TEMA 1.

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TEMA 1.
CONCEPTOS
FUNDAMENTALES.
ACCIÓN,
DEMANDA,
PRETENSIÓN, CONTRADICCIÓN, OPOSICIÓN. TUTELA JUDICIAL
EFECTIVA Y TUTELA PROCESAL EFECTIVA. LA TUTELA
DIFERENCIADA
I.- LA ACCIÓN.
I.1.- Apuntes sobre el devenir histórico en su formación.
I.1.1.- A modo de introducción.
Recuerda ALCALÁ-ZAMORA Y CASTITLLO que "La jurisdicción se
sabe que es, pero no se sabe dónde esta; el proceso se sabe dónde está,
pero no se sabe que es; la acción no se sabe qué es ni donde esta"; la
acción es uno de los conceptos más difíciles de ser definidos en el derecho
contemporáneo. En la misma línea de ALCALÁ-ZAMORA se pronuncia el
profesor argentino AMÍLCAR MERCADER.
Un buen ejemplo del acierto de lo afirmado por ALCALÁ-ZAMORA Y
CASTILLO son las múltiples acepciones que se dan de acción. El término
acción presenta, afirma COUTURE, varias acepciones, entre los cuales
pueden citarse a:
• Como sinónimo de derecho, es el sentido que tiene el vocablo
cuando se dice que el actor carece de acción, lo que significa que el actor
carece de un derecho efectivo que el proceso deba tutelar.
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• Como sinónimo de pretensión, este es el sentido más usual, en la
doctrina y en la legislación, se halla recogido en textos legislativos del siglo
XIX que mantienen su vigencia aún en nuestros días; por ello que se habla
de acción fundada e infundada, acción real y personal, acción civil, acción
penal; en estos vocablos la acción es la pretensión, la existencia de un
derecho sustantivo concreto, válido y en nombre del cual de promueve la
demanda respectiva.
• Como sinónimo de facultad de provocar la actividad de la
jurisdicción, se habla en consecuencia de un poder jurídico que tiene todo
sujeto de derecho por su calidad de tal, y en nombre del cual es posible
acudir al órgano Jurisdiccional en demanda del amparo de su pretensión.
• Como referencia a la vía procedimental, esta acepción es
incorporada por MONROY GALVEZ, se refiere a la acción de hábeas
corpus, acción de amparo, acción de inconstitucionalidad etc.
Estas distintas acepciones trajeron situaciones contradictorias y
absurdas dentro del desarrollo de la acción por ello es necesario conocer,
aunque no agotar la transformación de dicha conceptualización.
I. 1.2.- Devenir histórico.
El estudio y análisis de las distintas teorías formuladas sobre la
acción debe abordarse desde una perspectiva histórica, pues, como
recuerda MORENO CATENA ”en el concepto de acción se halla reflejado
históricamente la evolución de toda la ciencia jurídica” y no olvidando, por
una parte que las teorías sobre la acción son en verdad “como las noches
de la leyenda, mil y una, y todas maravillosas” (CALAMANDREI) y, por otra
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que, pese a la acertada aseveración de PRIETO-CASTRO FERRANDIZ en
relación a lo prolongado, en el tiempo, acerca de lo que sea la acción sin
que se hayan conseguido logros positivos, el tema de la acción
-parafraseando a ALCALÁ-ZAMORA Y CASTILLO- es uno de los “preferidos”
en las últimas décadas de los procesalistas, habiéndose producido una
bibliografía desbordante -si bien es también cierto que el punto de mira
de las últimas publicaciones gira más bien en torno a la tutela judicial
efectiva.
El anunciado recorrido histórico debe iniciarse con la referencia al
concepto romano de acción que, prácticamente, se mantiene inalterado
hasta el s. XIX, prescindiendo, pues, de la etapa del ordo iudiciorum
privatorum en el que la actio aparece como una reminiscencia del agere
propio de la venganza privada. Es conocida la definición de acción,
ofrecida por CELSO, y recogida en la forma siguiente: “nihil aliu destactio
queam iur quod sibi debeatur iudicio persequendi” (D. XLIV. VII, 51) prácticamente reproducida por JUSTINIANO en I.IV, VI. 1. Latia, en el
fondo de dicho concepto, una idea que llevaba a embeber la acción en el
derecho: la acción no era otra cosa que el mismo derecho en movimiento,
el derecho a perseguir en juicio.
El derecho romano más que sistema de derechos fue un sistema de
acciones, le dio más importancia a la discusión judicial en relación a los
derechos subjetivos, sin embargo pese a la considerable trascendencia
que tuvo la actividad jurisdiccional el concepto de acción del derecho
romano es irrelevante desde una perspectiva científica del proceso,
puesto que tiene una óptica material de esta.
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Sin embargo, ello no impide reconocer que esta concepción se
encuentra vigente en algunos ordenamientos jurídicos, verbigracia dentro
el Código Civil español o peruano de manera reiterada utiliza el derecho
de acción como sinónimo de derecho material, también dentro del
ejercicio profesional en las cláusulas contractuales se incorporan como
objeto la transferencia "derechos y acciones", pese a que desde una
perspectiva científica el derecho de acción es inalienable, intransmisible,
irrenunciable e indisponible; dentro del derecho societario el término
acción hace alusión a la parte alícuota en que se divide el capital social.
El concepto de acción en este estadio doctrinal se caracteriza, en
resumen, por lo siguiente:
a) La vinculación de la acción al derecho subjetivo privado.
b) La acción se situaba en el mismo plano relacional que el derecho
subjetivo privado: era un poder del titular del derecho de exigir al que lo
había lesionado o puesto en peligro que le reintegrara en el disfrute de su
derecho y, de ser imposible, que le indemnizara.
Respecto de la acción, así entendida, no le quedaba a las leyes de
procedimiento, más que regular las formas con arreglo a las cuales debía
ejercitarse ese poder jurídico privado.
Sin embargo, con el paso del tiempo se fue dando una particular
relevancia y cierta autonomía al interés ligado a la tutela o defensa del
derecho. El solo hecho de distinguir funcionalmente los dos momentos
constituía un reconocimiento implícito de la autonomía conceptual de la
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acción, cono el instrumento que se concede al sujeto para proveer a la
defensa de sus derechos a través de la tutela jurisdiccional.
Desde la segunda mitad del s. XVIII y primeras décadas del s. XIX la
materia procesal se fue excluyendo de los tratamientos iusprivatistas; a
partir de entonces el antiguo “ius in indicio persequendi” acabó
perteneciendo a otro “sistema” conceptual, al mundo del proceso, que, si
bien por su fines se consideraba aún un instrumento de garantía del
Derecho privado, pertenecía como organización al Derecho público.
El segundo momento del recorrido histórico, que estamos
efectuando, sin lugar a dudas, lo constituye la polémica doctrinal sobre la
“actio” entablada entre WINDSCHEID y MÜTHER. Dicha polémica -surgida,
en parte, con el objeto de refutar la tesis de SAVIGNY- supuso el inicio de
la autonomía del concepto de acción y su separación del derecho
subjetivo, constituyendo un verdadero hito en la historia del Derecho
procesal que, cronológicamente, se hace coincidir con el movimiento
codificador germánico y la evolución del proceso civil, tradicionalmente
encuadrado en el Derecho privado, hacia el Derecho público dados los
fines que persigue.
Durante el año 1856, se suscitó la polémica entre el pandectista
WINDSCHEID y MÜTHER, hasta antes de dicha polémica la tesis romana
del derecho de acción mantuvo considerable acogida, confundiéndose con
el derecho material que a través de ella se pretendía hacer valer, en ese
año WINDSCHEID ratifico la tesis clásica que equipara la actio romana con
el derecho subjetivo material. Por sus parte, MÜTHER replico y concibió al
derecho de acción como uno absolutamente independiente del derecho
subjetivo material, el que además está dirigido al Estado, a efectos de que
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este le conceda tutela jurídica a través de una sentencia favorable, de
acuerdo a esta última concepción solo tiene la razón aquel que tiene un
derecho subjetivo material que ha sido violado, por ello para este
procesalista el derecho de acción es concreto.
Efectivamente la autonomía conceptual del derecho de acción parte
de la referida polémica doctrinal sobre la “actio” y su aplicabilidad en el
derecho moderno habida a mediados del s. XIX. La acción aparece como
un derecho autónomo, desligado, o diferenciado al menos, del derecho
subjetivo material cuya tutela se pretende.
Las críticas frente a las concepciones doctrinales precedentes, y el
correlativo esfuerzo constructivo, se orientó en una doble dirección. Por
un lado se advirtió que la tutela jurisdiccional del derecho privado no
quedaba explicada, completa y correctamente, con la referencia a un
derecho subjetivo privado lesionado, del que continuaba pretendiéndose
su satisfacción por el obligado, aunque ahora por vía judicial, sujetándose
a las formas procesales. De estas consideraciones críticas parten las
concepciones de la acción como derecho a una tutela jurisdiccional
concreta.
Por otra parte se observó que la referencia apuntada no permitía
explicar la iniciación y desarrollo del proceso cualquiera que fuera su
resultado: el poder de provocar un proceso y los distintos actos que lo
integran, se atribuye con independencia de la existencia de un derecho y
de su lesión. El intento de explicación de esto lo realizan las concepciones
abstractas de la acción.
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I.2.- Principales teorías en torno a la acción.
Pasemos, pues, a exponer más detalladamente la denominada
teoría concreta de la acción y teoría abstracta de la acción.
I. 2.1.- La teoría concreta de la acción.
La acción como derecho concreto, formulada, fundamentalmente,
por WACH, siendo, posteriormente, seguida, entre otros, por HELLWING,
GOLDSCHMIDT, CHIOVENDA -con matices-, CALAMANDREI y GÓMEZ
ORBANEJA, consiste en afirmar que la acción es un derecho subjetivo
público (distinto del derecho subjetivo privado) a obtener, por parte de su
titular, una tutela jurisdiccional favorable. Es decir, se trata de un derecho
en el que debe concurrir para su existencia el interés y necesidad de tutela
jurídica (no bastando la simple existencia de un derecho subjetivo
lesionado). En consecuencia, tanto objetiva (su objeto es la tutela
jurisdiccional en un determinado sentido) como subjetivamente (es un
derecho subjetivo público porque se dirige contra el Estado) no coincide
con el derecho subjetivo material. Completa WACH su teoría
distinguiendo entre acción (se dirige frente al Estado que es el único que
puede satisfacerla) y pretensión material (se dirige contra el sujeto pasivo
del derecho subjetivo material).
Al autor citado, como defensor de la teoría concreta hay que añadir,
entre otros, y con variantes, a GOLDSCHMIDT -considera a la acción como
“… un derecho público subjetivo dirigido contra el Estado para obtener la
tutela jurídica del mismo mediante una sentencia favorable”-, CHIOVENDA
-quien, encuadrando la acción entre los derechos potestativos, la definía
como “el poder jurídico de dar vida (porre in essere) a la condición para la
actuación de la voluntad de la Ley”- CALAMANDREI -para el cual no existía
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contradicción entre los términos de poder y derecho, rectamente
entendidos, porque el segundo es una manifestación del primero- y STEIN.
Son muchas las observaciones críticas que se han dirigido a la tesis
concreta sobre la acción:
1) Introduce una dualidad de derechos innecesarias (un
derecho subjetivo material y un derecho subjetivo público a una
sentencia de contenido concreto;
2) Incoercibilidad de ese derecho a la sentencia favorable;
3) Los actos procesales efectuados por las partes difícilmente
pueden considerarse consecuencia del ejercicio del derecho de
acción porque tal derecho no existe hasta que se dicte la sentencia
4) Inaplicación de la tesis al proceso penal y a determinados
procesos civiles, administrativos y laborales.
I. 2.2.- La teoría abstracta de la acción.
La teoría de la acción como derecho abstracto -formulada
inicialmente por DEGENKOLD y PLÖSZ- se caracteriza por abstraer el
derecho de acción de la razón o no que pueda asistir a la persona que lo
ejercita. La acción se entiende como derecho de acceso a la justicia o a la
actividad jurisdiccional, sin hacer depender su existencia del resultado. Los
autores, anteriormente citados, coinciden en afirmar que el concepto de
acción formulado, conforme a la tesis concreta, era muy impreciso, pues
dejaba sin explicar los supuestos de desestimación, concluyendo que la
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acción es un derecho público a una decisión jurisdiccional, pero sin
relación con el contenido.
De otro lado, DEGENKOLB es el primer procesalista que definió al
derecho de acción como subjetivo y a la vez público, lamentablemente
abandonó posteriormente esta tesis debido a las profundas críticas de
PLOSZ. Muestra DEGENKOLB la manera en que la acción civil con relación
al derecho puede carecer de fundamento, cuando el demandante
promueve una demanda ante el tribunal, puede no tener razón nadie va a
discutirle su derecho de dirigirse al tribunal pidiéndole una sentencia
favorable, lo que el demandado podrá negar es su derecho a obtener una
sentencia favorable, en consecuencia la acción es un derecho que
pertenece a todos aun sin tener la razón. Muchos años después varío su
criterio exigiendo que el demandante se creyera asistido sinceramente por
el derecho, su pensamiento perdió claridad a partir de ello.
El rechazo inicial a la teoría abstracta de la acción dio paso a una
aceptación casi generalizada, fundamentalmente en Italia con ROCCO
-quien considera a la acción como un derecho subjetivo público frente al
Estado, en orden a la actividad jurisdiccional de éste, para eliminar la
incertidumbre del derecho-, CARNELUTTI -la distinción entre el derecho
subjetivo material y la acción ha costado siglos (afirma), pero al final de se
ha logrado: el derecho subjetivo material tiene por contenido el
prevalecimiento del interés en litigio y por sujeto pasivo a la otra parte, el
derecho subjetivo procesal tiene por contenido el prevalecimiento del
interés en la composición del litigio y por sujeto pasivo al Juez- o
ZANZUCCHI -considera a la acción, no propiamente como un derecho
subjetivo, sino una potestad consistente en el poder de poner los
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presupuestos necesarios para el ejercicio, en el caso concreto, de la
función jurisdiccional, que corresponde al ciudadano en cuanto tal y al
Estado mismo en la persona de uno de sus órganos, el Ministerio público-.
Con anterioridad a la obra de CARNELUTTI la dificultad estaba en
distinguir en derecho que se hace valer en juicio (derecho subjetivo
material) del derecho mediante el cual se hace valer aquél (derecho
subjetivo procesal).
