Tema 10. La Segunda Guerra Mundial

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Tema 10. La Segunda Guerra Mundial
Lectura 23. Causas y primeras fases de la guerra
1. Los orÃ−genes de la guerra
Los orÃ−genes de la 2ª G.M. han generado una bibliogra−fÃ−a mucho más reducida que las causas de la
1ª, y ello por una razón evidente. Ningún historiador sensato ha puesto en duda que Alemania, Japón y
(quizá) Italia fueron los agresores. Los paÃ−ses que se vieron arrastrados a la guerra contra los tres citados
no deseaban la gue−rra y la mayorÃ−a hizo cuanto pudo por evitar−la. Si se pregunta quién causó la 2ª
G.M., se puede responder con contundencia: Adolf Hitler.
Ahora bien, las respuestas a los interrogantes históricos no son tan senci−llas. La situación internacional
creada por la 1ª G.M. era intrÃ−nsecamente inestable, especialmente en Europa, pero también en el
Extremo Oriente y, por tanto, no se creÃ−a que la paz pudiera ser duradera. Los paÃ−ses derrotados estaban
insatisfechos por el statu quo. Alemania creÃ−a tener motivos sobrados para el resentimiento; todos los
parti−dos, desde el comunista hasta el nazi−, coincidÃ−an en condenar el tra−tado de Versalles como injusto
e inaceptable. Quizá, si se hubiese producido una revolución en Alemania su situación no habrÃ−a sido
tan explosiva. Los dos paÃ−ses derrotados que sÃ− habÃ−an sufrido una revolución, Rusia y TurquÃ−a,
estaban demasiado preocupados por sus propios asuntos, entre ellos la defensa de sus fronteras, como para
poder desestabilizar la situación internacional.− También Japón e Italia, aunque −vencedores, estaban
insatisfechos. Italia habÃ−a logrado anexiones territoriales en los Alpes, el Adriático y el Egeo, aunque no
todo lo prometido por los aliados en 1915 a cambio de su adhesión. El triunfo del fascismo, movimiento
contrarrevolucionario y, por tanto, ultranacionalista e imperialista, subrayó la insatisfacción italiana−.
En cuanto a Japón, su notable fuerza militar y naval lo convertÃ−an en la mayor potencia del Extremo
Oriente, especialmen−te desde que Rusia desapareció de escena. Esa condición se la reconoció el acuerdo
naval de Washington de 1922, que puso fin a la supremacÃ−a naval británica estableciendo una relación de
5:5:3 entre las fuerzas navales de EEUU, Gran Bretaña y Japón. Pero Japón, cuya industrialización
crecÃ−a a marchas forzadas, aunque su economÃ−a seguÃ−a siendo modesta (el 2,5% de la producción
industrial mundial hacia 1929), creÃ−a merecer un pedazo mucho mayor del pastel del Extremo Oriente que
el que las potencias imperiales blancas le habÃ−an concedido. Los japoneses eran conscientes también de
la vul−nerabilidad de su paÃ−s, falto de los recursos naturales precisos para una economÃ−a industrial
moderna, cuyas importaciones podÃ−an verse impedidas por la acción de navÃ−os extranjeros y cuyas
exportaciones estaban a merced del mercado estadounidense. La presión militar para forjar un imperio
terrestre en territorio chino buscaba acortar las lÃ−neas japonesas de comunicación para que fueran menos
vulnerables.
Alemania, Italia y Japón vivÃ−an una situación de preguerra: ahorro obligatorio, creación de stocks,
encargo de grandes pedidos a las industrias metalúrgicas y quÃ−micas, reclutamiento y armamento de
potentes ejércitos y flotas, adoctrinamiento de la población, exaltación de los sentimientos nacionalistas
y elaboración de planes y estrategias para lograr la victoria. En los tres paÃ−ses la propaganda esgrimÃ−a
que el paÃ−s −necesitaba conquistar un "espacio vital" para compensar la ausencia de un imperio colonial y
aportara alimentos y materias primas baratos. Pero estas ambiciones sólo podÃ−an satisfacerse en
detrimento de otras grandes potencias. Para justificarse, los fascistas invocaban la perfección de su
régimen, al que pertenecÃ−a, según ellos, el futuro, en detrimento de las democracias decadentes, o
invocaban una superioridad racial sobre sus rivales.
A. El avance de la agresión de las potencias fascistas.
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Por muy inestable que fuera la paz establecida en 1918 y muy grandes las posibilidades de que se quebrara, es
innegable que la causa inmediata de la 2ª G.M. fue la agresión de las tres potencias descontentas,
vinculadas por diversos tratados desde 1936. Los episodios que jalonan la marcha hacia la guerra fue−ron la
invasión japonesa de Manchuria (1931), la invasión italiana de Etio−pÃ−a (1935), la intervención
alemana e italiana en la guerra civil española (1936-39), la invasión alemana de Austria (marzo 1938), la
mutila−ción de Checoslovaquia por Alemania (octubre 1938), la ocupación alemana de lo que quedaba de
Checoslovaquia (marzo 1939), seguida por la ocupación de Albania por parte de Italia (abril 1939) y las
exigencias alemanas frente a Polonia, que desencadenaron el estallido de la guerra (1 septiembre 1939).
Decidido a hacer fracasar el sistema de tratados, Hitler empleó una táctica que jugaba con las esperanzas y
los temores de las democracias. Les infundia, alternativamente, estremecimientos de temor y suspiros de
alivio. Se enfurecÃ−a y gritaba, despertaba el temor a la guerra, se apoderaba sólo de un poco, declaraba que
aquello era todo lo que querÃ−a, y dejaba que los antiguos aliados esperasen ingenuamente que ahora ya
estarÃ−a satisfecho y que la paz estaba asegurada; entonces, se enfurecÃ−a otra vez, se apoderaba de un poco
más, y recorrÃ−a el mismo ciclo.
Cada año provocaba alguna emergencia y, en cada ocasión, los franceses y los ingleses no veÃ−an más
alternativa que la de dejarle seguir su camino. En 1933, nada más tomar el poder, retiró a Alemania de la
SdN y de la Conferencia de Desarme que se celebraba entonces. Cortejó con éxito a Polonia, antigua
aliada de Francia, y en 1934 ambos paÃ−ses firmaron un tratado de no agresión Ese mismo año, los nazis
de Austria intentaron un putsch, asesinaron al canciller Dollfuss y pidieron la unión de Austria con
Alemania. Las potencias occidentales no hicieron nada, pero Mussolini actuó: como no querÃ−a ver a
Alemania instalada en el Paso del Brennero, movilizó grandes contingentes italianos en la frontera; asÃ−
disuadió a Hitler de intervenir abierta-mente en Austria y preservó la independencia de Austria cuatro
años más En enero de 1935, la SdN celebró un plebiscito en el Sarre, conforme a lo fijado en el Tratado
de Versalles. En medio de una intensa agitación nazi, el Sarre votó por la reincorporación al Reich. Dos
meses después, en marzo de 1935, Hitler rechazó espectacularmente las cláusulas del Tratado de
Versalles que pretendÃ−an mantener desarmada a Alemania, y reconstituyó abiertamente las fuerzas
armadas alemanas Francia, Inglaterra e Italia protestaron contra aquella denuncia arbitraria y unilateral de un
tratado internacional, pero no emprendieron ninguna acción concreta. En realidad, Gran Bretaña llegó a
un acuerdo naval con Alemania, para consternación de los franceses.
El 7 de marzo de 1936, tomando como pretexto el pacto francosoviético, Hitler rechazó los acuerdos de
Locarno y ocupó militarmente Renania, la región al oeste del Rin, que por el Tratado de Versalles era zona
desmilitarizada. En el gobierno francés se habló de actuar, y, en aquel momento, Hitler pudo haber sido
frenado, pues la fuerza militar alemana era todavÃ−a escasa y el ejército alemán estaba instruido para
retirarse, o, por lo menos, para consultar, si encontrase signos de resistencia. Pero el gobierno francés
estaba dividido y no se hallaba dispuesto a actuar sin Inglaterra; y los ingleses no iban a correr el riesgo de
una guerra para impedir que tropas alemanas ocupasen suelo alemán. El año siguiente, 1937, fue un año
tranquilo, pero la agitación nazi se encendió en Dantzig, que el Tratado de Versalles habÃ−a instituido
como ciudad libre. En marzo de 1938, fuerzas alemanas entraron en Austria, y la unión de Austria y
Alemania (el Anschluss), al fin, se consumó En septiembre de 1938, le llegó el turno a Checoslovaquia y a
la crisis de Munich. Para comprenderlo, debemos recoger, primero, otros hilos de la historia.
También Mussolini tenÃ−a ambiciones, y necesitaba triunfos en polÃ−tica exterior para ganarse al pueblo
italiano. Los italianos estaban descontentos de los acuerdos de 1919. No habÃ−an recibido nada de los
territorios turcos ni de las colonias alemanas, repartidas generosamente, como mandatos, entre Gran
Bretaña, Francia, Bélgica y Japón, e incluso entre Ôfrica del Sur, Australia y Nueva Zelanda. Nunca
habÃ−an olvidado la humillante derrota de las fuerzas italianas ante Abisinia, en Adua en 1896. EtiopÃ−a,
como se llamaba ahora Abisinia, seguÃ−a siendo el único paÃ−s del Ôfrica negra (con la excepción de
Liberia) que se mantenÃ−a independiente.
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En 1935 Italia atacó a EtiopÃ−a. La SdN, de la que EtiopÃ−a era miembro, consideró la acción una
agresión injustificada e impuso sanciones a Italia: los miembros de la SdN no podÃ−an vender a Italia armas
y materias primas, excepto petróleo. Los ingleses hicieron una exhibición de fuerza naval en el
Mediterráneo. En Francia, no obstante, sectores importantes simpatizaban con Mussolini, y en Gran
Bretaña se temÃ−a que, si las sanciones llegaban a ser demasiado efectivas, Italia podrÃ−a irritarse hasta el
punto de desatar una guerra general. Mussolini pudo asÃ− derrotar a EtiopÃ−a en 1936, uniéndola a la
Somalia italiana y a Eritrea, en un imperio italiano africano. Haile Selassie, el emperador etÃ−ope, pidió
inútilmente nuevas acciones en Ginebra. La SdN, como en el caso de la ocupación de Manchuria por
Japón, también fracasó a la hora de crear un mecanismo que permitiese una acción disciplinaria contra
una gran potencia desobediente.
