CAPÍTULO 8: EL SALUDO AL CIELO AZUL Los entreabiertos postigos permiten que débiles franjas de luz se deslicen hasta el interior de la habitación. Carlos duerme sin soñar, por una vez, su mente descansa. La luz del naciente sol penetra sin prisa pero sin pausa, aumentando su intensidad. Ilumina los párpados cerrados de Carlos que inconscientemente trata de cerrarlos. Acaba por volverse y ocultar su rostro contra la almohada. Aunque al final, media hora después el día termina por vencer e invadir toda la habitación. Carlos despierta, pero aun yace sobre la cama, mirando el techo blanco perfecto y absoluto. Dibuja el estado en el que su mente se encuentra en ese momento. Felizmente limpia. Se incorpora sin sentirse oxidado, ágil. Hoy amanece un nuevo día para él, el preámbulo de una naciente vida. “Buenos días, casa maldita. ¿Tienes algo preparado para mí? ¿Sí? ¿No? Me da igual, hoy puedo con todo. Hoy es un mal día para intentar acabar conmigo.” Carlos se divierte en sus pensamientos, jugando con la leyenda. Bebe el café que ha preparado mientras su juguetona mente ideaba situaciones. Pensaba en Paqui, en el magnífico día que había pasado junto a ella. En que si hubiera aparecido algún diablo lo habría hacho ya. ¿Quién iba a querer hacerle daño en aquel pueblo? A no ser que los espíritus empezasen a salir de debajo de la tierra, o de donde fuera para… “¿Para qué? Si los espíritus son incorpóreos, no pueden hacerme daño.” Una bocanada de aire entra furtivamente por la ventana del dormitorio, agitando los postigos y haciéndolos golpear contra la pared. Carlos los cierra firmemente y estos se agitan en sus goznes y el cerrojo impulsados por el viento que, de repente, deja de soplar. Carlos decide invitar a comer a Paqui. “Tal vez, si ella quiere, podamos ir al chiringito en el que estuve con Gustavo, le preguntaré como se va por la carretera. Sí”. Sale de su casa después de vestirse precipitadamente, agitado por una emoción que no es capaz de controlar ni disimular porque no es consciente de que la siente. Camina con largas zancadas a lo largo de la calle, llegando a la plaza de una forma tan rápida que él mismo casi se sorprende. Golpea suavemente la puerta azul. Dos veces, suavemente y después espera. Su impaciencia le lleva a volver a llamar. Cuando no ha hecho más que acabar de dar un nuevo golpe, un poco más intenso, la puerta se abre apareciendo Carmen tras ella con la mirada escrutante e interrogativa. – Buenos días. – Buenos días. ¿Qué desea? – Quisiera hablar con su esposo. – Sí, pase. Gustavo ha salido un momento a llevar un cuadro a la habitación. Siéntese. ¿Quiere tomar algo? – No, gracias. Ya he desayunado. Gustavo llega casi de inmediato. Le saluda agradablemente sorprendido. – Hombre, Carlos que le trae por aquí. – Buenos días. Quería preguntarle como se va por la carretera al bar del otro día. – ¡Ah! Muy fácil. Solo tiene que seguir la carretera, pasar la zona de los acantilados, luego la carretera empieza a bajar y luego un kilómetro más adelante hay un carril a la izquierda, usté lo coge y llega fácil. Además, está señalizado, hay un cartel que pone “chiringuito Julio” se ve. No tiene perdida. – Eso espero. Muchas gracias. – Le gustó el sitio ¿no? – Sí, hoy a lo mejor voy a comer allí. – Pues que aproveche. – Gracias. Hasta luego. – Adiós. Carlos sale de nuevo a la plaza y vuelve a caminar dirigiendo sus pasos, rápidos y ágiles, hacia casa de Paqui. Llama a la puerta. Paqui aparece tras ella. – Hola – le saluda sorprendida – ¿Qué haces aquí? – He venido a buscarte para ir a la playa que hay más arriba y comer en el chiringuito de allí. ¿Te apetece? – Apetecerme sí me apetece, pero no puedo, tengo que trabajar. – Ah. – Pero podemos ir otro día ¿No? – Sí claro. Solo me apeteció ir y me hubiera gustado que vinieses conmigo, pero da igual. – Ve tú si quieres. – Sí, eso haré, de todas formas no tengo otra cosa mejor que