Anota CARNELUTTII: "Tan lejos están de confundirse el derecho
subjetivo procesal y el derecho subjetivo material, que el uno puede existir
sin el otro; yo tengo derecho a obtener del Juez una sentencia acerca de mi
pretensión, aunque esta sea declarada infundada. La distinción entre los
dos derechos atañe tanto a su contenido como al sujeto pasivo de ellos: el
derecho subjetivo material tiene por contenido la prevalencia del interés
sobre la litis, y por sujeto pasivo a la otra parte; el derecho subjetivo
procesal tiene por contenido la prevalencia del interés en la composición
de la litis, y por sujeto pasivo al juez, o en general al miembro del oficio a
quién corresponde proveer sobre la demanda propuesta por una parte".
Es, a partir de CARNELUTTI, que queda absolutamente esclarecido el
carácter autónomo del derecho de acción, de otro lado acaba con la
disputa que había alrededor del carácter concreto o abstracto del derecho
de acción afirmándose además el carácter público. De ahora en adelante,
los rasgos subjetivo, autónomo y abstracto serán en punto de partida de
los análisis contemporáneos sobre el derecho de acción. Otro de sus
aportes es el desarrollo del interés de la acción denominado interés para
obrar.
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Una de las críticas que se le formula es haber colocado al Juez como
sujeto pasivo del derecho de acción, restándole importancia al Estado,
critica que, por cierto algunos procesalistas, no consideran trascendente.
En Iberoamérica, también encontramos defensores de la teoría
abstracta de la acción, pudiendo reseñarse, entre otros, a COUTURE, si
bien su pensamiento estuvo influenciado por CARNELUTTI, tienen un
desarrollo
original
que
las
hace
trascendentes
en
la
escena
contemporánea.
Para COUTURE, "el derecho de acción en una subespecie del derecho
de petición, al que considera como un derecho genérico, universal,
presente en todas las constituciones de los pueblos civilizados, a través del
cual se regula la relación del individuo contra el Estado y le concede al
primer el derecho de exigir al segundo el cumplimiento de los derechos
básicos que configuran la vida en sociedad". Define al derecho de acción
como: "(...) el poder jurídico que tiene todo sujeto de derecho, de acudir a
los órganos jurisdiccionales para reclamarles la satisfacción de una
pretensión".
Una de la críticas que se le hace es que aligera tanto el derecho de
acción al punto de colocarlo próximo a su disolución.
Su mérito radica en reafirmas las tesis carneluttianas sobre el
carácter abstracto y la diferencia entre la acción y la pretensión, es a partir
de él que empieza a tonarse la relación intrínseca entre los derechos
procesales básicos y los derechos constitucionales esenciales a un sujeto
de derechos.
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También, en la doctrina iberoamericana puede reseñarse a ALSINA
-quién realiza una pequeña variación de la tesis de CARNELUTTIafirmando que el Estado es el sujeto pasivo del derecho de acción y
participa de la idea de CHIOVENDA al entender como concreto al derecho
de acción, es decir, que un derecho presente solo en quienes tienen un
derecho material y van a recibir una sentencia favorable.
Las referencias que se pueden realizar con relación al derecho de
acción en la doctrina peruana, deben tener en consideración que la
vigencia prolongada del Código de Procedimientos Civiles de 1912 -81
años- con una concepción precientífica y sobre todo la enseñanza
exegética, ha despojado al derecho nacional de una propuesta crítica y
comprometida con una sociedad, han determinado que los estudios
peruanos de naturaleza científica sean escasos por no decir casi
inexistentes. A pocos años de que entrara en vigencia el Código de
Procedimientos Penales JULIAN GUILLERMO ROMERO escribió en seis
tomos los comentarios al Código citado, pudiéndose advertir que su
concepción de acción corresponde a lo esbozado por Celso y publicitado
por Justiniano en las Institutas, es decir, fiel a la concepción romana
consideraba el derecho de acción como concreto.
A comienzos de la década de los cincuenta ALZAMORA VALDEZ
desarrollo trato de verificar un estudio del derecho procesal, su obra que
es caracterizada por ser fundacional más no por realizar ningún aporte,
desarrollo en su obra el tránsito desde la concepción tradicional hasta el
auge de la evolución científica, aparentemente acoge la tesis carneluttiana
del derecho de a acción; sin embargo termina, sin advertirlo, manteniendo
la tesis clásica y tradicional al realizar la clasificación de las acciones de
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acuerdo a la naturaleza en materiales, de otro lado al referirse al concurso
y acumulación de acciones pues se trata de un concurso de pretensiones.
Para VÈSCOVI "La acción es un "derecho" o "poder" jurídico que se
ejerce frente al estado -en sus órganos jurisdiccionales- para reclamar la
actividad jurisdiccional.".
Para MONRROY GÁLVEZ "Es aquel de derecho constitucional,
inherente a todo sujeto –en cuanto es expresión esencial de este- que lo
faculta a exigir al Estado tutela jurisdiccional para un caso concreto".
Entiende CARRIÓN LUGO que: "Por el derecho de acción todo sujeto,
en ejercicio de su derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, y en forma
directa o a través de un representante legal o apoderado, puede recurrir al
órgano jurisdiccional pidiendo la solución de un conflicto de intereses o
solicitando la dilucidación de una incertidumbre jurídica. Por ser titular del
derecho a la tutela jurisdiccional efectiva el emplazado en un proceso civil
tiene derecho de contradicción (art. 2 CPC)".
En un intento de síntesis, entre la teoría abstracta y la concreta,
LIEBMAN entiende que la acción es una relación subjetiva de poder que
pone la condición para que el órgano del Estado se ponga en movimiento,
y también MICHELI o ALLORIO -para quien es un “poder concreto sobre
una sentencia favorable”. Dentro de las diversas posturas de síntesis
PRIETO-CASTRO Y FERRANDIZ define a la acción como la “facultad de
promover la incoación de un proceso encaminado a la tutela del orden
jurídico, con referencia a un caso concreto, mediante la invocación de un
derecho a un interés jurídicamente protegido, respecto de otra persona”.
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Queda evidenciado, lo que al principio afirmábamos, acerca de la
ingente lista de teorías sobre la acción, que puede resultar interminable,
por ello, concluiremos este estudio histórico aludiendo a otros tres grupos
de teorías, que, por su relevancia doctrinal, no podemos dejar de citar.
I. 2.3.- Otras concepciones doctrinales sobre la acción.
En primer lugar nos referiremos aquellas que destacan a la acción
como un derecho extraprocesal (ROSSENBERG y GUASP DELGADO). Se
debe a GUASP DELGADO la teoría de la pretensión procesal, figura que
arranca del campo del Derecho civil el cual -afirma- ha deformado su
esencial. La teoría tiene su punto de partida en una concepción sociológica
del proceso; “lo que el actor y el demandado quieren fundamentalmente
fijar no es si su derecho a obtener la tutela jurídica existe o no, sino
efectivamente la obtención pura y simple de la misma”. Cabe hablar de
esta queja interindividual como de una pretensión, en sentido sociológico,
lo que en el Derecho corresponde a la figura de la pretensión jurídica que,
para el derecho, se satisface una vez examinada y actuada, de modo que
“… el demandante cuya demanda es rechazada está jurídicamente tan
satisfecho como aquel cuya demanda es acogida….”. La acción, en cambio,
no pertenece al Derecho procesal pues “… el poder de provocar la
actividad de los Tribunales es un puro poder político o administrativo, si se
quiere”. Formula su idea fundamental del siguiente modo: “… concebido
por el Estado el poder de acudir a los Tribunales para formular
pretensiones (derecho de acción), el particular puede reclamar cualquier
bien de la vida frente a otro sujeto distinto del órgano estatal (pretensión
procesal), incoando para ello el correspondiente proceso (demanda), ya
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sea al mismo tiempo, ya sea después de esta iniciación”. La pretensión es,
pues, el verdadero objeto del proceso.
El segundo grupo de tesis, anteriormente referidas, lo constituye la
denominada tesis monista, defendida por SATTA. Descarta que pueda
utilizarse el concepto de acción como “derecho” autónomo, pues ello
presupone inevitablemente el dualismo entre acción y derecho material.
Ahora bien, el derecho subjetivo, material, es incierto; no se conocerá
hasta la decisión judicial. Por ello puede decirse que el derecho subjetivo
no existe con anterioridad a la sentencia; sólo existen intereses
reconocidos y garantizados por la Ley. El derecho ha de ser concreto,
“existe como tal sólo en cuanto exista ese orden en lo concreto” y ni
siquiera admite que la norma abstracta sea “derecho”, pues el
ordenamiento sólo se forma a través del juicio. La acción es, pues,
postulación del juicio y, por consiguiente, postulación de derecho.
Y, por último, debemos referirnos al enorme esfuerzo coordinador
realizado por SERRA DOMÍNGUEZ, para quien es posible la compatibilidad
entre las varias teorías y una síntesis de todas ellas. En realidad casi todas
las teorías son exactas, variando tan sólo según contemplen una u otra
institución, pues bajo una misma denominación se ha comprendido
instituciones completamente distintas que es preciso deslindar para una
perfecta comprensión de la materia y que sustancialmente pueden
reducirse a tres:
a) La posibilidad concedida por las leyes a los ciudadanos a acudir a
los Tribunales efectuando determinadas peticiones (el llamado derecho
abstracto de acción).
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b) La probabilidad legítima de obtener una sentencia favorable de
los Tribunales de Justicia (el llamado derecho concreto de acción).
c) La acción como pretensión o como acto por el que se solicita una
resolución jurisdiccional.
Añade el autor citado que son también relevantes características la
continuidad de la acción, no reducida, por tanto, a un acto de mera
iniciativa, sino que perdura a lo largo de todo el proceso; así como, en
punto a las relaciones entre Derecho material y Derecho procesal, que
éstas no cristalizan en el momento de la acción, sino en el de la
jurisdicción.
I.3.- Concepto.
Siguiendo básicamente las opiniones favorables a la teoría
constitucional, debe partirse del presupuesto de que cualquier concepto
de acción debe ser relativo, pues está condicionado por coordenadas
histórico-temporales y, como ya se expuso, está íntimamente ligado al de
jurisdicción, siendo realmente un derecho a la jurisdicción. Como éste
último concepto, la existencia de la acción debe determinarse a partir de
un momento determinado: desde la prohibición de la autotutela
(entendida como satisfacción por el propio particular de los intereses que
le reconoce el Derecho), consiguientemente el Estado adquiere el deber
de impartir justicia que se convierte en monopolio: de este modo el
Estado, a través de los órganos jurisdiccionales ejercita la función
jurisdiccional en la forma jurídicamente regulada. A partir de tal premisa
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pueden trazarse una serie de notas que caracterizan el concepto
fundamental que estamos analizando.
En primer lugar, se trata de un derecho subjetivo público, entendido
como poder que corresponde a toda persona o grupo de personas de
obligar al órgano jurisdiccional a un pronunciamiento sobre determinada
petición. Los ciudadanos tienen, por tanto, un Derecho a la administración
de justicia caracterizado por encuadrarse, en la clásica distinción de los
derechos subjetivos de JELLINECK, en el status positivo o civitatis, según el
cual una vez reconocida capacidad jurídica al ciudadano se le conceden
pretensiones
jurídicas
positivas
que
tienen
como
contrapartida
prestaciones del Estado en favor del individuo, es decir, en este caso,
mediante el ejercicio de la acción necesariamente ha de surgir la
obligación del Estado, a través de sus órganos jurisdiccionales y de las
normas procesales legalmente establecidas, de admitir o desestimar la
petición que se le dirija por medio de una resolución motivada, todo ello
sin que haya que evidenciar la existencia de un interés o derecho, pues la
legitimación es un requisito que afecta a la eficacia de la pretensión y no al
derecho de acción.
Además, es un derecho de naturaleza constitucional, como
consecuencia directa de la prohibición de autodefenderse, salvo en las
excepciones admitidas en las leyes. Por ello, para satisfacer los intereses
socialmente reconocidos que le han sido desconocidos, negados o
violados el ciudadano o grupo de ciudadanos debe poder defender su
posición constitucional con la posibilidad de acceder a la tutela del Estado.
En este sentido el monopolio en el ejercicio de la función jurisdiccional,
como uno de los principios organizadores básicos del Estado, por tanto,
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con dimensión constitucional, se ve compensado con el propio
reconocimiento constitucional del Derecho a la jurisdicción, y así se
reconoce en la parte dogmática de los textos constitucionales
contemporáneos. En España, este reconocimiento se opera a través del
art. 24 C.E. que eleva a la acción a rango de derecho fundamental,
instaurándose además, como mecanismo garantizador de ésta, una vía
reforzada para su protección como es el recurso de amparo ante el
Tribunal constitucional.
En cuanto al objeto de este derecho fundamental, lo constituye el
ejercicio de la actividad jurisdiccional, es decir, de la actuación
jurisdiccional del Estado, protegiendo el interés general mediante la
satisfacción de los intereses socialmente reconocidos. Como se acaba de
explicar, la acción es un derecho dirigido al Estado, que hace surgir la
obligación para el órgano jurisdiccional de poner en marcha su actividad y
de dar lugar a una resolución jurídicamente fundada.
En definitiva, hoy la doctrina mayoritaria parte de una posición
abstracta acerca de la acción, en cuanto derecho a la administración de la
Justicia por el Estado, derecho subjetivo de naturaleza pública que se
encuentra constitucionalizado en el ordenamiento jurídico y que supone la
excitación por la parte -sin más requisitos que el general de capacidad-,
para que la actividad jurisdiccional del Estado se desarrolle en la forma
jurídicamente regulada, es decir, a través del proceso.
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III.- LA PRETENSIÓN PROCESAL.
III. 1.- Relevancia técnico-jurídica del objeto del proceso.
El planteamiento del objeto del proceso civil deberá realizarse
acudiendo
básicamente
a
los
planteamientos
doctrinales
y
al
posicionamiento jurisprudencial.
En orden a los planteamientos doctrinales aludidos sobre el objeto
del proceso civil resulta imprescindible hacer mención destacada a la
posición defendida por GUASP DELGADO. Efectivamente, se debe al citado
autor la formulación más relevante, en España, en torno al objeto del
proceso civil o la pretensión procesal, figura que arranca del campo del
Derecho civil, el cual –afirma GUAP DELGADO- ha deformado su esencia.
La teoría del citado autor tiene su punto de partida en una concepción
sociológica del proceso, afirmando que “ … lo que el actor y el demandado
quieren fundamentalmente fijar no es si su derecho a obtener la tutela
jurídica existe o no, sino efectivamente la obtención pura y simple de la
misma.”. Cabe hablar de esta queja interindividual como de una
pretensión, en sentido sociológico, lo que en el Derecho Procesal
corresponde a la figura de la pretensión jurídica que, para el derecho, se
satisface una vez examinada y actuada, de modo que “… el demandante
cuya demanda es rechazada está jurídicamente tan satisfecho como aquel
cuya demanda es acogida.”. La acción, en cambio, no pertenece al
Derecho Procesal pues “el poder de provocar la actividad de los Tribunales
... es un puro poder político o administrativo, si se quiere”. Formula su idea
fundamental de la pretensión procesal del siguiente modo: “concebido
por el Estado el poder de acudir a los Tribunales para formular
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pretensiones (derecho de acción), el particular puede reclamar cualquier
bien de la vida frente a otro sujeto distinto del órgano estatal (pretensión
procesal), incoando para ello el correspondiente proceso (demanda), ya
sea al mismo tiempo, ya sea después de esta iniciación”. La pretensión es,
pues, el verdadero objeto del proceso.
