TEMA 1. CONCEPTOS FUNDAMENTALES. ACCIÓN, DEMANDA, PRETENSIÓN, CONTRADICCIÓN, OPOSICIÓN. TUTELA JUDICIAL EFECTIVA Y TUTELA PROCESAL EFECTIVA. LA TUTELA DIFERENCIADA I.- LA ACCIÓN. I.1.- Apuntes sobre el devenir histórico en su formación. I.1.1.- A modo de introducción. Recuerda ALCALÁ-ZAMORA Y CASTITLLO que "La jurisdicción se sabe que es, pero no se sabe dónde esta; el proceso se sabe dónde está, pero no se sabe que es; la acción no se sabe qué es ni donde esta"; la acción es uno de los conceptos más difíciles de ser definidos en el derecho contemporáneo. En la misma línea de ALCALÁ-ZAMORA se pronuncia el profesor argentino AMÍLCAR MERCADER. Un buen ejemplo del acierto de lo afirmado por ALCALÁ-ZAMORA Y CASTILLO son las múltiples acepciones que se dan de acción. El término acción presenta, afirma COUTURE, varias acepciones, entre los cuales pueden citarse a: • Como sinónimo de derecho, es el sentido que tiene el vocablo cuando se dice que el actor carece de acción, lo que significa que el actor carece de un derecho efectivo que el proceso deba tutelar. 1 • Como sinónimo de pretensión, este es el sentido más usual, en la doctrina y en la legislación, se halla recogido en textos legislativos del siglo XIX que mantienen su vigencia aún en nuestros días; por ello que se habla de acción fundada e infundada, acción real y personal, acción civil, acción penal; en estos vocablos la acción es la pretensión, la existencia de un derecho sustantivo concreto, válido y en nombre del cual de promueve la demanda respectiva. • Como sinónimo de facultad de provocar la actividad de la jurisdicción, se habla en consecuencia de un poder jurídico que tiene todo sujeto de derecho por su calidad de tal, y en nombre del cual es posible acudir al órgano Jurisdiccional en demanda del amparo de su pretensión. • Como referencia a la vía procedimental, esta acepción es incorporada por MONROY GALVEZ, se refiere a la acción de hábeas corpus, acción de amparo, acción de inconstitucionalidad etc. Estas distintas acepciones trajeron situaciones contradictorias y absurdas dentro del desarrollo de la acción por ello es necesario conocer, aunque no agotar la transformación de dicha conceptualización. I. 1.2.- Devenir histórico. El estudio y análisis de las distintas teorías formuladas sobre la acción debe abordarse desde una perspectiva histórica, pues, como recuerda MORENO CATENA ”en el concepto de acción se halla reflejado históricamente la evolución de toda la ciencia jurídica” y no olvidando, por una parte que las teorías sobre la acción son en verdad “como las noches de la leyenda, mil y una, y todas maravillosas” (CALAMANDREI) y, por otra 2 que, pese a la acertada aseveración de PRIETO-CASTRO FERRANDIZ en relación a lo prolongado, en el tiempo, acerca de lo que sea la acción sin que se hayan conseguido logros positivos, el tema de la acción -parafraseando a ALCALÁ-ZAMORA Y CASTILLO- es uno de los “preferidos” en las últimas décadas de los procesalistas, habiéndose producido una bibliografía desbordante -si bien es también cierto que el punto de mira de las últimas publicaciones gira más bien en torno a la tutela judicial efectiva. El anunciado recorrido histórico debe iniciarse con la referencia al concepto romano de acción que, prácticamente, se mantiene inalterado hasta el s. XIX, prescindiendo, pues, de la etapa del ordo iudiciorum privatorum en el que la actio aparece como una reminiscencia del agere propio de la venganza privada. Es conocida la definición de acción, ofrecida por CELSO, y recogida en la forma siguiente: “nihil aliu destactio queam iur quod sibi debeatur iudicio persequendi” (D. XLIV. VII, 51) prácticamente reproducida por JUSTINIANO en I.IV, VI. 1. Latia, en el fondo de dicho concepto, una idea que llevaba a embeber la acción en el derecho: la acción no era otra cosa que el mismo derecho en movimiento, el derecho a perseguir en juicio. El derecho romano más que sistema de derechos fue un sistema de acciones, le dio más importancia a la discusión judicial en relación a los derechos subjetivos, sin embargo pese a la considerable trascendencia que tuvo la actividad jurisdiccional el concepto de acción del derecho romano es irrelevante desde una perspectiva científica del proceso, puesto que tiene una óptica material de esta. 3 Sin embargo, ello no impide reconocer que esta concepción se encuentra vigente en algunos ordenamientos jurídicos, verbigracia dentro el Código Civil español o peruano de manera reiterada utiliza el derecho de acción como sinónimo de derecho material, también dentro del ejercicio profesional en las cláusulas contractuales se incorporan como objeto la transferencia "derechos y acciones", pese a que desde una perspectiva científica el derecho de acción es inalienable, intransmisible, irrenunciable e indisponible; dentro del derecho societario el término acción hace alusión a la parte alícuota en que se divide el capital social. El concepto de acción en este estadio doctrinal se caracteriza, en resumen, por lo siguiente: a) La vinculación de la acción al derecho subjetivo privado. b) La acción se situaba en el mismo plano relacional que el derecho subjetivo privado: era un poder del titular del derecho de exigir al que lo había lesionado o puesto en peligro que le reintegrara en el disfrute de su derecho y, de ser imposible, que le indemnizara. Respecto de la acción, así entendida, no le quedaba a las leyes de procedimiento, más que regular las formas con arreglo a las cuales debía ejercitarse ese poder jurídico privado. Sin embargo, con el paso del tiempo se fue dando una particular relevancia y cierta autonomía al interés ligado a la tutela o defensa del derecho. El solo hecho de distinguir funcionalmente los dos momentos constituía un reconocimiento implícito de la autonomía conceptual de la 4 acción, cono el instrumento que se concede al sujeto para proveer a la defensa de sus derechos a través de la tutela jurisdiccional. Desde la segunda mitad del s. XVIII y primeras décadas del s. XIX la materia procesal se fue excluyendo de los tratamientos iusprivatistas; a partir de entonces el antiguo “ius in indicio persequendi” acabó perteneciendo a otro “sistema” conceptual, al mundo del proceso, que, si bien por su fines se consideraba aún un instrumento de garantía del Derecho privado, pertenecía como organización al Derecho público. El segundo momento del recorrido histórico, que estamos efectuando, sin lugar a dudas, lo constituye la polémica doctrinal sobre la “actio” entablada entre WINDSCHEID y MÜTHER. Dicha polémica -surgida, en parte, con el objeto de refutar la tesis de SAVIGNY- supuso el inicio de la autonomía del concepto de acción y su separación del derecho subjetivo, constituyendo un verdadero hito en la historia del Derecho procesal que, cronológicamente, se hace coincidir con el movimiento codificador germánico y la evolución del proceso civil, tradicionalmente encuadrado en el Derecho privado, hacia el Derecho público dados los fines que persigue. Durante el año 1856, se suscitó la polémica entre el pandectista WINDSCHEID y MÜTHER, hasta antes de dicha polémica la tesis romana del derecho de acción mantuvo considerable acogida, confundiéndose con el derecho material que a través de ella se pretendía hacer valer, en ese año WINDSCHEID ratifico la tesis clásica que equipara la actio romana con el derecho subjetivo material. Por sus parte, MÜTHER replico y concibió al derecho de acción como uno absolutamente independiente del derecho subjetivo material, el que además está dirigido al Estado, a efectos de que 5 este le conceda tutela jurídica a través de una sentencia favorable, de acuerdo a esta última concepción solo tiene la razón aquel que tiene un derecho subjetivo material que ha sido violado, por ello para este procesalista el derecho de acción es concreto. Efectivamente la autonomía conceptual del derecho de acción parte de la referida polémica doctrinal sobre la “actio” y su aplicabilidad en el derecho moderno habida a mediados del s. XIX. La acción aparece como un derecho autónomo, desligado, o diferenciado al menos, del derecho subjetivo material cuya tutela se pretende. Las críticas frente a las concepciones doctrinales precedentes, y el correlativo esfuerzo constructivo, se orientó en una doble dirección. Por un lado se advirtió que la tutela jurisdiccional del derecho privado no quedaba explicada, completa y correctamente, con la referencia a un derecho subjetivo privado lesionado, del que continuaba pretendiéndose su satisfacción por el obligado, aunque ahora por vía judicial, sujetándose a las formas procesales. De estas consideraciones críticas parten las concepciones de la acción como derecho a una tutela jurisdiccional concreta. Por otra parte se observó que la referencia apuntada no permitía explicar la iniciación y desarrollo del proceso cualquiera que fuera su resultado: el poder de provocar un proceso y los distintos actos que lo integran, se atribuye con independencia de la existencia de un derecho y de su lesión. El intento de explicación de esto lo realizan las concepciones abstractas de la acción. 6 I.2.- Principales teorías en torno a la acción. Pasemos, pues, a exponer más detalladamente la denominada teoría concreta de la acción y teoría abstracta de la acción. I. 2.1.- La teoría concreta de la acción. La acción como derecho concreto, formulada, fundamentalmente, por WACH, siendo, posteriormente, seguida, entre otros, por HELLWING, GOLDSCHMIDT, CHIOVENDA -con matices-, CALAMANDREI y GÓMEZ ORBANEJA, consiste en afirmar que la acción es un derecho subjetivo público (distinto del derecho subjetivo privado) a obtener, por parte de su titular, una tutela jurisdiccional favorable. Es decir, se trata de un derecho en el que debe concurrir para su existencia el interés y necesidad de tutela jurídica (no bastando la simple existencia de un derecho subjetivo lesionado). En consecuencia, tanto objetiva (su objeto es la tutela jurisdiccional en un determinado sentido) como subjetivamente (es un derecho subjetivo público porque se dirige contra el Estado) no coincide con el derecho subjetivo material. Completa WACH su teoría distinguiendo entre acción (se dirige frente al Estado que es el único que puede satisfacerla) y pretensión material (se dirige contra el sujeto pasivo del derecho subjetivo material). Al autor citado, como defensor de la teoría concreta hay que añadir, entre otros, y con variantes, a GOLDSCHMIDT -considera a la acción como “… un derecho público subjetivo dirigido contra el Estado para obtener la tutela jurídica del mismo mediante una sentencia favorable”-, CHIOVENDA -quien, encuadrando la acción entre los derechos potestativos, la definía como “el poder jurídico de dar vida (porre in essere) a la condición para la actuación de la voluntad de la Ley”- CALAMANDREI -para el cual no existía 7 contradicción entre los términos de poder y derecho, rectamente entendidos, porque el segundo es una manifestación del primero- y STEIN. Son muchas las observaciones críticas que se han dirigido a la tesis concreta sobre la acción: 1) Introduce una dualidad de derechos innecesarias (un derecho subjetivo material y un derecho subjetivo público a una sentencia de contenido concreto; 2) Incoercibilidad de ese derecho a la sentencia favorable; 3) Los actos procesales efectuados por las partes difícilmente pueden considerarse consecuencia del ejercicio del derecho de acción porque tal derecho no existe hasta que se dicte la sentencia 4) Inaplicación de la tesis al proceso penal y a determinados procesos civiles, administrativos y laborales. I. 2.2.- La teoría abstracta de la acción. La teoría de la acción como derecho abstracto -formulada inicialmente por DEGENKOLD y PLÖSZ- se caracteriza por abstraer el derecho de acción de la razón o no que pueda asistir a la persona que lo ejercita. La acción se entiende como derecho de acceso a la justicia o a la actividad jurisdiccional, sin hacer depender su existencia del resultado. Los autores, anteriormente citados, coinciden en afirmar que el concepto de acción formulado, conforme a la tesis concreta, era muy impreciso, pues dejaba sin explicar los supuestos de desestimación, concluyendo que la 8 acción es un derecho público a una decisión jurisdiccional, pero sin relación con el contenido. De otro lado, DEGENKOLB es el primer procesalista que definió al derecho de acción como subjetivo y a la vez público, lamentablemente abandonó posteriormente esta tesis debido a las profundas críticas de PLOSZ. Muestra DEGENKOLB la manera en que la acción civil con relación al derecho puede carecer de fundamento, cuando el demandante promueve una demanda ante el tribunal, puede no tener razón nadie va a discutirle su derecho de dirigirse al tribunal pidiéndole una sentencia favorable, lo que el demandado podrá negar es su derecho a obtener una sentencia favorable, en consecuencia la acción es un derecho que pertenece a todos aun sin tener la razón. Muchos años después varío su criterio exigiendo que el demandante se creyera asistido sinceramente por el derecho, su pensamiento perdió claridad a partir de ello. El rechazo inicial a la teoría abstracta de la acción dio paso a una aceptación casi generalizada, fundamentalmente en Italia con ROCCO -quien considera a la acción como un derecho subjetivo público frente al Estado, en orden a la actividad jurisdiccional de éste, para eliminar la incertidumbre del derecho-, CARNELUTTI -la distinción entre el derecho subjetivo material y la acción ha costado siglos (afirma), pero al final de se ha logrado: el derecho subjetivo material tiene por contenido el prevalecimiento del interés en litigio y por sujeto pasivo a la otra parte, el derecho subjetivo procesal tiene por contenido el prevalecimiento del interés en la composición del litigio y por sujeto pasivo al Juez- o ZANZUCCHI -considera a la acción, no propiamente como un derecho subjetivo, sino una potestad consistente en el poder de poner los 9 presupuestos necesarios para el ejercicio, en el caso concreto, de la función jurisdiccional, que corresponde al ciudadano en cuanto tal y al Estado mismo en la persona de uno de sus órganos, el Ministerio público-. Con anterioridad a la obra de CARNELUTTI la dificultad estaba en distinguir en derecho que se hace valer en juicio (derecho subjetivo material) del derecho mediante el cual se hace valer aquél (derecho subjetivo procesal). Anota CARNELUTTII: "Tan lejos están de confundirse el derecho subjetivo procesal y el derecho subjetivo material, que el uno puede existir sin el otro; yo tengo derecho a obtener del Juez una sentencia acerca de mi pretensión, aunque esta sea declarada infundada. La distinción entre los dos derechos atañe tanto a su contenido como al sujeto pasivo de ellos: el derecho subjetivo material tiene por contenido la prevalencia del interés sobre la litis, y por sujeto pasivo a la otra parte; el derecho subjetivo procesal tiene por contenido la prevalencia del interés en la composición de la litis, y por sujeto pasivo al juez, o en general al miembro del oficio a quién corresponde proveer sobre la demanda propuesta por una parte". Es, a partir de CARNELUTTI, que queda absolutamente esclarecido el carácter autónomo del derecho de acción, de otro lado acaba con la disputa que había alrededor del carácter concreto o abstracto del derecho de acción afirmándose además el carácter público. De ahora en adelante, los rasgos subjetivo, autónomo y abstracto serán en punto de partida de los análisis contemporáneos sobre el derecho de acción. Otro de sus aportes es el desarrollo del interés de la acción denominado interés para obrar. 