llevado a cabo una búsqueda puramente visual, llegando a detectar las más ínfimas variaciones de las sensaciones visuales, Gauguin, en cambio, supo avanzar hacia un arte conceptual, más sintético, más estilizado, más puro, que combinaba el realismo de los impresionistas con “efectos directos, planos y formas estilizadas” derivadas de artes ilusionistas como el arte popular, el arte egipcio, el arte medieval, el arte persa, peruano o bretón, además de la escultura polinesia. La teoría de la evolución dio nuevo significado a la palabra “primitivo”, refiriéndola al inicio de la civilización humana, y abriendo la puerta a la creencia de que las culturas se podían clasificar según una escala gradual, de acuerdo con su dominio de la naturaleza, desde los cazadores-recolectores nómadas (como los bosquimanos), pasando por el principio de la agricultura, hasta los descubrimientos técnicos y organizativos de los antiguos reinos orientales, situando al hombre blanco de Europa y América en la cumbre de la escala. Teoría sin fundamento, dado que asumía erróneamente que los miembros de las sociedades más primitivas tenían también una mente más primitiva, sensiblemente inferior (o muy inferior) a la mente del hombre occidental. Establecida y generalizada esta teoría, el descubrimiento de las pinturas rupestres que demostraban que el hombre de la Edad de Piedra era un observador de primera magnitud, fue recibido con enorme incredulidad. Lo cierto es que algunas de las tribus llamadas “primitivas” dominan sofisticadas técnicas de navegación, y que al hombre occidental le queda mucho por aprender de los “primitivos” sobre el poder curativo de las plantas, por ejemplo. El eminente antropólogo Franz Boas, en su libro Arte primitivo publicado en 1927, desautorizaba todo intento de ordenar las diferentes líneas culturales en una escala ascendente, asignando a cada individuo su escalón correspondiente. “Posiblemente hubo un tiempo en que el equipamiento mental del hombre era diferente al de hoy, cuando el hombre se hallaba en período evolutivo y en una condición similar a la de los simios superiores. Pero ese período es ya muy lejano, y ahora no queda ningún rastro de organización mental inferior en ninguna de las organizaciones humanas actuales. Algunos teóricos opinan lo contrario, pero yo nunca he encontrado una persona de vida primitiva a quien se pueda aplicar esta teoría”. Por otra parte, negaba rotundamente que el arte primitivo que llevaba estudiando durante muchos años de especialización pudiese describirse como producto de facultades limitadas, añadiendo que cuando el artista llamado “primitivo” quiere autenticidad realista es perfectamente capaz de conseguirla. Y cita en su libro el ejemplo de una cabeza tallada perfectamente realista que los indios kwakiutl de la isla de Vancouver usan para sus ceremonias con la intención de engañar a los espectadores, haciéndoles creer que se trata de la cabeza decapitada de uno de sus bailarines. En 1930, Herbert Read explicaba que había descubierto que, a través del estudio del arte de los negros y de los bosquimanos, se llegaba a una comprensión del arte en su forma más elemental, y por tanto más vital. Coincidía, pues, con los artistas de la primera década del siglo veinte que veían el arte primitivo como un arte anterior a la formación de las Academias, las cuales, según ellos, habían impuesto al arte una especie de camisa de fuerza. Parece evidente que Sirvent parte de un concepto de forma en el espacio no académico, anterior también al descubrimiento de la perspectiva renacentista y más bien deudor de civilizaciones ciclópeas como la egipcia, la persa o la mesopotámica, ya que en vez de buscar un determinado efecto visual, a pesar de que sus piezas resulten impresionantes, ése no es para él un punto de partida ni mucho menos un objetivo por alcanzar. Si hoy la idea del arte primitivo como una efusión espontánea de energías vitales resulta obsoleta, lo cierto es que ejerció indudable fascinación sobre Vlaminck, Matisse y Picasso, cuando descubrieron y posteriormente se apropiaron del arte “negro”, atraídos particularmente por la simplificación radical de la forma entendida como combinación aparentemente arbitraria de elementos para conseguir una fuerza expresiva, tan intensa como inquietante, como demostró Picasso, de una vez por todas, al pintar Las señoritas de Avignon. Nada más reconfortante para el escultor que fijar la vista en los modelos antiguos sin tener en cuenta la velocidad del progreso tecnológico que ha favorecido las transformaciones, y olvidando que se encuentra inmerso en un montón de conocimientos, descubrimientos y percepciones transmitidos por infinitos medios de comunicación que le ahogan y confunden. No es en absoluto el caso del escultor mallorquín nacido en Llívia que ha definido un registro imaginativo, a caballo entre la escultura y la arquitectura, que si bien hace un guiño a la memoria del pasado monolítico, establece también un diálogo personal y singular con la modernidad, tan contundente y efectivo que no le hallo límite ni parangón. En la primavera de 1992 Sirvent presentaba por primera vez una gran exposición en Barcelona, y exhibía también por vez primera cuatro grandes monolitos de hierro y granito de la serie titulada Fita, en una exaltación de la geometría esencial que, de forma intuitiva, había guiado también la mano del escultor primitivo. La referencia a los orígenes era evidente, y yo citaba un libro de Lucy Lippard, entonces reciente, titulado Overlay, (recubierto o encubierto), porque la autora ponía en evidencia un cierto retorno del arte moderno a las culturas megalíticas y a los modelos prehistóricos, tanto en referencia a su significado como a su función social. Es decir, que en el contexto de la nueva historia especulativa de las culturas megalíticas, la autora tomaba como premisa el significado y la función del arte, a partir de la transformación de un deseo o de un sueño estético. Ha pasado más de una década y ese primitivismo subsiste con más contundencia si cabe en la obra reciente del escultor. Las puertas, los tótems, la lucha, el pie o los templos adquieren una dimensión monumental, solemne y singular a la vez, que parece fuera del alcance de las cosas humanas en un extraño ritual que fusiona el hierro y el granito, en un abrazo intenso, tan espectacular e indiscernible que no se distingue si es el hierro o el granito el que domina. En cambio, en otras obras como las que Mirall, Brúixola, el Homenatge a Joan Riutort, Perfum o M.M., todas realizadas en 1995, la intervención de una superficie pulida de acero cortén les proporciona el refinamiento de una pieza valiosa. El Mirall, que es en realidad una escultura transitable, hace del espacio un protagonista que juega a rodear el interior de exterior, incorporando el vacío. Un vacío que es para Suzuki, “uno de los mayores misterios espirituales”, un vacío positivo que no significa la nada sino al contrario, define una identidad. Lo rosado del granito en la rueda del tiempo evoca el esplendor de Mesopotamia y la rueda Anell parece una joya con piezas engastadas, magnificada a escala monumental. Cabe observar que el engaste de piezas de granito en esculturas de hierro ha sido, a lo largo de su trayectoria, un rasgo eminentemente diferencial. Espacios colosales, piezas que proponen equilibradas tensiones entre arte y cultura, primitivismo y civilización, resueltas hábilmente en propuestas escultóricas serenas que remiten a cultos ancestrales. El gran secreto, la maravilla, ha sido conseguir, a pesar de una sumisión total a la geometría primaria, al círculo, al rectángulo o a la cruz, un grado tal elevado como sorprendente de expresividad eficaz, extremadamente cautivadora y emotiva. SIRVENT, EN UN CAMINO DE HIERRO Y GRANITO Cristina Ros En Llívia, en el punto de confluencia entre el torrente del Tudó y las valls del Segre, la Font del Ferro mana aguas oxidadas. Oxidado es el barro que se esparce a su alrededor. También las fachadas de piedra lliviatanas cogen óxido con el paso de la vida, e incluso algunas imágenes de los campos labrados, en ciertas épocas del año, cuando la nieve no se ha posado en ellos, ofrecen el color de una tierra rojiza, oxidada. Desde hace mucho tiempo, los campesinos y los pastores de estos parajes de la Cerdanya han delimitado los campos con monolitos de granito, piedra dura como hitos para el rebaño y los cultivos. Los portales más antiguos de Llívia también cierran el dintel con clave granítica. Una de las señas más populares del lugar es la Creu de Toret, una gran columna de granito coronada por una cruz de hierro forjado. No en vano, el cauce del Targasona es rico en granito, de cuya acumulación se extraen grandes losas, símbolos también de la construcción de todo un pueblo. Hierro y granito, la sola pronunciación del nombre de estos dos materiales lleva implícita su dureza. E incluso así, sería injusto y tendencioso reducir Llívia a dos materias. Silenciosa, Llívia, en su posición particular de enclave catalán rodeado por todas partes de territorio francés, representa un abrazo de la cultura gala a la catalana, pero también significa la preservación de unas raíces profundamente ligadas a una larga historia que documenta en Llívia la agrupación humana más antigua de la Cerdanya. Entre las leyendas de la Villa ocupa un lugar preferente la que asegura que Hércules descansó allí, al volver de la isla de Eritia, después de robar los toros de Gerión, y que por eso mismo el héroe griego preside el escudo de Llívia. Los romanos le dieron el nombre de Iulia Lybica, al colonizarla a finales del siglo I a.C. Durante el dominio musulmán, fue en Llívia donde se dice que vivieron su historia de amor el gobernador Munusa y Lampegia, hija del duque de Aquitania, amor legendario cantado por Verdaguer. Hacia el siglo VII, era considerada la capital del condado de la Cerdanya, hasta la fundación de Puigcerdà, en 1117. Un siglo más tarde, el rey Jaime I, en 1257, le otorgó la “carta de población”, por la cual se preserva el antiguo núcleo de población, núcleo que intentó reavivar Jaime II de Mallorca, aunque la gente se fue esparciendo a los pies de la colina donde ahora está la Villa. Llívia tendría la categoría de “Lugar Real” en el siglo XVI, con los antiguos privilegios recogidos en el Llibre Ferrat. Carlos V le concedió el título de Villa y, en virtud de esa dignidad, pudo ser excluida de la anexión a Francia de 33 pueblos ceretanos, en el marco del Tratado de los Pirineos (1659). De ahí que hoy Llívia sea municipio de la provincia de Girona. Silenciosa, Llívia, con no más de mil habitantes, la iglesia románica, la torre de Bernat de So, antigua prisión, y el museo de la antigua Farmacia Esteva, datada del siglo XV, la más antigua de Europa, según dicen. Silenciosa y sobria, más allá del turismo, Llívia, con sus callejuelas empedradas, sus fachadas ferruginosas, el rigor de su clima y los paisajes severos de su entorno. De hierro y de granito, de sobriedad y de rotundidad, de hitos y de abrazos, de todo ello hablaremos a menudo a lo largo de las páginas que siguen. La trayectoria de un artista es el fruto de una historia con punto de partida y de regreso, y todo un camino de por medio. Al fin y al cabo, Josep Maria Sirvent tenía que volver a la Llívia de sus orígenes, muchos años después de haberse ido, de hecho sin haberla abandonado nunca. Llívia, de hierro y de granito, la propia historia, está siempre presente en sus esculturas, de 1990 a 2003. DE LLÍVIA A BARCELONA El paso del tiempo permite lecturas que a menudo no pueden hacerse al vivir el día a día, y mucho menos mirando hacia el futuro. Las historias en las que uno se envuelve casi nunca son premeditadas. Surgen de las propias vivencias, de las que han enraizado con más fuerza. Y la interpretación, que ofrece el porqué de las cosas, sólo puede desarrollarse con posterioridad. Tal vez ahora sea sencillo ver que, en un momento dado, Sirvent volvió a Llívia a través de sus esculturas y que el hierro oxidado, el granito grisáceo, la rotundidad, la monumentalidad y tantos otros elementos y rasgos de su lenguaje escultórico proceden de Llívia, como el mismo artista. No fue intencionada la recuperación de esos parajes de la infancia, a principios de los noventa, cuando el artista define su lenguaje. Y lo hace con la firmeza que da todo lo que está fuertemente afianzado en las raíces propias o en el espacio más íntimo de uno mismo. Josep Maria Sirvent nace en Llívia, el 11 de agosto de 1957. La mitad de su familia, la materna, es de Puigcerdà; la otra mitad, por parte de padre, de Llívia, ambas de la misma comarca. Pasa los tres primeros años de su vida en la Villa, siempre cerca del abuelo paterno, Joan “el vellut”*. También a su padre, Francesc, le llaman “vellut”. Y él mismo, todavía hoy, es “el vellut petit”*, cuando va al pueblo o cuando escriben sobre él o sobre su obra en alguna publicación local. De esos años de la infancia quedan los recuerdos de la payesía, del pasto, del olor a queso, de la hierba húmeda, de los interiores oscuros de las casas y de las paredes gruesas que las resguardaban del frío, de la madera omnipresente, de los hierros para el rebaño de aquella herrería donde todo se hacía a mano, todavía. También en esos años, la imagen de las carretas tiradas por bueyes, carros cargados de piedras de granito, de un gris blanquecino, que después se colocaban como estacas en el campo para marcar los caminos y las particiones del terreno, delimitaciones de la propiedad. Granito, con piezas de más de un metro para las cuales se requería la fuerza de varios hombres, y “¡tú, niño, apártate, que te vas a hacer daño!”