B. La polÃ−tica de apaciguamiento.
Mientras los dictadores atacaban, las democracias se hallaban dominadas por un profundo pacifismo que
puede definirse como una insistencia un tanto dogmática sobre la paz, sean cuales sean sus consecuencias.
Eran muchos ahora, especialmente en Gran Bretaña y EEUU, los que creÃ−an que la guerra habÃ−a sido un
error, que poco o nada se habÃ−a ganado con ella, que habÃ−an sido engañados por la propaganda
bélica, que las guerras eran provocadas, en realidad, por los fabricantes de armamentos, que Alemania no
habÃ−a provocado la guerra, que el Tratado de Versalles era demasiado duro para los alemanes, que los
pueblos vigorosos como el alemán o el italiano necesitaban espacio para su expansión, que la democracia,
después de todo, no convenÃ−a a todas las naciones, que cuando uno no quiere dos no pelean, y que no
habÃ−a necesidad de ninguna guerra, si una de las partes se negaba, decididamente, a considerarse
provocada; todo un sistema de ideas pacifistas y tolerantes, con su habitual mezcla de verdad y de error.
El pacifismo tenÃ−a otras raÃ−ces, especialmente evidentes en Francia. Casi 1'5 millones de franceses
habÃ−an muerto en la guerra; entre ellos la mitad de todos los varones entre 20 y 32 años. Los franceses no
podÃ−an concebir que tal holocausto pudiera repetirse. Por lo tanto, su estrategia era defensiva y de pocos
efectivos. Si la guerra estallaba, los franceses esperaban sostenerla principalmente en unas bien construidas
fortificaciones, llamadas la LÃ−nea Maginot, que habÃ−an levantado en su frontera con Alemania, desde
Bélgica hasta Suiza; al norte, la zona boscosa de las Ardenas serÃ−a una barrera para cualquier invasor.
Además, Francia, durante la depresión, estuvo desgarrada por conflictos de clase internos y por la
agitación fascista y cuasi fascista. Muchos franceses derechistas, históricamente contrarios a la república,
y que veÃ−an, o pretendÃ−an ver, en movimientos como el Frente Popular la amenaza de la revolución
social, no ocultaban su admiración por Mussolini o incluso por Hitler. Abandonando su tradicional papel de
fervientes nacionalistas, no harÃ−an nada por oponerse a los dictadores. Por otra parte, muchos izquierdistas
miraban con simpatÃ−a a la Unión Soviética. Francia estaba ideológicamente demasiado dividida en los
años 1930 para tener una polÃ−tica exterior firme, y todos los sectores se sentÃ−an tranquilos,
equivocadamente, gracias a la supuesta impenetrabilidad de la “muralla china” francesa.
Una situación similar, aunque en menor grado, predominaba en Gran Bretaña y EEUU. Se recordaba la
masacre de la 1ª G.M. Todos sabÃ−an que otra guerra seria más terrible aún; habÃ−a un miedo indecible
a los bombardeos de las ciudades. Fue caracterÃ−stica la resolución adoptada por los estudiantes de Oxford,
en 1933, de que en ninguna circunstancia empuñarÃ−an las armas por su paÃ−s; entre los estudiantes de
colleges de EEUU habÃ−a también movi-mientos pacifistas. En Gran Bretaña y EEUU se percibÃ−a la
tensión entre la izquierda y la derecha. En la década de 1930, cuando toda acción internacional parecÃ−a
favorecer a la URSS, de una parte, o a Hitler y a Mussolini, de otra, era difÃ−cil establecer una polÃ−tica
exterior sobre una firme base de unidad nacional. En Gran Bretaña algunos miembros de las clases altas
simpatizaban abiertamente con los dictadores fascistas, o, al menos, veÃ−an en ellos un baluarte contra el
comu-nismo. El propio gobierno trataba de no comprometerse; creÃ−a que podrÃ−a encontrarse algún
medio de satisfacer o de apaciguar las más “legÃ−timas” demandas de los dictadores. Neville Chamberlain,
primer ministro desde 1937, se convirtió en el principal artÃ−fice de la polÃ−tica de apaciguamiento.
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EEUU, a pesar de que Roosevelt denunciaba repetidamente a los agresores, seguÃ−a, de hecho, una
polÃ−tica totalmente aislacionista. La legislación de la neutralidad, establecida por un fuerte bloque
aislacionista del Congreso en 1935-1937, prohibÃ−a préstamos, exportación de abastecimientos y
utilización de las facilidades de la marina mercante americana en favor de cualquier beligerante, una vez que
el presidente hubiera reconocido un estado de guerra en una determinada área. Muchos creÃ−an entonces
que EEUU se habÃ−a visto arrastrado a la 1ª G.M. por ese tipo de implicaciones económicas. De esa
legislación de la neutralidad, obtendrÃ−an grandes beneficios los agresores de los años treinta, pero no las
vÃ−ctimas de la agresión.
En cuanto a la URSS, sus gobernantes estaban insatisfechos, ya que no aceptaban las nuevas fronteras de la
Europa oriental ni las pérdidas territoriales sufridas por Rusia en la guerra. Les molestaba el cordón
sanitario creado en 1919 contra la expansión del bolchevismo, esa lÃ−nea de pequeños estados a lo largo
de su frontera, desde Finlandia hasta Rumania, que eran casi todos profundamente antisoviéticos. No
tenÃ−an la menor simpatÃ−a por el statu quo internacional, ni habÃ−an renunciado a sus objetivos
revolucionarios a largo plazo. Pero, como comunistas y rusos, estaban obsesionados por el temor al ataque e
invasión. El marxismo proclamaba la hostilidad del mundo capitalista; y la intervención de los aliados
occidentales en la guerra civil lo confirmaba. Ya en la época de Napoleón y aun antes, las fértiles
llanuras rusas habÃ−an tentado a los conquista-dores ambiciosos. Dolidos y recelosos del mundo exterior, los
hombres del Kremlin, en los años treinta, estaban alarmados, sobre todo, por los numerosos signos de las
intenciones agresivas de Alemania. Hitler, en Mein Kampf y en otras partes, habÃ−a declarado que se
proponÃ−a destruir el bolchevismo y someter grandes extensiones de la Europa oriental a Alemania.
La URSS estaba interesada por la seguridad colectiva, por la acción internacional contra la agresión. En
1934, ingresó en la SdN. Dio instrucciones a los partidos comunistas para que formasen Frentes Populares
con socialistas y liberales. Ofrecieron ayuda para contener a los agresores fascistas, firmando pactos de ayuda
mutua con Francia y con Checoslovaquia en 1935. Pero algunos pueblos temÃ−an el abrazo soviético.
Desconfiaban de sus motivos, pensaban que las purgas y los procesos de los años treinta habÃ−an dejado a
la URSS débil e insegura como aliada, o creÃ−an que los dictadores fascistas podÃ−an ser desviados hacia
el este, contra la URSS, con lo que se salvarÃ−an las democracias occidentales. Por ello, aunque los rusos
estaban evidentemente dispuestos, no pudo formarse una coalición eficaz contra la agresión.
C. La guerra civil española y el pacto anti-Comintern.
Apenas resuelta la crisis etÃ−ope, a plena satisfacción del agresor, en España estalló una crisis más
grave aún. Visto desde hoy puede sorprender que ese conflicto movilizara de pronto las simpatÃ−as de la
izquierda y la derecha, tanto en Europa como en América y, sobre todo, entre los intelectuales occidentales.
España era una parte marginal de Europa y desde hacÃ−a tiempo habÃ−a seguido un rumbo diferente al
resto del continente, del que le separaba la muralla pirenaica. Desde principios del siglo XIX los asuntos
españoles habÃ−an interesado poco a los gobiernos europeos, si bien EEUU provocó un breve conflicto
con España en 1898 para despojarla de las últimas posesiones de su antiguo imperio: Cuba, Puerto Rico y
Filipinas. De hecho, la guerra civil española no fue la primera fase de la 2ª G.M. y la victoria del general
Franco (que ni siquiera puede ser calificado de fascista) no tuvo importantes consecuencias generales. Sólo
sirvió para mantener a España aislada del resto del mundo durante casi cuarenta años más.
Pero no es casual que la polÃ−tica interna de ese paÃ−s se convirtiera en el sÃ−mbolo de una lucha global en
los años treinta. Encarnaba las cuestiones polÃ−ticas fundamentales de la época: por un lado, la
democracia y la revolución social (España era el único paÃ−s europeo donde parecÃ−a a punto de
estallar); por otro, la alianza de una contrarrevolución o reacción, inspirada por una Iglesia que rechazaba
todo cuanto habÃ−a ocurrido en el mundo desde Lutero. Curiosamente, ni los partidos comunistas ni los de
inspiración fascista tenÃ−an una presencia importante en España, donde predominaban los anarquistas en
la izquierda y los carlistas en la derecha.
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Los liberales bienintencionados, anticlericales y masónicos al estilo decimonónico, que reemplazaron la
monarquÃ−a borbónica por una República mediante una revolución pacÃ−fica en 1931, ni pudieron
contener la agitación social de los pobres, ni desactivarla mediante reformas sociales efectivas. Para
combatir el antiguo poder atrincherado de la iglesia, se aprobó una legislación anticlerical; se procedió a la
separación de la iglesia y el estado, se disolvió la CompañÃ−a de Jesús y se confiscaron sus bienes, y
las escuelas quedaron libres del control clerical. El nacionalismo catalán se atenuó, en cierta medida, por la
concesión de una notable autonomÃ−a. Para apaciguar al campesinado, el gobierno redistribuyó algunas de
las haciendas de mayor extensión. EI programa del gobierno nunca fue impulsado con el vigor suficiente
para satisfacer a los pobres, que manifestaban su descontento con huelgas y disturbios, especialmente en la
Barcelona industrial y en las zonas mineras de Asturias, pero los grandes propietarios y el clero sÃ− lo
consideraron lo suficientemente radical para provocar su enemistad.