La identificación de la pretensión procesal como objeto del proceso
es sostenida, entre otros por GIMENO SENDRA, quien afirma que la
pretensión se configura como “… la declaración de voluntad, debidamente
fundamentada, del actor que formaliza generalmente en el escrito de
demanda y deduce ante el Juez, dirigida contra el demandado en cuya
virtud se solicita del órgano jurisdiccional una sentencia que, en relación
con un derecho, bien o situación jurídica, declare o niegue su existencia,
cree, modifique o extinga una determinada situación o relación jurídica, o
condene al demandado al cumplimiento de una determinada prestación.”;
por su parte, MONTERO AROCA sostiene que: “En sentido estricto el
objeto del proceso es aquello sobre lo que versa éste de modo que lo
individualiza y lo distingue de todos los demás posibles procesos, es
siempre una pretensión, entendida como petición fundada que se dirige a
un órgano jurisdiccional, frente a otra persona, sobre un bien de la vida.”.
Los elementos, pues, que configurarían el objeto del proceso, para
MONTERO ROCA, serían:
a) se trataría de una declaración;
b) que contiene una petición fundada;
c) no se trataría de un trámite, ni un acto procesal –lo que diferencia
dicha posición doctrinal de la sostenía por GUASP DELGADO, para quien la
noción de pretensión la refería a un acto procesal-, ni un derecho,
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d) que se dirige a un órgano jurisdiccional y
e) interpuesta frente a otra persona.
Como respuesta a la petición del demandante aparece la resistencia
u oposición del demandando, dirigida al órgano jurisdiccional, frente al demandante, solicitando no ser condenado. Dicha resistencia –que no tiene
necesariamente que estar fundada- no sirve para delimitar el objeto del
proceso, aun cuando puede contribuir a ampliar los términos del debate y
la congruencia de la sentencia.
La relación entre acción y pretensión procesal queda perfilada de
forma diferente en función del concepto de acción que se adopte. Así si se
adopta la concepción concreta de acción se afirma que el objeto del litigio
se determina, principalmente, con la acción ejercitada en el proceso (RIFÁ
SOLER), no faltando objeto al proceso aunque el tribunal declare que, en
el caso concreto, tal derecho no existe o no corresponde al actor (ORTELLS
RAMOS); mientras que si se opta por el concepto abstracto de acción, el
objeto del proceso no lo constituye la acción –que es el libre acceso a la
jurisdicción a fin de obtener una resolución fundada, motivada y
congruente, erigiéndose en el motor del proceso- sino la pretensión
procesal (GIMENO SENDRA), diferenciándose, pues, entre acción y
pretensión procesal u objeto del proceso civil; por último, si se opta por
una concepción iurisprivatista, el proceso tendrá y habrá tenido su objeto
aunque el tribunal no lo reconozco al actor a exigir algo del contrario,
derecho que aquél afirmó ejercitar (ORTELLS RAMOS).
21
La relevancia técnico-jurídica del concepto del objeto del proceso se
evidencia por su utilidad para:
1) determinar el ámbito cognoscitivo de la decisión judicial,
2) la prohibición de la transformación de la demanda,
3) el procedimiento adecuado,
4) la viabilidad de la acumulación de pretensiones,
5) los límites de la reconvención,
6) la congruencia de la sentencia,
7) la excepción de litispendencia y
8) el alcance de la cosa juzgada.
Efectivamente, tal y como ha señalado el legislador, la L.E.Cv. se
inspira en el principio de justicia rogada o principio dispositivo, del que se
extraen todas sus razonables consecuencias, entre otras, que corresponde
a los sujetos jurídicos la configuración del objeto del proceso,
contribuyendo éste a fijar los límites del conocimiento judicial.
La prohibición de la transformación de la demanda, prevista en los
arts. 412 y 426 L.E.Cv., disponiéndose en el primer precepto citado que
establecido lo que sea objeto del proceso en la demanda, en la
contestación y, en su caso, la reconvención, las partes no podrán alterarlo
posteriormente, por lo que, la fijación de la alteración o no del objeto se
podrá afirmar previamente delimitado éste conforme al contenido de la
demanda; por su parte, el segundo de los preceptos citados, permite a los
22
litigantes,
en
la
audiencia,
la
introducción
de
alegaciones
complementarias en relación con lo expuesto de contrario, siempre que
no se altere sustancialmente sus pretensiones, ni los fundamentos de
éstas expuestos en sus escritos, por lo que, nuevamente, las alegaciones
complementarias que podrán introducir las partes en la audiencia
requiere de un contraste de ésta con el objeto del proceso.
La pluralidad de procedimientos –plenario, abreviado y sumarios(recogido en el C.P.Cv. peruano)-, requiere imprescindiblemente conocer
la naturaleza de la pretensión a fin de tramitarse ésta de acuerdo con el
procedimiento adecuado al objeto de que pueda ser resuelta
judicialmente.
La viabilidad de la acumulación de pretensiones
condicionada
queda
a la existencia o no de dos objetos diferentes y a la
conexión entre ambos, por lo que resulta indispensable fijar el objeto del
primer para resolver sobre la admisibilidad o no de la acumulación, lo
mismo ocurre respecto de la fijación de la homogeneidad o
heterogeneidad a los efectos de examinar su conexión en el
procedimiento de la acumulación de procesos.
La admisibilidad de la reconvención queda condicionada a la
existencia de conexión entre la pretensión de la demanda principal y la
pretensión de la demanda reconvencional, por lo que, nuevamente, la
fijación del objeto de la demanda principal permitirá decidir la posibilidad
de la admisión o no de la demanda reconvencional.
La admisión de la excepción de litispendencia a fin de impedir el
inicio de un segundo proceso sobre un objeto ya planteado en un proceso
anterior requiere que, precisamente, la posibilidad de contrastar ambos
23
objetos, por lo que se requiere la fijación de uno y otro a fin de evitar
dicho segundo proceso.
La fijación de la congruencia de la sentencia requiere el necesario
contraste entre la resolución judicial y el objeto del proceso.
Por todo lo expuesto, queda evidenciado que el tema del objeto del
proceso civil no solo tiene relevancia doctrinal, sino también una evidente
relevancia técnica jurídica.
III. 2.- Elementos delimitadores del objeto; el “petitum”; la causa de pedir.
Distingue la doctrina entre los elementos subjetivos –referidos a las
partes procesales- y objetivos del objeto del proceso –relativos a la
petición y a su causa de pedir o fundamentación- (TAPIA FERNÁNDEZ).
Por su parte, GIMENO SENDRA, al referirse a los requisitos que
condicionan la validez de la pretensión, diferencia entre requisitos
formales y materiales.
En cuanto a los requisitos formales (los presupuestos procesales),
que condicionan la admisibilidad de la pretensión, diferencia entre:
a) requisitos comunes, relativos al del órgano jurisdiccional –la
jurisdicción y la competencia-, a las partes –la capacidad, la
representación y la postulación procesal y el derecho de conducción de la
actividad- y a la actividad –el procedimiento adecuado, la litispendencia y
la cosa juzgada, y
b) relativos a los medios de impugnación, que condicionan la
admisibilidad de la pretensión impugnativa, diferenciando entre requisitos
24
procesales comunes: el gravamen y la conducción procesal y especiales:
prestación de caución o prestación de depósito para interposición del
recurso, o cumplimiento de una determinada summa gravaminis.
Por lo que se refiere a los requisitos de fondo o requisitos
materiales, que no forman parte de la pretensión, aun cuando condiciona
su examen, diferencia entre requisitos subjetivos –legitimación activa y
pasiva de las partes procesales- y objetivos –relativos a la petición y la
fundación fáctica y jurídica de la pretensión.
Por lo que se refiere a los requisitos subjetivos o requisitos formales
comunes relativos a las partes debe recordarse que, conforme al principio
de justicia rogada o principio dispositivo, que inspira el C.P.Cv.,
corresponde a los sujetos procesales la configuración del objeto del
proceso, determinando, con suficiente precisión, qué tutela jurisdiccional
pretende, debiendo alegar y probar los hechos que fundamentan dicha
petición, aduciendo los fundamentos jurídicos correspondientes a la
pretensión de aquélla tutela.
Seguidamente, teniendo en cuenta las aportaciones doctrinales más
relevantes (GUASP DELGADO, ORTELLS RAMOS, TAPIA FERNÁNDEZ,
ARMENTA DEU) se pasa a exponer los elementos objetivos del objeto del
proceso o requisitos materiales a los que expresamente se hace referencia
en diferentes preceptos de la L.E.Cv., tales como: 222 –la cosa juzgada
excluye un ulterior proceso cuyo objeto sea idéntico al del proceso en que
aquélla se haya producido, alcanzado tal efecto a las pretensiones de la
demanda y de la reconvención, así como a los puntos a que se refieren el
art. 408.1 y 2), arts. 399 y 400 (se expondrán numerados y separados los
hechos y los fundamentos de derechos, fijándose con claridad y precisión
25
lo que se pida, relatándose los hechos de forma ordenada y clara con
objeto de facilitar su admisión o negación por el demandado al contestar,
debiéndose aducirse en la demanda conjuntamente los diferentes hechos
o distintos fundamentos o títulos cuando lo que se pida pueda tener
diversidad de fundación fáctica y/o jurídica, siempre que resulten
conocidos o puedan invocarse al tiempo de interponer la demanda, sin
que sea admisible reserva su alegación para u proceso ulterior), art. 406
(la reconvención habrá de expresar con claridad la concreta tutela judicial
que se pretende obtener respecto del actor y, en su caso, de otros
sujetos)-.
En cuanto a la petición o “petitum”, recogida en el “suplico” de la
demanda, integrante del contenido sustancial de la pretensión y delimitadora de los límites cualitativos y cuantitativos del deber de congruencia
del tribunal, se configura como la declaración de voluntad dirigida al
órgano jurisdiccional, constituida por una petición inmediata –atendida a
la actuación jurisdiccional que ha de llevar a cabo el tribunal en atención a
la clase de tutela jurisdiccional instada por los sujetos procesales- y una
petición mediata consistente, o bien en una petición de hacer, dar –cosa
específica o genérica- o entregar cantidad de dinero –en el supuesto de
ejercicio de una pretensión procesal de condena-, o bien en la declaración
existencia, inexistencia de una relación o situación jurídica o de un
negocio jurídico –en la hipótesis de planteamiento de una pretensión
meramente declarativa-, o bien, en la creación, modificación o extinción
de una elación o situación jurídica –en el supuesto de presentación de una
pretensión constitutiva-.
26
Resultando
el
petitum
–tanto
mediato,
como
inmediato-
insuficiente para la determinación del objeto del proceso, dado que un
mismo bien puede pedirse con base en causas de pedir muy diversas
(MONTERO AROCA), resulta procedente abordar seguidamente la cuestión
relativa a la fundamentación –fáctica y jurídica- de la pretensión procesal.
Con relación a la distinción entre los “hechos” –o fundamentación
fáctica- y los fundamentos de derecho, que apoyan la petición o petitum
de la demanda, surge la necesidad de calificar si ambos o sólo uno de ellos
constituyen, junto a la petición, elementos determinantes de la pretensión u objeto procesal. Para dar respuesta a dicho interrogante surge,
en Alemania, dos teorías –de la individualización y de la substanciación de
la demanda-. Para la teoría de la individualización lo determinante en la
formación del objeto procesal es la individualización que ha de efectuar el
demandante de los hechos en los correspondientes preceptos materiales,
mientras que para la teoría de la substanciación lo decisivo en la
determinación del objeto son los hechos que sirven de fundamento a la
pretensión (GIMENO SENDRA).
Entendemos que los hechos, que fundamenten la demanda,
deberán tener relevancia jurídica, es decir, deberán constituir el supuesto
de hecho de una norma jurídica cuyas consecuencias jurídicas se
pretenden por los sujetos procesales, por lo que respecto de dicha
fundamentación o calificación jurídica, en orden a la construcción del
objeto del proceso, puede afirmarse que:
En materia jurídica rige el principio iura novi curia. Conforme a
dicho principio puede afirmarse que la alegación de una norma jurídica no
vincula al tribunal, pudiendo éste aplicar la norma que estime procedente,
27
aunque no hayan sido acertadamente alegados o citadas por los litigantes,
por lo que el cambio de calificación jurídica de los hechos alegados por los
sujetos procesales no motiva una situación de incongruencia, pudiendo
realizar pronunciamiento jurídicos previstos en una norma jurídica aunque
no haya sido peticionada por las partes. Sin embargo, el Tribunal no podrá
conceder por acción distinta a la ejercitada por las partes, ni por derecho
diferente al alegado por éstas. El principio de justicia rogada, inspiración
fundamental del proceso civil –excepto en los casos en que predomina un
interés público que exige satisfacción- no constituye, en absoluto, un
obstáculo para que el tribunal aplique el Derecho que conoce dentro de
los límites marcados por la faceta jurídica de la causa de pedir. El tribunal
no tendrá que tomar en consideración la calificación jurídica, realizada por
las partes, sino es esencial para la decisión.
Sostiene TAPIA FERNÁNDEZ que la causa de pedir está integrado por
dos elementos, a saber: el fáctico y el jurídico, mientras que el primero
vincula, en todo caso, al Juez, el segundo (jurídico), formado por dos
subelementos: el punto de vista jurídico (o calificación jurídica, o el
razonamiento jurídico, o la fundamentación jurídica) y el elemento
puramente normativo de este punto de vista jurídico (la concreta norma
aplicable a ese objeto procesal delimitación por las partes y sometidos al
juez), siendo este segundo subelemento de apreciación por el Juez,
aunque las partes no hubiesen alegado esas normas, en el sentido de que
“… el Juez –sin apartarse de esa fundamentación jurídica alegada por la
parte- puede introducir normas aplicables silenciadas por las partes y que
refuercen esa fundamentación de Derecho ofrecida”.