10 Una de las críticas que se le formula es haber colocado al Juez como sujeto pasivo del derecho de acción, restándole importancia al Estado, critica que, por cierto algunos procesalistas, no consideran trascendente. En Iberoamérica, también encontramos defensores de la teoría abstracta de la acción, pudiendo reseñarse, entre otros, a COUTURE, si bien su pensamiento estuvo influenciado por CARNELUTTI, tienen un desarrollo original que las hace trascendentes en la escena contemporánea. Para COUTURE, "el derecho de acción en una subespecie del derecho de petición, al que considera como un derecho genérico, universal, presente en todas las constituciones de los pueblos civilizados, a través del cual se regula la relación del individuo contra el Estado y le concede al primer el derecho de exigir al segundo el cumplimiento de los derechos básicos que configuran la vida en sociedad". Define al derecho de acción como: "(...) el poder jurídico que tiene todo sujeto de derecho, de acudir a los órganos jurisdiccionales para reclamarles la satisfacción de una pretensión". Una de la críticas que se le hace es que aligera tanto el derecho de acción al punto de colocarlo próximo a su disolución. Su mérito radica en reafirmas las tesis carneluttianas sobre el carácter abstracto y la diferencia entre la acción y la pretensión, es a partir de él que empieza a tonarse la relación intrínseca entre los derechos procesales básicos y los derechos constitucionales esenciales a un sujeto de derechos. 11 También, en la doctrina iberoamericana puede reseñarse a ALSINA -quién realiza una pequeña variación de la tesis de CARNELUTTIafirmando que el Estado es el sujeto pasivo del derecho de acción y participa de la idea de CHIOVENDA al entender como concreto al derecho de acción, es decir, que un derecho presente solo en quienes tienen un derecho material y van a recibir una sentencia favorable. Las referencias que se pueden realizar con relación al derecho de acción en la doctrina peruana, deben tener en consideración que la vigencia prolongada del Código de Procedimientos Civiles de 1912 -81 años- con una concepción precientífica y sobre todo la enseñanza exegética, ha despojado al derecho nacional de una propuesta crítica y comprometida con una sociedad, han determinado que los estudios peruanos de naturaleza científica sean escasos por no decir casi inexistentes. A pocos años de que entrara en vigencia el Código de Procedimientos Penales JULIAN GUILLERMO ROMERO escribió en seis tomos los comentarios al Código citado, pudiéndose advertir que su concepción de acción corresponde a lo esbozado por Celso y publicitado por Justiniano en las Institutas, es decir, fiel a la concepción romana consideraba el derecho de acción como concreto. A comienzos de la década de los cincuenta ALZAMORA VALDEZ desarrollo trato de verificar un estudio del derecho procesal, su obra que es caracterizada por ser fundacional más no por realizar ningún aporte, desarrollo en su obra el tránsito desde la concepción tradicional hasta el auge de la evolución científica, aparentemente acoge la tesis carneluttiana del derecho de a acción; sin embargo termina, sin advertirlo, manteniendo la tesis clásica y tradicional al realizar la clasificación de las acciones de 12 acuerdo a la naturaleza en materiales, de otro lado al referirse al concurso y acumulación de acciones pues se trata de un concurso de pretensiones. Para VÈSCOVI "La acción es un "derecho" o "poder" jurídico que se ejerce frente al estado -en sus órganos jurisdiccionales- para reclamar la actividad jurisdiccional.". Para MONRROY GÁLVEZ "Es aquel de derecho constitucional, inherente a todo sujeto –en cuanto es expresión esencial de este- que lo faculta a exigir al Estado tutela jurisdiccional para un caso concreto". Entiende CARRIÓN LUGO que: "Por el derecho de acción todo sujeto, en ejercicio de su derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, y en forma directa o a través de un representante legal o apoderado, puede recurrir al órgano jurisdiccional pidiendo la solución de un conflicto de intereses o solicitando la dilucidación de una incertidumbre jurídica. Por ser titular del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva el emplazado en un proceso civil tiene derecho de contradicción (art. 2 CPC)". En un intento de síntesis, entre la teoría abstracta y la concreta, LIEBMAN entiende que la acción es una relación subjetiva de poder que pone la condición para que el órgano del Estado se ponga en movimiento, y también MICHELI o ALLORIO -para quien es un “poder concreto sobre una sentencia favorable”. Dentro de las diversas posturas de síntesis PRIETO-CASTRO Y FERRANDIZ define a la acción como la “facultad de promover la incoación de un proceso encaminado a la tutela del orden jurídico, con referencia a un caso concreto, mediante la invocación de un derecho a un interés jurídicamente protegido, respecto de otra persona”. 13 Queda evidenciado, lo que al principio afirmábamos, acerca de la ingente lista de teorías sobre la acción, que puede resultar interminable, por ello, concluiremos este estudio histórico aludiendo a otros tres grupos de teorías, que, por su relevancia doctrinal, no podemos dejar de citar. I. 2.3.- Otras concepciones doctrinales sobre la acción. En primer lugar nos referiremos aquellas que destacan a la acción como un derecho extraprocesal (ROSSENBERG y GUASP DELGADO). Se debe a GUASP DELGADO la teoría de la pretensión procesal, figura que arranca del campo del Derecho civil el cual -afirma- ha deformado su esencial. La teoría tiene su punto de partida en una concepción sociológica del proceso; “lo que el actor y el demandado quieren fundamentalmente fijar no es si su derecho a obtener la tutela jurídica existe o no, sino efectivamente la obtención pura y simple de la misma”. Cabe hablar de esta queja interindividual como de una pretensión, en sentido sociológico, lo que en el Derecho corresponde a la figura de la pretensión jurídica que, para el derecho, se satisface una vez examinada y actuada, de modo que “… el demandante cuya demanda es rechazada está jurídicamente tan satisfecho como aquel cuya demanda es acogida….”. La acción, en cambio, no pertenece al Derecho procesal pues “… el poder de provocar la actividad de los Tribunales es un puro poder político o administrativo, si se quiere”. Formula su idea fundamental del siguiente modo: “… concebido por el Estado el poder de acudir a los Tribunales para formular pretensiones (derecho de acción), el particular puede reclamar cualquier bien de la vida frente a otro sujeto distinto del órgano estatal (pretensión procesal), incoando para ello el correspondiente proceso (demanda), ya 14 sea al mismo tiempo, ya sea después de esta iniciación”. La pretensión es, pues, el verdadero objeto del proceso. El segundo grupo de tesis, anteriormente referidas, lo constituye la denominada tesis monista, defendida por SATTA. Descarta que pueda utilizarse el concepto de acción como “derecho” autónomo, pues ello presupone inevitablemente el dualismo entre acción y derecho material. Ahora bien, el derecho subjetivo, material, es incierto; no se conocerá hasta la decisión judicial. Por ello puede decirse que el derecho subjetivo no existe con anterioridad a la sentencia; sólo existen intereses reconocidos y garantizados por la Ley. El derecho ha de ser concreto, “existe como tal sólo en cuanto exista ese orden en lo concreto” y ni siquiera admite que la norma abstracta sea “derecho”, pues el ordenamiento sólo se forma a través del juicio. La acción es, pues, postulación del juicio y, por consiguiente, postulación de derecho. Y, por último, debemos referirnos al enorme esfuerzo coordinador realizado por SERRA DOMÍNGUEZ, para quien es posible la compatibilidad entre las varias teorías y una síntesis de todas ellas. En realidad casi todas las teorías son exactas, variando tan sólo según contemplen una u otra institución, pues bajo una misma denominación se ha comprendido instituciones completamente distintas que es preciso deslindar para una perfecta comprensión de la materia y que sustancialmente pueden reducirse a tres: a) La posibilidad concedida por las leyes a los ciudadanos a acudir a los Tribunales efectuando determinadas peticiones (el llamado derecho abstracto de acción). 15 b) La probabilidad legítima de obtener una sentencia favorable de los Tribunales de Justicia (el llamado derecho concreto de acción). c) La acción como pretensión o como acto por el que se solicita una resolución jurisdiccional. Añade el autor citado que son también relevantes características la continuidad de la acción, no reducida, por tanto, a un acto de mera iniciativa, sino que perdura a lo largo de todo el proceso; así como, en punto a las relaciones entre Derecho material y Derecho procesal, que éstas no cristalizan en el momento de la acción, sino en el de la jurisdicción. I.3.- Concepto. Siguiendo básicamente las opiniones favorables a la teoría constitucional, debe partirse del presupuesto de que cualquier concepto de acción debe ser relativo, pues está condicionado por coordenadas histórico-temporales y, como ya se expuso, está íntimamente ligado al de jurisdicción, siendo realmente un derecho a la jurisdicción. Como éste último concepto, la existencia de la acción debe determinarse a partir de un momento determinado: desde la prohibición de la autotutela (entendida como satisfacción por el propio particular de los intereses que le reconoce el Derecho), consiguientemente el Estado adquiere el deber de impartir justicia que se convierte en monopolio: de este modo el Estado, a través de los órganos jurisdiccionales ejercita la función jurisdiccional en la forma jurídicamente regulada. A partir de tal premisa 16 pueden trazarse una serie de notas que caracterizan el concepto fundamental que estamos analizando. En primer lugar, se trata de un derecho subjetivo público, entendido como poder que corresponde a toda persona o grupo de personas de obligar al órgano jurisdiccional a un pronunciamiento sobre determinada petición. Los ciudadanos tienen, por tanto, un Derecho a la administración de justicia caracterizado por encuadrarse, en la clásica distinción de los derechos subjetivos de JELLINECK, en el status positivo o civitatis, según el cual una vez reconocida capacidad jurídica al ciudadano se le conceden pretensiones jurídicas positivas que tienen como contrapartida prestaciones del Estado en favor del individuo, es decir, en este caso, mediante el ejercicio de la acción necesariamente ha de surgir la obligación del Estado, a través de sus órganos jurisdiccionales y de las normas procesales legalmente establecidas, de admitir o desestimar la petición que se le dirija por medio de una resolución motivada, todo ello sin que haya que evidenciar la existencia de un interés o derecho, pues la legitimación es un requisito que afecta a la eficacia de la pretensión y no al derecho de acción. Además, es un derecho de naturaleza constitucional, como consecuencia directa de la prohibición de autodefenderse, salvo en las excepciones admitidas en las leyes. Por ello, para satisfacer los intereses socialmente reconocidos que le han sido desconocidos, negados o violados el ciudadano o grupo de ciudadanos debe poder defender su posición constitucional con la posibilidad de acceder a la tutela del Estado. En este sentido el monopolio en el ejercicio de la función jurisdiccional, como uno de los principios organizadores básicos del Estado, por tanto, 17 con dimensión constitucional, se ve compensado con el propio reconocimiento constitucional del Derecho a la jurisdicción, y así se reconoce en la parte dogmática de los textos constitucionales contemporáneos. En España, este reconocimiento se opera a través del art. 24 C.E. que eleva a la acción a rango de derecho fundamental, instaurándose además, como mecanismo garantizador de ésta, una vía reforzada para su protección como es el recurso de amparo ante el Tribunal constitucional. En cuanto al objeto de este derecho fundamental, lo constituye el ejercicio de la actividad jurisdiccional, es decir, de la actuación jurisdiccional del Estado, protegiendo el interés general mediante la satisfacción de los intereses socialmente reconocidos. Como se acaba de explicar, la acción es un derecho dirigido al Estado, que hace surgir la obligación para el órgano jurisdiccional de poner en marcha su actividad y de dar lugar a una resolución jurídicamente fundada. En definitiva, hoy la doctrina mayoritaria parte de una posición abstracta acerca de la acción, en cuanto derecho a la administración de la Justicia por el Estado, derecho subjetivo de naturaleza pública que se encuentra constitucionalizado en el ordenamiento jurídico y que supone la excitación por la parte -sin más requisitos que el general de capacidad-, para que la actividad jurisdiccional del Estado se desarrolle en la forma jurídicamente regulada, es decir, a través del proceso. 18 III.- LA PRETENSIÓN PROCESAL. III. 1.- Relevancia técnico-jurídica del objeto del proceso. El planteamiento del objeto del proceso civil deberá realizarse acudiendo básicamente a los planteamientos doctrinales y al posicionamiento jurisprudencial. En orden a los planteamientos doctrinales aludidos sobre el objeto del proceso civil resulta imprescindible hacer mención destacada a la posición defendida por GUASP DELGADO. Efectivamente, se debe al citado autor la formulación más relevante, en España, en torno al objeto del proceso civil o la pretensión procesal, figura que arranca del campo del Derecho civil, el cual –afirma GUAP DELGADO- ha deformado su esencia. La teoría del citado autor tiene su punto de partida en una concepción sociológica del proceso, afirmando que “ … lo que el actor y el demandado quieren fundamentalmente fijar no es si su derecho a obtener la tutela jurídica existe o no, sino efectivamente la obtención pura y simple de la misma.”