En 1933 las elecciones dieron el poder a unos partidos conservadores cuya polÃ−tica de represión de las
agitaciones y las insurrecciones, como la de los mineros de Asturias en 1934, contribuyó a aumentar la
presión revolucionaria. La izquierda descubrió entonces la fórmula frentepopulista de la Comintern: el
formar un único frente electoral contra la derecha fue bien recibido por una izquierda que no sabÃ−a muy
bien qué hacer. Incluso los anarquistas pidieron a los suyos que practicaran el vicio burgués de votar en
unas elecciones, rechazado hasta entonces como algo indigno de un revolucionario. En febrero de 1936 el
Frente Popular (republicanos, socialistas, anarquistas, comunistas) ganó las elecciones por una pequeña
mayorÃ−a de votos, pero con la que obtuvo una notable mayorÃ−a de escaños respecto a la derecha
(monárquicos, clericales, militares, derecha tradicional, falangistas). Pero esa victoria, más que la ocasión
de instaurar un gobierno eficaz de la izquierda, fue una fisura a través de la cual empezó a derramarse la
lava acumulada del descontento social, como se hizo patente en los meses siguientes.
En ese momento, fracasada la polÃ−tica ortodoxa de la derecha, España retornó a la fórmula polÃ−tica
que habÃ−a sido el primer paÃ−s en practicar y que se habÃ−a convertido en uno de sus rasgos
caracterÃ−sticos: el pronunciamiento o golpe militar. Pero de la misma forma que la izquierda importó de
Francia el frentepopulismo, la derecha se aproximó a las potencias fascistas. Ello no se hizo a través del
pequeño movimiento fascista español, la Falange, sino de la Iglesia y los monárquicos, que no veÃ−an
diferencias entre los liberales y los comunistas, ambos ateos, y que rechazaban la posibilidad de llegar a un
compromiso con cualquiera de los dos. Italia y Alemania esperaban obtener algún beneficio moral, y tal vez
polÃ−tico, de una victoria de la derecha. Los generales españoles que comenzaron a planear
cuidadosamente un golpe después de las elecciones necesitaban apoyo económico y ayuda práctica, que
negociaron con Italia.
Pero los momentos de triunfo democrático y de movilización de masas no son ideales para los golpes
militares, que para ganar necesitan que la población civil y, por supuesto, los sectores no comprometidos de
las fuerzas armadas, acepten sus consignas (al igual que los golpistas cuyas consignas no son aceptadas
reconocen tranquilamente su fracaso). El pronunciamiento clásico tiene más posibilidades de éxito
cuando las masas están en retroceso o los gobiernos han perdido legitimidad. Esas condiciones no se daban
en España. El golpe militar del 18 de julio de 1936 triunfó en algunas ciudades y encontró una
encarnizada resistencia por parte de la población y de las fuerzas leales en otras. No consiguió tomar las
dos ciudades principales, Barcelona y Madrid. AsÃ− pues, precipitó en algunas zonas la revolución social
que pretendÃ−a evitar y desencadenó en todo el paÃ−s una larga guerra civil entre el gobierno legÃ−timo de
la República (que se amplió para incluir a socialistas, comunistas e incluso algunos anarquistas, pero que
coexistÃ−a difÃ−cilmente con las fuerzas de la rebelión de masas que habÃ−an hecho fracasar el golpe) y
los generales insurgentes que se presentaban como cruzados nacionalistas en lucha contra el comunismo. El
más joven de éstos, y el más hábil polÃ−ticamente, Francisco Franco Bahamonde (1892-1975), se
convirtió en el lÃ−der de un nuevo régimen, que en el curso de la guerra se convirtió en un Estado
autoritario, con un partido único, un conglomerado de derechas en el que tenÃ−an cabida desde el fascismo
hasta los viejos ultras monárquicos y carlistas, conocido con el absurdo nombre de Falange Española
Tradicionalista y de las Juntas Ofensivas Nacional-Sindicalistas. Pero los dos bandos enfrentados necesitaban
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apoyo y ambos hicieron un llamamiento a quienes podÃ−an prestárselo.
La reacción de la opinión antifascista ante el levantamiento de los generales fue inmediata y espontánea,
no asÃ− la de los gobiernos no fascistas, mucho más cauta, incluso cuando estaba a favor de la República,
como la URSS y el gobierno francés del Frente Popular dirigido por los socialistas que acababa de llegar al
poder. Italia y Alemania no dudaron en enviar inmediatamente armas y hombres a las fuerzas afines. Francia,
deseosa de ayudar, prestó cierta asistencia a la República, hasta que se vio presionada a adoptar una
polÃ−tica de “no intervención”, tanto por sus divisiones internas como por el gobierno británico,
profundamente hostil hacia lo que consideraba el avance de la revolución social y del bolchevismo en la
penÃ−nsula ibérica. En general, la opinión conservadora y las capas medias de los paÃ−ses occidentales
compartÃ−an esa actitud, aunque (excepto la Iglesia católica y los elementos pro fascistas) no se
identificaban con los generales rebeldes. La URSS, aunque se situó claramente del lado republicano, aceptó
también el acuerdo de no intervención patrocinado por los británicos (apoyado por 27 naciones), cuyo
objetivo de impedir que alemanes e italianos ayudaran a los generales nadie esperaba (o deseaba) alcanzar y
que, por tanto, “osciló entre la equivocación y la hipocresÃ−a”. EEUU, por su parte, extendió su
legislación de neutralidad a las guerras civiles y decretó el embargo de las exportaciones de armas a
España, a pesar de la gran presión que en el paÃ−s se ejercÃ−a en favor de la República.
Alemanes, italianos y soviéticos enviaron armamento a España, probando sus tanques y aviones en
batallas reales. Los bombardeos fascistas de Madrid, Barcelona y Guernica horrorizaron al mundo
democrático. Los alemanes y los italianos enviaron hombres (los italianos, más de 50.000); los
soviéticos, aunque sólo fuese por razones geográficas, no podÃ−an hacer lo mismo, pero desde
septiembre de 1936 enviaron consejeros polÃ−ticos y militares, asÃ− como material militar, aunque no
abiertamente. La no intervención, que significó simplemente que Gran Bretaña y Francia se negaron a
responder a la intervención masiva de las potencias del Eje en España, abandonando asÃ− a la República,
confirmó tanto a los fascistas como a los antifascistas en su desprecio hacia quienes la propugnaron. Sirvió
también para reforzar el prestigio de la URSS, única potencia que ayudó al gobierno legÃ−timo de
España, y de los comunistas dentro y fuera del paÃ−s, no sólo porque organizaron esa ayuda en el plano
internacional, sino también porque pronto se convirtieron en la pieza esencial del esfuerzo militar de la
República.
Aun antes de que los soviéticos movilizaran sus recursos, mucha gente, desde los liberales hasta la extrema
izquierda, hizo suya la lucha española. Más aún, en España los hombres y mujeres que se opusieron
con las armas al avance de la derecha frenaron el interminable y desmoralizador retroceso de la izquierda.
Antes incluso de que la Comintern organizara las Brigadas Internacionales (cuyos primeros contingentes
llegaron a mediados de octubre), antes incluso de que las primeras columnas organizadas de voluntarios
aparecieran en el frente (las del movimiento liberal-socialista italiano Giustizia e Libertà ), ya habÃ−a un
buen número de voluntarios extranjeros luchando por la República. En total, más de 40.000 jóvenes
procedentes de más de 50 naciones, fueron a luchar, y muchos de ellos a morir, en un paÃ−s del que quizá
sólo conocÃ−an la configuración que habÃ−an visto en un atlas escolar. Es significativo que en el bando
de Franco no lucharan más de un millar de voluntarios. Hay que añadir que no eran mercenarios ni, salvo
en casos contados, aventureros. Fueron a luchar por una causa.
La República española, a pesar de todas las simpatÃ−as y de la (insuficiente) ayuda que recibió, entabló
desde el principio una guerra de resistencia a la derrota. Retrospectivamente, no hay duda de que la causa fue
su propia debilidad. A pesar de su heroÃ−smo, la lucha republicana de 1936-1939 sale mal parada si se la
compara con otras guerras del siglo XX. Eso se debió, en parte, al hecho de que no se practicara
decididamente la guerra de guerrillas (arma poderosa cuando hay que enfrentarse a unas fuerzas
convencionales superiores), lo que resulta extraño en el paÃ−s que dio el nombre a esa forma irregular de
lucha. Mientras los nacionalistas tenÃ−an una dirección militar y polÃ−tica única, la República estaba
dividida polÃ−ticamente y, a pesar de la contribución comunista, cuando consiguió, por fin, dotarse de una
organización militar y un mando estratégico únicos, ya era demasiado tarde. A lo máximo que podÃ−a
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aspirar era a rechazar algunas ofensivas del bando enemigo que podÃ−an resultar definitivas, lo cual
prolongó una guerra que podÃ−a haber terminado en noviembre de 1936 con la ocupación de Madrid.
La guerra civil española no era un buen presagio para la derrota del fascismo. Desde el punto de vista
internacional fue una versión en miniatura de una guerra europea en la que se enfrentaron un Estado fascista
y otro comunista, este último mucho más cauto y menos decidido que el primero. En cuanto a las
democracias occidentales, su no participación fue la única decisión sobre la que nunca albergaron duda
alguna. En el frente interno, la derecha se movilizó con mucho más éxito que la izquierda, que fue
totalmente derrotada. El conflicto se saldó con varios centenares de miles de muertos y un número similar
de refugiados entre ellos la mayor parte de los intelectuales y artistas de España, que, con raras excepciones,
se habÃ−an alineado con la República y que se trasladaron a cualquier paÃ−s dispuesto a recibirlos. La
Comintern habÃ−a puesto sus mejores talentos a disposición de la República española. El futuro mariscal
Tito, liberador y lÃ−der de la Yugoslavia comunista, organizó en ParÃ−s el reclutamiento para las Brigadas
Internacionales; Palmiro Togliatti, el dirigente comunista italiano, fue quien realmente dirigió el inexperto
Partido Comunista español, y uno de los últimos en escapar del paÃ−s en 1939. Pero la Comintern
fracasó, como bien sabÃ−an sus miembros, al igual que la URSS, que envió a España algunos de sus
mejores estrategas militares (los futuros mariscales Konev, Malinovsky, Voronov y Rokossovsky, y el futuro
comandante de la flota soviética, el almirante Kuznetsov).
