P.G. RENCZES Raíces del pensamiento educativo cristiano. Los padres de la Iglesia Es impresionante la producción de obras pedagógicas por autores eclesiásticos de la Antigüedad tardía. Sólo la lista de los ejemplos más insignes, “Carta a los jóvenes” de Basilio de Cesarea, el tratado “Sobre la vanidad y sobre la educación de los hijos” de Juan Crisóstomo, el “De catechizandis rudibus” y el “De magistro” de Agustín, revela ya la proximidad entre pensamiento patrístico y pedagogía1, lo que evoca una verdadera y propia “Wesensverwandtschaft”, más allá de la simple percepción – por otro lado muy familiar en Europa a través de la presencia milenaria de centros de formación de inspiración cristiana – del cristianismo como visión integradora del mundo que tiende a incluir la educación. Esta ponencia trata de remontarse a los cimientos de la relación entre teología patrística y “educación” y demostrar, en un primer momento, el origen de esa relación que, en efecto, se encuentra en el corazón mismo de la teología cristiana, para a continuación explorar dos reflexiones patrísticas que fueron elaboradas en referencia directa a categorías pedagógicas, con el fin de articular con mayor precisión una antropología que se plantea la realidad de un Dios que, hecho hombre, “crecía en sabiduría” (Lc 2, 52) y “sufriendo aprendió a obedecer” (Hb 5,8). 1. Educación y teología: “Wesensverwandtschaft” fenomenológica En consonancia con la naturaleza compleja del concepto de “educación”, a menudo parece que no prestamos atención a una característica básica del conjunto de matices 1 El texto principal de referencia para el tema sigue siendo H.-I. MARROU, Histoire de l’éducation dans l’Antiquité, París 1948, 19646 (trad. española Madrid 1985). Cf. también C. BISSOLI, Bibbia e educazione. Contributo storico-critico ad una teologia dell’educazione, Roma 1981; P. BLOMENKAMP, “Erziehung”, en Reallexikon für Antike und Christentum, VI, Stuttgard 1996, 524-525; G. FAGGIN, “La pedagogia della Patristica”, en L. VOLPICELLI (ed.), La Pedagogia - Storia della Pedagogia, Milán 1971, 225-287; W. JAEGER, Early Christianity and Greek Paideia, Cambridge 1961 (trad. españ. Buenos Aires 1965); finalmente, los dos volúmenes de la obra S. FELICI (ed.), Crescita dell’uomo nella catechesi dei Padri. Età prenicena, Roma 1987, y Età postnicena, Roma 1988. fenomenológicos diversos que forman el proyecto educativo: éste implica en sí mismo una profunda antropología “bi-valente” que desencadena en el beneficiario de la educación un dinamismo “bi-direccional”; en efecto, por una parte, la educación trata de “sacar” lo mejor del que es educado, ayudándolo con distintos medios para que pueda desarrollar sus cualidades y talentos. En este sentido, la educación se presenta, en cuanto sinónimo de “formación”, como la promoción y aumento de determinadas potencialidades presentes en la persona. Por otra parte, sin embargo, la educación se prefigura como una “eliminación” de los obstáculos presentes y, en cierto sentido, “operantes” en el individuo en estado “preeducado”, que le impiden comprometerse vitalmente cumpliendo las exigencias de una existencia responsable para sí y para los demás. Además, sólo una existencia de este tipo puede asegurar el funcionamiento y el futuro de la sociedad humana. Bajo esta perspectiva, la educación se configura, pues, como una atenuación, una “reducción” de las tendencias negativas presentes en la persona: se podría hablar de un proceso de “refinación” del sujeto educado. Ahora bien, resulta que esta bi-direccionalidad forma parte esencial de la educación2: si, por ejemplo, negando la dimensión correctora se siguiera un modelo educativo que no conociese más fin que la promoción y el refuerzo de las potencialidades del individuo, la educación acabaría, a fin de cuentas, por coincidir con el progreso inculto y natural de la persona, y el concepto mismo de una promoción intencionada de determinadas potencialidades humanas perdería toda inteligibilidad. Por otra parte, la actitud educativa contraria, si no va acompañada por la valoración y el estímulo de las cualidades positivas presentes en la persona, al buscar sólo la reducción o la eliminación de las potencialidades “negativas” o “contraproducentes” llevaría, en último término, al menoscabo del educado mismo, pervirtiendo así el proyecto educativo