. Llívia, como un belén, cada pieza en su sitio. La construcción, bien asentada, contundente. La gente franca, amiga de largas charlas al oscurecer, en torno a la lumbre; el catalán como lengua, salpicada de vez en cuando con palabras francesas. Al fin y al cabo, Francia abraza a los lliviatans por completo. Pero la lectura de todas esas influencias habrá que hacerla al transcurrir del tiempo. Josep Maria Sirvent apenas tenía tres años cuando su padre, que quería contemplar unas perspectivas más amplias que las que ofrecía Llívia, arrastró la familia hacia Barcelona. Se establecieron en la Plaça d’Eivissa, y matricularon al niño en La Salle, en el barrio de Horta. Barcelona será, para Sirvent, la rutina –tan estéril para la memoria-, la escuela, una pequeña pandilla de amigos, la vida de barrio y también, sobre todo, el deseo permanente de que llegasen las vacaciones o un puente algo más largo para poder volver a Llívia. La Villa cambiaba año tras año, más turística, más residencial. La apertura del túnel del Cadí fue definitiva en este sentido. Ya en la adolescencia, las primeras copas, en Els Quatre Gats. Los conciertos de la Nova Cançó. Los sábados, acudía con algunos más a la escuela, donde el maestro enseñaba algunos secretos de la pintura al óleo y el modelado del barro. Y así, hasta que acabó el bachiller. Nunca fue un alumno destacado, no por lo menos en ninguna asignatura que no fuese la expresión plástica, asegura. En 1976 se matricula en la Escuela Massana, una olla hirviente de ideas en una ciudad, Barcelona, que avivaba el fuego revulsivo. La Massana sólo era el reflejo de lo que más latía en la ciudad. Reivindicativa en grado sumo, enloquecida por el diseño, marcadamente de izquierdas, muy joven y, como se decía por entonces, muy europea, que era una forma de distinguir Barcelona del resto de España, para abrirla a la modernidad, Sirvent dedicó allí dos años a la especialidad de diseño industrial. Era imposible no divertirse; la Massana enganchaba a cualquiera. Lo recuerda como una época muy feliz, aunque todavía siente ese regusto amargo de saber que, en cierta forma, estaba en un lugar equivocado. Y no porque sintiera que debería haber satisfecho el deseo de su padre, que lo quería arquitecto. Ni una cosa ni la otra. El servicio militar, que tantas trayectorias interrumpió en su obligatoriedad, representó para Sirvent una verdadera ruptura. Destinado en Alicante, lo pasó muy mal, una tortura, dice. Pero no fue del todo negativo. Dedicaba las horas muertas a dibujar, durante meses y meses de mili, cada vez más decidido a profundizar en la expresión artística. Así que, poco después de licenciarse, hizo los bártulos y se fue a Perpinyà, a la Escuela de Bellas Artes. Estamos a principios de los ochenta, y si Barcelona y la Massana representaban entonces la inquietud por la novedad, en Perpinyà encontró el asentamiento de la tradición. Pasó allí tres años, alternando estudios y trabajos de pura supervivencia –vendió periódicos, trabajó como camarero y ayudante de obra-, hasta que consiguió la diplomatura. A Sirvent, esa experiencia le sirvió, sobre todo, para abrir los ojos hacia lo que se hacía en las grandes ciudades, como París, donde entre otras cosas vio la primera exposición de Chillida, un hito determinante para la trayectoria futura de ese artista aún incipiente. Durante el último curso en Perpinyà, trabajó por primera vez la escultura, volúmenes y espacio, y asegura que se sintió muy bien. De regreso a Barcelona, la decisión estaba tomada: no disponía de espacio para hacer esculturas, ni siquiera para tantear ese lenguaje, pero fue a hablar con los profesores de escultura de la Escuela de Bellas Artes de Sant Jordi para poder acudir a las clases como oyente. Y así observó, durante unos cuantos meses, las formas de enseñar del escultor Ricard Sala o las del pintor Joan Hernández Pijuan, y a medida que aprendía, iba afianzando la idea de que quería dedicar su vida a eso, no a otra cosa. Además, acababa de conocer a Gemma Mestre, una estudiante de Psicología, quien con el tiempo sería puntal esencial en su vida, traducida también en la escultura. La pareja, la familia, los orígenes, los vínculos... También habrá que hablar de todo ello. Y es que estas líneas biográficas, a pesar de la juventud de un artista que, mientras escribimos este texto, tan solo ha cumplido los cuarenta y seis años, no son un dibujo en vano. Llívia, las relaciones familiares y de pareja, además de los vínculos con las personas más próximas, han marcado de forma extraordinaria su escultura. La han marcado, podríamos decir, con la contundencia del hierro y del granito. DE BARCELONA A MALLORCA En 1983 se traslada a Mallorca, con Gemma. Había obtenido una beca para hacer un curso de dibujo aplicado a la escultura, una beca de la Escola Lliure del Mediterrani, de Palma, dirigida por Joaquim Torrents Lladó, estudios que alterna con su trabajo en el departamento de diseño gráfico de una imprenta. Durante dos años, profundiza en el encaje, las relaciones de los volúmenes con el espacio y el diálogo entre las formas y los materiales, problemáticas que, a partir de entonces, centrarán su interés, que tenía muy claro que estaba en todo aquello que tuviese traducción escultórica. Pero aún tendría que trabajar unos cuantos años más para hallar el verdadero camino, ése que cada uno sabe que le es propio. Así que pasa por varias empresas de artes gráficas, funda Equip y después trabaja en DME. Por las tardes va a la Escola Lliure del Mediterrani, hasta que se decide a dar el paso: dedicará los ratos libres que le quedan a realizar una serie de esculturas, tal vez sin más objetivo que ponerse a prueba, ver qué sale de todo aquello que le hervía dentro. Era una prueba de fuego, ya que Sirvent sabía que si esas piezas obtenían el resultado deseado no habría vuelta atrás. Se dedicaría plenamente a ellas, sin más ocupación que dar forma a sus quimeras y, así, conferir la tridimensionalidad al mundo creativo propio. Con gran esfuerzo, consigue un pequeño local en Santa Maria del Camí, el pueblo mallorquín donde vive desde entonces. Piensa en Calder o en Chillida, los analiza pero no se detiene en ellos, tal y como comprobamos en las esculturas resultantes de esos largos meses de faena. Trabaja como un loco; entregado en cuerpo y alma, fuego y fuerza. No en vano, hacía tiempo que había empezado a definir esas piezas, incluso cuando en la Escola hacía escultura figurativa, cuerpos naturalistas en bronce, mármol, fundición y modelado, obra que nunca ha mostrado porque no la siente como suya. En cambio, al percibir el deseo de la linealidad, de la geometría, de la alquimia y del movimiento, sabe que si todo ello sale como quiere, sentirá la necesidad de exhibirlo. Son meses y meses durante los cuales esas ideas tomaban forma y se afianzaban en su mente. Podríamos decir que incluso daban vueltas en su cabeza. El estudio era tan menudo que tenía que hacer las esculturas por piezas y ensamblarlas en la entrada de su casa. Un herrero de Santa Maria, el maestro Gori Canyelles, le ayuda a pensar. Hombre de gran habilidad y extraordinario oficio, contribuye a hacer posibles las ideas de Sirvent, y es por aquel tiempo quien pone su ingenio al servicio de los mecanismos interiores que conlleva cada pieza. Y es que, sí, las esculturas primeras de Sirvent incorporan un movimiento casi siempre circular. En palabras llanas, se pueden mover y dar vueltas. El resultado fue una docena de esculturas. Las dimensiones y el peso empezaban a ser elementos de consideración en la escultura del artista. Lo serán también en estas primeras piezas, realizadas en mármol, madera, hierro y acero, tratados con pátinas que imprimirán colores y efectos de superficie. Las líneas son rectas para dibujar rectángulos bien definidos o, en todo caso, circulares, al dar formar a una esfera de mármol. Hay un interés evidente por la abstracción geométrica –“una reacción contra la figuración” 1- y, sobre todo, por el arte cinético, geometría, movimiento y multiplicidad. Pero también hay la intención de implicar al espectador, que podrá modificarlas, moverlas y crear formas diferentes. Sirvent quería involucrar al espectador, más allá del hecho puramente contemplativo. Una vez acabadas las primeras esculturas que sí sentía como propias, le entró el pánico, la inseguridad de haberlo dado todo y no saber cómo valorarlas, ni tampoco cómo se valorarían esos resultados. Todo artista es su propia obra. Sirvent se había abierto completamente, pero se preguntaba si él era verdaderamente así. Buscó el ánimo o el consejo de algunos amigos. Ramon Canet, Maria Carbonero o Rafel Alomar le incitaron a exponerlas. La oportunidad llegó a través del BBV, que puso el Claustro de Sant Antoniet, en la calle de Sant Miquel de Palma, a su disposición. Incluso se pudo hacer un catálogo, diseñado por el mismo escultor y prologado por Valentí Puig (texto que se reproduce tras este recorrido biográfico). LAS PRIMERAS EXPOSICIONES Si al finalizar su primera serie de esculturas había sentido la necesidad de involucrar al público, igualmente quería verlas implicadas en la naturaleza. Debía ser una obsesión irrefrenable, para cargar esas piezas de más de dos metros de altura y cientos de kilos de peso hasta las salinas de Es Trenc o los acantilados cercanos al Cap Blanc. No hay ningún montaje fotográfico en las imágenes de Pere Colom que ilustraron el catálogo de la exposición en el Claustro de Sant Antoniet. Hay la necesidad del propio escultor por comprobar hasta qué punto las obras establecían relaciones de tensión con la naturaleza más abierta, destino para el cual habían sido concebidas. Y lo hizo, y además sintió que le respondían. Aunque sólo fuese para el instante de una fotografía. La primera exposición individual de Josep Maria Sirvent se inauguró en marzo de 1989, en el Claustro de Sant Antoniet. El Diario de Mallorca, al dar noticia de ella, titulaba “Las ideas elegantes” 2, y destacaba la precisión en la ejecución, el equilibrio formal, la implicación en el espacio vacío, la estilización y la “madurez sorprendente” del artista. Bettina Dubcovsky, en la crítica de arte de El Día 16, resaltaba el aspecto totémico de las esculturas de Sirvent, además de la capacidad de síntesis, la pureza geométrica, las texturas y temperaturas de los materiales, el contraste de calidades y el juego que se establece entre las piezas y el espectador 3. En una entrevista publicada en Ultima Hora, Catalina Serra hablaba del control absoluto que tiene el artista de treinta y un años sobre sus obras, mientras que Sirvent respondía, con mucha más seguridad que la que hoy dice que tenía: “No dejo nada al azar, la elaboración de la pieza es un puro trámite porque lo tengo todo previsto. Hasta ahora no he tenido sorpresas y sale igual que la pensaba en la mesa de dibujo. Creo que es algo positivo porque esto es lo que busco” 4. Quizá aquí deberíamos abrir un paréntesis para reseñar que esta forma de enfrentarse a la obra será ya constante en la trayectoria posterior del artista. A diferencia de otros escultores y especialmente de la mayoría de pintores, para él el momento creativo es el de concepción de la obra, no a lo largo del proceso de realización. Con lápiz sobre un papel o, recientemente, también con la ayuda de un ordenador, el artista proyecta la escultura, la define en todos sus ángulos, estudia su relación con el espacio, las proporciones, los volúmenes, el peso y el diálogo entre los materiales. Ya concebida, rara vez la obra le sorprenderá o cambiará durante el largo y metódico proceso de realización. Pero eso no elimina la capacidad de sorpresa del artista, al verla acabada, con las dimensiones reales y dispuesta para ser tocada y observada en todo su entorno. Al Claustro de Sant Antoniet fue a verle el galerista Josep Pinya, y casi enseguida le propuso hacer la próxima exposición en la Sala Pelaires. Ese fue, sin duda, un impulso decisivo para Josep Maria Sirvent, ya que inició una colaboración continuada con esta galería de Palma, relación que aún hoy perdura, casi quince años después. La exposición en