Espiral de interrogantes

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Edición: Tupac Pinilla / Edición web: Yasmín Portales
Edición electrónica: Nora Lelyen
Diseño de cubierta: Yaima Linares
© Reynaldo González, 2004
© Sobre la presente edición:
Editorial CubaLiteraria, 2004
ISBN: 959-263-011-9
Editorial Electrónica CubaLiteraria: Instituto Cubano del Libro,
Palacio del Segundo Cabo, O’Reilly n. 4, esq. a Tacón, Habana Vieja,
Ciudad de La Habana, Cuba.
Índice
La espiral comienza
El tiempo también pinta
Las sinrazones de Piranesi
El tenebrismo: la insolencia del arte
El divino andrógino
Velázquez: una corte vista por un pincel
Singularidad de Marc Chagall
Marcelo Pogolotti entre los futuristas
Una menorah que no se apaga
Relecturas, avenencias y desavenencias
Gajes del oficio literario
El siglo de oro: destellos de una mortaja
Valle-Inclán, la Generación del 98 y el impresionismo
París sin Cortázar: Julio con nosotros
El perdurable eco de Chopin
Tadeusz Kantor: rituales contra ritos
Postales: que el cartero llame dos veces
Lezama revisitado
Del Barroco americano: Carpentier y Lezama
Lezama, pintura y poesía
¿Lezama Lima cuentista?
Lezama sin pedir permiso
Orígenes y un debate necesario
El poeta como ente novelable
Lezama y Piñera, diálogo difícil y entrañable
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El vecino incómodo
Martí, cronista de los Estados Unidos
Joe Hill: más que una balada
La vieja dama ¿es digna?
El unicornio azul en la jungla de asfalto
México aunque me espine la mano
...y Gabriel Figueroa creó a México
María Félix sueña con María Félix
Que Adelita se vaya con otro
Occidente a ritmo de boleros
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La espiral comienza
De niño fui un preguntón, incordiaba a mi madre exigiéndole respuestas que no siempre tenía, o que resultaban inconvenientes. Quería conocerlo todo, comprender el extraño comportamiento de los mayores. Ella acudió a un ardid: «No sé,
hijo, su razón tendrán». Llegado a la inquietante y rara «tercera edad», descarto explicaciones para agrupar páginas disímiles
e inconexas. Su razón tendrán para juntarse, aunque padezcan
desavenencias explícitas, como los mejores matrimonios. Resultan una espiral de interrogantes, no de afirmaciones. A fin
de cuentas, de mayor sigo siendo un preguntón.
Invitado por la editorial electrónica CubaLiteraria y por Ediciones Boloña a reunir textos periodísticos, ensayos y conferencias para
la red y para la imprenta, fue arduo seleccionar los que mejor expresaban mis obsesiones: la literatura, las travesuras y vínculos
Espiral de interrogantes
de arte e historia, la inmediatez y sus misterios. Entraron estos
y quedaron otros en mis desordenados cajones, o extraviados
en revistas y periódicos. A todos tengo en similar aprecio, ninguno desdigo. Nacieron con prisa, tironeados por una insaciable ansiedad de conocimiento y de información desde mis primeros pasos en el periodismo y la literatura, en los ya lejanos
años sesenta del siglo pasado, que esto de ir a caballo entre dos
siglos impone la aclaración. Aparecieron en secciones como «La
ventana discreta» e «Impresiones» (Revolución y Cultura),
«Desde mi proa» (Juventud Rebelde), «Cuaderno de bitácora» (CubaLiteraria), y en Unión, La Gaceta de Cuba, El Caimán Barbudo, Casa de las Américas, Vibarium, Revista de la
Universidad de La Habana, Granma, La Jiribilla.
Algunos textos tomé prestados de mis libros Cuba, una
asignatura pendiente y La ventana discreta, el primero solo
distribuido en el extranjero, el segundo en una edición tan
cuidada como de elusiva presencia en las librerías. Otros conocieron la lectura en público y aquí alcanzan concreción.
Aunque al agruparlos parecería que les doy empaque de permanencia, nunca los tuve por concluidos. Eso explica que
los ampliara con notas y aclaraciones, lo de «letra impresa,
letra sacra» me parece pura tontería. Escapan de esta selección los dedicados a escritores cubanos con quienes sigo
bregando y ya exigirán su cosecha.
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Reynaldo González
El conjunto es una muestra de lo pensado, dicho y escrito.
Intenté un orden ímprobo donde domina el caos,
agrupamientos que mal reúnen flechas disparadas a diversos
puntos, espero que no le contaminen su incomodidad al lector.
Dos de estas sumas reflejan dos amores, por la pintura y por
un amigo, José Lezama Lima, a quien ya dediqué un libro anterior. Aquí, como en mi habitación de trabajo, su imagen y su
recuerdo son una compañía exigente. Otra se arma con observaciones de la vida y la cultura mexicana, que mucho aprecio.
Se le agrega un conjunto sobre Estados Unidos, vecino al que
me unen afectos e incordios. Otra parte es un cajón de sastre,
al lector corresponderá hallarle sentido. Y en todos los textos,
ya saben, interrogantes, interrogantes...
Reynaldo González
(La Habana, encrucijada de 2003-2004)
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El tiempo también pinta
Las sinrazones de Piranesi *
Cada época suele «leer» los tiempos precedentes desde su propia sensibilidad, incluso sumándole contracciones que revelan su
voluntarismo. Por eso algunos grandes de la historia del arte recibieron «lecturas» que eran verdaderas apropiaciones —aunque
no en el significado que la palabra tiene en nuestros días:
reelaboración artística de motivos viejos o consagrados—. Así,
escuchamos una valoración de El Bosco como «antecedente del
surrealismo», en particular su tríptico El jardín de las delicias, al
que algunos teóricos atribuyeron valores muy apreciados por
André Bretón y sus seguidores. Soslayaban el entorno iconográfico del tiempo en que vivió y pintó El Bosco, recurrencia de símbolos que para sus contemporáneos resultaban explícitos, nada
* Escrito en el catálogo de la muestra «Roma, nostalgia i rescat. Gravats
de Giovanni Battista Piranesi», Obra Social y Cultural Sanostra, ed.
Sanostra, Palma de Mallorca, 1999.
Espiral de interrogantes
herméticos, mucho menos lúdicos. Por su parte, el expresionismo —y
con cierto énfasis el
expresionismo abstracto— intentó «apropiarse» de Goya, cuyo arte
adelantó a su tiempo y
llegó al nuestro con un
impacto que cada día genera acercamientos a la
fuerza expresiva de sus
caprichos y pinturas negras, aunque las motivaciones estéticas y temáticas fueran otras, más la
impronta goyesca en
creadores del siglo XX seducidos por su ineluctable provocación. Los ejemplos pueden sumarse tanto en pintura como en
literatura, con mayor frecuencia si se trata de creadores capaces de sobrepasar las convenciones de sus respectivas épocas.
Está entre los riesgos de la grandeza, o es una de sus virtudes.
Una muestra de grabados de Giovanni Battista Piranesi
refresca aquellas atribuciones caprichosas, en las que palpitó
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Reynaldo González
la admiración por obras cuyas improntas dejaron un sabor de
extrañamiento y de sorpresa en comparación con las de sus
contemporáneos. También se apropiaron de Piranesi, sobre
todo por sus cárceles imaginarias, tenidas como «antecedentes del surrealismo» y vinculadas a la importancia que los
surrealistas dieron a las interpretaciones poéticas de los sueños. Nadie les cuestionó el derecho de agenciarse una paternidad que les parecía tan legítima como la de Lautreamont, otro
de sus fetiches amados. Hicieron bien, pues sucede que Piranesi
es antecedente de muchas cosas en el arte.
Hace algunos años, en Venecia, visité una muestra antológica
de sus grabados. Me pregunté por el atrevimiento de aquel talento
veneciano puesto a exaltar las grandezas de Roma con un interés
que, en su momento, no siempre tuvieron los propios romanos. Su
pasión por la magnificencia de la Roma imperial y patricia lo llevó a
indagar y polemizar, vitalizó su vocación de arquitecto y le despertó
la de arqueólogo, para defender la llamada Ciudad Eterna como
blasón frente a una contemporaneidad esquiva. En el empeño no
abandonó su extraordinaria capacidad de fabulador desde el grabado, traducida en la suma y yuxtaposición de elementos que, puestos en plan de representación realista, no coincidían. Su peculiar
quehacer venía abonado por circunstancias que vincularon el arte
del grabado, su reproducción y venta, a transacciones que hoy llamaríamos marketing, palabra que, reconozco, produce un efecto
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Espiral de interrogantes
extraño al referirse a una obra que en el siglo XVIII apelaba a valores
antiguos. Agrego que Piranesi estaba capacitado como pocos para
defender a Roma, precisamente por su origen veneciano y por la
significación de Venecia en el movimiento artístico de su tiempo.
Este imbroglio veneto-romano reclama explicación.
EL DESPERTAR DEL TALENTO
Ahora nos parece cercano decir «Mogliano, próximo a
Mestre» —devenida ciudad dormitorio para venecianos que
tanto viven del turismo como lo padecen, pues los desplaza de
su amada ciudad de lagos y canales—, pero en la primera mitad del
XVIII la distancia se multiplicaba y la gran trascendencia de la república veneciana ponía arduos obstáculos a su conquista por un artista en ciernes. Sin embargo, los primeros veinte años de Giovanni
Battista Piranesi, hijo de un cantero y nacido en Mogliano, transcurrieron en Venecia con el apoyo de relaciones que le fraguó su padrino, el austriaco Giovanni Widman, cuyo hijo se casaría con una
Rezzonico, familia de cardenales papables y definitorios en el futuro mecenazgo romano del artista. Sus inclinaciones hacia la ingeniería y la hidráulica, tan remarcadas en su etapa posterior, las estimuló el tío materno, Mateo Lucchesi, arquitecto principal del
Magistrato delle Acque, con quien inició estudios de arquitectura.
El aprecio por la preservación de edificios históricos le llegó de
su maestro Antonio Scalfarotto, notable por las restauraciones del
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Reynaldo González
Puente Romano y el Arco de Augusto en Rimini, la iglesia
veneciana de San Rocco, más la concepción de la de San
Simeone e Giuda, que evocaba el Panteón de Roma. La pasión
por la Ciudad Eterna se la sembró su propio hermano Angelo,
monje cartujo que le dictó latín con narraciones de hazañas y
leyendas romanas. Un descendiente de grabadores, teórico y
maestro de perspectiva, Carlo Zucchi, lo enseñó a grabar y lo
introdujo en el que por algún tiempo sería su modus vivendi:
la creación de vistas (vedute) venecianas, negocio pensado para
seducir a visitantes, algo que hoy llamamos turismo y de lo que
Venecia es su emporio. Piranesi añadió el liberal estudio del
dibujo escenográfico con los decoradores teatrales Giuseppe y
Domenico Valeriani, especialistas en rarezas y contracciones
de la perspectiva para la acción escénica.
Con tales impulsos Piranesi ya estaba listo para su primera aventura romana (1740), conseguida por el padrino Widman, como dibujante en la presentación de credenciales de Marco Foscarini,
embajador de la Señoría Veneciana ante Prospero Lambertini, bautizado como Benedetto XIV al agarrar el solio pontificio. Para el joven artista Roma dejaba de ser leyenda, pero seguía viéndola desde
la niebla de la fascinación. Así lo escribió en 1743, en su Prima Parte de Architetture e Prospettive: «No alcanzaré a expresar el gozo
que tuve al observar de cerca la exacta perfección de la arquitectura
que emana de los edificios, la rareza, o la desmesurada mole de
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Espiral de interrogantes
mármoles que se encuentra por doquier y también la amplitud
de los espacios que una vez ocuparon los circos, los foros y los
palacios de los emperadores». Subrayo lo que «vio»: rareza,
desmesura, encuentro de trozos de historia, no lo que realmente
era Roma, sino lo que había sido, para una magnificación del
pasado que sería constante en su quehacer artístico.
La Roma que visitó Piranesi atravesaba una de sus cíclicas
restauraciones: las fachadas eclesiales de Santa Trinidad, Santa Maria Maggiore, San Giovanni de Laterano, San Giovanni
de Fiorentini, la Villa Albani, las escaleras de la Plaza de España, el Palacio de la Consulta, la Plaza de San Ignacio, la
Fontana de Trevi, proyectos que al unísono conducían arquitectos e ingenieros de quienes escuchó las explicaciones como
quien les bebe las palabras. Para redondear la operación, contrajo amistad con el escultor Antonio Corradini, que lo acercó a los libros de Johann Bernhard Fischer von Erlach y a las
obras del arquitecto Filippo Juvarra, escenógrafo y proyectista de aparatos ceremoniales, cuya influencia marcaría sus
pasos tempraneros. Frecuentó el estudio de Ferdinando Galli
Bibiena, cabeza de una dinastía de escenógrafos teatrales a
quienes se atribuye el principio de «la escena en ángulos»:
abandono del tradicional punto de vista central en favor de
varios ejes diagonales, para una estructura espacial de mayor complejidad, aunque cada vez más lejana de la realidad.
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Reynaldo González
Por un lado, la arquitectura como espacio vital. Por el otro, la
imaginación como artificio, decorado y embellecimiento de
la vida. Le sumó la prédica del constructor veneciano Niccola
Giobbe, llamado a desempeñar un papel preponderante en
su formación, tanto que le dedicó su primera obra independiente, a la precoz edad de veintitrés años.
Otra gran amistad romana de Piranesi fue la de monseñor
Giovanni Gaetano Bottari —autor de los míticos Dialoghi sopra
le tre arti del disegno (1754), bibliotecario de la familia Corsini y
más tarde conservador de la Biblioteca Vaticana—, quien le dio
acceso a la colección del cardenal Neri Corsini, tesoro de referencias pictóricas. Todo confluía en la sensibilidad del artista cachorro, que se incorporó al taller del aguafuertista siciliano Giuseppe
Vasi, donde trabajó con su conterráneo Felice Polanzani, autor
del retrato de Piranesi (1750) que trascendió a nuestro tiempo, en
el frontispicio de la primera edición de su álbum Le Antichitá
Romane. Allí se le ve, ya definidas las líneas de su personalidad,
vivo y ríspido, aunque con las manos cortadas como las esculturas antiguas, convertido en estatua quien mucho las amaría y exaltaría. Se supone que en el taller de Vasi tuvo noticia de los descubrimientos arqueológicos de Herculano, sepultado por el Vesubio
en el 79 a. de C., y conquistó a su amigo Antonio Corradino para
desplazarse a Nápoles, a conocer las excavaciones y los tesoros
que se acumulaban en el Museo de Portici, cuyo director,
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Espiral de interrogantes
Camillo Paderni, le instó a dejar constancia de las
magnificencias de la Roma antigua en planchas de cobre.
Piranesi había contraído el virus de la indagación en la antigüedad romana, pero las deficitarias circunstancias familiares
le cortaron el ímpetu con un obligado regreso a Venecia (17451747). Mantuvo la ilusión de volver a Roma para algún encargo
arquitectónico o para trabajar junto al célebre Giovanni Battista
Tiepolo, aspiración no confirmada por sus biógrafos. No parece
que el compás de espera veneciano le resultara particularmente doloso, ni que le atara las manos, ni que aminorara la avidez
de su desmedido talento. Más bien se debe calificar de experiencia benéfica el reencuentro con una ciudad que en el siglo
XVIII se mantenía como uno de los principales focos de la creación artística europea. Estaban en pleno auge el negocio de la
veduta y del capriccio —arquitecturas fantásticas—, tendencias favorecidas por el carácter de Venecia como punto de encuentro internacional. Y Piranesi parecía nacido para alcanzar
una dimensión mayor en la fusión del mundo topográfico y el
imaginario, aventura donde el barroco imponía su esplendor.
Halló un maestro, Marco Ricci, escenógrafo y diseñador de
proyectos arquitectónicos, autor de construcciones imaginarias para cuadros con ruinas y un peculiar tratamiento de la
atmósfera del Véneto. Y halló un ambiente donde el grabado
ganaba realce, demanda y exigencia. Un empresario, Anton
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Reynaldo González
Maria Zanetti, compraba y vendía los grabados de Ricci y le
encargaba a Tiepolo imágenes con su personal ambiente enigmático, su sorprendente efecto de scherzi de fantasía, novedad
de gran aceptación. Un cónsul inglés, Joseph Smith, servía de
enlace entre aquellos artistas y comerciantes con los de Inglaterra y Francia, donde reclamaban obras de Canaletto, Bellotto,
Ricci, Tiepolo, Marieschi, Guardi. Sus soluciones impresionaron a Piranesi —no se descarta que en esa ocasión trabajara en
el taller de Tiepolo, aunque tampoco lo afirman sus estudiosos— y lo pusieron en guardia sobre lo inconducente del
academicismo que había conocido en Roma con el siciliano
Vasi. Fue el principal fruto de la experiencia veneciana, además de dar rienda suelta a su imaginación sin traicionar su amor
por las formas clásicas.
ROMA VISTA POR UN VENECIANO
Cuando en 1744 Piranesi regresó a Roma como agente del
editor alemán Joseph Wagner, llevaba la lección aprendida. Se
uniría a varios artistas, generalmente franceses, ingleses y alemanes, pero su camino ascendente en el reconocimiento de su
talento —miembro de la Academia de la Arcadia, de la Society
of Antiquaries de Londres, académico de San Luca, Caballero
de la Espuela de Oro…— lo volverían un tanto hosco, quizás por
demasiado ensimismarse en conquistas que a un tiempo fijaban
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Espiral de interrogantes
una realidad pretérita y sintetizaban su personal visión del mundo.
Obligado a la cortesanía, buscó tiempo para continuar sus búsquedas arqueológicas y entró en la polémica que signó sus criterios en
defensa de las bondades culturales de Roma frente a quienes exaltaban el mundo griego. Compartía la opinión del arquitecto británico Robert Adam, llegado a Roma como parte de su Grand Tour
(1754-1758), sobre una reforma de la arquitectura desde la aplicación de elementos de la antigüedad clásica. Adam introdujo a
Piranesi ante William Chambers, George Dance y Robert Mylene,
el grupo inglés más prestigioso en el mercado del grabado, para
quienes hizo cuatro planchas aparecidas en Works in Architecture
(1773-1779) y lo apoyaron en su enfrentamiento al alemán Joachim
Winckelmann, un coleccionista fanático de la superioridad del arte
griego sobre el romano. La trayectoria de Piranesi se avaló con un
golpe de suerte: su compatriota y protector, el cardenal Carlo della
Torre Rezzonico, fue elegido papa con el nombre de Clemente XIII.
A su munificencia debió la publicación de varios tomos con sus
grabados sobre la antigua Roma y sus investigaciones arqueológicas en la zona del lago Albano. Más que una comprensión de la
cultura en la historia, la suya sería una exhaustiva dedicación desde la libertad aprendida, para ejemplaridad de las ideas e imposición de la realización individual.
Si, contrario a su tan aclamada fidelidad a la antigüedad
romana, Piranesi no resultó objetivo, fue por su irrenunciable
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Reynaldo González
ejercicio de la creatividad ganada en la Venecia de su formación,
algo que la historia del arte agradece más que un purismo repetidor de templos y fragmentos supervivientes del desprecio, el descuido y la erosión del tiempo. Su ímpetu era tan excesivo como
compulsiva resultaba su ansiedad por juntar elementos dispersos
y sobreimponerlos en la plancha de cobre, acumulación que burlaba cualquier principio realista. Se observa en su participación
con cuarenta y ocho grabados en un total de ciento cuarenta y
cinco, junto a los franceses Legeay, Duflos y Bellicard en Varie
vedute di Roma Antica e Moderna disegnate e intagliate da
celebri autori, obra editada por Fausto Amidei. Desde su primera
publicación independiente, Prima parte di Archittetura e
Prospettive inventate ed incise da Giambattista Piranesi,
architetto veneziano (1743), acudió a templos, palacios, puentes,
un interior de prisión y pórticos imaginarios. No se trataba de
reconstrucciones, sino de creaciones, en coherencia con un período en que los proyectos arquitectónicos se presentaban en imágenes artísticamente elaboradas. El grabado Carcere Oscura antecedió a sus prisiones imaginarias, tan insólitas como sugerentes.
Se continuarían en 1745, con las catorce planchas de su Invenzioni
Capric(ciose) di Carceri all Acqua Forte datte in luce da Giovanni
Buzard in Roma Mercant(e) al Corso, luego modificadas por
Piranesi y reimpresas en 1761. En lo más misterioso de su obra
mancomunaba referencias arquitectónicas y fantasía.
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Espiral de interrogantes
La definición de «cárceles» no parece ajustarse a aquellos
edificios de grandes escaleras, estandartes, trofeos e inscripciones esculpidas para espacios ceremoniales. Confunde la caprichosa iluminación de corredores, pasarelas y escalas que no
conducen a un sitio preciso, ambigüedad espacial que desconcierta. Si en algunos grabados incorporó una actividad humana, quedó minimizada por el entorno majestuoso, en espacios
huidizos, con zonas de injustificadas luces y sombras, más la
irrupción de inexplicados brotes de humo. La sensación espacial se une al deterioro, de manera que el espectador no sabe si
observa ruinas o levantamientos, si los personajes son condenados o constructores, o ambas cosas, pues su condena sería la
perpetua fabricación de esas plantas inacabables. Más que proponernos un orden, Piranesi nos introduce en la anarquía que
genera su imaginación. Su poder de sugerencia y su expresividad no se reprimirían al retratar la Antichitá Romane de´Tempi
della Repubblica e de´primi Imperatori, obra cuyo título variaría en sucesivas ediciones, hasta Alcune vedute di Archi
Romane ed altri Monumenti inalzati da romani, crecimientos
de su augural Antichitá Romane, ejemplos de su permanente
enamoramiento de una ciudad que le pareció la culminación
de la excelencia humana en el tiempo. Piranesi, oportunamente llamado «el Rembrandt de las antiguas ruinas», junto a su
pasión impuso su personal traducción de lo pretérito burilado
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Reynaldo González
en cobre. Al creer que rendía culto al pasado, establecía su febril presente, una razón armada por sinrazones. Eso originó
su irrefutable permanencia y la principal seducción para que
los surrealistas hicieran suyas sus cárceles de pesadilla.
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El tenebrismo: la insolencia del arte
Tuve la suerte de visitar una muestra conjunta de dos pintores
significativos del renacimiento italiano: Orazio Gentileschi (15631639) y Artemisia Gentileschi (1593-1653), padre e hija, en el Palacio Venecia, de Roma, donde en el verano anterior vi una extraordinaria retrospectiva de Caravaggio, modelo-maestro de ambos. La
muestra coincidía con un polémico revival de la que hoy llaman «la
primera mujer pintora», afirmación de impacto propagandístico,
pero fallida si sabemos que las hubo desde la Grecia clásica y
helenística, aunque a la manera de un hobby, disfrutando de una
posición acomodada que las eximía de tener que ganarse la vida
con una actividad tenida por más manual que artística y hasta poco
digna. Pero no importa: si Artemisia no fue la primera mujer pintora, sí la más importante de su tiempo —en atención a la excelenciade
su trabajo—, y en la muestra aprecié, más que un icono feminista,
Reynaldo González
un diálogo entre obras de arte, un pulso ejemplarizante con la exposición anterior, la de Caravaggio, para recordar un momento ápice
en las conquistas de la pintura italiana de aquella época.
El entorno en que debió moverse Artemisia Gentileschi respondió a un gran impulso dado a la pintura cuando de alguna
manera toda Roma semejaba un gran taller. El final del siglo
XVI y los inicios del XVII vieron el incremento de la relevancia
europea con una paz armada, donde alternaban ejércitos y
formas de colaboración entre las cortes y la Iglesia, con la multiplicación de órdenes religiosas fundamentalmente misioneras, para la catolización de nuevas tierras. El negocio de la fe
devino boyante y de inesperada modernidad. Italia continuaba siendo un punto referencial, consolidada por el impulso
renacentista, pero veía su competencia reducida a sus capitales Roma y Venecia y, para algunos sectores, Turín y Nápoles.
Roma atraía múltiples intereses en torno a la corte papal: de
la diplomacia a las finanzas, del estudio de la antigua literatura a retomadas disputas teológicas, de las colecciones de la
civilización romana a la arquitectura y las grandes conquistas del Renacimiento. Cada nuevo papa, que era un soberano
absoluto, seleccionaba entre familiares y amigos el nivel más
alto de colaboradores en su gobierno, el soporte financiero y
militar, casi siempre desechando a los de su predecesor. Por
ello Roma y el papado requerían gran cantidad de obras de arte,
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Espiral de interrogantes
encomendadas por razones de prestigio familiar, en el apresurado tiempo de duración de la vida de un papa y su corte, que se
sabía relegada con la llegada del nuevo soberano pontificio y por
la puja de representatividad de poderosas y enfrentadas familias. Con esa alternancia de mecenas, añadida a un emplazamiento de gran urbe europea, se extendía la Roma barroca, con aristócratas y ricos en lucha por sobresalir y mostrar sus fortunas,
traducidas en palacios, la adopción de nuevas ideas, proyectos e
incluso modalidades dentro del estilo predominante. Aunque no
bastara para asegurar el éxito estilístico, esa sucesión facilitó la
vivacidad y las derivaciones formales de obras simultáneamente creadas en la ciudad.
En el transcurso se subraya un hito: la conclusión de la
galería del Palacio Farnese —primer decenio del siglo XVII—,
decorado por el boloñés Annibale Carracci, sobre el mitológico tema del triunfo de los poderes del Amor, «pero como renovado y revisado, con un vigor inédito y una inédita carga,
casi de agresión visual al observador, y una inédita y sutil diferenciación entre los niveles ‘ficcionales’ de las imágenes al
fresco, figuradas como cuadros sobreimpuestos, a veces insertados en una decoración arquitectónica», de la que se derivó una amplia corriente, con exponentes significativos como
Guido Reni y Domenico Zampieri, llamado el Domenichino.1
Se vivía la moda de encargar telas para los muros de aquellas
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Reynaldo González
nuevas construcciones, o para reanimar las antiguas con temas
mitológicos. Igual que Orazio Gentileschi, su hija Artemisia siguió el «caravaggismo»,
etiqueta de un tipo de
naturalismo llamado
tenebrista, de gran influencia en la pintura que
recreaba motivos míticos
y momentos relevantes
de la Biblia.
A Michelangelo Merisi,
llamado el Caravaggio
(1573-1610), artista de leyenda negra y vida nada
edificante para la época, le
criticaban que optara por
rasgos estilísticos que causaron furor en la Europa
contrarreformista. Uno
de ellos, muy sobresaliente, fue su insistencia en conferirle una dura
y masiva consistencia a las manos encallecidas por rudas labores, e
inclusive a los pies, tomados con fehaciente naturalismo de modelos escogidos entre obreros y artesanos de su entorno, sus mujeres
y madres. Fue notorio que sus santos se atrevieran a mostrar sus
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Espiral de interrogantes
plantas, sucias de polvo y llenas de callosidades, en el primer
plano de un cuadro tan destacado como la Virgen de los Peregrinos, de la romana iglesia de San Agustín; o que les diera
una importancia provocativa en San Mateo y el Ángel, destruido en 1945, en el Museo de Berlín, del que ahora solo se
conocen reproducciones en grabados y fotos. Aquello era tan
desacostumbrado que llamó la atención de los contemporáneos por su grosería, y la primera versión del cuadro fue rechazada, al igual que La Virgen y el Niño aplastando la serpiente, porque «la escena estaba representada de una manera baja».2
Decidió que al dar a los personajes del Evangelio los rasgos
de sus compañeros, ganarían mayor veracidad que si los idealizara, en continuación de la iconografía clásica. «El Caravaggio
volvió profanos a sus personajes, sin duda deliberadamente. Si
fracasó cuando dio sus caras de viejos artesanos al que sostiene a Cristo en el Descendimiento [y] al San Pedro de La Crucifixión, fue porque no luchaba contra una abstracción patética,
como el arte gótico contra la abstracción romana, sino contra
una idealización a la que no podía vencer contentándose con
individualizarlos.»3 Enfrentado a una línea del barroco de la
que deseaba desprenderse, rechazaba su idealismo, la obstinada búsqueda de una significación profunda, pero no la abandonaba porque en su realismo había un intento de predicación
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Reynaldo González
diferente: «Su arte es el sostén de una poesía italiana heroica y
turbia, la de su David (la cabeza cortada de Goliat es, dicen, su
retrato), que se volvería más visible en sus imitadores directos.»4 Frente al hieratismo de los santos tradicionales, los suyos gesticulaban, se encolerizaban, como el San Mateo que sorprende a los jugadores en La Vocación, conjunto de figuras
totalmente modeladas por amigos del pintor, jóvenes de rostros explícitamente vulgares pero seductores, lo que en tiempos de otro grande, Pier Paolo Pasolini, llamarían ragazzi di
vita. El físico y la expresión de Mateo son similares a los de los
jugadores sorprendidos, a un tiempo que en la organización
del cuadro, el golpe de luz, a la manera de un potente reflector,
favorece más al conjunto de pícaros que al santo justiciero,
dejado en la penumbra. En La Madona de los palafreneros, la
cara de santa Ana es un retrato, un tanto soez en su decadencia, del de la virgen, ambas, a la manera de las figuras italianas
tradicionales, pero «vueltas realistas» —en lo que Caravaggio
seguía una lección de Da Vinci al tratar el mismo asunto. «Hay
en sus obras más significativas, lo mismo que en La Madona
de los palafreneros, una idealización del carácter, heredada de las
viejas de Mantegna, que, aunque italianas, reaparecerían en la mayor
parte de sus imitadores septentrionales.»5
Tal fue, en el plano artístico, el origen de sus contradicciones,
a las que sumó la recriminación por una vida licenciosa, en
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Espiral de interrogantes
ocasiones hasta el escándalo. Caravaggio eludía el paisaje, centraba su atención en rostros quemados por el sol o arrugados
por la vida, amaba hasta el delirio los contrastes de luz y sombra, con no escasa sensualidad exaltaba cuerpos adolescentarios
y gestos drásticos, para desarrollar intensos núcleos dramáticos. Entre mancebos de perfiles aguzados por las sombras —o
rescatados de la oscuridad por intensidades de luz— y madonas
poco seráficas, alcanzó una definición propia y conquistó a otros
pintores, hasta dejar huella en el arte de su tiempo. Para su
fatalidad, se supo que aquellos cuerpos reflejados en sus lienzos le servían de carnal distracción en «la vida real», con una
apetencia jubilosa. El suyo sería un caso peculiar porque llegó
a convertirse en uno de los pivotes considerables del barroco
pictórico, pero resultó polémico, contradictorio y tan buscado
como rechazado por quienes sustentaban el arte y la existencia
misma de los artistas.
Dentro de los parámetros de la Iglesia, el caravaggismo debió
satisfacer los nuevos requerimientos para incitar a la piedad de
los fieles contraviniendo el simbolismo difícil y complicado de
los manieristas —entiéndase que son definiciones y
decantaciones a posteriori aplicadas al arte—, con alegorías sencillas que desde los muros catedralicios alcanzaran a conmover
a parroquianos de escalas intermedias y bajas. Al principio tuvieron éxito las formas adoptadas por Caravaggio, pero llegó a
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Reynaldo González
un punto de contradicción, un revés en la eclesiástica operación
de marketing iconográfico. Si la curia deseaba crear para la propaganda de la fe católica un «arte popular», limitaba su carácter
a la sencillez de las ideas y de las formas, y se propuso evitar la
directa plebeyez de la expresión que asomaba en las telas de
Caravaggio. Las santas personas representadas debían hablar a
los fieles con la mayor eficacia posible, pero en ningún momento descender hasta ellos. En las obras de arte reconocían una
potencialidad para ganar adeptos, convencer, conquistar, siempre que se acogieran a un lenguaje escogido y elevado. Era la
resistencia del clasicismo frente a lo nuevo que lo retaba.