como una forma de abuso de poder. En definitiva, no existe educación si falta completamente una u otra de las dos “direcciones” y, en cierto modo, una presupone la otra: aunque, de hecho, en distintas épocas históricas y 2 Notemos que esta “bi-direccionalidad” de la educación aparece claramente ya en la etimología misma del término “educar”: su base latina “ex-ducere” parece encerrar en sí tanto la acción ‘positiva’ de “llevar a la luz”, como la acción ‘negativa’ de “conducir fuera, expulsar”. A tal propósito, cf. por ejemplo la traducción inglesa de “educar” que se encuentra en C. LEWIS – C. SHORT, A Latin Dictionary, Oxford 1969, 627, que propone como significado básico de “educar”: “to lead forth, draw out” y “to bring away”. zonas geográficas hayan surgido diversas configuraciones de modelos educativos que han favorecido a veces una y, otras veces, otra “dirección” y, a pesar de que se reconozca como clara señal de progreso el consenso general – al menos en Occidente – en torno a la idea de que la educación debe favorecer la promoción de las cualidades y dotes de los educandos, en lugar de acentuar la represión o freno de actitudes o comportamientos inmaduros, sin embargo podemos decir que la educación siempre ha aspirado a una “transformación del hombre”3, distinta del desarrollo “natural” y que no se reduce a éste. Al considerar ese carácter esencialmente bi-direccional del proceso educativo, aparece con nitidez que los Padres de la Iglesia, desde los primeros momentos de la reflexión teológica, reconocieron en la educación una noción clave para comprender la “bivalencia” de la actuación de Dios frente al hombre, tal como testimonian los libros de la Sagrada Escritura. La idea de una “pedagogía divina”, que es marginal aunque ciertamente aflora4 en el horizonte bíblico, adquiere gran importancia en el pensamiento de autores como, por mencionar a los más ilustres, Clemente de Alejandría, Orígenes e Ireneo de Lyon en los dos primeros siglos cristianos, Gregorio de Nisa y Agustín más tarde, revelándose como concepto princeps para hacer “tolerables” todos los altibajos que marcan el curso de la relación de Dios con su creación, como si se tratara de darles una justificación5. Si a los ojos de los Padres la historia accidentada del Pueblo Elegido, su liberación apresurada de Egipto, y la entrada lenta y fatigosa en la Tierra Prometida, las innumerables batallas vencidas contra los enemigos y las igualmente innumerables batallas perdidas, constituyen en su conjunto un trayecto significativo, el motivo se encuentra en una “didáctica” que Dios aplica a favor del hombre. A mayor abundamiento, si los acontecimientos veterotestamentarios de la construcción del templo de Jerusalén y su destrucción, y de la posterior expulsión y exilio del pueblo de Israel, son hechos no casuales sino provistos de sentido, la razón se encuentra en el doble carácter (positivo, de formación, y negativo, de refinación) de la pedagogía divina. 3 Cf. P.C. HODGSON, God's Wisdom: Toward a Theology of Education, Louisville/Westminster 1999, 105ss.. Cf. a modo de ejemplo Dt 11,2; Jr 17, 23; Pr 13,24; 1Co 11, 32; Ga 3, 24; 1Tm 1,20; 2 Tm 3, 16; Hb 12,5.6.7.11. 5 Cf. P. GRELOT, Sens chrétien de l’Ancien Testament, París 1962; H-I. MARROU, “Introduction a Clément d’Alessandrie”, en CLEMENT D’ALEXANDRIE, Le Pédagogue (SChr 70), París 1960; H.W. WOLFF (ed.), Probleme biblischer Theologie, Festschrift G. von Rad, Munich 1971, 258-274. 4 Este progreso de la historia de la alianza lleno de luces y sombras se resume además en ese acto pedagógico definitivo constituido por el misterio de la Encarnación, Pasión y Resurrección de Jesucristo, en el que el acercamiento educador de Dios al hombre se radicaliza en la unión personal entre educador y educando. El nuevo sujeto resultante, divino y humano, educante y educado a la vez, es arquetipo perfecto de la coexistencia de las dos direcciones en la acción pedagógica de Dios: al asumir la humanidad, el Verbo Eterno desarrolla de hecho al máximo su potencialidad, su ser “capax Dei” (acción positiva de formación), y padeciendo y muriendo por él, condena y aniquila su pecaminosidad (acción negativa de refinación). En efecto, el encuentro-desencuentro decisivo entre la santidad de lo divino y la ambigüedad de lo humano en la vida terrenal del Hijo de Dios es presentado