28
La posición cambiante de la doctrina legal ha sido puesto de
manifiesto por TAPIA FERNÁNDEZ, que no da una idea clara y concluyente
sobre lo que constituye la causa de pedir, puesto que mientras en
ocasiones proclama que la causa de pedir está constituida únicamente por
los hechos alegados, el acaecimiento histórico, la relación de hechos que,
al propio tiempo que la delimitan, sirve de fundamento a la pretensión
que se actúa, por entender que los brocardo da mihi factum et dato tibi
ius e iura novit curia atribuyen a los tribunales la libertad de aplicar el
derecho que se corresponda con los hechos alegados; de lo que se deriva
que el elemento jurídico no identifica la causa de pedir, ya que tal
elemento jurídico puede ser variado sin dificultad sin que cambie este
elemento identificador de la acción; en otras ocasiones, el T.S. ha venido
considerando que la potestad de los Jueces y Tribunales para aplicar la
norma adecuada tiene como límite infranqueable el respeto a la causa de
pedir, es decir, al hecho debatido y a la norma que éste naturalmente
postule o requiera, aduciendo para considerar el elemento identificador
de la causa de pedir también al elemento normativo es que “… sería una
extralimitación que impediría el normal uso de la defensa jurídica
causando indefensión … al no poderse contrarrestar con aportaciones de
hecho distintas o con fundamentos jurídicos exceiconantes.” (S. –Sala 1ªde 15 de octubre de 1984).
III. 3.- Modalidades de tutela jurisdiccional.
La ruptura entre el derecho subjetivo y la acción ha llevado a la
doctrina procesalista a distinguir, acertadamente, entre acción y
29
pretensión. Sin duda, el mérito en la elaboración del concepto de
pretensión ha de imputarse a GUASP DELGADO.
Las modalidades de tutela jurisdiccional, que pueden instarse ante
los tribunales, podrían clasificarse en:
 La tutela jurisdiccional declarativa, o más estrictamente, el
ejercicio de la misma da origen a un proceso encaminado a
obtener la mera declaración de existencia o inexistencia de una
relación jurídica (meramente declarativas) o a obtener una
prestación procedente de la contraparte (de condena) o a
modificar una situación jurídica existente (constitutivas).
 La tutela jurisdiccional ejecutiva abre un proceso dirigido a
obtener la efectividad de un derecho previamente reconocido o
declarado, contemplado en un título de ejecución, en situaciones
de incumplimiento voluntario del condenado previamente en
sentencia.
 La tutela jurisdiccional cautelar tiene como objetivo el
aseguramiento de una ejecución futura, dando lugar a la
apertura del proceso cautelar, cuya naturaleza jurídica es,
doctrinalmente, discutible.
Distingue GÓMEZ DE LIAÑO GONZÁLEZ, en atención a los sujetos y
al ámbito de aplicación, entre acción personal, acción pública, acción
popular y acción colectiva.
30
La acción personal o individual es la que corresponde a toda
persona física o jurídica capaz para la defensa de sus propios y particulares
intereses.
La acción pública se concede a toda persona que demuestre un
interés para su propia defensa en el terreno del Derecho público, en el de
los intereses comunes, es decir, aquéllos en los que la satisfacción de un
interés común, constituye la forma de satisfacer los de todos.
La acción popular faculta al ciudadano para impugnar un acto lesivo
para el interés general, no siendo preciso invocar la lesión de un derecho,
ni un interés legitimado, aunque pueda existir.
La acción colectiva es la que correspondería a “grupos” y colectivos
sin personalidad jurídica necesaria para la defensa de sus intereses.
Probablemente, a nivel iberoamericano, se acoge más acertadamente el
tratamiento de la legitimación en la tutela procesal de derechos e
intereses colectivos, inclinándose por establecer un esquema amplio de
legitimación activa, con caracteres concurrente, disyuntiva y exclusiva y
con exigencia de “representación adecuada” (GIDI). Dicha tendencia se
aprecia claramente en el Código Modelo para Iberoamérica (art. 3°) –
MENESES PACHECO-.
III.4.- Acción y pretensión.
Para finalizar el examen del concepto de acción como fundamental
de nuestra disciplina, es necesario distinguirlo de la pretensión, otro
concepto importante para el Derecho Procesal. Si se parte del derecho de
acción como derecho abstracto, la pretensión podrá concebirse como acto
31
concreto, en cambio si partimos de una consideración concreta de la
acción queda difuminado el concepto de pretensión, así como el de
legitimación.
La elaboración doctrinal en torno a la pretensión arranca del
Derecho civil, concretamente de WINSCHEID, para el cual la pretensión
constituye el aspecto activo de una relación jurídica obligacional:
sustituyendo el término romano de actio por el de Anspruch concibe
concretamente a esta última como el derecho de exigir de otro,
concepción que después se consagraría en el art. 194 BGB.. Pero, este
pandectísta alemán, aún poniendo de relieve el elemento de protección
del derecho sitúa la pretensión en el ámbito del Derecho civil.
Entre la doctrina procesalista española fue GUASP DELGADO el que
se dedicó a la construcción de un concepto de pretensión procesal.
Considera que deben ser abandonadas las teorías sobre la acción, pues
ésta se encuentra fuera del ámbito del Derecho procesal, sino en el
Derecho político o en el civil, y debe ser sustituida por el concepto
concreto de pretensión procesal, frente al abstracto de acción. Así, en su
famosa obra La pretensión procesal, GUASP DELGADO, tras haber
analizado la institución del proceso, afirma que “… todo proceso supone
una pretensión, toda pretensión origina un proceso, ningún proceso
puede ser mayor, menor o distinto que la correspondiente pretensión”.
Afirma que los conceptos de acción y demanda han tenido “secuestrado”
el concepto de pretensión que debe ser depurado, delimitando el campo
de actuación de cada uno de ellos. El derecho de acción es previo al
proceso, por tanto no puede constituir su objeto; tampoco la demanda
puede serlo porque es un mero detalle del proceso, una particularidad: es
32
el acto de iniciación del proceso. En realidad, todas las vicisitudes
procesales giran en torno al elemento de la pretensión, entendida como
“la reclamación que una parte dirige frente a otra y frente al juez”, lo cual
constituye el elemento objetivo del proceso. Por tanto, el objeto del
proceso no es un derecho sino un acto procesal: el acto de reclamación
que el actor formula contra el demandado. Este acto sería la concreción
del derecho extra o preprocesal de acción, operada mediante el ejercicio
de ésta última. El objeto del proceso o pretensión procesal es, en
definitiva, según este autor, una declaración de voluntad en la que se
solicita una actuación del órgano jurisdiccional frente a persona
determinada y distinta del autor de la declaración. Tal declaración consiste
en una petición, en la que la voluntad exteriorizada agota su sentido en la
solicitud dirigida a algún otro elemento externo para la realización de un
cierto contenido, es decir, una petición de un sujeto activo ante un órgano
jurisdiccional frente a un sujeto pasivo sobre un bien de la vida.
El desarrollo de la diferenciación entre los conceptos de acción y de
pretensión ha tenido lugar por obra de diversos autores, entre los que
destaca FAIRÉN GUILLÉN. A partir de estas elaboraciones doctrinales se ha
llegado a una serie de conclusiones:
En primer lugar, la acción se considera como un derecho público
subjetivo de naturaleza constitucional o política, mientras que la
pretensión es un acto de declaración de voluntad petitoria.
En segundo lugar, la acción, como derecho, corresponde a todas las
personas y puede ser ejercitada por los que tengan capacidad de obrar,
accionando en otro caso sus representantes, pero la pretensión sólo es
eficaz si está fundada, reconocida por el ordenamiento jurídico, y existe
33
legitimación, es decir, exista una relación especial del sujeto con el objeto
del proceso.
En tercer lugar, la acción es eficaz desde el primer momento,
cuando se ponen en marcha los órganos jurisdiccionales; en cambio la
pretensión sólo será eficaz cuando se resuelva sobre el fondo
favorablemente a la petición del actor.
En cuarto lugar, la acción se dirige contra el Estado, el cual debe
satisfacer tal derecho por medio de los órganos jurisdiccionales que
deberán resolver mediante una resolución fundada jurídicamente, en
cambio la pretensión se dirige contra el demandado.
De todo ello se deduce la naturaleza claramente diversa de la acción
y la pretensión: la acción como concepto, fundamental para el Derecho
procesal, pero de carácter preprocesal, mientras que la pretensión es
netamente procesal, entendida como objeto del proceso.
34
VI.- EL DERECHO FUNDAMENTAL A OBTENER UNA TUTELA JUDICIAL.
PRINCIPALESASPECTOS
DEFINIDOS
PRO
LA
JURISPRUDENCIA
CONSTITUCIONAL.
El derecho a la tutela jurisdiccional aparece consagrado een el art.
139.3 de la C.Pr., tratándose, afirma LANDA ARROYO de “… un derecho
genérico o complejo que parte de una concepción garantista y tutelar para
asegurar tanto el derecho de acceso a los órganos de justicia como la
eficacia de lo decidido en la sentencia.”; mientras que el art. 4 del C.Pro. C.
se refiere a la tutela procesal.
Partiendo, pues, de los arts. 139.3 C.Pr. y 24.1º C.E. es desde donde
estimamos puede, en la actualidad, afrontarse el estudio de la acción.
Es prioritario, sin embargo, determinar previamente, el ámbito
subjetivo y objetivo que se perfila en los arts. 139.3 C.Pr. y 24.1º C.E. Y, en
este orden de cosas, puede señalarse que se consideran sujetos activos o
titulares de este derecho constitucional a todas las personas, tanto sean
personas físicas o jurídicas, nacionales o extranjeras.
La atribución de la titularidad del derecho a la tutela judicial
efectiva, tanto a ciudadanos peruanos, como extranjeros se deduce, no
sólo del citado arts. 139.3 C.Pr. y 24.1º C.E., sino también de los arts. 10
D.U.D.H., 6.1 CEDH y 14.1 PIDCP. De aquí se puede extraer uno de los
caracteres del derecho a la jurisdicción: “el derecho a la jurisdicción cuyo
sustrato jurídico material es el poder medial de defender los derechos,
constituye, sin duda patrimonio del “iusgentium ...” (ALMAGRO NOSETE).
El tema en orden a la titularidad del derecho a la tutela
jurisdiccional cobra singular interés en la C.Pr., donde el art. 139 están
35
ubicado sistemáticamente en el capítulo VII (Del Poder Judicial) y bajo la
rúbrica de Principios de la Administración de Justicia, señalándose que
“Son principios y derechos de la función jurisdiccional”, señalándose que:
“3. La observancia del debido proceso y la tutela jurisdiccional.
Ninguna
persona
puede
ser
desviada
de
la
jurisdicción
predeterminada por la ley, ni sometida a procedimiento distinto de los
previamente establecidos, ni juzgada por órganos jurisdiccionales de
excepción ni por comisiones especiales creadas al efecto, cualquiera sea su
denominación.”.
Los “jueces y Tribunales” (los órganos judiciales del Estado) son los
obligados, por lo tanto, a la prestación jurisdiccional.
Parafraseando a DIEZ-PICAZO Y PONCE DE LEÓN puede afirmarse
que la tutela judicial es una estrella que se proyecta sobre:
VI.1.- Derecho de acceso a la justicia.
En un orden lógico y cronológico, su primer contenido será el libre
acceso a la justicia -que presupone el concepto anterior de ésta -(SS.TC
165/1985, de 23 de mayo; 100/1988, de 7 de junio)-.
La C.E. reconoce de forma sumamente amplia el derecho de libre
acceso a los tribunales (“todas las personas”) -a lo que ya hemos tenido
ocasión de referirnos-, configurándose así la acción como un derecho
subjetivo público, constitucionalmente reconocido, cuyo objeto es poner
en funcionamiento la actividad jurisdiccional (GIMENO SENDRA).
36
Tanto la D.U.D.H. (art. 8) como el P.I.D.C.P. (art. 14) y el C.E.D.H.,
6.1º establecen el derecho de toda persona a que su causa sea oída
equitativa, públicamente y dentro de un plazo razonable por un Tribunal
que decidirá los litigios sobre sus derechos y obligaciones de carácter civil
o el fundamento de cualquier acusación en materia penal dirigida contra
ella. Son muchas las sentencias del TEDH que proclaman el derecho de
acceso de los ciudadanos a los Tribunales de Justicia (SS. de 21 de enero
de 1975 -caso Golder- y de 1 de julio de 1961 -caso Lawelss-),
reconociendo la necesidad de protección del derecho de acceso a los
tribunales, dentro de las garantías del derecho a un proceso equitativo.
El derecho a la tutela judicial efectiva, pese a algunas posturas
doctrinales que así lo defienden, ni es el objeto del derecho de acción, ni
se consume, en el libre acceso a la justicia (ORTELLS RAMOS), sino que
comprende otra serie de derechos que pasamos seguidamente a exponer.
VI. 2.- El derecho a una sentencia motivada de fondo.
El proceso habrá de concluir, normalmente, con una resolución
motivada de fondo fundada en derecho si concurren todos los requisitos
procesales para ello (SS.TC 119/2007, de 21 de mayo; 52/2009, de 23 de
febrero; 125/2010, de 29 de noviembre; 231/2012, de 11 de enero),
razonada y congruente con las peticiones de las partes (SS. TC. 206/1987,
de 21 de diciembre; 51/1992 de 2 de abril).
Pasemos a analizar cada uno de los condicionantes exigidos a la
mencionada resolución motivada de fondo, anteriormente mencionados.
37
El artículo 139 inciso 5 de la C.Pr, concordante con el art. 12 del
Texto Único Ordenado de la Ley Orgánica del Poder Judicial, e incisos 3 y 4
del artículo 122 y 50 inciso 6 del Código Procesal Civil, dispone que toda
resolución emitida por cualquier instancia judicial debe encontrarse
debidamente motivada. Es decir, debe manifestarse en los considerandos
la radio decidendi que fundamenta la decisión, la cual debe contar, por
ende, con los fundamentos de hecho y derecho que expliquen por qué se
ha resuelto de tal o cual manera. Solo conociendo de manera clara las
razones que justifican la decisión, los destinatarios podrán ejercer los
actos necesarios para defender su pretensión.
Y es que la exigencia de que las resoluciones judiciales sean
motivadas, por un lado, informa sobre la forma como se está llevando a
cabo la actividad jurisdiccional, y por otro lado, constituye un derecho
fundamental para que los justiciables ejerzan de manera efectiva su
defensa. Este derecho incluye en su ámbito de protección el derecho a
tener una decisión fundada en Derecho. Ello supone que la decisión esté
basada en normas compatibles con la Constitución, como en leyes y
reglamentos vigentes, válidos, y de obligatorio cumplimiento.