La fórmula de la grandiosidad y la solemnidad como imperio de la fe, aprobada en períodos anteriores, estaba muy cimentada y no iba a ceder ante soluciones emergentes y lo que
se vio como temperamentales caprichos de expresión individual. La intensidad de Caravaggio, aunque admirable y, en su
momento, única, les pareció excesivamente terrenal; «su
naturalismo atrevido, sin afeites, crudo, no podía, a la larga,
corresponder al gusto de sus altos clientes eclesiásticos», quienes exigían «la ‘grandeza’ y la ‘nobleza’ que, en su opinión, correspondía a la esencia de una representación religiosa», alcurnia que echaban de menos en aquellos cuadros magníficos
y cautivadores. Pese a que nada de lo conocido se podía comparar a sus obras en la Italia de entonces, reiteradamente las
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Espiral de interrogantes
rechazaron, pues en ellas vieron formas anticonvencionales,
sin comprender o descartando la posible «profunda piedad del
maestro, que se expresaba en un lenguaje verdaderamente popular (...) y Caravaggio llegó a ser, después del Medioevo, el
primer gran artista rechazado precisamente a causa de su originalidad artística, y que cabalmente suscitaba contra sí la repugnancia de sus contemporáneos por aquello que constituiría su gloria posterior».6 A su potente y conmovedor trabajo
sumaba el encono y la envidia, actuantes en un medio tan espiritual como terrenal y prejuiciado. Las jerarquías también evidenciaban una arista poco trascendente al tener demasiado en
cuenta la vida alterada y aventurera —terrena—, considerada
excesiva en alguien que contraía la enorme responsabilidad de
representar hechos divinos. Para su suerte y la de sus seguidores, no solo los templos hacían encargos pictóricos, competencia a la que debemos el milagro de su preservación.
La trascendencia del Caravaggio para el arte, con lo que conmovió y alcanzó un eco extendido en Europa, una revolución de
incalculable alcance, fue su redescubrimiento de la luz, que a
finales del siglo XVI y principios del XVII, años de su madurez,
llevó a concreciones extraordinarias. Se consideró llamado a iluminar la parcialidad de la visión clásica, de la que llegó a sentir
un profundo hastío. Halló en la luz no un elemento complementario, sino protagónico de la mirada pictórica. La convirtió en su
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principal punto de apoyo, para perturbar la valoración de las
formas. Observó los cuerpos y objetos que en la reiteración del
clasicismo iban quedando en convenciones de un conjunto, y
supo que la luz no solamente «estaba», sino que se podía dirigir,
alterarla para que alterara, compulsarla a un «enfoque», palabra impensable para su tiempo, por supuesto. A partir de esa
comprensión iluminaría las figuras y desataría la serie de alteraciones que la luz, dirigida, provocada o simulada, podía generar
tanto en los cuerpos favorecidos por ella como en los que obligaba a penumbras y oscurecimientos. Con el procedimiento, la luz
«actúa como un cataclismo que dislocara un continente cuya
configuración no hubiesen explicado los mapas. Esconde a su
antojo los acostumbrados salientes, hace surgir los planos más
neutros y, en un sentido literal, todo lo transforma».7 El movimiento, el juego de esa luz procurada, convertida en instrumento del pintor como no lo fuera nunca antes, profundizaba su contrario, las sombras, que enarcaban la significación dramática de
la escena, vista ya no como reproducción de un hecho conocido,
sino como hallazgo, sorpresa. En la aproximación de Malraux,
«esos fondos sombríos están allí por su luz; su luz por lo que
aclara; lo que es aclarado, para convertirse en algo más real, para
adquirir más relieve, de carácter o drama».8
Sus intensos conjuntos eran representaciones de los asuntos escogidos. Derrotaba convenciones de la perspectiva y
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Espiral de interrogantes
subrayaba la dramaticidad del asunto. Circunscribía el nudo
dramático a un estrecho elenco de personajes en un ámbito
cerrado por las sombras, y ellos mismos remarcados por el gesto
y la tensión del momento. Tanto los protagonistas como sus
acompañantes quedaban delineados por una oscuridad en la
que entraba una luz potente, generadora de grandes contrastes. Resultó aleccionadora su representación de la fábula de
Lázaro, el resucitado, en pose oblicua y de brazos extendidos
en cruz, visto en el instante entre la muerte y la vida, en reconocimiento de la potencia divina pero indicando, a un tiempo,
la presencia de la muerte. Un ejemplo retador, donde la comunicación del elemento mágico-religioso se puso en riesgo por
el peculiar naturalismo caravaggiesco, es La conversión de San
Pablo (1600-1601, Santa María del Popolo, Roma), donde un
rollizo caballo acapara el plano central mientras lo atiende el
caballericero, abstraído en la acción de quitarle (o ponerle)
arreos, por lo que no advierte la trascendencia de lo que ocurre
junto a él. Las sombras y los contrastes de luces centran la atención en la bellísima bestia, de colorido variado y tan estallante
que casi llega al blanco. En el plano bajo, con los brazos extendidos, como un poseso, se ve al santo en drástico escorzo, cayendo de espalda por un impacto invisible para los demás y
para el espectador, que puede verlo como un resbalón inesperado, pero que representa la revelación divina que al santo dota
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de su condición diferente. Al soslayar las recurrencias
connotativas de sacralidad —tan amaneradas y abusivas en la
iconografía católica que ya cabalgaba su esquematismo cursi—
, la escena, liberada de cualquier dato de lugar —¿caballeriza o
simple cruce de caminos?—, adquiere una incitante «normalidad». La fragmentación de ese entorno omitido le aporta un
«silencio» dialogante con el espectador para cuya receptividad
está pensada la pieza maestra de Caravaggio, que también retó
la comprensión de sus clientes.
JOSÉ DE RIBERA
En el primer decenio del siglo XVII concluían la vida de
Caravaggio y su tenaz búsqueda de una economía formal para
la representación dramática de mitos e historias sacras, a partir de una fuerte luz lateral, librando de superficialidad la representación pictórica por un uso no convencional de modelos
y la refiguración de ambientes alejados del mundo cortesano,
o de ascendencia no clásica.9 A sus seguidores inmediatos —
donde Orazio Gentileschi tuvo sitio remarcado— se les sumarían muchos, en zonas beneficiadas por el irradiador centro
italiano, incluida la serenidad psicologista del francés Jorge de
La Tour (1593-1652), quizás el más sabio aprovechador de aquellas lecciones. Entre los seguidores romanos y napolitanos del
caravaggismo se incluyeron dos grandes, Guido Reni y el
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Espiral de interrogantes
Guercino, que desertaron para acogerse a una versión suavizada y un idealismo acorde con el gusto cortesano, notable revés
de la revolución caravaggiesca. Las escuelas más afortunadas
en la adaptación del caravaggismo fueron el barroco sevillano,
los franceses y los de Utrecht, aunque ese estilo impregnó en
general toda la producción del siglo XVII, incluidos quienes no
se le adscribieron pero resultaron marcados por ella, como
Rembrandt y Lievens.
Es particularmente notable el caso de José de Ribera, nacido en
España, aunque largamente residenciado en Italia, donde le llamaron el Spagnoletto y halló un ambiente receptivo a su obra. Tuvo
bonanza pero debió arrastrar un verdadero vía crucis de prejuicios y
adversidades. Por largo tiempo estuvo tan integrado al caravaggismo
que el adjetivo «riberesco» fue sinónimo de tenebrismo. Dio al mundo de la pintura italiana escenas de penitentes abrazados a cruces de
leño, flagelándose y rezumando sangre, cuerpos descoyuntados, apóstoles iluminados por la fe. Para complacer el verismo reclamado por
la iglesia contrarreformista, insistió en pormenores graves y sobresalientes como la rugosidad de las pieles maltratadas de los penitentes, su estado calamitoso y lastimero. Se le atribuyó una violencia y
una brutalidad cruel que, según extendidos criterios, llevaba más
allá de sus cuadros, a su vida.
Su mala fama trascendió a posteriores observadores de su
obra. Lord Byron afirmaría que «el Spagnoletto mojaba su
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pincel en la sangre de todos los santos». Théophile Gautier lo
vería «embriagado por el vino de los suplicios», pintando «cosas que harían retroceder de horror al mismísimo verdugo»,
para concluir que «se necesita toda la maestría y la energía diabólica de este maestro para soportar su feroz pintura de desolladero, matadero que parece ejecutado para caníbales por un
ayudante del verdugo». Y llegó al retrato en versos: Corazón
prendado del triste amor de lo feo, / nada puede ablandar tu
feroz aspereza / y el espléndido azul de los cielos de Italia /
no ha dejado reflejos en tu pintura atroz. / Como otros la
belleza, tú buscas lo que espanta, / mártires y verdugos, gitanos y mendigos / colocando una úlcera al lado de un andrajo. / Necesitas asuntos violentos y sombríos / donde el
ángel del dolor vuelque sus negros cálices, / donde el hacha
se embote en tajos chorreantes.10
Ribera se complació en la representación de suplicios, martirios, retratos de mendigos y ancianos de arrugas profundas, sus
modelos preferidos, en cumplimiento de un recetario tenebrista
llevado a extremos. El estudioso Alfonso E. Pérez Sánchez reconoce que esa visión sintetizó lo que España significaba para los italianos contemporáneos de Ribera «en los años en que Italia era todavía, necesariamente, el mundo de la serenidad renacentista, de la
razonadora perfección romano-boloñesa», mientras el reino español prefería y encomiaba «un arte diverso, sombrío y grandioso,
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Espiral de interrogantes
dramático y expresivo, hecho de luces y de sombras, de crueldad
y de sangre, de modelos callejeros y de gestos de éxtasis». Ribera pasó a ser el signo de una versión sombría del españolismo,
«fruto de un tiempo y de una actitud religiosa, la de la
Contrarreforma rigurosa, que encontraba en España una de sus
cimas —en los aspectos de intransigencia dogmática, sin duda la
cima absoluta—, pero que en cuanto a las formas plásticas no
hacía sino recoger e interpretar, vulgarizándolo, cuanto se le
brindaba una vez más desde Italia y, como en la baja Edad
Media, desde Flandes».11
Ribera, que soportaba «la carencia más absoluta de elementos
profanos en la pintura española de aquel tiempo, abrumada por el
escrúpulo de moralidad que imponían los omnipresentes censores
eclesiásticos, hacía que se identificase con facilidad lo español —y así
se titulaba— con la cara más dramática del mundo
contrarreformístico, matizada en tierras italianas por la convivencia
con la mitología, usada en clave alegórica muchas veces, pero nunca
desprovista de su complacencia sensual, y exultante, en tierras flamencas católicas, con la opulencia carnal y gozosa de un Rubens». A
causa de los extremos de Ribera, tenebrismo llegó a ser «una definición que parecía cuadrar necesariamente solo a los españoles. Las
tinieblas de la dramática España eran el escenario adecuado para
todas las violencias y todas las crueldades que Ribera venía, cómodamente, a asumir».12 Por muchos años y por su fidelidad al primer
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naturalismo caravaggiesco, en la consideración de la historia
del arte Ribera pagaría el diezmo de la leyenda negra de su
país de origen. Un reconocimiento alejado de su morboso regodeo ha costado la resurrección de una friolera de serenas y
comedidas imágenes religiosas, menos trascendentes que las
tenebristas, y la fatiga de historiadores empeñados en restarle su distendida militancia en aquel remarcado escenario de
sombras y luces, tanto como en un ímprobo pulimento del
pasado inquisitorial español.
ARTEMISIA GENTILESCHI
Menor si lo relacionamos con el de Ribera, el tenebrismo de
Artemisia Gentileschi también es significativo. Nació en la
Roma de su grandeza y su desdicha, el 8 de julio de 1593. Su
madre murió cuando ella cumplía doce años. A partir de su
instrucción solamente artística, pues aprendió a leer y a escribir siendo ya adulta, deslumbró por su espléndida interpretación de asuntos como Susana y los superiores (1610). Se formó en el taller paterno, entre aprendices y capitanes de un oficio solo valorado cuando se alcanzaba la individual grandeza
del genio. Luego de reveses tan definitorios como mal historiados, se hizo con el negocio, burló el fatalismo de los encargos
simpáticos, acometió intrincadas empresas creativas con fuerza y decisión tales que su padre, en lo que quizás consideró un
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Espiral de interrogantes
raptus lírico, le regaló una drástica definición: «Pinta como un
hombre». Con el tiempo ella la tomó en serio.
A los dieciocho años pintó su primera versión de Judit degollando a Holofernes, asunto al que se devolvería, el mismo
que hoy atrae la curiosidad de historiadores y es, precisamente, el que despierta la admiración de quienes procuran la
emancipación femenina con pasión bien manejada al escoger
sus símbolos. Entre ellos tiene sitio la altiva Artemisia
Gentileschi. Los suyos fueron cuadros de gran formato, con
pocas figuras, de tamaño casi natural, o más, y con efectos de
luces capaces de conmover a quienes entraban en la penumbra de los templos. No inventó la técnica del claroscuro, pero
la llevó a consecuencias extremas. En su versión de Judit degollando a Holofernes solo se ven tres figuras en el momento
más impactante del relato: cuando la heroína descabeza al
jefe asirio. Auxiliada por su esclava, Judit lo asesina en una
escena que conjuga miedo, violencia, sangre y una belleza
tremendista que la pintura ha recogido con insistencia en
períodos de subrayada temática aleccionadora. Fue asunto
socorrido de la tendencia capitaneada por Caravaggio, el primero que inmortalizó ese crimen. Artemisia no estudió con
él, pero de él aprendió y le añadió su particular carácter, dotado de genio y furia. Esa furia nada contenida motiva el actual reconocimiento, luego de períodos en que abundaron
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historias del arte que no la mencionaban. Solo se conservan
treinta y cuatro obras suyas. Las otras se extraviaron entre descuidos y atribuciones a hombres contemporáneos: tal era su
fuerza expresiva que no dudaron en considerarlas «masculinas». Son piezas supervivientes de una época en que la
Gentileschi fue alabada y criticada con similar fiebre, conocida
por tener genio cuando se veía monstruoso que una mujer
mostrara simple talento.
Sobre su vida y su arte proliferan hoy biografías y filmes,
acercamientos críticos y valoraciones acuciosas. El vórtice de
tanta atención son sus dos versiones de Judit degollando a
Holofernes, tema que le vino al pelo para sublimar aspectos ingratos de su propia trayectoria. Hoy se le entiende como venganza y derivación de un trauma recibido en la adolescencia, tan
fuerte que definió su carácter y su visión del mundo. Y es razonable. Quienes la conocieron tampoco interpretaron ese cuadro
desde el significado de la leyenda que narra. Vieron a la
Gentileschi en el sitio de Judit, en su circunstancia, con la violencia interna que le aportó el desprecio sufrido, el engaño, el
matrimonio obligado, la decisión de concluir con un tajo de cuchillo cocinero una situación de la que no era culpable, y luego
afrontar el exilio. Hoy también se ve en ella a la mujer que intentó librarse de sus fantasmas, del oprobio y la injusticia. De cualquier manera, es la artista en plena posesión de su tema y de su
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Espiral de interrogantes
oficio, seguidora de su maestro-modelo, pero sin resignarse a la
blandura repetidora, tradicionalmente tenida como femenina.
Es, a no dudarlo, una versión tan viril como la de Caravaggio.
Pero ¿es Holofernes quien muere bajo la cuchillada de Judit
auxiliada por su esclava y tan desconcertada de su propia acción
como la confiada víctima? El antecedente biográfico calza la valoración que el feminismo atribuye a una obra que sin esos añadidos también merecería la consideración del gran arte.
Entre aquellos con quienes Orazio Gentileschi trabajó estaba Agostino Tassi Florentino, instructor de Artemisia, el más
cercano a una pericia que a sus diecinueve años se revelaba
deslumbrante. De la vecindad extrema surgiría una acusación
que en 1612 estremeció los círculos artísticos romanos: la muchacha aseguró que Tassi la había violado. Él contaba con antecedentes nada favorables: una estancia en la cárcel por el incesto con su cuñada y la duda sobre si también le correspondía
la inexplicada muerte de su esposa. Se supo que con la complicidad de familiares y amigos persistió en quedarse a solas con
Artemisia y finalmente la violó. Después intentó aplacar sus
reclamos de reparación prometiéndole que se casaría con ella,
por lo que consiguió tenerla sucesivamente, pero nunca cumplió su promesa. Quizás Orazio Gentileschi pensó mantener el
secreto en casa, que su ayudante devolviera el honor de la hija,
pero una vez desatada la denuncia y al escucharle negar sus
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relaciones sexuales con ella y en su descargo aportar testigos
que la señalaban como «prostituta insaciable», decidió favorecer la
condena del fornicario impenitente. Gentileschi mostró el traje que
evidenciaba la lesión y el daño, solo que siete largos meses después
del hecho, dilación que enrareció su testimonio. La joven fue examinada por parteras para determinar si había «desfloro» reciente
o antiguo, diagnóstico obstaculizado por la vida sexual que con afirmación de testigos sostenía con su agresor. La intimidación, el miedo
y torturas consistentes en apretarle en un instrumento los dedos de
las manos —»persuasión» practicada en la época con los sospechosos de perjurio—, hicieron que en el proceso, repentinamente,
Artemisia se acusara de no ser ilibata en el momento de la violación y de haber tenido muchos amantes. El juicio terminó con cargos contra Tassi, pero con la duda sobre la decencia de la joven.
Artemisia halló un reparador en el pintor Pietro Antonio de
Vicenzo Stiattesi. Se casaron y se mudaron a Florencia. Mientras esperaba el alumbramiento de su niña —¿de Tassi, de
Stiattesi?—, se devolvió al tema de Judit y Holofernes, cuya
primera versión (1612-1613) hiciera por encargo de Judith
Slaying, ciclo que completó con Judit y su criada (1613-1614).
Iniciaba su vida profesional. Trabajaba junto a su marido en la
Academia de Plan, donde la aceptaron como miembro oficial,
en su día un reconocimiento notable para una mujer. La apoyaba el gran duque Cosimo ii, de la familia Medici. Luego se la
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Espiral de interrogantes
vería en Génova, donde pintó sus primeras Lucrecia y
Cleopatra (1621-1622), recibió contratos venecianos y se encontró con Anthoine van Dick. Al regresar a Roma se instaló
como cabeza de familia, con su hija y dos sirvientes. Evidentemente se había separado del marido, a quien dejan de mencionar las escasas relaciones de su vida. En evidencia de su fama
el artista francés Pierre de Dumonstier Neveu hizo un dibujo
de su mano sosteniendo un pincel y lo tituló La mujer noble,
excelente y sabia de Roma, Artemisia. También Jerome David
pintó su retrato con la inscripción La mujer pintora famosa.
Entre 1626 y 1638 la Gentileschi se movió a Nápoles, donde se
autorretrató como Alegoría de la pintura (1630). Entre los
evasivos datos sobre esta pintora extraordinaria, se sabe que
tuvo como patrocinador al Rey Charles II durante una residencia entre muchos artistas invitados a la corte inglesa (16381641). Se le supone coautora de un proyecto de decoración de
su padre para los techos de la casa de la reina en Greenwich.
Después de la guerra civil desatada en 1641, se devolvió a
Nápoles, donde vivió hasta su muerte, en 1653.
En su dispersa obra sobresalen sus versiones de Judit degollando a Holofernes, con los añadidos de venganza sublimada
que no deben ocultar su grandeza, eficacia y vigor dentro de la
escuela del naturalismo tenebrista caravaggiesco. Es la herencia
recibida por el espíritu de rebeldía femenina, retomada cuatro
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Reynaldo González
siglos después, cuando la llamada «violencia doméstica» estremece páginas de periódicos, emisiones radiofónicas y
televisivas, y convoca a un movimiento impensable en la época
en que Artemisia Gentileschi vivió su drama y supo convertirlo
en perdurable trasunto de su obra.
Notas:
Riccardo Pacciani: «Barroco y rococó», Storia Universale dell´Arte,
ed. Mondadori, Milán, 1988, p. 272.
2
René Huyghe: Diálogo con el arte, Labor, Barcelona, 1965, pp. 282283.
3
André Malraux: El museo imaginario, ed. EMECE, Buenos Aires, 1956,
pp. 375-376.
4
Ídem.
5
Ídem, p. 378.
6
Arnold Hauser: Historia social de la literturatura y el arte, ed.
Revolucionaria, La Habana, 1966, t. II, p. 432.
7
Huyghe, op. cit., p. 147.
8
Malraux, op. cit., p. 383.
9
Ídem.
10
Cit. en Alfonso E. Pérez Sánchez: Ribera, ed. Alianza, Madrid, 1994,
p.10.
11
Ídem, pp. 12-13.
12
Ibídem.
1
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El divino andrógino
El amante de la belleza humana, lejos de suponer
que varones y mujeres son tan diferentes
en materia de amor como lo son en sus
vestimentas, mantendrá una actitud imparcial
e igualmente bien dispuesta ante uno y otro sexo.
PLUTARCO
Una mirada a períodos significativos de la pintura y la escultura evidencia la persistente admiración por la belleza humana.
En las formas en que fue exaltada asomaron ambiguas resonancias que desdibujaron las diferencias, hasta desarrollar misteriosas fusiones, presencia de una belleza-otra, más allá de precisiones tradicionales. Allí, palpitando, orgulloso de sí o tamizado
por sutilezas que burlaron imposiciones, se presiente «lo
androginal», vértigo de la percepción, guiño o explícito mensaje.
Reynaldo González
Los mitos antiguos, que en su tiempo expresaron una verdadera fe, incluida la conceptualización griega del andrógino,
vivieron sucesivas «resurrecciones» cuando ya se les consideraba paganos, con particular insistencia desde el ímpetu
liberador del Renacimiento. Ese intermitente «movimiento»
respondía a una voluntad alejada de apropiaciones científicas, manifestada en una evocación que traducía experiencias
y, más, ansiedades. Resultó natural que esos «deslices» se albergaran con particular énfasis en la iconografía católica, que
impuso mayor severidad al tratamiento de la sexualidad pero
creó un vulnerable campo de códigos, en función de su proselitismo. No pudo ocurrir en las obras dedicadas al culto mariano,
pero eclosionó en la figuración de leyendas
mitológicas, sus relatos bíblicos y el crecido santoral masculino. Esa tentación, o
riesgo, incita a un viaje en el tiempo, desde
la augural idea del
andrógino.
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Espiral de interrogantes
La cultura griega ya contaba con el mito de Ganimedes, hijo
de Tros, rey que diera nombre a Troya. Según textos homéricos,
Ganimedes era el joven más bello de los vivientes y los dioses lo
eligieron para copero de Zeus, quien también lo deseaba como
compañero de lecho. Para tenerlo, se disfrazó con plumas de
águila y lo raptó en la llanura troyana. En compensación, Hermes
regaló a Tros una vid de oro y dos hermosos caballos, y le dijo
que su hijo sonreía mientras escanciaba vino en la copa del Padre del Cielo, pues se había hecho inmortal, exento de las miserias de la vejez. En prenda de amor a Ganimedes, Zeus puso su
imagen entre las estrellas como Acuario, el portador de las aguas.
Ese mito dio justificación religiosa al amor apasionado de un hombre maduro por un joven, hasta entonces solo tolerada como forma extrema de adoración a las diosas: los varones devotos de
Cibeles trataban de unirse a ella en éxtasis, emasculándose y vistiéndose de mujer. Un sacerdocio homosexual pasó a ser una institución reconocida en los templos. Una vez hallado un campo de
amorío homosexual, la nueva pasión marcó una victoria del
patriarcado sobre el matriarcado, la filosofía griega devino juego
intelectual de hombres, sin ayuda de mujeres. Según Graves, con
la difusión de la filosofía platónica en los sitios en que regían los
dioses Zeus y Apolo, la mujer griega, hasta entonces intelectualmente dominante, degeneró a trabajadora gratuita, circunscrita a
la reproducción.1 Platón acudió al mito de Ganimedes para
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Reynaldo González
justificar sus propias emociones sentimentales con sus discípulos (Fedro 79), aunque en otras partes censuró la homosexualidad como «una malvada invención cretense».
En el Simposio o Banquete, Platón incluyó un discurso de
Aristófanes sobre la existencia del andrógino entre las pretéritas formas anatómicas de los hombres. El mito sería llevado a
piedra angular por una magnificación de la androginia, apoyo
a individuos todavía no llamados «homosexuales», vocablo que
tardaría siglos en aparecer. Cada orador del Simposio se propuso exaltar a Eros para fijar su significación en el panteón
mitológico griego. Aristófanes comenzó afirmando que en otro
tiempo la naturaleza humana fue muy diferente: «Todos los
hombres tenían formas redondas, la espalda y los costados colocados en círculo, cuatro brazos, cuatro piernas, dos fisonomías, unidas a una sola cabeza que reunía estos dos semblantes opuestos entre sí, dos orejas, dos órganos de la generación
y todo lo demás en esta misma proporción». Marchaban rectos y no requerían volverse para tomar el camino deseado. Si
se les apremiaba «se apoyaban sucesivamente sobre sus ocho
miembros y avanzaban con rapidez mediante un movimiento
circular, como los que hace la rueda». Ese andar esférico lo
tomaban de sus principios, la luna y el sol, que respectivamente generaban dos tipos de hombres: de sexo masculino y de
sexo femenino, duplicado en cada cuerpo. El vínculo del sol
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con la tierra producía un tercer tipo de hombre, ya desaparecido, «especie particular llamada andrógino, porque reunía el
sexo masculino y el femenino». Aristófanes agregó que los
andróginos eran «robustos y vigorosos y de corazón animoso,
y por esto concibieron la atrevida idea de escalar el cielo y combatir con los dioses». Esa embrionaria insurrección motivó el
castigo de Zeus: los separó en dos y los amenazó con subdividirlos de nuevo, dejándoles un solo pie, si retomaban «su impía audacia y no querían permanecer en reposo».2
Al distanciar los cuerpos en una operación quirúrgica que
como huella les dejó el ombligo, Zeus tuvo la misericordia de
recolocarles los genitales al frente, porque los llevaban detrás.
La enmienda impidió el derrame de semen «en la tierra, como
las cigarras», pero a los hombres, ya fueran varones, hembras o andróginos, tal desperdicio les preocupaba menos que
sus ansiedades insatisfechas. Como algunos conocimientos
se adquieren con dolor, la separación generó un bien extraordinario, el Eros. Añadió Aristófanes que de la atracción estimulada por la falta de lo que antes se tuvo «procede el amor
que tenemos naturalmente los unos a los otros [porque] nuestra naturaleza primitiva hace esfuerzos para reunir las dos
mitades y para restablecernos en nuestra antigua perfección».
Y agregó: «Cada uno de nosotros no es más que una mitad de
hombre, que ha sido separada de su todo como se divide una
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Reynaldo González
hoja en dos. Estas mitades buscan siempre sus mitades. Los
hombres que provienen de la separación de estos seres compuestos, que se llaman andróginos, aman a las mujeres; y la
mayor parte de los adúlteros pertenecen a esta especie, así como
también las mujeres que aman a los hombres y violan las leyes
del himeneo. Pero a las mujeres que provienen de la separación de las mujeres primitivas no [les] llaman la atención los
hombres y se inclinan más a las mujeres; a esta especie pertenecen las tribades. Del mismo modo, los hombres que provienen de
la separación de los hombres primitivos buscan el sexo masculino».3
En el argumento ganó espacio el asunto de la convivencia sexual
de personas de un mismo sexo. Aristófanes agració las costumbres
griegas mencionando conveniencias ganadas con la separación corporal de los antepasados andróginos. Si la unión sexual ocurría entre
quienes eran solamente varón y hembra, accedían a la concepción,
de manera que el mito favorecía la multiplicación de la especie. Si
un varón se unía a otro varón, «la saciedad los separaba bien pronto y los restituía a los trabajos y demás cuidados de la vida». De
inmediato elogió atributos morales que según criterios en boga
enaltecían la relación entre varones:
Mientras son jóvenes aman a los hombres, se complacen en dormir con ellos y estar en sus brazos; son
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Espiral de interrogantes
los primeros entre los adolescentes y los adultos,
como que son de una naturaleza mucho más varonil.
Sin razón se les echa en cara que viven sin pudor porque no es la falta de éste lo que les hace obrar así,
sino que dotados de alma fuerte, valor varonil y carácter viril, buscan sus semejantes; y lo prueba que
con el tiempo son más aptos que los demás para servir al Estado. Hechos hombres, a su vez aman a los
jóvenes, y si se casan y tienen familia no es porque
la naturaleza los incline a ello, sino porque la ley los
obliga. Lo que prefieren es pasar la vida los unos
con los otros en el celibato. El único objeto de los
hombres de ese carácter, amen o sean amados, es
reunirse a quienes se les asemejan. Cuando el que
ama a los jóvenes o a cualquier otro llega a encontrar su mitad, la simpatía, la amistad, el amor los
une de una manera tan maravillosa que no quieren
en ningún concepto separarse ni por un momento».4
Por muchos años en la sociedad griega —con extensión a
la romana—, donde era frecuente el vínculo homosexual, de
preferencia entre mancebos y hombres ya formados —no tan
bien recibido entre mayores o con siervos—, divulgaron la fabulación de Aristófanes hasta hacerla popular, en ocasiones
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Reynaldo González
sin acreditar la fuente platónica. La androginia cedería espacio al conocimiento del hermafroditismo, fenómeno al que dedicaron estatuas como el Eros andrógino (y alado) que incluye
en su colección el Museum of Fine Arts de Boston y el Hermafrodita Chablais del Museo Capitolino de Roma. Se les sumaría una inabarcable lista de óleos, grabados y bajorrelieves,
hacia un refinamiento donde el andrógino ya fue un bello cuerpo de varón con algunos aspectos de mujer, sublimación por
igual deudora de las formas masculinas y femeninas. El elemento androginal marcó las figuraciones de personajes
mitológicos como Ganimedes y bíblicos como el David vencedor de Goliat. David fue captado en la que quizás sea la más
sorprendente representación de un héroe, la versión de
Donatello (1430-1435), que lo ve después de su proeza, en un
momento de ensimismada reflexión. Es un efebo desnudo, de
líneas y gesto femeninos, que traslada la sublimación de la antigüedad a los refinados cánones del Renacimiento, tan relamido y amanerado que redondea un canto a la androginia. La
tendencia se acentuó por la presunta ausencia de sexo en los
ángeles y la numerosa población de fanciulli y putti acompañantes revelaciones, hechos, martirios, éxtasis y ascensiones
de santos y vírgenes.
Las ideas de Aristófanes serían reelaboradas por muchos y
con cierta fortuna por Antoine Héroët en «El andrógino de
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Espiral de interrogantes
Platón», paráfrasis en versos de El libro del amor, de Marsilio Ficino,
juego de la literatura especulativa francesa enseñoreada en proposiciones renacentistas.5 En el largo poema —dedicado a Francisco I en
una ocasión de rara pertinencia: las nupcias de Jacobo V de Escocia y
Magdalena de Francia—, Héroët validó al amor («morir en sí para
vivir en otro») como fuente de progreso intelectual y moral, elevación del hombre hacia su divinidad. Su andrógino marcaba una ruptura con la poesía de los retóricos, en una nueva teoría del origen del
amor y de la amistad entre hombre y mujer, superación del conflicto
entre los sexos, con el mismo Dios como fundamento. Héroët se alejó del original de Aristófanes-Platón, pero mantuvo mayor fidelidad
que el comentario de Ficino, seguidor de la especulación teológica
sobre el amor verdadero en búsqueda de la unidad extraviada. Al
amor simplemente carnal lo vio alejado de la ética, vulgar expresión
de la fisiología. A través de esas interpretaciones la poesía cristiana
extendía proposiciones de la antigua moral griega. Una traducción del
Banquete, elaborada por Francesco Acri, nominado para arzobispo de
Digne en 552, mezcló motivos del discurso del Simposio y narraciones
del Génesis con una liberalidad que le ganó sospechas de herejía. Asomaba el futuro neoplatonismo cristiano, que adelantarían dos versiones de León el Hebreo sobre Diálogos del Amor de Plutarco,
reelaboradas por Champenois y Jean de Tournes (1551), y una del Simposio (1596), de Mathurin Pret, que refinaban el argumento de
Aristófanes, donde colindaban lo monstruoso y lo sublime.