por los escritos neotestamentarios como cumplimiento y, a la vez, como razón profunda de la aparente incoherencia del actuar de Dios en la historia anterior de salvación: Encarnación y Redención deben pues leerse como dos dimensiones de una única acción de Dios orientada a la transformación del hombre. He aquí, a título de ejemplo, un pasaje impresionante de Ireneo: En efecto, Dios mismo se ha hecho a semejanza de la carne del pecado para condenar el pecado y, después de haberlo así condenado, alejarlo de la carne y volver a llamar al hombre a su semejanza, asignándole la misión de hacerse imitador de Dios y sujetándolo a la obediencia paterna a fin de que pueda ver al Padre, desde el momento que le concede comprenderlo: (es decir) Él, el Verbo de Dios habitó en el hombre y se hizo Hijo del hombre para habituar al hombre a acoger a Dios y habituar a Dios a habitar en el hombre según el beneplácito del Padre6. Al tratar de sintetizar el impacto del concepto de “educación” sobre la reflexión teológica de los Padres, se llega finalmente a la afirmación de que la teología, como investigación humana de las condiciones de la relación Dios-hombre se encuentra, desde el punto de vista cristiano, con el reconocimiento de un proceso educativo en curso: Dios se deja conocer por el hombre (teología) en la medida en que el hombre se deja transformar en sus propias capacidades por Dios (educación)7. 6 Ireneo de Lyon, Adversus Haereses III, 20. Esta afirmación sugiere que el vínculo entre “teología” y “educación” está relacionado con la distinción, empleada por los Padres en diversos contextos, entre “teología” y “economía”. En efecto, si “teología” indica la divinidad de las personas trinitarias, mientras “economía” se refiere a toda la acción salvífica de Dios a favor de su creación, la 7 Me parecen oportunas dos profundizaciones relacionadas con esta afirmación: A) La dimensión comunitaria de la educación A diferencia de la idea actual sobre la educación, que asocia este concepto preferentemente al individuo, la concepción patrística entiende el proceso educativo en sentido tanto individual como comunitario: los Padres no conciben una transformación humana, a través de la acogida de la salvación en Jesucristo en comunión con los cristianos, fuera de un contexto social. A diferencia de otras obras contemporáneas de aspiración educativa – algunas de las cuales son, por ejemplo, ciertos tratados inspirados en el estoicismo, muy apreciados por los mismos cristianos8 – las propuestas educativas de los autores patrísticos no se dirigían tanto a la persona individual frente a la sociedad, sino que más bien abarcaban la transformación simultánea tanto de la persona como de la sociedad en la que ésta está integrada. Al hacerse más profunda esta división entre la intención educativa pagana y la cristiana, surge la noción de “educación de la cultura”9. Esta idea supone una novedad rompedora para la sociedad pagana, la cual la rechazará inmediatamente con violencia. No parece exagerado hablar de una cierta “socialización” de la educación en el pensamiento patrístico, de un proceso “pedagógico” que se corresponde con la visión teológica de la integración de todas las naciones del mundo en la realización del plan divino de la divinización del cosmos10. Esta socialización de la educación resulta cierta incluso en el monaquismo, allí donde, a primera vista, parece producirse más bien, bajo la bandera del cristianismo, un proceso de “individualización” al más alto nivel. De hecho, el monaquismo, incluso en sus formas más radicales de seguimiento de Cristo a través de la anulación de toda relación con la colectividad, mantenía en realidad un lazo vivo con la sociedad a través del ofrecimiento de consejos y la enseñanza de reglas morales y espirituales (reglas que, todavía hoy, aprovechan educadores de distintas inspiraciones); educación pertenece sin duda al ámbito de la economía, es decir, a la perspectiva sobre Dios que no concierne a Dios en sí mismo, sino en su relación con el hombre. 8 Cf. J. STELZENBERGER, Die Beziehungen der frühchristlichen Sittenlehre zur Ethik der Stoa . Eine moralgeschichtliche Studie, Munich 1933; M. SPANNEUT, “Les normes morales du Stoïcisme chez les Pères de l’Eglise”, Studia Moralia 19 (1981) 153-175, también en S. PINCKAERS – C.J. PINTO DE OLIVEIRA (edd.), Universalité et permanence des Lois morales, Éditions Universitaires, Fribourg / Éditions du Cerf, París 1986, 114-135. 