hacer. Aunque solo sea para matar el tiempo. Al menos mientras voy, como y vengo se me va el día. – Lo siento. – No importa, podemos vernos mañana. – Vale, pasaré a buscarte. – De acuerdo, hasta mañana. – Hasta luego. * * * Hace unos minutos que Carlos está sentado sobre su toalla. Mirando la balsa de aceite que es el mar. Observándola y tratando de no sentirse solo. La soledad. Es curioso que lleve meses viviendo con ella, sin sentir esa sensación de desarraigo que ahora siente. A su derecha hay un cabo parecido al que hay en el pueblo y en el que conoció a Gustavo. Se pregunta que habrá al otro lado. “Tal vez pueda llegar nadando” “es una distancia larga, pero puedo hacerlo .” Se incorpora y se introduce en el agua fría, como en cada uno de los días anteriores. Comienza a nadar en dirección a la punta del cabo, despacio. Intenta mantener una respiración rítmica. Hace grandes inhalaciones y exhalaciones de aire, como si fuera una mujer embarazada. Abre mucho la boca haciendo acopio de oxígeno. Supera, despacio pero sin detenerse, el extremo más alejado del cabo. Una nueva playa se extiende ante sí, más amplia. Apenas hay diez personas en ella, aunque son más de las que ha visto hasta ahora. Continua nadando tratando de finalizar los metros que le quedan para alcanzar la orilla. Lo hace por fin, respirando agitadamente y sintiendo los brazos pesados y doloridos. Se deja caer sobre la arena tratando de recuperar su frecuencia respiratoria y el ritmo cardíaco. Poco a poco lo va consiguiendo. Se siente mejor, mira a su alrededor para observar aquello que ha venido a ver. Es un paisaje diferente. A su izquierda, se eleva el terreno del que él mismo ha venido, lo que puede ver desde donde se encuentra ya intuye el perfil rocoso y angosto que queda tras la cima que tiene frente a sí. A su derecha todo es diferente, como si alguien hubiese colocado un inmenso holograma para engañarle. Pero todo aquello esta ahí. Extenso y llano con escasas elevaciones a su vez pequeñas y accesibles. Hay un niño que juega con la arena. Con un pequeño cubo hace aislados castillos de arena. Los une entre sí haciendo muros y construyendo un castillo miniaturizado que al cabo de unos segundos él mismo destruye saltando sobre él. Siente un efímero sentimiento paternalista que se le antoja lejano y sobre todo ajeno. Carlos vuelve al agua. Iniciando el camino de vuelta, dejando atrás al bullicioso chiquillo que acaba de lanzar una bola de arena a su padre al que Carlos oye blasfemar contenidamente. Bracea con energía, marcándose como primera etapa la punta del cabo. Lo alcanza y decide tomarse un breve respiro. Se hace el muerto, cerrando los ojos, sintiendo el modo en que el ondulado movimiento del mar le mece. Oscila suavemente, destensando los músculos, anestesiando el cerebro. Dejándose llevar. Carlos abre los párpados y observa el azul del cielo. Ha perdido la noción del espacio y el tiempo. Abandona la posición en la que se encuentra para mirar a su alrededor. Mueve los brazos y las piernas para mantenerse a flote. La marea le ha desplazado varios metros mar adentro. Tanto el cabo como la playa se encuentran a una distancia que se le antoja excesiva. Opta por nadar en dirección a la playa. Inicia el braceo sosegado, dosificando las energías y esforzándose para no pensar en la distancia que tiene que cubrir. Trata de ocupar su mente en el mero hecho de nadar, en los movimientos de su cuerpo. Los brazos, las piernas. Avanza despacio y eso es algo en lo que tampoco quiere pensar. Empieza a impulsarse con las piernas, aumentando la fuerza con la que golpea el mar. Siente los bíceps hinchados, ligeras punzadas que se producen esporádicamente provocando una mueca de dolor en su rostro. Súbitamente su pierna derecha se encoge acompañada de un intenso dolor. Su cuerpo se hunde ligeramente en el mar. Su pierna derecha permanece inamovible, los músculos encogidos. El agua