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Reynaldo González
Héroët había plegado la figura del andrógino a la concepción
cristiana del origen del hombre cuando relacionó la androginia del
humano primordial con la de su Creador, pues lo hizo «a su imagen
y semejanza» (Génesis, 1:26). Interpretaciones deudoras de la Cábala también atribuyeron la androginia a Dios, cuya existencia superior implicaba el sexo masculino y el femenino. Similar autosuficiencia se atribuyó a Adán porque su Creador lo puso a vivir solo en
el Edén, le mostró un mundo tan de estreno como él mismo y le
otorgó el enaltecedor privilegio de nombrar cada cosa. Así lo mantuvo hasta que le sacó una costilla para usarla de materia prima en
la elaboración del primer cuerpo femenino. La mujer llegaba a complementar al primer hombre y acentuaba su preeminencia: «Y dijo
Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne: esta
será llamada Varona, porque del varón fue tomada» (Génesis, 2:23).
La expresión neutra «esto», que subrayo, precisa el extrañamiento
adánico, insoslayable en una traducción (1569) como la de Casiodoro
de Reina y una edición (1602) como la de Cipriano de Valera, enriquecedoras del acervo de incontables generaciones hispanohablantes. Luego de provocar el estropicio que Dios castigó desalojándolos del Edén, «Varona» cambiaría de nombre —la puntillosa traducción no especifica que fuera rebautizada— para llamarla Eva,
«madre de todos los vivientes» (Génesis, 3:19). Con la vida y como
deuda de progenitores, la enormísima prole cargaría su culpa, imperfección también extendida a «todos los vivientes».
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Espiral de interrogantes
Si en el pensamiento aristotélico la Naturaleza era creadora
tanto de lo estadísticamente ordinario como de lo excepcional,
el cristianismo glorificó la espiritualidad del amor entre varón y
hembra y condenó la práctica homosexual como pecado nefando, indigno, causante de repugnancia y horror. El antecesor andrógino fue visto como excusa antropomorfa para justificar ese
pecado. Con extremado celo la jerarquía de lo que ya habían convertido en Iglesia soslayó referencias a relaciones de amor entre
personas de igual sexo narradas en libros del Antiguo Testamento: Saúl y David, David y Jonatán, Ruth y Noemí... Los documentos que cifraron el cristianismo primitivo no fueron, como
se suele creer, el conjunto de los «Evangelios», lectura restringida a los canónigos y alejada de los parroquianos.6 Desde el siglo III la jerarquía frecuentó con mayor asiduidad los textos del
Nuevo Testamento. El catolicismo romano no estableció oficialmente el canon de la Biblia hasta el concilio de Trento (1546),7
sin acceder a que la frecuentaran los simples feligreses. La doctrina novo testamentaria acudió a una martilleante negación del
sexo, constreñido a formas calificadas como virtuosas en el coito matrimonial, ámbito del que pretendieron deportar lo placentero para dejarlo en «taller» propagador de la especie.
El renunciamiento al disfrute sexual gravitó por siglos en
las conciencias de los feligreses. Jesucristo mismo, desde la
altura de su magisterio, había instado a la abstención con un
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Reynaldo González
ejemplo propio de su época: «Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; y hay eunucos que son hechos
eunucos por los hombres; y hay eunucos que se hicieron a sí
mismos eunucos por causa del reino de los cielos; el que pueda
ser capaz de eso, séalo» (Mateo, 19:12). Desde la alborada cristiana ese grado de resignación militante —¿amputación de las
ganas?, ¿emasculación ilusoria?— se tuvo como propio de sacerdotes, pero también martirizó la carne y el pensamiento de
los menos comprometidos. Aferrada a la polaridad sexual, la
mística cristiana impuso la disyuntiva del ascetismo o la familia como únicos modos de responder a la consecuencia del «pecado original»: esquivarlo o sacarle provecho para el aumento
poblacional. Durante nuestros irreverentes siglo XX y comienzos del XXI queda probado que el celibato, supuesta bondad para
el espíritu, es un incordio para el cuerpo y despierta precisamente lo que la concepción mística califica de aberraciones,
practicadas por sacerdotes, laicos, heterosexuales u homosexuales, sin que por ello escapen del perenne dilema que dejó
a la humanidad en condición deficitaria. Quienes no aceptan
la receta, asumen el riesgo de responder a sus impulsos vitales,
irresoluta contravención que explora otras vías de un «conocimiento» ya no tan «bíblico».
La androginia no fue negada por una literatura que podemos llamar «civil», posterior a los textos platónicos, ni por toda
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Espiral de interrogantes
la que respondió a propósitos ético-cristianos. El estudioso
Adriano Marchetti observa alusiones al Adán andrógino en el
Microcosmos de Maurice Scève, donde la existencia de cada
individuo revive una historia arquetípica. En el diálogo de
Etienne Pasquier, Le Monophile, pautado por ideas de León el
Hebreo, señala que el mito de la criatura doble es evocado para
ilustrar el amor: «El verdadero y único andrógino es el que fue
representado, no por una historia fabulosa, sino por milagroso
efecto en la persona de Adán». La Estancia XVII de Agripa
Dáubigné se le presenta completamente centrada en la figura
del protoplasma bisexuado, esa vez hembra:
Aquella perfección fue la misma Andrógina
que superó lo humano con su divino esfuerzo,
cuando el cuerpo y el alma, el alma con el cuerpo
vio la divina esencia en la humana unidad. 8
Subraya Marchetti que desde adquisiciones heterogéneas,
talentos del siglo XVI dieron una atención especial a la
androginia y al hermafroditismo, que problematizaban la lectura jerárquica del universo retando a las ciencias naturales, la medicina, la cirugía, la teología, la ética y las leyes
sociales. La polaridad inscribía al varón y a la hembra en
oposiciones que organizaban el mundo según esquemas
diferenciadores. «La ambigüedad, cuando se inscribe en el
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Reynaldo González
cuerpo y señala el sexo, es revelación perturbadora de una
ruptura del orden del mundo, del cuadro conceptual que lo
estructura.» En el orden canónico distingue resquicios de intolerancia que cuestionan su proclamado humanismo, confronta esos prejuicios con conceptos de Montaigne («los que llamamos monstruos no lo son para Dios, quien en la inmensidad de su obra ama la infinidad de las formas») y recuerda que
al hermafrodita se le soportó en su calidad de precursor de sueños e ideales míticos, mientras que en la realidad se le percibió
como una monstruosidad intolerable. 9
La ternura y languidez otorgadas a la representación pictórica de varones tuvo magna eclosión en el San Juan Bautista
(1513-1516) de Leonardo da Vinci. Se le pudiera considerar pieza
augural de la ambigüedad sexual que en rachas de permisividad se mostraría en el manierismo y el barroco. En su representación del Bautista joven puso Leonardo toda su pasión por
el andrógino como síntesis de perfección humana, deliberada
blandura que lo acompañaría en piezas de otros autores, algo
que también ocurrió con las representaciones de San Sebastián,
tan amado como perseguido por el emperador Dioclesiano,
quien le nombró capitán de su cohorte pero luego lo hizo atar a
un árbol y asaetear por sus guardias en 288 de nuestra Era.
Leonardo dio a su San Juan una expresión enigmática, casi pícara al mirar la cruz que sostiene en una penumbra acentuada
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Espiral de interrogantes
por su recurso del esfumato que para algunos estudiosos la
pátina del tiempo dejaría en avanzada atmósfera tenebrista.
En pago por su atrevimiento afrontó el rechazo de los críticos asociados a la jerarquía eclesiástica, principal mecenazgo de la época.
Su Bautista respondía a una tendencia observable en la Gioconda
(1503-1506), retrato de Lisa, esposa de Francesco del Giocondo,
pero de inquietante encanto que la asemeja a un adolescente ambiguo, de rostro extremadamente parecido a los de Ana y la Virgen
realizados por el pintor, y al suyo propio, en algunos autorretratos.
Las imágenes de Adán (Cranach, Durero, el Greco...), de los
santos Juan y Sebastián (Reni, Ribera, Zurbarán...) y la del
mismo Cristo reiteraron las características andróginas, una
suavidad casi femenina en las ondulaciones de sus cuerpos
desnudos, desde el renacimiento, durante el manierismo y el
barroco, aureola de la que no escapa sino que subraya el Cristo
crucificado (1632) de Diego Velázquez, sin que ello les reste
hondura y significación. Los pintores que frecuentaron la indagación de la belleza andrógina desde una defensa que aparentemente obviaba el análisis y privilegiaba la emoción, seguían criterios cimentados en la cultura griega y romana. Los
suyos no eran simples hallazgos, sino concreciones. El más
notable, que tomo para ejemplarizar una tendencia pictórica
de distendida égida, fue Michelangelo Merisi, llamado el
Caravaggio (1571-1610), quien ya ha visitado estas páginas.
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Reynaldo González
Detrás de sus búsquedas palpitó un conocimiento meditado,
una cultura vanguardista que si no la teorizaba, la expresaba
en sus obras. Alguien que sobrevalore detalles de su vida accidentada con escándalos por su promiscuidad y desenfado
sexual, acciones violentas que lo llevaron al asesinato, estancias en la cárcel, exilios y persecuciones, no podrá vincular a
ese hombre con el pintor de temas religiosos y conquistas artísticas capaces de establecer remarcados hitos en el arte del
barroco. No parece que fuera «el bohemio enemigo de la cultura, que está alejado de toda especulación y de toda teoría»
(Hauser dixit), aunque podamos verlo como vehículo y no generador del conceptismo que debió interiorizar para proyectarlo de manera tan fehaciente como demuestran sus obras.
En sus años de formación Caravaggio conoció a familias muy
importantes, papables, que fueron sus protectores. Formaban
una corte de intelectuales y pensadores próximos al conflicto
del humanismo y la Reforma Católica, entre las tesis luteranas
y las del papado. El joven que en Milán y Roma tomó el nombre artístico de su ciudad natal, desde el inicio tuvo seguidores
y conquistó a patrocinadores que le ampliaron el círculo de
relaciones y contratos, según la marea política o los intereses
conductores de las artes. No se adhirió a los preceptos tardomanieristas de su maestro Peterzano, pero en su bottega aprendió a manejar la luz con deslumbrante virtuosismo. Junto a
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Espiral de interrogantes
sus colegas Prospero y Aurelio Orsi integró la Accademia degli
Insensati, contestación revolucionaria a preceptivas tradicionalistas donde coincidió con pintores y poetas que explayaron
su conceptismo gracias al naturalismo de Caravaggio y el
emocionalismo de los tres Carraci, plenos de sutilezas para una
fruición artística de criterios abstractos y una cuidadosa actualización de «paganías» como la «resurrección» del andrógino. En la concepción de aquellos intelectuales, el andrógino
resultaba de la unión de los contrarios masculino y femenino,
trasladado a la permanente lucha entre fuerzas contradictorias, vida-muerte, belleza-fealdad, lo común y lo extraordinario, hacia la perfección ideal del neoplatonismo. En un intento
de conjugar la filosofía clásica griega con el humanismo
renacentista, tuvieron como andrógino ideal al Adán anterior
a la creación de Eva, y a Cristo.
El esplendor de esos asuntos en Caravaggio ocurrió a partir
de 1593. Estudios de su azarosa vida revelan la influencia de
los protectores en la estimulación de esas inquietudes. Su valentía fue tenaz, desde que pintó su extraordinario Baco enfermo en 1593-1594, provocador autorretrato donde acentuó más
el juego del travestismo femenino que la simbolización del dios.
El resultado fue una figura radicalmente andrógina, que gozaba su ambigüedad y miraba de frente, retando. Al unísono trabajó en un tema que retomaría con insistencia: Muchacho con
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Reynaldo González
cesto de flores, retrato de un joven de desbordada sensualidad,
boca carnosa y abierta, cabellos ensortijados y suave
exhuberancia en los hombros que salen de un escote explícitamente femenino. Eran demasiados detalles para que acerca de
su tendencia homosexual no despertaran una controversia que le
sumó admiradores, incluidos quienes a su obra dieron una significación contestataria. En dos cuadros de 1595-1596, Concierto de
jóvenes y El tañedor de laúd, hizo de su preferencia sexual un
alegato, junto a la pasión por la música como medio de alcanzar el amor perfecto. Sus modelos, entre los cuales incluyó a
castrati, eran ejemplos de ambigüedad. Los repetía y se retrataba con ellos, como uno de los personajes del cuadro, para
evidenciar la pertenencia a un cenáculo diferente en un círculo
donde, salvo excepciones, el oficio de pintor quedaba en ilustrador de caprichos de sus mecenas. Un estudio de la partitura
reproducida en El tañedor de laúd con tal veracidad que puede leerse, reveló que ese varón de inquietante feminidad es un
tenor que interpreta un madrigal del siglo XVI, del compositor
francés Jacques Arcadelt. El primer verso: «Voi sapete ch´io
v´amo» («Tú sabes que te amo»), se ha entendido como afirmación del afecto profesado al cardenal Monte, por varios años
protector de Caravaggio.
Otra versión de Baco (1597) la resolvió pintándose a sí mismo,
joven y procaz, con rasgos alejados de la habitual idealización en la
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Espiral de interrogantes
representación mitológica. Expresaba un estado de ánimo sibarita, carnal, invitación que trascendía el motivo, a pesar de
la copa estremecida y magistralmente realizada, que los censores percibieron propio de otra pecaminosidad, no del simple
disfrute etílico. El amor victorioso que en 1601-1602 pintó a
solicitud del marqués Giustiniano, tampoco era el Amor mítico, sino un muchacho explícitamente terrenal, feliz, risueño,
modelado por un pilluelo del vecindario. Su contagiosa irreverencia hizo que un poeta amigo, Murtola, escribiera: «No mires, no mires en estas telas a Amor, pues te incendiará el corazón». Respondía al alegre descaro de la imagen que para la figuración mítica buscó una manifestación humana, de carne y
nervios. Otro asunto mitológico, eminentemente griego, salido de las Metamorfosis de Ovidio, fue trabajado por Caravaggio
en 1600, el Narciso, joven tan bello que se prendó de su propia
imagen y los dioses lo condenaron a convertirse en la flor que
lleva su nombre. Para él quedaba representado en el retrato de
un adolescente más viril que otros modelos suyos —el mismo
modelo del Bautista en la fuente—, inclinado al estanque, resaltado por golpes de luz desde su rodilla, brazos, hombros,
cuello y rostro, es decir, atrapado en sí mismo. El cuidado puesto en una pieza tan cerebralmente ajustada a su argumento,
explicitó el virtuosismo ganado por Caravaggio en el tratamiento de la belleza masculina.
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Reynaldo González
Gran atrevimiento y riesgo mayor de Caravaggio asomaron en
su iconografía religiosa, obras que si en su momento no tuvieron la
aceptación de una jerarquía necesitada de imágenes para la catequesis, luego serían valoradas como revolucionarias. Se cuenta que
cuando los censores las rechazaban, de inmediato las buscaban coleccionistas que apreciaban a un pintor que por atender al argumento propuesto faltaba a las leyes del «decoro», la
representatividad de las figuras emblemáticas, sin desatender las
del «moto», la interpretación de sus pasiones. También les atraían
licencias como las femeninas ondulaciones del ángel que acapara
luz y atención al centro del Descanso en la huida a Egipto (15961597), desconcertante para la mirada oficial pero seductor para los
entendidos en otra sensibilidad. Sin negarle belleza e inefable sentido mágico, los censores echaron en falta el protagonismo de la
Virgen, el Niño y José, este último dominado por las sombras. A
Caravaggio, como a otros pintores, le encargaban la imagen del
Bautista, profeta y ermitaño, pero en su caballete adquiría tintes
que sobrepasaban el motivo bíblico. En una de sus representaciones del Bautista, fechada en 1597-1598, impuso la hedonista visión
de un adolescente hermoso, de expresión melancólica, poco relacionado con la firmeza de quien por seguir un ideal afrontó la soledad, el hambre y la aridez del desierto; en el de 1602 se alejó del
Juan penitente para mostrar un muchacho de la calle, en la plenitud de su belleza, con mirada de cómplice simpatía, a quien
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Espiral de interrogantes
solo se puede identificar como el Bautista por el carnero, símbolo del sacrificio, las hojas de vid de la resurrección de Cristo y las
ropas hechas de piel, que no lleva puestas porque están estrujadas bajo su cuerpo desnudo. Presencia tan desenfadada turba a
quien la observa, parece que se ha vuelto para mirarnos y no
precisamente con expresión pía. Su San Juan de 1603-1604 queda visto de medio cuerpo, inclinado, el rostro en penumbra. Es
un adolescente algo mayor, esquivo como si temiera una agresión. Hoy pudiéramos verlo como un ragazzo de vita, un tanto
pasoliniano. Otra representación del Bautista, en 1608-1609, es
un encantador muchacho de cabellos ensortijados, apoyado en
el brocal para beber de la fuente. Su extrema espontaneidad y el
verismo de su gesto no evocan una imagen para la devoción de
los altares, ni que en el fluir del agua halle una forma de trascendente comunicación con Dios, sino un simple sediento que se
detiene a beber y lavar sus manos sucias.10
La lección de Caravaggio, cuya obra llevó el mito del andrógino
griego a la iconografía católica, el terreno donde esa irreverencia parecería peor trasplantada, ha recibido gran reconocimiento posterior. La suya fue labor de un humanismo capaz de trascender los
siglos, precisamente por nacer de su entorno, de su experiencia personal y, aunque en ingratos episodios de su trayectoria le fuera cuestionada, de una iluminación verdadera: la sinceridad, el riesgo y la
voluntad del artista auténtico. Su grandeza nació de sí mismo.
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Reynaldo González
Notas:
Robert Graves: Los mitos griegos, ed. Alianza, Madrid, 1988, t. I, pp.
140-143.
2
Platón: Diálogos, ed. Universidad Nacional de México, 1988, t. I, pp.
288-289.
3
Idem, p. 290.
4
Idem, p. 291.
5
Ref: Adriano Marchetti, In forma di parole, edición especial:
L´androginoInvenzione sul mito, enero-marzo, abril-junio, ed. Crocetti,
1995. Antoine Héroët: Le Parfaicte Amye, Lyon, 1542. Al trabajar de
manera enfática el capítulo de Ficino dedicado a la intervención de
Aristófanes sobre una anterior naturaleza de los hombres, Héroët se
oponía a L´amie de cour, del misógino Bertrand de la Borderie.
6
Asombra que en las historias de los santos católicos contemporáneos
de Cristo —luego catolizados— no se acoten fuentes bíblicas, algo
perjudicial al conocimiento de la praxis religiosa. Un católico
medianamente culto puede desconocer elementos de su fe como el
hereditario mestizaje de los mitos mosaicos. Quizás pueda paliar esta
ausencia el libro Figuras bíblicas, versión de José Luis Arbizu del Herder
Lexikon Biblische Gestalten, ed. Diccionarios Rioduero, ed. Católica,
S.A., Madrid, 1985.
7
John Boswell: Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad. Los
gays en Europa occidental desde el comienzo de la Era Cristiana hasta
el siglo XIV, ed. Muchnik Editores S.A., Barcelona, 1997.
8
Marchetti, op. cit., pp. 53-54.
9
Idem, pp. 52 y 55.
10
Ref: Maurizio Marini: Caravaggio, «pictor praestantissimus». Liter
artistico completo di uno dei massimi rivoluzionari dell´arte dei tutti
tempi, ed. Newton & Compton, Roma, 2001.
1
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Velázquez: una corte vista por un pincel
DE VISITA EN CASA DE LOS AUSTRIA
Junto a miles que diariamente se dan cita delante del cuadro, he sentido el nada placentero regusto del intruso sorprendido en casa ajena. Esa incómoda sensación se repite en cada
visita. Es como si llegara en el momento en que la menina María
Agustina Sarmiento ofrece a la infanta Margarita un pequeño
búcaro, en presencia de la otra menina, Isabel de Velasco, y de
los enanos Maribárbola y Pertusato. Observan la escena la severa Marcela de Ulloa, guarda de las damas de la reina, y un
guarda de la guarda, varón, que también los había. Como en
paso de baile entra José Nieto Velázquez. A través de un espejo
buenamente empañado nos miran Felipe IV y María Ana de
Austria. El propio Diego Velázquez, ya muy señor pintor del
reino, se incluye, al pecho la descollante Cruz de Santiago, para
decirnos que ha soportado innúmeras majaderías con tal de
Reynaldo González
llegar a las mismísimas alcobas reales. Nada, que hemos entrado al Alcázar en pleno siglo XVII, sin venia y burlando el
enjambre de lacayos.
El cuadro, que ha merecido descuartizamientos de Picasso,
Dalí, Saura, Botero y otros, es tenido como punto central de
una interpretación del XVII con óptica posterior. De él parten
sesudos análisis de la vida cortesana peninsular de entonces.
Sabemos que allí hay algo más que esa niña bien envuelta y
con el fatalismo de una quijada colgante, predestinada para
emperatriz de austriacos inconsultos que deberán soportarle
ñoñerías y desplantes, rodeada de enanos de mirada gentil en
rostros inquietantes y un perro que en la duermevela se hurta
a esa realidad de pesadillas. Si en el Quijote Cervantes trazó la
aventura del libro dentro del libro, en Las meninas Velázquez
ensayó el cuadro dentro del cuadro y explayó búsquedas en la
pincelada y la composición que dejaron cimbrando el entendimiento de épocas posteriores. No solo jugó con una perspectiva que parece captar el aire junto con la luz, sino que devino
entrada en la intimidad de los Austria. Por este cuadro volvemos con obstinación a la regencia del rubicundo Felipe IV, quizás mejor jinete que monarca, según afirmaron algunos. Buen
conocedor de asuntos pictóricos, y cuidadoso para no incordiar a quienes sí conocían el tema —eso es sabiduría—, dotó a
Madrid de una pinacoteca que la exalta.
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Espiral de interrogantes
Las meninas enseña que si aquel tiempo fue el de los privados más refulgentes, también se estremeció con pasiones oscuras. Esos Maribárbola y Pertusato representan la multitud
de minusválidos que rodearon a los nobles, nos recuerdan que
los bufones eran algo más que locos con permiso y que los enanos se habían instalado en la Corte como en casa propia, con
raigambre mal comprendida desde una mirada actual y no,
como quisieran ilusos estetas dominicales, llamados a subrayar la presunta belleza de los señores.
Velázquez nos dejó
una frondosa iconografía de enanos satisfechos, desde Sebastián
de Mora y el erguido
Pablillos de Valladolid,
hasta Pernia, Diego de
Acedo y el tullido
Calabacillas. Un historiador acucioso contó
setenta y tres de esos pequeños personajes en situación preeminente en
el Siglo de Oro. Felipe IV se hizo retratar por turnos con Soplillos
—¿el sobrenombre anunciaba su función cortesana?—, Isabel
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Reynaldo González
Clara Eugenia y Magdalena Ruiz, a quienes con similar bondad permitía licencias, chismorreos y torpezas que eran habilidades. Ellos hollaron cojines palaciegos para participar en la red de
intrigas que daba destinos, o los quitaba. Quizás algún noble estirado les discutió un reconocimiento social que consideró equivalente a una parcela de cielo, fiscalía de ímproba precisión, pero
hoy se sabe que también cuentan en la historia. Al igual que los
enanos y como en el cuadro, con cumplida aquiescencia, las
meninas servían caprichos y devaneos de preferidas e infantas.
Pero elevadas a obra maestra pueden mostrar el envés de un ambiente magnificado por una literatura a la caza de mecenazgos.
Algo asoma en esta obra y en otras de una época que hoy retoman
quienes colocan a la España monárquica bajo la lupa de la
desmitificación. Puede entenderse porqué Las meninas es algo
más que una joya del Prado, «la verdad pintada» ––como afirman––, y porqué siempre libera la liebre de la polémica.
UN CUADRO QUE (AHORA) POCOS HAN VISTO
En mayo y junio de 1987 El Prado encargó al restaurador
John Brealey, inglés radicado en Nueva York, una limpieza a
fondo de Las meninas, y desencadenó un escándalo que alcanzó visos de aquelarre en los medios de restauración pictórica.
Los especialistas madrileños se consideraron postergados, aunque no todos envidiaban a Brealey la tarea de bañar aquellas
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Espiral de interrogantes
niñas luego de cincuenta años sin recibir higiene y, junto con el
churre, sacarles barnices que las amarillearon en abluciones anteriores. Cubiertas de mugre y ñáñaras sin cicatrizar, tras una
neblina de malos aceites ––evidenciados al someterlas a procedimientos desconocidos por quienes les dosificaron las abluciones anteriores––, estaban en tal estado que eso de verlas resultaba eufemismo. Nada podían malacós, encajes y maquillajes
de segunda. Para muchos evocaban el «olor de la Corte», que
convirtió cada palacio en cíclicamente irrespirable, pese a garrafas de perfume francés importadas con generosidad regia. Algunos jardines que hoy admiramos boquiabiertos, en su momento pudieron resultar elegantes meaderos. Por ello tenían, y las
novelas y crónicas cortesanas lo subrayan con empalagoso deleite, palacios «de invierno» o «de verano» en los cuales se refugiaban mientras la servidumbre adecentaba el sitio.
La cuestión de la higiene de las chicas regias se complicó porque El Prado había soslayado un gremio nativo que armó un brete peninsular nada estilo imperio, se hizo oír de la prensa y quiso
catapultar al restaurador a su Metropolitan Museum de origen.
Luego los ánimos se redujeron y hasta don Rafael Alberti, con
autoridad para ese litigio que nadie le discute luego de su Noche
de guerra en el Museo del Prado, frente a una autorizadísima
comisión envió un documento-desagravio al esforzado mister
Brealey. Y lo dejaron en paz para que finiquitara la jabonada.
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Reynaldo González
Los primeros visitantes declararon que ahora sí Las meninas
merecen lo que en ellas encontró Cézanne para apoyar su
impresionismo, lo que impactó a Goya ––el pobre sordo que
nunca oyó hablar de restauraciones modernas y por eso afirmó que «el tiempo también pinta»—, el arsenal de estudios y
publicaciones que cada año, con genuflexiones cortesanas, lleva medio mundo a los pies de esas niñas y que ahora arrodillará a la otra mitad. Todos contentos, la polémica se disolvió en
sonrisas, no sin antes evidenciar pugilatos pendientes en tocante a conservación y restauración en un país que tiene lugar
cimero en el mundo de la pintura, tal vez medalla de plata nada
mortecina, como de Velázquez desempolvado.
Es posible que el incidente mejorara la situación de los
curadores autóctonos, pero dejó una duda abismal en quienes
durante años viajamos a Madrid para ver de cerca esas niñas poco
presentables. ¿Qué cuadro hemos visto? ¿Habremos de volver a
verlo como por primera vez? Lo cierto es que éste, pulidito, queda
virgen para nuestros ojos. Y, lo que puede un baño, El Prado debió remodelar una sala para que Las meninas recibieran a sus
anchas, sin dejar de jugar con útiles de una técnica más del siglo
XX que del XVII: diapositivas, vídeo-casetes, afiches, folletería de
lujo sobre sus tímidos pasos palaciegos y ese rejuvenecimiento
que, como las cirugías estéticas de las actrices de la tele, más que
bondad privada devino inquietud pública.
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Espiral de interrogantes
Todo se traduce en una entrada extra para la institución,
como la que ya granjea con el Guernica. El escándalo no fue
por gusto, pero entre sus beneficiados, las que menos cuentan
son esas pequeñas y su perro que ahora, pulcros, respiran por
todos los poros en el aire y la luz que les obsequiara Velázquez.
ENANOS Y BUFONES EN LA CORTE
La noticia de una exposición en El Prado suscitó
reconsideraciones sobre la vida palaciega española en el llamado
período de oro. Inauguraron la muestra Monstruos, enanos y bufones en la corte de los Austria —luego de que yo imprimiera los
apuntes anteriores: los quisquillosos coincidimos— y el público vio
en Madrid, por primera vez, el Retrato de un enano, del flamenco
Juan van der Hamen, junto a una constelación de obras sobre esos
temas hechas por maestros de los siglos XVI al XVIII, lindes que justificaron la exclusión de los monstruos goyescos. Otros artistas representados: Veronés, Antonio Moro, Sánchez de Coello, Sánchez
Cotán, Gaspar de Crayer, Ribera, Velázquez, Mazo, Carreño, David
Teniers y Miguel A. Houasses. Ellos trabajaron para la Corte o sus
obras fueron adquiridas por agentes viajeros de los Austria. Se influyeron mutuamente y establecieron una peculiaridad pictórica
que ahora se exponía como conjunto. Por encima de toda otra consideración, tuvieron el tema de los enanos y de los monstruos como
algo que merecía el movimiento de sus ilustres pinceles.
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Reynaldo González
La exposición invita a reflexionar. Si Velázquez y Sánchez
de Coello, al retratar reyes, infantas y validos, colocaron en
primeros planos a sus bufones, no fue gesto votivo. Supieron
corporeizar la mirada sardónica de su tiempo. En sus cuadros,
enanos y bufones ganaron consideración de «personajes» ––es
decir: dignidad de personas— capaces de tipificar la Corte. Fueron suficientemente importantes para que los pintores de sus
majestades los distinguieran. Aquellos «pequeños héroes que divirtieron al viejo Alcázar» y que un historiador contabilizara, posaron para la historia, o se rieron de ella, y algo nos dejaron dicho.
Para Velázquez, quien antes de las consideraciones y honorarios de la Corona retrató campesinos rústicos y al cejijunto
pero ilusionado Luis de Góngora ––tan ansioso de mecenazgo
como el pintor: quizás eso le enturbió la mirada porque ya le
reconcomía el pensamiento mientras posaba para el cuadro––
, fueron importantes las expresiones de Sebastián de Morra,
Calabacillas, Pablillos de Valladolid, Pernia y don Diego Acedo, enano que con Felipe IV compartió andanzas militares y
cuyo retrato se considera una vindicación de seres en quienes
ramplones cortesanos solo aplaudían una elegante degradación.
En Las meninas hizo protagonistas a Maribárbola y Nicolasito
Pertusato, quienes reñían espacio a la infanta y su institutriz,
frente a la nebulosa mirada de los reyes y del pintor, que aparecían como sorprendidos. Otros nombres se cruzaron en los
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Espiral de interrogantes
pinceles velazqueños: Estebanillo, Juan Rocaful y Juan Bautista de Sevilla, que así de sonoros eran los nombres puestos
por sus amos. Al retratarlos, Velázquez aplicó un realismo
psicologista avanzado para su época y les dio validez de
protagónicos. Para él no merecían el habitual escarnio. Los
consideró seres inteligentes obligados a bufonear.
Si resulta comprensible que el Pintor de Cámara, sujeto a
los variables humores de la familia real, estableciera vínculo
cómplice con bufones y servidores, llama la atención el afecto
de los reyes hacia los contrahechos. Soplillos y Maribárbola
junto a Felipe IV, en la cámara de la infanta Margarita, hacen
que un gran estudioso se interrogue si tienen como único objetivo realzar majestades y grandezas dinásticas.1 En cartas inquiría Felipe por diabluras y torpezas de su entrañable enana
Magdalena Ruiz, y por Morata, a quien llamaba «mi querido
loco». Entre partidas de ajedrez Su Majestad satisfacía ocios
con Juan Bautista de Sevilla, enano de su mayor intimidad, e
informes de mentideros cortesanos que le acercaba el
malediciente Barbarroja, célebre por un desacato que no parecía herir al rey. Tales relaciones transgredían el simple adorno
o la exaltación de la personalidad regia.
La persistente presencia de enanos, bufones y locos en la
vida cortesana española de entonces, subrayaba no un inconsciente homenaje a la locura ––como han querido ver líricos
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Reynaldo González
analistas que ya lo asocian al «elogio» para exagerar la importancia del erasmismo en España––, sino un descanso en el excesivo boato y la constante representación a que obligaba una
realeza divinizada. Aquellos confidentes cuyas lindes de mejoramiento quedaban tácitas, asimilaban su rol como contrapartida discreta, en ocasiones insolente, siempre que no victimaran
con sus chanzas al más poderoso. Constituían lo que hoy llamaríamos una antena a tierra. No faltan estudiosos que indican esa función de equilibrio frente a la hipocresía.