9 Cf. J. Ratzinger, “Comunicazione e cultura. Nuovi percorsi per l’evangelizzazione nel terzo millennio”, Il nuovo Areopago 24 (2005), 14-20. 10 Cf. P.G. Renczes, “Jesús, el Ungido, ¿centro de la creación?”, en J.J. PEREZ-SOBA – J. DE DIOS LARRU – J. BALLESTEROS (edd.), Una ley de libertad para la vida del mundo. Actas del congreso internacional sobre la ley natural, Madrid 2007, 146-147. asimismo, se observa dentro del mismo movimiento, una propensión creciente hacia el compromiso cultural, que culmina finalmente, en Occidente, con el florecimiento de la orden benedictina, considerada justamente la educadora por excelencia de una Europa apenas nacida de la Antigüedad Clásica11. B) La motivación cristológica Aunque es cierto que la Revelación divina debería ser examinada siempre a la luz de la teonomía de Dios, es decir, sin que ninguna explicación nuestra la pueda desentrañar, el intento conseguido, por parte de los Padres de la Iglesia, de encontrar en la Sagrada Escritura un itinerario educativo puede parecer una especie de apropiación racionalista, inadecuada para la tarea de acercarse al misterio del actuar de Dios. Así, la lectura de los Padres debería ser etiquetada como un típico ejemplo de helenización del cristianismo, y finalmente rechazada por ser el resultado de una concesión inadmisible a los influjos helenísticos, sobre todo platónicos12, que olvida la tradición bíblica del “Deus semper Maior”. Y si hasta ahora esta misma conferencia ha celebrado la relación entre teología y educación, nos podríamos preguntar si ella misma no es víctima del racionalismo, y no refleja demasiado la fascinación del concepto ilustrado de la “Historia” como proyecto educativo, descifrable a través de la razón humana13. Por tanto, debemos centrar nuestra atención una vez más en la cristología patrística que, ciertamente, leía la Historia de la Salvación recurriendo a ejemplos antropológicos situables, en último término, en el contexto de la experiencia familiar de la educación de los hijos: la similitud fenomenológica entre esas dos realidades – la acción educativa humana de una generación sobre la siguiente y el actuar divino frente al hombre – consiente, en opinión de los autores eclesiásticos, un acercamiento conceptual de este tipo. No obstante, lo que legitima la comparación entre estas dos realidades no es la razón humana ni la presunta racionalidad de los asuntos humanos. Según los Padres, por el contrario, lo que empuja a equiparar el progreso complejo de la “Historia Sagrada” con el proceso educativo que atraviesa la sucesión de generaciones es el hecho de la Encarnación de Jesucristo, el 11 Cf. a este propósito V. DAMMERTZ, Benedetto, il fondatore: l'Europa dal 480 al 1980, Milán 1980. Sigue esta línea interpretativa p. e. W. JENTSCH, Urchristliches Erziehungsdenken. Die Paideia Kyriu im Rahmen der hellenistisch-jüdischen Umwelt, Gütersloh 1951, en particular 265-285. 13 Cf. C. BISSOLI, Bibbia e educazione. Contributo storico-critico ad una teologia dell’educazione, Roma 1981, 29-39. 12 Logos Eterno del Padre. Uniéndose a la naturaleza humana, en efecto, el Logos ha revelado y ha comunicado al hombre la posibilidad de acceder a Dios dentro de una estructura antropológica racional. Esta opción por el “Dios de los filósofos” no es exclusiva de los inicios del pensamiento patrístico del siglo segundo, caracterizados por la “teología del Logos”; incluso cuando, en los siglos siguientes, se toman en consideración con más minuciosidad todas las instancias antropológicas “implicadas” en la encarnación de Jesucristo como elementos constitutivos de esta nueva vía de acceso a Dios, el tema de la educación no pierde importancia: la cristalización de la historia plurisecular de salvación en una historia de apenas treinta años, que es la del Dios-hecho-hombre, hace pensar en un dinamismo que puede ser calificado de “proceso complejo y refinado de crecimiento, que lucha con resistencias”. Dos “teologoumena”, en particular, nos ayudarán a articular con mayor precisión las sutilezas de este proceso. 