casi le llega a la boca. Intenta patear con ella para poder mantener sus vías respiratorias fuera del agua pero el dolor, penetrante y acentuado, se adueña de la zona trasera del muslo derecho. Intenta mantenerse a flote con los brazos y la otra pierna. Mira hacia la orilla que aun se encuentra lejana. Vuelve a nadar. Inmóvil la pierna derecha que le lastra, haciendo que los tensados músculos de sus brazos tengan que trabajar aún más. La fría temperatura empieza a calar en su cuerpo, sintiéndola en los huesos. Entumeciendo sus cansados músculos. Al cabo de diez brazadas y apenas unos metros más adelante tiene que detenerse para intentar descansar, haciéndose el muerto. Es imposible, la pierna lesionada se hunde hacia el fondo obligándole a bracear para mantenerse en la superficie. Decide seguir avanzando. La musculatura, agotada y endurecida, responde cada vez con mayor dificultad. La distancia se reduce, pero todavía es amplia. Tiene que detenerse, incapaz de continuar. Agotado. Desde donde se encuentra puede ver el chiringuito y a Julio sacando mesas a la terraza. Carlos se impulsa, extiende el brazo tratando de llamar la atención del escuálido hombre. Pero no parece reparar en él. Vuelve a darse un nuevo impulso en un esfuerzo que empieza a parecerle titánico, agitando el brazo extendido en su máxima longitud. Julio vuelve a perderse en el interior del bar. * * * Julio coloca las mesas alineadas, buscando una ordenación estética que le resulta satisfactoria. En estos días tiene muy pocos clientes. Tan solo visitas ocasionales como la de Gustavo acompañado de aquel turista. En muchas ocasiones busca la razón por la que continua abierto durante aquellos ya tristes y solitarios días de septiembre. A su espalda, una figura humana permanece inmóvil en mitad del mar, sacando un brazo, haciendo una señal. Julio evalúa la distribución que ha llevado a cabo de sus mesas sin advertir que tras él la figura humana ha vuelto a hacer el gesto con mayor intensidad. “Está bien así” – piensa Julio ajeno a lo que ocurre tras él – “ahora traigo las sillas y luego a esperar a ver si viene el cliente del día o no”. Vuelve al interior del local en busca de las sillas que tiene apiladas junto a la barra. * * * Trata de avanzar unos metros, pocos y del todo insuficientes. La orilla parece estar cerca pero su cuerpo no responde, los brazos se quejan, endurecidos, con profundos pinchazos que le hacen estremecerse. Ve como Julio vuelve a salir con varias sillas apiladas sobre sus enjutos brazos. Las deposita junto a una de las mesas y empieza a colocarlas. Carlos vuelve a propulsarse con el último hálito de sus fuerzas, alzando los dos brazos y lanzando un grito agónico. Vuelve a hundirse en el agua, su mente agita los brazos que han dejado de dolerle, pero no se mueven parecen haber muerto. Su solitaria pierna sana se manifiesta incapaz de devolverle a la superficie. Aún así Carlos consigue sacar la cara lo suficiente para procurarse una bocanada de oxígeno. Vuelve a hundirse. Saca el brazo agarrándose a un último resquicio de esperanza de ser visto, de que Julio haya oído su voz o visto su brazo. “No estaba tan lejos” – piensa mientras su cuerpo se hunde – “puede que llegue a tiempo”. Vuelve a retorcerse para alcanzar por última vez, por sí mismo, la superficie. No logra llenar los pulmones en su totalidad pero sí lo suficiente para resistir unos segundos. Cierra los ojos tratando de no sufrir, contener la respiración, buscando esos segundos alimentados de una remota esperanza, intentando ganárselos a la muerte. * * * El borde de la última de las sillas que carga, se clava en sus dedos, que empiezan a tornarse morados en su zona dactilar. Las suelta y empieza la labor de desapilarlas y colocarlas en las mesas correspondientes. Ha colocado únicamente la primera de ellas cuando oye una voz tras de sí. Se vuelve despacio sin poder ver a nadie, pero… más