Al igual que EtiopÃ−a, la guerra de España contribuyó a unir a Alemania e Italia. Al principio, Mussolini
temÃ−a, como los demás, la resurrección de una Alemania belicista. HabÃ−a sido el único en enfrentarse
a Hitler cuando éste amenazó con absorber a Austria, en 1934. La guerra de Abisinia, las ambiciones
italianas en Ôfrica y las estentóreas exigencias italianas de un predominio en el Mediterráneo, el Mare
Nostrum de los antiguos romanos, alejaron a Italia de Francia y Gran Bretaña. En 1936, nada más estallar
la guerra civil española, Hitler y Mussolini llegaron a un acuerdo, formando el llamado Eje Roma-Berlin,
sobre el que esperaban que girarÃ−a el mundo. Ese año Japón firmó con Alemania un Pacto
Anti-Comintern, ratificado luego también por Italia; aparentemente, era un acuerdo para oponerse al
comunismo, pero, en realidad, constituÃ−a la base para una alianza diplomática Al contar con aliados, cada
uno de ellos podÃ−a plantear sus exigencias con más fortuna. En 1938 Mussolini aceptó la absorción por
parte de Alemania de la misma Austria que él habÃ−a negado a Hitler en 1934.
En 1937 Japón, tomando como pretexto los disparos realizados contra sus fuerzas cerca de PekÃ−n, lanzó
una nueva invasión a gran escala de China. Poco despues, a pesar de la resistencia del Kuomintang y de los
comunistas, el invasor controlaba la mayor parte de China. Los chinos siguieron la lucha desde el interior,
consiguiendo abastecerse a través de rutas difÃ−ciles. La SdN condenó, inútilmente, la acción
japonesa. EEUU no aplicó su legislación de neutralidad, porque, oficialmente, no estaba declarada ninguna
guerra. Esto permitió ampliar los préstamos al gobierno chino, pero también que los japoneses
compraran a empresas de EEUU chatarra, acero, petróleo y maquinaria, que les eran muy necesarios. Los
japoneses se aprovecharon de la tensión en el mundo occidental. Y en 1938 la tensión en Europa aumentaba
rápidamente.
D. De la crisis de Munich a la invasión de Polonia.
Con la anexión de Austria en 1938, Hitler sumó 6 millones de alemanes al Reich. Otros 3 millones vivÃ−an
en Checoslovaquia: todos los adultos habÃ−an nacido bajo el imperio Habsburgo y desde 1918 habÃ−an
estado descontentos con su nueva situación como minorÃ−a en un estado eslavo, quejándose
insistentemente de sufrir diversas formas sutiles de discriminación. HabÃ−a también minorÃ−as polaca,
rutena y húngara, y como también los eslovacos se sentÃ−an separatistas respecto a los checos, el
problema nacional era realmente grave. El hecho de que Checoslovaquia tuviese una de las mejores
polÃ−ticas de minorÃ−as de Europa, disfrutase del más alto nivel de vida al este de Alemania, y fuese el
único paÃ−s de la Europa central todavÃ−a democrático en 1938 no hacÃ−a más que demostrar la
dificultad de mantener un estado multinacional.
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Checoslovaquia era la llave estratégica de Europa. Estaba aliada con Francia, que habÃ−a garantizado su
defensa contra un ataque alemán, y con la URSS (cuya ayuda dependÃ−a de que funcionara la alianza
francesa). Con Rumania y Yugoslavia formó la Pequeña Entente, en la que Francia confiaba para mantener
las fronteras en esa zona. Tenia un ejército bien preparado, importantes industrias de equipamiento y
sólidas fortificaciones contra Alemania, situadas precisamente en los sudetes, zona fronteriza donde la
mayorÃ−a de la población era alemana. Al anexionarse Austria, Hitler habÃ−a encerrado a Checoslovaquia
en una tenaza: podÃ−a decir que Bohemia-Moravia, alemana casi en su tercera parte, formaba una cuña
incrustada en el Reich.
Los alemanes sudetes, nazis o no, cayeron bajo la influencia de agitadores cuyo objetivo no era tanto apoyar
sus reivindicaciones como fomentar el nazismo. Hitler alentaba sus exigencias de unión con Alemania. En
mayo de 1938 el rumor de una inminente invasión alemana llevó a los checos a movilizarse; Rusia, Francia
y Gran Bretaña formularon advertencias. Hitler, que no pensaba invadir entonces, se vio forzado a dar
seguridades, pero estaba decidido a aplastar a los checos en otoño. Francia y Gran Bretaña, en lugar de
regocijarse, estaban aterradas ante el hecho de haberse librado de la guerra por tan poco. En los meses
siguientes Gran Bretaña se esforzó por evitar cualquier actitud dura que pudiera precipitar la guerra. Los
checos, presionados por Gran Bretaña y Francia, ofrecieron amplias concesiones a los sudetes, que llegaban
hasta la autonomÃ−a regional; pero ni aun eso fue suficiente para satisfacer a Hitler, que proclamó que la
situación de los alemanes en Checoslovaquia era intolerable y debÃ−a corregirse. La URSS apremiaba para
que se adoptase una actitud firme, pero las potencias occidentales tenÃ−an poca confianza en la fuerza militar
soviética y en su posibilidad de ayudar a Checoslovaquia, dada la lejanÃ−a de la URSS; además,
temÃ−an que la firmeza pudiera suponer la guerra. No podÃ−an estar seguros de que Hitler estuviese
Afaroleando@. Si encontraba resistencia, podÃ−a retroceder; pero parecÃ−a incluso más probable que
estuviese dispuesto a luchar. Las potencias occidentales desecharon unos informes secretos (que resultaron
ciertos), en el sentido de que, si estallaba una guerra por Checoslovaquia como consecuencia de la firmeza
occidental, un complot de militares y civiles derribarÃ−a a Hitler.
Como la tensión subÃ−a, en septiembre de 1938 el primer ministro británico, Neville Chamberlain, que
hasta entonces nunca habÃ−a volado, voló dos veces a Alemania para conocer las pretensiones de Hitler; la
segunda vez, Hitler aumentó sus exigencias, hasta el punto de que ni los ingleses ni los franceses podÃ−an
aceptarlas. La movilización comenzó; la guerra parecÃ−a inminente. De pronto, en medio de una tensión
insoportable, Hitler invitó a Chamberlain y a Daladier, primer ministro francés, a una conferencia en
Munich, a la que asistirÃ−a también su aliado Mussolini Se excluÃ−a a la URSS y a la propia
Checoslovaquia. En Munich, Chamberlain y Daladier aceptaron las condiciones de Hitler y luego ejercieron
una enorme presión sobre el gobierno checo para que cediese y firmase su propia sentencia de muerte.
Francia, apremiada por Gran Bretaña a seguir un camino pacifico que ella, por otra parte, estaba muy
dispuesta a seguir, rechazó el tratado que la obligaba a proteger a Checoslovaquia, ignoró a los rusos que
habÃ−an reafirmado su decisión de ayudar a los checos si los franceses actuaban, y abandonó todo su
sistema de una Pequeña Entente en el este. En Munich se acordó que Alemania se anexionase la franja
limÃ−trofe de Bohemia, donde la mayorÃ−a era alemana. Aquella franja abarcaba los accesos montañosos
y las fortificaciones, con lo que su pérdida dejaba a Checoslovaquia militarmente indefensa. Después de
prometer garantizar la integridad de lo que restaba de Checoslovaquia, se levantó la conferencia.
Chamberlain y Daladier fueron recibidos con alegrÃ−a en sus paÃ−ses. Chamberlain, muy feliz, declaró que
él habÃ−a traÃ−do “la paz a nuestro tiempo”. Una vez más, las democracias respiraban con alivio,
confiaban en que Hitler hubiese formulado su última exigencia, y se decÃ−an que, con unas concesiones
prudentes, no habÃ−a necesidad de guerra.
La crisis de Munich revelaba la gran debilidad de las democracias en 1938. Gran Bretaña y Francia estaban
muy atrasadas respecto a Alemania en preparación militar, e impresionadas por la potencia del ejército y
la aviación del Reich. Incluso hombres más audaces que Chamberlain y Daladier, conocedores de la
situación de sus propias ejércitos, habrÃ−an evitado el riesgo de un conflicto. Amaban la paz y la
comprarÃ−an a un alto precio, sin pensar que estaban tratando con un chantajista cuyo precio seria cada vez
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mayor. SufrÃ−an, además, otra incertidumbre moral: según el principio de autodeterminación nacional,
aceptado en 1919, Alemania tenia derecho a lo que habÃ−a reclamado: al enviar tropas a la Renania alemana,
anexionarse Austria, plantear el problema de Dantzig e incorporar a los alemanes de Bohemia, Hitler no
habÃ−a hecho más que afirmar el derecho del pueblo alemán a tener un Estado soberano. Además, si se
podÃ−a desviar a Hitler hacia el este y atraparlo en una guerra con la URSS, cabÃ−a esperar que el
comunismo y el fascismo se destruirÃ−an mutuamente. Si uno de los objetivos de Hitler en Munich,
consistió, cosa probable, en aislar a la URSS de Occidente y a Occidente de la URSS, logró un resultante
bastante positivo.
En las semanas siguientes, la comisión encargada de ordenar las nuevas fronteras cometió nuevas
injusticias con Checoslovaquia, prescindiendo incluso de los plebiscitos que se habÃ−an acordado para las
áreas en disputa. Mientras tanto, los polacos y los húngaros formularon sus exigencias a los infortunados
checos. Los polacos se apoderaron del distrito de Teschen; y los húngaros, bajo protección alemana e
italiana, se adueñaron de unos 15.000 km2 de Eslovaquia. Francia y Gran Bretaña no fueron consultadas
ni hicieron ninguna protesta seria.