la Sala Pelaires se inauguró a principios de noviembre de ese mismo año 1989. Las esculturas que se exhibieron seguían el mismo proceso de trabajo y contenían elementos muy similares a los de la exposición precedente, pero a la vez se trataba de una escultura mucho más elaborada, con una ingeniería más compleja en su interior, que no siempre se hacía visible. Sobre la importancia del tratamiento de las superficies en estas esculturas escribe Basilio Baltasar, en el catálogo de la exposición: “Los herreros, precursores de los alquimistas, eran admirados y ascendidos cuando sus aleaciones alcanzaban mayores grados de dureza: la historia de los metales simbolizaría los episodios de la historia humana sin posibilitar ninguna digresión teológica: aquí se puede ser como triunfa esta especie bípeda sobre los secretos de la materia enterrada en los abismos de la tierra” 5. Más allá de los materiales, a la verticalidad de las piezas anteriores se oponía la horizontalidad de un buen número de las que configuran esta serie. Son, a menudo, esculturas extendidas en el suelo, mesas de ángulos hirientes que parecían rotas en el cambio de materiales. Hierro, mármol, acero inoxidable, raíz de roble, se acoplan como un rompecabezas o se abren para adoptar formas casi naturales. La taula de Gemma, Mirador, Trinxant, Ave del paraíso, Taulell o Cara a cara son algunas de las esculturas más representativas de esta serie. Sin embargo, no pierde la linealidad, ni siquiera cuando realiza Cap Blanc (p. 23), dos ejes verticales que giran en torno a una esfera de mármol –pieza que se encuentra hoy en los jardines de La Misericòrdia, en Palma, como parte de la colección del Consell de Mallorca-, ni tampoco cuando la tumba en el suelo, en una curva de hierro nada caprichosa por la que se desplaza una bola de mármol rugoso. Se trata de Camí de casa, significativo título para esta escultura. Enseguida lo veremos. EL ASENTAMIENTO DEL LENGUAJE Después de participar por primera vez en la feria internacional de arte contemporáneo ARCO, en Madrid, en el espacio de la Sala Pelaires, presentando dos piezas planas, dos “mesas” de madera y acero inoxidable, en la misma línea que las que había mostrado en Palma, Josep Maria Sirvent siente un gran vacío. En un año, 1989, realmente el primero de su trayectoria escultórica, había realizado dos exposiciones y una serie de esculturas para cada una. Había sacado todo lo que había almacenado dentro durante años, y de repente sentía que ésa era una historia cerrada. Se recluye en el taller; asegura que no quería recibir a nadie. Y, como higiene mental o para desahogarse, empieza a pintar, seguramente porque era una forma de expresión que, contrariamente a la escultura, le ofrecía inmediatez en la resolución. También es el tanteo necesario para descubrir posibles caminos. Para empezar, la pintura le aleja de los acabados más pulidos, que hasta entonces habían sido parte importante de su escultura. Utiliza, para pintar, el polvo de mármol, de hierro, carborundum y otros materiales que confieren un aspecto muy matérico a la obra. Además, la pintura supone una ruptura con esas tareas metódicas que definen el proceso de realización de la escultura. En los lienzos halla lugar para la improvisación, que echaba en falta. Era un trabajo directo que se alejaba y le alejaba de la mesa de proyección, donde debía definir con toda precisión sus piezas escultóricas. Nunca pensó en exponer esos cuadros. Eran simplemente ejercicios necesarios para ese momento. Y, de hecho, a través de esas pinturas, de las formas abstractas, de una geometría muy libre, y sobre todo de los materiales que parecían pintarse en ellas, Sirvent empieza a trazar el camino para las próximas esculturas, que, como ya veremos, es en cierta manera también el camino a casa. Así, toma posesión de grandes piedras salidas de las canteras. En principio, se trataba de un mármol procedente de Calatorao (Huesca), muy negro, sin veta, porque el artista perseguía que no hubiese elementos visuales que pudieran distorsionar su pureza y ese estado en bruto que tanto le interesaba. Y reúne la piedra con el hierro. La naturalidad del mármol se contraponía a un trabajo metódico y repetitivo al que era sometido el hierro para formar unas retículas que multiplicaban la imagen en un pequeño cubo, siempre perfectamente alineado. De ese trabajo nace Brega (p. 32), una pieza plana, cuadrada, que combina el mármol pulido, muy negro, con el mármol en bruto, que es rugoso y más grisáceo, y también con el hierro cuadriculado. Dos únicas materias, piedra y hierro, que aunque encajan de forma muy similar en otras “mesas” anteriores, configuran una pieza, Brega, que debemos considerar punto de partida de toda la escultura posterior. Sirvent, tal vez sin ser aún consciente de ello, había definido los rasgos esenciales de su lenguaje. Estamos en 1990, y en el inicio de esta exposición retrospectiva: “Sirvent, 1990-2003”. Brega se expuso, en junio de ese mismo año, en la inauguración del Centre Cultural Contemporani Pelaires, en la calle Verí de Palma. Era la exposición “Miró y Pelaires, 20 años después”, con una gran cantidad de obras del maestro catalán, apoyo incuestionable en los inicios de la Sala Pelaires, y una extensión que tomó el nombre de “Nuevas latitudes”, en la cual se exponían obras de Mateu Bauzá, Maria Carbonero, Ramon Canet, Pep Canyelles, Menéndez Rojas, Ritch Miller, Pere Pavía, Joan Riutort, Josep Maria Sirvent y John Ulbricht. De Sirvent, se exhibía también otra obra, que debería considerarse también madre de muchas de las esculturas futuras del artista: un hito de gran altura, en el que de nuevo se contraponían el hierro cuadriculado con dos piezas rectangulares sin pulir, en un equilibrio vertical notable. En octubre de 1990, un jurado compuesto por los escultores Chirino y Berrocal y por los críticos de arte Simón Marchan y Manel Clot, concede a Josep Maria Sirvent el Premio del Concurso Extraordinario de Escultura Fundación Bartomeu March, organizado por el Ajuntament de Palma y patrocinado por dicha fundación. Sense títol (p. 35), la escultura premiada, es una pieza cuadrada y plana, como un lecho matrimonial, de la misma serie de las “bregues”*, que presenta una cuadrícula de hierro grueso abrazando parcialmente dos grandes bloques de granito. La solidez es algo más que una sensación en la obra de Sirvent. A raíz de este premio, el mecenas Bartomeu March Servera le encarga una escultura para sus jardines de Cala Rajada (Mallorca), una pieza que de nuevo representará un mojón de cinco metros de altura, en el que también el hierro sostiene la piedra. Aunque, como decíamos antes, las lecturas se realicen a posteriori, es éste el momento en que Josep Maria Sirvent recupera Llívia y, por extensión, la Cerdanya. De manera inconsciente, centra su interés en esos materiales que conoció en su infancia: las fachadas oxidadas, el barro ferruginoso, la herrería del pueblo y el granito que había visto cargado en las carretas para ser clavado, como hitos, en los caminos rurales, en el cierre del dintel de una puerta o que tantas veces había pisado en los escalones de la iglesia. El granito que encuentra en las canteras de la Cerdanya le ofrece la dureza y la uniformidad deseadas como ninguna otra piedra lo hacía, y también posibilita cortarlo en bloques inmensos. El hierro, no sólo significará para el escultor la recuperación de los paisajes arraigados en su memoria, sino también una forma de imponerse la constancia del trabajo, por la manera que tiene de afrontarlo: la repetición de una forma, traducida casi siempre en una cuadrícula o un cubo, le obliga a una tarea meticulosa y reiterativa, que no hace sino reafirmarlo en su propio trabajo. Cortar, soldar, volver a cortar, soldar de nuevo, un trabajo metódico y mecánico, a la vez que manual, contribuye a activar la mente del artista, para generar otras ideas. Más allá, en las trabajadas retículas de hierro, halla también un sentido estético que satisface sus necesidades de geometría. Su escultura, posiblemente pretenderlo, se había vuelto rotunda, como el paisaje y la arquitectura de la Cerdanya. Desnuda las piezas de cualquier elemento que considera superfluo: las pátinas, los colores, los cambios excesivos de materiales o el movimiento. Pesada y compacta, siempre austera, la obra de Sirvent presenta claros paralelismos con el románico, que de nuevo nos remite a la historia propia. Con hierro y granito, en un abrazo constante, con la sobriedad y la contundencia como objetivos estilísticos, con una tendencia clara a la monumentalidad y con la fijación de unas formas geométricas entrelazadas, Josep Maria Sirvent ha asentado su lenguaje. EXPOSICIÓN TRAS EXPOSICIÓN En 1991, a un tiempo que realiza ocho piezas para la exposición “Impresiones españolas”, en la galería Marie Louise Wirth (Zurich, Suiza), una colectiva que comparte con Maria Carbonero, Ramon Canet , Menéndez Rojas y Joan Riutort, se le ofrece la oportunidad de exponer sus esculturas en la galería Maeght de Barcelona. Lo hará en la primavera de 1992, en la planta baja del casal de la calle Montcada, coincidiendo con una exposición de pinturas de Ramon Canet en la planta superior de la misma galería. Y la exposición de la Maeght representa, en la trayectoria de Josep Maria Sirvent, la primera oportunidad de mostrar en solitario y en un gran espacio, el cambio definitivo que se había producido en su obra. Él dice que, por fin, había encontrado el primer peldaño de una escalera por la que ascender, y sentía que aquel era su verdadero camino. Dieciséis esculturas establecían el diálogo y las tensiones entre los dos únicos materiales –hierro y piedra-, entre las formas puras y las geométricas y también entre sentimientos contrapuestos. Quien, en aquel entonces, hablaba de diálogo y de tensión era Maria Lluïsa Borràs, en el texto que prologaba el catálogo. Hablaba de diálogo: “Tal vez el abrazo es un yugo que somete, un símbolo de dominio y de posesión que aprisiona y que subyuga. Pero también puede ser el contacto amoroso, capaz de fundir los contrarios, de acoplar lo que es desemejante y remoto. ¿Diálogo de amistad entre colosos, pues, o más bien lucha feroz? La escultura de Sirvent admite esta doble lectura y cualquier identificación con el dualismo y la contraposición, desde el antagonismo salvaje hasta el abrazo de amor” 6. Y hablaba de tensión, tras hacer una relación de referentes tensionales en la historia del arte y en la mitología clásica: “En la obra de Sirvent, la tensión consigue incluso convertir el estatismo en materia, la pesadez de la roca y la contundencia del hierro en energía, en pura fuerza dinámica. La escultura de Sirvent se ha convertido en símbolo. La expresión primaria y fundamental de los seres y de las cosas –de la vida- ha sido reducida al mínimo, a la tensión primaria de los contrarios. Al final, la obra permanece tan lejos del minimal como de los expresionismos” 7. Algunas de las piezas más significativas que se exhibieron en la galería Maeght están hoy en la exposición retrospectiva que les presentamos. Están presentes como testimonio inicial del lenguaje definitorio de la escultura de Josep Maria Sirvent. En la muestra de Barcelona estaban las “bregues” y la Taula IV (p. 39), firmes en su asentamiento en la tierra y evidencia de la decidida aproximación entre “la edad heroica” y “la época industrial”, como lo vieron el escritor Baltasar Porcel 8 y el crítico de arte Francesc Miralles, al hablar de “un refinamiento cultural” que es factor de superación, a la vez, de los mimetismos con la antigüedad y los “paralelismos con los primitivismos actuales” 9. También estaban Món (p. 43) y Muda, piezas múltiples en las que la sílice, en la primera, o el granito, en la segunda, se hallan en un entramado de hierro que condiciona su existencia, hasta el punto de convertirla en polvo, como pasa con la sílice en Món. Y estaban los hitos, los templos, y el Mur (p. 53), como esculturas con un importante componente arquitectónico, y entre éstas, también, Par (p. 47), poderosa escultura por la verticalidad y la sincronía de dos torres, con cuerpo de hierro y base de granito, que alcanzan los tres metros y medio de altura. Estabilidad, equilibrio de fuerzas, verticalidad, horizontalidad y fuerza totémica que remite a las construcciones megalíticas y a otros monumentos funerarios. “La serie que Sirvent ha titulado genéricamente Fita participa del universo del tótem y del menhir, a la vez que propone un retorno a la geometría esencial que guiaba la mano del escultor primitivo. Algunas piezas de la serie, como la que ha intitulado Temple, son una traducción directa al lenguaje –eminentemente contemporáneo- de Sirvent del cromlech, de un templo funerario como el de Stonehenge” 10, según escribe Maria Lluïsa Borràs. Fita, como punto de referencia, principio y final, altitud necesaria. Y el Temple (p. 40), no