adelante, en el mar, le ha parecido ver unos brazos hundirse en el agua. Decide acercarse a la orilla. “Tal vez sea producto de mi imaginación pero juraría que visto unas manos hundirse”. Llega hasta allí y el suave oleaje casi le moja los zapatos. Mira el mar, con la vista fija en el lugar en el que ha creído ver esas manos. Ve una cara salir de agua, con el gesto angustiado y abriendo la boca con ansiedad, tratando de “cazar” todo el aire de que sea capaz. El rostro se hunde, dando lugar a un brazo extendido que Julio no ve porque acaba de lanzarse al agua. * * * Carlos mira el cielo azul a través del agua. Empieza a convencerse de que no va a volver a verlo, de que las expectativas que su vida iba tomando van a esfumarse, como su vida, en apenas diez segundos. Es extraño, el hilo tan fino y débil que separa la vida de la muerte. Empieza a pensar que los espíritus de la casa han podido con él después de todo. Mira el azul del cielo y no sabe si saludarlo o despedirse de él. Una mano aparece de improviso en su turbio campo de visión, coge la suya y tira de él hacia la superficie. Abre su boca al alcanzar el exterior y sus pulmones se llenan, volviendo a la vida. Mira al cielo y su alma sonríe “hola, otra vez” – dice. * * * Ha pasado una hora desde que Julio le sacara de una muerte angustiosa. Pero Carlos aún mantiene en su retina la imagen de un ondulante y turbio cielo azul. La muerte ha estado cerca, tanto como Paqui cuando se besaron el día anterior. Su pierna derecha no muestra ni el más mínimo rastro del dolor que sentía en el agua. Sus brazos se han recuperado. La muerte se ha ido tan rápido como intentó atraparle. Su mente trabaja a destajo a pesar de que él intenta evitarlo. No desea que se instale entre sus neuronas el miedo. “¿Miedo a qué? ESTÚPIDO” – se increpa a sí mismo. – ¿Se siente mejor? – Sí, gracias otra vez. – ¿No creería que iba a dejar que se ahogase? Ni yo, ni nadie. Lo hubiera hecho cualquiera. – Supongo. – ¿Seguro que está bien? – Sí, llegó usted muy a tiempo. No creo que llegase a tragar agua siquiera. – Mejor. ¿Quiere comer algo más? Ha comido poco. – No tengo hambre, gracias. Voy a irme a casa ya. Estoy cansado. – Sí, claro. Es lógico. – Adiós. – Hasta luego. ¡Y descanse! Carlos se aleja de allí, alzando la mano en un distraído ademán de saludo, sin volverse. Paso a paso hasta su coche, con las llaves en la mano. Acariciando el llavero con el amuleto. Intentando erradicar de su mente las ideas que siembran el miedo en él y le convierten en un ser muy vulnerable. “¡LA CASA NO TIENE NADA QUE VER EN ESTO!” – se vocifera a sí mismo. “No hay nada que temer. No hay nadie que esté con Paqui ni que quiera matarte por ello. Los espíritus no existen y no intervienen directamente en ninguna de las historias. Si es que los hay. No hay nada. Pero POR QUÉ tengo que autoconvencerme si todas esas historias son tonterías .” Sube al coche dando un fuerte portazo, enfadado consigo mismo. Arranca el motor aplicando la llave en el contacto con fuerza no exenta de cierta violencia reprimida. Conduce despacio. Lentamente porque, aunque sus ojos miren la carretera y sus brazos muevan el volante en el sentido de las curvas, su mente no se encuentra allí. Aún está viendo el nebuloso azul del cielo a través del ondulante mar lleno de destellos. Realiza la maniobra de aparcamiento y apenas unos segundos después no la recuerda, camina hasta su casa sin sentir miedo de entrar porque, en su interior, sabe que si la casa, o los espíritus, o lo que dios quiera que sea, quiere eliminarle lo hará y no necesariamente en esa casa. Se desploma sobre la cama, enajenando por completo la mente, el pensamiento desconectado. Tal vez haya estado a punto de morir, tal vez. Lo único que sabe es que está fuera de sí. “ Debo tranquilizarme, descansar. No dejarme influir por toda esta historia. Pensar con frialdad.” “Ha sido fruto de tu imprudencia, ten