2. La “ley pedagoga” (Ga 3,24) frente a la “gracia educadora”(Tt 2,12) El primer momento teológico “reflexivo” frente al “acontecimiento Jesucristo”, que coincide con la redacción de los escritos neotestamentarios, tenía como tarea primera poner de relieve el significado “radical” y “universal” de la “gratia Christi” respecto de todos los modos anteriores de acceso a la salvación. En ese contexto, recibe una atención privilegiada el concepto de “ley”, por haber sido ésta para el judaísmo expresión perfecta de la voluntad de Dios, cuya observancia coincide con la fidelidad a la Alianza misma14. En el cuerpo epistolar del Nuevo Testamento aflora, además, el uso de un significado de “ley” distinto del de la Revelación veterotestamentaria, en la medida en que se refiere a la “conciencia” de la criatura racional, como presencia que fundamenta las normas éticas y testimonia la orientación al bien de la razón humana en cuanto tal15. A fin de marcar el giro definitivo que ha experimentado la humanidad entera gracias a la obra salvífica de Jesucristo, San Pablo 14 Cf. S. CAVALLETTI, “L’educazione ebraica”, en Nuove questioni di storia della pedagogia, vol. I, Brescia 1977, 1138; A. LEMAIRE, Le scuole e la formazione della Bibbia nell’Israele antico, Brescia 1981. 15 Cf. Rm 2, 14ss. acuña las clásicas fórmulas antitéticas “carne-espíritu”, “ley-libertad”, “ley-evangelio”16, que denuncian el intento de buscar “la justificación en la ley” como un intento “separado de la gracia”17. Al mismo tiempo, sin embargo, el Apóstol hace uso de la expresión “ley de Cristo”18, reapropiándose así del contenido de la noción veterotestamentaria, y propone a las comunidades cristianas varias series de virtudes y vicios que se corresponden en gran medida con los postulados morales promovidos por el estoicismo19. Esta tensión entre “teología cristiana de la gracia”, por un lado, y “doctrina moral cristiana”, por el otro, encuentra finalmente en la teología de San Agustín, a finales del siglo IV, una solución capaz de orientar decididamente el pensamiento cristiano a través del planteamiento de esta relación: al identificar la relación entre ley y gracia con dos “situaciones” humanas fundamentales, Agustín llega a la idea de dos estados del hombre, el estado “sub lege” y el estado “sub gratia”. El hombre “bajo la ley” llega, gracias a ella, al conocimiento del bien y del mal, y se hace por tanto consciente de sus propios “lazos” con el mal de los que, no obstante, no consigue liberarse. Así la ley es santa, y santo, justo y bueno es el mandamiento. Ordena en efecto lo que hay que mandar y prohíbe lo que hay que prohibir. ¿Lo que es bien se ha convertido entonces en muerte para mí? ¡Claro que no! El vicio está ciertamente en el que abusa, no en el mandamiento mismo, que es bueno. En efecto, la ley es buena, si uno la usa bien. Abusa de la ley quien no se somete a Dios con piadosa humildad a fin de poderla cumplir por medio de la gracia. Quien no le da justo uso, la recibe con el único fin de que su pecado, que antes de la prohibición estaba oculto, empiece a manifestarse por medio de la transgresión. Y ello fuera de toda medida: porque se trata no sólo de pecado, sino también de oposición al mandamiento20. Por el contrario, el hombre “sub gratia” es receptor de la gracia de Cristo que, en virtud de su fuerza redentora, lo libera del miedo a la muerte y lo hace, finalmente, capaz de sustraerse al pecado y de practicar el bien, cumpliendo la ley. 16 Cf. p. e. Rm 8,4; Ga 1,14 ss; Ga 2,4ss; Ga 5,14. 18 1 Co 9,21; Ga 6,2. 19 Cf. Rm 13, 1-7; Ga 5,19-26; 1 Co 6,9-10. 20 Quaest. ad Simpl. 1, 1, 6. 17 La ley puede ser observada sólo por los hombres espirituales, que lo son por gracia. En efecto, cuanto más se parece uno a la ley espiritual, o sea, cuanto más se eleva hacia el amor espiritual, tanto más la observa; entonces se goza todavía más en ella, porque ya no siente oprimido por su peso, sino robustecido en su luz: porque el mandamiento del Señor es límpido, da luz a los ojos, y la ley del Señor es perfecta, reanima el alma; con la gracia, que perdona los pecados e infunde el espíritu de caridad, la práctica de la justicia no es de hecho penosa, sino incluso agradable21. El paso del estado “sub lege” al estado “sub gratia” no supone entonces la sustitución de un término por otro, como si uno estuviera en oposición frente al otro. No significa el paso de un estado “sin gracia” a un estado “de gracia”, ni de un estado “de ley” a uno estado “sin ley”. Más bien designa dos