sólo como referente primitivo, sino especialmente como lugar íntimo –religión al margen-, el espacio que toda persona necesita para recluirse, voluntariamente y sin opresión, y que por eso mismo espacios se acaban convirtiendo en los templos particulares de cada cual. De hecho, el referente de los “temples”* de Sirvent, así como el de las “fites”, se halla en las cercas de los rebaños en la Cerdanya, elementos de unos parajes que él incorpora como el paisaje más íntimo. La escultura Temple I (p. 38), un conjunto de una veintena de columnas cuyos bloques verticales de granito envuelven y protegen los bloques de hierro cuadriculados que, en cierta forma, representan el ser humano, se encuentra en una importante colección privada de Venezuela, y es la pieza de mayores dimensiones realizada por el artista hasta esa fecha. Y fue también la contemplación de esta pieza por parte de unos galeristas nipones lo que provocó que le invitasen a Japón para hablar sobre el terreno de lo que sería el reto de mayor envergadura que tendría que asumir Sirvent, la realización de la escultura Paisatge d’una vida, para el Centro Cultural de Mie, al sur de Tokio, obra de la que hablaremos más adelante, pues en la trayectoria cronológica que narramos aún intermedian algunas experiencias importantes. Al margen, en esta serie de santuarios aconfesionales cabe destacar Temple II (p. 72), realizada en 1994, escultura en la que, contrariamente a lo que suele ocurrir en las que llevan su mismo título, son los bloques verticales de granito los que se ven rodeados por dos muros curvados de hierro, garantizando la intimidad del espacio interior. Pero todavía estamos en 1992 y en la exposición de la Galería Maeght, donde además de esculturas, el artista muestra algunas pinturas, “con mucha materia y poco pincel”, como él mismo las definiría, y algunos grabados. Sirvent había desarrollado a lo largo de esos años una labor notable en la técnica del grabado. Lo había hecho en Edicions 6a, Obra Gràfica, en el barrio antiguo de Palma, ayudado por el maestro grabador Josep Sitjar. El ácido transporta las formas de Sirvent al papel, geometrías libres que reproducen los cubos y las cuadrículas con las cuales trabaja hierro. La piedra, en el caso de los grabados, se insinúa a menudo en la tonalidad del fondo, envolviendo y abrazando de nuevo las masas formales. Con los artistas del taller 6a, expone ese mismo año en Rostok (Alemania), y realiza dos monográficas de grabados en solitario: en el Espai Gràfic de Palma, introducido por un texto de José Carlos Llop, que reproducimos a continuación en este catálogo, y en el espacio para obra gráfica de la Maeght de Barcelona. Aunque no sea necesario, Sirvent insiste en que es escultor, y que la pintura o el grabado sólo son vías de liberación de la racionalidad que le impone la escultura. Lingüísticamente, había recorrido el camino de regreso a los orígenes. Y lo confirma físicamente en diciembre de 1993, cuando expone en Girona por primera vez, en el Centre d’Art Contemporani Espais, cada vez más cerca de casa. Muestra allí algunas pinturas y una decena de esculturas, entre las cuales cabe destacar la aparición de piezas de dimensiones más reducidas, como Petge (p. 51), una pieza cuadrada y muy plana, granito abrazado por hierro, asentados en la tierra, y Parell, escultura conformada por dos barras verticales de hierro que, a la vez que sostienen pequeñas piezas de piedra granítica, buscan su punto de equilibrio al apoyarse en la pared. El escultor declara que hasta ese momento no contemplaba sus obras sino en su monumentalidad, que le costaba mucho imaginarlas pequeñas, pero empieza a sentir una nueva necesidad y, a partir de entonces, encontramos formatos muy diversos, desde los mayores a los más reducidos, sin perder por ello el aspecto totémico ni mucho menos la rotundidad que es intrínseca a su escultura. Los periódicos gerundenses destacan los rasgos de la obra de Sirvent que más anclados están en la Cerdanya: como material, el granito, procedente de allí, y como referente, el románico, la arquitectura religiosa más significativa de la comarca. “Para él (refiriéndose a Sirvent) lo esencial es convertir el granito –‘la piedra más dura que existe’- en una presencia consistente, una localización precisa de la materia a partir de su peso, de su inscripción inevitable en las leyes de la gravedad, una fuerza referencial que debe contrastar con la ductilidad paradojal del hierro, que aprisiona, que atrapa, que se desmiembra sobre la roca” 11, escribe Eva Vàzquez. Y sigue: “Su obra se edifica también sobre los fundamentos de las construcciones del románico, una pasión que excluye el aspecto místico para centrarse exclusivamente en una contradicción de espacios y de formas: ‘Siempre me han impresionado –declara el escultor- aquellas capillas y criptas subterráneas del románico, unos espacios increíblemente reducidos confeccionados con piedras enormes” 12. PAISAJE DE UNA VIDA Con 120 toneladas de peso, nueve metros de altura y una planta que supera los cien metros cuadrados, Paisatge d’una vida (p. 76) muestra su monumentalidad no sólo en las dimensiones que presenta, sino también, y especialmente, en la simbología que desprende. La escultura que, en julio de 1994, fue colocada en la entrada de un centro cultural inmenso, en la región de Mie, 150 kilómetros al sur de Tokio, fue concebida como un homenaje a la pareja y al mundo que le rodea. Dos elementos centrales iguales, encarados –por la cara que se miran son planos; las otras tres caras, las que observan y se observan desde los alrededores, llevan implícita la multiplicidad de incontables pequeños cubos de hierro, perfectamente alineados uno junto al otro, dualidad uniforme y a la vez diversidad-, ratifican la entidad y el compromiso entre los dos seres emparejados. Significativamente, son de hierro, con la pátina de óxido que les impone el paso del tiempo. A su alrededor, diez bloques de granito, todos de la misma altura, forman una elipse perfecta que encierra un mundo íntimo y privado. Hitos de piedra que son expresión sólida de todos esos seres y experiencias que amparan, condicionan y dan sentido y consistencia al núcleo central, la pareja. Sirvent no quería mentir. Ni con piedras encoladas, ni con añadidos. Quería que cada bloque fuese entero, de una sola pieza, tan decidido como estaba de que este Paisatge d’una vida transpirase autenticidad, en todo su alrededor y desde su mismo centro. No sin muchas dificultades, encontró estos colosales bloques de granito en la Cerdanya, y decidió que fuesen irregulares, naturales, sin pulir. Y con mucha constancia, en la herrería de Can Gori, en Santa Maria, el escultor y sus ayudantes soldaron, pieza a pieza, más de un millar de cubos de hierro. Además, existían problemas de peso y, sobre todo, de anclaje en el suelo, debido a los movimientos sísmicos frecuentes que sacuden Japón, un problema que resolvió el arquitecto mallorquín Mateu Carrió. Pero, como se puede suponer, los retos no sólo fueron físicos y técnicos. Para el artista, además del desafío que suponía haberse propuesto que el proyecto más importante de su trayectoria, hasta ese momento, tenía que traducir el homenaje a la pareja como paisaje de una vida, además –decíamos- se encontraba con el reto de enfrentarse a una fachada de cien metros y gran altura, que daba entrada a bibliotecas, teatro, cines, miles y miles de metros de salas de exposición, es decir, que daba entrada a un territorio para el cultivo y el disfrute de la cultura, en sus más variadas manifestaciones. De ahí que parezca que Sirvent se impone poner hitos de gran rotundidad, con un templo –nos fijamos en la similitud en la estructura y la disposición de esta escultura con la de los otros templos realizados por el artista- también para toda la cultura. Que el transporte de las piezas enteras y ya acabadas a Japón fue toda una odisea, que el montaje fue muy dificultoso, sólo facilitado por el orden escrupuloso que allí reinaba o que, cuando el escultor llegó a Mie para dirigir el montaje, se encontró con un ejército de obreros japoneses formados en dos filas perfectas, de uniforme y con guantes blancos, inútiles para esas piezas, pero que sin duda eran la expresión del respecto que profesan por toda obra de arte, fuera como fuese, todos estos hechos son sólo anécdotas del Paisatge d’una vida. En todo caso, esa experiencia le dio gran seguridad para afrontar los grandes espacios y también confianza para asumir otras dimensiones. Al mismo tiempo que acababa el montaje de la escultura para Japón, y mientras concebía las piezas para una gran exposición en el Centre Cultural Contemporani Pelaires (CCCP), se inauguraba una muestra en solitario de Sirvent en la galería Marie-Louise Wirth de Zurich (Suiza). “Simbiosis”, así se titulaba la reunión de más de quince piezas, la mayoría de las cuales presentaban dimensiones más reducidas, significaba la confirmación de la fusión entre el hierro y el granito. Se introduce en estas esculturas un ligero cambio, no sólo en las proporciones, sino también en la manera de juntar los dos materiales. No puede decirse que el escultor rompa con la geometría esencial que había caracterizado su obra hasta el momento, porque la encontramos en una parte de las obras de esta muestra y, sobre todo, seguirá presente con rotundidad a lo largo de los siguientes años, pero lo cierto es que muchas de las esculturas presentes en “Simbiosis” parecen querer reforzar la maleabilidad del hierro en contraste con la rigidez de la piedra. El granito, en pequeñas piezas como si de joyas se tratase, está envuelto en “nervios” de hierro, como vínculos caprichosos de los que no puede desatarse. Así lo veíamos en todas las esculturas que llevan el nombre de la serie Simbiosis o en algunos “anillos” que ratifican la idea del compromiso con la dualidad. También en esta exposición aparece el primer boceto de un faro que, como siempre en la trayectoria de Sirvent, es fruto de la “simbiosis” y de la evolución de trabajos anteriores, en este caso, de los hitos y los anillos. Pero mientras andamos hacia el gran faro, debemos hacer un punto y aparte para decir que la diversificación de las proporciones de este “sirvent” en pequeñas dimensiones, no se opone, sino que complementa el “sirvent” monumental. Planteadas como cualquier otra pieza y sin perder el acento rotundo de su lenguaje, las esculturas más pequeñas –hallamos una selección extensa, en 1995, exhibidas en Galerie Arrêt sur l’Image, de Burdeos, Francia, galería con la que establece desde ese momento una relación profesional que todavía perdura-, estas esculturas –decíamos- son para el artista más manejables, de factura mucho más rápida y directa, y por eso le permiten tener la percepción de otra dimensión de ese abrazo de formas y de materiales, una vez reducido el círculo de la intimidad. E incluso así, en el caso de Sirvent, nunca podremos decir que sean bocetos de otras esculturas. En todo caso, sólo podríamos afirmar que, ocasionalmente, el hecho de contemplar una pieza pequeña ya acabada ha provocado al artista el deseo de verla traspasada a otra dimensión muy superior. Far (p. 98-99) es, precisamente, una de las piezas clave de la siguiente gran exposición de Josep Maria Sirvent, en el CCCP (verano de 1995). Con sus ocho metros de altura y con la entidad que tienen los faros, como referencias esenciales en la trayectoria de todo marinero, pero también como puntos de señalización de los confines de un territorio, el Far de Sirvent recogía, en hierro, la estética austera de los faros, con una planta circular que se abre hacia el horizonte para mostrar su luz, en este caso simbolizada por tres piezas idénticas, entramados de hierro y granito, que salen del interior para contribuir a potenciar la simbólica verticalidad. Esta escultura se ha convertido, con el tiempo, en referente para la ciudad de Palma, al ser ubicada, en 1999, en el Parc de la Mar, a los pies de la Catedral, entre el Mediterráneo y la ciudad, cuando pasó a ser parte de la colección de esculturas adquirida por el Ajuntament de Palma con motivo de la celebración de la Universiada. Sin embargo, entre la veintena de esculturas y la decena de pinturas que se exhibieron en el centro de la calle Verí de Palma, había otra tal vez más significativa, porque sintetizaba muchas de las inquietudes que habían guiado la trayectoria del escultor, a la vez que abría propuestas de futuro. Hablamos de Mirall (p. 84-85), una espiral de tres metros de altura, ocho de largo y cinco de ancho, que se impone a la escala humana para ofrecerle un espacio donde refugiarse. Realizada con placas de hierro cuadriculadas que favorecen, en el seno de la pieza, el diálogo entre la geometría pura y la sinuosidad de una forma que se repliega en sí misma, Mirall empieza y acaba con un elemento, si se quiere más humano, representado por el