. Cabe hablar de esta queja interindividual como de una pretensión, en sentido sociológico, lo que en el Derecho Procesal corresponde a la figura de la pretensión jurídica que, para el derecho, se satisface una vez examinada y actuada, de modo que “… el demandante cuya demanda es rechazada está jurídicamente tan satisfecho como aquel cuya demanda es acogida.”. La acción, en cambio, no pertenece al Derecho Procesal pues “el poder de provocar la actividad de los Tribunales ... es un puro poder político o administrativo, si se quiere”. Formula su idea fundamental de la pretensión procesal del siguiente modo: “concebido por el Estado el poder de acudir a los Tribunales para formular 19 pretensiones (derecho de acción), el particular puede reclamar cualquier bien de la vida frente a otro sujeto distinto del órgano estatal (pretensión procesal), incoando para ello el correspondiente proceso (demanda), ya sea al mismo tiempo, ya sea después de esta iniciación”. La pretensión es, pues, el verdadero objeto del proceso. La identificación de la pretensión procesal como objeto del proceso es sostenida, entre otros por GIMENO SENDRA, quien afirma que la pretensión se configura como “… la declaración de voluntad, debidamente fundamentada, del actor que formaliza generalmente en el escrito de demanda y deduce ante el Juez, dirigida contra el demandado en cuya virtud se solicita del órgano jurisdiccional una sentencia que, en relación con un derecho, bien o situación jurídica, declare o niegue su existencia, cree, modifique o extinga una determinada situación o relación jurídica, o condene al demandado al cumplimiento de una determinada prestación.”; por su parte, MONTERO AROCA sostiene que: “En sentido estricto el objeto del proceso es aquello sobre lo que versa éste de modo que lo individualiza y lo distingue de todos los demás posibles procesos, es siempre una pretensión, entendida como petición fundada que se dirige a un órgano jurisdiccional, frente a otra persona, sobre un bien de la vida.”. Los elementos, pues, que configurarían el objeto del proceso, para MONTERO ROCA, serían: a) se trataría de una declaración; b) que contiene una petición fundada; c) no se trataría de un trámite, ni un acto procesal –lo que diferencia dicha posición doctrinal de la sostenía por GUASP DELGADO, para quien la noción de pretensión la refería a un acto procesal-, ni un derecho, 20 d) que se dirige a un órgano jurisdiccional y e) interpuesta frente a otra persona. Como respuesta a la petición del demandante aparece la resistencia u oposición del demandando, dirigida al órgano jurisdiccional, frente al demandante, solicitando no ser condenado. Dicha resistencia –que no tiene necesariamente que estar fundada- no sirve para delimitar el objeto del proceso, aun cuando puede contribuir a ampliar los términos del debate y la congruencia de la sentencia. La relación entre acción y pretensión procesal queda perfilada de forma diferente en función del concepto de acción que se adopte. Así si se adopta la concepción concreta de acción se afirma que el objeto del litigio se determina, principalmente, con la acción ejercitada en el proceso (RIFÁ SOLER), no faltando objeto al proceso aunque el tribunal declare que, en el caso concreto, tal derecho no existe o no corresponde al actor (ORTELLS RAMOS); mientras que si se opta por el concepto abstracto de acción, el objeto del proceso no lo constituye la acción –que es el libre acceso a la jurisdicción a fin de obtener una resolución fundada, motivada y congruente, erigiéndose en el motor del proceso- sino la pretensión procesal (GIMENO SENDRA), diferenciándose, pues, entre acción y pretensión procesal u objeto del proceso civil; por último, si se opta por una concepción iurisprivatista, el proceso tendrá y habrá tenido su objeto aunque el tribunal no lo reconozco al actor a exigir algo del contrario, derecho que aquél afirmó ejercitar (ORTELLS RAMOS). 21 La relevancia técnico-jurídica del concepto del objeto del proceso se evidencia por su utilidad para: 1) determinar el ámbito cognoscitivo de la decisión judicial, 2) la prohibición de la transformación de la demanda, 3) el procedimiento adecuado, 4) la viabilidad de la acumulación de pretensiones, 5) los límites de la reconvención, 6) la congruencia de la sentencia, 7) la excepción de litispendencia y 8) el alcance de la cosa juzgada. Efectivamente, tal y como ha señalado el legislador, la L.E.Cv. se inspira en el principio de justicia rogada o principio dispositivo, del que se extraen todas sus razonables consecuencias, entre otras, que corresponde a los sujetos jurídicos la configuración del objeto del proceso, contribuyendo éste a fijar los límites del conocimiento judicial. La prohibición de la transformación de la demanda, prevista en los arts. 412 y 426 L.E.Cv., disponiéndose en el primer precepto citado que establecido lo que sea objeto del proceso en la demanda, en la contestación y, en su caso, la reconvención, las partes no podrán alterarlo posteriormente, por lo que, la fijación de la alteración o no del objeto se podrá afirmar previamente delimitado éste conforme al contenido de la demanda; por su parte, el segundo de los preceptos citados, permite a los 22 litigantes, en la audiencia, la introducción de alegaciones complementarias en relación con lo expuesto de contrario, siempre que no se altere sustancialmente sus pretensiones, ni los fundamentos de éstas expuestos en sus escritos, por lo que, nuevamente, las alegaciones complementarias que podrán introducir las partes en la audiencia requiere de un contraste de ésta con el objeto del proceso. La pluralidad de procedimientos –plenario, abreviado y sumarios(recogido en el C.P.Cv. peruano)-, requiere imprescindiblemente conocer la naturaleza de la pretensión a fin de tramitarse ésta de acuerdo con el procedimiento adecuado al objeto de que pueda ser resuelta judicialmente. La viabilidad de la acumulación de pretensiones condicionada queda a la existencia o no de dos objetos diferentes y a la conexión entre ambos, por lo que resulta indispensable fijar el objeto del primer para resolver sobre la admisibilidad o no de la acumulación, lo mismo ocurre respecto de la fijación de la homogeneidad o heterogeneidad a los efectos de examinar su conexión en el procedimiento de la acumulación de procesos. La admisibilidad de la reconvención queda condicionada a la existencia de conexión entre la pretensión de la demanda principal y la pretensión de la demanda reconvencional, por lo que, nuevamente, la fijación del objeto de la demanda principal permitirá decidir la posibilidad de la admisión o no de la demanda reconvencional. La admisión de la excepción de litispendencia a fin de impedir el inicio de un segundo proceso sobre un objeto ya planteado en un proceso anterior requiere que, precisamente, la posibilidad de contrastar ambos 23 objetos, por lo que se requiere la fijación de uno y otro a fin de evitar dicho segundo proceso. La fijación de la congruencia de la sentencia requiere el necesario contraste entre la resolución judicial y el objeto del proceso. Por todo lo expuesto, queda evidenciado que el tema del objeto del proceso civil no solo tiene relevancia doctrinal, sino también una evidente relevancia técnica jurídica. III. 2.- Elementos delimitadores del objeto; el “petitum”; la causa de pedir. Distingue la doctrina entre los elementos subjetivos –referidos a las partes procesales- y objetivos del objeto del proceso –relativos a la petición y a su causa de pedir o fundamentación- (TAPIA FERNÁNDEZ). Por su parte, GIMENO SENDRA, al referirse a los requisitos que condicionan la validez de la pretensión, diferencia entre requisitos formales y materiales. En cuanto a los requisitos formales (los presupuestos procesales), que condicionan la admisibilidad de la pretensión, diferencia entre: a) requisitos comunes, relativos al del órgano jurisdiccional –la jurisdicción y la competencia-, a las partes –la capacidad, la representación y la postulación procesal y el derecho de conducción de la actividad- y a la actividad –el procedimiento adecuado, la litispendencia y la cosa juzgada, y b) relativos a los medios de impugnación, que condicionan la admisibilidad de la pretensión impugnativa, diferenciando entre requisitos 24 procesales comunes: el gravamen y la conducción procesal y especiales: prestación de caución o prestación de depósito para interposición del recurso, o cumplimiento de una determinada summa gravaminis. Por lo que se refiere a los requisitos de fondo o requisitos materiales, que no forman parte de la pretensión, aun cuando condiciona su examen, diferencia entre requisitos subjetivos –legitimación activa y pasiva de las partes procesales- y objetivos –relativos a la petición y la fundación fáctica y jurídica de la pretensión. Por lo que se refiere a los requisitos subjetivos o requisitos formales comunes relativos a las partes debe recordarse que, conforme al principio de justicia rogada o principio dispositivo, que inspira el C.P.Cv., corresponde a los sujetos procesales la configuración del objeto del proceso, determinando, con suficiente precisión, qué tutela jurisdiccional pretende, debiendo alegar y probar los hechos que fundamentan dicha petición, aduciendo los fundamentos jurídicos correspondientes a la pretensión de aquélla tutela. Seguidamente, teniendo en cuenta las aportaciones doctrinales más relevantes (GUASP DELGADO, ORTELLS RAMOS, TAPIA FERNÁNDEZ, ARMENTA DEU) se pasa a exponer los elementos objetivos del objeto del proceso o requisitos materiales a los que expresamente se hace referencia en diferentes preceptos de la L.E.Cv., tales como: 222 –la cosa juzgada excluye un ulterior proceso cuyo objeto sea idéntico al del proceso en que aquélla se haya producido, alcanzado tal efecto a las pretensiones de la demanda y de la reconvención, así como a los puntos a que se refieren el art. 408.1 y 2), arts. 399 y 400 (se expondrán numerados y separados los hechos y los fundamentos de derechos, fijándose con claridad y precisión 25 lo que se pida, relatándose los hechos de forma ordenada y clara con objeto de facilitar su admisión o negación por el demandado al contestar, debiéndose aducirse en la demanda conjuntamente los diferentes hechos o distintos fundamentos o títulos cuando lo que se pida pueda tener diversidad de fundación fáctica y/o jurídica, siempre que resulten conocidos o puedan invocarse al tiempo de interponer la demanda, sin que sea admisible reserva su alegación para u proceso ulterior), art. 406 (la reconvención habrá de expresar con claridad la concreta tutela judicial que se pretende obtener respecto del actor y, en su caso, de otros sujetos)-. En cuanto a la petición o “petitum”, recogida en el “suplico” de la demanda, integrante del contenido sustancial de la pretensión y delimitadora de los límites cualitativos y cuantitativos del deber de congruencia del tribunal, se configura como la declaración de voluntad dirigida al órgano jurisdiccional, constituida por una petición inmediata –atendida a la actuación jurisdiccional que ha de llevar a cabo el tribunal en atención a la clase de tutela jurisdiccional instada por los sujetos procesales- y una petición mediata consistente, o bien en una petición de hacer, dar –cosa específica o genérica- o entregar cantidad de dinero –en el supuesto de ejercicio de una pretensión procesal de condena-, o bien en la declaración existencia, inexistencia de una relación o situación jurídica o de un negocio jurídico –en la hipótesis de planteamiento de una pretensión meramente declarativa-, o bien, en la creación, modificación o extinción de una elación o situación jurídica –en el supuesto de presentación de una pretensión constitutiva-. 26 Resultando el petitum –tanto mediato, como inmediato- insuficiente para la determinación del objeto del proceso, dado que un mismo bien puede pedirse con base en causas de pedir muy diversas (MONTERO AROCA), resulta procedente abordar seguidamente la cuestión relativa a la fundamentación –fáctica y jurídica- de la pretensión procesal. Con relación a la distinción entre los “hechos” –o fundamentación fáctica- y los fundamentos de derecho, que apoyan la petición o petitum de la demanda, surge la necesidad de calificar si ambos o sólo uno de ellos constituyen, junto a la petición, elementos determinantes de la pretensión u objeto procesal. Para dar respuesta a dicho interrogante surge, en Alemania, dos teorías –de la individualización y de la substanciación de la demanda-. Para la teoría de la individualización lo determinante en la formación del objeto procesal es la individualización que ha de efectuar el demandante de los hechos en los correspondientes preceptos materiales, mientras que para la teoría de la substanciación lo decisivo en la determinación del objeto son los hechos que sirven de fundamento a la pretensión (GIMENO SENDRA). Entendemos que los hechos, que fundamenten la demanda, deberán tener relevancia jurídica, es decir, deberán constituir el supuesto de hecho de una norma jurídica cuyas consecuencias jurídicas se pretenden por los sujetos procesales, por lo que respecto de dicha fundamentación o calificación jurídica, en orden a la construcción del objeto del proceso, puede afirmarse que: En materia jurídica rige el principio iura novi curia. Conforme a dicho principio puede afirmarse que la alegación de una norma jurídica no vincula al tribunal, pudiendo éste aplicar la norma que estime procedente, 27 aunque no hayan sido acertadamente alegados o citadas por los litigantes, por lo que el cambio de calificación jurídica de los hechos alegados por los sujetos procesales no motiva una situación de incongruencia, pudiendo realizar pronunciamiento jurídicos previstos en una norma jurídica aunque no haya sido peticionada por las partes. Sin embargo, el Tribunal no podrá conceder por acción distinta a la ejercitada por las partes, ni por derecho diferente al alegado por éstas. El principio de justicia rogada, inspiración fundamental del proceso civil –excepto en los casos en que predomina un interés público que exige satisfacción- no constituye, en absoluto, un obstáculo para que el tribunal aplique el Derecho que conoce dentro de los límites marcados por la faceta jurídica de la causa de pedir. El tribunal no tendrá que tomar en consideración la calificación jurídica, realizada por las partes, sino es esencial para la decisión. Sostiene TAPIA FERNÁNDEZ que la causa de pedir está integrado por dos elementos, a saber: el fáctico y el jurídico, mientras que el primero vincula, en todo caso, al Juez, el segundo (jurídico), formado por dos subelementos: el punto de vista jurídico (o calificación jurídica, o el razonamiento jurídico, o la fundamentación jurídica) y el elemento puramente normativo de este punto de vista jurídico (la concreta norma aplicable a ese objeto procesal delimitación por las partes y sometidos al juez), siendo este segundo subelemento de apreciación por el Juez, aunque las partes no hubiesen alegado esas normas, en el sentido de que “… el Juez –sin apartarse de esa fundamentación jurídica alegada por la parte- puede introducir normas aplicables silenciadas por las partes y que refuercen esa fundamentación de Derecho ofrecida”. 