calma, relájate, descansa, descansa…” se repite a sí mismo una y otra vez. Al final su cuerpo agotado vence a su atormentado entendimiento y cae en el sueño, una somnolencia casi desvelada, semi despierta. Se apoderan de su cabeza las imágenes de la pesadilla entre la vigilia y el letargo. En su ensueño Carlos se hunde en el mar y a través del agua no ve el cielo azul, ni una mano salvadora que le devuelva a la superficie, a la bocanada de oxígeno. Lo único que puede ver es un cúmulo de caras hieráticas. Paqui está entre ellas, con el semblante sereno y severo a la vez. Alba también está, aunque su imagen aparece difusa. Sonríe con suavidad y esboza esa mirada que Carlos tanto conoce y tantas veces soportó en el pasado. Una mirada que dice “Yo lo sabía” y añade “Nunca te lo dije, lo sabía y por eso te abandoné”. Hay otras caras que no conoce y que también le miran. “¿Vas a reunirte con nosotros?” le interpela una mujer con una diadema dorada. “¿Quién eres?” “Soy Nerea, Carlos” “Yo fui el principio” “mi cuerpo se estrelló contra las rocas al igual que el de mi amado Efrus. Nuestros cuerpos se descompusieron golpeados por las olas contra la dura pared del acantilado. Nuestras almas se quedaron ancladas en este mundo junto a los cadáveres. No sé por qué. Pero no es justo ver como el resto del mundo vive y tú estás muerto. No es nada justo, ni agradable.” “Es cierto” habla un hombre junto a Nerea. Un hombre que podría ser Efrus. “Fue nuestro fin. Como fue el fin de otros. Y es culpa mía. Fui un asesino y eso me condenó a continuar aquí. A mí y a Nerea. Y también a los demás, porque la semilla de odio que quedó sembrada con el asesinato que cometí, regada con la vida extinguida de Marco, ha necesitado alimentarse durante siglos con la sangre y la muerte de otras personas. Lo siento. Con odio sembré un mal cargado de rencor que perdura y nunca morirá.”“Márchate, ahora que estás a tiempo. Márchate” “NO. No lo haré. Quiero a Paqui. Ella es mi vida, mi futuro. La esperanza que me anima a vivir. Renunciar a ella es subsistir en la soledad. Entre cuatro paredes sin sentir nada, ni emoción, ni pena, ni alegría, careciendo de un motivo para levantarse cada mañana y cruzar la puerta de mi casa para trabajar. Antes lo hacía y no importaba porque no esperaba que hubiera algo mejor para mí. ¿Cómo es la frase? Ojos que no ven, corazón que no siente. No podía necesitar nada de lo que ahora quiero porque no lo había visto. Ahora conozco a Paqui y sé que es mi futuro, mi razón. La esperanza de que algún día pueda quererme, ser mi esposa, ya es suficiente para que me levante un día tras otro con una ilusión. Imagina cómo era mi vida antes que sólo con esto es más que suficiente. No quiero volver a eso, estoy dispuesto a asumir el riesgo.” Carlos vuelve la vista hacia las imágenes de Paqui y Alba. No son más que fotografías. La de Alba rota, rasgada y llena de flecos y arrugas. Ahora Carlos ya no se encuentra bajo el agua. Los retratos se hallan colgados de una pared azul. Efrus y Nerea le observan desde su derecha. Carlos mira a su alrededor y ríe sonoramente. “¡No es más que un sueño!” Dice entre risas nerviosas, incontenidas. “Es otro sueño horrible, otra pesadilla de mi mente inquieta” ríe pero no está seguro de sentirse feliz. “No nos crees” “No desde luego. Además, es mucho más sano para mi salud mental no creer nada de esto” “Sí, Carlos, es tu sueño” Nerea y Efrus hablan a la vez, fundiendo sus voces en una. “Pero nosotros hemos entrado en él para advertirte. Para salvarte” “Vale. Gracias. Ya podéis iros, ahora quisiera descansar de verdad. Conciliar un sueño profundo a ser posible” Se torna entonces el azul en negro. Efrus y Nerea han desaparecido, parece que nunca hubiesen estado allí. Carlos, aun dentro de su sueño, se tiende sobre la negritud del suelo inexistente y duerme, ahonda en su sueño, que se vuelve profundo y ya por fin, inquebrantable.