La última decepción se produjo en marzo de 1939. Hitler invadió Bohemia-Moravia, la parte checa de
Checoslovaquia, convirtiéndola en protectorado alemán. Explotó el nacionalismo eslovaco, declarando a
Eslovaquia “independiente”. Checoslovaquia desaparecÃ−a del mapa. Después arrebató Memel a
Lituania, y exigió Dantzig y el pasillo polaco. Una terrible evidencia se adueñaba de Francia y Gran
Bretaña: hasta las más solemnes garantÃ−as de Hitler carecÃ−an de valor, sus propósitos no se limitaban
a los alemanes, sino que alcanzaban a toda Europa oriental y aun más allá, era esencialmente insaciable y
nunca se le podrÃ−a apaciguar. En abril de 1939 su compañero de agresión, Mussolini, se apoderaba de
Albania.
Las potencias occidentales empezaron a hacer preparativos militares. Gran Bretaña, cambiando su
polÃ−tica a última hora, dio garantÃ−as a Polonia y, luego, a Rumania y a Grecia. Los británicos trataron
de formar una alianza antialemana con la URSS. Pero Polonia y los estados bálticos no estaban dispuestos a
permitir ejércitos soviéticos dentro de sus fronteras, ni siquiera para defenderlas contra los alemanes. Los
negociadores anglofranceses se negaron a presionarles, para desesperación de la URSS, que consideraba
innecesariamente delicados los escrúpulos anglofranceses. Los soviéticos no querÃ−an que los alemanes
lanzasen un ataque contra ellos desde un lugar tan al este como Minsk. También pensaban, con razón, que
lo que británicos y franceses querÃ−an, en realidad, era que la URSS recibiese los primeros golpes del
ataque nazi. Consideraron una ofensa que los británicos enviasen funcionarios menores como negociadores a
Moscú, cuando el primer ministro habÃ−a volado tres veces para tratar con Hitler.
Tras iniciar en abril negociaciones secretas, la URSS firmó un tratado de no agresión y de amistad con
Alemania el 23 de agosto de 1939. En un protocolo mantenido secreto se acordaba que la URSS y Alemania
se repartirÃ−an Polonia y que la URSS disfrutarÃ−a de una influencia predominante en los estados bálticos,
asi cómo se le reconocÃ−a su derecho a Besarabia (anexionada por Rumania en 1918). A cambio, la URSS
se comprometÃ−a a no intervenir en ninguna guerra entre Alemania y Polonia, ni entre Alemania y las
democracias occidentales.
El Pacto nazi-soviético asombró al mundo. El comunismo y el nazismo, grandes enemigos ideológicos,
se habÃ−an unido. El pacto se reconoció como la señal para comenzar la guerra; todas las negociaciones
de último momento fracasaron Los alemanes invadieron Polonia el 1 de septiembre. El 3, Gran Bretaña y
Francia declaraban la guerra a Alemania. La segunda guerra europea en una generación, que pronto seria una
guerra mundial, habÃ−a comenzado.
Si bien es cierto que un bando no deseaba la guerra e hizo todo lo posible por evitarla y que el otro bando la
exaltaba y, en el caso de Hitler, la deseaba activamente, ninguno de los agresores deseaba la guerra tal
como se produjo y en el momento en que estalló, y tampoco deseaban luchar con−tra algunos de los
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enemigos con los que tuvieron que enfrentarse. Japón habrÃ−a preferido lograr sus objetivos (la creación
de un imperio en el Asia oriental) sin tener que participar en una guerra general, en la que sólo inter−vino
cuando lo hizo EEUU. El tipo de guerra que deseaba Alemania, asÃ− como cuándo y contra quién, son
todavÃ−a objeto de controversia, pues Hitler no era un hombre que plasmara sus decisiones en docu−mentos,
pero dos cosas están claras: una guerra contra Polonia (a la que apo−yaban Gran Bretaña y Francia) en
1939 no entraba en sus previsiones, y la guerra en la que finalmente se vio envuelto, contra la URSS y EEUU,
era la pesadilla que atormentaba a todos los generales y diplomáti−cos alemanes.
Alemania (y más tarde Japón) necesitaba lanzar una rápida ofensiva por las mismas razones que en 1914:
los recursos de sus posibles enemigos, si se unÃ−an y coordinaban, eran muy superiores. Ninguno de los dos
paÃ−ses habÃ−a planeado una guerra larga ni confiaba en armamento que necesitase un largo perÃ−odo de
diseño y producción−. Por el contrario, los británicos, conscientes de su inferioridad en tierra, invirtieron
en el armamento más costoso y más avanzado tecnológicamente y planearon una guerra de larga
duración en la que ellos y sus aliados superarÃ−an la capacidad productiva del enemi−go. Los japoneses
evitaron la coali−ción de sus enemigos, pues se mantuvieron al margen en la guerra de Alema−nia contra
Gran Bretaña y Francia en 1939-1940 y en la guerra contra la URSS a partir de 1941. Japón sólo luchó
contra Gran Bretaña y EEUU, pero no contra la URSS. Por desgracia para Japón, la única potencia a la
que debÃ−a enfrentarse, EEU−U, tenÃ−a tal superioridad de recursos que seguramente vencerÃ−a.
2. Los años del triunfo del Eje (1939-1942).
A. La caÃ−da de Polonia y de Francia (1939-1940).
La guerra empezó con el asalto a Polonia. Las fuerzas alemanas (más de un millón de hombres), con la
punta de lanza de sus divisiones acorazadas y apoyadas por la masiva potencia aérea de la Luftwaffe,
invadieron rápidamente Polonia occidental y sometieron al mal equipado ejército polaco. El resultado de
la campaña, un ejemplo espectacular y perfectamente ejecutado de Blitzkrieg (“guerra relámpago”), estaba
claro ya pocos dÃ−as después; la resistencia organizada terminó en un mes. Los alemanes incorporaron al
Reich su conquista polaca.
Conforme a las cláusulas secretas del pacto nazi-soviético, la URSS penetró en la Polonia oriental dos
semanas después de la invasión alemana; el territorio ocupado equivalÃ−a más o menos al que Polonia
le habÃ−a arrebatado en 1920. Los soviéticos también establecieron bases en los estados bálticos.
Finlandia se resistió, negándose a ceder los territorios fronterizos que pretendÃ−an los rusos, o a facilitar
ventajas militares dentro de su paÃ−s. Los soviéticos insistieron (Leningrado está a 30 km de Finlandia).
En noviembre, tras fracasar las negociaciones, los soviéticos atacaron. La resistencia finlandesa fue
valerosa y, al principio, eficaz, pero el pequeño paÃ−s no podÃ−a hacer frente a la URSS, aunque ésta
sólo utilizó unas fuerzas limitadas. Ingleses y franceses enviaron equipos y abastecimientos de apoyo a
Finlandia e incluso proyectaban enviar tropas. La URSS, caso único, fue expulsada de la SdN por la
agresión. En marzo de 1940, la lucha habÃ−a terminado. Finlandia tuvo que ceder un poco más de
territorio, pero mantuvo su independencia.
Mientras tanto, todo estaba aparentemente tranquilo en el oeste. El esquema de 1914, cuando los alemanes
llegaron al Marne en el primer mes de hostilidades, no se repetirÃ−a. Por el contrario, la fase inicial fue la de
una guerra de posiciones. Los franceses se situaron detrás de su lÃ−nea Maginot; los ingleses tenÃ−an pocas
tropas; los alemanes no abandonaron su lÃ−nea Sigfrido en Renania. Apenas tuvo lugar ninguna acción
aérea. Se llamó “la guerra de pega”. Gran Bretaña y Francia rechazaron las ofertas de paz de Hitler
después de la conquista de Polonia, pero persistÃ−an en sus enfoques del tiempo de paz. Aún se
mantenÃ−a viva la errónea esperanza de que podrÃ−a evitarse un verdadero choque. Durante ese extraño
invierno, frÃ−o y duro, los alemanes sometieron a sus fuerzas a una preparación especial, cuya finalidad se
puso de manifiesto en la primavera.
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El 9 de abril de 1940, los alemanes invadieron Noruega, en apariencia porque los ingleses estaban colocando
minas en aguas noruegas en un intento de cortar los abastecimientos alemanes de hierro sueco. Dinamarca
también fue invadida, y una fuerza expedicionaria aliada con apoyo aéreo insuficiente tuvo que retirarse.
El 10 de mayo, los alemanes descargaron su golpe principal, atacando Holanda, Bélgica, Luxemburgo y la
propia Francia. Nada podÃ−a resistir a las divisiones acorazadas y a los bombardeos en picado alemanes. El
empleo nazi de masas de tanques, aunque aplicado ya en Polonia, sorprendió a los franceses y a los ingleses.
Estratégicamente, los aliados esperaban que el avance principal se producirÃ−a en Bélgica central, como
en 1914 (y como en el plan alemán original, que fue alterado unos meses antes). De ahÃ− que los franceses
y los ingleses enviasen a Bélgica sus tropas mejor equipadas. Pero los alemanes lanzaron su principal
ataque acorazado a través de Luxemburgo y del bosque de las Ardenas, que el Estado Mayor General
francés consideraba intransitable para los tanques. En Francia, orillando el extremo noroccidental de la
lÃ−nea Maginot, que nunca habÃ−a llegado hasta el mar, las divisiones acorazadas alemanas cruzaron el
Mosa, y, con sólo una resistencia confusa e ineficaz, penetraron profundamente en la Francia septentrional y
aislaron a los ejércitos aliados que se hallaban en Bélgica.
Los holandeses, temerosos de un nuevo ataque aéreo a sus pobladas ciudades, capitularon. El rey belga
pidió un armisticio, y una gran parte de los ejércitos franceses se rindió. Los ingleses retrocedieron hacia
Dunquerque y la única esperanza que les quedaba era la de salvar sus fuerzas aisladas, antes de que el cerco
se cerrase totalmente. Si pudieron llevar a cabo su operación de rescate, fue porque Hitler, unos dÃ−as antes,
habÃ−a detenido el avance de sus divisiones acorazadas. En la semana que terminaba el 4 de junio, se
realizó con éxito una épica evacuación de más de 330.000 hombres ingleses y franceses, desde las
costas de Dunquerque, bajo protección aérea, con la ayuda de todo tipo de embarcaciones británicas,
tripuladas en parte por voluntarios civiles, pero el valioso equipamiento del destrozado ejército fue casi
totalmente abandonado.