Con enanos y bufones, la naturalidad de las relaciones humanas
entraba en palacio para burlar una cortesanía que embozaba intereses y rivalidades. Alberti anticipó esa exposición en su satírica
Noche de guerra en el Museo del Prado: hizo dialogar a Felipe IV
con Sebastián de Morra y en labios del enano puso versos de
Quevedo que al personaje-rey recordaban el trasunto de la monarquía: pues en el pueblo sufrido familias sin pan y viudas sin tocas
esperan hambrientas y mudas las bocas. La pieza retrató reyes en
cuyas vidas los bufones introducían una luz insólita y por eso les
permitían actuar con desenfado, incluso en ocasiones solemnes.
Aconsejaban, servían de recaderos y movían intríngulis familiares.
No pocos se cobraron los escarnios padecidos con intrigas que pusieron en quiebra a validos. En el conjunto de la población palaciega, ellos recordaban la fealdad que en el mundo existe y, como todo,
es según el cristal con que se mire.
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Espiral de interrogantes
Desde los muros de la pinacoteca, por primera vez agrupados como temática artística, de nuevo sonríen, sorprenden e
inquietan. Sus lujosas vestimentas y joyas, obsequios de sus
amos, hablan de favores reales y del consentimiento de aburridos herederos. Los deseaban deslumbrantes, como muestrario del poderío de la casa frente a las rebatiñas de entrañables
rivales. Esos enanos, locos y bufones establecieron seductoras
interrogantes y, quizás, el fiel de una balanza cuyo penduleo
buscaba razón dentro de sinrazones.
LA INCÓMODA MORDIDA DE FELIPE IV
Entre las tareas de Diego Velázquez como pintor de la Corte
quizás la más ardua fue hacer mostrable el rostro de Felipe IV.
El rey y su descendencia ––también su ascendencia, pues era
marca de fábrica–– padecieron lo que llaman «mordida cruzada»: cuando la hilera de dientes de arriba anda mal avenida
con la de abajo, y más en las interminables jornadas de pose
que requería un retrato de caballete. Uno de aquellos retratos
de Felipe IV fue exhibido en plena calle madrileña —algo inopinado para la época y por eso lo enfatizan los cronistas—, con
gran impacto en los humildes súbditos y encono de talentos
capitalinos menos beneficiados que el sevillano Velázquez,
único autorizado a retratar al rey y sus cachorros, privilegio
que más parecía condena.
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Reynaldo González
El prominente y descolgado labio inferior y la abarcadora
quijada les organizaban un irremisible aire de tontos que reñía
con la dignidad regia. Velázquez los aderezaba con símbolos
de autoridad, capas, ropajes y, pese al obstáculo congénito, salvaba aquellos semblantes. Suerte que dispusieron de un pintor
capaz de adelantarse a su tiempo para establecer efectos especiales que ya quisieran maquillistas de Hollywood y que muchos
tomaron por «realismo». De lo contrario nadie miraría con interés esos rostros abúlicos. Cierto que de ellos no sacaba profundidades psicológicas como las mostradas en los retratos de
su ayudante mulato Juan de Pareja, del papa Inocencio X, o en el
inquisitivo perfil de Góngora, pero gracias a su perfección pictórica el resultado podía observarse sin náuseas.
Felipe IV y sus hijos no tenían culpa del desmesurado belfo. Aquello venía creciendo desde un ancestro insólitamente
llamado Felipe el Hermoso. Parece que lo era a tal extremo
que enfermó de celos a quien sería su inconsolable viuda Juana: la dejó con la bien ganada etiqueta de «la Loca» porque
arrastró su cadáver insepulto por media España sin dejar que
se le acercaran ni las monjas, por alejar a otras mujeres del
espléndido esqueleto en los desvelos de una capilla ardiente
trashumante. De Carlos V, y en una poco diplomática nota,
llegó a decir el embajador veneciano Badoaro que «su mandíbula inferior, larga y ancha, le impide juntar los dientes y
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Espiral de interrogantes
hace que se entienda mal el final de sus frases». Para su consuelo, y en continuidad del ancestro mencionado, «era de tez
hermosa y proporciones correctas», con notable bonhomía
para disimular «continuos padecimientos de hemorroides y a
veces gota», pues los estadistas también tienen aflicciones.
De aquella serialización de desastres heredaron los Austria
la configuración ósea, un desenfrenado apetito y una
exhibicionista satisfacción de sus contumaces deseos. De Felipe II se dijo que «en el secreto de sus apartamentos cedía a una
hilaridad sin límites», que luego extendía a la mesa. Sin esfuerzo aumentó la característica mandíbula de la casa Austria,
multiplicada en el tercer Felipe y un crescendo que al llegar al
cuarto resultó imparable. Los niños salían con la infalible marca, un aire de insatisfecha lejanía y una salud endeble, también
hereditaria. Felipe II tomó conciencia de la protuberancia familiar y la señaló en la patética fealdad de su hermana Juana, a
quien desde la cuna casó con Juan de Portugal, que tampoco
era un dechado de belleza. Lo hizo por razones de juegos monárquicos, como quien sacrifica un peón en el tablero, nadie
sabe si con la malévola satisfacción de que los hijos de aquellos
dos saldrían peores que los suyos.
La preocupación de aquel Felipe trascendió a su epistolario
de guerrero intermitente. Entre vivaqueos y órdenes de caballería se interesó por la desdichada dentición de sus vástagos
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Reynaldo González
e ironizó sobre la pérdida de sus propios dientes. Eso no impidió que sus apetitos carnales, unos y otros, solo estuvieran frenados durante el breve período de pasión por Isabel de Valois
—una de las cónyuges que menos le duró—, pero continuados
en cuanto cesaron exequias y novenarios por el raudo y muy
llorado fallecimiento de la reina.
DE OFICIO REY
Felipe II tuvo una amable preocupación por familiares y amigos que, en agradecimiento, disimularon algunos entreveros de
su biografía: si ordenó personalmente la muerte de su propio
hijo Carlos y la de Escobedo, secretario de su hermano Juan de
Austria, o solo miró el panorama desde su ventanal encristalado
mientras su secretario Antonio Pérez ultimaba los detalles. Con
todo, su gestión real pareció brillante al compararla con la ineptitud de su descendiente Felipe III , de quien, antes de
encasquetarle la corona, dijo: «Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de gobernarlos».
Aquellos regentes eran más abúlicos de lo que parecen en los
lienzos del Prado. El tercer Felipe tuvo la bondad de no tomarse
a pecho la gobernación y la entregó al mayoreo en las manos del
duque de Lerma. Con entusiasmo vehemente el duque hizo de
su familia y allegados una perfecta banda y de los reinos y la
monarquía una presa. Entretanto, el rey redescubría una vieja
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Espiral de interrogantes
pasión familiar: la caza. Destinó a coto excelentes solares y castillos y, por supuesto, se hizo retratar en traje ecuestre, hobby
al que no se resistieron ni los monarcas que no vieron caballos
ni en las caballerizas. Velázquez se las apañaba para
encaramarlos en una montura sin corcel, ataviados como para
la ocasión, o simplemente trabajaba con maniquíes de cera,
quizás más expresivos que sus majestades.
Su Majestad asolaba las reservas ecológicas en compañía
de cientos de nobles que tampoco tenían algo más serio que
hacer, ni hambre que matar con aquellas depredaciones. Otro
divertimento de Felipe III fue jugar a las cartas, también en
beneficio de Lerma, quien le ganaba con persistencia infalible. Cuentan que Lerma era un hombre muy estricto en eso
de separar de inmediato cuanto a partir de determinada jugada pasaba a ser suyo.
Felipe IV salió más aventajado que sus predecesores y no
solo en el tamaño de la quijada. A él se debe que podamos
visitar esa pinacoteca fabulosa que es El Prado, donde abundan telas de Tiziano, Rafael, Tintoretto... adquiridas por
Velázquez en sucesivas vacaciones en Italia, donde se esforzaba por olvidar la martilleante tribulación de pintar majestades prognáticas. Muchos opinan que con sus conocimientos pictóricos aquel Felipe pudo dirigir una galería de arte,
pero no supo qué hacer con el reino. Lo puso en las ávidas
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Reynaldo González
manos del conde Olivares, a quien de inmediato Velázquez
debió retratar cabalgando para destacar su preeminencia en
la Corte y disimularle la prominencia estomacal. La astucia y
la ambición de Olivares solo fueron comparables a las de su
odiado colega francés Richelieu.
Otra cosa notable fue la obsesión sexual de Felipe IV, pues lo
llevó a punto de escándalo. Sus escarceos por alcobas palaciegas resultaron notorios, pero no lo calmaban y buscó amparo
en los altares. Crónicas madrileñas lo presentaron en 1633 arrobado frente a unos peculiares exorcismos en el convento San
Plácido, para el que Velázquez hizo su extraordinario Cristo en
la Cruz. Desde una pared con agujeros a la precisa altura de los
ojos monárquicos disponía de la intensa lucha contra el demonio. Allí las religiosas se empeñaban en continuar poseídas de
innúmeros diablos concupiscentes, pese a la concienzuda mortificación de sus carnes propiciada por un confesor enérgico
como pocos, cuyos intereses resultaron más terrenales que píos.
Al parecer, Felipe envidiaba su destreza, obligado a la observación distante, con lo que le hubiera gustado arremeter también contra la hueste satánica. Nadie creyó que Su Majestad
solo atisbara la perfección del acto.
Los retratos que Velázquez dejara de Felipe IV no le perdonaron
la dimensión de la quijada, pero sí aquellos raptus de carácter a los
que se entregaba con hacendosidad que ya hubieran merecido sus
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Espiral de interrogantes
funciones de estadista. En esa filantropía el pintor de cámara
coincidió con otros artistas contemporáneos y lograron para el
desdichado rey una posteridad que sobresale por vestidos colmados de adornos más que por la intensidad de sus expresiones.
Cortesano convencido, Velázquez cuidaba la dignidad que las
majestades en ocasiones echaban por la ventana. A fin de cuentas, la mayor grandeza de aquel monarca y de su prole fue tener
como pintor de cámara a un genio que si no los sobrevivió en años
terrenales, sí en inmortalidad.
DE OFICIO REINA
Montañas de libros pretenden que reinas y princesas semejen seres de excepcionales privilegios, pero la realidad palaciega
española del Siglo de Oro desdecía ese embeleso. Diego Velázquez
dejó el mejor ejemplo de esa otra cara de la medalla sublimada
por cronistas amanerados: un fastuoso lienzo con una figura de
mujer más azorada que regia, pese a los excesivos aderezos: María
Ana de Austria, con quien Felipe IV se casó en segundas nupcias.
Además de llevarle veintinueve años, el achacoso rey era su tío,
hermano de su madre y frustrado suegro, porque desde su nacimiento ella estuvo destinada para mujer del hijo, Baltasar Carlos, pero arrastres de consanguinidad y entrecruces de enfermedades que llamaban «secretas», más incontables equivocaciones médicas, lograron que el niño, más que vivir, languideciera
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Reynaldo González
antes de cumplir los diecisiete. María Ana quedó con el endeble
relevo de un pater familae que se relamía de gusto por probar el
bocado de su frustrado vástago.
Todo eso que hoy nos parece un trabalenguas endogámico
era reiterada realidad en los juegos de poder de las casas reales europeas. Los matrimonios entre parientes cercanos ¯todo
en familia, hablen luego de la cosa nostra¯ aceleraban el proceso degenerativo hasta consecuencias tan calamitosas como
el cretino Carlos II, sentado en el trono de España sin apenas
enterarse, víctima de la misma consanguinidad e idénticos
males no tan secretos. Después de perder un hijo de diez meses, y además de lograr a la infanta Margarita ––a quien, como
intercambio, hicieron reina de Austria––, parecía que María
Ana conseguía el anhelado cachorro de rey, que nacería con
el nombre de Felipe Próspero. La prosperidad quedó en metáforas. Al principito no le celebraron el cuarto cumpleaños,
aunque el veloz Velázquez tuvo tiempo de fijar su imagen escuálida entre amuletos y fetiches que nada impidieron. Él,
eso sí, cumplía su trabajo, pero, como explicó Carl Justi, le
correspondió inmortalizar «los últimos marchitos retoños de
una dinastía cercana a la desaparición».
Una festinada crueldad parecería dictar las anteriores líneas,
simple reflejo del duro oficio de reproductora, el de reina. La
tradicional comparación con la abeja centro de una colmena,
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Espiral de interrogantes
es inexacta. Al menos el animalillo escoge como pareja al zángano más resistente en el vuelo nupcial, es él quien muere en la
cópula y ella vive para demostrar su fortaleza frente a las obreras de la miel. Ser reina era menos atlético y nada dulce. Consistía en tener muchos hijos destinados a piezas en el tablero
de interesados entrecruces que dictaban los reyes y sus consejeros. Ellos sabían la diferencia entre tener un hijo y tener un
ejemplar de alta política. Contingencias monárquicas exigían
nuevos nacimientos, pero también aseguraban desoladores
funerales. La mayoría moría temprano. La excesiva juventud y
la inmadurez biológica de las madres, el carácter frecuentemente incestuoso de las uniones, o sus antecesoras, más la insuficiente atención médica, multiplicaban las muertes prematuras. Pero la carrera no podía detenerse.
Entre el nacimiento de Felipe II y el de Carlos II, por ejemplo, reinas y aspirantes tuvieron treinta y cuatro hijos, sin contar embarazos interrumpidos. La mitad no llegó a los diez años
de edad. La fatiga se unía a la endeblez genética. Isabel de Portugal murió junto con su hijo, al parirlo. Isabel de Valois no
inició el parto, por errores de sus reputados galenos. El octavo
hijo de Margarita de Austria, Alfonso, le costó la vida. La
esforzada maratón tenía demasiados obstáculos y pésimos relevos. Tampoco los desfiles nupciales, a los que se aficionaron
como a deporte, alcanzaron el significado romántico atribuido
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Reynaldo González
por filmes y novelas. Apenas ocultaban la angustiosa incógnita
que cada cónyuge significaba para el otro. Se conocían por
mentirosas miniaturas y lienzos que disimulaban los respectivos defectos. Los retratos velazqueños de Margarita tradujeron las noticias sobre su desarrollo a Leopoldo I en Viena. El
rey los estudiaba con resignado recelo. Si el matrimonio era
insostenible desde el primer encuentro, pasaría a una doble
vida entre ceremonias públicas y rechazos íntimos. Si la predestinada era un adefesio excesivo, resultaba agraciado con la
rauda muerte y a buscar otra media naranja menos agria.
Un listado sin los oropeles de las crónicas palaciegas o de
nostálgicos magnificadores del pasado monárquico, informa
la acelerada sucesión. Felipe II reincidió en su viudez y desposó
a Isabel de Valois, hija de Enrique II y de Catalina de Médicis.
La incógnita que para él representaba Isabel llegó con flamantes quince años, envuelta en gasas y leyendas, y sorprendió a
todos por su belleza, en esa ocasión real y no fabulada. Como la
Corte esperaba a una reina desmejorada en lo físico —la excepción no hace la regla y la costumbre inclinaba a pensar lo peor—
, suspiró aliviada pero no repitió el goce en los futuros enlaces.
Era el inicio de una producción en serie: entre cuatro reyes, de
Carlos V a los tres Felipe, gastaron ocho esposas. Solamente el
inquieto Felipe II malbarató cuatro. Una de ellas, María Tudor,
casada en Inglaterra, ni siquiera llegó a España.
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Espiral de interrogantes
Se hizo moda recorrer grandes distancias, casarse en lugares de geografía sorprendente y nombres exóticos o significados simbólicos. Las ocasiones no las marcaba la lógica sino sucesivas conmemoraciones, o necesidades de política interna.
Las bodas las confirmaban en la Corte. En esto sí procede un
símil con el vuelo nupcial de las abejas, aunque para algunas
novias la suma de ceremonias fastuosas equivaliera a un elegante funeral. La glorificación del enlace ganaba fuerza de propaganda monopolista. La Corte se ponía en función de la boda
y posponía otras preocupaciones.
El matrimonio de Felipe IV y María Ana ocurrió en un reino
arruinado, asolado por la peste y cuyos ejércitos coleccionaban derrotas como antes victorias. Las evidentes
resquebrajaduras de la sociedad parecieron pospuestas. El circo real ofreció su última gran representación del llamado Siglo
de Oro: costosos campamentos y caminos aplanados para el
cortejo, movimiento de tropas y su secuela de gastos, fastuosos campos de recreación donde mostrar la fuerza del poder,
aunque los de abajo no tuvieran donde reposar las atribuladas
cabezas, mucho menos con qué aplacar el hambre. La novia
salió de Viena y atravesó Italia para hallar el desastroso panorama en que vivían sus nuevos súbditos. Lo que en cualquier
muchacha campesina, destinada a un mancebillo gentil, era ilusión prenupcial, en ella fueron presagios. La procesión anduvo
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la orilla mediterránea hasta Navalcarnero, donde ocurrió la
ceremonia. Los grandes señores vitoreaban a la novia y la obsequiaban con joyas y discursos. La gente humilde, a la orilla
de los caminos o desde los surcos, se persignaban sin saber si
felicitarla o compadecerse de ella. Tampoco sabía María Ana
en qué iban a parar sus días. Iniciaba una carrera de final desconocido pero de destino inapelable: la habían entrenado para
reina. Quizás eso explique la cara de conejillo aterido que le
captó Velázquez entre los oropeles de sus espléndidos trapos.
Notas:
Bartolomé Bennassar: La España del siglo de oro, ed. Grijalbo,
Madrid, 1983.
1
Singularidad de Marc Chagall
A Mirta Kupfermink y Albert Ribas
Cualquier diccionario de arte sitúa a Marc Chagall como
«pintor francés de origen ruso», y debe aceptarse, pero la
rotundidad de la aseveración se quiebra precisamente por las
profundas motivaciones de su ascendencia judía,
persistentemente llevadas a su obra. En el conocimiento del
arte la reiteración desarrolla afirmaciones incuestionadas luego. Por otra parte, la llamada Escuela de París generaliza equívocos, pues absorbió cuanto tocó, o a cuantos la tocaron. El
París de entre los siglos XIX y XX asumió tanto como irradió, fue
una extraordinaria esponja en términos culturales, en el pensamiento y en la creación artística, interrumpido con la diáspora
de muchos talentos residentes que provocó la Segunda Guerra
Reynaldo González
Mundial. No debemos quejarnos si a la Escuela de París se le
atribuye lo propio y lo ajeno, más si consideramos las motivaciones contextuales de esa fagocitación que en el caso del pintor evocado lo llevaron a buscar amparo en un ambiente de
aceptación y comprensión: dos guerras mundiales, reveses históricos, destino individual torcido por una política cultural llevada al peor esquematismo y la estimulación de viejos prejuicios raciales en su país natal.
Antes de proseguir apuntemos una de las razones que hicieron de París un punto de encuentro y hervidero de talentos que
llegaban como «fragmentos a su imán» —que diría Lezama
Lima—: su aceptación de las diferencias, su permisividad para
la coexistencia de tendencias que al entrecruzarse y redefinirse
generaron estilos y períodos. Un caso remarcable quedó evidenciado recientemente con una exposición itinerante, «MatissePicasso», historia de acercamientos y rechazos, sucesiva competencia que superó a quienes tantos obstáculos alcanzaron a
superar. El parisino Henri Matisse y el malagueño Pablo Picasso
cuentan entre los pintores más influyentes del siglo XX. Frente a
la contracción violenta de las líneas picassianas, Matisse deslumbró por su colorismo y un marcado movimiento rítmico en
sus formas, en el llamado fauvismo. Picasso reelaboró la figura
humana y se convirtió en uno de los creadores del cubismo, que
abandonaría en el incesante zig-zag creador que fue su vida.
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Espiral de interrogantes
Ambas tendencias enriquecieron la mirada plástica y la sensibilidad del siglo XX. En cuanto a la mencionada rivalidad, quizás nació del mayor conocimiento de la obra picassiana, de continuos rompimientos, llevada a bandera de progresía artística.
Pero en un primer período accedieron a cierta interdependencia. La muestra pone ante los ojos del visitante los elementos
que uno y otro entrecruzaron: el francés tomó una naturaleza
muerta del español, quien a su vez se apoderó de un retrato de
la hija de Matisse, trueque explicitado por la norteamericana
Gertrude Stein, también una abeja seducida por la miel
parisina. (Picasso llevaría el juego de intercambios a otra aventura pictórica, esa vez el cubismo, con Braque.) Tanto Matisse
como Picasso y muchos más hallaron en París un caldo de cultivo que radicalizó sus líneas de creación y dio posibilidad de
expansión a sus individualidades.
Marc Chagall (nacido Zajarovich en 1897, en la comunidad
judía de Vitebsk, aldea bielorrusa) expuso por primera vez en
París a los treinta y siete años, después de ejercer la pintura, el
grabado, el diseño escenográfico y la ilustración de libros en su
natal Rusia, tanto la prerrevolucionaria como la imbuida en el
proceso desencadenado por el triunfo bolchevique, cuando fue
director de la Academia de Arte de Vitebsk (1918-1919) y del
Teatro Judío Estatal de Moscú (1919-1922). Su obra dista mucho de asumir sin resabios la etiqueta francesa, o afrancesada,
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Reynaldo González
tan en boga en aquellos tiempos. En París se relacionó jubilosamente
con Matisse, Picasso, Rouault, Dufy, Ernst y otros, no todos de origen francés. Por largo
tiempo Chagall continuó
fiel a impulsos y motivos
de la cultura hebrea y sus
variaciones rusas. A ellas
volvió con insistencia hasta sus últimos días, en 1985.
Entre las definiciones que acompañan la
pintura de Chagall, a falta de una comprensión
más esclarecida, está la
de «fantástica», que él
negó enfáticamente:
«No es cierto que mi
arte sea fantástico, al
contrario, soy realista.
(...) Mi arte no es racional, es plomo fundido, azul de alma que
se vierte sobre la tela».1 Como pintor fantástico lo vio Jean
Cassou, aún reconociendo que «su fantasía tiene fundamento»: la realidad a que apeló el propio pintor. En uno de los
acercamientos literarios más definitorios al ensoñado pero
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Espiral de interrogantes
enraizado mundo chagaliano, Cassou le reconoció un poderoso élan poétique, impregnado de misticismo, sin referirse a la
compleja urdimbre judeocristiana que animó su obra, pues la
observó como macrocosmo icónico que trasmutado por referencias plurales, las trascendió: «Es el fruto perfumado y aéreo de esa mirada universal que es comunión con el universo y
oración. Flores, pájaros, peces, asnos, violines, cielos nocturnos, recuerdos de infancia, cuentos de niños, leyenda personal, dolores, penas, efusiones, todo contribuye a esta inmensa
representación de un universo en cuyo corazón se expande la
rosa filosofal. Todos estos elementos, a la vez míticos y reales,
participan de la música universal. Nunca las expresiones normalmente utilizadas en el lenguaje pictórico, notas, sonoridades
cromáticas, colores que cantan, etcétera, han poseído mayor
verdad. La pintura de Chagall es evidentemente una canción, y
esto es bien cierto por encima de todo artificio y de todo virtuosismo. Las dotes de pintor, desde luego admirables y excepcionales, no aparecen —¡y con qué deslumbramiento!— más
que para absorberse en una plenitud poética armoniosamente
rimada con la plenitud del más bello universo concebible».2
Huyghe lo vinculó a los artistas de carácter onírico porque
«ha sabido hacer de su arte la respiración de sus sueños»,
algo que «el surrealismo entrevió pero diluyó en fórmulas arbitrarias negándose a la espontaneidad, lo único que podía
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Reynaldo González
justificarlo». Lo vio cercano al expresionismo de Rouault por
«preservar algo de esa condición esencial». El ejemplo buscado fue nada menos que el lienzo Obsesión (1942), pleno de
simbolismos hebreos y cristianos: un crucificado caído, al que
acude un rabino con una menorah, una procesión
embanderada, una cabaña estremecida y una carreta tirada por
un asno y conducida por una mujer, donde viaja un niño camuflado entre la paja (¿la huida de María con su crío?), junto a
otras constantes chagalianas, la sintetizada reminiscencia de
momentos ápices del hebraísmo al cristianismo, en un entorno de intencionada indefinición.3 Otros estudiosos lo vieron
como parte del arte ingenuo, pareado al Aduanero Rousseau,
pues «poseían una experiencia directa de la vida sencilla». A
vivencias y no a búsquedas atribuyeron sus conquistas estéticas, que trastornan el juicio si parte de acepciones devenidas
lugares comunes. Por eso, en sus cuadros de escenas y tipos
de aldea, como el músico que se ha fundido con su instrumento, vieron que «consiguen conservar algo del sabor y el
maravilloso aniñamiento del verdadero arte popular». Es la
afirmación del extraordinario historiador Gombrich, aún si
reconoce que Chagall «no permitió que su conocimiento de la
experimentación moderna borrara sus recuerdos infantiles».4
Pocos pusieron en relieve su voluntad de estilo, su búsqueda
desde basamentos y aprendizajes.
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Espiral de interrogantes
No deja de sorprender la convicción de un pintor de origen
judío, cultura y religión que niegan las representaciones
iconográficas, defendiendo las formas figurativas en la convulsa alborada de la abstracción y el suprematismo rusos —convicción aprendida desde que el costumbrista Yehuda Pen, maestro suyo y de muchos jóvenes artistas judíos, los llevaba a pintar del natural y les afirmaba que no había incompatibilidad
entre ser artista y judío practicante—, movimientos liderados
por sus amigos Kasimir Malevich y Vassili Kandinsky, verdaderos tornados en la sensibilidad plástica de principios del siglo XX. Malevich, con lo que llamó pintura objetiva, bajo cuya
práctica pretendía eliminar cualquier relación entre la obra y
los objetos de la realidad, pero también cualquier vínculo entre la superficie del cuadro y las instancias referidas a la experiencia humana extra artística. Paradojalmente declaró que con
el suprematismo alcanzaría el auténtico «realismo de la pintura», el momento mismo en que aislaba el hecho artístico al
dotarlo de leyes propias y sus particulares conceptos de peso,
intensidad, dirección, asunción de significados diferentes de
los cotidianos. El suprematismo le parecía la posibilidad de una
libre proliferación de la forma pictórica, una vez estructurada
su geometría, que derivaba del absoluto y primordial icono
del Cuadrado en negro sobre blanco (1915, aunque al calor
de la polémica la fechó en 1913).5 Kandinsky sustentaba la
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Reynaldo González
teoría del color como elemento capaz de suscitar, por sí mismo, sentimientos vivaces, «resonancia interior». Proponía a la
pintura como complejo lenguaje de las emociones cromáticas:
«en general el color es un medio para ejercitar un influjo directo en el alma. El color es el pulsador, el ojo es el martillo, el
alma es un piano de muchas cuerdas». Sinonimándola a la
música, cuyo sonido «tiene directo acceso al alma», ¿quién
podía negarle similar camino a la pintura?6 Cuánto daría un
estudioso actual por poseer los argumentos de aquel debate
con Chagall, en los días en que junto al profesor Yehuda Pen
recibió en su querida Vitebsk a los enfebrecidos renovadores
Malevich y Kandinsky.
Su arte, valorado por «su humor y su fantasía», tampoco fue,
como se ha querido ver, «más intuitivo que meditado», sino todo lo
contrario. En su primera llegada a París (1910), coincidiendo con
Kisling que, como él, se instaló en Montparnasse, y en convivencia
con sus vecinos pintores Léger, Modigliani, Soutiene, los escritores
Cendrars y Apollinaire, había recibido una sobredosis de información y tendencias que para su despierta captación de artista joven
debió significar un hartazgo. Que la suya fue obra de voluntad y no
de influencias inadvertidamente asumidas se afirma al observarle
rasgos del cubismo francés, del expresionismo alemán y otras tendencias, de las que sí absorbió elementos, frente a su negativa al
surrealismo predominante en el París intelectual de su segunda
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Espiral de interrogantes
y gran entrada (1923), cuando trabajó para su primera exposición parisina en la galería Barbazange-Hodebert (1924). «El
recurso cubista de los planos desplazados, característico de
muchos pintores europeos y rusos de la época, el laconismo y
la arbitraria resolución del color, próxima a los
abstraccionistas y a los no figurativos, fueron utilizados por
Chagall para la representación de las figuras y del paisaje como
fondo».7 La negativa al ya predominante surrealismo le ocasionó litigios con sus cercanos Eluard y Ernst. Me causa desazón aceptar que las torpes letras de la época perdieron esos
diálogos en que el «imaginativo» y «fantasioso» judío argumentó desde materia tan proclive a la asunción surrealista
como se observa en su pintura de entonces.
A favor de su singularidad quiero subrayar su heterodoxia, sin querer calificarlo de ecuménico por las implicaciones
extra artísticas del término y el escaso ecumenismo de quienes tanto presumen de él en estos tiempos de
fundamentalismos beligerantes. Esa heterodoxia le permitió
retar las lindes religiosas y proponerse la recreación de mitos
contrapuestos, de las antiguas fábulas mosaicas a sus descendientes cristianas que, a veces se olvida, se debieron a un mestizaje y pugilato de tradiciones. La diferencia que señalo soslaya su permanencia parisina y el tema de la nacionalidad francesa (desde 1937), para atender raíces y razones que llevó al
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Reynaldo González
lienzo, al papel, la madera, el mural, el grabado y las piezas en
relieve. En ellas, hasta el final de sus días, evocó personajes,
ambientes y símbolos de la comunidad judía de Vitebsk, fueron sus protagonistas e irrumpieron en contextos que les resultarían antitéticos, como le ocurrió al propio Chagall. «Estaba tan sorprendido y contento de recibir unas fotografías de
viejos cuadros míos, eran toda mi vida. Me sentía especialmente
conmovido de ver, por fin, esta Aparición que data, me parece,
de 1916 o 1917. (...) También Vista desde la ventana, que data
probablemente de 1914. El cuadro Las bodas judías me sorprendió y me habría gustado examinar su técnica con mis propios ojos. (...) Pensé: son pocos los que me recuerdan y me conocen en mi patria, pero ella está siempre presente en mis cuadros».8
«Esta pequeña ciudad retenía, no dejaba escapar a Chagall ni siquiera cuando vivía en otras maravillosas ciudades del mundo
como la deslumbrante París o la majestuosa Nueva York».9 A la
evidencia se ofrece una muestra que recorre salones europeos,
«Chagall en Rusia», con piezas prestadas por el Museo Estatal
Ruso de San Petersburgo,10 vista en la obra social de Caja Duero,
en Salamanca.
Los días augurales de Chagall coincidieron con la aparición de
artistas judíos rusos para quienes la plasmación del mundo real
entraba en contradicción con las tradiciones nacionales. Muchos
de ellos, sin perder las raíces, se impregnaban de innovaciones de
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Espiral de interrogantes
la época. A diferencia de la Europa Central, donde hasta determinado momento los judíos vivieron en guetos de grandes capitales, en Rusia, desde el siglo XVIII solo se les permitía vivir
en Kiev, Odessa, Vilnius y en pueblos y pequeñas ciudades de
provincias, junto a rusos, bielorrusos, ucranianos y polacos.