“[…] [L]a motivación de las resoluciones judiciales como principio y
derecho de la función jurisdiccional (…), es esencial en las decisiones
judiciales, en atención a que los justiciables deben saber las razones por las
cuales se ampara o desestima una demanda, pues a través de su
aplicación efectiva se llega a una recta administración de justicia,
evitándose con ello arbitrariedades y además permitiendo a las partes
ejercer adecuadamente su derecho de impugnación, planteando al
superior jerárquico, las razones jurídicas que sean capaces de poner de
38
manifiesto, los errores que puede haber cometido el Juzgador.[…]”
Casación Nº 918-2011 (Santa), Sala Civil Transitoria, considerando
séptimo, de fecha 17 de mayo de 2011.
Si bien el artículo 139 inciso 5 de la Constitución menciona de
manera expresa que la motivación de las resoluciones debe realizarse de
forma escrita, no puede aceptarse una interpretación meramente literal
del mismo, “[…] pues de ser así se opondría al principio de oralidad y a la
lógica de un enjuiciamiento que hace de las audiencias el eje central de su
desarrollo y expresión procesal. […]”(Acuerdo Plenario N° 6–2011/CJ–116).
Ahora bien, este derecho no garantiza una determinada extensión
de la motivación sin que exista suficiente sustento fáctico y jurídico en la
decisión, y que además haya relación entre lo pedido y lo resuelto. Esto
último quiere decir que el razonamiento que utilice el juez debe responder
a las alegaciones de las partes del proceso. Sobre esto, existen dos
situaciones que vuelven incongruente esta relación: cuando el juez altera
o excede las peticiones planteadas (incongruencia activa), y cuando no
contesta dichas pretensiones (incongruencia omisiva). Pero ello no
significa que todas y cada una de las alegaciones de las partes sean, de
manera necesaria, objeto de pronunciamiento, sino solo aquellas
relevantes para resolver el caso.
“[…] Basta, entonces, que el órgano jurisdiccional exteriorice su
proceso valorativo en términos que permitan conocer las líneas generales
que fundamentan su decisión. La extensión de la motivación, en todo caso,
está condicionada a la mayor o menor complejidad de las cuestiones
objeto de resolución, esto es, a su trascendencia. No hace falta que el
órgano jurisdiccional entre a examinar cada uno de los preceptos o
39
razones jurídicas alegadas por la parte, sólo se requiere de una
argumentación ajustada al tema en litigio, que proporcione una respuesta
al objeto procesal trazado por las partes […]” (Acuerdo Plenario N° 6–
2011/CJ–116).
Pero la motivación deviene en defectuosa cuando, además de
carecer de argumentos jurídicos y fácticos sólidos, ocurren dos
presupuestos. Primero, cuando de las premisas previamente establecidas
por el juez resulte una inferencia inválida; y segundo, cuando exista tal
incoherencia
narrativa
en
el
discurso
que
vuelva
confusa
la
fundamentación de la decisión. La motivación debe ser, pues, lógica y
coherente. En este sentido, se ha señalado que:
“[…] Una motivación comporta la justificación lógica, razonada y
conforme a las normas constitucionales y legales señaladas, así como con
arreglo a los hechos y petitorios formulados por las partes; por
consiguiente, una motivación adecuada y suficiente comprende tanto la
motivación de hecho o in factum (en el que se establecen los hechos
probados y no probados mediante la valoración conjunta y razonada de
las pruebas incorporadas al proceso, sea a petición de parte como de
oficio, subsumiéndolos en los supuestos fácticos de la norma), como la
motivación de derecho o in jure (en el que selecciona la norma jurídica
pertinente y se efectúa una adecuada interpretación de la misma). Por
otro lado, dicha motivación debe ser ordenada, fluida, lógica; es decir,
debe observar los principios de la lógica y evitar los errores in cogitando,
esto es, la contradicción o falta de logicidad entre los considerandos de la
resolución […]” (Recurso de Casación Nº 1068-2009, Sala Civil Transitoria
(Lima), considerando séptimo, de fecha 21 de enero de 2011).
40
Tal es así que en el ámbito penal, el derecho a la debida motivación
supone que la decisión final resulte de una deducción razonable de los
hechos del caso y de la valoración jurídica de las pruebas aportadas.
“[…] [S]i se trata de una sentencia penal condenatoria –las
absolutorias requieren de un menor grado de intensidad–, requerirá de la
fundamentación (i) de la subsunción de los hechos declarados probados en
el tipo legal procedente, con análisis de los elementos descriptivos y
normativos, tipo objetivo y subjetivo, además de las circunstancias
modificativas; y (ii) de las consecuencias penales y civiles derivadas, por
tanto, de la individualización de la sanción penal, responsabilidades civiles,
costas procesales y de las consecuencias accesorias […]” (Acuerdo Plenario
N° 6–2011/CJ–116).
Además, la motivación en el auto de apertura de instrucción no
debe limitarse a la puesta en conocimiento del justiciable sobre los cargos
que se le imputan, sino que debe asegurar también que la acusación que
se le hace sea cierta, clara y precisa. El juez debe, pues, describir de
manera detallada los hechos que se imputan y los elementos probatorios
en que fundamentan los mismos.
En el caso de decisiones de rechazo de demanda o que impliquen la
afectación a derechos fundamentales, la motivación debe ser especial,
toda vez que en estos casos “(…) la motivación de la sentencia opera como
un doble mandato, referido tanto al propio derecho a la justificación de la
decisión como también al derecho que está siendo objeto de restricción
por parte del Juez o Tribunal” (Exp. N° 00728-2008-HC/TC). Es así que la
detención judicial preventiva, límite al derecho fundamental a la libertad,
exige una motivación especial que asegure que el juez ha actuado en
41
conformidad con la naturaleza excepcional, subsidiaria y proporcional de
esta medida cautelar.
En cualquier caso, la falta de motivación puede dar lugar a la
nulidad procesal, siempre que:
“[…] el defecto de motivación genere una indefensión efectiva –no
ha tratarse de una mera infracción de las normas y garantías procesales–.
Ésta únicamente tendrá virtualidad cuando la vulneración cuestionada
lleve aparejada consecuencias prácticas, consistentes en la privación de la
garantía de defensa procesal y en un perjuicio real y efectivo de los
intereses afectados por ella, lo que ha de apreciarse en función de las
circunstancias de cada caso […]” (Acuerdo Plenario N° 6–2011/CJ–116).
Puede afirmarse que el derecho del art. 139.3 C.Pr. impone a los
tribunales ordinarios el deber de dictar una resolución razonada y fundada
en Derecho sobre el fondo y, en el caso de no entrar en el fondo por no
darse todos los presupuestos procesales o cumplirse los requisitos de
forma exigidos, ésta se habrá de razonar o fundar en Derecho, pudiendo el
TC discernir si la causa impeditiva afecta o no al contenido esencial del
derecho. Ha de precisarse que si bien las normas procesales, en la medida
en que disciplinan la actividad de los sujetos que intervienen en el
proceso, son normas que imponen el cumplimiento de exigencias formales
para la validez y eficacia de los actos, sin embargo, no todos los requisitos
previstos por la Ley pueden merecer idéntica consideración y su
incumplimiento abocar al tribunal ordinario a no pronunciarse sobre el
fondo: sólo cuando no concurra algún presupuesto procesal, o resulte
incumplido alguno de los requisitos esenciales, podrá dictarse una
42
resolución de inadmisión o desestimación por motivos formales (SS. TC
17/1985, de 9 de febrero; 134/1989, de 19 de julio). De aquí que el
derecho a la tutela judicial obligue a elegir la interpretación de la Ley que
sea más conforme con el principio pro-actione y, por tanto, que “… las
causas de inadmisión, en cuanto vienen a excluir el contenido normal del
derecho, han de interpretarse en sentido restrictivo después de la CE” (S.
TC 126/1984, de 26 de diciembre).
El derecho a la tutela judicial efectiva exige la obtención de una
resolución “fundada en derecho”. Pero qué alcance ha de darse a esta
expresión. Bastará con que la resolución sea simplemente motivada,
quedando el razonamiento adecuado confiado al órgano jurisdiccional
competente, y que la sentencia de inadmisión razonada jurídicamente
satisface “normalmente” el derecho de tutela. Parece, pues, en principio
que cualquier razonamiento jurídico es válido para conformar la tutela, y
más si como señala la S. TC 9/1983, de 21 de febrero “… excluye que este
Tribunal pueda constituirse en un órgano que analizando cada supuesto
concreto planteado actúe como revisor de la decisión judicial aplicando el
sistema de mera legalidad. Sólo en los supuestos excepcionales de que la
decisión judicial pueda estimarse como no respetuosa con el contenido del
art. 24.1º por arbitraria, por efectuar una valoración claramente impropia
es cuando el Tribunal podrá entrar a conocer, mediante el recurso de
amparo, la decisión por vulneración de dicho art. 24.1º”. De lo dicho, pues,
cabe afirmar que la tutela judicial efectiva exige que las decisiones
judiciales, no sólo estén motivadas, sino que dicha motivación sea
conforme a derecho, ajustada a derecho, pudiendo el TC, entrar a
examinar la legalidad ordinaria aplicada por los Tribunales ordinarios en
supuestos de decisiones judiciales arbitrarias o irrazonadas.
43
En relación con el requisito del razonamiento que ha de contener
toda resolución judicial debe recordarse que ello supone una garantía
esencial del justiciable mediante la cual se puede comprobar que la
resolución dada al caso es consecuencia de una exigencia racional del
ordenamiento y no fruto de la arbitrariedad (S. TC 49/1992, de 2 de abril).
Por ello se considera que “… una sentencia que en nada explique la
solución que proporciona a las cuestiones planteadas, sin que pueda
inferirse tampoco cuáles sean las razones próximas o remotas que
justifican aquélla, es una resolución judicial que no sólo viola la ley, sino
que vulnera también el derecho a la tutela judicial consagrado en el art.
24.1º” (S. TC 116/1986, de 8 de octubre).
Y, por último, respecto a la exigencia de congruencia que ha de
existir entre la decisión judicial y las peticiones de las partes debe
recordarse que se trata de una doctrina consolidada del TC en orden a
que, a fin de evitar cualquier grado de indefensión, (SS. TC 20/1982, de 5
de mayo; 15/1984, de 6 de febrero) pues una resolución judicial que
altere de modo decisivo los términos en que se desarrolla la contienda,
substrayendo a las partes el verdadero debate contradictorio propuesto
por ellas, con merma de sus posibilidades y derecho de defensa y que
ocasione un fallo o parte dispositiva no adecuado o ajustado
sustancialmente a las recíprocas pretensiones de las partes, incurre en la
vulneración del derecho a la congruencia amparado por el art. 139.3º
C.Pr.. Por ello se ha reconocido la dimensión constitucional de la
incongruencia como denegación de la tutela judicial, cuando el órgano
judicial omite la decisión sobre el objeto procesal, trazado entre la
pretensión y su contestación o resistencia.
44
VI. 3.- Derecho a la ejecución.
La tutela judicial efectiva también extiende su eficacia a la fase de
ejecución, pues resultado de todo punto insuficiente el simple dictado de
la sentencia si ésta no se lleva a efecto de modo coactivo en los casos en
que voluntariamente no se cumpla el pronunciamiento contenido en ella.
Por otro lado, el derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales
que han pasado en autoridad de cosa juzgada constituye otra
manifestación del derecho a la tutela jurisdiccional. Si bien la C.Pr. no hace
referencia al derecho a la tutela jurisdiccional “efectiva”, un proceso solo
puede considerarse realmente correcto y justo cuando alcance sus
resultados de manera oportuna y efectiva (LANDA ARROYO).
Por tal razón, el TC considera con acierto que el derecho
fundamental a la tutela judicial efectiva comprende el derecho subjetivo a
que se ejecuten las sentencias de los tribunales ordinarios, y
objetivamente supone, a su vez, una pieza clave para la efectividad del
Estado de Derecho. De aquí se sigue la obligatoriedad de cumplir las
sentencias y demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales. Si no
fuera así las decisiones judiciales y el reconocimiento de los derechos que
contuvieran se convertirían en meras declaraciones de intenciones (SS. TC
26/1983, de 13 de abril; 167/1987, de 28 de octubre).
Con respecto a la Administración Pública, en varias ocasiones ha
establecido el TC la doctrina de que “… el derecho a la ejecución de las
sentencias y demás resoluciones firmes de los órganos jurisdiccionales no
se satisface solo con la remoción inicial de los obstáculos que a su efectivo
45
cumplimiento pueda oponer la Administración, si no que postula además,
que los propios órganos judiciales reaccionen frente a ulteriores
actuaciones o comportamientos enervantes del contenido material de sus
decisiones, y lo hagan en el propio procedimiento incidental de ejecución al
cual es aplicable el principio “pro actione” que inspira el art. 24,1º CE” (S.
TC 182/1987, de 28 de octubre). En supuestos en que pudieran estar en
colisión el principio de seguridad jurídica, que obliga al cumplimiento de
las sentencias, con el de legalidad presupuestaria, aquél tiene que
prevalecer, pues de lo contrario se deja “de hecho sin contenido un
derecho que la C.E. reconoce y garantiza (S. TC 32/1982, de 7 de junio).
Las medidas de ejecución no deben adoptarse “con una tardanza excesiva
e irrazonable” (S. TC 1983, de 13 de abril) y “ … si un Juez o Tribunal se
aparta, sin causa justificada, de lo previsto en el fallo que debe ejecutarse
… estaría vulnerando el art. 24, 1º de la CE ….” (S. TC de 15 de julio de
1987).
VI.4.- Derecho al debido proceso debido (o proceso con todas las
garantias).
Los arts. 139.3 C.Pr y 24.1º C.E. no se han limitado a
constitucionalizar el derecho de acción como derecho a poner en
funcionamiento la actividad jurisdiccional del Estado, sino que va más allá,
abarcando el denominado derecho a un proceso con todas las garantías
(SS. TC 13/1981, de 22 de abril; 118/1989, de 3 de julio) o proceso debido
–más adecuadamente, entiendo, debiera referirse al proceso justo-,
utilizando el citado precepto constitucional peruano la conjunción
disyuntiva “y” entre tutela judicial y proceso debido, por lo que debe
46
necesariamente interpretarse como dos derechos constitucionales
diferenciados. El principio lo ha enunciado la CE señalando que la tutela
otorgada por los Jueces y Tribunales ha de ser efectiva –no lo hace así el
texto constitucional peruano, si bien, como ya se ha afirmado, no puede
afirmarse la existencia de tutela judicial, sino ésta no es efectiva- y
reforzándolo con la prohibición de que en ningún caso se produzca
indefensión.
La prohibición de la indefensión ofrece la vertiente negativa del
derecho constitucional, que ahora estudiamos, con la que se trata de
evidenciar la imposibilidad de que el proceso llegue a su fin a costa del
derecho de defensa de las partes, bien entendido que “la indefensión no
tiene nada que ver con el contenido favorable o adverso de la sentencia,
sino con el camino seguido hasta llegar a ella” (RAMOS MÉNDEZ). En
prevención de cualquier situación de indefensión, el TC ha apelado a los
principios de igualdad de las partes, audiencia y contradicción, defensa
letrada, producción de pruebas pertinentes y publicidad.