28 La posición cambiante de la doctrina legal ha sido puesto de manifiesto por TAPIA FERNÁNDEZ, que no da una idea clara y concluyente sobre lo que constituye la causa de pedir, puesto que mientras en ocasiones proclama que la causa de pedir está constituida únicamente por los hechos alegados, el acaecimiento histórico, la relación de hechos que, al propio tiempo que la delimitan, sirve de fundamento a la pretensión que se actúa, por entender que los brocardo da mihi factum et dato tibi ius e iura novit curia atribuyen a los tribunales la libertad de aplicar el derecho que se corresponda con los hechos alegados; de lo que se deriva que el elemento jurídico no identifica la causa de pedir, ya que tal elemento jurídico puede ser variado sin dificultad sin que cambie este elemento identificador de la acción; en otras ocasiones, el T.S. ha venido considerando que la potestad de los Jueces y Tribunales para aplicar la norma adecuada tiene como límite infranqueable el respeto a la causa de pedir, es decir, al hecho debatido y a la norma que éste naturalmente postule o requiera, aduciendo para considerar el elemento identificador de la causa de pedir también al elemento normativo es que “… sería una extralimitación que impediría el normal uso de la defensa jurídica causando indefensión … al no poderse contrarrestar con aportaciones de hecho distintas o con fundamentos jurídicos exceiconantes.” (S. –Sala 1ªde 15 de octubre de 1984). III. 3.- Modalidades de tutela jurisdiccional. La ruptura entre el derecho subjetivo y la acción ha llevado a la doctrina procesalista a distinguir, acertadamente, entre acción y 29 pretensión. Sin duda, el mérito en la elaboración del concepto de pretensión ha de imputarse a GUASP DELGADO. Las modalidades de tutela jurisdiccional, que pueden instarse ante los tribunales, podrían clasificarse en: La tutela jurisdiccional declarativa, o más estrictamente, el ejercicio de la misma da origen a un proceso encaminado a obtener la mera declaración de existencia o inexistencia de una relación jurídica (meramente declarativas) o a obtener una prestación procedente de la contraparte (de condena) o a modificar una situación jurídica existente (constitutivas). La tutela jurisdiccional ejecutiva abre un proceso dirigido a obtener la efectividad de un derecho previamente reconocido o declarado, contemplado en un título de ejecución, en situaciones de incumplimiento voluntario del condenado previamente en sentencia. La tutela jurisdiccional cautelar tiene como objetivo el aseguramiento de una ejecución futura, dando lugar a la apertura del proceso cautelar, cuya naturaleza jurídica es, doctrinalmente, discutible. Distingue GÓMEZ DE LIAÑO GONZÁLEZ, en atención a los sujetos y al ámbito de aplicación, entre acción personal, acción pública, acción popular y acción colectiva. 30 La acción personal o individual es la que corresponde a toda persona física o jurídica capaz para la defensa de sus propios y particulares intereses. La acción pública se concede a toda persona que demuestre un interés para su propia defensa en el terreno del Derecho público, en el de los intereses comunes, es decir, aquéllos en los que la satisfacción de un interés común, constituye la forma de satisfacer los de todos. La acción popular faculta al ciudadano para impugnar un acto lesivo para el interés general, no siendo preciso invocar la lesión de un derecho, ni un interés legitimado, aunque pueda existir. La acción colectiva es la que correspondería a “grupos” y colectivos sin personalidad jurídica necesaria para la defensa de sus intereses. Probablemente, a nivel iberoamericano, se acoge más acertadamente el tratamiento de la legitimación en la tutela procesal de derechos e intereses colectivos, inclinándose por establecer un esquema amplio de legitimación activa, con caracteres concurrente, disyuntiva y exclusiva y con exigencia de “representación adecuada” (GIDI). Dicha tendencia se aprecia claramente en el Código Modelo para Iberoamérica (art. 3°) – MENESES PACHECO-. III.4.- Acción y pretensión. Para finalizar el examen del concepto de acción como fundamental de nuestra disciplina, es necesario distinguirlo de la pretensión, otro concepto importante para el Derecho Procesal. Si se parte del derecho de acción como derecho abstracto, la pretensión podrá concebirse como acto 31 concreto, en cambio si partimos de una consideración concreta de la acción queda difuminado el concepto de pretensión, así como el de legitimación. La elaboración doctrinal en torno a la pretensión arranca del Derecho civil, concretamente de WINSCHEID, para el cual la pretensión constituye el aspecto activo de una relación jurídica obligacional: sustituyendo el término romano de actio por el de Anspruch concibe concretamente a esta última como el derecho de exigir de otro, concepción que después se consagraría en el art. 194 BGB.. Pero, este pandectísta alemán, aún poniendo de relieve el elemento de protección del derecho sitúa la pretensión en el ámbito del Derecho civil. Entre la doctrina procesalista española fue GUASP DELGADO el que se dedicó a la construcción de un concepto de pretensión procesal. Considera que deben ser abandonadas las teorías sobre la acción, pues ésta se encuentra fuera del ámbito del Derecho procesal, sino en el Derecho político o en el civil, y debe ser sustituida por el concepto concreto de pretensión procesal, frente al abstracto de acción. Así, en su famosa obra La pretensión procesal, GUASP DELGADO, tras haber analizado la institución del proceso, afirma que “… todo proceso supone una pretensión, toda pretensión origina un proceso, ningún proceso puede ser mayor, menor o distinto que la correspondiente pretensión”. Afirma que los conceptos de acción y demanda han tenido “secuestrado” el concepto de pretensión que debe ser depurado, delimitando el campo de actuación de cada uno de ellos. El derecho de acción es previo al proceso, por tanto no puede constituir su objeto; tampoco la demanda puede serlo porque es un mero detalle del proceso, una particularidad: es 32 el acto de iniciación del proceso. En realidad, todas las vicisitudes procesales giran en torno al elemento de la pretensión, entendida como “la reclamación que una parte dirige frente a otra y frente al juez”, lo cual constituye el elemento objetivo del proceso. Por tanto, el objeto del proceso no es un derecho sino un acto procesal: el acto de reclamación que el actor formula contra el demandado. Este acto sería la concreción del derecho extra o preprocesal de acción, operada mediante el ejercicio de ésta última. El objeto del proceso o pretensión procesal es, en definitiva, según este autor, una declaración de voluntad en la que se solicita una actuación del órgano jurisdiccional frente a persona determinada y distinta del autor de la declaración. Tal declaración consiste en una petición, en la que la voluntad exteriorizada agota su sentido en la solicitud dirigida a algún otro elemento externo para la realización de un cierto contenido, es decir, una petición de un sujeto activo ante un órgano jurisdiccional frente a un sujeto pasivo sobre un bien de la vida. El desarrollo de la diferenciación entre los conceptos de acción y de pretensión ha tenido lugar por obra de diversos autores, entre los que destaca FAIRÉN GUILLÉN. A partir de estas elaboraciones doctrinales se ha llegado a una serie de conclusiones: En primer lugar, la acción se considera como un derecho público subjetivo de naturaleza constitucional o política, mientras que la pretensión es un acto de declaración de voluntad petitoria. En segundo lugar, la acción, como derecho, corresponde a todas las personas y puede ser ejercitada por los que tengan capacidad de obrar, accionando en otro caso sus representantes, pero la pretensión sólo es eficaz si está fundada, reconocida por el ordenamiento jurídico, y existe 33 legitimación, es decir, exista una relación especial del sujeto con el objeto del proceso. En tercer lugar, la acción es eficaz desde el primer momento, cuando se ponen en marcha los órganos jurisdiccionales; en cambio la pretensión sólo será eficaz cuando se resuelva sobre el fondo favorablemente a la petición del actor. En cuarto lugar, la acción se dirige contra el Estado, el cual debe satisfacer tal derecho por medio de los órganos jurisdiccionales que deberán resolver mediante una resolución fundada jurídicamente, en cambio la pretensión se dirige contra el demandado. De todo ello se deduce la naturaleza claramente diversa de la acción y la pretensión: la acción como concepto, fundamental para el Derecho procesal, pero de carácter preprocesal, mientras que la pretensión es netamente procesal, entendida como objeto del proceso. 34 VI.- EL DERECHO FUNDAMENTAL A OBTENER UNA TUTELA JUDICIAL. PRINCIPALESASPECTOS DEFINIDOS PRO LA JURISPRUDENCIA CONSTITUCIONAL. El derecho a la tutela jurisdiccional aparece consagrado een el art. 139.3 de la C.Pr., tratándose, afirma LANDA ARROYO de “… un derecho genérico o complejo que parte de una concepción garantista y tutelar para asegurar tanto el derecho de acceso a los órganos de justicia como la eficacia de lo decidido en la sentencia.”; mientras que el art. 4 del C.Pro. C. se refiere a la tutela procesal. Partiendo, pues, de los arts. 139.3 C.Pr. y 24.1º C.E. es desde donde estimamos puede, en la actualidad, afrontarse el estudio de la acción. Es prioritario, sin embargo, determinar previamente, el ámbito subjetivo y objetivo que se perfila en los arts. 139.3 C.Pr. y 24.1º C.E. Y, en este orden de cosas, puede señalarse que se consideran sujetos activos o titulares de este derecho constitucional a todas las personas, tanto sean personas físicas o jurídicas, nacionales o extranjeras. La atribución de la titularidad del derecho a la tutela judicial efectiva, tanto a ciudadanos peruanos, como extranjeros se deduce, no sólo del citado arts. 139.3 C.Pr. y 24.1º C.E., sino también de los arts. 10 D.U.D.H., 6.1 CEDH y 14.1 PIDCP. De aquí se puede extraer uno de los caracteres del derecho a la jurisdicción: “el derecho a la jurisdicción cuyo sustrato jurídico material es el poder medial de defender los derechos, constituye, sin duda patrimonio del “iusgentium ...” (ALMAGRO NOSETE). El tema en orden a la titularidad del derecho a la tutela jurisdiccional cobra singular interés en la C.Pr., donde el art. 139 están 35 ubicado sistemáticamente en el capítulo VII (Del Poder Judicial) y bajo la rúbrica de Principios de la Administración de Justicia, señalándose que “Son principios y derechos de la función jurisdiccional”, señalándose que: “3. La observancia del debido proceso y la tutela jurisdiccional. Ninguna persona puede ser desviada de la jurisdicción predeterminada por la ley, ni sometida a procedimiento distinto de los previamente establecidos, ni juzgada por órganos jurisdiccionales de excepción ni por comisiones especiales creadas al efecto, cualquiera sea su denominación.”. Los “jueces y Tribunales” (los órganos judiciales del Estado) son los obligados, por lo tanto, a la prestación jurisdiccional. Parafraseando a DIEZ-PICAZO Y PONCE DE LEÓN puede afirmarse que la tutela judicial es una estrella que se proyecta sobre: VI.1.- Derecho de acceso a la justicia. En un orden lógico y cronológico, su primer contenido será el libre acceso a la justicia -que presupone el concepto anterior de ésta -(SS.TC 165/1985, de 23 de mayo; 100/1988, de 7 de junio)-. La C.E. reconoce de forma sumamente amplia el derecho de libre acceso a los tribunales (“todas las personas”) -a lo que ya hemos tenido ocasión de referirnos-, configurándose así la acción como un derecho subjetivo público, constitucionalmente reconocido, cuyo objeto es poner en funcionamiento la actividad jurisdiccional (GIMENO SENDRA). 36 Tanto la D.U.D.H. (art. 8) como el P.I.D.C.P. (art. 14) y el C.E.D.H., 6.1º establecen el derecho de toda persona a que su causa sea oída equitativa, públicamente y dentro de un plazo razonable por un Tribunal que decidirá los litigios sobre sus derechos y obligaciones de carácter civil o el fundamento de cualquier acusación en materia penal dirigida contra ella. Son muchas las sentencias del TEDH que proclaman el derecho de acceso de los ciudadanos a los Tribunales de Justicia (SS. de 21 de enero de 1975 -caso Golder- y de 1 de julio de 1961 -caso Lawelss-), reconociendo la necesidad de protección del derecho de acceso a los tribunales, dentro de las garantías del derecho a un proceso equitativo. El derecho a la tutela judicial efectiva, pese a algunas posturas doctrinales que así lo defienden, ni es el objeto del derecho de acción, ni se consume, en el libre acceso a la justicia (ORTELLS RAMOS), sino que comprende otra serie de derechos que pasamos seguidamente a exponer. VI. 2.- El derecho a una sentencia motivada de fondo. El proceso habrá de concluir, normalmente, con una resolución motivada de fondo fundada en derecho si concurren todos los requisitos procesales para ello (SS.TC 119/2007, de 21 de mayo; 52/2009, de 23 de febrero; 125/2010, de 29 de noviembre; 231/2012, de 11 de enero), razonada y congruente con las peticiones de las partes (SS. TC. 206/1987, de 21 de diciembre; 51/1992 de 2 de abril). Pasemos a analizar cada uno de los condicionantes exigidos a la mencionada resolución motivada de fondo, anteriormente mencionados. 37 El artículo 139 inciso 5 de la C.Pr, concordante con el art. 12 del Texto Único Ordenado de la Ley Orgánica del Poder Judicial, e incisos 3 y 4 del artículo 122 y 50 inciso 6 del Código Procesal Civil, dispone que toda resolución emitida por cualquier instancia judicial debe encontrarse debidamente motivada. Es decir, debe manifestarse en los considerandos la radio decidendi que fundamenta la decisión, la cual debe contar, por ende, con los fundamentos de hecho y derecho que expliquen por qué se ha resuelto de tal o cual manera. Solo conociendo de manera clara las razones que justifican la decisión, los destinatarios podrán ejercer los actos necesarios para defender su pretensión. Y es que la exigencia de que las resoluciones judiciales sean motivadas, por un lado, informa sobre la forma como se está llevando a cabo la actividad jurisdiccional, y por otro lado, constituye un derecho fundamental para que los justiciables ejerzan de manera efectiva su defensa. Este derecho incluye en su ámbito de protección el derecho a tener una decisión fundada en Derecho. Ello supone que la decisión esté basada en normas compatibles con la Constitución, como en leyes y reglamentos vigentes, válidos, y de obligatorio cumplimiento. “[…] [L]a motivación de las resoluciones judiciales como principio y derecho de la función jurisdiccional (…), es esencial en las decisiones judiciales, en atención a que los justiciables deben saber las razones por las cuales se ampara o desestima una demanda, pues a través de su aplicación efectiva se llega a una recta administración de justicia, evitándose con ello arbitrariedades y además permitiendo a las partes ejercer adecuadamente su derecho de impugnación, planteando al superior jerárquico, las razones jurídicas que sean capaces de poner de 38 manifiesto, los errores que puede haber cometido el Juzgador.