En junio, las fuerzas alemanas avanzaron hacia el sur. ParÃ−s fue ocupado el 13 y Verdún el 15; el 22 de
junio Francia pidió la paz y se firmó un armisticio. Hitler estaba exultante. Francia, obsesionada por una
psicologÃ−a militar defensiva, con su ejército poco preparado para una guerra mecanizada, sin divisiones
acorazadas ni una adecuada fuerza aérea, con su gobierno dividido y su pueblo roto en facciones hostiles,
habÃ−a caÃ−do en manos de un grupo de derrotistas. La caÃ−da de Francia dejó al mundo estupefacto.
Todos sabÃ−an que Francia ya no era la de antes, pero estaba considerada aún como una gran potencia.
Algunos franceses huyeron a Inglaterra y organizaron el movimiento “Francia Libre” dirigido por el general
de Gaulle; otros formaron un movimiento de resistencia en el interior. Los ingleses decidieron, con amargura,
destruir una parte de la escuadra francesa anclada en el puerto argelino de Orán, para evitar que cayese en
manos enemigas.
Conforme a las condiciones del armisticio, la mitad septentrional de Francia fue ocupada por los alemanes. La
Tercera República, con su capital ahora en Vichy, en la mitad meridional no ocupada, se convirtió en un
régimen autoritario presidido por el viejo mariscal Pétain (84 años) y por Pierre Laval, polÃ−tico
cÃ−nico y sin escrúpulos. La república estaba muerta; incluso el lema Libertad, Igualdad, Fraternidad fue
desterrado del uso oficial. Pétain, Laval y otros colaboraron con los nazis e integraron a la Francia de Vichy
en el “nuevo orden” nazi de Europa. Mussolini atacó Francia en junio de 1940, una vez que Hitler la habÃ−a
derrotado. Luego invadió Grecia y atacó a los ingleses en Ôfrica. El Duce ligaba su destino al del
Führer.
B. La batalla de Inglaterra y la ayuda de EEUU.
En 1940 sólo Gran Bretaña seguÃ−a en guerra contra Alemania. Después de Dunquerque, los ingleses
esperaban lo peor, hasta el punto de temer incluso la invasión. Churchill, que en mayo habÃ−a sustituido a
Chamberlain como primer ministro, alcanzó el liderazgo en la máxima adversidad. No prometió al
Parlamento y al pueblo británico más que “sangre, sudor y lágrimas”. Se comprometió a una guerra
implacable contra “una monstruosa tiranÃ−a, jamás superada en el tenebroso y lamentable catálogo de los
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crÃ−menes humanos”. Apeló a la democracia de EEUU: “Dadnos los instrumentos y acabaremos la tarea”.
EEUU empezó a responder.
Desde 1939, y aun antes, el gobierno de EEUU habÃ−a sido todo menos neutral. La opinión pública estaba
muy dividida. Los aislacionistas se oponÃ−an a cualquier implicación en la guerra, convencidos de que
Europa estaba desahuciada, o de que EEUU no podÃ−a salvarla, o de que los alemanes vencerÃ−an, de todos
modos, antes de que EEUU pudiese actuar, o de que Hitler, aunque venciese en Europa, no constituÃ−a
ningún peligro para EEUU. Los intervencionistas optaban por la ayuda inmediata a los aliados, convencidos
de que Hitler era una amenaza real, de que el fascismo debÃ−a ser destruido, o de que los nazis, si sometÃ−an
a toda Europa, no tardarÃ−an en entrometerse en las repúblicas americanas. Roosevelt era un
intervencionista que, convencido de que la seguridad del paÃ−s estaba en peligro, trató de aunar la opinión
nacional, declarando que EEUU debÃ−a ayudar decididamente a los aliados, sin entrar en la lucha, adoptando
“medidas casi de guerra”. Su adversario republicano de 1940, Wendell Willkie, adoptó idéntica actitud.
La legislación de neutralidad de mediados de los años treinta se revisó en noviembre de 1939,
revocándose la prohibición de la venta de armas. Roosevelt describÃ−a a Gran Bretaña y al imperio
británico como “la vanguardia de la resistencia frente a la conquista del mundo”; EEUU serÃ−a “el gran
arsenal de la democracia”. En junio de 1940, inmediatamente después de Dunquerque, EEUU hizo un
primer envÃ−o de armas a Gran Bretaña. Unos meses después, EEUU le facilitó 50 destructores, a
cambio de instalar bases en Terranova, las Bermudas y las islas británicas del Caribe. En 1941 adoptó una
polÃ−tica de “préstamos y arriendos”, que constituÃ−a un programa de abastecimiento de armas, materias
primas y alimentos a las potencias en guerra contra el Eje. Al mismo tiempo, en 1940 y 1941, EEUU
introdujo el reclutamiento, organizó su ejército y su fuerza aérea y proyectó una escuadra para ambos
océanos. Se hicieron planes para unificar la defensa del continente con las repúblicas latinoamericanas.
Para proteger su marina mercante, se aseguraron bases en Groenlandia e Islandia, y escoltaban a la marina
mercante aliada hasta Islandia. En octubre de 1941, los submarinos alemanes hundieron un destructor de
EEUU. De no haber surgido por otras causas, es probable que los alemanes, como en 1917, hubieran acabado
por provocar la guerra con EEUU para detener la corriente de ayuda a sus enemigos.
Mientras tanto, después de la caÃ−da de Francia, los alemanes estaban considerando la invasión de
Inglaterra. Pero no habÃ−an calculado unos éxitos tan rápidos y fáciles en Europa, no tenÃ−an planes
practicables para una invasión inmediata, y necesitaban dominar el aire antes de poder llevar a cabo una
invasión por mar. Además, siempre habÃ−a la esperanza de que los ingleses pidiesen la paz, o incluso de
que se convirtiesen en aliados de Alemania (asÃ− pensaba Hitler). El asalto a Inglaterra, que se inició aquel
verano y alcanzó su culmen en el otoño de 1940, adoptó la forma de una ofensiva aérea. Nunca hasta
entonces se habÃ−an producido bombardeos tan duros. Pero los alemanes no lograron el dominio del aire en
la batalla de Inglaterra. La RAF británica derribaba a los bombarderos cada vez con mayor éxito; los
nuevos recursos del radar ayudaban a descubrir la proximidad de los aviones enemigos. Aunque Coventry fue
arrasada, y la vida y la industria de otras ciudades duramente quebrantadas, y murieron miles de personas
(20.000 sólo en Londres), la actividad productiva del paÃ−s continuó. Y, en contra de las predicciones de
muchos teóricos de la fuerza aérea, los bombardeos no destruyeron la moral de la población civil.
En el invierno de 1940-1941, los alemanes comenzaron a orientarse hacia el este. Hitler aplazó sine die la
invasión de Inglaterra, por la que, de todos modos, no parece que sintiera nunca mucho entusiasmo. HabÃ−a
decidido no comprometer sus recursos en una invasión a Inglaterra, sin haberse librado previamente de
Rusia, proyecto que estaba mucho más cerca de su corazón.
C. La invasión nazi de Rusia: el frente ruso, 1941-1942.
El pacto nazi-soviético nunca fue un entendimiento cálido y armonioso. Es probable que las dos partes lo
suscribiesen, sobre todo, para ganar tiempo, previendo la guerra de la una contra la otra. La URSS ganó
también espacio, al empujar sus fronteras hacia el oeste. No tardaron las dos potencias en comenzar a
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disputar a causa de la Europa oriental. La URSS, con su aliado nazi preocupado por la guerra, esperaba lograr
una mayor influencia en el Báltico y en los Balcanes. HabÃ−a ocupado ya la Polonia oriental y los estados
bálticos, y conquistado zonas de Finlandia. En junio de 1940, con el disgusto de los alemanes, habÃ−an
convertido a los tres estados bálticos en nuevas repúblicas de la URSS. Los “barones” de la antigua clase
terrateniente alemana, que habÃ−a vivido allÃ− durante siglos, se vieron desarraigados y devueltos a suelo
alemán. Al mismo tiempo, la URSS tomó a Rumania la región de Besarabia (que habÃ−a perdido en la
1ª G.M.) y la incorporó como otra nueva república. Los soviéticos se extendÃ−an hacia los Balcanes,
otra área de interés histórico ruso, y parecÃ−an decididos a lograr el control de la Europa oriental.
Todo ello preocupaba a Hitler, que querÃ−a reservarse para sÃ− la Europa oriental, como un complemento de
la Alemania industrial. Hitler maniobró para colocar a los Balcanes bajo control alemán. A comienzos de
1941 chantajeó, o, mediante concesiones territoriales, halagó a Rumania, Bulgaria y HungrÃ−a: se
convirtieron en miembros menores del Eje y fueron ocupadas por tropas alemanas, Yugoslavia también fue
ocupada, a pesar de la resistencia del ejército y de la población. Grecia fue igualmente sometida, con la
llegada de los alemanes para ayudar a las tropas de Mussolini en apuros. Hitler detuvo asÃ− la expansión
rusa en los Balcanes, e incorporó esa zona al nuevo orden nazi. Las campañas balcánicas demoraron sus
planes, pero ahora, para acabar con la amenaza del Este y apoderarse de las cosechas de trigo de Ucrania y de
los pozos petrolÃ−feros del Cáucaso, núcleo del “corazón” eurasiático, Hitler atacó. Tras el mutuo
engaño, prolongado desde el pacto de 1939, Hitler invadió Rusia, el 22 de junio de 1941.
El ejército alemán, junto con tropas finlandesas, rumanas, húngaras e italianas, lanzó 3 millones de
hombres contra Rusia, en un frente de 3.000 Km. Una rápida batalla de movimiento llevaba a otra. Los rusos
resistÃ−an, pero tenÃ−an que retroceder. En el otoño de 1941, los alemanes se habÃ−an hecho con
Bielorrusia y la mayor parte de Ucrania. En el norte, sitiaron Leningrado; en el sur, sitiaron Sebastopol. En el
centro del extenso frente, los alemanes, aunque victoriosos, estaban agotados a unos 35 Km. de Moscú. Pero
las fuerzas alemanas, excesivamente confiadas, no habÃ−an contado con la tenacidad de la resistencia rusa, ni
estaban preparadas para luchar en el duro invierno ruso. Una contraofensiva, lanzada en el invierno de
1941-42, salvó Moscú. Hitler, disgustado e intransigente con sus subordinados, tomó el mando directo de
las operaciones; desplazó el ataque principal hacia el sur y comenzó una gran ofensiva en el verano de 1942
hacia los campos de petróleo del Cáucaso. Sebastopol cayó pronto y comenzó el sitio de Stalingrado.