Efectivamente la indefensión adquiere relevancia constitucional
cuando supone una privación o limitación del derecho de defensa
contradictorio en juicio “… que si se produce por vía legislativa sobrepasa
el límite del contenido esencial prevenido en el art. 53, y si se produce en
virtud de concretos actos de los órganos jurisdiccionales entraña mengua
del derecho de intervenir en el proceso en el que se ventilan intereses
concernientes al sujeto, respecto de los cuales la sentencia debe suponer
una modificación de una situación jurídica individualizada, así como el
derecho de realizar los alegatos que estimen pertinentes para sostener
ante el juez la situación que se crea preferible y de utilizar los medios de
47
prueba para demostrar los hechos alegados y, en su caso y modo, utilizar
los recursos contra las resoluciones judiciales.” (SS. TC 48/1984, de 4 de
abril; 70/1984, de 11 de junio; 96/1985, de 29 de julio).
La garantía del derecho al proceso debido posibilita al litigante para
utilizar todos los mecanismos procesales que el legislador pone a su
alcance durante toda la tramitación del proceso y, en particular, los
recursos previstos en la Ley contra las resoluciones judiciales (SS. TC
110/1985; 191/1988, de 17 de octubre; 265/1988, de 22 de diciembre),
ello no impide que la tutela judicial se configure de una forma
determinada, sino que admite múltiples posibilidades en la ordenación de
los procesos y también de instancias y recursos, de acuerdo con la
naturaleza de las pretensiones cuya satisfacción se inste y de las normas
que las fundamenten; pero cuando el legislador ha establecido un cierto
sistema de recursos, el art. 24,1º C.E. comprende también el derecho de
usar esos instrumentos procesales, debiendo interpretarse sus normas
reguladoras del modo que más favorezca su admisión y sustanciación,
pudiéndose cuestionar la legitimidad de los requisitos exigidos por la ley
cuando no guarden proporción con las finalidades perseguidas o entrañen
obstáculos excesivos (SS.TC 163/1985, de 2 de diciembre; 106/1988, de 8
de junio; 95/1989, de 24 de mayo; 157/1.989, de 5 de octubre).
La adecuada preservación, por otra parte, del derecho de defensa y
su plena efectividad exige, como preferente garantía, asegurar que los
interesados tengan conocimiento de las actuaciones, lo que ha sido objeto
de reiterados pronunciamientos del T.C. exigiendo el emplazamiento
personal y la comunicación de actos procesales, habiendo consolidado un
cuerpo doctrinal sobre el particular (SS.TC 9/1981, de 31 de marzo;
48
156/1985, de 15 de noviembre; 205/1988, de 7 de noviembre; 211/1989,
de 19 de diciembre). En este sentido, el TC ha reiterado que los Tribunales
deben adoptar una actitud “pro actione” “… pues la tutela judicial efectiva
que consagra el art. 24.1º supone el estricto cumplimiento por los órganos
jurisdiccionales de los principios rectores del proceso explícitos o implícitos
en el ordenamiento procesal” (S.TC 157/1987, de 15 de octubre), “… de
modo que esta garantía impone a la jurisdicción el deber específico de
adoptar, más allá del cumplimiento rituario de las formalidades legales,
todas las cautelas y garantías que resulten razonablemente adecuadas al
aseguramiento de que esa facultad de conocimiento personal no se frustre
por causas ajenas a la voluntad de aquel a quien se dirigen.” (S.TC
171/1987, de 3 de noviembre).
VI.5.- El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas.
Finalmente, debe señalándose la necesidad de que la mencionada
resolución judicial deba obtenerse en un plazo razonable -por definición,
debe ser el señalado por los códigos procesales, recogiéndose
expresamente esta exigencia al proclamarse el derecho a un proceso sin
dilaciones indebidas (art. 24.2º C.E)- y con un coste económico soportable,
de tal manera que su resultado sea rentable -lo que debe incidir tanto en
la aplicación de los criterios sobre la imposición de costas, como, en su
caso, en el otorgamiento del derecho a la justicia gratuita.
El derecho fundamental a un “proceso sin dilaciones indebidas”,
consagrado en el artículo 14.3 c) del PIDCP, que proclama el derecho de
toda persona acusada de un delito “a ser juzgada sin dilaciones
indebidas”, y en el artículo 6.1 del CEDH, en el que se reconoce que “toda
49
persona tiene derecho a que su causa sea oída (...) dentro de un plazo
razonable”; más aún, según reconoce la jurisprudencia constitucional, la
lesión del derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas
reconocida por los Tribunales ordinarios o por el Tribunal Constitucional
podría servir de título para acreditar el funcionamiento anormal de la
Administración
de
Justicia
en
el
que
fundar
una
reparación
indemnizatoria, que deberá hacerse valer mediante el ejercicio de las
acciones oportunas y a través de las vías procedimentales o procesales
pertinentes (SS. TC 41/1996, de 12 de marzo; 33/1997, de 24 de febrero;
53/1997, de 17 de marzo; entre otras).
Siguiendo la doctrina sentada por el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos (SS. TEDH de 10 de marzo de 1980 -asunto König-; de 6 de mayo
de 1981 -asunto Buchhloz-; de 15 de julio de 1982 -asunto Eckle-; de 10 de
diciembre de 1982 -asunto Foti y otros-; de 10 de diciembre de 1982 asunto Corigliano-; de 8 de diciembre de 1983 -asunto Pretto-; de 13 de
julio de 1983 -asunto Zimmermann-Steiner-; de 23 de abril de 1987 asunto Lechner y Hess-; de 25 de junio de 1987 -asunto Capuano-; de 25
de junio de 1987 -asunto Baggetta-; de 25 de junio de 1987 -asunto Milasi;
de 7 de julio de 1989 -asunto Sanders-; de 23 de octubre de 1990 –asunto
Moreiras de Azevedo-; de 20 de febrero de 1881 –asunto Vernillo-; entre
otras), el Tribunal Constitucional estima que la noción de dilación procesal
indebida remite a un “concepto jurídico indeterminado, cuyo contenido
concreto debe ser obtenido mediante la aplicación a las circunstancias
específicas de cada caso de los criterios objetivos que sean congruentes
con su enunciado genérico”. Es por ello que “no toda infracción de los
plazos procesales constituye un supuesto de dilación procesal indebida”; el
retraso injustificado en la tramitación de los procesos no se produce
50
necesariamente por el simple incumplimiento de las normas sobre
plazos procesales (se refieran éstas a un acto procesal concreto o al
conjunto de los que integran el proceso en su totalidad), sino por el hecho
de que la pretensión actuada no se resuelva definitivamente en un plazo
procesal razonable. Y, determinar en cada caso si ha sido cumplida o no
esta exigencia y, por tanto, si se ha producido o no una dilación procesal
indebida dependerá del resultado que se obtenga de la aplicación a las
particulares condiciones del concreto supuesto de factores objetivos
definidores del plazo procesal razonable, considerando como tales “la
complejidad del litigio, los márgenes ordinarios de duración de los litigios
del mismo tipo, el interés que en aquél arriesga el demandante de
amparo, su conducta procesal y la conducta de las autoridades” (SS.TC
10/1997, de 14 de enero 58/1996, de 12 de abril, 178/2007, de 23 de julio;
38/2008, de 25 de febrero entre otras).
a) En primer lugar, habrá de valorarse si la “complejidad del litigio”,
en sus hechos o fundamentos de Derecho, no justifica un tratamiento del
objeto procesal especialmente dilatado en el tiempo.
b) En segundo lugar, deberán tomarse en consideración “los
márgenes ordinarios de duración de los litigios del mismo tipo”. Como
afirma el Tribunal Constitucional, “se trata de un criterio relevante en
orden a valorar la existencia de un supuesto de dilaciones indebidas, cuya
apreciación, siempre que no se utilice para justificar situaciones anómalas
de demoras generalizadas en la prestación de la tutela judicial, es
inobjetable” por cuanto “ha protegerse la expectativa de toda parte en el
proceso relativa a que su litigio se resuelva, conforme a la secuencia de
trámites procesales establecida, dentro del margen temporal que, para ese
51
tipo de asuntos, venga siendo el ordinario” (SS. TC 223/1988, de 25 de
noviembre; 180/1996, de 12 de noviembre; entre otras). No se trata, sin
embargo, de valorar lo que, en un primer momento, la jurisprudencia
constitucional denominó “‘standard’ de actuación y rendimientos
normales del servicio de justicia” (S. TC 5/1985, de 23 de enero), sino lo
que finalmente se define como el “canon” del propio proceso, es decir, las
pautas y márgenes ordinarios en los tipos de litigio de que se trata, pero
derivados de la naturaleza concreta de cada proceso y no del rendimiento
“normal” de la jurisdicción (SS. TC 81/1989, de 8 de mayo; 10/1991, de 17
de enero; entre otras). Así debe ser, toda vez que la Administración de
Justicia está obligada a garantizar la tutela jurisdiccional con la rapidez que
permita la duración normal de los procesos “aun cuando (...) la dilación se
deba a carencias estructurales de la organización judicial, pues no es
posible restringir el alcance y contenido de este derecho, dado el lugar que
la recta y eficaz Administración de Justicia ocupa en una sociedad
democrática” (SS. TC 35/1994, de 31 de enero; 10/1997, de 14 de enero;
entre otras); en particular, “la consideración de los medios disponibles” o
“el abrumador volumen de trabajo que pesa sobre determinados órganos
judiciales (...) puede exculpar a Jueces y Magistrados de toda
responsabilidad personal por los retrasos con que las decisiones se
producen, pero no priva a los ciudadanos de reaccionar frente a tales
retrasos, ni permite considerarlos inexistentes” (SS. TC 73/1992, de 13 de
mayo; 324/1994, de 1 de diciembre; 53/1997, de 17 de marzo; entre
otras)
c) En tercer lugar, tendrá que ponderarse “el interés que en el
litigio arriesga el demandante de amparo”. Según el Tribunal Constitucional, “la distinción de los derechos e intereses que se cuestionan en
52
un proceso y aun la distinta significación de los que, estando atribuidos a
un mismo orden jurisdiccional, permitan una distinta naturaleza y la
misma jerarquización presente en el Título I de la Constitución, llevan a
que no puedan ser trasladables en su misma literalidad las pautas
elaboradas respecto de procesos en materia penal a los procesos en que la
materia es otra y, desde luego no lo es, a los procesos en que la materia es
patrimonial.” (S.TC 5/1985, de 23 de enero); en particular, aunque el
derecho a un proceso sin dilaciones indebidas es invocable en cualquier
tipo de litigios y ante cualquier clase de Tribunales (SS. TC 149/1987, de 30
de septiembre; 81/1989, de 8 de mayo; entre otras), en el proceso penal,
al hallarse comprometido el derecho a la libertad, el celo del juzgador ha
de ser siempre superior a fin de evitar toda dilación procesal indebida (SS.
TC 8/1990, de 18 de enero; 10/1997, de 14 de enero; entre otras).
d) En cuarto lugar habrá de tomarse en cuenta la “conducta
procesal” del actor; esto es, si éste ha cumplido diligentemente con sus
obligaciones, deberes y cargas procesales o si, por el contrario, ha
mantenido una conducta dolosa, propiciando, mediante el planteamiento
de improcedentes cuestiones incidentales, de recursos abusivos, o
provocando injustificadas suspensiones del juicio oral, una tardanza
anormal en la tramitación del proceso.
e) Y, en quinto lugar, deberá examinarse la “conducta de las
autoridades”, asumiendo como criterio general que, ante cualquier
eventualidad, el órgano judicial debe desplegar la actividad necesaria para
evitar un retraso injustificado en la tramitación del proceso. A este
respecto ha de admitirse que las dilaciones procesales indebidas pueden
producirse tanto cuando el tiempo invertido en resolver definitivamente
53
un litigio supera lo razonable, como cuando existe una paralización del
procedimiento que, por su excesiva duración, carezca igualmente de
justificación y suponga ya, por sí, una alteración del curso del proceso (SS.
TC 144/1995, de 3 de octubre; 180/1996, de 10 de noviembre; entre
otras). En cualquier caso ha de reconocerse asimismo que las dilaciones
procesales indebidas pueden traer causa tanto de la inactividad omisiva
de los órganos jurisdiccionales propiamente dicha, como de actuaciones
positivas de los Jueces y Tribunales; por ejemplo, la suspensión de un
juicio (S. TC 116/1983, de 7 de diciembre), la admisión de una prueba (S.
TC 17/1984, de 7 de febrero), la solicitud de nombramiento de abogado
de oficio (S. TC 216/1988, de 14 de noviembre) o la reapertura de la
instrucción (S. TC 324/1994, de 1 de diciembre) pueden producir un efecto
procesal dilatorio indebido tan relevante como la típica ausencia de la
obligada actuación judicial.
Y con relación a los costes procesales ha de recordarse que, la
gratuidad de la justicia debe facilitar el libre acceso a los Tribunales
respecto de aquellos que acrediten insuficiencia de recursos para litigar.
La gratuidad de la justicia debiera comportar, en su caso, la libre elección
de abogado, incluso en los asuntos civiles de acuerdo con el art. 24.3º d)
PIDCP y el art. 6.3º c) CEDH. De acuerdo con la doctrina del T.C. (SS.
30/1981, de 3 de octubre; 77/1983, de 16 de noviembre y 216/1988, de
24 de julio) la gratuidad de la justicia se configura como un derecho
subjetivo cuya finalidad es asegurar la igualdad de defensa y
representación procesal al que carece de medios económicos,
constituyendo al tiempo una garantía para los intereses de la justicia.
54
El derecho aún proceso sin dilaciones indebidas se consideró en un
primer momento por nuestro T.C. como una manifestación del también
fundamental derecho a la tutela judicial efectiva sancionado en el art.
24.1º C.E. ya que éste no podía entenderse des-ligado del tiempo en que
la misma debía prestarse (SS. TC 24/1981, de 14 de julio y 18/1983, de 14
de marzo, entre otros muchas), llegando incluso a sostener que una vez
dictada la resolución la pretensión del recurrente en amparo había
quedado sin contenido, restableciéndose el derecho que se estimaba
vulnerado al obtener una resolución fundada en derecho (A. TC 273/1984,
de 9 de mayo).
Posteriormente el T.C. ha pretendido dar sustantividad propia a este
derecho, tratando de considerarlo como un derecho autónomo e
intentando diferenciarlo del de tutela; los primeros pasos se dan en las SS.