enrejado de hierro y granito que marca la posición vertical. Esta escultura es un símbolo más de la protección y el abrazo perseguido por el artista, pero especialmente es una invitación al espectador para recorrerla, para seguir un camino casi laberíntico, desde el mundo exterior hasta encontrarse, en el centro de la pieza, solo, con su espejo. Un recorrido entre el que toda persona se encuentra con un tramo largo que le provoca no pocas confusiones, al no saber dónde se encuentra, ni a dónde le conduce tal búsqueda. Un espacio, al fin y al cabo, para la reflexión. Mirall fue obra seleccionada para la exposición “Sculpturen im Bad Homburg” (1997), junto a obras de Anthony Caro, Jaume Plensa, David Nash o Bernat Venet, entre otros. Con piezas como Mirall, o también Ara (p. 79) –una especie de sala de planta rectangular con una pieza plana y cuadriculada en medio, de nuevo un espacio para la reflexión, como lo define el artista-, Sirvent recupera en esta exposición la relación que establecía con el espectador en las esculturas de sus primeras muestras. Ahora, el espectador no es el sujeto que hará mover y modificará formalmente las piezas, sino que es el destinatario, el objetivo último de unos espacios creados para abrazarle, en un espacio vacío de marcada espiritualidad. Es obvio que ahora el espacio ha empezado a ser una presencia esencial en la obra de Sirvent. El artista involucra el espacio en la escultura, al mismo tiempo que involucra en ella al espectador. Además de Mirall, en la exposición del CCCP se exhiben esculturas como Par II (p. 111), Parell o Bresa V –dos planchas de hierro simétricas y paralelas, arrebatadas o colgadas de la pared que sostienen unas piezas de granito como único punto de contacto-, Anell V, Vèrtebra, Trivial (p. 107), Bruixola (p. 93), M.M (p. 90) –en las dos últimas una columna circular no sólo ejerce de base, sino que da equilibrio a la pieza-, y muy especialmente Homenatge a Joan Riutort (p. 103), el amigo pintor fallecido apenas un año antes, a quien dedica una escultura que parece a la vez un gran espejo y un gran muro, en mitad de la cual se hallan, en un cruce de fuerzas, los dos elementos de estabilidad. También, en la misma exposición, una serie de las últimas pinturas, casi escultóricas por la carga de material que contienen –del hierro y el cobre al polvo de granito-, además de la edición para la ocasión de una carpeta, Aigua de Foc, que reúne cinco poemas visuales de Joan Brossa y cinco grabados de Josep Maria Sirvent, dos catalanes que hallaron motivos para la confluencia, en un proyecto común, de dos lenguajes diametralmente opuestos. De la exposición en el CCCP queda también un texto de Josep Melià, “Sirvent o la forma como superación del estado salvaje”, que prologa el catálogo y que, debido a su interés, reproducimos unas páginas más adelante. Y quedan palabras como las de Llorenç Capellà, cuando sentenciaba que “Sirvent es fuerza” 13. LOS AÑOS SIGUIENTES Los años siguientes, más concretamente el lustro que va de 1996 a 2001, marcan no sólo un tiempo de gran actividad para Sirvent, sino especialmente la consolidación del escultor en dos frentes: uno, externo, que viene dado por la presencia constante del artista en galerías, colecciones privadas y públicas, y en las principales ferias internacionales del arte contemporáneo; otro, interno o propio, que se traduce en la reafirmación del escultor con su lenguaje, ese hecho distintivo que permite que cualquiera que conoce su obra la reconozca, y, sobre todo i más importante, que el artista se identifique plenamente con ella. Sirvent, en el momento en que nos hallamos, puede desarrollar una forma u otra, puede cambiar los materiales –como hará, de hecho, en algunas piezas futuras-, las técnicas de trabajo o incluso abrirse hacia temáticas diferentes, y sin embargo le reconoceremos. Tal vez es este hecho más que ningún otro lo que pone fecha a la madurez de un artista. Las obras de Sirvent participan en un buen número de exposiciones colectivas dedicadas a la escultura, en Mallorca, en la Península y también en el extranjero, además de algunas exposiciones individuales, como las de las galerías Bennàsar, de Pollença (Mallorca), en 1997, o la de la galería Arrêt sur l’Image de Bourdeaux (Francia), en 2001, muestras centradas preferentemente en piezas pequeñas o muy pequeñas, que suponen, por el cambio de escala, un auténtico reto para el artista. Es habitual encontrarle en ARCO, en Art Frankfurt, en Art Cologne, en Art Zurich o en Art Asia, en Hong-Kong, además de participar prácticamente cada año en el encuentro de escultores promovido por la galerista suiza Marie-Louise Wirth, al lado de artistas como Peter Burke, Jo Fontaine o Manuel Torres, entre otros. Además, y sobre todo, éstos son años de muchos encargos para un escultor que cada vez se siente más atraído por la creación de una obra para un espacio concreto. En este sentido, cabe destacar la realización, en 1997, de una serie de piezas para la iglesia de Nostra Senyora del Roser de Son Cladera (Palma) (p. 118-121). Un encargo del obispado de Mallorca que comporta la materialización de las puertas de entrada al templo –dos inmensos paneles de granito atravesados horizontalmente por franjas finas de hierro-, el altar –de nuevo, granito, hierro y una gran cruz de vidrio azulado iluminada-, la pila bautismal –siguiendo las pautas del altar-, el sagrario –granito y vidrio soplado- y el atril –hierro y granito. La sobriedad y la contundencia de este conjunto eclesiástico ratifican la capacidad para traducir espiritualidad de un artista esencialmente no religioso. Seguidamente, en 1998, la participación de Sirvent en la exposición colectiva de artistas del área mediterránea, “Matière en émoi”, en el Gildo Pastor Center de Mònaco, permite que una de las esculturas de Sirvent, concretamente Taula IV (p. 39) entre a formar parte del patrimonio del Principado. En esa época también realiza dos esculturas monumentales, para espacios interiores, de la sede de ANDBANC de Andorra y de una colección particular de Madrid, Ara IV (p. 122), ambas fechadas en 1999. Para ésta última, Sirvent crea una escenografía en la que hallamos ciertos paralelismos con las puertas de la iglesia de Son Cladera. Un panel de granito colosal, de casi tres metros de altura, con muy poco hierro, sirve de telón de fondo a dos piezas planas que se extienden hacia los laterales como grandes tablas de piedra. Tal vez ésta sea, a pesar de su esencialidad, la pieza más teatral de la trayectoria del escultor. También en Mallorca, a lo largo de este lustro, realiza un gran número de esculturas monumentales por encargo. Cabe apuntar que aquel pequeño estudio de Santa Maria, que le obligaba a montar las piezas en casa, hace ya tiempo que ha sido cambiado por un estudio mayor, en el mismo pueblo, y que a finales de los noventa se volverá a trasladar a un taller aún más amplio, una nave del polígono de Santa Maria, en donde trabaja con la ayuda indispensable de otro especialista en herrería, Leonardo Tafalla, Leo, pieza determinante en la materialización de las esculturas colosales a las que ahora nos referiremos. Por sus dimensiones y su espectacularidad, nos fijamos en Era (p. 116-117), ubicada en el campo, en un territorio privado del término municipal de Inca; está compuesta por dos piezas centrales de hierro, en forma de U, muy geométricas y encaradas formando un espacio vacío entremedio, rodeadas por ocho bloques de granito natural, de diversa altura y de formas absolutamente irregulares, tal y como salen de la cantera, parecen ser homenaje al pastoreo, otra vez la Cerdanya y Mallorca reunidas una junto a la otra, en una sola obra. De factura muy diferente son las esculturas que, ese mismo año, concibe para una colección particular mallorquina: Fita de sa Gubia (p. 132), por tener esta montaña como referente paisajístico, y tres puertas (p. 131) para el interior de las casas de esta misma posesión, introducen por primera vez el alabastro en la escultura de Sirvent. Ambas alternan o fusionan el hierro y el alabastro, que desplaza para la ocasión al granito porque le permite iluminarlo desde dentro y jugar con la sutilidad de sus transparencias. Esta misma confrontación de hierro y alabastro iluminado se halla en Sense títol (p. 125), escultura para una colección particular de Alaró y fechada en el año 2000, que es en esencia uno de los faros circulares, en este caso con luz y movimiento, un faro que es, como todos los faros de Sirvent, derivación de los hitos. Una y otra vez nos hallamos con las mismas temáticas evolucionadas. Como sucede también en Relleu (p. 129) –un mural inmenso de hierro que sostiene en sus dos extremos, mediante un entramado de nervios, dos grandes volúmenes de granito, evolución de conceptos ya experimentados en piezas como las de la serie Parell-, escultura de pared que ocupa una fachada de una residencia particular en Formentor. Mientras tanto, decíamos antes, las ferias de arte contemporáneo o las exposiciones en varias galerías le sirven a Sirvent para profundizar en el propio lenguaje, y para tantear y estudiar la evolución de éste. En los años que acabamos de recorrer, el artista ha realizado un sinfín de esculturas de pequeño o mediano formato que toman la forma de una caja de hierro, a veces como columna con planta cuadrada, que contienen una pieza de granito cuadrada, a menudo asida por gruesas grapas de hierro o enrejada, y que obliga al espectador a efectuar una mirada no circular, ni móvil, alrededor de la obra, sino estática y hacia su interior. Nos referimos a esculturas como las que forman parte de la serie Trinxant. Mucho más compactas, formalmente más reprimidas, tenemos también un ejemplo en Vadell (p. 152-153), desde cuyo formato minúsculo –si tenemos en cuenta las proporciones con las que se mueve Sirvent- se despliega la fuerza comprimida de los átomos. Edición tras edición, en ARCO, y en las exposiciones colectivas en las que participa, el artista exhibe alguna pieza de rotundidad incuestionable. Es a finales de los noventa cuando realiza sus primeras esculturas redondas, como ruedas de carro, una expresión más de lo ancestral que le remite y nos remite al día a día de la Llívia de su infancia. En 1999, en Madrid, hallamos una gran rueda o círculo hueco, dentro del que se distribuyen unas piezas de mármol blanco atadas con hierro. Poco después, en 2000, otra rueda, titulada Anell IX, (p. 127), es adquirida por el Ajuntament de Inca y colocada en un lugar estratégico de la ciudad mallorquina. Sirvent, de alguna manera, había cerrado el círculo. Y aunque nunca abandona ninguna de las series precedentes, y siempre regresa a los hitos, a las bregues, a los anillos, a las parejas, al trinxant, a los templos o a los faros, introduce nuevas formas, que no hacen más que confirmarlo. Parece que se siente cómodo en su camino y con su lenguaje. Y eso que, en una entrevista fechada en esa época, el escultor declara: “Me enfrento con angustia a la creación” 14. Y LOS ÚLTIMOS AÑOS A medida que las circunferencias dentadas se transforman en piezas cada vez más compactas, masas redondas de gran plenitud que tienen en su interior o a su alrededor piedras de notoria volumetría –en esta serie destacan Perfum (p. 141), Anell IX o Bague (p. 186), el escultor abre un nuevo camino en su trayectoria, un camino que sin embargo es derivación de tantos otros anteriores. En 2001 presenta una puerta, Windows 2001 (p. 154), rectangular y vertical, que invita la mirada a traspasarla, de un lado a otro, y viceversa. Mirada exterior e interior, comunicación entre ambos, pero, no obstante, el paso se ve obstruido por una reja de hierro forjado, como la de las puertas de los grandes templos o de las casonas señoriales, paisajes comunes que el artista, de nuevo, recupera y aísla. Granito y hierro, hierro y granito se aíslan como los hitos o como los faros, como elementos de referencia. Así los hallamos en Porta III (p. 171), en donde el granito es un marco de fuerza, grosor y altura, que se contrapone con la reja que permite la contemplación de un paisaje inaccesible. Los dos últimos años, 2002 y 2003, para Josep Maria Sirvent no sólo dibujan con insistencia su presencia multiplicada en los espacios de varias galerías en ferias como ARCO, foto fija de muchos medios de comunicación; no sólo le ratifican entre selecciones de artistas remarcables, como “Pelaires en escultura”, en donde su obra comparte espacio con las de Juan Muñoz, Leiro, Alfaro, Plensa, David Nash o Miquel Navarro, o en “Llum+Llum”, reunión de medio centenar de artistas para celebrar la inauguración de un nuevo centro cultural en Alaró (Mallorca), sino que, además, realiza dos de las exposiciones individuales más significantes de su trayectoria hasta entonces. En 2002, expone en Milán (Italia), en la galería San Carlo, más de una veintena de esculturas y una selección reducida de