[…]” Casación Nº 918-2011 (Santa), Sala Civil Transitoria, considerando séptimo, de fecha 17 de mayo de 2011. Si bien el artículo 139 inciso 5 de la Constitución menciona de manera expresa que la motivación de las resoluciones debe realizarse de forma escrita, no puede aceptarse una interpretación meramente literal del mismo, “[…] pues de ser así se opondría al principio de oralidad y a la lógica de un enjuiciamiento que hace de las audiencias el eje central de su desarrollo y expresión procesal. […]”(Acuerdo Plenario N° 6–2011/CJ–116). Ahora bien, este derecho no garantiza una determinada extensión de la motivación sin que exista suficiente sustento fáctico y jurídico en la decisión, y que además haya relación entre lo pedido y lo resuelto. Esto último quiere decir que el razonamiento que utilice el juez debe responder a las alegaciones de las partes del proceso. Sobre esto, existen dos situaciones que vuelven incongruente esta relación: cuando el juez altera o excede las peticiones planteadas (incongruencia activa), y cuando no contesta dichas pretensiones (incongruencia omisiva). Pero ello no significa que todas y cada una de las alegaciones de las partes sean, de manera necesaria, objeto de pronunciamiento, sino solo aquellas relevantes para resolver el caso. “[…] Basta, entonces, que el órgano jurisdiccional exteriorice su proceso valorativo en términos que permitan conocer las líneas generales que fundamentan su decisión. La extensión de la motivación, en todo caso, está condicionada a la mayor o menor complejidad de las cuestiones objeto de resolución, esto es, a su trascendencia. No hace falta que el órgano jurisdiccional entre a examinar cada uno de los preceptos o 39 razones jurídicas alegadas por la parte, sólo se requiere de una argumentación ajustada al tema en litigio, que proporcione una respuesta al objeto procesal trazado por las partes […]” (Acuerdo Plenario N° 6– 2011/CJ–116). Pero la motivación deviene en defectuosa cuando, además de carecer de argumentos jurídicos y fácticos sólidos, ocurren dos presupuestos. Primero, cuando de las premisas previamente establecidas por el juez resulte una inferencia inválida; y segundo, cuando exista tal incoherencia narrativa en el discurso que vuelva confusa la fundamentación de la decisión. La motivación debe ser, pues, lógica y coherente. En este sentido, se ha señalado que: “[…] Una motivación comporta la justificación lógica, razonada y conforme a las normas constitucionales y legales señaladas, así como con arreglo a los hechos y petitorios formulados por las partes; por consiguiente, una motivación adecuada y suficiente comprende tanto la motivación de hecho o in factum (en el que se establecen los hechos probados y no probados mediante la valoración conjunta y razonada de las pruebas incorporadas al proceso, sea a petición de parte como de oficio, subsumiéndolos en los supuestos fácticos de la norma), como la motivación de derecho o in jure (en el que selecciona la norma jurídica pertinente y se efectúa una adecuada interpretación de la misma). Por otro lado, dicha motivación debe ser ordenada, fluida, lógica; es decir, debe observar los principios de la lógica y evitar los errores in cogitando, esto es, la contradicción o falta de logicidad entre los considerandos de la resolución […]” (Recurso de Casación Nº 1068-2009, Sala Civil Transitoria (Lima), considerando séptimo, de fecha 21 de enero de 2011). 40 Tal es así que en el ámbito penal, el derecho a la debida motivación supone que la decisión final resulte de una deducción razonable de los hechos del caso y de la valoración jurídica de las pruebas aportadas. “[…] [S]i se trata de una sentencia penal condenatoria –las absolutorias requieren de un menor grado de intensidad–, requerirá de la fundamentación (i) de la subsunción de los hechos declarados probados en el tipo legal procedente, con análisis de los elementos descriptivos y normativos, tipo objetivo y subjetivo, además de las circunstancias modificativas; y (ii) de las consecuencias penales y civiles derivadas, por tanto, de la individualización de la sanción penal, responsabilidades civiles, costas procesales y de las consecuencias accesorias […]” (Acuerdo Plenario N° 6–2011/CJ–116). Además, la motivación en el auto de apertura de instrucción no debe limitarse a la puesta en conocimiento del justiciable sobre los cargos que se le imputan, sino que debe asegurar también que la acusación que se le hace sea cierta, clara y precisa. El juez debe, pues, describir de manera detallada los hechos que se imputan y los elementos probatorios en que fundamentan los mismos. En el caso de decisiones de rechazo de demanda o que impliquen la afectación a derechos fundamentales, la motivación debe ser especial, toda vez que en estos casos “(…) la motivación de la sentencia opera como un doble mandato, referido tanto al propio derecho a la justificación de la decisión como también al derecho que está siendo objeto de restricción por parte del Juez o Tribunal” (Exp. N° 00728-2008-HC/TC). Es así que la detención judicial preventiva, límite al derecho fundamental a la libertad, exige una motivación especial que asegure que el juez ha actuado en 41 conformidad con la naturaleza excepcional, subsidiaria y proporcional de esta medida cautelar. En cualquier caso, la falta de motivación puede dar lugar a la nulidad procesal, siempre que: “[…] el defecto de motivación genere una indefensión efectiva –no ha tratarse de una mera infracción de las normas y garantías procesales–. Ésta únicamente tendrá virtualidad cuando la vulneración cuestionada lleve aparejada consecuencias prácticas, consistentes en la privación de la garantía de defensa procesal y en un perjuicio real y efectivo de los intereses afectados por ella, lo que ha de apreciarse en función de las circunstancias de cada caso […]” (Acuerdo Plenario N° 6–2011/CJ–116). Puede afirmarse que el derecho del art. 139.3 C.Pr. impone a los tribunales ordinarios el deber de dictar una resolución razonada y fundada en Derecho sobre el fondo y, en el caso de no entrar en el fondo por no darse todos los presupuestos procesales o cumplirse los requisitos de forma exigidos, ésta se habrá de razonar o fundar en Derecho, pudiendo el TC discernir si la causa impeditiva afecta o no al contenido esencial del derecho. Ha de precisarse que si bien las normas procesales, en la medida en que disciplinan la actividad de los sujetos que intervienen en el proceso, son normas que imponen el cumplimiento de exigencias formales para la validez y eficacia de los actos, sin embargo, no todos los requisitos previstos por la Ley pueden merecer idéntica consideración y su incumplimiento abocar al tribunal ordinario a no pronunciarse sobre el fondo: sólo cuando no concurra algún presupuesto procesal, o resulte incumplido alguno de los requisitos esenciales, podrá dictarse una 42 resolución de inadmisión o desestimación por motivos formales (SS. TC 17/1985, de 9 de febrero; 134/1989, de 19 de julio). De aquí que el derecho a la tutela judicial obligue a elegir la interpretación de la Ley que sea más conforme con el principio pro-actione y, por tanto, que “… las causas de inadmisión, en cuanto vienen a excluir el contenido normal del derecho, han de interpretarse en sentido restrictivo después de la CE” (S. TC 126/1984, de 26 de diciembre). El derecho a la tutela judicial efectiva exige la obtención de una resolución “fundada en derecho”. Pero qué alcance ha de darse a esta expresión. Bastará con que la resolución sea simplemente motivada, quedando el razonamiento adecuado confiado al órgano jurisdiccional competente, y que la sentencia de inadmisión razonada jurídicamente satisface “normalmente” el derecho de tutela. Parece, pues, en principio que cualquier razonamiento jurídico es válido para conformar la tutela, y más si como señala la S. TC 9/1983, de 21 de febrero “… excluye que este Tribunal pueda constituirse en un órgano que analizando cada supuesto concreto planteado actúe como revisor de la decisión judicial aplicando el sistema de mera legalidad. Sólo en los supuestos excepcionales de que la decisión judicial pueda estimarse como no respetuosa con el contenido del art. 24.1º por arbitraria, por efectuar una valoración claramente impropia es cuando el Tribunal podrá entrar a conocer, mediante el recurso de amparo, la decisión por vulneración de dicho art. 24.1º”. De lo dicho, pues, cabe afirmar que la tutela judicial efectiva exige que las decisiones judiciales, no sólo estén motivadas, sino que dicha motivación sea conforme a derecho, ajustada a derecho, pudiendo el TC, entrar a examinar la legalidad ordinaria aplicada por los Tribunales ordinarios en supuestos de decisiones judiciales arbitrarias o irrazonadas. 43 En relación con el requisito del razonamiento que ha de contener toda resolución judicial debe recordarse que ello supone una garantía esencial del justiciable mediante la cual se puede comprobar que la resolución dada al caso es consecuencia de una exigencia racional del ordenamiento y no fruto de la arbitrariedad (S. TC 49/1992, de 2 de abril). Por ello se considera que “… una sentencia que en nada explique la solución que proporciona a las cuestiones planteadas, sin que pueda inferirse tampoco cuáles sean las razones próximas o remotas que justifican aquélla, es una resolución judicial que no sólo viola la ley, sino que vulnera también el derecho a la tutela judicial consagrado en el art. 24.1º” (S. TC 116/1986, de 8 de octubre). Y, por último, respecto a la exigencia de congruencia que ha de existir entre la decisión judicial y las peticiones de las partes debe recordarse que se trata de una doctrina consolidada del TC en orden a que, a fin de evitar cualquier grado de indefensión, (SS. TC 20/1982, de 5 de mayo; 15/1984, de 6 de febrero) pues una resolución judicial que altere de modo decisivo los términos en que se desarrolla la contienda, substrayendo a las partes el verdadero debate contradictorio propuesto por ellas, con merma de sus posibilidades y derecho de defensa y que ocasione un fallo o parte dispositiva no adecuado o ajustado sustancialmente a las recíprocas pretensiones de las partes, incurre en la vulneración del derecho a la congruencia amparado por el art. 139.3º C.Pr.. Por ello se ha reconocido la dimensión constitucional de la incongruencia como denegación de la tutela judicial, cuando el órgano judicial omite la decisión sobre el objeto procesal, trazado entre la pretensión y su contestación o resistencia. 44 VI. 3.- Derecho a la ejecución. La tutela judicial efectiva también extiende su eficacia a la fase de ejecución, pues resultado de todo punto insuficiente el simple dictado de la sentencia si ésta no se lleva a efecto de modo coactivo en los casos en que voluntariamente no se cumpla el pronunciamiento contenido en ella. Por otro lado, el derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales que han pasado en autoridad de cosa juzgada constituye otra manifestación del derecho a la tutela jurisdiccional. Si bien la C.Pr. no hace referencia al derecho a la tutela jurisdiccional “efectiva”, un proceso solo puede considerarse realmente correcto y justo cuando alcance sus resultados de manera oportuna y efectiva (LANDA ARROYO). Por tal razón, el TC considera con acierto que el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva comprende el derecho subjetivo a que se ejecuten las sentencias de los tribunales ordinarios, y objetivamente supone, a su vez, una pieza clave para la efectividad del Estado de Derecho. De aquí se sigue la obligatoriedad de cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales. Si no fuera así las decisiones judiciales y el reconocimiento de los derechos que contuvieran se convertirían en meras declaraciones de intenciones (SS. TC 26/1983, de 13 de abril; 167/1987, de 28 de octubre). Con respecto a la Administración Pública, en varias ocasiones ha establecido el TC la doctrina de que “… el derecho a la ejecución de las sentencias y demás resoluciones firmes de los órganos jurisdiccionales no se satisface solo con la remoción inicial de los obstáculos que a su efectivo 45 cumplimiento pueda oponer la Administración, si no que postula además, que los propios órganos judiciales reaccionen frente a ulteriores actuaciones o comportamientos enervantes del contenido material de sus decisiones, y lo hagan en el propio procedimiento incidental de ejecución al cual es aplicable el principio “pro actione” que inspira el art. 24,1º CE” (S. TC 182/1987, de 28 de octubre). En supuestos en que pudieran estar en colisión el principio de seguridad jurídica, que obliga al cumplimiento de las sentencias, con el de legalidad presupuestaria, aquél tiene que prevalecer, pues de lo contrario se deja “de hecho sin contenido un derecho que la C.E. reconoce y garantiza (S. TC 32/1982, de 7 de junio). Las medidas de ejecución no deben adoptarse “con una tardanza excesiva e irrazonable” (S. TC 1983, de 13 de abril) y “ … si un Juez o Tribunal se aparta, sin causa justificada, de lo previsto en el fallo que debe ejecutarse … estaría vulnerando el art. 24, 1º de la CE ….” (S. TC de 15 de julio de 1987). VI.4.