TC 36/1984, de 14 de marzo y 61/1984, de 16 de mayo y va
consolidándose -con alguna excepción- en las SS. TC 5/1985, de 23 de
enero; 155/1985, de 12 de noviembre; 132/1988, de 4 de julio; 28/1989,
de 6 de junio, entre otras.
La mencionada autonomía se constata en que el derecho a un
proceso sin dilaciones indebidas puede ser objeto de consideración y
valoración independiente, ya que la obtención de una resolución fundada,
fáctica y jurídicamente, puede satisfacer el derecho de tutela, pero si se
obtiene tardíamente habiendo incurrido el órgano en dilaciones
indebidas, éste derecho (a un proceso sin dilaciones indebidas) puede
resultar violado y sólo mediante vía reparatorias sustitutivas puede darse
alguna satisfacción al recurrente al constituir su vulneración un supuesto
de funcionamiento anormal sancionado en el art. 121 C.E. (SS. TC
55
50/1989, de 21 de febrero; 85/1990, de 5 de mayo; 10/1991, de 17 de
enero; 69/1993, de 1 de marzo) a pesar de que el T.C. alegue, con carácter
general, que este aspecto indemnizatorio no es invocable ni mucho menos
cuantificable en amparo.
Es interesante destacar como a partir de 1988 el T.C. atribuye a este
derecho fundamental un claro contenido prestacional tratando de
involucrar a todos los poderes públicos en la realización efectiva del
mismo (SS. TC 45/1990, de 15 de marzo; 35/1994, de 31 de enero).
Por proceso sin dilaciones indebidas, dice el T.C. (SS. 43/1985, de 22
de marzo; 133/1988, de 4 de julio, entre otras) hay que en-tender aquel
que se desenvuelve en condiciones de normalidad y en el que los
intereses litigiosos reciben pronta satisfacción, este derecho -repito- ha
venido considerándose por nuestro T.C. como un concepto jurídico
indeterminado (S. TC 5/1985, de 23 de enero) que ha de precisarse en
cada caso concreto atendiendo a una serie de criterios afirmados por la
jurisprudencia del T.E.D.H., al interpretar el Convenio, tales como: la
complejidad
del
litigio,
el
comportamiento
del
recurrente,
el
comportamiento de las autoridades nacionales, o el de las eventuales
consecuencias, derivadas de la mora, para la persona que denuncia el
retraso.
El T.E.D.H. (SS. de 16 de julio de 1971, asuno Ringeisen; de 28 de
junio de 1978, asunto Köning; de 15 de julio de 1982, asunto Eckle; de 10
de diciembre de 1982, asunto Corigliano; de 10 de diciembre de 10982,
asunto Foti; de 13 de julio de 1983, asunto Zimmermann y Steiner; de 3
de junio de 1985, Vallon; de 7 de julio de 1989, asunto Unión Alimentaria
Sanders; de 20 de febrero de 1991, Vernillo; de 19 de febrero de 1991,
56
asunto Publiese; de 27 de febrero de 1992, asunto Ridi; de 27 de octubre
de 1993, asunto Monnet; de 27 de abril de 1995, asunto Paccione; de 8 d
ejunio de 1995, asunto Mansur) ha ido delimitando, como ya se ha
indicado, los contornos de esta cuestión. Entre las mencionadas
resoluciones es necesario mencionar las dictadas en los
Criterios que, en caso de la duración de la prisión provisional, se
combinan con los de: constatación del peligro de fuga, peligro de
reiteración en la comisión de infracción, peligro de desaparición de
pruebas (SS. TEDH de 27 de junio de 1968, asunto Wemhoff-; de 10 de
noviembre de 1969, asunto Stögmuller-; de 27 de junio de 1969, asunto
caso Neumister; de 3 de junio de 1985, asunto Vallon-, entre otros).
Los criterios inicialmente enumerados son aderezados por nuestro
T.C. con el de duración media de los procesos del mismo tipo o estandar
medio admisible para proscribir las dilaciones más allá de él; criterio más
que dudoso acogido por una abundante jurisprudencia del T.C. (entre ellas
SS. 5/1985, de 23 de enero; 43/1985, de 22 de marzo; 133/1988, de 4 de
julio; 223/1988, de 24 de noviembre; 45/1990, de 15 de marzo; 206/1991,
de 30 de octubre; 73/1992, de 13 de mayo; 150/1993, de 3 de mayo;
2/1994, de 17 de enero; 39/1995, de 13 de febrero), frente a la que se
alzó el voto reservado del Magistrado Tomás y Valiente a la S.TC 5/1985,
de 23 de enero, tratando de impedir que se convirtiera en normal lo
anormal.
Todos estos criterios habrá de barajarlos el Tribunal para
comprobar, caso por caso, si la inobservancia de los plazos legalmente
fijados es o no indebida, ya que el incumplimiento de los plazos legales no
es en sí mismo una dilación indebida.
57
Hemos de disentir, lo que acaba de exponerse, ya que parece
ignorar algo que entiendo fundamental: el plazo legal, es decir, ese
espacio temporal que el legislador ha establecido como plazo justo para la
realización de los actos procesales; y el caso es que se apoya en él como
punto de partida para sus razonamientos, pero lo olvida a la hora de
determinar el carácter de dilación.
Este olvido trae causa de la posición mimética que adopta respecto
de la doctrina elaborada por el T.E.D.H. al interpretar el concepto de plazo
razonable del art. 6.1º C.E.D.H., doctrina que se establece al margen de la
realidad normativa del país demandado, y que si puede estar justificado
respecto del T.E.D.H. ya que su función es establecer unos mínimos
exigibles a un derecho humano que el Convenio reconoce a los justiciables
de una pluralidad de países tan heterogéneos en sus realidades normativa
como Turquía y Alemania, por poner un ejemplo, la misma justificación es
difícil de aplicar al T.C. español, que tiene como referencia directa un
ordenamiento procesal con mandatos específicos respecto de este
requisito temporal.
El desinterés por el plazo legal se evidencia, como hemos apuntado
antes, en el establecimiento de un criterio propio: el estandar medio
admisible extraído de lo que habitualmente dura un proceso del mismo
tipo, al margen del tiempo legalmente fijado para la realización de las
actuaciones procesales, como dando a entender la inadecuación de los
plazos legales para conseguir la eficacia temporal del proceso, afirmando
expresamente que la Constitución no otorga un derecho a que los plazos
se cumplan (SS.TC 5/1985, de 23 de enero; 223/1988, de 24 de
noviembre; 313/1993, de 25 de octubre); y a pesar de que se intente
58
precisar la expresión, produce desencanto pues de alguna manera la
Constitución no garantiza el cumplimiento del ordenamiento jurídico.
Si el T.C. ha constatado que los plazos fijados legalmente son de
imposible cumplimiento pudiendo vulnerar el derecho al debido proceso,
debería propugnar su cambio y adaptación a la CE, procurando adecuar el
tiempo procesal al real; mientras esto no se haga debemos presumir la
constitucionalidad de nuestras normas procesales en materia de plazos y
debemos exigir su cumplimiento al órgano jurisdiccional, instando de los
poderes públicos la infraestructura humana y de material necesaria para
su efectivo cumplimiento (S.TC. 45/1990, de 15 de marzo).
Volver la espalda al plazo legal es poner el peligro el principio de
legalidad y con él la seguridad jurídica; no estaría demás reflexionar sobre
la obra de DAHRENDORF.
Por ello quizás el razonamiento debería hacerse al contrario, es
decir, habría que partir de que todo exceso temporal del plazo legalmente
establecido es una dilación no debida; existen, sin embargo, determinadas
circunstancias excepcionales, que deben probarse, en las que el exceso
temporal viene exigido por la eficacia del proceso transformándose así lo
indebido en no sancionable y ello porque el derecho a un proceso sin
dilaciones indebidas no es un derecho absoluto y por ello puede
legalmente limitarse, siempre que dicha limitación no afecte a su núcleo
esencial; el principio de proporcionalidad será un test de ineludible
observancia para determinar la constitucionalidad de la posible limitación.
Especial mención ha de hacerse al tema de las dilaciones indebidas
en el proceso penal por la relevancia del mencionado derecho en dicho
tipo de proceso dada la relación inesperable de los conceptos de delito,
59
penal y proceso. En ocasiones el T.S. ha llegado a valorar la dilación
procesal como circunstancia atenuante, en razón a que la excesiva
duración del proceso debe imputarse como pena en sí mismo por el
sufrimiento que supone para el acusado. El derecho a ser juzgado en un
plazo razonable constituye una manifestación implícito del derecho a la
libertad, y en este sentido, se fundamenta en el respeto a la dignidad
humana y es que tiene por finalidad que las personas que tienen una
relación procesa no se encuentren indefinidamente en la incertidumbre e
inseguridad jurídica sobre el reconocimiento de su derecho afectado o
sobre la responsabilidad o no del denunciado por los hechos materia de la
controversia.
En este sentido, el derecho a un plazo razonable asegura que el
trámite de acusación se realice prontamente, y que la duración del
proceso tenga un límite temporal entre su inicio y fin. Pero de este
derecho no solo deriva la exigencia de obtener un pronunciamiento de
fondo en un plazo razonable, sino que supone además el cumplimiento,
en tiempo oportuno, de la decisión de fondo en una sentencia firme.
Aunque estas exigencias se predican esencialmente de procesos
constitucionales de la libertad, pueden extenderse perfectamente a
cualquier tipo de proceso jurisdiccional.
En tanto que el plazo razonable constituye un concepto jurídico
indeterminado temporalmente, la declaración de su afectación no está
vinculada de manera absoluta prima facie a una norma jurídica nacional
que la señale, sino a un análisis judicial casuístico en el que se deben
tomar en consideración varios factores determinantes para condenar su
incumplimiento, como la complejidad del asunto, la naturaleza del caso, el
60
comportamiento del recurrente y la actuación de las autoridades
administrativas. Cabe mencionar que la complejidad del asunto es
determinada por factores tales como la gravedad del delito, la idoneidad
de la actividad probatoria para el esclarecimiento de los hechos, la
pluralidad de agraviados o inculpados, entre otros elementos que vuelvan
complicada y difícil la dilucidación de la causa.
Existen dos formas en las que los interesados pueden realizar su
actividad procesal: a través de medios legales, y a través de la defensa
obstruccionista; esto es, aquella que por medio de conductas
intencionales busca entorpecer la celeridad del proceso. Esta última se
manifiesta con la interposición de recursos que se sabía serían
desestimadas desde su origen, con las falsas y premeditadas declaraciones
destinadas a desviar el curso de las investigaciones, entre otros. Estas
dilaciones indebidas no deben interferir en el plazo para emitir el
pronunciamiento judicial, por lo que corresponde al juez -en cada casodemostrar la conducta obstruccionista de alguna de las partes.
El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, así como impide la
excesiva duración de los procesos, protege al justiciable de no ser
sometido a procesos extremadamente breves o sumarios, cuya finalidad
no sea resolver la litis o acusación penal en términos justos, sino solo
cumplir formalmente con la sustanciación.
Asimismo, el derecho al plazo razonable es exigible en la aplicación
de una medida cautelar, lo que se traduce en que no se puede mantener a
una persona privada de su libertad durante un tiempo irrazonable. Esta
exigencia tiene como finalidad evitar la eventual injusticia ocasionada por
la lentitud o ineficacia en la administración de justicia, prefiriendo que el
61
culpable salga libre mientras espera su condena, en vez de que el inocente
permanezca encarcelado a la espera de su absolución. El derecho a ser
juzgado en un plazo razonable afianza el artículo 1 de la Constitución, por
el que debe anteponerse a la persona frente al Estado. En este sentido, la
prisión provisional para ser reconocida como constitucional, debe estar
limitada
por
los
principios
de
proporcionalidad,
razonabilidad,
subsidiariedad, necesidad y excepcionalidad.
La afectación del derecho al plazo razonable constituye una
vulneración del derecho a la presunción de inocencia, dado que se estaría
privando de la libertad al acusado, durante un tiempo prolongado, sin
siquiera emitir fallo que demuestre su culpabilidad o responsabilidad
(LANDA ARROYO).
VI. 5.- Derecho a la tutela cautelar.
En orden a la cuestión relativa a la existencia o no de un derecho a
la tutela cautelar cabe precisar que si bien algunos autores (CARRERAS
LLANSANA y GUTIÉRREZ DE CABIEDES Y FERNÁNDEZ HEREDIA) plantearon,
en 1962 y 1974, respectivamente, si las medidas cautelares se
corresponde o no con un derecho subjetivo sustancial a la cautela,
derecho que, en su caso, comportaría una sanción correlativa,
posteriormente la doctrina mayoritaria afirma la existencia del derecho a
la tutela cautelar (ALMAGRO NOSETE y TOMÉ PAULE se refieren al
derecho a la justicia cautelar; ORTELLS RAMOS afirma la integración en el
derecho a la tutela judicial efectiva el derecho a una tutela judicial
cautelar; PEDRAZ PENALVA sostiene la existencia de un derecho
fundamental a la tutela cautelar si bien como integrante del derecho a un
62
proceso con todas las garantías -art. 24.2 CE-, rechazando su ubicación
sistemática en el derecho a la tutela judicial efectiva -art. 24.1 CE-). La
dimensión constitucional de las medidas cautelares es puesta de
manifiesto por otros autores (BARONA VILAR, VALLESTÍN PÉREZ). Por
último, una corriente doctrinal minoritaria se muestra crítica con la idea
de un “derecho a la tutela cautelar”• desde el punto de vista de la teoría
general y desde el punto de vista constitucional (SERRA DOMÍNGUEZ).
El reconocimiento del derecho a la tutela judicial cautelar –sostiene
RAMOS ROMEU- no aparece contemplado ni en la jurispudencia
comunitaria (SS. TJUE de 19 de junio de 1990 y 21 de febrero de 1991),
constitucional (A. TC 1986/1983, de 27 de abril; S. TC 2002/1987, de 17 de
diciembre), civil o laboral, frente a lo establecido por la jurisprudencia
contencioso -administrativo (S. TS de 20 de diciembre de 1990) –por
influencia directa de la S.TJUE de 19 de junio de 1990, caso Factortame- o
la doctrina plasmada en sentencias de diferentes Audiencias Provinciales.
Se ha incluido en el contenido del derecho fundamental a la tutela
efectiva el derecho a la tutela cautelar, en virtud de una corriente iniciada
por el A.TS (Sala 3ª) de 20 de diciembre de 1990 por influencia directa del
a jurisprudencia comunitaria (S.TJUE de 19 de junio de 1990, caso
Factortame). La LJCA de 1998 acoge la tesis, sostenida por el TC (SS.
115/1987, de 7 de julio; 238/1992, de 17 de diciembre; 148/1993, de 29
de abril) de que “… la tutela judicial no es tal sin medidas cautelares que
aseguren el efectivo cumplimiento de la resolución definitiva que recaiga
en el proceso.”.