pinturas. El catálogo y sobre todo la introducción del crítico de arte francés Pierre Restany, cuyo texto reproducimos en estas páginas, destaca la autenticidad de la obra de Sirvent. Una calidad que se ratifica al ver la serie de obras que la integran, que recuperan y hacen evolucionar toda la historia que las precede. La del pastoreo que observaba cuando era un niño, en los alrededores de Llívia, y que ahora aparece en unas esculturas significativamente tituladas Bou, de simplicidad vertical, y que son hitos con memoria propia. La de las “cajas fuertes” o del “trinchante”, que ahora se posicionan sobre un paralelepípedo de madera natural, extraída de pinos de un temporal reciente que sacudió Mallorca. Los “hitos”, más simples y compactos que nunca, de hierro y granito negro, prácticamente sin diferencias entre los materiales. Los “anillos”, abiertos o cerrados, símbolos eternos de un compromiso establecido. Las “riñas”, que ya no son piezas para el suelo, sino la conjunción y disyunción de muchos procesos ya experimentados. Los círculos, mundos llenos y cargados de granito, que ahora hacen referencia a la fe, como creencia laica, o a los juramentos, más compromiso. Y las “puertas”, mucho más permisivas y permeables. En el mismo sentido, de reconquista y de reafirmación permanentes, se mueve la exposición que, en 2003, acoge la galería Michael Schultz de Berlín, presentada por Christina Wendenburg, quien incide en las tensiones que establece la escultura de Sirvent entre la era arcaica y la modernidad, primitivismo y contemporaneidad para una fuerza simbólica que reúne, según la autora, “diferentes dimensiones temporales”. Tiempo y espacio, materia y memoria. Es en la exposición de Berlín donde se presenta la escultura Far V (p. 189), de hierro y mármol, que en su mediano formato resulta ser boceto para la escultura, que, en el momento de escribir este texto, ocupa la mayor parte del tiempo de Sirvent: Far de la Sal, un monumento al mar y también a la tierra, aviso para navegantes de nueve metros de altura, cuerpo de hierro y alma de hierro y granito, que está destinado a ocupar próximamente un lugar de la costa de la Colònia de Sant Jordi (Ses Salines, Mallorca), justo enfrente de la isla de Cabrera. Sin concesiones, ni siquiera –me atrevo a afirmar- a sí mismo, Josep Maria Sirvent ha recorrido hasta ahora un camino de hierro y de granito. Sus obras, símbolos de la dualidad entre lo rígido y lo maleable, entre la calidez del óxido y la frialdad de la piedra, entre el pasado y el presente, entre dos paisajes y entre tantas vivencias, explican el compromiso del artista con todo y con toda la gente que da sentido a su existencia: hitos necesarios como la pareja, los hijos, la familia, los referentes de una vida, la historia y la contemporaneidad. Y, en un abrazo, el compromiso del escultor y sobre todo del hombre, para quien, de ahora en adelante, todo es futuro. LOS ORDENES DE JOSEP Mª SIRVENT* Valentí Puig Entendidas también como búsqueda del equilibrio entre la materia y la energía, las formas de la escultura propasan en los diseños de Josep Mª Sirvent la presencia elemental y se integran en un espacio holgadamente reflexivo: supimos con el principio de indeterminación que la posición y la velocidad de un objeto no pueden ser medidos exactamente, dado un instante concreto, ni tan siquiera en teoría. Así la escultura brota, enhiesta, y comienza a relevarse diversa según el antojo o el orden secreto de sus disponibilidades. Sirvent plantea una materia concebida sin contorsiones, tan asentada como predispuesta al despegue de variaciones y multiplicidades en su reiterada ensoñación de volúmenes virtuales. Concebidos para verse instalados en la atemporalidad, esos volúmenes gozan de contención matemática y monumentalidad interna lograda tanto con breves secuencialidades como con un ademán estático. Algo de este modo se revela afortunado, articulación lejos del tumulto expresivo, conjetura de luz apresada, bloque de soledad. En el contraste entre la dimensión total y la multipolaridad de segmentos –movimiento pausado, encajada en la dimensión de sus intersecciones angulares o curvas-, Sirvent concreta su conocimiento de la piedra y el metal, la alquimia y enigma de las aleaciones y se congratula por una sensación de lo originario en trance de conocer la complejidad. Revivimos así aquella vieja paradoja de la geometría de las sensaciones. Esas herrumbres –fruto del ácido o de la intemperie– virtualizan la tensión entre tradición y desvelamiento: constatan lo arcano de un “genius loci” o la temperatura radical de una fusión. La metamorfosis no admite compromisos y Sirvent sabe en todo momento lo que tiene entre manos. Esos ejes multiplicados miden el espacio según desplieguen o contengan sus elementos. Hay lentas rotaciones, similitudes primigenias y otra manera de constatar la clarificación de lo que nació para ser estrictamente silencioso. Sirvent postula una compenetración de lo arcaico con lo sutil: la forma totémica se reconvierte en paisaje de la experiencia tecnológica para que nuevas y densas percepciones del espacio modulado nos abrumen o iluminen sin otros ardides que la norma y el ritmo. Incumplida o expansiva, la escultura de Josep Mª Sirvent aboga por un reencuentro con aquel equilibrio que suele esquivar las imposiciones del cálculo de probabilidades para convertir la superficie en calidez o el ángulo en horizonte. Ciertamente, también es una cuestión de coraje. EL LIBRO DEL ORIGEN* José Carlos Llop La obra de Josep Maria Sirvent crea un sólido equilibrio entre la contundencia de la fortaleza y el carácter mítico de lo primigenio. Para ello se ha servido de dos elementos antiguos –la piedra y el hierro– que siempre han despertado la fascinación humana. Pero, además, Sirvent ha querido situar el diálogo de esos elementos en un paisaje moral en el que una vieja desolación nos habla de la ajenidad de ese mismo paisaje frente al Tiempo. De su eternidad. El lenguaje de Josep Maria Sirvent se enmarca en ese paisaje de fulgor helado. Los espejos del acero, el musgo de la herrumbre, los líquenes azules de un ácido, la luz metálica –como un monolito sagrado- que se alza contra el horizonte, son rasgos de la presencia –salvaje y civilizada al mismo tiempo- de una poderosa escultura que no es más que otro símbolo de la memoria atávica del hombre. De la respuesta del tótem creado por este frente al horror que desierta el vacío mitológico. En esta exposición Josep María Sirvent nos presenta una colección de grabados donde los elementos férreos – ruedas dentadas planchas, ejes caprichosos…- son sombras negras que flotan –de nuevo lo primitivo- en un amarillento líquido amniótico. Pese a la monumentalidad de algunos de estos grabados –una monumentalidad entendida como otra forma de la compacta solidez que posee el lenguaje escultórico de Sirvent- , su voz vuelve a enmascararse en el paisaje de la interpretación del origen. O mejor: no sale de ese paisaje pues nada hay más allá de él. Sirvent ha utilizado ese fondo veteado de blancos y amarillos –con misteriosas ventanas que se abren al vacío y las planchas negras de su maquinaria artística- como una mirada que vuelve atrás, que se apoya en el mítico espacio que transforma la nada en vida –episodio del Génesis, pero también trama genética- para interpretar la vida a través del arte. Cristales de laboratorio, ojos del microscopio, radiografías del origen, combate entre el vacío y la forma de los grabados de Sirvent adquieren un esplendor puro y sencillo, como la piedra y el hierro, en la respuesta ante la erosión que el tiempo causa en los valores más puros y sencillos –pero también logrados con más esfuerzo- del hombre frente a la nada. Esos valores que hacen que de las manos del herrero y del grabador surja la alquimia del arte y la certeza de que toda nuestra fuerzas se esconde en ese momento –ancestral, primario, salvaje y ritual– en que una potente luz nos creó de la nada. En estos grabados, Josep María Sirvent es el testigo y oráculo de ese misterio. DE HIERRO, GRANITO Y ARCÁNGELES Silvio Blatter Alta temperatura: 1535 grados, es la premisa para fundir el hierro. En estas condiciones trabaja Josep Maria Sirvent: martillo, mano y yunque. Por no hablar de la mente y el espíritu que animan la materia. El granito piedra profunda. Cuarzo, feldespato y mica. ¿Olvidaron sus propiedades? Su coloración del rojizo al gris, del gris al óxido: Hierro. Mezcla de Hierro, un conglomerado: hierro y piedra, quebradizo, informe. El hierro, metal seminoble, llevado hasta la herrumbre, tiñe incluso nuestra sangre. Un hombre necesita un miligramo diario, una mujer tres veces esta cantidad, algo que se me antoja español y que tímidamente me hace pensar en pasiones, mientras mantengo la cabeza fría como Sirvent. Su granito proviene de los pirineos de allí donde el clima siempre húmedo del oeste europeo da paso al seco y caluroso del Mediterráneo, de allí donde viven catalanes y vascos. Y de la premisa del Arte. Sirvent trabaja la materia, algo más antiguo que el tiempo. Sus materiales, hierro y granito, confieren el peso específico a sus obras, la densidad de los mismos se corresponde con la densidad poética de su arte; por ese motivo, sus obras se erigen libremente con una natural ligereza, que me deja atónito. La gravedad cede, renunciando a su peso. Las obras de Sirvent se sitúan en los límites fronterizos en el que el artista es alquimista, forjador, cantero y brujo, mostrándonos cuán dócil, manejable y rígido es el hierro y cuán frágil, moldeable y duro el granito. Y todavía más importante, Sirvent pone de manifiesto el origen común, el sentido último del hierro y la roca, que estando ciertamente separados, permanecen uno al lado del otro, sin jerarquías, manejados por el artista: configurados mutuamente. De un lado, el hierro forjado, el efecto mágico de una estructura conseguida; del otro, el granito, de muda apariencia a pesar de su elaboración y forma. Aquí, el civilizado hierro; allí, el natural granito y en todo ello, el sentido artístico de Sirvent. Se podría hablar de matrimonio, de tensa unidad, de amor incluso; entre ambos, un reservado diálogo. A veces, un abrazo, ¿Quién abraza a quién? Desde una perspectiva extrema haría hincapié en la interrupción del mudo diálogo. Y considero remarcable la independencia en la yuxtaposición del hierro y del granito, que prevalecen como tales. Diríase que se complementan en la impecabilidad en la que ambos permanecen autónomos. Ahí reside su fuerza meditativa. Y pienso en las etapas de la civilización, en otras épocas, en el salto histórico del hombre, de la Edad de Piedra a la Edad de Hierro, en sus logros que transcienden en el arte de Josep María Sirvent conduciéndome con ensoñación y precipitándome al abismo del tiempo. Noto el peso de los materiales, la natural carga de la materia: granito, hierro; percibiendo la irrealidad de estas esculturas (si es que pueden denominarse así); degusto su contenido poético que no atiende ni a la fuerza de la gravedad, ni a ningún estómago. Sirvent trabaja con materiales mundanos (pregunten a la gente que los transporta y coloca) pero su arte no es de este mundo. Y eso me confunde. Fruto de esta confusión, busco posibles referencias. Pienso en Donald Judd, en su severidad formal, en su genial simplicidad, que también muestran las obras de Sirvent, pero en éstas se suma la reflexiva modernidad, la sensualidad y la corporeidad. Es demoledor. Veo a Serra. La elegancia, la voluntad formal aunque su negrura se contradice con la claridad en las obras de Sirvent, claridad que seduce. Pienso en Chillida. La belleza es análoga. Y dejo aquí las comparaciones. La identidad de las obras de Josep María Sirvent imposibilita cualquier comparación, no le son necesarias. En el Olimpo existe un lugar reconocido para el Arte. Allí tiene Sirvent su sitio asegurado: una silla de granito y hierro. Y frente al artista todos los arcángeles a su paso se quitan el sombrero. SIRVENT O LA FORMA COMO SUPERACIÓN DEL ESTADO SALVAJE Divagación anticonvencional sobre una nota convencional* Josep Melià Inicio convencional para una nota biográfica: Josep María Sirvent nació en Llívia (Gerona) en el año 1957. Muy bien, ja tenim la Seu plena d’ous1. Comencemos, pues, el discurso anticonvencional en lo que académicamente se considera adecuado para una aproximación crítica al trabajo de un artista. Hablemos un poco de Llívia, es decir, de lo que se suele identificar con la antigua Julia Líbica, que según Tolomeo, era la capital de los ceretanos, un pueblo sito a seis kilómetros de Puigcerdà con una antigua botica-museo. Sin embargo, si indagamos un poco, veremos que la misma evocación del nombre de Llívia ya nos puede servir como parábola del sentido de la obra de Sirvent. En efecto, Llívia es un enclave gerundense, o sea del Estado Español, en tierras francesas. Llívia es políticamente