- Derecho al debido proceso debido (o proceso con todas las garantias). Los arts. 139.3 C.Pr y 24.1º C.E. no se han limitado a constitucionalizar el derecho de acción como derecho a poner en funcionamiento la actividad jurisdiccional del Estado, sino que va más allá, abarcando el denominado derecho a un proceso con todas las garantías (SS. TC 13/1981, de 22 de abril; 118/1989, de 3 de julio) o proceso debido –más adecuadamente, entiendo, debiera referirse al proceso justo-, utilizando el citado precepto constitucional peruano la conjunción disyuntiva “y” entre tutela judicial y proceso debido, por lo que debe 46 necesariamente interpretarse como dos derechos constitucionales diferenciados. El principio lo ha enunciado la CE señalando que la tutela otorgada por los Jueces y Tribunales ha de ser efectiva –no lo hace así el texto constitucional peruano, si bien, como ya se ha afirmado, no puede afirmarse la existencia de tutela judicial, sino ésta no es efectiva- y reforzándolo con la prohibición de que en ningún caso se produzca indefensión. La prohibición de la indefensión ofrece la vertiente negativa del derecho constitucional, que ahora estudiamos, con la que se trata de evidenciar la imposibilidad de que el proceso llegue a su fin a costa del derecho de defensa de las partes, bien entendido que “la indefensión no tiene nada que ver con el contenido favorable o adverso de la sentencia, sino con el camino seguido hasta llegar a ella” (RAMOS MÉNDEZ). En prevención de cualquier situación de indefensión, el TC ha apelado a los principios de igualdad de las partes, audiencia y contradicción, defensa letrada, producción de pruebas pertinentes y publicidad. Efectivamente la indefensión adquiere relevancia constitucional cuando supone una privación o limitación del derecho de defensa contradictorio en juicio “… que si se produce por vía legislativa sobrepasa el límite del contenido esencial prevenido en el art. 53, y si se produce en virtud de concretos actos de los órganos jurisdiccionales entraña mengua del derecho de intervenir en el proceso en el que se ventilan intereses concernientes al sujeto, respecto de los cuales la sentencia debe suponer una modificación de una situación jurídica individualizada, así como el derecho de realizar los alegatos que estimen pertinentes para sostener ante el juez la situación que se crea preferible y de utilizar los medios de 47 prueba para demostrar los hechos alegados y, en su caso y modo, utilizar los recursos contra las resoluciones judiciales.” (SS. TC 48/1984, de 4 de abril; 70/1984, de 11 de junio; 96/1985, de 29 de julio). La garantía del derecho al proceso debido posibilita al litigante para utilizar todos los mecanismos procesales que el legislador pone a su alcance durante toda la tramitación del proceso y, en particular, los recursos previstos en la Ley contra las resoluciones judiciales (SS. TC 110/1985; 191/1988, de 17 de octubre; 265/1988, de 22 de diciembre), ello no impide que la tutela judicial se configure de una forma determinada, sino que admite múltiples posibilidades en la ordenación de los procesos y también de instancias y recursos, de acuerdo con la naturaleza de las pretensiones cuya satisfacción se inste y de las normas que las fundamenten; pero cuando el legislador ha establecido un cierto sistema de recursos, el art. 24,1º C.E. comprende también el derecho de usar esos instrumentos procesales, debiendo interpretarse sus normas reguladoras del modo que más favorezca su admisión y sustanciación, pudiéndose cuestionar la legitimidad de los requisitos exigidos por la ley cuando no guarden proporción con las finalidades perseguidas o entrañen obstáculos excesivos (SS.TC 163/1985, de 2 de diciembre; 106/1988, de 8 de junio; 95/1989, de 24 de mayo; 157/1.989, de 5 de octubre). La adecuada preservación, por otra parte, del derecho de defensa y su plena efectividad exige, como preferente garantía, asegurar que los interesados tengan conocimiento de las actuaciones, lo que ha sido objeto de reiterados pronunciamientos del T.C. exigiendo el emplazamiento personal y la comunicación de actos procesales, habiendo consolidado un cuerpo doctrinal sobre el particular (SS.TC 9/1981, de 31 de marzo; 48 156/1985, de 15 de noviembre; 205/1988, de 7 de noviembre; 211/1989, de 19 de diciembre). En este sentido, el TC ha reiterado que los Tribunales deben adoptar una actitud “pro actione” “… pues la tutela judicial efectiva que consagra el art. 24.1º supone el estricto cumplimiento por los órganos jurisdiccionales de los principios rectores del proceso explícitos o implícitos en el ordenamiento procesal” (S.TC 157/1987, de 15 de octubre), “… de modo que esta garantía impone a la jurisdicción el deber específico de adoptar, más allá del cumplimiento rituario de las formalidades legales, todas las cautelas y garantías que resulten razonablemente adecuadas al aseguramiento de que esa facultad de conocimiento personal no se frustre por causas ajenas a la voluntad de aquel a quien se dirigen.” (S.TC 171/1987, de 3 de noviembre). VI.5.- El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas. Finalmente, debe señalándose la necesidad de que la mencionada resolución judicial deba obtenerse en un plazo razonable -por definición, debe ser el señalado por los códigos procesales, recogiéndose expresamente esta exigencia al proclamarse el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas (art. 24.2º C.E)- y con un coste económico soportable, de tal manera que su resultado sea rentable -lo que debe incidir tanto en la aplicación de los criterios sobre la imposición de costas, como, en su caso, en el otorgamiento del derecho a la justicia gratuita. El derecho fundamental a un “proceso sin dilaciones indebidas”, consagrado en el artículo 14.3 c) del PIDCP, que proclama el derecho de toda persona acusada de un delito “a ser juzgada sin dilaciones indebidas”, y en el artículo 6.1 del CEDH, en el que se reconoce que “toda 49 persona tiene derecho a que su causa sea oída (...) dentro de un plazo razonable”; más aún, según reconoce la jurisprudencia constitucional, la lesión del derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas reconocida por los Tribunales ordinarios o por el Tribunal Constitucional podría servir de título para acreditar el funcionamiento anormal de la Administración de Justicia en el que fundar una reparación indemnizatoria, que deberá hacerse valer mediante el ejercicio de las acciones oportunas y a través de las vías procedimentales o procesales pertinentes (SS. TC 41/1996, de 12 de marzo; 33/1997, de 24 de febrero; 53/1997, de 17 de marzo; entre otras). Siguiendo la doctrina sentada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (SS. TEDH de 10 de marzo de 1980 -asunto König-; de 6 de mayo de 1981 -asunto Buchhloz-; de 15 de julio de 1982 -asunto Eckle-; de 10 de diciembre de 1982 -asunto Foti y otros-; de 10 de diciembre de 1982 asunto Corigliano-; de 8 de diciembre de 1983 -asunto Pretto-; de 13 de julio de 1983 -asunto Zimmermann-Steiner-; de 23 de abril de 1987 asunto Lechner y Hess-; de 25 de junio de 1987 -asunto Capuano-; de 25 de junio de 1987 -asunto Baggetta-; de 25 de junio de 1987 -asunto Milasi; de 7 de julio de 1989 -asunto Sanders-; de 23 de octubre de 1990 –asunto Moreiras de Azevedo-; de 20 de febrero de 1881 –asunto Vernillo-; entre otras), el Tribunal Constitucional estima que la noción de dilación procesal indebida remite a un “concepto jurídico indeterminado, cuyo contenido concreto debe ser obtenido mediante la aplicación a las circunstancias específicas de cada caso de los criterios objetivos que sean congruentes con su enunciado genérico”. Es por ello que “no toda infracción de los plazos procesales constituye un supuesto de dilación procesal indebida”; el retraso injustificado en la tramitación de los procesos no se produce 50 necesariamente por el simple incumplimiento de las normas sobre plazos procesales (se refieran éstas a un acto procesal concreto o al conjunto de los que integran el proceso en su totalidad), sino por el hecho de que la pretensión actuada no se resuelva definitivamente en un plazo procesal razonable. Y, determinar en cada caso si ha sido cumplida o no esta exigencia y, por tanto, si se ha producido o no una dilación procesal indebida dependerá del resultado que se obtenga de la aplicación a las particulares condiciones del concreto supuesto de factores objetivos definidores del plazo procesal razonable, considerando como tales “la complejidad del litigio, los márgenes ordinarios de duración de los litigios del mismo tipo, el interés que en aquél arriesga el demandante de amparo, su conducta procesal y la conducta de las autoridades” (SS.TC 10/1997, de 14 de enero 58/1996, de 12 de abril, 178/2007, de 23 de julio; 38/2008, de 25 de febrero entre otras). a) En primer lugar, habrá de valorarse si la “complejidad del litigio”, en sus hechos o fundamentos de Derecho, no justifica un tratamiento del objeto procesal especialmente dilatado en el tiempo. b) En segundo lugar, deberán tomarse en consideración “los márgenes ordinarios de duración de los litigios del mismo tipo”. Como afirma el Tribunal Constitucional, “se trata de un criterio relevante en orden a valorar la existencia de un supuesto de dilaciones indebidas, cuya apreciación, siempre que no se utilice para justificar situaciones anómalas de demoras generalizadas en la prestación de la tutela judicial, es inobjetable” por cuanto “ha protegerse la expectativa de toda parte en el proceso relativa a que su litigio se resuelva, conforme a la secuencia de trámites procesales establecida, dentro del margen temporal que, para ese 51 tipo de asuntos, venga siendo el ordinario” (SS. TC 223/1988, de 25 de noviembre; 180/1996, de 12 de noviembre; entre otras). No se trata, sin embargo, de valorar lo que, en un primer momento, la jurisprudencia constitucional denominó “‘standard’ de actuación y rendimientos normales del servicio de justicia” (S. TC 5/1985, de 23 de enero), sino lo que finalmente se define como el “canon” del propio proceso, es decir, las pautas y márgenes ordinarios en los tipos de litigio de que se trata, pero derivados de la naturaleza concreta de cada proceso y no del rendimiento “normal” de la jurisdicción (SS. TC 81/1989, de 8 de mayo; 10/1991, de 17 de enero; entre otras). Así debe ser, toda vez que la Administración de Justicia está obligada a garantizar la tutela jurisdiccional con la rapidez que permita la duración normal de los procesos “aun cuando (...) la dilación se deba a carencias estructurales de la organización judicial, pues no es posible restringir el alcance y contenido de este derecho, dado el lugar que la recta y eficaz Administración de Justicia ocupa en una sociedad democrática” (SS. TC 35/1994, de 31 de enero; 10/1997, de 14 de enero; entre otras); en particular, “la consideración de los medios disponibles” o “el abrumador volumen de trabajo que pesa sobre determinados órganos judiciales (...) puede exculpar a Jueces y Magistrados de toda responsabilidad personal por los retrasos con que las decisiones se producen, pero no priva a los ciudadanos de reaccionar frente a tales retrasos, ni permite considerarlos inexistentes” (SS. TC 73/1992, de 13 de mayo; 324/1994, de 1 de diciembre; 53/1997, de 17 de marzo; entre otras) c) En tercer lugar, tendrá que ponderarse “el interés que en el litigio arriesga el demandante de amparo”. Según el Tribunal Constitucional, “la distinción de los derechos e intereses que se cuestionan en 52 un proceso y aun la distinta significación de los que, estando atribuidos a un mismo orden jurisdiccional, permitan una distinta naturaleza y la misma jerarquización presente en el Título I de la Constitución, llevan a que no puedan ser trasladables en su misma literalidad las pautas elaboradas respecto de procesos en materia penal a los procesos en que la materia es otra y, desde luego no lo es, a los procesos en que la materia es patrimonial.” (S.TC 5/1985, de 23 de enero); en particular, aunque el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas es invocable en cualquier tipo de litigios y ante cualquier clase de Tribunales (SS. TC 149/1987, de 30 de septiembre; 81/1989, de 8 de mayo; entre otras), en el proceso penal, al hallarse comprometido el derecho a la libertad, el celo del juzgador ha de ser siempre superior a fin de evitar toda dilación procesal indebida (SS. TC 8/1990, de 18 de enero; 10/1997, de 14 de enero; entre otras). d) En cuarto lugar habrá de tomarse en cuenta la “conducta procesal” del actor; esto es, si éste ha cumplido diligentemente con sus obligaciones, deberes y cargas procesales o si, por el contrario, ha mantenido una conducta dolosa, propiciando, mediante el planteamiento de improcedentes cuestiones incidentales, de recursos abusivos, o provocando injustificadas suspensiones del juicio oral, una tardanza anormal en la tramitación del proceso. e) Y, en quinto lugar, deberá examinarse la “conducta de las autoridades”, asumiendo como criterio general que, ante cualquier eventualidad, el órgano judicial debe desplegar la actividad necesaria para evitar un retraso injustificado en la tramitación del proceso. A este respecto ha de admitirse que las dilaciones procesales indebidas pueden producirse tanto cuando el tiempo invertido en resolver definitivamente 53 un litigio supera lo razonable, como cuando existe una paralización del procedimiento que, por su excesiva duración, carezca igualmente de justificación y suponga ya, por sí, una alteración del curso del proceso (SS. TC 144/1995, de 3 de octubre; 180/1996, de 10 de noviembre; entre otras). En cualquier caso ha de reconocerse asimismo que las dilaciones procesales indebidas pueden traer causa tanto de la inactividad omisiva de los órganos jurisdiccionales propiamente dicha, como de actuaciones positivas de los Jueces y Tribunales; por ejemplo, la suspensión de un juicio (S. TC 116/1983, de 7 de diciembre), la admisión de una prueba (S. TC 17/1984, de 7 de febrero), la solicitud de nombramiento de abogado de oficio (S. TC 216/1988, de 14 de noviembre) o la reapertura de la instrucción (S. TC 324/1994, de 1 de diciembre) pueden producir un efecto procesal dilatorio indebido tan relevante como la típica ausencia de la obligada actuación judicial. Y con relación a los costes procesales ha de recordarse que, la gratuidad de la justicia debe facilitar el libre acceso a los Tribunales respecto de aquellos que acrediten insuficiencia de recursos para litigar. La gratuidad de la justicia debiera comportar, en su caso, la libre elección de abogado, incluso en los asuntos civiles de acuerdo con el art. 24.3º d) PIDCP y el art. 6.3º c) CEDH. De acuerdo con la doctrina del T.C. (SS. 30/1981, de 3 de octubre; 77/1983, de 16 de noviembre y 216/1988, de 24 de julio) la gratuidad de la justicia se configura como un derecho subjetivo cuya finalidad es asegurar la igualdad de defensa y representación procesal al que carece de medios económicos, constituyendo al tiempo una garantía para los intereses de la justicia. 