Conservaban su religión, su cultura y su lengua, elementos que
consolidaron el judaísmo, aunque conocían los de sus
convivientes. Esa particularidad determinó en gran medida el
destino y la historia de las relaciones judeorrusas y, por consiguiente, de las opciones artísticas. Hasta la mitad del XIX en
Rusia no permitieron el acceso de niños de religión judía a los
centros artísticos docentes. Era imposible aprender a dibujar
en las escuelas judías, donde dominaba el mandamiento «no
te crearás un ídolo», pero los artistas que desechaban los oficios establecidos para judíos (artesano, médico, abogado o comerciante) buscaban caminos diferentes, muy arduos, por supuesto. Les resultaba más fácil estudiar en París que en San
Petersburgo, pero el mundo artístico de Rusia, al que se sentían
ligados, en aquella época seducía a los futuros poetas, escritores, músicos y pintores de origen hebreo que evidenciaban talento sobresaliente. Esa predilección generó un movimiento
democratizante en la intelectualidad rusa, en defensa de los derechos de la comunidad judía. Sus blasones eran los grandes
artistas judíos rusos de la segunda mitad del XIX: el paisajista
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Reynaldo González
Isaac Levitan, el escultor Marc Antokolsky, el compositor y pianista Antón Rubinstein y otros. El propio arte judío luchó allí
por reivindicaciones. Las primeras décadas del XX recibirían el
calificativo de «renacimiento judío» por la presencia de creadores como el escritor Leonid Pasternak —padre de Boris
Pasternak—, León Bakst y Boris Anisfield.
A la pujanza y el elevado estado general de la cultura rusa
de entonces y a la movilidad con que contaban sus artistas
se debió que pudieran relacionarse en París creadores tan
diferentes como Marc Chagall, David Shterenberg, Iusiff
Shkolnik, Natan Altman, Lazar Lissitsky y Vladimir BaranovRossini. Cerca de ellos vivían y trabajaban los recién llegados Alexander Arjipienko, Antón Pevzner, Khaim Soutine,
Naum Gobo, en estrecha amistad con Apollinaire,
Modigliani, Braque, Picasso y otros que conformaban la cúspide de la innovación artística y literaria. Vivían en una cultura cosmopolita que pocas veces se ha reiterado. Retornaban a Rusia como maestros, para ocupar lugares relevantes
en el ámbito cultural. Iban atraídos por el entorno de su adolescencia y primera juventud, por la cotidianidad de los suyos. Los cuadros que Chagall llevó en su equipaje desde París (1914) no seguían la moda europea. De mil maneras había pintado a Vitebsk, la sencillez de sus motivos, retratos
de su gente e imágenes metafóricas del judaísmo. Sometía
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el conocimiento de la cultura universal a su imaginación creadora, que era su mirada del mundo, para conformar una de
sus particularidades.
Con lo aprendido en París se devolvió Chagall a sus viejos
temas, El judío rojo, las Amantes (de azul, rosa, verde y negro), El paseo, vista a vuelo de pájaro de su aldea natal. «Chagall
utiliza en esta obra, de manera intensa, el color rojo. En hebreo los conceptos rojo (agom), persona (agam) y tierra
(agama) tienen la misma raíz gam que significa sangre. [El
cuadro] representa a un hombre viejo con barba roja sobre el
fondo de una casa roja y un arbusto florido. Sobre el fondo
amarillo se extiende una inscripción bíblica que traducida, dice:
«Y el señor dijo a Abraham: levántate y emprende el camino».
La combinación de esta inscripción con el color rojo de la casa y
de la barba del viejo ¿no podría ser una plasmación simbólica de
Abraham, el primer judío a quien se atribuye el inicio del judaísmo sobre la tierra? Sea como sea, El judío rojo no es única y simplemente un retrato, sobre todo es una metáfora, un símbolo».11
En la de Chagall, como en casi todas las obras de pintores
judíos, se percibe un aura de melancolía y lamento, reflejo de
las difíciles condiciones de vida en los sitios donde a ellos o a
sus ancestros se les permitía asentarse, acorralados por el desprecio y la pobreza. No es sorprendente que junto a sus congéneres recibiera la revolución de 1917 con alegría y esperanza,
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Reynaldo González
pues los liberaba de la obligatoriedad de vivir en provincias,
les prometía igualdad de derechos y oportunidades, daba aires nuevos a su creación. Afianzaba su mirada, que era la de
los suyos, fantasmagoría transmitida de abuelos a nietos, relatos improbables, rigor de una exigencia traducida en reglas
y costumbres. Sería él quien en su larga vida trasladaría los
temas judíos a los salones de Berlín, París o Nueva York, ya
fuera en los trabajos sobre temas del Antiguo Testamento y
la Sinagoga de Hadssach, cerca de Jerusalén, o en los murales
de la Ópera de París y el vestíbulo del Metropolitan Opera
House, o en ilustraciones para de Las almas muertas, de
Gogol, o para fábulas de Lafontaine. Ya, para siempre, sería
el mismo «pintor francés de origen ruso», judío, como tantos
hechos al camino y siempre muy propios, con las peculiaridades que han sido su definición, de las que han sacado fuerzas
para la supervivencia y la expresión.
Lo que ahora se ve como período ruso de Chagall tuvo antecedentes de deslumbrante vanguardismo y constituyó el bagaje que lo acompañaría en su viaje al centro del arte occidental.
En las primeras décadas del siglo XX la cultura rusa se vio estremecida por convulsiones que afrontaban la mordaza zarista.
Fue muy connotada una revista que se tradujo en movimiento,
Mir Iskustva (1898-1905), inspirada en las concepciones del
arte por el arte. Dio a conocer en Rusia a los maestros de la
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Espiral de interrogantes
pintura europea, adquiridos por los coleccionistas Shukin y
Morosov. Uno de sus animadores, el bailarín Serguei Diaghilev,
con sus ballets sintetizó una renovación que sumaba movimiento, música y escenografía. En 1899 organizó en San Petersburgo
una exposición de impresionistas franceses. A su incesante actividad se le atribuye el salto de los pintores rusos del icono al arte
moderno en tiempo sorprendentemente raudo. Mir Iskustva
introdujo el art nouveau —modern en ruso—, que allí se combinó con la contracorriente del revival eslavo. Dejó obras arquitectónicas características, incluso notables edificios públicos,
pero cosechó afinidades más profundas entre pintores y poetas.
El fracaso del golpe de Estado de Kerenski (1905) definió las
posiciones para el cubofuturismo y otras tendencias artísticas
que implicaban posturas ante las circunstancias políticas y
económicas. La revolución en ciernes se veía como camino
indubitable frente al desánimo de la burguesía, los terratenientes y la reacción internacional cuyo cerco acrecentaría el
nacionalismo en medio de una colisión ideológica que apostaba por el internacionalismo. La corriente más favorecida
por los intelectuales y artistas era la socialdemocracia, y más
su línea de radicalización, sensibilizada con las paupérrimas
condiciones de vida del campesinado y la clase operaria. Se
viviría esa efervescencia hasta el surgimiento de una época
nueva, con Pasternak, la Ajmatova y Esenin, empuje y pasión
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Reynaldo González
que sintetizó Maiakovski: Nuestro dios es la galopada. / El
corazón es nuestro tambor. Fusionaban misticismo, introspección y voluntad de cambio, traducción de una Rusia a la
que le vaticinaban la muerte y otra que nacería de un movimiento radical. La organización de los bolcheviques como partido independiente fue seguida por el Manifiesto cubofuturista (1912).
Ambas vanguardias marcharían al unísono por cierto tiempo,
hasta que el partidismo se ajustó a una comprensión normativa
del arte, luego elevada a dogma oficial, y la inconformidad artística no alcanzó coherencia teórica. Por el momento vivirían un
noviazgo tumultuoso, donde palpitaban influjos del romanticismo en el propicio terreno de los cambios sociales.
Diaghilev continuó su labor en sucesivos viajes a occidente, acercamiento de obras francesas y alemanas. Los coleccionistas Shukin y Morosov aumentaron sus tesoros con piezas
de Van Gogh, Matisse y Picasso. El manifiesto cubofuturista,
animado por Burliuk, Jlebnikov, Kruchenie y Maiakovski —
muy pronto echados de la Academia—, salió en la colección
Bofetada al gusto burgués, nombre que define la época. «El
cuerno del tiempo resuena con nuestro arte verbal. El pasado
es angosto. La Academia y Pushkin son más incomprensibles
que jeroglíficos. (...) Si en nuestras líneas han quedado las sucias huellas de vuestro buen sentido y buen gusto, en ellas palpitan también, por primera vez, los relámpagos de la nueva
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Espiral de interrogantes
belleza futura, de la palabra autónoma y autosuficiente». El
futurismo italiano impulsó el movimiento, pero no fue seguido
al pie de la letra. El divorcio resultaría sonado. Tommaso Marinetti
viajó dos veces a Rusia (1910 y 1914) antes del estallido revolucionario. En el segundo viaje confrontó una resistencia que proclamaba la variante rusa y marcaba diferencias —arraigo al sentimiento eslavo, pacifismo y antiimperialismo propios— frente a la
tendencia italiana, que más tarde se vincularía al fascismo.
Le seguiría el rayonismo o lucismo de Larionov y
Goncharova, enderezados a la pintura abstracta, a que tendía
la práctica rusa. Coincidieron las búsquedas de Kandinsky,
Tatlin, Rodchenko y Malevich con su controvertida pieza Cuadrado en negro sobre fondo blanco que, pese a sus intenciones, devendría centro de una nueva escolástica. Unido a
Maiakovski, Malevich apareció entre los firmantes del manifiesto suprematista (1915), teorización del abstraccionismo
como «supremacía de la sensibilidad pura en el arte». Coincidía con un múltiple y ruidoso ordenamiento cultural, del que
destacaron el Frente de Izquierda de las Artes (Lef, en 1917)),
con una revista homónima bajo la conducción de Maiakovski,
y Cultura Proletaria (Proletkult, en 1918), donde ya se agitaba
la bandera de un arte socialista, basado en la doctrina del marxista Bogdanov. El Lef se propuso reunir a las fuerzas de la
izquierda, repudiando el pasado, eliminando lo rancio para
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Reynaldo González
conquistar una nueva cultura. El Proletkult palpitaba a ritmo
proletario, se proponía como instrumento de organización de
las fuerzas colectivas para la estructuración del trabajo social y
un arte de clase. La densa marea de tendencias enfrentadas en
ocasiones adquiría características de terrorismo cultural contra el academicismo y las posturas conservadoras. Rodchenko
proclamó el no objetivismo, variante más que objeción de un
movimiento convulso con un punto común, la radicalidad del
cambio, centrada en la intuición poética de Malevich. La ansiedad más generalizada en la intelectualidad era la comunión
entre vanguardia estética y vanguardia política, que pendía de
la posible comprensión de los bolcheviques, no tan duchos en
cuestiones de teoría y práctica cultural como deseaban.
Cuando triunfó la revolución de 1917 Chagall estaba en
Rusia (desde 1914), embebido en una realidad que conmovía los caminos del arte desde las luchas sociales, y viceversa. En los inicios el bolchevismo triunfante favoreció al
futurismo: habían vencido a un enemigo común. Los talentos vanguardistas, declarados «auténticos proletarios del
arte», empujaron el futurismo como arte de la revolución
desde el Comisariado del Pueblo para la Educación. En el
Decreto No. 1, Maiakovski proclamó: «Mientras se destruye
el régimen zarista se desentierra el arte de los palacios, galerías, salones, bibliotecas, teatros, verdaderos depósitos y
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Espiral de interrogantes
escondrijos de las obras del genio humano. (...) Las calles
son nuestros pinceles, las plazas nuestras paletas». Filas enteras de casas quedaron cubiertas con enormes frescos de
Chagall, Malevich, Altman, Shterenberg. En Moscú, con motivo de una gran manifestación, rociaron prados y árboles con
sustancias colorantes rojas y violetas, anticipación del
happening, como fueron adelantados de tantas cosas que veríamos luego. Chagall recordaría aquellas jubilosas jornadas,
antes de salir de Vitebsk: «Todos los maestros pintores, barbudos como si los hubieran escogido, y todos los aprendices,
se pusieron a reproducir mis vacas y cabras. (...) Si mi arte no
jugó ningún papel en la vida de los míos, por el contrario, su
vida y sus actos influyeron intensamente en mi arte».12
Junto a proyectos interesantes y logrados, aparecieron otros
donde primó la improvisación y la chapucería. Sobrevinieron
debates y episodios de intolerancia. Un monumento a Bakunin,
de Koriolov, conoció casi al mismo tiempo la autorización y la
orden de demolición. Por cierto tiempo, sin embargo, los
vanguardistas conservaron el respaldo de Lunacharski, comisario de educación, hombre excesivamente pendiente del beneplácito gubernamental, estremecido por pasiones e improvisaciones que por igual lo llevaban a la osadía y al conformismo.13 Les otorgó puestos de mando y permitió la salida de
Iskustvo Komuni, publicación que impulsaba una «dictadura
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futurista» en el arte, paralela a la dictadura del proletariado.
Malevich enseñó en la Academia de Bellas Artes de Moscú, luego en Vitebsk, donde Chagall era comisario de bellas artes.
Kandinsky, como funcionario de gobierno, fundó la Academia
de Ciencias Artísticas y, en toda Rusia, veintidós museos.
Ya la marea de contradicciones había subido cuando
Malevich, Kandinsky y Tatlin, dirigidos por Lunacharski en la
Oficina Internacional de Arte, preparaban un congreso que no
llegó a realizarse por divergencias entre los organizadores.
Lunacharski dio marcha atrás: «El futurismo es la continuación del arte burgués con ciertas actitudes revolucionarias».
Kamenev, desde el Soviet de Moscú, fue más drástico: «Basta
de payasadas, el gobierno de los campesinos y los obreros retira su ayuda a todas las escuelas cubistas y futuristas. No son
artistas proletarios y su arte no es el nuestro; son un producto de la depravación y degeneración burguesas. Nosotros necesitamos un arte proletario, comprensible a obreros y campesinos».14 Futuristas y suprematistas no respondieron a sus
críticos. Abandonaron las posiciones individualistas hacia
1923, año en que Chagall regresó a París. Pronto se cerraría
la parábola en que confluyeron la decisión política y las vanguardias estéticas. Sobrevino el fin de la experimentación con
la exaltación de un catecismo rígido para las artes y el pensamiento. Aquellos lineamientos desencadenaron una
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distendida angustia en la vida cultural, llevada a extremos por
acontecimientos internos y el endurecimiento que bajo la férula de Stalin revertiría las iniciales ideas aperturistas del régimen nacido de la revolución bolchevique. Le siguió el
reordenamiento de un arte presuntamente social y realista,
pero que en verdad cedía a un ilusionismo de triunfos sucesivos, donde por igual se englobaban los fracasos y lo único que
funcionaba era la propaganda, a la que debían rendirse los
creadores. Fue el arte dictado por la burocracia con el pretexto de servir al pueblo. Paulatinamente llegaría la impositiva
tabla rasa colocada en el nivel más bajo de asimilación, con la
invocación de las masas proletarias y objetivos artísticos pospuestos por el utilitarismo del maniqueo y abortivo realismo
socialista, cara mostrable y única del arte soviético.
Al observar la trayectoria de Chagall, cada vez más valoro
la precisión de Cassou: «Se habla de su astucia entendiendo
por ello que hay que embelesarse con su maestría, al mismo
tiempo que se habla de su ingenuidad identificándola con lo
que tenga de encantador su andadura sin cálculo y sus conmovedores fracasos. Hay aquí dos constataciones aparentemente irreconciliables y que no se concilian sino mediante
una tercera: la de que Chagall —como Charlot— es un genio
extraordinariamente completo, ya que en un mismo y milagroso efecto, en una misma expresión convincente y
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deslumbradora, sin disociarlas nunca, sin que nunca ninguna prime visiblemente sobre la otra, identifica la sapiencia y la espontaneidad, la excelencia técnica y un emocionante y lastimoso instinto
natural».15 En la liberal trayectoria de los vanguardistas movimientos europeos, del cubismo y el constructivismo ruso al surrealismo
y al extendido reinado de la abstracción, Chagall mantuvo su autonomía y su poética, animada por los elementos que le otorgaron su
memoria y sus sueños. En el agitado entrecruce de las tendencias
artísticas del siglo XX, que su longevidad le permitió vivir casi en su
totalidad, fue fiel a sí mismo. Su obra es una suma psicológica y
sincrética, personalísima. Como otros participantes en la llamada
Escuela de París, trabajó con la urgencia de expresar una quemante realidad interior, preñada de alusiones, siempre esperanzadora.
Notas:
Marc Chagall: Mi vida, Moscú, 1994, p. 136.
Jean Cassou: Panorama de las artes plásticas contemporáneas, ed.
Guadarrama, Madrid, 1961, pp. 176-177.
3
René Huyghe: Diálogo con el arte, ed. Labor, Barcelona, 1965, pp.
386-387, 386-387.
4
Ernest H. Gombrich, La historia del arte contada por E. H. Gombrich,
ed. Debate, Madrid, 1995, p. 589.
5
Sandro Sprocatti: «Abstraccionismo y arte informal», Storia
Universale dell´Arte. ed. Mondadori, Milán, 1988, p. 422.
6
Ídem, p. 425.
7
Levguenia Petrova: Chagall en Rusia, catálogo, ed. Caja Duero,
Salamanca, 2000, pp. 18-19.
1
2
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Espiral de interrogantes
Chagall: carta al coleccionista M. G. Gordieiev, 1958.
Petrova, op. cit., p. 13.
10
Uso la primera y actual nominación de esta ciudad rusa, San
Petersburgo, por períodos también llamada Petrogrado y Leningrado.
11
Petrova, op. cit., p. 20.
12
Marc Chagall, op. cit., pp. 136, 23 y 21.
13
Vittorio de Feo: La arquitectura en la URSS (1917-1936), ed. Arte y
sociedad, La Habana, 1968, p. 28.
14
Ibídem.
15
Cassou, op. cit., pp. 177-178.
8
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Marcelo Pogolotti entre los futuristas
Entre las seducciones que de manera transitoria entrega
la Colección de Arte Universal del Museo Nacional, se destacó una muestra pequeña pero trascendente, un lujo para los
interesados en las artes plásticas. Me refiero a «Marcelo
Pogolotti: un pintor cubano con los futuristas italianos». Por
primera vez pudimos admirar directamente en Cuba obras
de una tendencia determinante en la trayectoria de las vanguardias pictóricas, que devino «movimiento» al contagiar la
arquitectura, la escenografía, la ambientación espacial, la
música, la moda, la literatura y alcanzar ramificaciones y adecuaciones en el resto de Europa y en América. En ese sentido,
Marcelo Pogolotti, primero de los nuestros que se vinculó a
un colectivo de vanguardia internacional, esta vez también
sirvió de introductor de obras de sus compañeros en aquella
Espiral de interrogantes
aventura. Allí las suyas destacaron por peculiaridades muy
remarcadas, interpretación de la tendencia desde una sensibilidad tan receptiva como despierta y generadora.
El futurismo, cuya impronta se hizo notable a finales de la
primera década del siglo XX, con su nombre indicaba que no se
solazaría en definiciones de la inmediatez, pues propugnaba
una modernidad de cierta permanencia, luego de provocar un
cambio conferido a las artes y el pensamiento. Surgía en el país
de más arraigada tradición clásica. Debía afrontar la tiranía de
un gusto muy definido, alquitarado, acendrado. Tenía un precedente inmediato, el art nouveau, sobre todo en sus variaciones más cercanas al entre siglos XIX-XX, que en su momento
supo contaminar el ambiente con una tendencia nueva, búsqueda de actualización progresista, deudora del impresionismo
y apoyada en las formas del mundo vegetal, aunque con cadencias que frente a las proposiciones futuristas aparecerían
con una languidez amanerada.
El futurismo también tomaría el envión del progresismo
heredado del siglo inmediato anterior, hacia un eclecticismo
arquitectónico y un desenfado provocador en la pintura y la
escultura. Le interesaba, dentro de ciertos límites impuestos
por la praxis, individualizar trazos de aquella modernidad entonces tan en boga como parece estarlo en el entre siglos que
nos toca vivir (XX-XXI), particularmente en su solicitación
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Reynaldo González
dinámico-plástica y en la exaltación del color, impacto y subversión contra el estatismo del gusto y la edulcorada «armonía» del art nouveau. Anunciaba su vocación de intervención
en aspectos de la actualidad para llevar al máximo su activismo
imaginativo, una incitación emotiva y fantástica fijada en ese
«gusto nuevo», un ritmo, una aceleración, un dinamismo de
contrastes, una provocación materialística que ya no debería
comprenderse como actualización, sino como lanzamiento
porvenirista. Se traduciría en un interés por renovar cada aspecto de la realidad y en desarrollar situaciones imaginativas
inéditas para una unidad recuperada precisamente a través
de intervenciones creativas con medios icónicos captados
desde la exaltación del color y la forma. Pogolotti, respondiendo a impulsos que ya le movían el pincel, e inmerso en
encrucijadas referenciales propicias, expresaba su decisión de
vivir la aventura futurista desde una acendrada curiosidad y
una potente elaboración intelectiva.
Refiero lo anterior para entrar en ese diálogo de nuestro pintor con el futurismo, en una etapa que le dotó de un sentido
rompedor y moderno, sin acceder a las tentaciones del colorismo tropicalista, por ejemplo, asumiendo lecciones futuristas
pero contradiciendo los aspectos que dentro de la tendencia
llegarían a parecerle menos aceptables. En ese sentido, el suyo
fue un diálogo contrapunteado por el pensamiento que mueve
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Espiral de interrogantes
a la creación, no por un impulso que pudiera suponerse
epigonal. Lo vio con claridad Alejo Carpentier en un artículo
que los curadores de la muestra reprodujeron en el catálogo y
cuyo título se apropiaron para nombrarla.1 La cercanía a la obra
anterior del pintor le permitió observar cuánto de continuidad
y de variación había en esa etapa, donde anteriores elementos
mecánicos imaginados por Pogolotti —ruedas dentadas,
émbolos, palancas, manómetros— hallarían una eclosión afirmativa. El futurismo fue caldo de cultivo para el pintor cubano. Su obra recibió un impulso que solamente la ceguera pudo
tronchar. Para nuestra suerte, Marcelo Pogolotti también es
uno de nuestros artistas plásticos dotados de una sabia dualidad, la escritura. Sus textos pueden guiarnos en la exploración
de aquellos tiempos con un análisis certero, propio del protagonista que sabe distanciarse y valorar. En mi camino me apoyaré en sus testimonios y definiciones, en el panorama de la
curaduría de la muestra, debido a Luz Merino Acosta, y en la
brillante introducción del embajador de Italia, Elio Menzione.2
Pogolotti estuvo tres años con los futuristas turineses, coincidentes con la segunda hornada del movimiento y con una
variación, la poética de la aeropintura (Mino Samenzi). Vivió
esa experiencia pictórica también desde una elaboración intelectiva, y presenció el vértigo de las vanguardias. El futurismo
tuvo un desarrollo raudo, coincidente con otras tendencias
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Reynaldo González
vanguardistas, en tan apretado y sucesivo tiempo como nunca
antes se pudieron apreciar las variaciones e intenciones del arte.
En pocas décadas, precipitados por hechos y derrumbes, cataclismos bélicos y movimientos políticos extremos, el futurismo
quiso expresar la dinámica interna de la materia; el
constructivismo, una integración de creatividad y producción;
el cubismo, asir la dureza de los objetos en el espacio-tiempo;
el abstraccionismo, exaltar una autoconciencia completa del
lenguaje y la representación de ámbitos mentales interiores.
Todo, a pesar de ellos, trascendido, estremecido por luchas
sociales, partidistas, movido por intereses en ocasiones
confluyentes en sus objetivos iniciales pero llevados a puntos
trágicamente antagónicos en su desarrollo y profundización.
El futurismo nació
«literario» en 1909, en
los primeros meses se
abrió a la pintura y a finales de 1910 e inicios
de 1911 a la música
(Francesco Balilla
Pratella), mientras
Filippo
Tommaso
Marinetti, líder y
popularizador del movimiento, intervenía en el plano teatral.
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Espiral de interrogantes
Lo marcó una progresiva transgresión de los límites genéricoartísticos tradicionales, con referencias concomitantes a otros
niveles sensoriales (la vitalidad caótica primaria de la materia)
y la ambición de una obra total de anexión del ambiente. Una
visión de las máquinas en su dinamismo, la simultaneidad de
movimientos y la ambición por captarlos, la ciudad como una
continua trama de estructuras retadoras del equilibrio y del
espacio. Una connotación emotiva que semejó un estallante accidente de la perspectiva y la dimensión tradicionales, sucesión
de fases en el trazado con una agilidad imprevista. Se proponía
«una reconstrucción futurista del Universo», como esclareció
su manifiesto augural y cuya significación en el tiempo explicitó
una muestra gigante, «Anni trenta», que ocupó varios salones
de Milán, en 1983, y ante mis ojos valoró el futurismo como una
conmoción social sin precedentes.
En términos ideológicos tuvo una inicial vinculación con
elementos contestatarios (Los funerales del anarquista
Galli, de Carlo Carrá, reproducido en revistas continentales
e insulares de América) que, arrollada por acontecimientos
e intereses de la convulsa Europa de entreguerras, llegaría a
definiciones opuestas. En términos artísticos continuaba el
debate de un tema que desde mediados del XIX había evidenciado la enemistad entre poesía y tecnología. Las vanguardias del XX se propusieron subsanarlo o replantearlo
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Reynaldo González
desde nuevos ángulos, resolver un dilema que en períodos de
restauración exigía definiciones. Del irracionalismo romántico a la evolución de las ciencias quedaba establecido un progresismo de nuevo tipo, una conciencia de la realidad
maltrecha, para rectificarla desde los terrenos del arte. El
futurismo se apropió de significados que ya venían debatiéndose. Sus amados automóviles, fábricas y aeroplanos, la velocidad como negación del sentimentalismo romántico, eran
nuevas modalidades de un mismo afán. El maquinismo optaba por diferentes emblemas para integrar la «belleza nueva»
—exaltada en el primer Manifiesto del Futurismo— con una fe
iconoclasta también reclamada por otras tendencias
vanguardistas. Marinetti lanzó un grito diferenciador asumido como herejía: «En su desplazamiento veloz, un automóvil
de carrera con un capó adornado de gruesos tubos semejantes
a serpientes de hálito explosivo, es más bello que la Victoria de
Samotracia».
Con la irreverencia frente a la complacencia en el arte, a tanta
pintura comercial y relamida que se amparó en el llamado buen
gusto característico de finales del XIX, buscaban una diferenciación para darle a su trabajo un giro que se fue radicalizando
hacia definiciones cada vez más autónomas de lenguaje y estilo. Todo ello implicaba contradicciones, pues siendo adversarios del romanticismo, de alguna manera en sus búsquedas
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Espiral de interrogantes
palpitaba la afirmación romántica de la individualidad, de la
separación del orden (ya fuera religioso, filosófico o estético) y
accedían a un nuevo idealismo, esa vez transformador. Aquellos movimientos partían de la ansiada autonomía de la obra
de arte en cuanto a referentes externos, un sistema de signos
por encima de otras correspondencias y, en un mismo y acelerado tiempo —a veces raudo, otras más distendido— reclamaban el sueño o la utopía de una refundación de la sociedad, por
lo que se movieron entre intereses programáticos de diversos
imanes. La guerra pondría fin al ideal concepto de progreso.
Para el cubano Marcelo Pogolotti su participación entre los
futuristas italianos resultaría un período de búsquedas en que
exploró la contemporaneidad y a sí mismo, su potencialidad
de asimilación y de reelaboración de tendencias confluyentes.
Tenía a favor su capacidad sintética y su necesidad de expresarse también con la palabra escrita, dejar constancia de lo vivido y lo visto, establecer paralelos y disonancias. Cuando en
1931 Alejo Carpentier arriesgó la definición de Pogolotti como
«el pintor de técnica e ideas más avanzadas que haya producido nuestro país hasta ahora», apreciaba la extraordinaria actualización que para un creador cubano de la época significaba
su participación en un movimiento vanguardista que se debatía en la conmocionada arena europea. Observó al amigo en su
desarrollo y se complació de que, «alcanzado por el gran soplo
-118-
Reynaldo González
poético que anima la verdadera pintura contemporánea», hallara un camino de reafirmación de sus búsquedas, pues «sus
concepciones se sitúan, de hecho, en primera línea, en el campo de las inquietudes pictóricas actuales». Se regodeó en la irreverencia y llegó a una afirmación tan aventurera como divertida imaginándolo entre quienes, «de vivir en la Edad Media, la
Inquisición habría quemado por delito de lesa magia».
La especialista Luz Merino Acosta fijó al futurismo italiano
como «movimiento artístico y literario periférico, de circulación
informativa limitada y de conocimiento fragmentario». Se puede
tamizar afirmando que por coincidencias propias del arte, alcanzaría un reflejo contaminante no siempre subrayado. Su acción
estimuló el vanguardismo europeo comenzado por el Dadaísmo y
un cierto derrame extraeuropeo —en una comprensión centrista—, un movimiento celoso de su autonomía y originalidad como
el constructivismo ruso, el dinamismo colorista belga, la
sustentación literaria futurista española, proposiciones de simultaneidad literaria y plástica —dinámico-maquinista— en Portugal, construcciones pictóricas y polimatéricas transformables en
Checoslovaquia, una influencia pictórica más advertible en Japón, el dinamismo de rutilante cromatismo estadounidense y reflejos en tendencias literarias suramericanas. Fueron diversos
futurismos en la escena internacional, por búsquedas artísticas
de vanguardia en las décadas diez y veinte y, como el movimiento
-119-
Espiral de interrogantes
original, reflejadas en disciplinas y aplicaciones diversas. En Cuba,
según Merino, el primer futurismo «traficó más como vocablo de
polémica que como constructor visual». Unos lo tuvieron como
«lo que se desmarcaba de lo establecido y se evaluaba como excéntrico, vituperable, loco, insensato», mientras para otros podía
«homologarse con lo nuevo, lo diferente, lo moderno, con lo cual
un mismo término transmitía diferentes mensajes».
No carecía Cuba de una inquietud vanguardista. Para
Pogolotti su contacto con la segunda promoción futurista de
Turín, en cuyo movimiento fue incorporado con el beneplácito
de Marinetti, reafirmó sus búsquedas. Apunta Elio Menzione
que ese encuentro ocurrió luego de transferirse Pogolotti a
París, en 1928, y de su primera formación como artista en La
Habana, en años que vieron el nacimiento de la vanguardia
artística cubana y las primeras efervescencias políticas radicales del país. El pintor afirmó su «voluntad de entregarse a la
creación de un arte nuevo e idóneo», como informa en su libro
Del Barrio y las voces, y participó en una exposición en Cuneo,
que sucesivamente giró por varias ciudades italianas. Subrayó
Menzione que «esta afinidad electiva con los futuristas fue facilitada por el propósito, madurado en sus primeros años en
París, de buscar la adecuada representación pictórica de la
máquina, conjugando de cierto modo sus formas con los reclamos de la abstracción». Coincide con Carpentier al afirmar que
-120-
Reynaldo González
«no se puede hablar propiamente de una influencia directa de
nuestros futuristas sobre Pogolotti, sino más bien de un encuentro feliz y fecundo», lo que el cubano sintetiza como la
función de «darle fe en su propia personalidad». No le era ajeno el germen vanguardista a nuestro pintor, como tampoco lo
hallarían inadvertido las conmociones ideológico-políticas a
que resultó sometido el movimiento futurista.
Así como el constructivismo ruso buscó una conciliación con
el movimiento bolchevique, las tendencias del fascismo italiano estremecieron al futurismo, en una época donde la restauración europea de postguerra coincidía con la preparación para
una nueva confrontación bélica y las políticas populistas se alternaban en el aprovechamiento y la instrumentalización de
necesidades y ansiedades largamente abonadas. Esa convulsión de ideas y acciones halló en Pogolotti un intelecto alerta.
Es el embajador italiano quien, con citas de Pogolotti, evoca su
postura: «En efecto, las relaciones del pintor cubano con el
futurismo fueron complejas y a veces problemáticas. En el
movimiento, él veía ‘la expresión artística de la revolución industrial, incluso por su carencia de contenido social y por su
dureza áspera y tajante’. En los primeros años ‘30, Pogolotti
fue acercándose progresivamente a una ideología de izquierda, de inspiración marxista, que le imponía ‘una nueva orientación pictórica’, dirigida a ‘restituirle al arte su trascendencia,
-121-
Espiral de interrogantes
integrándole al devenir de la humanidad’: un arte inspirado en
un nuevo humanismo social. Lo cual no impidió al artista criticar duramente el realismo socialista, definido ‘etiqueta simplista: el resultado de este criterio pueril y obsoleto fue el arte
vulgar y cursi de la Unión Soviética de aquellos años’».