una cosa –España- rodeada por todas partes de otra: Francia. Ésta, cuando menos, es la explicación, tan convencional como la frase que hacíamos servir de inicio de la evitada nota biográfica, que figura en la mayoría de los libros y de los itinerarios turísticos y culturales. No obstante, si se miran las cosas con un poco más de atención, es cierto que Llívia no es un grumo de antimateria en medio de un contexto material disonante. Entre Llívia y Puigcerdà –la capital sardanesa- existe la misma identidad que con el pueblecito vecino de Ques –en la Cerdanya francesa- lugar de procedencia de los antepasados de mi mujer, o sea de nuestros tres hijos. Querría que me entendieseis. Todo es o no es según el ángulo de la mirada. Quien mirase el mapa de Europa, leyendo la línea de las fronteras, vería que Llívia y Ques están en Francia. Quien se atenga a la realidad política sabrá que Ques es francés y Llívia española. Quien mire a Europa desde un observatorio verá que Puigcerdà, Llívia y Ques pertenecen al mismo país. Igual que los astronautas que miraban la Tierra desde la Luna y que solo veían, allá lejos, el “planeta azul”. Os invito, por tanto, y ya de entrada, a observar la obra de Sirvent desde esta perspectiva. Creo que si pensáis que las cosas, según el enfoque, puede tener diferentes significados, que los materiales, los colores, las personas, las ideas, forman parte de un todo, y que son, al mismo tiempo, unidad y diversidad, equilibrio y contrapeso, habremos ganado un lugar privilegiado para mirar, gozar, la profunda belleza que hay en las esculturas y en los cuadros de Josep Maria Sirvent. ¡Fin de este exordio! EN LOS LABERINTOS DE LA DIALÉCTICA Los diferentes autores que han analizado el riguroso trabajo de Josep Maria Sirvent no han podido dejar de referirse, con unas u otras palabras, a esta tensión dialéctica que configura su proceso creativo. Jean Braudrillard decía que “la astucia de la forma consiste en ocultarse en la evidencia de los contenido”. La evidencia, por otra parte, no puede ser más obvia: hierro y granito, metal y piedra, tierra y fuego, materia y espacio, forma y objeto. Valentí Puig lo interpreta como un contraste entre la dimensión total y la multipolaridad de los segmentos. Maria Lluïsa Borràs se pregunta si nos encontramos frente a un diálogo de amistad entre colosos o ante una lucha feroz. Silvio Blatter lo sintetiza de una manera bastante gráfica, el salto histórico del hombre entre la Edad de Piedra y la Edad de Hierro. No querría que todos juntos cayésemos, bajo el paraguas de la dialéctica, en una especie de exaltación del pensamiento “dicotómico”, puesto que Lévi-Strauss demostró suficientemente que ésta era una for- ma de organización “salvaje”, cuando yo entiendo que lo que Sirvent nos propone es precisamente una forma de civilización que, humanizando la piedra y el hierro, nos lleva a diseñar un horizonte de liberación que nos aleja de los sentidos más primarios de la existencia, gracias al evangelio, la buena nueva, de la forma. Todos los críticos, sin embargo, reconducen su reflexión sobre la obra de Sirvent a unos elementos esenciales: la tensión, por una parte, y la demostración de la unidad, el origen común de todas las dimensiones posibles. Entender el trabajo, según la “Vulgata”, de Adolfo Sánchez Vázquez, como una manera de humanizar la naturaleza. No adivinaría a decir el porqué, pero, delante de las imponentes y profundamente pensadas creaciones de Sirvent, siempre pienso que tiene presente aquella reflexión que Unamuno hacía ante la definición que Don Quijote hacía de él mismo, porque, en efecto, lo que importa no es lo que las personas son. Lo que cuenta es lo que pueden y quieren ser. Y quien dice las personas, dice las cosas, la materia que nos rodea. Porque uno de los secretos más profundos de la alquimia del arte es que existen unas determinadas cosas que reclaman un destino, que claman para hacerse un lugar en el espacio, para recrearse y reencarnarse. Y es al servicio de este trabajo mediático que Sirvent ha puesto en juego el inmenso esfuerzo de dar sentido de integración a elementos que por definición, y quizás sin haberle dedicado la reflexión que el tema merecía, considerábamos antagónicos. O sea, convertirlos en complementarios. Este discurrir por los laberintos de la dialéctica, o por los de la memoria como quería Carmen Ortiz en su aproximación al trabajo de Sirvent, relaciona curiosamente el contraste entre lo ancestral y la más absoluta contemporaneidad. No es nada extraña la asociación espontánea que al espectador establece con el mundo totémico, con el simbolismo más remoto de los monumentos megalíticos y talayóticos. A fuerza de descostrar la materia llegamos a su esencia, a aquel núcleo que trasciende el tiempo, que se mantiene invariable en el transcurso de los siglos. En esto Sirvent es un verdadero maestro porque precisamente se acerca a la piedra y al hierro sin ningún tipo de prejuicio ideológico. Su amor es profundamente sensorial, táctil, más que imaginaria romántica o embeleso platónico en función de ideas preconcebidas sobre la manera de consumar el contacto con la realidad. De esta manera, como señalaba Puig, se producen las bodas –no soy yo el primero que al hablar de la obra de Sirvent la asocia a la metáfora del matrimonio, siendo ésta una constante en todos los analistas- entre lo arcaico y lo sutil. Nada más hermoso no se podría encontrar nunca en los laberintos de la dialéctica. Ni que fuese por lo que decía Xenius: todo lo que no es tradición, es plagio. EL DIÁLOGO DEL UNIVERSO La escultura, el pequeño mundo de un objeto –que, a veces, como en esta exposición, afronta retos de tamaño insólitos en las muestras habituales- se convierte así en una representación global del Universo. Del Universo como idea abstracta, del infinito, y de los universos atómicos que como sistemas planetarios dan cuerpo a la genética de los elementos químicos que conforman la materia. Actualmente está muy de moda hablar del “fin de la historia”. La confusión ideológica que vivimos en occidente nos lleva a improvisar teorías “Kleneex” para tratar de ahuyentar la niebla que nos acosa. La obra de Sirvent es, en este sentido, un reto a nuestra imaginación. Artesanal en la técnica, es profundamente innovadora –por tanto, artística- en el lenguaje. Coherente con la tradición, -y, en consecuencia, un peldaño más de la evolución de las formas arrancadas por el hombre a lo desconocido- es una premonición del futuro colectivo, vanguardia, modernidad. En el pensamiento de Ernest Bloch, todo esto se podría reconducir a la idea de “Fernziel”, de la última meta. La última, cuando menos, en la voluntad repetida generación tras generación, de ir acercando la realidad a la utopía. Bloch lo decía de una manera muy expresiva: llegar a una síntesis entre sujeto y objeto, entre hombre y naturaleza. Y yo antes decía que Sirvent quería humanizar esta naturaleza. Es casi inútil, ciertamente, añadir ahora el corolario que esto implica, y, al mismo tiempo, recuperar la vieja idea –Rousseau i tutti quanti, los precursores de la democracia de reconducir al hombre a su estado natural, a la armonía con su entorno, a una idea de equilibrio que sería tanto equilibrio mental como ecológico, código estético tanto como programa político. He insinuado que esta exposición de Sirvent es prácticamente insólita. O si lo queréis de otra manera: inimaginable. No sólo porque la escultura recibe mucha menos atención que la pintura, sino al contrario, porque no es frecuente plantear obras tan monumentales para un espacio cerrado. El artista se ha querido jugar la labor de los últimos años en un envite admirable. Puesto a demostrar que ha logrado la plenitud, que posee el dominio de todos los recursos intelectuales, expresivos y técnicos para conformar una obra que se podrá inscribir en el Olimpo de los artistas más completos. Las cuatro grandes esculturas que sirven de núcleo básico a la exposición –y que son las que reconducen la totalidad de las obras presentadas a su sentido unitario- son como cuatro puntos cardinales del sentimiento humano. El Far es la luz, la estrella que nos guía, el inaprensible tesoro que es preciso captar y del que sólo recibimos una pequeña parte en forma de intereses. El Ara es el altar donde el alma se desnuda de los prejuicios, se acerca al panteísmo de quien puede admirarse por igual ante el Sol o ante las estrellas fugaces que cruzan el cielo en esta noche de San Lorenzo escogida para presentar la muestra. El Mirall es camino, laberinto, forma, cálculo, sorpresa, en definitiva, la contabilidad a doble partida de nuestras existencias. Y el Homenatge, en fin, es la invocación de la luz, de la oscuridad, de la pureza del espíritu, del ruego silencioso a los cielos y a las lluvias, a la tierra que recoge las cenizas de los amigos desaparecidos, a los surcos donde nacen los alimentos que permitirán la perdurabilidad de la vida, para que así no falten nunca hombres inquietos que se interroguen en el gran espejo que nos abruma, nos rodea, nos posee, sobre quienes somos y sobre lo que somos y lo que podríamos ser. Quién sabe, incluso, si también sobre lo que tendríamos la obligación de tratar de ser. Una obligación entendida tanto en relación a nosotros mismo como en relación al resto de la humanidad, caridad egoísta y bien entendida, por una parte, y solidaridad generosa y voluntad de justicia y equilibrio como signo de paz y libertad. Éste, permitidme que os lo diga, es el diálogo del Universo. El tañido de las campanas por las tardes, el olor de la tierra mojada por el tempero, el concierto de los astros, la frustrada y eterna aspiración de los hombres. La lógica de los valores morales imponiéndose, definitivamente, sobre los valores suntuarios, y el economicismo burdo de esta nueva religión del mercado entendido no como purga que selecciona y elimina sino como mecanismo de manipulación de las conciencias. Si Heráclito decía que el tiempo es un niño que juega, es de agradecer que haya hombres, artistas, que quieran reconducir el tiempo al espacio en el que se produce la liberación progresiva de los seres humanos proponiéndonos ejercicios de interiorización de nuestra relación con la realidad que nos rodea, haciendo de la forma un signo de inquietud y de fe en un nuevo sistema de valores. SIRVENT AISLADO INVOCANDO LA BUENA NUEVA DE LA BELLEZA Indagador del origen de la escultura, como avistó con agudeza Maria Lluïsa Borràs, Sirvent se ha tenido que aislar para depurar los desechos y encontrar la forma más pura en la que quería condensar su mensaje. La ascesis, paradójicamente, siempre es un camino de comunicación. Nuestra voluntad no puede ir más allá del deseo de El extranjero, de Albert Camús, clamar pidiendo “¡una vida donde pudiera acordarme de la de ahora!”. La trascendencia, la kunderiana aspiración a la inmortalidad, son un deseo de influir y alterar la realidad conocida de modo y manera que nuestra presencia, en la medida que llega a modificar la realidad, sea digna de ser recordada. El artista, como creador de artefactos –art factum-, de hechos artísticos, siempre en este deseo de conocer lo suficiente la realidad para dominarla y, finalmente para trascenderla. El enamoramiento que Sirvent demuestra hacia la piedra de granito y el hierro, signos de la permanencia de la materia, es la expresión del complemento que sólo el hombre, como único ser que racionalmente puede tener sentido del tiempo y que, por tanto, puede aspirar a la última meta porque es también el único que puede imaginar la sucesión de los hechos y el encadenamiento de los elementos más diversos, es ésta una aspiración a una vida permanente revelada a partir de lo inmanente. No es extraño que Carmen Ortiz situase su reflexión sobre el arte de Sirvent en esta frase de Maria Zambrano: “La imagen siempre es cosa de otro mundo”. Lo que ocurre es que de la misma manera que existen otros mundos, aunque todos están contenidos en éste, el otro mundo artístico es el descubrimiento de las dimensiones desconocidas que hay en las cosas más inmediatas. De aquí este aparente ejercicio de simplicidad de quien solo se ampara en el granito y el hierro. En una piedra y un metal que la mano humana lleva a encontrar el punto exacto de armonía. Es exactamente por esta razón que Silvio Blatter escribía “Sirvent trabaja con materiales mundanos (pregunten a la gente que los transporta y coloca) pero su arte no es de este mundo”. ¿No lo es? Tendríamos que decir lo mismo que Picasso dijo respecto del retrato de Gertrude Stein: “Si no se le parece, ya se le parecerá”. Si no es de este mundo, ya lo será. Porque la transformación del mundo es ésta. Conformar, dar forma, a una nueva realidad. Marx decía que el trabajo permite que el hombre asimile “bajo una forma útil para la propia vida las materias que la naturaleza le brinda”. El trabajo de cualquier artista, y en concreto