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hoy en la historia
19 de octubre
1960 Inicia el gobierno de EE.UU., el bloqueo de todo tipo
de mercancías destinadas a Cuba desde ese país.
1986 Perece en un desastre aéreo cuando regresaba de
Zambia, Samora Moisés Machel, presidente de
Mozambique.>>
PENSAMIENTO
Espacios públicos, ¿cotos privados?
Pedro de la Hoz
Toda ciudad cuenta con espacios públicos:
plazas, parques, arterias viales, pero también
centros culturales, recreativos, de servicios y
otros ámbitos en los que está presente el intercambio social. En unos, más que en otros,
pero en todos sin excepción, opera y se manifiesta una dimensión cultural que es a su vez
reflejo de conductas cívicas, actitudes éticas y
nociones estéticas.
Una sociedad como la nuestra, o con
mayor exactitud a la que aspiramos, debe precisar el alcance conceptual de lo que esos
espacios representan tanto en el plano simbólico como funcional, y en un orden mucho
más puntual, hallar correspondencias entre la
manera de gestionarlos y su incidencia en la
calidad de vida de las comunidades donde se
insertan.
Cuando hablo de gestión no me refiero
únicamente a la administración aun cuando
en ciertos casos sea deficiente y hasta negligente, sino al uso que se les dé a partir de la
comprensión de su necesidad como bien
público. A la administración se debe exigir
cumplir con lo que toca, pero sin el compromiso y la participación ciudadana nada será
posible.
Permítaseme colocar un ejemplo. En el
centro de El Vedado se levanta un monumento que honra a Mariana Grajales, la madre de
los Maceo. Por años parque y monumento
vinieron a menos en cuanto a estado físico,
hasta que por interés y voluntad de la Oficina
del Historiador de la Ciudad y el órgano de
gobierno de la capital se restauró la escultura y
rehabilitaron el mobiliario y las áreas verdes
del parque.
Pero tales acciones solo se completaron
cuando al darle nueva vida a ese espacio, de
memoria sagrada para la Patria, se comprometieron con su cuidado a los actores de la
comunidad, léase el Consejo Popular, la
Asociación de Combatientes de la Revolución
Cubana, la Federación de Mujeres Cubanas y
el preuniversitario Saúl Delgado. Lo que se
veía y padecía poco tiempo atrás —retozos
sobre la estatua, balonazos que se estrellaban
contra esta, pintadas en los pasajes, maltrato a
los bancos, escándalos producidos por la
ebriedad— se ha reducido a la mínima expresión y cuando sucede se toman las medidas
pertinentes.
Mantenimiento, protección y llamadas de
atención pesan, pero lo decisivo pasa por informar, orientar, educar, compulsar y comprometer: crear conciencia entre los vecinos y estudiantes acerca de los valores de ese espacio
público.
Hace dos años, Eusebio Leal decía: «Hoy
existe una conciencia más amplia en la población del carácter patrimonial de su ciudad, no
solamente del centro histórico. La patrimonialidad de La Habana desborda con creces el
Centro Histórico, y existe también una gran
preocupación por su preservación, para que
no aumente, más bien se detenga, la degradación urbana, la descalificación de los espacios
públicos».
No hay ningún municipio del país, por
pequeño que sea, en el que deje de existir un
sitio relacionado con nuestra historia. De lo
que se trata es de potenciarlos como parte de
la memoria colectiva del presente y el futuro.
Pero también debemos ocuparnos de aquellos espacios de uso cotidiano, donde transcurre una parte importante de nuestras vidas.
Qué santiaguero no siente orgullo de la calle
Enramadas, o de la trama cultural de la calle
Heredia. A ninguno habrá que decirle cómo
comportarse, mantener limpio el ambiente,
dar muestras consuetudinarias de civilidad y
respeto.