estados en el movimiento creciente que asciende hacia la “gracia en cumplimiento de la ley”22. La fórmula de los dos estados anuncia la novedad radical presente en la venida de Jesucristo, sin que implique ninguna ruptura de orientación a nivel antropológico. En este punto podemos considerar, aunque solo sea a modo de propuesta de tesis, tres conclusiones que parecen implicar consecuencias importantes para nuestro tema: A) La interpretación de la ley que da Agustín y la interrelación que él plantea entre el hombre “sub lege” y el hombre “sub gratia” revelan, en realidad, una visión profundamente dinámica del hombre, en la que la continuidad sin interrupción está asegurada por la potencialidad de crecimiento inscrita en el hombre que camina hacia Dios. En cierto sentido, se puede decir que su “educabilidad” es lo que cualifica al hombre como interlocutor para Dios. Por consiguiente, debe considerarse insuficiente un proyecto educativo “estático” que se centre en el cumplimiento “exterior” de leyes y reglas o, al contentarse con resultados temporales, renuncie a perseguir la formación moral de la persona en un contexto de crecimiento orientado a un objetivo. B) Al garantizar plenamente la primacía absoluta de la gracia divina, Agustín consigue dar valor simultáneamente a la instancia moral en el proceso salvífico. Se puede hablar entonces de una confirmación plena del planteamiento veterotestamentario, que no considera auténtica ninguna expresión de religiosidad que no tenga en cuenta la dimensión 21 22 Quaest. ad Simpl. 1, 1, 7. Cf. Retractationes 1, 23. moral y, más concretamente, que no manifieste una corrección moral en la observancia de reglas prácticas no genéricas. C) Finalmente, Agustín pone de relieve la precariedad y, en último término, la imposibilidad del hombre para orientar por sí mismo, de modo definitivo, su propia voluntad hacia el bien: sin la gracia divina todo proyecto educativo auténtico, es decir, todo proyecto que aspire a conducir a la persona a escoger el bien “voluntariamente”, o sea, a través de la aplicación activa de su voluntad, está destinado a tropezarse con una realidad humana que se le resiste sordamente. Por otra parte, Agustín invita al educador a tener en cuenta la posibilidad del acción divina en el hombre, posibilidad que no permite nunca reducir al hombre simplemente a lo que ha recibido “humanamente”. 3. El habitus (Hb 5,14) Un segundo teologúmeno – esta vez de origen filosófico – puede sernos útil ahora para articular con mayor precisión la visión de los Padres de la Iglesia sobre ese proceso de crecimiento que la gracia de Cristo insta. La filosofía griega había ya intuido la importancia en el hombre de la existencia de una “disposición adquirida” que forma nuestra facultad de juicio en vistas a las decisiones a tomar. En particular, Aristóteles que, a través de su “Etica Nicomachea” transmitió una especie de “vocabulario básico” a las distintas escuelas de filosofía moral de los siglos posteriores, afirmaba que “la felicidad consiste en la actividad del alma conforme con la virtud”23, y la virtud, a su vez, en “una disposición habitual que orienta la elección deliberada, consistente en una justa medida”24; según el Estagirita, pues, es preciso aplicar el máximo cuidado en el desarrollo de tales disposiciones habituales: éstas, que de hecho no pertenecen a las potencialidades que nos llegan de la naturaleza, son fruto del uso de nuestra libertad en acciones específicas que, si se convierten en una práctica regular, desembocan en “actitudes estables”. 23 24 Et. Nic., I, 6, 1098 a 7. Et. Nic., II, 6, 1106 b 35. Ahora bien, los Padres de la Iglesia, ansiosos de traducir en términos antropológicos el mensaje cristiano de salvación que llega a los hombres en Jesucristo, identifican de manera cada vez más explícita el lugar dónde se produce esa salvación con la instancia de la “disposición adquirida” (en las lenguas modernas el término más cercano sería “habitus”).25 Dios, renovando la humanidad en Jesucristo, le confiere, a través de su gracia, nuevas “disposiciones” que hacen al hombre capaz de corresponder en su vida al gran principio ético de la Sagrada Escritura y de medirse, en relación con la bondad moral, nada menos que con la bondad de Dios mismo26. Siguiendo la profunda intuición aristotélica de que tales disposiciones no son