54 El derecho aún proceso sin dilaciones indebidas se consideró en un primer momento por nuestro T.C. como una manifestación del también fundamental derecho a la tutela judicial efectiva sancionado en el art. 24.1º C.E. ya que éste no podía entenderse des-ligado del tiempo en que la misma debía prestarse (SS. TC 24/1981, de 14 de julio y 18/1983, de 14 de marzo, entre otros muchas), llegando incluso a sostener que una vez dictada la resolución la pretensión del recurrente en amparo había quedado sin contenido, restableciéndose el derecho que se estimaba vulnerado al obtener una resolución fundada en derecho (A. TC 273/1984, de 9 de mayo). Posteriormente el T.C. ha pretendido dar sustantividad propia a este derecho, tratando de considerarlo como un derecho autónomo e intentando diferenciarlo del de tutela; los primeros pasos se dan en las SS. TC 36/1984, de 14 de marzo y 61/1984, de 16 de mayo y va consolidándose -con alguna excepción- en las SS. TC 5/1985, de 23 de enero; 155/1985, de 12 de noviembre; 132/1988, de 4 de julio; 28/1989, de 6 de junio, entre otras. La mencionada autonomía se constata en que el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas puede ser objeto de consideración y valoración independiente, ya que la obtención de una resolución fundada, fáctica y jurídicamente, puede satisfacer el derecho de tutela, pero si se obtiene tardíamente habiendo incurrido el órgano en dilaciones indebidas, éste derecho (a un proceso sin dilaciones indebidas) puede resultar violado y sólo mediante vía reparatorias sustitutivas puede darse alguna satisfacción al recurrente al constituir su vulneración un supuesto de funcionamiento anormal sancionado en el art. 121 C.E. (SS. TC 55 50/1989, de 21 de febrero; 85/1990, de 5 de mayo; 10/1991, de 17 de enero; 69/1993, de 1 de marzo) a pesar de que el T.C. alegue, con carácter general, que este aspecto indemnizatorio no es invocable ni mucho menos cuantificable en amparo. Es interesante destacar como a partir de 1988 el T.C. atribuye a este derecho fundamental un claro contenido prestacional tratando de involucrar a todos los poderes públicos en la realización efectiva del mismo (SS. TC 45/1990, de 15 de marzo; 35/1994, de 31 de enero). Por proceso sin dilaciones indebidas, dice el T.C. (SS. 43/1985, de 22 de marzo; 133/1988, de 4 de julio, entre otras) hay que en-tender aquel que se desenvuelve en condiciones de normalidad y en el que los intereses litigiosos reciben pronta satisfacción, este derecho -repito- ha venido considerándose por nuestro T.C. como un concepto jurídico indeterminado (S. TC 5/1985, de 23 de enero) que ha de precisarse en cada caso concreto atendiendo a una serie de criterios afirmados por la jurisprudencia del T.E.D.H., al interpretar el Convenio, tales como: la complejidad del litigio, el comportamiento del recurrente, el comportamiento de las autoridades nacionales, o el de las eventuales consecuencias, derivadas de la mora, para la persona que denuncia el retraso. El T.E.D.H. (SS. de 16 de julio de 1971, asuno Ringeisen; de 28 de junio de 1978, asunto Köning; de 15 de julio de 1982, asunto Eckle; de 10 de diciembre de 1982, asunto Corigliano; de 10 de diciembre de 10982, asunto Foti; de 13 de julio de 1983, asunto Zimmermann y Steiner; de 3 de junio de 1985, Vallon; de 7 de julio de 1989, asunto Unión Alimentaria Sanders; de 20 de febrero de 1991, Vernillo; de 19 de febrero de 1991, 56 asunto Publiese; de 27 de febrero de 1992, asunto Ridi; de 27 de octubre de 1993, asunto Monnet; de 27 de abril de 1995, asunto Paccione; de 8 d ejunio de 1995, asunto Mansur) ha ido delimitando, como ya se ha indicado, los contornos de esta cuestión. Entre las mencionadas resoluciones es necesario mencionar las dictadas en los Criterios que, en caso de la duración de la prisión provisional, se combinan con los de: constatación del peligro de fuga, peligro de reiteración en la comisión de infracción, peligro de desaparición de pruebas (SS. TEDH de 27 de junio de 1968, asunto Wemhoff-; de 10 de noviembre de 1969, asunto Stögmuller-; de 27 de junio de 1969, asunto caso Neumister; de 3 de junio de 1985, asunto Vallon-, entre otros). Los criterios inicialmente enumerados son aderezados por nuestro T.C. con el de duración media de los procesos del mismo tipo o estandar medio admisible para proscribir las dilaciones más allá de él; criterio más que dudoso acogido por una abundante jurisprudencia del T.C. (entre ellas SS. 5/1985, de 23 de enero; 43/1985, de 22 de marzo; 133/1988, de 4 de julio; 223/1988, de 24 de noviembre; 45/1990, de 15 de marzo; 206/1991, de 30 de octubre; 73/1992, de 13 de mayo; 150/1993, de 3 de mayo; 2/1994, de 17 de enero; 39/1995, de 13 de febrero), frente a la que se alzó el voto reservado del Magistrado Tomás y Valiente a la S.TC 5/1985, de 23 de enero, tratando de impedir que se convirtiera en normal lo anormal. Todos estos criterios habrá de barajarlos el Tribunal para comprobar, caso por caso, si la inobservancia de los plazos legalmente fijados es o no indebida, ya que el incumplimiento de los plazos legales no es en sí mismo una dilación indebida. 57 Hemos de disentir, lo que acaba de exponerse, ya que parece ignorar algo que entiendo fundamental: el plazo legal, es decir, ese espacio temporal que el legislador ha establecido como plazo justo para la realización de los actos procesales; y el caso es que se apoya en él como punto de partida para sus razonamientos, pero lo olvida a la hora de determinar el carácter de dilación. Este olvido trae causa de la posición mimética que adopta respecto de la doctrina elaborada por el T.E.D.H. al interpretar el concepto de plazo razonable del art. 6.1º C.E.D.H., doctrina que se establece al margen de la realidad normativa del país demandado, y que si puede estar justificado respecto del T.E.D.H. ya que su función es establecer unos mínimos exigibles a un derecho humano que el Convenio reconoce a los justiciables de una pluralidad de países tan heterogéneos en sus realidades normativa como Turquía y Alemania, por poner un ejemplo, la misma justificación es difícil de aplicar al T.C. español, que tiene como referencia directa un ordenamiento procesal con mandatos específicos respecto de este requisito temporal. El desinterés por el plazo legal se evidencia, como hemos apuntado antes, en el establecimiento de un criterio propio: el estandar medio admisible extraído de lo que habitualmente dura un proceso del mismo tipo, al margen del tiempo legalmente fijado para la realización de las actuaciones procesales, como dando a entender la inadecuación de los plazos legales para conseguir la eficacia temporal del proceso, afirmando expresamente que la Constitución no otorga un derecho a que los plazos se cumplan (SS.TC 5/1985, de 23 de enero; 223/1988, de 24 de noviembre; 313/1993, de 25 de octubre); y a pesar de que se intente 58 precisar la expresión, produce desencanto pues de alguna manera la Constitución no garantiza el cumplimiento del ordenamiento jurídico. Si el T.C. ha constatado que los plazos fijados legalmente son de imposible cumplimiento pudiendo vulnerar el derecho al debido proceso, debería propugnar su cambio y adaptación a la CE, procurando adecuar el tiempo procesal al real; mientras esto no se haga debemos presumir la constitucionalidad de nuestras normas procesales en materia de plazos y debemos exigir su cumplimiento al órgano jurisdiccional, instando de los poderes públicos la infraestructura humana y de material necesaria para su efectivo cumplimiento (S.TC. 45/1990, de 15 de marzo). Volver la espalda al plazo legal es poner el peligro el principio de legalidad y con él la seguridad jurídica; no estaría demás reflexionar sobre la obra de DAHRENDORF. Por ello quizás el razonamiento debería hacerse al contrario, es decir, habría que partir de que todo exceso temporal del plazo legalmente establecido es una dilación no debida; existen, sin embargo, determinadas circunstancias excepcionales, que deben probarse, en las que el exceso temporal viene exigido por la eficacia del proceso transformándose así lo indebido en no sancionable y ello porque el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas no es un derecho absoluto y por ello puede legalmente limitarse, siempre que dicha limitación no afecte a su núcleo esencial; el principio de proporcionalidad será un test de ineludible observancia para determinar la constitucionalidad de la posible limitación. Especial mención ha de hacerse al tema de las dilaciones indebidas en el proceso penal por la relevancia del mencionado derecho en dicho tipo de proceso dada la relación inesperable de los conceptos de delito, 59 penal y proceso. En ocasiones el T.S. ha llegado a valorar la dilación procesal como circunstancia atenuante, en razón a que la excesiva duración del proceso debe imputarse como pena en sí mismo por el sufrimiento que supone para el acusado. El derecho a ser juzgado en un plazo razonable constituye una manifestación implícito del derecho a la libertad, y en este sentido, se fundamenta en el respeto a la dignidad humana y es que tiene por finalidad que las personas que tienen una relación procesa no se encuentren indefinidamente en la incertidumbre e inseguridad jurídica sobre el reconocimiento de su derecho afectado o sobre la responsabilidad o no del denunciado por los hechos materia de la controversia. En este sentido, el derecho a un plazo razonable asegura que el trámite de acusación se realice prontamente, y que la duración del proceso tenga un límite temporal entre su inicio y fin. Pero de este derecho no solo deriva la exigencia de obtener un pronunciamiento de fondo en un plazo razonable, sino que supone además el cumplimiento, en tiempo oportuno, de la decisión de fondo en una sentencia firme. Aunque estas exigencias se predican esencialmente de procesos constitucionales de la libertad, pueden extenderse perfectamente a cualquier tipo de proceso jurisdiccional. En tanto que el plazo razonable constituye un concepto jurídico indeterminado temporalmente, la declaración de su afectación no está vinculada de manera absoluta prima facie a una norma jurídica nacional que la señale, sino a un análisis judicial casuístico en el que se deben tomar en consideración varios factores determinantes para condenar su incumplimiento, como la complejidad del asunto, la naturaleza del caso, el 60 comportamiento del recurrente y la actuación de las autoridades administrativas. Cabe mencionar que la complejidad del asunto es determinada por factores tales como la gravedad del delito, la idoneidad de la actividad probatoria para el esclarecimiento de los hechos, la pluralidad de agraviados o inculpados, entre otros elementos que vuelvan complicada y difícil la dilucidación de la causa. Existen dos formas en las que los interesados pueden realizar su actividad procesal: a través de medios legales, y a través de la defensa obstruccionista; esto es, aquella que por medio de conductas intencionales busca entorpecer la celeridad del proceso. Esta última se manifiesta con la interposición de recursos que se sabía serían desestimadas desde su origen, con las falsas y premeditadas declaraciones destinadas a desviar el curso de las investigaciones, entre otros. Estas dilaciones indebidas no deben interferir en el plazo para emitir el pronunciamiento judicial, por lo que corresponde al juez -en cada casodemostrar la conducta obstruccionista de alguna de las partes. El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, así como impide la excesiva duración de los procesos, protege al justiciable de no ser sometido a procesos extremadamente breves o sumarios, cuya finalidad no sea resolver la litis o acusación penal en términos justos, sino solo cumplir formalmente con la sustanciación. Asimismo, el derecho al plazo razonable es exigible en la aplicación de una medida cautelar, lo que se traduce en que no se puede mantener a una persona privada de su libertad durante un tiempo irrazonable. Esta exigencia tiene como finalidad evitar la eventual injusticia ocasionada por la lentitud o ineficacia en la administración de justicia, prefiriendo que el 61 culpable salga libre mientras espera su condena, en vez de que el inocente permanezca encarcelado a la espera de su absolución. El derecho a ser juzgado en un plazo razonable afianza el artículo 1 de la Constitución, por el que debe anteponerse a la persona frente al Estado. En este sentido, la prisión provisional para ser reconocida como constitucional, debe estar limitada por los principios de proporcionalidad, razonabilidad, subsidiariedad, necesidad y excepcionalidad. La afectación del derecho al plazo razonable constituye una vulneración del derecho a la presunción de inocencia, dado que se estaría privando de la libertad al acusado, durante un tiempo prolongado, sin siquiera emitir fallo que demuestre su culpabilidad o responsabilidad (LANDA ARROYO). VI. 5.- Derecho a la tutela cautelar. En orden a la cuestión relativa a la existencia o no de un derecho a la tutela cautelar cabe precisar que si bien algunos autores (CARRERAS LLANSANA y GUTIÉRREZ DE CABIEDES Y FERNÁNDEZ HEREDIA) plantearon, en 1962 y 1974, respectivamente, si las medidas cautelares se corresponde o no con un derecho subjetivo sustancial a la cautela, derecho que, en su caso, comportaría una sanción correlativa, posteriormente la doctrina mayoritaria afirma la existencia del derecho a la tutela cautelar (ALMAGRO NOSETE y TOMÉ PAULE se refieren al derecho a la justicia cautelar; ORTELLS RAMOS afirma la integración en el derecho a la tutela judicial efectiva el derecho a una tutela judicial cautelar; PEDRAZ PENALVA sostiene la existencia de un derecho fundamental a la tutela cautelar si bien como integrante del derecho a un 62 proceso con todas las garantías -art. 24.2 CE-, rechazando su ubicación sistemática en el derecho a la tutela judicial efectiva -art. 24.1 CE-). La dimensión constitucional de las medidas cautelares es puesta de manifiesto por otros autores (BARONA VILAR, VALLESTÍN PÉREZ). Por último, una corriente doctrinal minoritaria se muestra crítica con la idea de un “derecho a la tutela cautelar”• desde el punto de vista de la teoría general y desde el punto de vista constitucional (SERRA DOMÍNGUEZ). El reconocimiento del derecho a la tutela judicial cautelar –sostiene RAMOS ROMEU- no aparece contemplado ni en la jurispudencia comunitaria (SS. TJUE de 19 de junio de 1990 y 21 de febrero de 1991), constitucional (A. TC 1986/1983, de 27 de abril; S. TC 2002/1987, de 17 de diciembre), civil o laboral, frente a lo establecido por la jurisprudencia contencioso -administrativo (S. TS de 20 de diciembre de 1990) –por influencia directa de la S.TJUE de 19 de junio de 1990, caso Factortame- o la doctrina plasmada en sentencias de diferentes Audiencias Provinciales. Se ha incluido en el contenido del derecho fundamental a la tutela efectiva el derecho a la tutela cautelar, en virtud de una corriente iniciada por el A.TS (Sala 3ª) de 20 de diciembre de 1990 por influencia directa del a jurisprudencia comunitaria (S.TJUE de 19 de junio de 1990, caso Factortame). La LJCA de 1998 acoge la tesis, sostenida por el TC (SS. 115/1987, de 7 de julio; 238/1992, de 17 de diciembre; 148/1993, de 29 de abril) de que “… la tutela judicial no es tal sin medidas cautelares que aseguren el efectivo cumplimiento de la resolución definitiva que recaiga en el proceso.”