Menzione sigue la evolución ideológica y artística de nuestro pintor, que lo condujo a un «inevitable distanciamiento
del movimiento futurista italiano, valorado por Pogolotti demasiado sensible a las sirenas del régimen fascista. No por
casualidad, en 1932 —aunque fuera incluido en el Manifiesto
de arte sacro futurista de Marinetti— él se negó a participar
en la exposición de Génova de arquitectura, pintura y escultura integradas, ya que era patrocinada por el Gobierno fascista: así como, por análogas razones, refutó la oferta de convertirse en corresponsal desde París de la revista Stile
Futurista, fundada por [Luigi Colombo] Fillia». El intelecto
alerta de Marcelo Pogolotti, que como orgullosamente subrayó, lo llevó a ser «el primer cubano en penetrar en el predio
de la abstracción y el único hasta hace poco en buscar una
regeneración artística por la vía del humanismo social», se
enriqueció con la práctica futurista, luego decantada en su
expresión, siempre recordada como aluvión favorable.
-122-
Notas:
Alejo Carpentier: «Un pintor cubano con los futuristas italianos:
Marcelo Pogolotti», París, agosto de 1931, en Social, La Habana, vol.
XVI, no. 11, noviembre de 1931.
2
Elio Menzione: Presentación de la exposición «Marcelo Pogolotti: un
pintor cubano con los futuristas italianos». Documento inédito. Archivo
del autor.
1
Una menorah que no se apaga *
Siete días dura la Pascua en Israel para que ocho la evoquen en una diáspora que la dolida memoria de la raza no
olvida porque congrega en la evocación de los aleccionadores
tiempos del éxodo. Siete han de ser las semanas que inaugura
el primer día de la Pascua para que los hijos y los nietos se
reúnan alrededor de padres y abuelos para entonar rezos que
les recuerden la entrega de las Tablas, Ley tan severa como
generosa, lazo y fusión de los elegidos. Siete son los días de
reclusión para el piadoso en cabañuelas y tabernáculos como
los que dieron cobijo en el desierto. Siete son las vueltas que
debemos dar alrededor del féretro. Siete son los brazos de la
menorah donde alumbra una fe que burló las imposiciones,
* Presentación de la muestra «Legado», de Mirta Kupferminc,
Comunidad Hebrea de Cuba, febrero de 2001.
Reynaldo González
la sinrazón y las llamas. Siete son sus columnas de humo, gritos silenciosos sobre la tierra. Esas columnas, llevadas por el
viento de la tradición y aunadas en la piedad, acercarán el día
del gran perdón, la reconciliación con Dios, extraordinario Yon
Kippur, soñado éxtasis donde se aplacarán los angustiadores y
el Hacedor aderezará mesa con manjares para su pueblo.
Son trozos de la memoria que hoy nos convoca alrededor de
las metáforas pictóricas de Mirta Kupferminc. En estos lienzos
y papeles, en el tesoro de estos libros palpitan la evocación de
una cultura y la convocatoria a la reconciliación, una deuda y
una gratitud, la convicción de que no basta la tolerancia, pues
allí también se esconde el reconocimiento de una diferencia
que no se asume. Se tolera lo mal hecho o lo mal nacido, aquello que no consideramos digno pero que permitimos con cierto
retintín distanciador, pues la simple tolerancia deja espacio
para la arremetida. Estas obras, trabajadas en libertad de forma y de imaginería, apegadas a una tradición pero libres en su
riesgo, donde la individualidad trasmuta el inconsciente colectivo, expresan las ideas supervivientes del odio, la quema, la
expulsión, pero evidencian el regocijo de la pertenencia, la identificación en los hilos de una misma sangre tendida en el tiempo como la flecha a su destino.
Mirta Kupferminc ha sabido traducir y expresar la herencia
sin traicionar su sensibilidad, ha maridado su ímpetu creador
-125-
Espiral de interrogantes
con una historia, luego de interiorizarla. Ha burlado las distancias, ha encendido la menorah del recuerdo en la lejanía,
como tantos y tantos que hicieron casa en tierra ajena y fertilizaron un huerto que siempre es el mismo, el de la humanidad.
Al evocar la dolida historia de aquella Sefarad que fue España
para los judíos devueltos al camino, dispersos por los trillos de
la mar, la ingratitud del desierto, el encono de los pies descalzos y la osadía de asemejarse a las olas de los océanos, «siempre recomenzando», como nos recordó un poeta, acarreó símbolos, elementos rituales que devinieron costumbres muchas
veces inexplicadas para generaciones de generaciones, ese hermoso momento en que no sabemos por qué hacemos algo, un
gesto casi inadvertido que repetimos y en la repetición asoma
la memoria de una especie.
Óleos y aguafuertes de Mirta Kupferminc retratan sin retratar, con respeto y timidez, pero con la fuerza de la inventiva,
aquellos pasos del hombre en su valle de lágrimas, algo que no
debe contaminar el olvido. Pocas piezas de esta exposición pueden resultar tan aleccionadoras como aquella en que vemos a
los judíos cargando árboles sin raíces, talados como sus propias vidas que trasladan a un mundo ignoto. «Siempre
recomenzando», dijo el poeta. Otra nos muestra una menorah
llena de mundo, de personas que buscan y exigen su lugar, desfile de siluetas que se armonizan en la sombra de una noche
-126-
Reynaldo González
inclemente. En su evocación de un gueto en Polonia aparece
una mujer levitante que nos recuerda la imaginería de Chagall,
como en las manos que se entretejen, y evocamos la huella de
Escher, porque junto a la tradición judía que recuentan estas
obras, también se cruza la historia del arte asumida desde la
práctica y la insistencia.
Al mirar estos lienzos y papeles elaborados, al recorrer las
páginas de estos libros, no debemos obviar que estamos viendo
la impronta de una artista en cuyos materiales se deslizaron pedazos de vida junto al desbordado reto de la imaginación. Eso
explica el juego con recursos anamórficos, la búsqueda de apoyos y soportes que procuran el relieve y explicitan el placer del
oficio. Es que la tragedia ha sido interiorizada y dentro del lamento aflora la vitalidad de la existencia, para ese «siempre
recomenzando» que nos indica el poeta. Y es que la herencia
judía aquí cantada no es solo la herencia de los judíos, ni cosa de
otro mundo. Es algo de nuestro mundo, de los judíos y de los
gentiles, se inscribe en la sabiduría del hombre desde tiempos
inmemoriales, pasa a la cotidianidad, con anuncio o sin él, está
en el cada día, desde las nominaciones familiares a la toponimia,
el gesto, las apelaciones del lenguaje. Si volvemos la mirada a
esa cultura sefardí extendida por tierras y mares, cabría preguntarse dónde comienza o termina y cuánto de ella va en nosotros,
aún en los que no deseen asomarse a esas profundidades.
-127-
Espiral de interrogantes
Mirta Kupferminc nació, vive y trabaja en una de las ciudades más mezcladas del mundo, Buenos Aires. Es una artista argentina que al expresar esa cosmópolis no desea soslayar sus
aristas genitoras, donde la herencia judía tiene su espacio. Pocos sitios para asumir estos mestizajes culturales como La Habana, algo que va más allá de las religiones y las pieles, pero que
a ellas se debe. La tierra prometida existe, nos dicen estas obras,
pero ya no se la debe buscar en un solo sitio, sino en todos los
sitios. Va con la humanidad y de todos espera comprensión y
respeto, a un tiempo que la capacidad para asumirla en su compleja palpitación. «No soy religiosa practicante», me ha dicho
Mirta Kupferminc con esa sonrisa luminosa que la adorna. Su
obra es, en sí misma, evidencia del respeto que ella pide, impone, para algo que como la mar del poeta, está «siempre
recomenzando». Desde esa consideración benévola pero exigente
entran sus obras en La Habana, en los muros de esta Comunidad Hebrea cuyos pasos son los de muchos porque ha entregado innúmeros talentos a la también mezclada cultura de Cuba.
Estas obras, al mostrarnos algo del legado judaico, nos recuerdan que ya no es solamente judaico, pues alimentó el complejo
conjunto de la cultura del mundo todo. En ese sentido, desde el
momento en que nuestros ojos entran en contacto con sus obras,
se las apropian y desde la retina ya los acompañarán para, con
ellas, como el mar del poeta, ir «siempre recomenzando».
-128-
Relecturas, avenencias y desavenencias
Gajes del oficio literario
PERIODISMO O LITERATURA ¿UN DILEMA?
Pocas definiciones dañaron tanto al oficio literario como la
de «bellas letras», incluida su connotación cursi, taimada
recurrencia a la descalificatoria «torre de marfil» y demás argucias de quienes todavía se refieren a los literatos como
«plumíferos», con toda la ambigüedad del término. Acuñaron
un elitismo también de compartimentos genéricos: poesía vs.
prosa, por ejemplo. El prosista era «prosaico» —no confundir
con la tendencia al «prosaísmo»— y «vate» quedó en reminiscencia kitsch. Hasta las poetisas se acogieron a la definición
masculina, arriesgando el contrasentido verbal de «la poeta»,
cómo suena eso. Para el «poeta» —ahora palabra unisex, como
una peluquería— se reservaba una consideración superior, aunque mal pagada, que implicaba cierto ensimismamiento —vaya,
Reynaldo González
un andar por las nubes—. Se tendía un abismo entre los cultores
de uno u otro género, antes de que la palabra «género» se la
apropiaran las feministas, como si nosotros no lo tuviéramos
—qué empequeñecimiento de nuestra particular generalidad—
. En fin, que muchos se dejaron acorralar. Cuando el poeta
«descendía» a la prosa, no la cuidaba tanto como a sus versos,
por considerarla género (y dale) menor, y quedaba en mal prosista —abundan ejemplos, no herir al prójimo—. Ni qué decir
de las diferencias entre narrativa y ensayística, la segunda menos considerada. Una prueba, entre nosotros, es la menor cantidad de libros de ensayos que reciben atención crítica en un
país que ostenta un Premio de la Crítica, pero entre los libros
premiados algunos nunca fueron criticados —no volvamos con
aquello de «la indigencia»—, y se sobrevalora la temática literaria dentro de los libros que sí premian —¿literatura sobre la
literatura? ¿prosa paraliteraria, como existe una producción
parafarmacéutica?—, mientras el premio soslaya libros significativos que no estudian solo la literatura, es decir, que no acceden a la autocomplacencia —¿al onanismo teníamos que llegar?— Volvamos al buen camino, el recto —hablo del camino.
Hoy parecería que el continuado ejercicio de la escritura
desatiende esas demarcaciones y opta por la frecuentación
de varios géneros —dejemos los terrenos ambidiestros—. Pero
quedan resabios. Todavía hay quienes al quehacer literario
-131-
Espiral de interrogantes
no lo ven como modus vivendi, sino como oficio de domingo,
una manera de matar el tedio. Siguen pensando en la «literatura pura», otro encasillamiento —»la pureza, puaf, qué porquería», dijo el poeta—. No olvidaré el desconcierto de algunos jóvenes escritores cubanos ante la honestidad con que el historiador y novelista español Juan Eslava Galán, ganador de un Premio Planeta por su novela En busca del unicornio, les confesó
que tiene un heterónimo para firmar novelas policíacas, de escritura menos intrincada que las firmadas con su nombre. Alguien mal informado puede ver como liviandad eso de tener un
heterónimo, alimentar un animalito raro, pero ya ven que rinde
ganancias, como la cría de conejos. Más que de su trabajo como
profesor de historia y literatura, Eslava Galán aceptó que su animalito lo alimenta y le permite cierta holgura en las estrechuras
de la modernidad. Pero lo que aquellos jóvenes escritores admiran en Pessoa no estaban dispuestos a perdonarlo en él. Pervive
una consideración de la literatura como arte puro, un desdén
hacia los best-sellers —junto a la ansiedad por conseguirlos—,
sin reconocer que no siempre son literatura feble —pregúntenselo a Eco— y otras sorpresas del llamado comercialismo literario al que los escritores puros regalan una mirada por encima
del hombro, para solamente conseguir una perenne tortícolis.
El encono mayor persigue a quienes alternan periodismo y literatura. Sobrevive un prejuicio asordinado, pese a incontables
-132-
Reynaldo González
ejemplos de grandes escritores enrolados en ambos oficios: del
uno reciben alimentación para el otro, los genios también necesitan el condumio. Y no es cuestión solamente nuestra. Con
motivo de una revalorización española de La Regenta, de
Leopoldo Alas «Clarín» —algo se gana de las conmemoraciones—, el crítico José Francisco Ruiz Casanova se refirió a «la
mala digestión que siempre han propiciado a la cultura española los escritores que no se han limitado a un solo género literario». ¿Ya ven que por el yantar va la cuestión? El asunto se
empeora si «el otro género» es el periodismo. Entre nosotros
hallamos exaltadores de Carpentier que olvidan su incursión
en esas aguas —más páginas que las de sus novelas—, ni hablar
de García Márquez, Hemingway y tantos del sindicato.
A propósito de Clarín, cuya Regenta renace en estudios que
ahora apartarán remilgos por su naturalismo decimonónico —
nadie es perfecto, más si pretende ser «un hombre de su tiempo»—, también se revisa su labor periodística, de crítico y polemista, siguiéndole los pasos a su modelo Emile Zola y el Yo acuso que puso al intelectual por encima de suspiros románticos.
Resultó enriquecedora la dedicación clarinesca a la crítica y el
periodismo en El Solfeo o Bromazo para músicos y danzantes
(1875-1878), la manera en que allí elaboró temas que enriquecerían La Regenta, Doña Berta y sus Narraciones breves, cuando el propio escritor se consideró «principalmente periodista»
-133-
Espiral de interrogantes
y no «un literato que escribe para periódicos» —qué clarines
hubiera sonado Clarín en la red. Y cuenta su periodismo político, militancia democrática y republicana frente a Cánovas del
Castillo, símbolo de la reacción, pero también con ramalazos
al liberal Práxedes Mateo Sagasta, en la época española dominada por ambos políticos, cuando lo de Clarín fue «yo contra el
mundo» y a mamporrazos. Con documentada facilidad iba del
poema satírico a la narración breve, al artículo de costumbres,
a la crónica musical y la crítica literaria y teatral, cuando escribía lo que llamaba «paliques». Más que Clarín, fue redoblante.
En esas lides ganó una extraordinaria capacidad de observación para su interpretación del naturalismo, de una complejidad psicologista infrecuente en otros seguidores de esa escuela narrativa.
AHORA EN SERIO, ¿IMPORTA EL GÉNERO?
Algunos narradores se hacen un lío con los géneros literarios, sus recursos y posibilidades. Otros pretenden burlarlos
con una irreverencia no siempre calzada por sus posibilidades
creativas. El asunto de las formas constituye una disyuntiva al
iniciar la escritura y en el transcurso de su elaboración, que no
basta el arranque. No pocas obras se resienten de las
imprecisiones de sus autores. Hoy ese esfuerzo es analizado en
detalles y más interrogantes surgen sobre los géneros, lo que
-134-
Reynaldo González
no ocurría cuando predominaron patrones canónicos tan definidos que provocaron la irreverencia. El tema gravita en la consideración de los escritores, luego que los géneros fueron
intercambiados y mezclados por quienes los movieron con una
ligereza y una maestría no siempre imitable.
Como gustan los ejemplos y alguna vez se propuso el método de escoger un maestro e imitarlo —aunque puede resultar castrador—, escojo uno poco frecuente en la
ejemplificación teórica. Quizás el intento más desaforado de
mezcla y burla de géneros sea el fragmento de ficción totalizadora dejado como testamento por un estadounidense poco
respetuoso de afirmaciones genéricas —unas y otras—,
Truman Capote. Hablo de Plegarias no atendidas. Él supo
transitar de la crónica de fría elegancia en Música para camaleones, al guión cinematográfico, según exigencias de la
industria del entretenimiento, a los relatos breves («Un árbol de noche»), al libro que exaltó la modalidad literaria testimonial, A sangre fría. Fue un mimado de su propio talento, estableció pautas que jalonaron cierta interpretación de
la vida de su país, todo como sin proponérselo. Bajo el influjo de Faulkner se dio a conocer con una típica «novela
sureña», Otras voces, otros ámbitos. Sus relatos posteriores lo vincularon con las piezas de Tennessee Williams y las
anécdotas de Carson McCullers, pero se alzó con una obra
-135-
Espiral de interrogantes
maestra, Desayuno en Tiffany’s, enfoque radicalmente opuesto al de sus obras anteriores. En un país que lucró con la contienda mundial, esa noveleta resultó una crónica de la postguerra, tamizada por una ironía distanciada que lo acercaba a
Scott Fitzgerald, hasta el nuevo punto de giro, A sangre fría.
Sumó reportaje, indagación criminalística, psicologismo, un
directo y crudo realismo que hoy llamaríamos «sucio» y una
deslumbrante capacidad para desentrañar el «sueño americano». No camufló su libro como «novela», pero sin habilidades
de narrador no lo hubiera llevado a lección trascendente.
Capote dotó sus obras, sus personajes y las circunstancias
narradas con una fuerza que impide el olvido. No resulta extraño que la espontaneidad de Plegarias no atendidas sumara recursos inesperados. Fue el corolario del tránsito por el
cuento metrado y pagado «por palabras», en la exigencia de
las revistas norteamericanas que tipificaron una época, las
noveletas que reflejaron el aprendizaje de los narradores de
su país, los relatos de viajes, las crónicas más desenfadadas,
los retratos más indiscretos, los ensayos que tuvieron como
asunto la vida literaria. Y, sobre todo, la conciencia narrativa
como elemento unificador, brújula de trabajo que nunca perdió. Quizás la razón de su éxito sea la voluntad de narrar siempre, que en sus textos ocurrieran cosas atendibles e interesantes, que ocurrieran cosas.
-136-
Reynaldo González
Cuando hoy un escritor se propone aventuras desde las formas y los ardides narrativos, debe observar la brújula de la
narratividad. Si, como se afirma, todo está permitido, no todo
confluye en un relato que mantenga su sentido intrínseco: informar al lector de hechos que satisfagan su ansiedad de conocimiento expresada en la decisión de buscar «una novela» o
«un libro de cuentos» para ponerlo ante sus ojos, que es trasladarlo a su entendimiento. La gente no compra un libro con
rótulos como esos para que le endosen una salmodia. No se
reduce a una suma de acciones o diálogos incoherentes. No
habrá capacidad verbal o virtuosismo de ilación, por más privilegiado que se considere, capaz de armar una narración solo
apoyada en su supuesta eficacia.
En nuestros predios el debate mayor ocurre en torno al
cuento, desde hace mucho tiempo cultivado por escritores cubanos. El hecho favorable de que cierta resistencia o falta de
hábito de su lectura haya comenzado a ceder en países de Europa, multiplica cuentistas que buscan el éxito más allá de
nuestras fronteras. Una tímida aceptación del cuento en algunos catálogos editoriales no debe convertirse en espejismo. Aconsejo observar las variantes de esa aceptación: en
antologías temáticas, regionales, etcétera, rara vez volúmenes de relatos breves de un autor desconocido por los lectores a que se dirige la editorial en cuestión. Observen que en
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Espiral de interrogantes
los casos más significativos primero se les da a conocer como «novelistas» y luego se atreven con un tomo de cuentos y se quedan a
observar la línea de ventas, como quien tienta la fortuna. Los especialistas insisten en la dificultad del cuento para ganar espacio en la
preferencia de los lectores europeos. Esa resistencia se extiende a
los editores. Continúa siendo difícil que la forma corta derrote a la
novela en el panorama internacional.
Una de las reiteraciones actuales es que «la novela está en
crisis». Ya cansa escucharlo mientras se siguen vendiendo novelas y, dada la demanda, las editoriales acuden a
«resurrecciones» como la reciente del gran escritor húngaro
Sándor Márai y su relato El último encuentro, concebido en
estilo «clásico». Lo que está en crisis en buena parte del mundo es la venta de libros en general, porque contra su compra
conspiran los precios, no solo un matiz de selección genérico-literaria. Si en términos productivos hoy el libro es más
barato que antes, no así su mayor «inversión»: en la promoción. No es el pago al talento literario lo que lo encarece en el
renglón de las ventas. Las grandes editoriales han debido trocar los términos de cálculos, cuidan mejor a sus escritores, si
han alcanzado éxito. Pero la «industria cultural» de que habló Teodoro W. Adorno estableció líneas de consumo y condiciona a los talentos hacia un desgaste de temas que también implica un desgaste de fórmulas.
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Reynaldo González
En algunos países es más seductora la columna promocional
en torno a los escritores y sus libros que la variedad en temas y
aciertos propiamente literarios. Los llamados «narradores de
éxito» hoy escriben para las prensas que les esperan y las empresas que los tienen bajo contrato. Han devenido productos
de venta, lejos de una valoración realmente cultural, pero ya se
nota que no todos disponen de una variedad de argumentos
capaz de responder a esos manejos y exigencias. De la fatiga
«autoral» son evidencias algunos escándalos recientes sobre
plagios. El lector avisado está aprendiendo a separar la cáscara
del fruto: cuando le insisten demasiado sobre un título o un
autor, a mayor despliegue publicitario más recelan de su calidad. Ese enroque no dará mucho más de sí. Promocionar un
autor que la gente no lee es algo insostenible, incluso si se cuenta
con un capital tan grande que permita cierta filantropía, palabra expulsada del diccionario de los editores que valoran su
negocio —ya sé, puristas, que es palabra prosaica—. Una posibilidad para el relato breve consiste en esa fatiga de los argumentos novelísticos, causada por el afán de lucro y la tiranía de
la industria cultural. Pero para situarse en esos resquicios se
requieren habilidad, creatividad y una baraja de asuntos que
no solo interesen al escritor y su grupo de amigos, sino a los
lectores. Es el reto. Revuelto el dominó, comencemos la data.
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Espiral de interrogantes
ZOLA ¿PERIODISTA?
Un cuaderno colmado de anotaciones, con una caligrafía diminuta y precisa, observaciones personales acosadas por cifras y nombres, develan un método de trabajo que une la documentación del
etnógrafo, la ciencia del antropólogo y la curiosidad del sociólogo.
Vamos de viaje con Emile Zola, en 1889, quien ha decidido escribir
un nuevo trozo de su gran ciclo narrativo sobre los RougonMacquart. Pero antes debe hallar «el poema de una gran vía ferroviaria», como considera la novela que desea escribir.
«Una locomotora a vapor tipo Pacific 321 devora, entre París y Le Havre, 100 francos de carbón», anota utilizando la
acuciosidad del periodismo. Se documenta sobre lo que ve para
reflejarlo, luego, tamizado por una sensibilidad peculiarmente
aguda. Va llenando un cuaderno tras otro, con respuestas que
le dan los directores de la compañía, el jefe de la estación, los
controladores del pasaje y los obreros. Zola respira el aire que
tipifica la estación, el depósito de locomotoras, entra en problemas que serán los de Jacques Lantier, hijo de Gervaise y
personaje central de La bestia humana.
Entre febrero y abril de 1889 Emile Zola «vive» en las líneas
férreas porque ya el proyecto le escuece la mente y necesita
conocer en toda su intensidad y dimensión la problemática que
atrapará la novela. Junto a las voces de sus personajes y sus
ropas estarán el peculiar sonido del telégrafo, la campanilla de
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Reynaldo González
la estación, el silbido de la locomotora. En esos tres meses asiste
de manera casi obsesiva al arranque del rápido de las 6:30 de
la Gare St. Lazare hacia Le Havre. Viaja como pasajero para
anotar cada incidente, los túneles y puentes, la campiña de
Normandía, el Sena… Es un periodista puntilloso, al que no le
parecen demasiados los elementos colectados. El 15 de abril
decide hacer el viaje al lado del maquinista, en la locomotora
abierta a todos los vientos y olores del camino. Quiere conocer
el vértigo, la fatiga del trabajo y cierto afán que luego recibiremos, vívido, en la experiencia de sus personajes.
Fija la mirada en los movimientos del maquinista, las señas que cruza con sus colegas, sus gestos cuando requiere
inyectar más carbón, cuando pone aceite en los cilindros, o
es agua lo que provee a su máquina y a su propia garganta,
integración a que le obliga el fragor del trabajo, o cuando
accede a una curva a ochenta kilómetros por hora, cifra que
anota con meticulosidad, pues es un récord para la época.
El intruso refinado, con su cuaderno, ha pasado a ser intrascendente, como si no estuviera al lado de quien cumple
un esfuerzo tenso. En los descansos intiman el maquinista y
el escritor, se asoman al camino, comentan los accidentes
del paisaje, la vida de los paisanos en su aparente inmovilidad, cuando los dejan atrás y parecería que son ellos quienes se alejan. Ambos se confundirán, unificados por el tizne
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Espiral de interrogantes
y porque llevan las mismas gorras y las gafas negras con resguardo para que el aire no les irrite los ojos. Cuando leamos La
bestia humana sentiremos ese humo y ese tizne. Y si hemos
visto el filme de Jean Renoir donde Jean Gabin encarna a
Jacques Lantier, observaremos otros detalles. «Naturalismo»,
se dirá, nacido de la observación minuciosa de la realidad.
Un siglo después, al publicarse los Carnets d´enquetes,1 el periodista Zola, que apoyó con tanta eficacia el trabajo del novelista
Zola, asoma como un obrero más de las ferrovías, el maquinista
que se mueve dentro de su «Lison», nombre femenino de su locomotora Pacific 231, «a la que ama más que a su mujer». La lectura
de los carnets interesa por igual a periodistas y lectores que no se
conforman con el relato mismo y desean conocer las motivaciones y la materia que le dio origen. Constituyen toda una revelación, subrayan, una vez más, lo desacertado de considerar el periodismo como opuesto a la obra de creación literaria.
Cuando Zola decide escribir Nana, cumple la misma operación para conocer cómo las cocottes encuentran a los
degustadores de su arte íntimo. Indaga en hoteles, burdeles de
lujo o de pésimo talante, las categorías de las prostitutas: las
que llegaron del campo para hacer de sirvientas y terminaron
trotando las calles, las de lujo, que van al lecho con duques y
barones, frecuentan el hipódromo y los teatros de variedades,
cenan en grandes restaurantes, exigen coche adornado y solo
-142-
Reynaldo González
aceptan regalos caros. En sus averiguaciones se apropia del lenguaje crudo del demimonde con tanto rigor como hiciera con el
del maquinista. Ahora la conversación gira sobre las ropas, las
costumbres personales de los clientes, las cópulas cobradas, la
salud y la higiene de las oficiantes. Con la publicación de Nana
los habitués de los salones literarios supieron que Zola incursionó
en el mundo de las prostitutas, y los semanarios satíricos lo atacaron. Pero él no se arredró: «He visto, he escuchado, y esto
debe bastar a quienes deseen saber dónde estuve y dónde no
estuve, o qué hice con esas gentiles señoras.» Ahora los carnets
vienen a probar que en esa ocasión también Zola trabajó en serio, in situ. Sus incursiones al seductor mundo de las cocottes
respondían a exigencias profesionales. Para quien solo tenía una
información externa de la obra de Zola, la publicación de estos
cuadernos es un filón informativo. Lo apunta Jean Malaurie, su
introductor: solamente el dossier confeccionado por el autor para
su novela Germinal era más voluminoso que el libro y ahora
constituye un testimonio complementario de la grandeza de Zola,
«maestro del valor, cuyo ejemplo hará meditar en este tiempo
de dimisiones de intelectuales, de confusión y de angustia».
El novelista, nacido en París en 1840, se hizo popular por la
distribución periódica de sus relatos en las mismas estaciones
ferroviarias donde luego lo vieron documentándose. Su obra
no podía traicionar a sus testimoniantes, o enrarecerlos con
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Espiral de interrogantes
caprichos subjetivos. Ellos lo abordaban en la tabaquería, en el
barrio, comentaban los incidentes que le inventaba a sus personajes como si fueran seres vivos. Él cuidaba los detalles y se
retroalimentaba con aquellas conversaciones de parroquia. No
se puede olvidar al Zola amigo de los pintores impresionistas,
crítico de arte, polemista de Yo acuso, en defensa del capitán
Dreyfus. Para enriquecer su fantasía absorbía del entorno como
una esponja, luego trasmutaba aquellos trozos de realidad inmediata. La acuciosidad del periodista le resultaba instrumento. Estos cuadernos, ahora reunidos, ponen su laborioso proceso al alcance de los lectores. Más de un siglo después, cuando ya sus personajes-parroquianos no respiran el humo de las
ferrovías o el perfume codicioso del demimonde, esos olores
peculiares llegan al olfato de sus lectores.
DIÁLOGO SIN BALLENA BLANCA
Un joven que se anuncia como narrador invadió mi casa,
desempacó lo que considera sus conocimientos, desplegó gestos
que intentaban validar criterios, y criterios que, sobreentendidos —¿por quién?—, pretendía validar con gestos, tics, muecas
en algunas pausas, pero no motivados por la timidez, sino por
una autosuficiencia capaz de mover a cualquier sentimiento
menos a la empatía. Me había anunciado la visita con una humildad que de pronto se desvanecía. Ya me sentía incómodo ante
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Reynaldo González
la posibilidad de su llegada, usurpando el papel del magister
que no soy, cuyo modelo en versión criolla ha merecido mis
saetas más afiladas. Temía defraudarlo en ese papel, al tiempo
que me repugnaba la posible imitación de algo que considero
vergonzante. Quién no conoce ese arquetipo en el cotarro literario, el animal conceptual y estéril, conocedor de cuanto sería
útil para emplazar la obra de arte, pero incapaz de ella, que
lleva al derriscadero de la impotencia a quienes asesora. Confieso que antes de la llegada del joven ya me había arrepentido
de aceptar una circunstancia tan ajena a mis costumbres. Me
veía en una comedia, adoptando una pose retórica mientras a
él le sudarían las manos antes de avanzar la anécdota que motivaría la novela, esa novela definitiva de que me habló por teléfono, pues, dijo, «ha llegado el momento de la novela, la gente no lee poesía, en Europa no gusta el cuento, para triunfar se
debe tener una novela en la mano». Y él iba como el torero del
cuplé, buscando guerra.
Para mi sorpresa, semejaba más un aspirante a teórico de la
literatura que el cachorro de narrador que supuse. Debe ser un
lector de narradores, a la caza de la novela que no existe —pensé, dado que por teléfono hablamos de narración, de novela, no
de teorías—, así que esperaba una idea, un proyecto artístico, la
laboriosa fruición de construir un entorno personal donde saciar la inquietud de expresarse. Al principio pareció que sería
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Espiral de interrogantes
así. Se empeñó en deslumbrarme con historias propias, supuestos avatares de una autobiografía sin sucesos, coincidente con
cientos de miles como él, aunque subrayada por un apasionado trascendentalismo, el de esa novela perspectiva. Pero pronto todo lo rellenó con citas de estudiosos de la filosofía, o de la
literatura, y sentí que, exactamente, le faltaba literatura a cuanto decía. En algún receso del bombardeo deslicé nombres que
fueron significativos en mi etapa de narrador cachorro. Lo dejaron frío. Con una habilidad fácilmente desmontable soslayó
las referencias evidenciando, precisamente por ocultarlo, el
desconocimiento que pretendía disimular. Me habló de
Foucault, de Bajtin, de Derrida... Utilizó un lenguaje alambicado, donde se entrecruzaron conceptos de disciplinas dispares, todo dicho con autoridad pedante. Comprendí que atesoraba criterios más que conocimientos. Eran categorías y elementos que pudieran aplicarse al arte, no lo dudo, pero desde
una culturología que no le sirve a la creación artística porque,
precisamente, se sirve de ella y la deja en materia combustible.