ni “procedentes de la naturaleza” ni “principios contra la naturaleza”27, sino potencialidades adquiridas a través del ejercicio de determinadas acciones, los Padres ponen de relieve la posibilidad inscrita en el hombre de progresar en un proceso de crecimiento que se puede describir sumariamente como el paso del ser “natural” a una “manera de existir” personal. Sólo a esta última puede en realidad atribuirse la cualidad distintiva de ser “buena”, semejante a la bondad divina, en la medida en que ella sólo es la actualización de la bondad potencial, todavía “indistinta”, que es dada a cada hombre en cuanto creado. Con admirable densidad de significado, Máximo el Confesor, teólogo bizantino del siglo VII, afirma: Cada uno de nosotros actúa ante todo en cuanto “ser un algo”, lo que equivale a decir en cuanto siendo hombre. En cuanto siendo “alguien”, sin embargo, como por ejemplo siendo Pedro o Pablo, determina el modo de la acción, dándole la forma a través de una disminución o crecimiento de esta o aquella manera. Así se reconoce en el modo frente a la acción el distintivo de las personas, cuando por el contrario, al principio está lo indistinto dado por la operatividad natural28. Al ser disposiciones que determinan la dirección de nuestras acciones, los “habitus” merecen la mayor atención por parte de quien educa: en definitiva, únicamente si uno se preocupa de configurar esta dimensión humana, el proyecto educativo hace “presa” verdaderamente en el hombre. Desde ese punto de vista, quisiera subrayar dos características típicas de la instancia del “habitus”, elaboradas por los Padres de la Iglesia: 25 Cf. P.G. RENCZES, Agir de Dieu et liberté de l’homme. Recherches sur l’anthropologie thèologique de saint Maxime le Confesseur, París 2003, 217-311. 26 Cf. Lv 11,45 “Sed santos, porque yo soy santo”, retomado en el NT, en forma casi literal por Mt 5,48: “Sed pues perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. 27 Cf. Et. Nic., II, 1, 1103 a 12-26. 28 MÁXIMO EL CONFESOR, Opuscula Theologica et Polemica 10, PG 91, 137 A. se verá como cada una de ellas contribuye a precisar el perfil de la educación cristiana tanto de entonces como de hoy. A) La conformación de varias disposiciones adquiridas en un único “habitus” ” Ya para Aristóteles, la función del “habitus” era la de ser la potencialidad operativa (“dynamis”) que informa las acciones del hombre, dejando en ellas, si podemos decirlo así, una huella particular. En la visión teológica de los Padres, esa potencialidad asume un estatuto cada vez más desarrollado y articulado, tanto es así que se convierte finalmente en la “condición” misma del hombre justo, del amigo de Dios que se ha hecho semejante al hombre-Dios Jesucristo. Así, este “habitus único”29, “preparador de la vida eterna”30 (Clemente de Alejandría), “vestidura del amor divino”31 (Diadoco de Foticé), “estableciendo al hombre en una posición firme y segura”32 frente a Dios (Evagrio Pontico), no está ya sólo circunscrito a las virtudes singulares, aptas para orientar al hombre en sus opciones de cara a los objetivos morales a alcanzar; sino que llega a indicar incluso el “modo de ser-hombre” que corresponde, en definitiva, al “modo de ser de la naturaleza humana” en Cristo mismo, “a quien el hombre puede hacerse igual según Su habitus de amor ‘filantrópico’”33 (Máximo el Confesor). El gran peso semántico atribuido al “habitus” deja comprender fácilmente que éste se coloca exactamente en el polo opuesto de la mera costumbre: esta última, en efecto, pone el acento en la repetición de la acción intencional que, cuanto más se ejercita, menos reclama la participación de nuestro consentimiento; el “habitus”, por el contrario, denota un modo de ser estable que expresa y requiere cada vez más nuestro verdadero querer. B) El habitus instancia de la “personalización” Como hemos visto ya a propósito de San Agustín, en la medida en que va creciendo en los Padres el interés por la voluntad como ámbito humano en el que se concretiza la 29 CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Eclogae Propheticae, 45, en Die griechischen Schriftsteller der ersten drei Jahrhunderte, vol. 17, Leipzig 1909, 149. 30 CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Stromata, IV, 32, 1, in Die griechischen Schriftsteller der ersten drei Jahrhunderte, vol. 52, Berlín 1960, 262. 