. VI. 6.- Limitaciones. 63 Junto a los obstáculos formales a la tutela judicial efectiva, anteriormente mencionados, existen otras limitaciones de carácter material, que repercuten claramente en la efectividad de este derecho fundamental; entre las principales es preciso enumerar la carestía de la justicia, la lentitud del proceso, la ineficacia en algunas hipótesis de ejecución forzosa, el problema de la protección jurisdiccional de los intereses de grupo, etc. En primer lugar, es posible que la persona afectada por la lesión o amenaza de su derecho o interés no sea consciente de tal amenaza o perjuicio por desconocer cuál es la protección que le dispensa el ordenamiento: puede que no conozca sus derechos, o aunque no sea así, puede que desconozca la posibilidad de hacerlos valer ante los tribunales, o incluso conociéndola, no esté dispuesta a afrontarla. El proceso tradicional tiene enormes desventajas para el individuo, existen barreras psicológicas: el lenguaje jurídico y judicial convierte en extraños a los justiciables, problemas de horarios - que el tribunal tenga un horario que no coincide con el de tiempo libre del consumidor-, la burocracia. Todos ellos contribuyen a disuadir a los individuos para acceder a la tutela judicial. Además la gran empresa o el comerciante pueden estar ya acostumbrados a pleitear, mientras que al individuo la maquinaria judicial le puede infundir respeto o incluso miedo. No es extraño que la conclusión que se saque de este panorama sea la impotencia. Así, se entiende que, pese a las reformas que van teniendo lugar en nuestro ordenamiento, el espíritu reivindicativo de los consumidores españoles sea todavía muy escaso. No hay que olvidar, tampoco, los problemas que se producen por la complejidad normativa. La existencia de diferentes instancias legislativas, la concurrencia de normas de rangos diferentes, la 64 imperfección técnica, la existencia de contradicciones, etc., reflejan una evidente necesidad de simplificación que evite la consiguiente inseguridad jurídica. Siguiendo con los obstáculos con los que se encuentran los portadores de intereses de grupo para acceder a la tutela judicial efectiva, es necesario tener en cuenta, también, los condicionamientos económicos. El derecho a la tutela judicial efectiva se ve influido directamente por la onerosidad de la justicia, que actúa en una sociedad económicamente desigual, convirtiendo, en ocasiones, al acceso efectivo de los ciudadanos a los órganos jurisdiccionales en una “Justicia de clase”: en algunos casos, se establecen límites mínimos para acceder a la justicia, con lo cual sólo se mueve la maquinaria judicial si la reclamación es de suficiente entidad. También los recursos públicos en los Tribunales de Justicia, tanto económicos como de tiempo, son escasos, por lo que se pretende aplicarlos a casos de cierta importancia. No obstante se dificulta así la tutela efectiva a las reclamaciones menores. En realidad, aunque se trate de cantidades pequeñas en sí mismas, por tratarse de intereses individuales generalmente de contenido cualitativamente idéntico, son numerosas pequeñas cantidades, que agrupadas, pueden ser inmensas, con lo cual parece claro que no se trata de reclamaciones de poca importancia. Esta constatación sirve de base para arbitrar mecanismos de agrupación de las reclamaciones, como pueden ser las Classactions norteamericanas del tipo (b) (3), en las que la finalidad disuasoria (deterrence) frente a los eventuales demandados puede llegar a ser más importante que la de obtener la compensación del perjuicio sufrido. 65 La defensa y representación de las partes, o el asesoramiento y consejo jurídico no son servicios baratos, y la solución no es eliminar la asistencia de estos profesionales en el proceso, pues en realidad el ciudadano de a pie por sí sólo tiene pocas posibilidades de defenderse, especialmente si pretende enfrentarse a contrapartes poderosas. Más que plantearse cómo poder actuar sin abogado, es más coherente con una tutela judicial efectiva hablar del aseguramiento de que todos los litigantes puedan beneficiarse de la asistencia de estos profesionales. Pero hay otros factores que incrementan los gastos que se ocasionan en el proceso: así, la intervención de los peritos, más necesaria cuanto más técnica sea la cuestión debatida en el proceso. Para paliar las consecuencias derivadas de este elevado coste de la Justicia está reconocido en la C.E. el derecho a la Justicia gratuita para los que acrediten insuficiencia de medios para litigar. Por otra parte, la L. 25/1986, de 24 de diciembre suprimió las tasas judiciales por considerar que “la ordenación actual de las tasas judiciales, sobre ser incompatible con algunos principios tributarios vigentes, es causante de notables distorsiones en el funcionamiento de la Administración de Justicia”. Si bien es cierto que el sistema de Aranceles, como medio de retribución de los funcionarios está definitivamente suprimido, la realidad es que el art. 35 de la L. 53/20002, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social establece la tasa por el ejercicio de la potestad jurisdiccional en los órdenes civiles y contencioso-administrativo. La L. 4/2011, de 24 de marzo, de modificación de la L.E.Cv., para facilitar la aplicación en España de los procesos europeos monitorio y de escasa cuantía, extendió el pago de la tasa a los procesos monitorios, ante las distorsiones que entonces se detectaron. La L. 37/2011, de 10 de octubre, 66 de medidas de agilización procesal, también introdujo algún ajuste, matizando la reforma anterior. Ley 10/2012, de 20 de noviembre, amplia en forma importante tanto los sujetos pasivos como los hechos imponibles sujetos a la tasa. Y, finalmente, el Real Decreto-ley 3/2013, de 22 de febrero, por el que se modifica el régimen de las tasas en el ámbito de la Administración de Justicia y el sistema de asistencia jurídica gratuita. Se transforma de forma importante a través de este texto la L. 10/212 en varios sentidos; corrigiendo imprecisiones terminológicas de la ley que habían planteado dudas, aclarando que procesos están exentos sobre todo en materia de procesosmmatrimoniales, modificando de forma decisiva la forma de calcular la cuota sobre todo para los sujetos pasivos personas físicas, y por último anticipando la reforma de la LAJG. La L.A.J.G., supone un destacado avance en la efectividad del derecho constitucional a la Justicia gratuita (art. 119 C.E.) en la línea apuntada en el art. 20, 2º L.O.P.J.. A parte del obstáculo anterior, otra dificultad difícil de superar es la excesiva duración de los procesos. Sin perjuicio de lo señalado en el epígrafe III.4. del presente Tema, cabe añadir que difícilmente se puede pensar en una tutela jurisdiccional eficaz de los intereses de grupo en España, cuando se observa el problemático funcionamiento general de la Justicia en España, especialmente por la considerable duración de los procesos: hay una cierta incapacidad de las estructuras existentes en ciertos Juzgados y las reformas que pretenden paliar estas situaciones son lentas. La C.E. consagra expresamente en el art. 24.2º el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, siguiendo los pasos del art. 6.1º C.E.D.H. y 14.3º c) PIDCP, y la jurisprudencia constitucional ha entendido que el 67 derecho a la jurisdicción del art. 24.1º C.E., no puede desligarse del tiempo en que debe prestarse por los órganos jurisdiccionales, pues debe impartirse dentro de términos temporales razonables. En este sentido, las últimas reformas procesales muestran una tendencia legislativa que prima la simplificación y la rapidez del enjuiciamiento como uno de sus objetivos principales. Así, por ejemplo, la L.O. 7/1988, de 28 de diciembre, de los Juzgados de lo Penal y por la que se modifican diversos aspectos de las L.O.P.J. y de L.E.Crim., y la L. 10/1992, de 30 de abril, de Medidas Urgentes de Reforma Procesal. El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, ubicado en los arts. 24.2º C.E. y 139.16 C.Pr. goza de rango fundamental y por ello participa de los caracteres que, a este tipo de derechos, le ha ido asignando el T.C. en su interpretación del mencionado articulo, por ello es de mayor valor (SS. 66/1985, de 21 de mayo; 15/1986, de 31 de enero), conforme los componentes estructurales básicos de nuestro ordenamiento jurídico (S. 53/1985, de 11 de abril) es un derecho permanente, imprescriptible e irrenunciable (SS.TC 7/1983, de 14 de febrero; 58/1984, de 9 de mayo) y es directamente aplicable sin necesidad de desarrollo legislativo (S. 39/1983, de 17 de mayo). Otras limitaciones que se señalan se refieren a la problemática de la ejecución, en la que en ocasiones es ineficaz la ejecución forzosa por inexistencia de bienes en el patrimonio del deudor. También deben citarse las dificultades de ejecución de las obligaciones de hacer. Finalmente, son de destacar los problemas de protección de los intereses de grupo, colectivos y difusos. Los intereses de grupo no individualizables, es decir, los que se refieren a objetos indivisibles 68 susceptibles de apropiación exclusiva y cuya fruición por un miembro de tal grupo no excluye la de los demás, tienen el problema de su escasa aprehensibilidad y su difícil atribución individualizada a los ciudadanos, lo cual choca con el marcado carácter individualista y patrimonialista que ha venido rodeando a las instituciones procesales, y especialmente de las exigencias de legitimación. Para estos intereses de grupo en sentido estricto el individuo es, en expresión gráfica, “demasiado poca cosa” para afrontar adecuadamente su tutela. Por otra parte, en el caso de que se trate de aquellos intereses de grupo en cuyo trasfondo existen realmente posiciones individuales, pero de contenido homogéneo, es característica la situación de debilidad e inferioridad de los su-jetos afectados para hacerlos valer jurisdiccionalmente, frente a las grandes empresas o las administraciones públicas responsables de la amenaza o del perjuicio. Incluso es frecuente que la exigüidad de lo que podría reclamarse no compense las dificultades prácticas y el variado coste que puede conllevar la exigencia de reparación (por ejemplo, reclamar 10 pesetas cobradas de más en el recibo de la luz). Algunas normas como el art. 7, 3º o el art. 20, 1º L.G.D.C.U. dan entrada a su posible tutela jurisdiccional. Ante los obstáculos mencionados se ha propugnado también la necesidad de potenciar medidas preventivas, tanto administrativas como jurisdiccionales, para evitar lesiones concretas, además de soluciones amigables antes de acceder a los tribunales, incluida la vía del arbitraje, que se ha visto como la panacea que resuelve todos los males de la Justicia. VI.7.- Protección. 69 Para la tutela de las garantías constitucionales del sistema procesal se han arbitrado una serie de medios para exigir la observancia de aquéllas, por lo cual existen en nuestro ordenamiento una pluralidad de esferas de protección. En primer lugar, la protección del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva tiene lugar a través de los cauces procesales ordinarios, es decir, el nivel más inmediato de protección tiene lugar a través de los tribunales ordinarios. En este sentido, la S.TC 16/1982, de 28 de abril, afirma que “… la Constitución, lejos de ser un catálogo de principios de no inmediata vinculación y de no inmediato cumplimiento hasta que sean objeto de desarrollo por vía legal, es una norma jurídica, la norma suprema de nuestro ordenamiento, y en cuanto tal los ciudadanos como todos los poderes públicos, y por consiguiente también los Jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial, están sujetos a ella arts. 9.1 y 117, 1º C.E. Por ello es indudable que sus preceptos son alegables ante los Tribunales (dejando al margen la oportunidad o pertinencia de la alegación de cada precepto en cada caso), quienes, como todos los poderes públicos, están además vinculados al cumplimiento y respeto de los derechos y libertades reconocidos en el capítulo segundo del título primero de la Constitución art. 53, 1 c) entre los que se cuentan, por supuesto, los contenidos en el art. 24”. Por lo tanto, haciendo uso del sistema de recursos previstos en las normas procesales, cualquier particular que haya sufrido lesión en sus derechos fundamentales podrá acceder a la protección de su derecho. Otras vías específicas de tutela jurisdiccional de este derecho fundamental serían las previstas en algunas leyes como la L.O. 1/1982, de 70 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, modificada pos-teriormente por L.O. 31/1985, de 29 de mayo, la L.O. 6/1984, de 29 de mayo que regula el procedimiento de habeas corpus, L.O. 2/1997, de 19 de junio, del derecho de rectificación, entre otras. La protección, por supuesto, llega también al Tribunal Constitucional, con acceso del ciudadano a través del recurso de amparo (arts. 53.2º C.E. y 41 y 58 L.O.T.C.). El recurso se interpone ante el T.C. por la parte agraviada y tras haber agotado todos los recursos utilizables en la vía ordinaria (art. 44 L.O.T.C.). En estos casos se denuncia el acto u omisión de un órgano judicial que dé lugar a la vulneración de la garantía de que se trate. La sentencia del T.C. que otorgue el amparo, reconocerá la garantía fundamental, restablecerá al recurrente en la integridad de su derecho fundamental, adoptando las medidas adecuadas para su conservación. Para obtener la anulación de las disposiciones legales que se estimen contrarias al derecho fundamental no existe en nuestro ordenamiento una vía similar al amparo contra leyes alemán, sino que habrá de acudirse al recurso de inconstitucionalidad por parte de los que estén legitimados (art. 162.1º a) C.E.), o a la cuestión de inconstitucionalidad. Finalmente, el justiciable puede acceder a los mecanismos de protección supranacionales previstos en los tratados y convenios ratificados por España, especialmente, ante la CEDH y el TEDH (art. 13 CEDH), previo agotamiento de la vía interna, según dispone el art. 26 del mismo Convenio. En cuanto al acceso al Tribunal de Justicia de la CEE, el 71 acceso de los particulares está muy limitado por las exigencias del art. 173.4º TCEE, reformado recientemente por el TUE. OBSERVACIÓN: Se recomienda la lectura del trabajo “La efectiva tutela jurisdiccional de las situaciones jurídicas materiales: hacia una necesaria reinvindicación de los fines del proceso. (de PRIORI POSADA, G.) Ius et veritas. Año XIII, núm. 26, págns. 54 a 73. VII.- LA TUTELA DIFERENCIADA. Lectura del trabajo: “Del mito del proceso ordinario a la tutela diferenciada, Apuntes iniciales.” (de MONROY GÁLVEZ, J, y MONROY PALACIOS, J.). 72