Lo que no puede ocurrir es algo que observé el año pasado en el Parque de la Libertad,
de Matanzas, donde la apertura de una zona
de conexión inalámbrica (wifi) se traducía en
el agrupamiento de decenas de personas
sobre los símbolos del lugar, o lo que en fecha
más reciente ví en el parque Ignacio Agramonte, de Camagüey, en el que no hay momento del día y parte de la noche sin la emisión de músicas urbanas de pésima calidad
reproducidas por bicitaxistas a todo meter.
En este último caso es deplorable que un
esfuerzo tan afanoso como el que llevan a
cabo las autoridades locales y la Oficina del
Historiador de la Ciudad —entre el 2016 y
2017 se acomete un programa inversionista
de notable magnitud para el cuidado, mantenimiento y protección del patrimonio tangible de la villa— se empañe por indisciplinas
sociales.
Ni que en una trama cultural que sobresale
a escala nacional, como la Calle de los Cines,
que alienta un inédito proyecto para la educación de los jóvenes en el universo digital con
fines estéticos, se convoque, en el cine Casablanca, a una llamada discofiñe, donde la
música dista de ser de la mejor calidad.
Es quizá la utilización de la música en los
espacios públicos la asignatura de más baja
calificación en el país. Pareciera territorio de
nadie, aunque se sabe que se halla a merced
del gusto o el mal gusto de los operadores de
audio. Suele confundirse animación con estridencia. Vaya usted a la pizzería de la Marina
Hemingway un fin de semana para que se
aturda con el volumen indiscriminado de los
reguetones más pedestres.
No es cuestión de género, aunque cabría
en otro momento analizar de dónde viene y
de qué va el reguetón. Rock, pop, salsa, o
esas indefiniciones que ahora pasan por
músicas tropicales, en vivo, en grabaciones
o en pantallas, a todo volumen y arbitrariamente programados, agreden oídos y degradan sensibilidades, ya sea en espacios gestionados por el estado o por el emergente
sector no estatal.
Al Instituto Cubano de la Música le cabe el
encargo de establecer regulaciones y normas
válidas para ambos sectores, pero se ha dilatado en demasía su dictado. No se trata de prohibir ni aplicar absurdas o inviables restricciones, sino humanizar el disfrute de la diversidad sonora de nuestro entorno.
Si hemos llegado al consenso, explícito en
la actualización de los Lineamientos Económicos y Sociales aprobados por el 7mo. Congreso del Partido y asumidos por los diputados
que nos representan en la Asamblea Nacional
del Poder Popular, de que estamos en la obligación de promover y reafirmar la adopción
de los valores, prácticas y actitudes que deben
distinguir a nuestra sociedad, no podemos
darnos el lujo de desatender el tema que nos
ocupa.
La ideología existe
Rolando Pérez Betancourt
Bastante ha llovido desde que Antoine-Louis-Claude Destutt, marqués de Tracy, acuñara durante la Revolución Francesa
el término «ideología». Aristócrata, político, soldado y filósofo
de la Ilustración, el marqués definió la ideología como una ciencia de las ideas, «base de todas las ciencias».
Al cuestionarse de dónde provenían nuestras ideas y cómo
se desarrollaban y elaborar, como respuesta a sus inquietudes,
la teoría de que la conducta humana es formada por ciertos elementos ideológicos, de Tracy se convierte— según no pocos
especialistas— en un antecesor del concepto de superestructura de la filosofía marxista.
Napoleón le estrechó un día la mano, pero terminó por no
soportarlo cuando los iluministas del Instituto de Francia, con
Tracy a la cabeza, empezaron a criticarle sus guerras imperiales.
«Los ideólogos —dijo un Bonaparte airado— son todos aquellos intelectuales que no avalan mis planes políticos y que carecen de sentido realista y práctico».
Y Tracy fue conducido a la Bastilla durante casi un año, tiempo tras el cual, exiliado en Bruselas, escribió en cuatro tomos su
trascendental Eléments D’Idéologie (1801-1815).