En su énfasis analítico se alejó de la novela para entrar en campos quizás paralelos —ay, para-lelos—, posiblemente de gran
utilidad y hasta imprescindibles, no sé, pero en tan alambicado recorrido ¿dónde quedaba la literatura? Ya iba lanzado a
vuelo. Me sometió a un crescendo que mezclaba lo taxativo con
lo doctrinario. Se declaró enemigo de la sociología aplicada al arte,
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mientras se acercaba a otros meandros — ¿paraliterarios?— no
menos normativos y dañinos, pues, comprendí, le habían inyectado lagos de sociologismo vulgar prometiéndole otra medicina.
En aquel instante hallé un respiro, una iluminación. ¿Y Moby
Dick?, dije. ¿Y la ballena blanca? Para trocarle el discurso —
nunca mejor vocablo— le hablé de Melville y su extraordinaria
saga, la caza —más que pesca— de Moby Dick, símbolo del Mal,
reto a la suficiencia, la inteligencia y el coraje del hombre. El
Hombre que encarna el capitán Ajab, despiernado por el Maligno. La herida y la ofensa que le devolvería una razón de vida,
su destino, vencer al Leviatán. Su triunfo sería la reconquista
del prestigio arrebatado por las olas, la reafirmación de la preeminencia del Hombre en la Creación, al servicio del Bien. ¿No
se había preguntado cómo se puede atrapar un sentido de epopeya con matices de la realidad y establecer esa lucha, también
como conquista del intelecto? ¿Cómo, dentro de los ilimitados
límites de la novela, con una anécdota, no con una perorata, se
podía alcanzar un punto de elevación humanista tan exaltado?
Él me miró con la condescendencia de quien escucha a un alucinado, a un obstinado en fábulas sin importancia ni eficacia
en tiempos que, qué pena, el viejo, aquel viejo que tenía delante no podía comprender. Se había equivocado de interlocutor.
Notas:
1
Émile Zola: Carnets d´enquetes, ed. Plon, París, 1987.
El siglo de oro: destellos de una mortaja
Trofeos y blasones que, en arcos,
diste a leer a las estrellas
y no sé si invidiar a las más dellas.
QUEVEDO
Pensemos en uno de los escritores del período de oro de la
literatura española: Quevedo. Ya quisiéramos individualizarlo,
pero saltan al pensamiento las vidas y las obras de sus contemporáneos, puestos de nuevo a cabalgar sus desvelos y construir
la magia de sus sueños. Tampoco nos resignamos a describir
estilos y formas cuando tercian acontecimientos que introdujeron tanta anarquía en aquellas vidas como lo hacen en estas
páginas. Tales despropósitos suman un homenaje a quienes
hicieron labor de fundación en el idioma y en bien del oficio
literario mientras quedaron inscritos en los más dudosos gremios.
Reynaldo González
La evocación se inicia en franca oposición a las preceptivas. ¿Cómo
afirmar que las letras españolas alcanzaron su edad clásica entre
determinadas fechas si resultó bondad deudora del siglo XV pero
extendida hasta muy avanzado el XVIII? Más acá de la muerte de
Gracián y antes del atrevido gesto de Boscán aventurándose en
traducciones de Il Cortigiano para introducir la recurrencia ya
sublimada del endecasílabo. De algo sí estamos seguros: hacen
bien los analistas en clasificarlo siglo o período de oro si nos llevan a observar la brillantez que dieron al idioma y a olvidar el
demasiado veleidoso deslumbre del metal. El dinero anduvo escaso en sus faltriqueras. Más cerca tuvieron la penuria y la ingratitud, llevados por torceduras en sus líneas biográficas. En verdad, acumularon más tropiezos que doblones y encontraron poco
reposo para sus atribuladas cabezas, tan pobladas de delirios y
vacías de transacciones mercantiles. Pero oro, al fin, supieron sacar de miserias, destellos de una mortaja, y está bien que por oro
sea conocida su huella en el ingrato tiempo.
Si algo asombra al estudioso que gusta relacionar grandeza
con riquezas, es el milagro de la literatura en ese período.
Piénsese en una España contradictoria y convulsa, que mal
aprovechaba —por tanto que debía y derrochaba— lo que le
llegaba de América. Lo desperdigaba en cortes golosas e imprevisoras, prestas a contraer deudas abismales con los hábiles Estados circundantes, más las costosas guerras santas a que
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Espiral de interrogantes
se consideró destinada la corona española. Cuando leemos a
los escritores significativos y a sus imitadores del período, es
como si presenciáramos un mundo en lucha, que representaba los restos de una Edad Media aferrada a una vida que acababa y el comienzo todavía torpe de la Edad Moderna. Si los
antiguos valores se desdibujaban ante el empuje de la riqueza, se avecinaba alrededor de España —ya entrando en ella—
el triunfo del capitalismo. Lo medieval se contraía, obtuso,
más utilizado que utilizador, pese al predominio español en
el Nuevo Mundo. Fue en una España no tan emparentada con
Lepanto y los sueños grandiosos del dominio de Europa —
que inspiraron a Fernando el Católico sus ínfulas de monarca
continental, luego de apuntalada la Reconquista con la derrota de los moros, pero puesta en déficit la victoria con la
quema y expulsión de judíos— donde diseñó Cervantes el doliente perfil de su Quijote, figura que sintetizó su tiempo porque encarnó la desgarradura entre el anhelo y la realidad. El
debate incesante que aquel loco demasiado cuerdo observó
en torno suyo, le entregó una inconformidad capaz de trascender instancias epocales e identificarse con lectores actuales. Ganados por la complejidad de una crítica sutil pero implacable, todavía leemos esa novela, que ya lo era en el sentido cabal de la palabra, cuyos objetivos iniciales carecían de
aspiraciones trascendentalistas.
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Reynaldo González
Siempre nos devolveremos a los trastornos del caballero
cervantino, denunciadores del mal poder desde una nube de
sueños. Su autor nunca lo hizo entrar en una iglesia, pero lo
dotó de acendradas creencias y lecturas sacras para subrayar,
sin niebla de herejía, el recelo hacia las instituciones eclesiásticas y las pomposas ceremonias epocales. Recordemos que la
religión era la ideología predominante en la época, en función
de un poder sobrecogedor. Desconfiaba Quijote del lujo, representante de cuanto abrumaba la existencia de los
desarrapados y uno de los males mayores de su tiempo.
Cervantes quiso hablar del mal sin recurrir a dibujarlo, aunque no poco arremetiera contra él: «Con la Iglesia hemos topado, Sancho», advierte su desquiciado personaje. Y en su prosa
no faltaron curas satirizados, aunque dejó a salvo la creencia
misma. La Iglesia no era solamente la fe: su mano estaba en la
administración y en la ética, de ambas se nutría para alfilerar
la existencia terrena con la promesa de parcelas celestiales.
En el discurso ante los cabreros Quijote indicó al fariseísmo entre los males que se padecían: el fraude y el engaño mezclados con
la verdad, la justicia subordinada a intereses económicos. Eran los
valores del mercader en las estructuras feudales. Si un parlamentario de algunos siglos después pudo afirmar: «España no solo muere de ambiciones y egoísmo; también de hipocresía», en el atrabiliario quehacer quijotesco todo aquello fue dicho, bien y a tiempo.
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«Quijote es el siglo de oro», suelen decir. Y sería cierto si no lo
fueran, también, Los sueños de Quevedo —pesadillas, más bien,
como correspondió a una realidad donde el cielo prometido se
apuntalaba con hogueras inquisitoriales y la persecución del
hombre en nombre de su redención—, el Fuenteovejuna de
Lope y el humilde y anónimo Lazarillo.
Reitero mi admiración por el rigor con que los artífices de la
lengua le sacaron lumbre en medio de penurias y levantaron el
palacio en cuyos corredores nos adentramos. Venían de la «literatura de cordel» que los ciegos, no menos pícaros que el
Lazarillo, memorizaban para recitarla a gritos y que los raros
alfabetizados de entonces la compraran en las plazas. Leída ante
los simples del pueblo, se diseminaba y rebotaba en los refranes dichos de corrido por Sancho Panza, donde lo popular y lo
culto se fundieron con tanta destreza que separarlos sería sacrílego. Sumados a la estructura de lo que para siempre sería la
Novela, desde Don Quijote de la Mancha aleccionan a quienes
en cercado ajeno buscan frutos que no ven en su propia canasta. Rezuman allí los autos sacramentales y la comedia de corral, el gracejo del desarrapado y los retruécanos cortesanos, el
réquiem y la maldición de un pueblo demasiado acosado por
resonancias de púlpito, contracción de la realidad en un espejo
cóncavo que otro avanzado llamaría esperpento. Cada página
trasunta la voz de la sangre, sentencias, canciones, cuentos,
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Reynaldo González
sabiduría tan animada como socarrona para exaltar la vida frente al persistente incordio de la muerte y el purgatorio. Mojó la
pluma don Miguel de Cervantes y sonrió, sardónico, ante tropiezos donde no era poco lo que arriesgaba —pensemos en su
libertad, monda y lironda—, ni menos lo que conseguía. Con
los artilugios de una lengua que ya era instrumento dúctil,
buriló un género y en él las burlas, los juegos, los trucos, el
virtuosismo y otros desvelos que pretendemos nuevos. Mirándose a sí mismo con similar agudeza con que observaba al prójimo, aquejado de fiebres tan historiadas como la batalla donde perdió el brazo izquierdo, se lanzó a conquistar lontananzas
quijotescas con un sentido del humor capaz de burlar la costra
de una época injusta para la letra y la imaginación. Ahí está la
novela, dicha y hecha, nadie le añadirá ni un grano de arena.
Lo extraordinario es que andando entre cortes, aquellos escritores supieran observar el mal de la época, que residía en las
cortes. Quijote se soñó caballero y sus andanzas lo llevaron a
esferas de autoridad y de servidumbre. Su itinerario manchego nos entregó una visión accidentada de su tiempo. Se le identifican el Buscón y el Lazarillo. Como servidor del ciego, el
monaguillo y el clérigo, Lázaro conoció en carne propia el hambre y la miseria, tanto físicas como morales, hasta alcanzar una
«filosofía» armada con elementos de la realidad. El Pablos
quedó sumado por Quevedo a la picaresca esencial, con cuanto
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Espiral de interrogantes
tuvo de sardónico. Fue su respuesta a desventuras nada fortuitas. Ese variopinto mosaico de personajes, en conjunto y no
dispersos, son el período de oro, que expresó una sabiduría
popular magnificada por un idioma ya afinado hasta informar
complejidades y alcanzar el mayor lujo.
El milagro de la literatura española del período, en oposición a la realidad que la albergó, se explica por algunas coordenadas esenciales. La primera: el instrumento idiomático.
Poseedores de una lengua ya evolucionada, sus autores podían expresarse con sentido artístico y en tal ejercicio recibir
un impulso que les llegaba de las problematizadas aspiraciones de su tiempo. La imprenta había entrado en España en
1473 y permitía extender el mensaje de las letras en la Península, y desde ella. Eso explica el primer best-seller del idioma: la publicación simultánea del Lazarillo en Burgos,
Amberes y Alcalá (1524). Ya en 1492, mientras las carabelas
colombinas tropezaban con el Nuevo Mundo, Elio Antonio
de Nebrija, que había ocupado el cargo de historiógrafo real,
puso ante los descreídos ojos de Isabel su Gramática de la
Lengua Castellana, primera compilación de su tipo en una
lengua moderna. «¿Para qué puede aprovechar?», demandó
la reina con aire desentendido, frase que desenmascara la
valoración que la corona tenía de la literatura y de los hombres de letras, aunque siempre he considerado esa pregunta
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Reynaldo González
como ardid de una reina a quien tengo entre las mujeres que
más hicieron y más pregonaron. Implicada en asuntos de guerra y en rescates transoceánicos, avanzada en latín y en argucias diplomáticas, se sabía sentada en uno de los más incómodos almohadones de la historia: el trono de Castilla.
La respuesta le llegó en el texto introductorio de la Gramática, como si el atildado Nebrija le hablara al oído desde la página: «Siempre la lengua fue compañera del imperio». Lo comprendió a la perfección quien con celo estudiaba actas capitulares, avizoraba la unidad de los reinos y se retorcía las manos en
espera de lejanos caudales para remendar las maltrechas rentas
del gobierno que ya se soñaba imperio. El incidente, recordado
por los cantores de la lengua, no se ha reflejado en su hondura
dramática. Nebrija, como muchos, padecía la inseguridad generada por un poder omnímodo. Por orden del inquisidor Deza,
«familiares» del Santo Oficio requisaron su casa y le incautaron
sus papeles bajo sospecha de herejía porque para la elaboración
de su Biblia Políglota se permitía acotar las Sagradas Escrituras. Meses después le devolvieron su papelería y salió a publicar
que estaba limpio de mancha, ansiedad que le acentuaba su origen converso. Pronto la soberana gozó de nombradía europea y
se le conoció por su protección a las ciencias. La Corte atrajo a
eruditos como el milanés Pedro Mártir. El éxito cultural de los
castellanos se agrandó hasta que fue aceptada su lengua como
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Espiral de interrogantes
cortesana y erudita. Con la fundación de la Universidad de
Alcalá, la publicación de la Biblia políglota, el trasiego de quienes iban al reino a estudiar o se devolvían luego de cumplir
estudios, los Reyes Católicos quedarían como bastión de un
nuevo humanismo, a la española, siempre visto con ojeriza por
los reinos circundantes, y más por la grandeur francesa.
A pesar de las rigideces de las estructuras establecidas, las
condiciones sociales inducían a lo laico de la cultura y su lenta repercusión en oficios y ciudades. El gremio artesanal era
un hervidero de protestas contra el orden señorial, pareado a
las jerarquías eclesiásticas que lo secundaban. La poderosa
tradición de la Edad Media —tanto sus temores como sus
irreverencias— se mantenía recordada y exaltada, vivificada
como reacción a la política antinacional de la monarquía absoluta e imperial. El terreno devino propicio a escaramuzas
que ganaban eco en expresiones literarias u orales. La conquista de América, su colonización y el arribo de riquezas
imprevistas, trascendió a las costumbres y a la complejización
creciente de la vida, pese a la dilatación estruendosa de los
prejuicios y la escasa valoración que la cultura dominante daba
a las virtudes halladas en aquel mundo ignoto denominado
Las Indias a falta de otro parangón en las coordenadas
epocales. Los escritores comenzaron a reflejar aquella riqueza de contenidos y no se conformaron con metales preciosos,
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Reynaldo González
maderos y frutos exóticos, que tampoco escasearon en sus textos —magnificados por la lejanía, como la nieve en cierta poesía cubana—. Se dejaban impregnar por la convulsión anímica
que todo aquello provocó en el ya conmovido paisaje cultural
metropolitano. Cortesanos o simples sobrevivientes, hicieron
de la corte su modus vivendi, adecuaron sus ideas al panorama de rigideces y prioridades, desarrollaron sus inteligencias
y, sobre todo, cuidaron sus vidas, que de eso se trataba.
Los estudiosos acostumbran a dividir el período en tres aspectos significativos: erasmista y humanista el primero, nacional y prebarroco el segundo, barroco propiamente el tercero.
Está lejos de ser perfecta esa fórmula y lo fuera si con exactitud
hubiera cesado, después del titulado primer período, la influencia de Erasmo de Rotterdam, quien «en ningún reino de la cristiandad tuvo tantos adeptos ni tan gran valor como en España», quizás porque en ningún otro alcanzó tan alto significado
de urgencia espiritual. El humanismo fue una constante de las
letras frente a la pervivencia del medievalismo y su extendida
secuela en los dos últimos períodos. Lo nacional animó tanto
los autos sacramentales del siglo XV como las novelas ejemplares cervantinas y toda la variada gama de la picaresca. Lo barroco puede asumirse como consolidación humanística, y no
tanto por el preciosismo excesivo, la acumulación o el abigarramiento, según una comprensión superficial y demasiado
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Espiral de interrogantes
reciente. Fue decantación que fijó y paladeó grandezas
idiomáticas. Pero esa manera de estudio seduce, aunque tropiece con las dificultades indicadas. Quizás lo más interesante
de la subdivisión está en razones contextuales y no literarias.
La primera división, erasmista y humanista, se inició en el
reinado de Carlos V, monarca que condujo desde el trono, un
monasterio y su cabalgadura, según la ocasión, para ejemplarizar la voluntad mezclada al misticismo. Demostró su disposición a mortificar la carne propia y la ajena, y a sofocar cualquier indisposición del ánimo. El gesto con que lo captó Tiziano,
concentrado, adusto, colérico, entrega la imagen que pudieron
tener de él sus atribulados súbditos. Coincidió con la entrada a
España de formas y significados europeos que sin accidentar
de manera radical la resistente tradición medieval peninsular,
crearon una receptividad hacia lo renacentista italiano. La fusión aportó frescura y delicadeza formales y procuró una mirada hacia el hombre mismo, un poco más jubiloso de respirar
en el mundo y menos en el sufrido trance de padecerlo. Para la
literatura, la influencia italiana resultó definitiva: consolidó
conceptos poéticos que pugnaban por entrar desde el xv e incubó una nueva concepción estética. El paso inicial lo dio
Boscán al introducir las ligerezas rítmicas de Il Cortigiano cuyo
autor, Baltasar di Castiglione, alcanzó una influencia notable
en las jóvenes sensibilidades de la Península. Tomaba carta de
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Reynaldo González
residencia el cortesano renacentista a la europea, aunque el
más avanzado de sus prototipos se hubiera sorprendido de las
posibilidades que le deparaban los creadores castizos.
El aporte más trascendental sucedió en la esfera del espíritu:
la libertad en el pensar y en el saber que trasmitía Erasmo. Su eco
trastornó incluso las opiniones de la Inquisición: si lo amparó al
principio, mudó de actitud y luego pretendió sofocar la estima
que ya le había granjeado. Demasiado tarde. Al trascender el estrecho margen de las escuelas con su Elogio de la locura, Erasmo
obtuvo un éxito tan delirante para la época que conmocionó la
larvada ansiedad española. Recibían la obra en traducción inmediata a la italiana (1539), apenas veintiocho años después de su
impresión original. El resultado: un vértigo de actualización, para
como iban las cosas. Los escritores fueron los primeros en captar
el sentido de impugnación de Erasmo y se apoyaron en él para
afrontar el valladar del poder, aunque con los miramientos
sibilinos a que obligaban las circunstancias imperantes. En términos literarios la influencia erasmista se expresó en personajes
como el Lazarillo y su alegría satírica. El propio Cervantes, después, resultaría su deudor en la mezcla de tolerancia, reflexión y
espíritu crítico, más el fino humorismo de sus diálogos.
Data de entonces, y de la apertura erasmista, la valoración
de lo popular, bucólico, pastoril, lo sentimental y riesgoso,
traducidos a expresiones nacionales y fundidos en una de las
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columnas centrales de la literatura española: la picaresca. Es una
línea que podemos seguir desde aquellas augurales obras castellanas hasta nuestros días. No solo en las sonadas evidencias del
Buscón y el Lazarillo, las fanfarronadas de los personajes
cervantinos y los criados respondones de Lope, el degustar refranero que inyectó vida a novelas y piezas teatrales clásicas, sino
en el desenfado cuestionador que atravesó los mares y enraizó
en tierras americanas. Se trata de una visión desde el envés, socarrona y lépera, cada vez más humana y reconfortante,
contradictora de los miriñaques y los trenzados bucles cortesanos. Razones comunes mantendrían vivo ese fuego allá y aquí
porque lo picaresco es, ante todo, enfrentamiento a un mundo
que el poder insiste en emponzoñar con estratificaciones, la desconfianza como valor, el disimulo y el engaño como habilidades
defensivas. Esa idealización de las argucias por la supervivencia, lo sabichoso y vernáculo (Carpentier dixit), alcanzaría a los
compadritos americanos, los rotos, los cholos, la indiada sobreviviente a páginas escritas desde la infamia.
La segunda división, nacional y prebarroca, asistió a la convivencia de Cervantes, Lope, Góngora y Quevedo, eclosión sin
precedentes, lo que sintetizaron como «renacimiento español».
Fue cuando lo importado europeo y el espíritu nacional confluyeron en prosa y verso. La poesía se había mostrado con
augusta serenidad en el pulcro Fray Luis que exaltó al «que huye
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del mundanal ruido», pero padeció bajo el espíritu monacal que
infectó de medioevo la vida intelectual y le impuso una existencia accidentada. La pulida retórica de Juan de Mena había preparado el surgimiento de un lujo verbal ya irreversible, sonoridad que devino significante, como para oídos sobrenaturales,
en Luis de Góngora, prodigio mal leído en su época y mal comprendido luego. Su culteranismo obsequió al idioma hallazgos
que ni sus enconados enemigos desecharon, pues más de uno
resultó gongorino, incluidos buenos trozos de Lope y Quevedo.
El idioma asistió a un distendido forcejeo, duelo verbal, encuentros y desencuentros en vidas enfrentadas en la lucha por la
supervivencia a través del mecenazgo. Frente al rigor y la exigencia monárquicos, la literatura ya no renunciaba a la amplitud conquistada. Los escritores, agobiados por el peso del poder sobrecontra ellos, muchas veces se desquiciaron y agredieron entre sí,
en regateos por regalías de una corte mendaz e ingrata. La libertad que pretendían menguarles no era solo la de expresiones más
o menos desenfadadas, cuestionadoras, sino la elemental y física.
Lo dijo el caballero cervantino: «La libertad, Sancho, es uno de
los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con
ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el
mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y
debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres».
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Lo escribía quien dio con sus huesos en variadas cárceles,
una de ellas bajo un monarca argelino, que le hizo conocer una
esclavitud real, no literaturizada. Su maltrecha existencia le
ganaba meditaciones que a nuestra distancia pueden parecer
irreales o abultadas por el verbo. Frente a las aspiraciones de
los hombres de letras se imponía la contracción desde el poder, que arremetía con severidades. En tales forcejeos se cosecharon, para bien del lector, páginas donde la sorna y el resquemor quedaron expresados con una gracia y un buen decir
trascendentes. Todavía el juvenil aunque ya feo y un tanto contrahecho Francisco de Quevedo y Villegas no alcanzaba la madurez conceptista que habría de convertirlo en permanente
contemporáneo. Luis de Góngora y Argote estaba a medias en
su permanente acarreo de pedrerías. Pero el pensamiento había perdido el ámbito de la primera época renacentista y el
erasmismo, como todo criticismo frente a regímenes cerrados,
era rechazado por el valladar inmovilista: la reacción católica
que sucedió al Concilio de Trento y a la Contrarreforma.
Era la época de la militancia cerrada en las compañías de
Jesús. La Inquisición, un viejo mal, se arremolinaba agresiva.
Hasta un vendedor de caballos «topaba con la Iglesia», en el
decir quijotesco, algo peor que la obscena muerte de la peste.
Para asombro de muchos, en aquella llamada noche negra que
revitalizaba lo peor del feudalismo, la literatura española daba
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obras definitivas. Las Novelas ejemplares, El Quijote y los Trabajos de Persiles y Segismundo, de Cervantes, dejaron construido para siempre el edificio de la novela, término cuya largueza llega hasta nosotros. Lope entregó lo mejor y más fundador de su teatro. Esas dos columnas bastarían para levantar
un templo. La cúpula se la pondría el joven Quevedo, más con
buril que con pluma y con una delicadeza firme y un sentido
sabichoso que todavía deslumbran. Estableció en verso y prosa lo que denominarían la forma barroca española, que implicaba un sentido rítmico, un tino verbal y un esplendor conceptual tan amplios como castigados por el rigor y la exigencia.
Ya la tercera división desconocería límites y fechas, si observamos influencias, seguidores y el consiguiente manierismo,
hasta bien entrado el XVIII, aunque, en cuanto a nombres significativos, los libros de estudios más convencionales lo den por
concluido en el XVII. Es que algo extraordinario pasa con la literatura del período de oro, que se sumerge pero resuella como
por sorpresa, sale a flote y es retomada. Ocurre al Garcilaso
augural, llevado de la mano de su fiel Boscán, quien introdujera tal perfección que disfrutó reconocimiento inmediato y fue
considerado clásico ya antes de su herida absurda en Fréjus y
su agonía demasiado rápida en Niza. Treinta y cinco años parecieron breve lapsus para tanta gloria póstuma. Lo veríamos
imitado con vehemencia por Herrera, evocado por San Juan
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de la Cruz, elogiado por Lope y exaltado por Cervantes. Pero
más: resucitado en el XX por Alberti, Salinas, Altolaguirre y
Miguel Hernández. No se trata de que cíclicamente se le devuelva estatura de gran figura de las letras, a semejanza de obligados pases de lista escolásticos, es que nunca deja de serlo y
siempre «dice» como desde adentro y sorprende con el «estreno» de sus églogas virgilianas.
El tercer período tuvo a su favor la herencia de los dos anteriores. Algo que le venía como esos poderosos sonidos de la
naturaleza, que lo son en estruendo y conmoción interiores,
demasiado sonoros para dejar de oírlos, demasiado conmovedores para dejar de sentirlos. La contracción del medievalismo
cerraba el cerco a las letras, en encimamiento como de fatum
encaminado a la tragedia, pero ellas se enriquecían en conflicto, seducción y lujo. Faltaba aire para respirar, pero las obras
se decantaban y encabritaban. El idioma, a través de sus artífices, parecía exigirse más y ganar hondura. España, aislada de
los grandes movimientos científicos y filosóficos, cabalgada más
que conducida por tropas más que curias —las compañías eclesiásticas en sus variantes múltiples—, con el denominador de
la Inquisición llevado a extremos de pesadilla, parecía el lugar
menos propicio al florecimiento de las letras. (Con toda intención soslayo la grandeza de la pintura en el período, para no sumar asombro al asombro y porque las condiciones de directo
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Reynaldo González
mecenazgo en que nacía le impusieron sus variantes.) El genio
creador se revolvía, en paradoja persistente que afirmaba la
grandeza del hombre, crecido ante la adversidad y expresado
en el arte cuando otros caminos se le cerraban. Había pasado
un largo trecho desde que el primer Boscán escribiera: tristeza, pues que soy tuyo, / tú no dexes de ser mía.
Pero ya ese sentimiento se reconocía como español: apego a
la vida y padecimiento que, en el enfermo, confirma la existencia. Aprendían a burlar la «noche negra del alma»: ansiaban la
vida que se escondía en la socorrida valoración de la muerte.
Aprendía a disfrazarse la «pena española» que después un granadino buen lector de sus ancestros definió como «misterio y
duende». La contradicción, que implicaba riesgo de voluntades, inducía a comprender la obstinación creadora y la exaltación barroca en el sombrío panorama de la época. Cervantes
venía dando lecciones con una obra siempre esperanzada, que
trascendía sonriendo y como hurtándose a los vericuetos de su
propia vida. El sereno Fray Luis, preso desde marzo de 1572 a
diciembre de 1576 por tan leve culpa que habrían de declararlo
sin culpa, absolución que culpaba a la fiscalía, se impondría a
toda inmediatez. Pero no solo ellos. Casi todos los escritores
del período pudieran recibir como propios lo que de Fray Luis
se dijo: «Rodeado de enemigos, amenazado con la pérdida de sus
amistades y de su honra, a la vez que el tormento y la hoguera
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Espiral de interrogantes
se cernían en lontananza». El Santo Oficio adquirió preeminencia que lindaba con el mito defendido. Obras y autores podían
decir, con el Lazarillo, que «en cuanto se oyen estos nombres:
Inquisición e Inquisidor, todos y cada cual se ponen a temblar
más que las hojas del árbol mecidas por un dulce céfiro».
Pero los vientos inquisitoriales eran tempestades y no brisas
cariciosas, en afanes que iban de lo grotesco a lo criminal. La España negra —símil controvertido, ya sabemos— se cebaba en la
literatura y en el arte. Pocos escritores significativos tenían vidas
cómodas o placenteras. Cervantes fue a la cárcel con toda su familia porque frente a su casa sucedió un crimen pasional. Los
entreveros cortesanos y un memorial colocado bajo una servilleta
del monarca, accidentaron la trayectoria diplomática de Quevedo,
quien conoció la soledad y la enfermedad. No la pasó bien ni Sor
Juana Inés de la Cruz en su México ultramarino, al descubrir que
los hombres necios lo son en más de un sentido cuando la atmósfera social engendra necedades. Más que en regocijar sus vidas,
gastaron argucias en cuidarse de enemigos evidentes o potenciales, en preservarse y velar por que sus propias letras no les traicionaran el ánimo dolido. Quizás por eso casi todos aprendieron a
mostrar menos las contradicciones que la vitalidad de la existencia, y en pocos asomó un aire autoconmísero.
Cervantes decía de sí mismo que estaba «más versado en
desdichas que en versos» —en sabia tercera persona y con
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Reynaldo González
acento distanciado—, cuando afirmaba que la pérdida del brazo izquierdo le había venido «para gloria del derecho» y no
aludía a que la victoria naval que lo dejara manco contribuyó a
engrandecer el poder que luego lo oprimiera. Se quejaban poco
a un tiempo que batallaban mucho y aspiraban a dominar un
ámbito amable en sus creaciones, forcejeo que no negó sino
subrayó el alcance de sus ideas. Lo dejó dicho José Martí, amoroso degustador del período de oro y sus regalías: «Se ha de
llegar, por el conocimiento y serenidad supremos, a la risa de
Cervantes y a la sonrisa de Quevedo». Aplicaron ingenio a la
crítica social y humana. Si adulaban hoy, apretaban las clavijas
mañana. Les servían el humor y la sátira para calificar con rudeza a las autoridades eclesiásticas y civiles, a los poderosos y
a la excesiva burocracia cortesana que padecieron. Enseñaron
al mundo cómo cantar a la vida jubilosa donde se alardeaba
demasiado de inquietudes metafísicas.
En una España incapaz de sostener y bien administrar sus
posesiones ultramarinas, aquel enorgullecido «imperio donde
no se pone el sol», con una economía mal regida, el absurdo
tomó cuerpo de cotidianidad. Rodeada de un mundo en desarrollo impetuoso, deudora de su pasada gloria, que había aprendido de ella cuanto luego desdeñara, donde la corte restaba
posibilidades a las mayorías famélicas, los escritores establecían el fiel de la balanza al colocar al humilde como personaje
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Espiral de interrogantes
destacado dentro de dramas cortesanos baladíes o que hablaban de la jerarquización social y del honor como blasones rígidos, o lo llevaban a primer plano. La fantasmagoría sentenciosa de Los sueños quevedianos, los enredos atrevidísimos
de Tirso, el loco testarudo de Cervantes, la vitalidad creadora
de Lope, el fino cuestionamiento del sinsentido de la vida, o
la búsqueda de un sentido para la vida y del uso del poder
como ilusión y trampa en Calderón, se enfrentaron a la hipócrita austeridad, si bien con amabilidades y fingimientos, en
un paladeo sensualista o conceptual que la época no asentía.
Pese a la mordaza distendida, los escritores rescataron la dignidad española y dejaron dicho cuanto las estructuras de poder hubieran querido silenciar.
Impugnador o exaltado, el cuerpo literario del período de
oro significó la consolidación de una lengua y la llegada a una
sabiduría que se expandía generosa. No podían moldear sus
destinos, pero se reconocían en un ambiente donde fueron
amos y señores. Sus aventuras formales todavía deslumbran.
En sus obras hallamos un psicologismo que solo el siglo XX
sabría disfrutar, un filosofar a través de la novela, el poema y
el teatro sin que dañara la arquitectura intrínseca de las obras.
Burlaron distancias epocales e hicieron confluir conceptismo
y culteranismo, que antes divergieran. Si el uno esmeró la rareza y precisión del vocabulario y aguzó el sentido interno de
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Reynaldo González
las ideas, el otro, al intensificar los adornos formales lanzó la
metáfora en vuelo que escapó de su tiempo. Si parecieron ensimismados en los movimientos del barroco, sus creaciones tuvieron afán de porvenir y encontraron una receptividad propicia en nuestros días. Ya lo advirtió Quevedo, premonitorio, en
el pórtico de Los sueños: «No sé en qué manos ni en qué lenguas ha de dar este libro». Y todos los escritores del período
enseñan que el más afilado pensamiento solo alcanza realización con un instrumento capaz de peripecias y flexibilidades.