VI. 6.- Limitaciones.
63
Junto a los obstáculos formales a la tutela judicial efectiva,
anteriormente mencionados, existen otras limitaciones de carácter
material, que repercuten claramente en la efectividad de este derecho
fundamental; entre las principales es preciso enumerar la carestía de la
justicia, la lentitud del proceso, la ineficacia en algunas hipótesis de
ejecución forzosa, el problema de la protección jurisdiccional de los
intereses de grupo, etc.
En primer lugar, es posible que la persona afectada por la lesión o
amenaza de su derecho o interés no sea consciente de tal amenaza o
perjuicio por desconocer cuál es la protección que le dispensa el
ordenamiento: puede que no conozca sus derechos, o aunque no sea así,
puede que desconozca la posibilidad de hacerlos valer ante los tribunales,
o incluso conociéndola, no esté dispuesta a afrontarla. El proceso
tradicional tiene enormes desventajas para el individuo, existen barreras
psicológicas: el lenguaje jurídico y judicial convierte en extraños a los
justiciables, problemas de horarios - que el tribunal tenga un horario que
no coincide con el de tiempo libre del consumidor-, la burocracia. Todos
ellos contribuyen a disuadir a los individuos para acceder a la tutela
judicial. Además la gran empresa o el comerciante pueden estar ya
acostumbrados a pleitear, mientras que al individuo la maquinaria judicial
le puede infundir respeto o incluso miedo. No es extraño que la conclusión
que se saque de este panorama sea la impotencia. Así, se entiende que,
pese a las reformas que van teniendo lugar en nuestro ordenamiento, el
espíritu reivindicativo de los consumidores españoles sea todavía muy
escaso. No hay que olvidar, tampoco, los problemas que se producen por
la complejidad normativa. La existencia de diferentes instancias
legislativas, la concurrencia de normas de rangos diferentes, la
64
imperfección técnica, la existencia de contradicciones, etc., reflejan una
evidente necesidad de simplificación que evite la consiguiente inseguridad
jurídica.
Siguiendo con los obstáculos con los que se encuentran los
portadores de intereses de grupo para acceder a la tutela judicial efectiva,
es necesario tener en cuenta, también, los condicionamientos
económicos. El derecho a la tutela judicial efectiva se ve influido
directamente por la onerosidad de la justicia, que actúa en una sociedad
económicamente desigual, convirtiendo, en ocasiones, al acceso efectivo
de los ciudadanos a los órganos jurisdiccionales en una “Justicia de clase”:
en algunos casos, se establecen límites mínimos para acceder a la justicia,
con lo cual sólo se mueve la maquinaria judicial si la reclamación es de
suficiente entidad. También los recursos públicos en los Tribunales de
Justicia, tanto económicos como de tiempo, son escasos, por lo que se
pretende aplicarlos a casos de cierta importancia. No obstante se dificulta
así la tutela efectiva a las reclamaciones menores. En realidad, aunque se
trate de cantidades pequeñas en sí mismas, por tratarse de intereses
individuales generalmente de contenido cualitativamente idéntico, son
numerosas pequeñas cantidades, que agrupadas, pueden ser inmensas,
con lo cual parece claro que no se trata de reclamaciones de poca
importancia. Esta constatación sirve de base para arbitrar mecanismos de
agrupación de las reclamaciones, como pueden ser las Classactions
norteamericanas del tipo (b) (3), en las que la finalidad disuasoria
(deterrence) frente a los eventuales demandados puede llegar a ser más
importante que la de obtener la compensación del perjuicio sufrido.
65
La defensa y representación de las partes, o el asesoramiento y
consejo jurídico no son servicios baratos, y la solución no es eliminar la
asistencia de estos profesionales en el proceso, pues en realidad el
ciudadano de a pie por sí sólo tiene pocas posibilidades de defenderse,
especialmente si pretende enfrentarse a contrapartes poderosas. Más que
plantearse cómo poder actuar sin abogado, es más coherente con una
tutela judicial efectiva hablar del aseguramiento de que todos los
litigantes puedan beneficiarse de la asistencia de estos profesionales. Pero
hay otros factores que incrementan los gastos que se ocasionan en el
proceso: así, la intervención de los peritos, más necesaria cuanto más
técnica sea la cuestión debatida en el proceso.
Para paliar las consecuencias derivadas de este elevado coste de la
Justicia está reconocido en la C.E. el derecho a la Justicia gratuita para los
que acrediten insuficiencia de medios para litigar. Por otra parte, la L.
25/1986, de 24 de diciembre suprimió las tasas judiciales por considerar
que “la ordenación actual de las tasas judiciales, sobre ser incompatible
con algunos principios tributarios vigentes, es causante de notables
distorsiones en el funcionamiento de la Administración de Justicia”. Si bien
es cierto que el sistema de Aranceles, como medio de retribución de los
funcionarios está definitivamente suprimido, la realidad es que el art. 35
de la L. 53/20002, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales,
Administrativas y del Orden Social establece la tasa por el ejercicio de la
potestad jurisdiccional en los órdenes civiles y contencioso-administrativo.
La L. 4/2011, de 24 de marzo, de modificación de la L.E.Cv., para facilitar la
aplicación en España de los procesos europeos monitorio y de escasa
cuantía, extendió el pago de la tasa a los procesos monitorios, ante las
distorsiones que entonces se detectaron. La L. 37/2011, de 10 de octubre,
66
de medidas de agilización procesal, también introdujo algún ajuste,
matizando la reforma anterior. Ley 10/2012, de 20 de noviembre, amplia
en forma importante tanto los sujetos pasivos como los hechos
imponibles sujetos a la tasa. Y, finalmente, el Real Decreto-ley 3/2013, de
22 de febrero, por el que se modifica el régimen de las tasas en el ámbito
de la Administración de Justicia y el sistema de asistencia jurídica gratuita.
Se transforma de forma importante a través de este texto la L. 10/212 en
varios sentidos; corrigiendo imprecisiones terminológicas de la ley que
habían planteado dudas, aclarando que procesos están exentos sobre
todo en materia de procesosmmatrimoniales, modificando de forma
decisiva la forma de calcular la cuota sobre todo para los sujetos pasivos
personas físicas, y por último anticipando la reforma de la LAJG.
La L.A.J.G., supone un destacado avance en la efectividad del
derecho constitucional a la Justicia gratuita (art. 119 C.E.) en la línea
apuntada en el art. 20, 2º L.O.P.J..
A parte del obstáculo anterior, otra dificultad difícil de superar es la
excesiva duración de los procesos. Sin perjuicio de lo señalado en el
epígrafe III.4. del presente Tema, cabe añadir que difícilmente se puede
pensar en una tutela jurisdiccional eficaz de los intereses de grupo en
España, cuando se observa el problemático funcionamiento general de la
Justicia en España, especialmente por la considerable duración de los
procesos: hay una cierta incapacidad de las estructuras existentes en
ciertos Juzgados y las reformas que pretenden paliar estas situaciones son
lentas. La C.E. consagra expresamente en el art. 24.2º el derecho a un
proceso sin dilaciones indebidas, siguiendo los pasos del art. 6.1º C.E.D.H.
y 14.3º c) PIDCP, y la jurisprudencia constitucional ha entendido que el
67
derecho a la jurisdicción del art. 24.1º C.E., no puede desligarse del tiempo
en que debe prestarse por los órganos jurisdiccionales, pues debe
impartirse dentro de términos temporales razonables. En este sentido, las
últimas reformas procesales muestran una tendencia legislativa que prima
la simplificación y la rapidez del enjuiciamiento como uno de sus objetivos
principales. Así, por ejemplo, la L.O. 7/1988, de 28 de diciembre, de los
Juzgados de lo Penal y por la que se modifican diversos aspectos de las
L.O.P.J. y de L.E.Crim., y la L. 10/1992, de 30 de abril, de Medidas Urgentes
de Reforma Procesal.
El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, ubicado en los
arts. 24.2º C.E. y 139.16 C.Pr. goza de rango fundamental y por ello
participa de los caracteres que, a este tipo de derechos, le ha ido
asignando el T.C. en su interpretación del mencionado articulo, por ello es
de mayor valor (SS. 66/1985, de 21 de mayo; 15/1986, de 31 de enero),
conforme
los
componentes
estructurales
básicos
de
nuestro
ordenamiento jurídico (S. 53/1985, de 11 de abril) es un derecho
permanente, imprescriptible e irrenunciable (SS.TC 7/1983, de 14 de
febrero; 58/1984, de 9 de mayo) y es directamente aplicable sin necesidad
de desarrollo legislativo (S. 39/1983, de 17 de mayo).
Otras limitaciones que se señalan se refieren a la problemática de la
ejecución, en la que en ocasiones es ineficaz la ejecución forzosa por
inexistencia de bienes en el patrimonio del deudor. También deben citarse
las dificultades de ejecución de las obligaciones de hacer.
Finalmente, son de destacar los problemas de protección de los
intereses de grupo, colectivos y difusos. Los intereses de grupo no
individualizables, es decir, los que se refieren a objetos indivisibles
68
susceptibles de apropiación exclusiva y cuya fruición por un miembro de
tal grupo no excluye la de los demás, tienen el problema de su escasa
aprehensibilidad y su difícil atribución individualizada a los ciudadanos, lo
cual choca con el marcado carácter individualista y patrimonialista que ha
venido rodeando a las instituciones procesales, y especialmente de las
exigencias de legitimación. Para estos intereses de grupo en sentido
estricto el individuo es, en expresión gráfica, “demasiado poca cosa” para
afrontar adecuadamente su tutela. Por otra parte, en el caso de que se
trate de aquellos intereses de grupo en cuyo trasfondo existen realmente
posiciones individuales, pero de contenido homogéneo, es característica la
situación de debilidad e inferioridad de los su-jetos afectados para
hacerlos valer jurisdiccionalmente, frente a las grandes empresas o las
administraciones públicas responsables de la amenaza o del perjuicio.
Incluso es frecuente que la exigüidad de lo que podría reclamarse no
compense las dificultades prácticas y el variado coste que puede conllevar
la exigencia de reparación (por ejemplo, reclamar 10 pesetas cobradas de
más en el recibo de la luz). Algunas normas como el art. 7, 3º o el art. 20,
1º L.G.D.C.U. dan entrada a su posible tutela jurisdiccional. Ante los
obstáculos mencionados se ha propugnado también la necesidad de
potenciar
medidas
preventivas,
tanto
administrativas
como
jurisdiccionales, para evitar lesiones concretas, además de soluciones
amigables antes de acceder a los tribunales, incluida la vía del arbitraje,
que se ha visto como la panacea que resuelve todos los males de la
Justicia.
VI.7.- Protección.
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Para la tutela de las garantías constitucionales del sistema procesal
se han arbitrado una serie de medios para exigir la observancia de
aquéllas, por lo cual existen en nuestro ordenamiento una pluralidad de
esferas de protección.
En primer lugar, la protección del derecho fundamental a la tutela
judicial efectiva tiene lugar a través de los cauces procesales ordinarios, es
decir, el nivel más inmediato de protección tiene lugar a través de los
tribunales ordinarios. En este sentido, la S.TC 16/1982, de 28 de abril,
afirma que “… la Constitución, lejos de ser un catálogo de principios de no
inmediata vinculación y de no inmediato cumplimiento hasta que sean
objeto de desarrollo por vía legal, es una norma jurídica, la norma
suprema de nuestro ordenamiento, y en cuanto tal los ciudadanos como
todos los poderes públicos, y por consiguiente también los Jueces y
magistrados integrantes del Poder Judicial, están sujetos a ella arts. 9.1 y
117, 1º C.E. Por ello es indudable que sus preceptos son alegables ante los
Tribunales (dejando al margen la oportunidad o pertinencia de la
alegación de cada precepto en cada caso), quienes, como todos los
poderes públicos, están además vinculados al cumplimiento y respeto de
los derechos y libertades reconocidos en el capítulo segundo del título
primero de la Constitución art. 53, 1 c) entre los que se cuentan, por
supuesto, los contenidos en el art. 24”. Por lo tanto, haciendo uso del
sistema de recursos previstos en las normas procesales, cualquier
particular que haya sufrido lesión en sus derechos fundamentales podrá
acceder a la protección de su derecho.
Otras vías específicas de tutela jurisdiccional de este derecho
fundamental serían las previstas en algunas leyes como la L.O. 1/1982, de
70
5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad
personal y familiar y a la propia imagen, modificada pos-teriormente por
L.O. 31/1985, de 29 de mayo, la L.O. 6/1984, de 29 de mayo que regula el
procedimiento de habeas corpus, L.O. 2/1997, de 19 de junio, del derecho
de rectificación, entre otras.
La
protección,
por
supuesto,
llega
también
al
Tribunal
Constitucional, con acceso del ciudadano a través del recurso de amparo
(arts. 53.2º C.E. y 41 y 58 L.O.T.C.). El recurso se interpone ante el T.C. por
la parte agraviada y tras haber agotado todos los recursos utilizables en la
vía ordinaria (art. 44 L.O.T.C.). En estos casos se denuncia el acto u
omisión de un órgano judicial que dé lugar a la vulneración de la garantía
de que se trate. La sentencia del T.C. que otorgue el amparo, reconocerá
la garantía fundamental, restablecerá al recurrente en la integridad de su
derecho fundamental, adoptando las medidas adecuadas para su
conservación. Para obtener la anulación de las disposiciones legales que se
estimen contrarias al derecho fundamental no existe en nuestro
ordenamiento una vía similar al amparo contra leyes alemán, sino que
habrá de acudirse al recurso de inconstitucionalidad por parte de los que
estén legitimados (art. 162.1º a) C.E.), o a la cuestión de
inconstitucionalidad.
Finalmente, el justiciable puede acceder a los mecanismos de
protección supranacionales previstos en los tratados y convenios
ratificados por España, especialmente, ante la CEDH y el TEDH (art. 13
CEDH), previo agotamiento de la vía interna, según dispone el art. 26 del
mismo Convenio. En cuanto al acceso al Tribunal de Justicia de la CEE, el
71
acceso de los particulares está muy limitado por las exigencias del art.
173.4º TCEE, reformado recientemente por el TUE.
OBSERVACIÓN: Se recomienda la lectura del trabajo “La efectiva
tutela jurisdiccional de las situaciones jurídicas materiales: hacia una
necesaria reinvindicación de los fines del proceso. (de PRIORI POSADA, G.)
Ius et veritas. Año XIII, núm. 26, págns. 54 a 73.
VII.- LA TUTELA DIFERENCIADA.
Lectura del trabajo: “Del mito del proceso ordinario a la tutela
diferenciada, Apuntes iniciales.” (de MONROY GÁLVEZ, J, y MONROY
PALACIOS, J.).
72
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