el de Josep Maria Sirvent, no se escapa de este patrón. No obstante, es admirable, y muy de agradecer, que alguien se tome la molestia de extraer del fondo de este mundo otros mundos imaginarios que servirán para ensanchar las fronteras de nuestra libertad de espíritu. Ante su Ara, el artista, con la túnica de un sacerdote iniciático, invoca el futuro y espanta los tópicos que se oponen a nuestra capacidad de convertir en belleza, desde la forma de romper una piedra o de tratar con ácidos. A un personaje del Doctor Faustus, de Thomas Mann, le gustaban los artistas por su capacidad de comprensión. A esto atribuía el autor el carácter alegre de los pintores. Porque “la comprensión es lo mejor y lo más importante de la vida”. Realmente, muchos de nuestros quebraderos de cabeza provienen de nuestra incapacidad para entender las cosas más cercanas. Por esta razón necesitamos que alguien nos “revele” la buena nueva de descubrir las posibilidades estéticas de no importa qué y que quiera asumir el ejercicio de hacer de su comprensión de lo que otros no comprendemos un ejercicio de didáctica sensorial y sentimental. Si, además de sinceridad, de una forma profundamente honrada, con una dedicación admirable, con un acierto que fascina, ¿qué más se puede pedir? Se puede pedir que miremos estas esculturas con un silencio reverencial, que subamos a la altura mística de las estrellas y pensemos como desde el fondo de la tierra podemos aspirar a tocar las nubes de la gloria. Que todos juntos queramos abandonar el estado salvaje. LA SENCILLEZ CONDUCE A LO ESENCIAL* Pierre Restany Aunque esté cortada en forma de dados y engastada en paredes metálicas, como transformada en lingotes y estelas fijadas a través de rejillas forjadas, en Sirvent la piedra se dedica al diálogo exclusivo con el metal. La piedra es el granito de los Pirineos catalanes, tierra de origen del artista. El metal es el acero cortén y, sobre todo, el hierro, que Sirvent forja. La relación dialéctica piedra-metal ha permitido que esta obra entrara, de una vez por todas, en la mitología cotidiana de la energía vital. La crítica catalana y castellana ha sido directamente sensible a ese clima de comparación titánica de la materia, a esa alquimia de la creatividad nacida de la tensión dialéctica entre Eros y Thanatos, entre el Ying y el Yang, el día y la noche. Con mucho gusto hubiera cedido a este relanzamiento mitificador, si una visita al taller de Sirvent, el pasado marzo, cerca de Palma de Mallorca, no me hubiera llevado al punto de inicio del análisis del fenómeno. Imaginen un loft ultramoderno y perfectamente adaptado a la doble actividad de un picapedrero y de un herrero del siglo XXI. Sirvent es un ingeniero de sencillez esencial en el tratamiento del metal y de la piedra. A la sencillez esencial de los materiales de base corresponde la de su tratamiento tecnológico. El resultado lógico de tal estrategia del minimalismo expresivo desafía, de modo completamente natural, la relatividad del tiempo: estas formas simples, tratadas según una técnica programada simplemente, nos comunican la sencillez de un presente eterno. Aluden tanto a la modernidad de un skyline urbano como a la de un tótem primitivo estilizado. Sirvent es un titán del siglo XXI cuya inteligencia minimalista confiere al sentido de la obra una envergadura universal. Se piensa seguramente en el minimalismo metálico de un Flavin o de un Serra. Pero a ello Sirvent añade la presencia directa e inmediata de la piedra, en la que él sobresale representando la inmanencia de la carne en sus pinturas e incisiones. La ambivalencia del granito, duro en su coherencia compacta pero extraordinariamente maleable al corte, destaca el análogo dualismo del hierro, que es sólido al aire y se funde al calor vivo de la flama; esa complejidad en la coexistencia humaniza la forma nacida del diálogo entre las dos materias y nos la hace calurosamente cercana más allá del efecto choque debido al impacto energético. La magia alquímica del arte nos hace olvidar la sensación de pesadez agresiva de la forma. Una escultura de Sirvent no provocará nunca en el público aquellas reacciones de vandalismo que a menudo suscitan los incisivos cortes de un Serra. Sirvent es de la Cerdanya y yo mismo soy natural de Vallespir, que no está lejos de allí. Nuestra catalanidad halla su analogía en nuestras relaciones primarias, que son las de los montañeses. Forjando el hierro y cortando la piedra de nuestras montañas, Sirvent las ha acercado un poco más al cielo, en aquella zona privilegiada de la atmósfera donde los conceptos pierden su pesantez localista para insertarse, a pleno régimen, en el flujo global de la comunicación. Gracias, Sirvent, por recordarnos, con tanta evidencia, que la sencillez conduce a lo esencial. JOSEP MARIA SIRVENT Estrategia: Era Arcaica* Christina Wendenburg Piedra y hierro - ¿Antítesis? ¿Lucha? Todo aquel que trabaja con hierro, busca el fuego, lucha con el ruido del martilleo, siente el olor mordiente y sostiene un diálogo físico con el material. Un combate entre antagonistas caracteriza la obra de Josep Maria Sirvent. El escultor recuerda, al forjar el hierro, los elementos naturales del fuego y de las brasas, semejante al proceso que también hizo surgir las piedras a lo largo de millones de años. Esta relación de tensiones entre la naturaleza y el arte, entre la evolución geohistórica y el proceso de civilización, se estructura en las esculturas de Sirvent en un campo dinámico de fuerzas. Las piedras son abrazadas por negros hierros forjados, fijadas –por decirlo así-, amansadas y mantenidas en equilibrio. Nace así un nuevo orden. Sirvent no ensambla los materiales de forma jerárquica, sino que los enfrenta en su polaridad entre naturaleza y cultura, entre era arcaica y civilización –sin que una de ellas se subordine a la otra. Sus esculturas están determinadas por las líneas horizontales y verticales de las charnelas de hierro, que actúan como fuerzas direccionales. Compone vistas desde arriba y vistas a través, que emprenden como estelas, tótems, piedras de sacrificio, un viaje en el tiempo, como quien dice, del mito a la Modernidad. Se dirige a los orígenes de las artes plásticas, utiliza su significado referente al culto y a los “eternal principles” para hacer alusión una vez más a la diferencia entre progreso y evolución. Pues, volviéndose “hacia atrás”, tensa el arco hacia la abstracción sin esfuerzos. “El programa del progreso es pensado lógicamente en el porvenir y presupone dentro de la Modernidad –al menos de forma programática- la ruptura con la tradición. Por el contrario, la evolución condiciona continuamente una mirada retrospectiva que es a la vez crítica y de control.”1 Su serie de casetones de hierro que descansan sobre zócalos, produce el efecto de modelos de una arquitectura desaparecida. Recuerdan a los cimientos derruidos de épocas pasadas y están dispuestos en una forma estrictamente geométrica mediante marcadas garras de hierro. Títulos como Trinxant o Caixa Forta se atreven a lanzar miradas en criptas y disponen los engastados sillares cuadrados de piedra labrada en un orden civilizador. La vista desde lo alto se manifiesta en el hierro cincelado en la piedra y recuerda a culturas hundidas. En este sentido, el trato arcaico de Sirvent con formaciones de piedra está determinado por una fuerza supra-ordenada. La masa se convierte en una forma plástica proporcionada y se graba como una marca en el recuerdo. Sirvent es un maestro en la condensación de este carácter sígnico y lo conduce hasta la cuestión fundamental sobre el ser y el significado de la forma. EL EQUILIBRIO DE LOS SIGNOS El proceso de abstracción en la obra de Sirvent culmina en formas geométricas elementales, las cuales nos dejan redescubrir la trascendencia mítica de otros tiempos. En el punto central de la obra plástica de Sirvent estaba hasta ahora el cubo o, en general, en el principio de bloques, el cual únicamente estaba interrumpido y articulado mediante apuntalamientos y marcadas charnelas de hierro. A pesar de ello, este vocabulario formal elemental compite progresivamente con la geometría universal de los círculos, los anillos y las espirales. Negros discos de hierro simbolizan ruedas solares, anillos de hierro medio abiertos están incrustados con cubos de granito y representan un cambio de dirección cargado de energía. Sirvent compone una forma significante, subrayada por la severidad gráfica del contraste claro-oscuro, la cual obra en primer lugar en forma sígnica, antes de que se manifieste su plasticidad. El engaste férreo de la piedra en bruto, sin elaborar, configura una fijación, un abrazo horizontal y vertical, para marcar por fin la forma de una reja y una cruz, simultáneamente. El círculo, el cuadrado y la cruz como elementos gráficos otorgan proporciones a la piedra y le dan un ritmo –a diferencia de Chillida, que manipula de manera amorfa la geometría– y forman un campo formal de tensiones, implican rotación y energías engavilladas. El sillar de piedra labrada sin desbastar, vencido por el hierro, se convierte en el portador de los mensajes de Sirvent. Las esculturas de Sirvent viven de este principio gráfico del contraste entre el negro y el blanco, que él explota virtuosamente tanto en la superficie como en el espacio. Los contrastes y los antagonismos del material le sirven en menor medida para estructurar las fuerzas y los segmentos portadores y sostenedores, sino que contribuyen a visualizar rupturas plenas de fuerza y apilamientos extremos. El estado natural, sin elaborar, de la piedra con cantos duros i irregularidades con la forma forjada del hierro. EL EQUILIBRIO DE LAS FUERZAS Las fuerzas de gravitación garantizan con su propia dinámica la contracción y la expansión y parecen no poder desprenderse de su abrazo. El carácter macizo de la piedra no es capaz de hacer volar la charnela férrea, y tampoco el abrazo tenaz hace estallar la piedra. Ambos poseen la misma alcurnia: no hay vencedor ni vencido –no hay dominio, no hay sometimiento. Sin embargo, la violencia del abrazo y la tensión extrema permanecen. Puesto que el hierro está en condiciones de sostener pesos y masas mayores, incluso con una superficie mínima de sujeción, Sirvent puede posicionar los bloques de piedra independientemente de su peso y de la fuerza de gravitación y puede hacer avanzar la relación entre fuerza y contra-fuerza hasta el último extremo. Precisamente porque el material da forma corpórea a la dureza y a la consistencia, se niega la decadencia y la destrucción, y la inestabilidad de este estado se hace inimaginable. De esta manera, sus composiciones causan el efecto de anclajes en el pasado, pero se prolongan hasta el tiempo presente y se abren camino hacia el futuro. Reúnen diferentes dimensiones temporales. La violenta irrupción de la civilización en la naturaleza es provisional, puesto que espacio e intervalo se hacen volar y conquistar recíprocamente. De igual modo que en el escenario de una excavación arqueológica, en la cual se ponen al descubierto diferentes épocas –cada una de ellas sobre los fundamentos de la anterior–, y sin embargo existentes en una coexistencia y en una convivencia de tiempo y espacio. Suplementariamente, el equilibrio forzado de materiales tan diferentes entre sí, Sirvent rompe no sólo las reglas estáticas sino también las estéticas: él vincula límites históricos y formales, se coloca más allá de los puntos de sutura, utiliza el inventario del culto, del mito y de la Modernidad y obtiene por la fuerza correspondencias allí donde, en cualquier otro caso, dominan rigurosas separaciones. Cuanto más intensivamente se acerca Sirvent a las formas originarias arquitectónicas del pozo, de la cripta, del altar o de la piedra de sacrificio y culto, tanto más cargado está su valor simbólico. La historicidad de la forma se convierte en el punto central de su obra y hace frente consecuentemente a la Modernidad. Pues, en la medida en la que Sirvent se encamina hacia formas primigenias arcaicas, alcanza al mismo tiempo la atrevida abstracción, la reducción extrema, el fuerte lenguaje de las formas. Las leyes formales constituyentes del arte están determinadas de manera absoluta por Sirvent, dado que el lenguaje formal reducido está cargado temática y simbólicamente en su grado máximo. “Recuerda, por ejemplo, a la Columna infinita de Brancusi en Tirgu Jiu, o al Cuadrado negro de Malevich.2 Detrás de esta estrategia de la era arcaica, la cual en el caso de Sirvent tiene el mismo significado que abstracción, se esconde siempre, no obstante, una “revuelta en contra de la irrefutabilidad del tiempo”, tal y como Mircea Eliade la describe: “…ayuda al ser humano a construir la realidad y le libera por otra parte de la carga del tiempo muerto, le da la certeza de que está en condiciones de anular su pasado, de empezar su vida y de crear nuevamente su mundo”3.