D. El “nuevo orden”: la Europa alemana y el holocausto.
En la primavera de 1942, el dominio alemán se extiende desde el cabo Norte hasta Libia y desde Bretaña
hasta el Volga y el Cáucaso. El acelerado ritmo de anexión y las intenciones de Hitler hacen de esta vasta
extensión un conglomerado de territorios con estatutos diferentes.
Las regiones que ya habÃ−an pertenecido al Reich son “reincorpora−das”: Eupen y Malmedy (Bélgica),
Luxemburgo, Alsacia y Lorena, algunas zonas de Eslovenia, Dantzig, Posnania y Alta Silesia (Polonia);
Schleswig (Dinamar−ca) es una excepción. Se prohÃ−ben las lenguas no alemanas y se introducen las leyes
del Reich, se decreta el reclutamiento obligatorio y se expulsa a los “extranjeros” (como los loreneses
francófo−nos). El traslado de poblaciones remacha la unificación (por ejemplo, alsacianos llevados a la otra
orilla del Rin). En los demás territorios, y en espera de la victoria total, los nazis procuran lo más urgente,
su integración al esfuerzo de guerra. Las regiones ocupadas de la URSS y las zonas de Europa expuestas a
los ataques británicos quedan bajo administración militar. PaÃ−ses Bajos y Noruega tienen un alto
comisario alemán, también Bohemia, “protectorado del Reich”. Están, además, los estados satélites,
convertidos en aliados y dirigidos por dictadores inspirados más o menos en el modelo nazi: Eslovaquia,
HungrÃ−a, Rumania, Bulgaria, Serbia y la Francia de Vichy. España se identifica ideológicamente con el
Eje, y las neutrales Suecia y TurquÃ−a tienen que integrarse comercial−mente en el bloque.
Económicamente, se explota a toda Europa. Al principio, las requisas son la regla y lo seguirán siendo en
Polonia, Yugoslavia y la URSS. Pero en Europa occidental se usan métodos más sutiles y eficaces. El
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cambio del marco, convertido en moneda europea, se revalúa para facilitar las compras a bajo precio;
además, el mantenimiento de las tropas de ocupación corre a cargo de los paÃ−ses ocupados, lo que aporta
a Alemania créditos casi ilimitados, que permiten comprar casi toda la economÃ−a europea. Al mismo
tiempo, “acuerdos” comerciales, aplicados unilateral−mente, dirigen abundantes artÃ−culos alimenticios
hacia Alemania. El plan alemán se dibuja poco a poco: al Reich se le reserva, junto con la autoridad
polÃ−tica, la dirección económica de una Europa “unificada”, uno de los leitmotiv de la propaganda
alemana; Alemania se atribuirÃ−a el monopolio de la industria pesada, base del poder, al mismo tiempo que
el de la cultura, que aporta el prestigio; los otros paÃ−ses se destinarÃ−an a apor−tar, en una especie de
“pacto colonial”, materias primas y alimentos. Una inmensa empresa de colonización habÃ−a iniciado ya
durante el conflicto la instalación de colonos germanos en los territo−rios poblados de eslavos (también en
Lorena y las Ardenas), en una misión a la vez de revaloración y de defensa del imperio alemán.
En los paÃ−ses ocupados, los vencedores proclaman la instauración de un orden nuevo. La propaganda nazi
es particularmente hábil y tenaz. Se ejerce por todos los medios: prensa, libros, cine, y sobre todo la radio.
Las bibliotecas son depuradas, se organizan conferencias, conciertos, exposiciones o representaciones
teatrales. Se aplican los métodos introducidos con éxito en Alemania por Goebbels. Al mismo tiempo,
una férrea censura se esfuerza en prohibir toda desviación y reiterar hasta la saciedad los mismos
eslóganes: maldad de los comunis−tas, las democracias liberales, los masones y los judÃ−os; superiori−dad
histórica del nacional-socialismo; promesas de paz y prosperidad en una Europa por fin reconciliada bajo el
dominio alemán, etc. Mientras duraron las victorias de la Wehrmacht, esta propaganda cosechó sus frutos.
Por ideologÃ−a, oportunismo o venalidad, hubo grupos dispuestos a integrarse en ese “orden nuevo”. Fueron
los colaboracionistas, que aparecen por doquier, excepto en Polonia y la URSS, donde la dureza de la
ocupación hizo que la población reaccionara unánimemente contra el ocupante, a pesar del separatismo de
las minorÃ−as alógenas. La mayorÃ−a eran movimientos fascistas que ya existÃ−an antes de la guerra y
cuya afiliación aumentó; otros, como el Partido Popular Francés, se hicieron germanófilos o se crearon
con dinero alemán. Estos grupos imitaban al nazismo, con sus ritos, y aportaban colaboradores a la policÃ−a
alemana en sus tareas represivas. En Noruega, se instaló en el poder al fascista Quisling, pero, normalmente,
los alemanes prefirieron reservar a los colabora−cio−nistas para que presionaran a las autoridades
establecidas, como el caso de la Guardia de Hierro en la Rumania de Antonescu o el de las agrupaciones de
la Francia ocupada respecto al gobierno de Vichy. Por otra parte, estos grupos colaboracionistas no
consiguieron, excepto quizás en Flandes y Croacia, reunir grandes masas de afiliados.
Los colaboracionistas trataron de compaginar su naciona−lismo con la aceptación del dominio del ocupante.
Esta contradicción fue muy notable en el régimen de Vichy. Nacido de la derrota, se benefició del
descrédito de la Tercera República y de los partidos polÃ−ticos en el poder−. Su lÃ−der, el mariscal
Pétain, disfrutaba de una gran popularidad y, en el verano de 1940, consiguió, al menos en el sur, el apoyo
de casi todos. Pero una serie de medidas comprometieron estas premisas favorables. Por un lado, instauró un
nuevo régimen (la “Revolución Nacional”), semejante en algunos aspectos al fascismo, que se mantenÃ−a
gracias a la aprobación del ocupante alemán y que supuso la persecución de comunistas, socialistas,
judÃ−os y masones franceses. Por otro, convencidos de que la victoria alemana era definitiva, se empeñaron
en una polÃ−tica de colaboración con el vencedor, esperando asÃ− obtener una suavización de las
cláusulas más duras del armisticio, especialmente, el regreso de los prisioneros de guerra. Pero Hitler no
cedió en nada y la polÃ−tica de colaboración sirvió al ocupante sin aportar nada a los franceses; peor
todavÃ−a, fue a contracorriente de la evolución de la guerra: los fracasos de la Wehrmacht hicieron evidente
a los franceses que su liberación sólo serÃ−a posible con la victoria aliada.
El comportamiento de los ocupantes, cada dÃ−a más riguroso dados sus fracasos y sus necesidades, mal
podÃ−a conciliar−les con la población. Una consecuencia de la “guerra relámpago” fue la captura de
millones de prisioneros de guerra, que se pudrÃ−an en los campos de detención. Los alemanes querÃ−an
emplear esta mano de obra poco costosa y no sólo los liberaban con cuentagotas, sino que ejercÃ−an sobre
ellos toda clase de presiones para someterlos a su voluntad. Además, a los prisioneros soviéti−cos, como
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la URSS no habÃ−a firmado la Convención de Ginebra, los sometieron a las más crueles represalias al no
protegerlos ningún acuerdo internacional.
Cuando la autoridad militar ejercÃ−a el poder, aplicaba severamente la ley marcial. Los adversarios eran
juzgados como espÃ−as, internados y, a menudo, fusilados. El sistema de rehenes (esto es, el sancionar a
inocentes al no poder descubrir a los culpables) era una crueldad moderada comparada con las de las SS
nazis−. En la URSS y desde el principio de la invasión, la Wehrmacht habÃ−a aceptado que las SS fueran
las encargadas de “asegurar el orden” en la retaguardia; el decreto “noche y niebla”, aprobado en diciembre de
1941, autorizaba la total arbitrariedad de sus actuaciones−. A partir de entonces, las ejecuciones de
comunistas y de judÃ−os, enemigos reales o supuestos, se multiplicaron, unidas a matanzas colectivas,
destruccio−nes de pueblos y traslados brutales de poblaciones. Estos métodos de terror sistemático se
introdujer−on en Europa occidental a partir de 1943; los sospechosos de hostilidad hacia el ocupante fueron
cruelmente torturados.
Los campos de concentración, institución tÃ−picamente nazi, dependÃ−an de las SS. Creados en
principio para “reeducar” a los alemanes hostiles al régimen, se multiplicaron tras el inicio de la guerra y se
transformaron en ciudades internacionales de varios miles de habitantes, verdaderas fábricas de la muerte.
Algunos de estos campos (como el complejo de Auschwitz-Birkenau) se reservaron a los judÃ−os. El odio
que les profesaban los nazis no tenÃ−a lÃ−mites: el judÃ−o acumulaba todas las taras fÃ−sicas, intelectuales
y morales; se les consideraba creadores del capitalismo, de la democracia y del comunismo; la “solución
final” debÃ−a extirparles como la “antirraza”. Los judÃ−os fueron humillados, excluidos de la comunidad,
expoliados mediante la “arianización” de las empresas, encerrados en guetos en Europa oriental y
conducidos a campos especiali−zados donde eran exterminados en masa: seis millones, quizá, perecieron de
esa forma.