Muchas páginas han sido entintadas tratando de definir un
concepto exacto de ideología, mancillada ella misma por manipulaciones espurias provenientes del poder, como en sus días
lo hizo el nazismo.
Si aquella ideología terminó por ser derrotada a cañonazos y costó mucho sufrimiento y vidas, un papel meritorio
correspondió a las fuerzas progresistas del pensamiento,
adheridas a principios y valores civilizadores, lo que condujo a gran parte de los intelectuales a comprometerse —en
sintonía con el marxismo— con la lucha antifascista.
Las ideologías existen en todas las sociedades, se hacen evidentes (y algunas exportables) tanto en las ideas como en las
prácticas personales y es necesario conocerlas y explicárselas,
más allá de la creencia de que constituyen un asunto exclusivo
de los estudios filosóficos.
Al referirse al poder de la ideología, el brasileño Paulo Freire
(1921-1997), uno de los más significativos pedagogos del siglo
XX, remarcó la «miopía» de los que «no quieren ver cómo son
manipulados para aceptar dócilmente que lo que vemos y
oímos es lo que en verdad es, y no la verdad distorsionada. La
capacidad que tiene la ideología de ocultar la realidad, de hacernos “miopes”, de ensordecernos, hace, por ejemplo, que muchos de nosotros aceptemos con docilidad el discurso cínicamente fatalista neoliberal que proclama que el desempleo en el
mundo es una fatalidad. O que los sueños murieron y que lo
válido hoy es el “pragmatismo” pedagógico».
A la par del neoliberalismo, la ideología que lo defiende se
globaliza y se hermana en un discurso beligerante, o de trivial
disfraz (que es el que nos interesa), presente en los más diversos temas sociales, políticos y culturales aparecidos en los
medios. No existen rangos a la hora de hablar del hambre mundial, de los daños colaterales causados por la aviación estadounidense en tierras lejanas, o de la última conquista amatoria de
una estrella de la farándula. Es más, receptores hay que, dispuestos a quitarse de encima abrumadoras informaciones referidas al aplastamiento de la condición humana en diversos
lugares del mundo, apartan la mirada y buscan alivio en un titular menos gravoso a su sensibilidad.
«No quiero ser apocalíptico —escribió José Saramago—
pero el espectáculo ha tomado el lugar de la cultura. El mundo
está convertido en un enorme escenario, en un enorme show».
La banalización es la gran estrella de ese show diario presente en los medios y en gran parte de los productos procedentes de
la gran industria del entretenimiento, interesada ella tanto en
amasar dinero como en domesticar el pensamiento crítico ante
lo que ofrece. (Luego de presenciar el segundo debate entre los
candidatos a la presidencia de Estados Unidos y sopesar parte de
lo que allí se dijo y se hizo, busqué en una larga lista de filmes
«presidenciales» realizados por Hollywood escenas que superaran en fantasía a la realidad de los exhibidos por televisión, y tuve
la certeza de que, en todos los casos, la ficción se había quedado por debajo de lo insólito real acontecido ante las cámaras).
Lo superfluo se extiende como una plaga y la bacteria ideológica que lo acompaña cumple perfectamente su cometido de
que la gente piense cada vez menos y acepte como natural la
representación «ligera» de hechos trascendentes, o relacionados a la vida pública o privada de aquellos a los que la fama ha
convertido en personajes
Y de esa trivialidad, superfluidad, banalidad, surge una mercancía de moda acuñada por la insistencia y el machaqueo
publicitario de una seudo cultura que hace del consumo frívolo la máxima felicidad individual a partir de la persuasión de
que «tengo que tener, para valer».
¿Qué hacer entonces para apartar lo genuino de lo falaz en
esa revoltura de mareas que a diario se nos viene encima?
Aunque no vivió en estos días, se me ocurre pensar que al
marqués de Tracy no le hubieran faltado proposiciones, entre
ellas, pensar, analizar y actuar ante las impunidades invasivas
de una ideología que —interesada en seducir a incautos— se
disfraza de todas las maneras.
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