31 DIADOCO DE FOTICA, Capita centum de perfectione spirituali, in Sources Chrétiennes 5 ter, París 1966, 152. 32 EVAGRIO PONTICO, Scholia in Proverbia, in Sources Chrétiennes 350, París 1987, 278. 33 MAXIMO EL CONFESOR, Epistula 11, in PG 91, 453 C. determinación del ser “personalizado” del hombre, miran con agudeza cada vez mayor al proceso de formación del acto voluntario en Jesucristo. En particular, del análisis de la opción decisiva de Jesús, que en el drama de Getsemaní se sometió a un proceso de readecuación de la propia voluntad a la misión que se le había encomendado, la teología deduce que, en ciertos casos, la pregunta capital “¿qué debo hacer?” (la segunda de las tres preguntas que, según E. Kant, resumen toda la filosofía34) presenta formas que sólo pueden encontrar una respuesta adecuada dentro de la relación íntima con Dios: al rogar “que se haga tu voluntad”35, Jesús manifiesta que el discernimiento realizado en la agonía lo ha llevado a reconocer un querer divino dirigido a Él personalmente, “de persona a persona”. Aunque la decisión que Jesús debía afrontar era, sin duda, única, no trasladable al tipo de conflicto que el hombre encuentra ordinariamente en su vida, esa decisión es, no obstante, reveladora por el hecho de que la vida coloca al hombre ante decisiones que superan el horizonte puramente ético, aunque estén ligadas a él, en la medida en que no son reconducibles a la simple opción moral entre el bien y el mal. De esta categoría de decisiones forman parte, por ejemplo, todas las que tienen que ver con la profesión a ejercer, el estado de vida, la inversión de cantidades importantes… De la referencia a este ámbito decisional surge una reflexión ulterior sobre la práctica educativa: en efecto, se perfila la interesante distinción entre educación en el aprendizaje de las virtudes, por un lado, y educación en la capacidad de discernimiento personal, por el otro. Si es posible educar a aprender las virtudes a través de explicaciones articuladas en términos generales, con referencia a sistemas morales, reglas, o casos ajenos, no se puede hacer lo mismo para la educación en la capacidad de discernimiento: ésta, al tener como objeto el descubrimiento de la “vocación” personal (entendida aquí no sólo en sentido religioso) interpela al educado en su ser íntimo y requiere un juicio profundo acerca de la coherencia entre el propio ser, querer y actuar. Con ello llegamos de nuevo al punto que marcaba la conclusión de nuestra mirada sobre el significado de la ley: la intervención de la gracia divina, que viene a socorrer al hombre en su interior, allí donde se encuentran las raíces profundas de la actuación humana. Aunque es ciertamente posible y necesario describir la relación entre educación y 34 35 E. KANT, Logik, AA IX, 25. Mt 26,42; Lc 22,42. teología en estos términos, no obstante, la patrística, especialmente la patrística griega, nos ha transmitido otra visión distinta que quizás explica finalmente mejor que todas las demás la relación estrecha existente entre “posibilidad de la educación” y “posibilidad de la acción divina”. De hecho, explica Máximo el Confesor, “educación” no significa en último análisis sólo un proceso de transformación del hombre, que se desarrolla en una misteriosa cooperación entre la gracia divina y el esfuerzo humano para conseguir una cercanía cada vez mayor con el modo de ser de Dios mismo. “Educación” significa también un proceso de acercamiento de Dios mismo al hombre, de aquel Dios que, “nacido de una vez por todas según la carne, quiere, gracias a su amor por el hombre, nacer siempre de nuevo, según el Espíritu, en aquellos que lo desean”36. Entonces, es Dios mismo el que se deja siempre educar de nuevo: se deja “conducir fuera” (“e-ducere”) por el hombre para “formarse” en todas las personas que en su modo de ser manifiestan a Dios: Se dice, en efecto, que Dios y el hombre son ejemplos el uno para el otro y que Dios se humaniza en su amor por el hombre en la misma medida en que el hombre, capacitado por Dios, se diviniza por amor. O también que el hombre accede gracias a Dios al conocimiento de lo desconocido, en la medida en que hace visible al que por naturaleza es invisible, Dios37. 36 37 MAXIMO EL CONFESOR, Ambigua ad Ioannem, 7, PG 91, 1084 C-D. MAXIMO EL CONFESOR, Ambigua ad Ioannem, 10, PG 91, 1113 B-C.