D. 1942, el año de la consternación: Rusia, Ôfrica del Norte, el PacÃ−fico.
En el verano de 1942, un año después de iniciada la invasión de la URSS, el frente alemán llegaba
desde la sitiada Leningrado al norte, pasando por las inmediaciones occidentales de Moscú y Stalingrado, a
orillas del Volga, hasta el Cáucaso en el sur; los alemanes estaban a 150 kms del mar Caspio. Los
soviéticos cambiaron espacio por tiempo: si bien la cuenca industrial del Don y la Ucrania productora de
alimentos estaban ocupadas y las entregas de petróleo del Cáucaso resultaban inciertas, los soviéticos
seguÃ−an luchando; las industrias se trasladaron a las nuevas ciudades de Siberia y de los Urales, y ni la
economÃ−a ni el gobierno soviéticos habÃ−an sido alcanzados aún en un punto vital. Una polÃ−tica de
tierra quemada, en la que las tropas en retirada destruÃ−an cosechas y ganados, y las guerrillas hacÃ−an lo
mismo con las industrias y los medios de transporte, impedÃ−a que sus recursos cayeran en manos de los
invasores.
Al mismo tiempo, a finales de 1942, el Eje también avanzaba en Ôfrica del Norte. AllÃ−, las campañas
del desierto habÃ−an comenzado en septiembre de 1940 con una ofensiva italiana desde Libia hacia el este,
que logró penetrar en Egipto. Lo que estaba en juego era muy importante: el control de Suez y del
Mediterráneo. En el apogeo de la batalla de Inglaterra, Churchill habÃ−a decidido enviar abastecimientos
vitales y hombres a Ôfrica del Norte. Para satisfacción de los ingleses, una contraofensiva lanzada frente a
fuerzas muy superiores en número arrojó a los italianos de Egipto, y, a comienzos de 1941, los ingleses
penetraron profundamente en Libia. Poco después, los ingleses invadÃ−an EtiopÃ−a y acababan por
completo con el efÃ−mero imperio mussoliniano del Ôfrica Oriental; la escuadra italiana también sufrió
descalabros. Pero en Ôfrica del Norte la suerte era variable. Una fuerza de elite alemana, el Afrika Korps del
general Rommel, reorganizó los ejércitos del Eje, y, en la primavera de 1941, atacó en Libia. Los
ingleses, con sus fuerzas reducidas a causa de los traslados hechos al frente griego, fueron rechazados hasta la
frontera egipcia. Unos meses más tarde, en una segunda ofensiva, los ingleses penetraron una vez más en
Libia. Y otra vez cambió la suerte. A mediados de 1942, Rommel habÃ−a rechazado a los ingleses y
penetrado en Egipto. Los ingleses se situaron en El Alamein, a unos 100 km de AlejandrÃ−a, de espaldas al
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Canal de Suez. AllÃ− contuvieron a los alemanes.
Pero en 1942 parecÃ−a que los ejércitos del Eje, abriéndose camino por el Cáucaso y por el istmo de
Suez, podrÃ−an encerrar todo el Mediterráneo y el Oriente Medio en una gigantesca tenaza, e incluso,
avanzando hacia el este, establecer contacto con sus aliados los japoneses, que en ese momento estaban
penetrando en el océano Indico.
La situación en el PacÃ−fico también estalló en la segunda mitad de 1941. Fue Japón el que acabó
arrastrando a EEUU a la guerra. Desde 1931 Japón libraba una guerra contra China. Los expansionistas
japoneses veÃ−an una ocasión propicia para afirmarse en todo el Lejano Oriente. En 1940 habÃ−an
consolidado su alianza con Alemania e Italia, mediante un pacto tripartito; al año siguiente firmaron un
tratado de neutralidad con la URSS. Los japoneses obtuvieron del gobierno de Vichy varias bases militares y
otras concesiones en Indochina, y comenzaron la ocupación de esa zona. EEUU decretó el embargo de las
exportaciones a Japón de materiales como chatarra y acero. Dudando en precipitar una ofensiva japonesa
hacia Indonesia y otras partes, el gobierno de EEUU trataba aún de conocer las ambiciones japonesas en el
sudeste asiático. El nuevo primer ministro japonés, general Tojo, inquebrantable adicto al Eje, proclamó
que la influencia de Gran Bretaña y EEUU tenÃ−a que ser eliminada totalmente de Oriente, pero accedÃ−a
a enviar negociadores a Washington. Mientras éstos mantenÃ−an conversaciones con el Secretario de
Estado, el 7 de diciembre de 1941, sin advertencia alguna, los japoneses lanzaron un terrible ataque aéreo
contra la base naval de Pearl Harbor (islas Hawaii) y comenzaron la invasión de Filipinas.
Simultáneamente, atacaron Guam, Midway, Hong Kong y Malaya. Los norteamericanos fueron cogidos por
sorpresa en Pearl Harbor; cerca de 2.500 murieron; la flota quedó inutilizada temporalmente, lo que
permitió a Japón campar por sus respetos en el PacÃ−fico occidental. EEUU y Gran Bretaña declararon
la guerra a Japón el 8 de diciembre. Tres dÃ−as después, Alemania, Italia y los demás satélites del
Eje, declaraban la guerra a EEUU.
Los japoneses, atravesando Malaya por tierra, se apoderaban, dos meses después, de Singapur, base naval
británica con una larga leyenda de inexpugnable. El hundimiento desde el aire del formidable acorazado
británico Prince of Wales, aumentó la consternación. En 1942, los japoneses conquistaban las Filipinas,
Malaya e Indonesia; invadÃ−an Nueva Guinea y amenazaban a Australia; penetraban en las Aleutianas; se
adentraban en el océano Indico, ocupaban Birmania, y parecÃ−an a punto de invadir la India. En todas
partes encontraban fáciles colaboradores entre los enemigos del imperialismo europeo. MantenÃ−an la idea
de una “Gran Ôrea de Coprosperidad” del Asia Oriental bajo la dirección japonesa, en la que el único
elemento claro consistÃ−a en que los blancos europeos debÃ−an ser expulsados. Mientras tanto, los alemanes
permanecÃ−an en el Cáucaso y cerca del Nilo. Y, en el Atlántico, incluso junto a las costas de América
del Norte y del Sur, los submarinos alemanes hundÃ−an barcos aliados a un ritmo sin precedentes. El
Mediterráneo era inutilizable. Para los aliados, 1942 fue el año de la consternación. A pesar de ciertas
victorias navales aliadas, el verano y el otoño de 1942 constituyeron el peor perÃ−odo de la guerra. El
general Marshall, jefe del Estado Mayor de EEUU, escribÃ−a, unos años después, que fueron pocos los
que se dieron cuenta de que Alemania y Japón estuvieron “muy cerca de la total dominación del mundo”, y
de que “el delgado hilo de la supervivencia aliada estuvo sumamente tenso”.
E. La Gran Asia japonesa.
El imperio japonés (la “Gran Asia japonesa” o “área de coprosperi−dad”) se extendÃ−a por todo el litoral
del Asia oriental, de Manchuria a Birmania, y comprendÃ−a los archipiélagos del PacÃ−fico occidental
hasta las islas Aleutianas y Nueva Guinea. Su superficie, tierras y mares, era 1/8 del globo. Los japoneses
creÃ−an en su misión histórica: demostrar que un pueblo de color era superior a la raza blanca, de la que
habÃ−a sabido utilizar la ciencia y la técnica, conservando su originalidad congénita; después
guiarÃ−an a los otros pueblos colonizados hacia la liberación y el progreso. Ya se habÃ−an efectuado
intentos a este respecto antes de la guerra para colocar bajo el pabellón nipón a los nacientes nacionalismos;
después de la conquista se implantó un “Consejo de la Gran Asia” y, luego, un ministerio con vistas a la
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administración directa o la anexión.
A corto plazo, Japón quedó atrapado en la misma contradicción que Alemania. Necesitaba defender su
imperio y ponerlo al servicio de su economÃ−a de guerra para hacerse con recursos energéti−cos y
materias primas de las que carecÃ−a y que una guerra larga hacÃ−a aún más necesarios: carbón,
petróleo, estaño, caucho. Los territorios conquista−dos quedaron, pues, bajo la autoridad militar. La
dualidad marina-ejército y la envidiosa autonomÃ−a de cada mando en su teatro de operaciones
entorpe−cie−ron una dirección conjunta desde Tokio. Por falta de tiempo, capital y técnicos, los japoneses
no lograron desarrollar los recursos de los paÃ−ses conquistados y se contentaron con reemplazar como
pudieron a los colonizado−res europeos y proceder a una explotación en las mejores condicio−nes para ellos.
Por último, no estaban exentos de un complejo de superioridad, generador de desprecio por las poblaciones
“liberadas”.
Fue grande la tentación de imponer la ley japonesa, asÃ− como la lengua, las costumbres e incluso la
religión, con lo que, ante las élites indÃ−genas, aparecieron como nuevos colonizado−res, no más
queridos que sus predecesores. Además, el porvenir de la “Gran Asia japonesa” era tan impreciso como el de
la Europa alemana. Una cosa era cierta: China era demasiado grande para Japón; no pudo ocuparla ni
conquistarla por entero. Su dominio sólo fue total en Manchuria, convertida en un paÃ−s satélite
teóricamente independiente. A Birmania y Filipinas se pensó darles un estatuto análogo en 1943, asÃ−
como a los estados malayos y las Indias holandesas al finalizar la guerra. Borneo y Nueva Guinea fueron
consideradas pura y simplemente colonias.
La fidelidad de Tailandia se compró con anexiones en detrimento de Camboya. Pero en Indochina, Japón
conservó, por comodidad, la administración francesa, al menos hasta marzo de 1945, subsistiendo asÃ− un
ambiguo colonialismo europeo. En cuanto a la India, parece que los japoneses no la juzgaron lo
suficientemente madura para administrarse ella misma; de todas formas, incluso durante la guerra, estuvo
fuera de su alcance.
Japón pudo servirse de sus ciudadanos que, como comerciantes o industriales, vivÃ−an ya en los paÃ−ses
conquistados. El empuje de los nacionalismos autóctonos suscitado por la victoria japonesa también
facilitó la tarea. En China se creó en Nanking un gobierno rival del de Chiang Kai-Chek que pedÃ−a la
integración de China en la nueva Asia. Para sublevar a la India utilizó a un miembro del Partido del
Congreso, Chandrah Bose, que, a diferencia de Nehru y Gandhi, querÃ−a aprovecharse de las dificultades de
los británicos para expulsarlos; a tal fin los japoneses equiparon un pequeño ejército de voluntarios
reclutados entre los prisioneros de guerra hindúes.
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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 23
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