En un tiempo donde grandeza y servidumbre corrían parejas,
acosados por desconciertos e injusticias, buscaron la raíz de la
lengua, para salvarse con ella.
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Valle-Inclán, la Generación del 98 y el
impresionismo *
Las razones de los jóvenes intelectuales españoles de finales del siglo XIX para acudir a formas que rompieran con la tradición resultaban similares a las de los inconformes poetas latinoamericanos contemporáneos que se aventuraron en las
arremolinadas formas sonoras del modernismo. En el caso de
los españoles se les sumaron las gravitaciones de su propio e
incómodo entorno. Las dos tendencias históricas predominantes, europeizar España o mantener las tradiciones, habían llegado al último tercio del siglo en una situación límite. La crisis
de valores marcaba una mediocridad explícita en la fórmula
«toros, género chico, alegría dominguera y periodismo fácil»,
sintetizada por Galdós y Ortega como «los años bobos». Fue la
«abulia» que abrumó a Ganivet, el «marasmo» que angustió
* Leído en el Gran Teatro de La Habana, 6 de mayo de 1997.
Reynaldo González
a Unamuno, la «depresión enorme de la vida» que acosó a
Azorín, lo que Machado vio como una España «vieja y tahúr,
zaragatera y triste», «tristeza de gigante vencido», en la observación de Menéndez Pelayo. Al menos tenían lo que Laín
Entralgo llamó «una laxa libertad para la expresión literaria
y política, a fin de que la gente española se desahogue por el
pico»,1 e hicieron denodado uso de ella.
El grupo de escritores que surgió en las dos últimas décadas del siglo vivieron el período conocido como la Regencia
—de la muerte de Alfonso XII (1885) a la mayoría de edad de
su sucesor (1902)—, marcada por el pugilato entre el partido
liberal de Sagasta y el conservador de Cánovas. Las voluntades quedaban regidas por caciques que se imponían sobre parlamentos, partidos y una sociedad rural sometida. La endeblez política resultó emblemática cuando se llegó a creer que
el caciquismo era una necesidad para salvaguardar España,
como si alguna vez los caciques y dictadores, monopolizadores y usufructuarios de desgastes generacionales, alcanzaran a superar su propia mendacidad. El jurisconsulto Joaquín Costa lanzó una frase irónica y definitoria: «La forma
de gobierno de España es una monarquía absoluta cuyo rey
es Su Majestad el Cacique.» Baroja, en su Camino de perfección, fue tan drástico como en sus arranques
anticlericales, al afirmar que el arte había quedado «en los
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Espiral de interrogantes
brazos de una religión áspera, formalista, seca; entre las uñas de
un mundo de pequeños caciques, de leguleyos, de prestamistas, de
curas, de gente de vicios sórdidos y de hipocresías miserables».
Salvo matices, la suya fue opinión generalizada en los hombres de su generación. El ambiente no ganaba prestigio ante
los ojos impugnadores de la joven intelectualidad. Lo definiría
uno de los miembros de la Generación del 98, Ramiro Maeztu,
en su artículo «Un suicidio», al referirse a España como país
«de obispos gordos, generales tontos, políticos usureros,
enredadores y analfabetos». Unamuno halló una fórmula para
expresar aquella bancarrota, reflejo de la crisis exterior que
desarrolló un pesimismo interno, desolador y estatista en los
españoles de los años en que su generación salió a la vida literaria: «No hay corrientes vivas internas en nuestra vida intelectual y moral; esto es un pantano de agua estancada, no corriente de manantial.» Lo dijo en un ensayo de título lapidario:
«Sobre el marasmo intelectual de España.»
El alimento espiritual de aquellos jóvenes poetas y narradores tenía que superar las lindes de España. Los pensadores europeos eran leídos por ellos con una avidez que buscaba respuestas o reflejos indicadores de su propio entorno. Poetas todavía tocados por el elán trágico o bohemio del distendido romanticismo, inconformes con una sociedad que se les presentaba inactual, insustancial y vana, conocían la decadencia de
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Reynaldo González
una Europa entrampada en las circunstancias que tendrían
corolario en la Primera Guerra Mundial: ideas de extremas derecha e izquierda llevadas a límites, un mundo dividido y definido
como irreconciliable, grandes interrogantes existenciales,
irracionalismo pansexualista, confluencia de filósofos y agitadores. Se sentían vapuleados por acontecimientos que semejaban
un carnaval grotesco. De cierta manera, aunque por caminos diferentes, todos soñaban una sociedad y un hombre mejores.
Sobrevino el ascenso del anarquismo, a tal punto alimentado por el hambre y las revueltas que se confundirían causa
y efecto, y, como cola, la represión (1894-1896). En 1897 el
gobierno quedó en manos de Sagasta, a quien correspondió
lidiar el peor lance: la guerra que España sostenía en Cuba
devino tripartita con la entrada de Estados Unidos y, en abrupto desenlace, la pérdida de las colonias. Fue el entorno en que
surgió lo que se ha dado en llamar Generación de 1898,2 el
año del «más se perdió en la guerra de Cuba», expresión que
todavía, casi a diario y por cualquier sucedido, se repite en
los hogares españoles. Andrés González-Blanco la definió
como «la generación del desastre». Y fue Azorín el primero
en usar la definición «Generación del 98», en 1913. Se entiende que tomó la fecha como símbolo. Se refería a una generación que tuvo su expresión más decantada a partir de esa
fecha. Valbuena Prat lo explica:
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Espiral de interrogantes
La fecha de 1898 es todo un símbolo de historia y
de cultura. La pérdida de las últimas colonias españolas, el desastre de la guerra con Estados Unidos,
sumieron al espíritu nacional en la desesperación,
en la desilusión. Como en otros momentos comparables de desaliento nacional, con ser muy dolorosa
la realidad, aún se hizo mayor en las mentes y los
labios desesperanzados. El español hizo una vez más
trofeo de su propia miseria, y su crítica de los valores raciales fue negativa y doliente.3
Para la Generación del 98 se presentaba insoslayable lo
que ya tenía nombre: «el problema España». La manera en
que cada uno se lo planteó o resolvió, lo dirían sus obras. Lo
primero era conocer, vivir España. La mayoría de ellos resultaron buenos viajeros de su país. Allí conocieron las honduras de una situación rural de contradicciones agudas, grandes injusticias y grandes riquezas amasadas por el trabajo de
una peonada que no superaba el estadio del siervo de la gleba. A un tiempo descubrieron algo más: la emoción que les
significaba cada rincón de España, una exaltación íntima,
un autorreconocimiento en los accidentes naturales de su
entorno, a tal punto que Valbuena Prat afirmó: «El descubrimiento del paisaje es la gran adquisición estética del 98.»
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Reynaldo González
Y, en el paisaje, una explícita ansia de valorar el pasado como
pureza frente a las contaminaciones de un presente ingrato.
Valle-Inclán lo llamaría «alabanzas de una vida aldeana, remota y feliz». Junto a las motivaciones de orden social, según Azorín, entre ellos hubo «un ansia compartida por renovar y ensanchar el idioma, a fin de estudiar la realidad, la
verdadera vida española, el paisaje de España». Y tenemos
la otra gran conquista de la Generación del 98: la renovación del lenguaje literario, la suma de individualidades creadoras que conmovieron la lengua con un aire de novedad
por momentos grácil, a veces huracanado, siempre creador,
impugnador y ambicioso.
Si leemos al Baroja de Caminos de perfección, con él llegamos a pueblos olvidados, pobres, de gentes tan solitarias y
resecas como los mismos pueblos. En aquellos sitios áridos,
bañados por el polvo del camino, los esperaba una nobleza
por descubrir y cantar. Allí encontraron una razón palpable
para dolerse de la situación española. Amaron las esquinas
de un paisaje desgarrado por la miseria y su secuela, la penuria moral. Se hizo recurrente decir que «les dolía España».
Azorín, el sobreviviente que tuvo ocasión de negar y de explicar muchas veces la Generación del 98, según los impulsos
de su carácter, al referirse a los comienzos, dijo:
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Espiral de interrogantes
Unid el grito de pasión de Echegaray al sentimiento subversivo de Campoamor y a la visión de la
realidad de Galdós, y tendréis los factores de un estado de conciencia que había de encarnar en la generación de 1898. Ya antes de esa fecha, esas derivaciones de la literatura habían de comenzar a manifestarse en la crítica social. (…) Se aspiraba a la
unión íntima y profunda con una España eterna y
espontánea. Surgieron Toledo, las viejas ciudades
castellanas, los pueblecitos ignorados. Se leía con
delectación a los poetas primitivos: a Berceo, a Juan
Ruiz, a Jorge Manrique. Cabría hablar de
neorromanticismo. Un neorromanticismo inspirado en el infortunio de España tras los mares. Pero si
los románticos españoles de 1835 representaron la
sensibilidad en vilo, los de 1898 la representaron
apoyada en la realidad.4
Los hombres de la Generación del 98, «cuya conciencia personal y española despierta y madura entre 1890 y 1905» —según fijó Laín Entralgo—, no fueron guerreros, aunque alguno,
luego, se viera envuelto en la guerra, ni todos apreciaron la
política como para dejarse arrastrar por sus meandros contaminantes. Por arma tuvieron sus obras y sus sensibilidades
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Reynaldo González
propensas a la demanda de un paisaje dolido como pocos. A
ratos discursivos, a ratos solitarios, la mayoría se dio a lo que
Laín Entralgo ha llamado «interiorismo contemplativo». En
su conferencia Tres generaciones, Baroja definió a quienes
compusieron la suya: «tristes, intelectuales y sin brío», más
dados a la lectura y a la utopía que a la acción. Se opusieron a la
retórica insincera y vacua de la herencia libresca, y, afirma
Baroja, su generación «pretendió conocer lo que era España
(…), saltó por encima de la generación anterior y se buscó el
formarse una idea de lo que era España dentro de sí misma».
Descreídos, concedían mayor importancia a la impronta
directa del paisaje y la gente que a las doctas aseveraciones.
Lo declaró Unamuno, caminante largo, que tuvo un conocimiento táctil de las sierras de Castilla, León y Vasconia, las
Islas Canarias y las tierras de Extremadura: «No ha sido en
literatos donde he aprendido a querer a mi patria: ha sido
recorriéndola, ha sido visitando devotamente sus rincones.»
Era su vía de apropiación de lo que llamaba «nuestra primitiva e íntima esencia». Habló de un paisaje interiorizado, hecho carne del pensamiento, y estudió su proyección artística.
Halló dos maneras de traducir artísticamente el paisaje en la
literatura: «describirlo objetivamente, a la manera de Pereda
o Zola, con sus pelos y señales todas, [o] la manera más
virgiliana: dar cuenta de la emoción que ante él sentimos».
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Espiral de interrogantes
Optó por la segunda al comprender que «el paisaje sólo en el
hombre, por el hombre y para el hombre existe en el arte». Ese
paisaje trascendido en el arte, sin aspirar a una literalidad incierta, caracterizaría a todos los miembros de la Generación
del 98. Con sus peculiaridades, cada uno lo asumió y le halló
los tintes adecuados para describirlo y, por él, transmitir los
mensajes que le dictaban la sensibilidad y la conciencia. Al respecto fue rotundo Azorín: «El paisaje somos nosotros; el paisaje es nuestro espíritu, sus melancolías, sus placideces, sus
anhelos.» Y el paisaje entró en la poesía, hizo casa propia en la
de Antonio Machado:
¡Oh, tierras de Alvargonzález,
en el corazón de España,
tierras pobres, tierras tristes,
tan tristes que tienen alma!
Laín Entralgo observa que «para la Generación del 98 el campo y
sus habitantes representan una España real, sólida: su belleza es verdadera, las pasiones de sus hombres son gritos fidedignos del alma
española. Los hombres que habitan las sierras y los páramos donde
crecen la encina, la retama y el chopo, serán con frecuencia crueles y
toscos, mas nunca dejan de ser hombres enterizos y consistentes».5
La Soria donde Machado conoció a su Leonor de trece años,
quince cuando la desposó, igual de joven cuando la perdió, era
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Reynaldo González
un entorno municipal, de plazoleta austera y café silencioso. Y fue
perenne su evocación de la amada entre tintes impresionistas, recursos poéticos machadianos que recordaban a los pintores de fuentes, jardines, árboles, una casucha que robaba la estropajosa luz del
camino, diálogos con la naturaleza, incluso los colores que el poeta
colocaba o difuminaba con palabras que parecían pinceladas:
Soñé que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras,
hacia los montes azules,
una mañana serena.
En el deslumbramiento de Antonio Machado por la grave y
sombría encina de los llanos y de los alcores castellanos —a la
que cantaba con tu vigor sin tormento / y tu humildad que es
firmeza—, se le interpuso el sentimiento de la historia:
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
recuerda cuando tuvo la fiebre de la espada? (…)
¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra
de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.
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Espiral de interrogantes
Pero cuando el tema no lo llevaba al enjuiciamiento histórico, motivo de desacuerdos con los cánticos triunfalistas de las
tribunas, el paisaje adquiría la gradación de la nostalgia de un
bienestar perdido, enturbiado en el tránsito ingrato de los días.
Esa nostalgia por el terruño acosó a todos los noventayochistas,
idilio de un campo nimbado por la felicidad, en el pasado o en
las ilusiones de un recuerdo ajeno, frente a una realidad de piedra y soledad, largas hambrunas y descampado injusto en el
presente. Azorín afirmó que «la poesía de aquellos años era
una poesía triste», e hizo una afirmación que deseo subrayar:
había una «tristeza de las cosas»: «Las cosas lloran. El mundo
llora. Lo que caracteriza a la lírica de ese período es ese dejo
pronunciado de la melancolía.» Igual razonamiento expresaría quien será centro de este abordamiento, Ramón del ValleInclán (nacido Ramón del Valle y Peña, en Villanueva de Arosa,
Galicia, en octubre 1886, y muerto en Santiago de Compostela,
en enero de 1936).
En una conferencia de 1910, aunque no como «sentidor»
sino como creador, afirmó: «Las cosas adquieren una belleza
de alejamiento. Por eso hay que pintar a las figuras añadiéndoles aquello que no hayan sido. Así, un mendigo debe parecerse
a Job y un guerrero a Aquiles.» A un tiempo que una convicción intelectual, explicaba un procedimiento artístico. Desde
el verbo «pintar» por escribir y el obligado «alejamiento» para
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atribuirle a lo pintado otra significación, no lo que es, sino «añadiéndole aquello que no ha sido». Y, al final, el objetivo: dotarlo de una gravitación mayor. Buscaba una resonancia que la
simple mención o descripción no le otorgaba. Luego veremos
cómo esta proposición, llevada a la práctica, aparecería como
elemento enriquecedor de su obra.
Cuando Baroja lamenta que «los españoles no podemos ser
frívolos ni joviales», Unamuno le responde: «Nuestra verdadera gloria es eso: no poder ser frívolos ni joviales». Ni en las
introspecciones meditabundas de Unamuno, ni en las
invectivas de Baroja, ni en la mirada voluntariamente
decadentista primero y deformada luego de Valle-Inclán, hubo
espacio para la frivolidad. Por una parte fue una reacción a la
solemnidad del realismo que asfixiaba la literatura de su momento, por otra una oposición a la España farandulera que todos coincidieron en criticar. Frente al sainete folklórico prefirieron la gravedad goyesca, sardónica y cruel aún en los caprichos y disparates. Estaban hartos de la fanfarria complaciente,
la estampa simpática o la grandilocuencia de una prosa demasiado prendada de sus sonoridades. Buscaban el envés de una
realidad que solo les motivaba inconformidad.
Hago un paréntesis para precisar que los hombres de la
Generación del 98 asumieron la pasión como elemento
conformador de la expresión artística. Aún en la distancia que
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Espiral de interrogantes
imponía la reflexión, fueron salvajemente subjetivos. En la subjetividad hallaron una reafirmación. Retomo al Unamuno dispuesto a dar cuenta de la emoción que siente ante el paisaje, al
Azorín que reconoce la existencia de una tristeza en las cosas y
no duda en afirmar que «el paisaje somos nosotros», al Machado que observa tierras «tan tristes que tienen alma» y que
de una encina canta su «humildad que es firmeza». Esa animación del entorno por obra de la subjetividad impuso expresiones literarias dominadas por el impresionismo, acordes con
la época y una sensibilidad colectiva. Por largos períodos sus
obras parecieron un incesante andar por paisajes de los que
recibían efluvios, vivencias, emanaciones. Esa voluntad de impresionarse e impresionar constituyó, al fin, una de las bases y
marcó el alcance de sus obras.
El otro reto, el gran reto para la Generación del 98, estaba
en el lenguaje: hallar una expresión que estableciera un corte
al sesgo en la autocomplacencia de un idioma que la reiteración volvía altisonante y discursivo. Correspondió a ValleInclán la impugnación mayor: «Nuestra habla, en lo que más
tiene de voz y de sentimiento nacional, encarna una concepción del mundo vieja, de tres siglos», dijo. Y levantó el índice
para acusar a la literatura española de la época, imitativa de
las conquistas del Siglo de Oro «como una lámpara en donde
ardía y alumbraba el alma de la raza». Veía que aquellas prosas
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y versos en friolera indetenible seguían nutriéndose «de viejas controversias y de jactanciosas soldadescas». Los pendones y brillos de batallas y conquistas acosaban el sentimiento, ahogaban la expresión, usurpaban el espacio que correspondería a la autenticidad. El hombre, el simple hombre, que
no estaba hecho de la alquimia de los héroes, quedaba a un
lado, y el tiempo real que les correspondía vivir esperaba un
reflejo en la obra de los escritores, sin los añadidos de una
impostada heráldica. Los hombres de la Generación del 98
echaban de menos la vitalidad de un idioma que respondiera
a los latidos de la actualidad o de la imaginación. El argumento de Valle-Inclán fue contundente:
Ya no es nuestro el camino de las Indias, ni son
los españoles los Papas, [pero] en el romance perdura la hipérbole barroca. Ha desaparecido aquella
fuerza hispana donde latían como tres corazones la
fortuna de la guerra, la fe católica y el ansia de aventuras, pero en la blanda cadena de los ecos sigue
volando el engaño de su latido, semejante a la luz de
la estrella que se apagó hace mil años. (…) Volvamos a vivir en nosotros y a crear en nosotros una
expresión ardiente, sincera y cordial. (…) Desde hace
muchos años, día a día, en aquello que me atañe, yo
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Espiral de interrogantes
trabajo cavando la cueva donde enterrar esta hueca y
pomposa prosa castiza, que ya no puede ser la nuestra
cuando escribamos, si sentimos el imperio de la hora.6
Invocaban un españolismo de nuevo tipo, perspectivo, dispuesto a abrirle caminos a España y no a cerrárselos en el regodeo de la
nostalgia por un imperio fenecido. No se trataba de olvidar, sino de
justipreciar las circunstancias de una inmediatez que pasaba inadvertida para ojos obnubilados por el pasado. Se sentían dispuestos
a encarar la realidad de su tiempo y llevarla a la letra para fijarla en
la conciencia de sus contemporáneos. Se oponían a las férreas fronteras que los volvía de espaldas a Europa, porque las ideas europeas de todas formas penetraban y les desarrollaban un sentimiento deficitario. No aceptaban la imitación servil, mimética, propuesta
por un progresismo autodenominado enciclopedista y liberal, pues
significaría la muerte espiritual de España. Según la síntesis lograda por Laín Entralgo, a partir de juicios de Unamuno, los miembros de la Generación del 98 deseaban «asimilar españolamente
el alimento ofrecido por el mundo moderno, recrear de manera
original, asumiéndolo en una intuición del mundo nueva y propia, todo lo que de españolamente aprovechable pudiera hallarse
en ese mundo moderno».7
Pero he dado un salto. Antes de tan decididas definiciones
hubo la entrada de un aire renovador, que incitó a los intelectos
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ávidos y que la malla recia de las convicciones de la época no rechazó en su conjunto, aunque se le resistió: el modernismo literario, llegado del mundo que se desgajaba del imperio, la América
hispanohablante. Sin ese tránsito, el Valle-Inclán de tales afirmaciones no hablaría como hablaba, ni escribiría como escribía. Ni
los demás integrantes de la Generación del 98, incluidos los menos conquistados por el modernismo, se hubieran propuesto la
aventura en el lenguaje y en las ideas que alcanzaron a protagonizar. Para hablar del integrante de la Generación del 98 que he
seleccionado en este ciclo de conferencias, se precisa retomar brevemente ese modernismo americano que llegó a España en un
momento en que existía una ansiedad propicia para recibirlo, aunque me asalta el temor de imponerles un recorrido que bien conocen ustedes. Las razones de los modernistas fueron la reacción a
la fatiga finisecular de Europa, cuando el romanticismo se diluía
en manierismo cursi y en chácharas de salón. Aunque muchas de
sus creaciones acusaron por largo tiempo el aura poética de aquellas escuelas fundamentales, los poetas latinoamericanos enfrentaban la esterilidad del realismo y los achaques retóricos del romanticismo, que habían cubierto una etapa trascendente en el
quehacer artístico y literario.
Según Octavio Paz:
nada personal podía decirse en un lenguaje que
había perdido el secreto de la metamorfosis y la
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Espiral de interrogantes
sorpresa. [Los modernistas americanos] se sentían
distintos a los españoles y se volvían casi
instintivamente hacia Francia. Adivinaban que allá
se gestaba no un mundo nuevo, sino un nuevo lenguaje. Lo harían suyo para ser más ellos mismos,
para decir mejor lo que querían decir.8
Rubén Darío definió su expresión como «pasar el verso y la
prosa castellanas por el buen verso y la buena prosa francesas», en agradecimiento al enorme impacto de simbolistas y
parnasianos, pero redujo un tanto la significación del modernismo, que también recibió influencias de Wilde y Whitman,
entre otros poetas de lengua inglesa. Los primeros modernistas
latinoamericanos —Martí en Nueva York, Gutiérrez Nájera en
México, Darío en Santiago de Chile, Casal en La Habana— eran
islotes que buscaban la luz y descubrían su identificación en el
ansia de abandonar formas caducas que aprisionaban la expresión. Y había otra razón profunda: la convulsión del pensamiento luego de los cambios sociales operados en las postrimerías del siglo XIX: industrialización, positivismo filosófico,
anarquismo ideológico y práctico, avances de la ciencia, auge
del capitalismo, afán cosmopolita. Darío fue explícito al proponer la urgencia de una renovación en las letras hispanoamericanas. Tenía el convencimiento de que la América hispana
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había vivido con tanta rapidez que precisaba dar nuevas formas a la manifestación del pensamiento: más vibrantes, pintorescas y, sobre todo, llenas de novedad. Ese afán cosmopolita y un quehacer menos prejuicioso, de cultura nueva y
aperturista, condujo sus miradas a Francia, a la frecuentación de simbolistas y parnasianos que enfrentaban el
naturalismo y la visión estricta de la realidad. Hicieron suyas
la intensidad poética de los simbolistas: símiles que imponían correspondencias entre colores, perfumes y sonidos para
mejor decir el estado anímico, intimidad que soslayaba la retórica, trascendentalismo que no acudía a tintes oratorios. De
los parnasianos tomaron el intento de renovar la poesía mediante formas métricas que expandían la palabra y le ofrecían un eco solemne, acudir al mundo antiguo para ganar una
brillantez y una significación calzada por la majestad del tiempo, la búsqueda de un exotismo amable a la curiosidad y proclive a mensajes que, retomados, resultaban novedosos.
En 1888 Rubén Darío publicó en Valparaíso su poemario
Azul, pasaporte de entrada al modernismo en lengua española. Según Octavio Paz, aunque Darío «es el menos actual de
los grandes modernistas, [no resulta] una influencia viva sino
un término de referencia: un punto de partida o llegada, un
límite que hay que traspasar. Ser o no ser como él: de ambas
maneras Darío está presente en el espíritu de los poetas
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Espiral de interrogantes
contemporáneos. Es el fundador.»9 Jorge Luis Borges lo llamó «el libertador» porque, afirmó, si Shakespeare, Marlowe
y Browning modificaron la lengua inglesa, igual hicieron
Garcilaso, Góngora y Darío con la española. Junto con el vocabulario renovó la métrica y la sensibilidad. Por la vía de la
expresión modernista americana llegaría a España un
afrancesamiento siempre criticado en el patio peninsular.
Fue el polígrafo Juan Valera quien detonó —y lo recogió en
sus Cartas americanas (1888-1900)— la bomba literaria que
significó Azul. Con aquel libro se inició la valoración española del modernismo, impacto que se haría sentir según el
ritmo de las comunicaciones de la época y la capacidad de
respuesta de aquellos escritores, pero que luego fue expansivo, como lo demuestra el ejemplo del poeta español Salvador Rueda (1857-1933), quien tenía una obra inquieta desde la adolescencia y mostró gran interés por los modernistas
americanos. Con efusión comentó Nieve (1892), de Casal, y
dedicó artículos encomiásticos a Darío, Gutiérrez Nájera y
Díaz Mirón. Fue tan apasionada su adhesión que por cierto
tiempo martirizó a sus contertulios atribuyéndose la creación de la poesía modernista que, decía, había nacido con su
poemario El ritmo (1894).10
El primer brote importante del contagio modernista en la
Generación del 98 se manifestaría en un gallego de inquietudes
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Reynaldo González
radicales, «de rostro español y quevedesco, de negra guedeja y
luenga barba», don Ramón María del Valle-Inclán.11 En 1892 fue a
México, donde conoció y leyó a los modernistas mexicanos Manuel
Gutiérrez Nájera y Salvador Díaz Mirón, a quien llamó «notabilísimo
poeta». A Rubén Darío lo conoció cuando el nicaragüense llegó a
España en 1899, comisionado por La Nación para comentar la situación del país a raíz del desastre nacional de 1898. Valle-Inclán
tendría su período modernista a la manera dariana, con las comedias en verso Cuento de abril y La marquesa Rosalinda, situadas
en la Italia del Renacimiento y en la Francia del XVIII, colmadas de
personajes que eran como figuras de porcelana en ambientes de
lujo y refinamiento. Si en su primer poemario, Aromas de leyenda,
trataba historias piadosas de santos ermitaños de la tradición céltica, con tono melancólico en las descripciones de los paisajes, en el
segundo, El pasajero, dedicado a cantarle a la rosa, acudiría a recursos de refinamiento y originalidad de la estética modernista. Reconocía los campos de Castilla, que hacía propios, pero exaltaba su
perdido paraíso galaico. La realidad insoslayable quedaba camuflada
por el sueño, o el recuerdo, glorificación de una naturaleza que le
resultaba entrañable, yuxtaposición espontánea, o buscada:
Ante la parda tierra castellana,
se abre el verde milagro de una tierra
cristalina (…)
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Espiral de interrogantes
El campo verde de una tinta tierna,
los montes, mitos de amatista opaca,
la esfera de cristal como una eterna
voz de estrellas (…)
El agua por las yerbas mueve olores
de frescos paraísos terrenales,
las fuentes quietas oyen a las flores
celestes, conversar con sus cristales
Y, en prosa poética, continúa la descripción de un sueño que
era introspección, evocación de la infancia:
En la cima nevada de los montes temblaba el rosado vapor del alba como gloria seráfica. La campiña se despertaba bajo el oro y la púrpura del amanecer, que la vestía con una capa pluvial: la capa
pluvial del gigantesco San Cristóbal desprendida de
sus hombros solemnes… Los aromas de las eras verdes esparcíanse en el aire como alabanzas de una
vida aldeana, remota y feliz. En el fondo de las praderas el agua, detenida en remansos, esmaltaba flores de plata: rosas y lises de la heráldica celestial
que sabe la leyenda de los Reyes Magos y los amores ideales de las santas princesas. En una lejanía
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Reynaldo González
de niebla azul se perfilaban los cipreses de San
Clodio Mártir rodeando al santuario, oscuros y pensativos en el descendimiento angélico de aquel amanecer, con las cimas mustias ungidas en el ámbar
dorado de la luz.12
La visión valleinclaniana de la tierra gallega fusionaba elementos del recuerdo que todos los noventayochistas conservaron de sus paisajes nativos como pureza incontaminada, y
que alcanzaron a transfigurar en sus singularidades artísticas. El propio Valle-Inclán especificó que esta emoción divina es de la infancia / cuando felices el camino andamos. En
cuanto a estilo y proposiciones estéticas, establecía un obvio
compromiso con el modernismo que, como veremos, le dejaría huellas. Igual a muchos de sus contemporáneos de la Generación del 98, Valle-Inclán casi siempre radicó en Madrid,
salvo temporadas en México e Italia, pero se sentía profundamente enraizado en la idiosincrasia de suelo natal. Su primer relato, Flor de santidad, transcurría en un medio aldeano y pastoril, animado por apariciones celestiales y
demoníacas, frecuentes en el folklore galaico. En el siguiente
libro de poemas, La pipa de Kif, sin embargo, ya le dio entrada al humor grotesco, con toques de violencia y caricatura,
que caracterizaría su obra posterior. Habremos de imaginar
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Espiral de interrogantes
cómo fue recepcionado en la España de entonces un poeta que
saltaba con irreverencias y provocaciones:
Por la divina primavera
me ha venido la ventolera
de hacer versos funambulescos
—un purista diría grotescos—.
Para las gentes respetables
son cabriolas espantables.
Yo anuncio la era argentina
de socialismo y cocaína,
de cocotas con convulsiones
y de vastas revoluciones.
Resplandecen de amor las normas
eternas, renacen las formas
A Valle-Inclán se le conoció por su libro de cuentos Femeninas (seis historias amorosas) y muchos saludarían con encomios, años después, la suma de su obra poética, Claves líricas.
Pero su primer éxito lo tuvo en prosa, con sus Sonatas (19021905), divididas según las estaciones: Sonata de primavera,
que ocurría en Italia; Sonata de estío, en México; Sonata de
otoño, en Galicia; y Sonata de invierno, en la corte carlista de
Estella. Algunas fueron ampliaciones de relatos breves anteriores. Todas narraron las aventuras del Marqués de Bradomín,
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Reynaldo González
protagonista único, otro yo fantástico del autor, reencarnación
de un «Don Juan feo, católico y sentimental», condimentadas
con amor, perversión, amoralidad y demonismo. Transcurrieron en un siglo XIX idealizado y embellecido por un esteticismo
que denominaron «decadentista»: gusto por lo brillante y lo
suntuoso, huellas del modernismo dariano. En cualquiera de
ellas puede cosecharse un ejemplo como el que sigue, tomado
de la Sonata de estío:
Reía el horizonte bajo un hermoso sol. Ráfagas
venidas de las selvas vírgenes, tibias y acariciadoras
como alientos de mujeres ardientes, jugaban en las
jarcias, y penetraba y enlanguidecía el alma el perfume que se alzaba del oleaje casi muerto. Dijérase
que el dilatado Golfo Mexicano sentía en sus verdosas profundidades la pereza de aquel amanecer cargado de pólenes misteriosos y fecundos, como si
fuese el serrallo del Universo.13
Existe un natural asombro en la crítica ante la evolución de
Valle-Inclán, sobre todo cuando se le desea atribuir un ascenso lineal y se parte de su extraordinaria etapa final, el
esperpentismo, con la obra teatral Luces de la Bohemia y la
novela Tirano Banderas como estandartes definitorios. No
siempre retoman las Sonatas y su breve novela poemática Flor
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Espiral de interrogantes
de santidad, de marcada filiación modernista, ni la serie de narraciones sobre la guerra carlista, que marcaron su evolución. En ellas los
símbolos del modernismo no resultaron vacíos: le sirvieron para protestar de la mezquina realidad que lo rodeaba en los finales del siglo
XIX. En él, como en los modernistas americanos, hubo un sincero
anhelo de superar las circunstancias exteriores creando un mundo
de belleza incontaminada. Sucede que los medios que le sirvieron en
1902, cuando publicó la Sonata de otoño, no le resultaron suficientes, luego, al propósito de escarnecer la sociedad española. En el tránsito fue abandonando la exquisitez aristocratizante de Darío y de otros
modelos de la época para forjar una expresión propia, sus espléndidos y sardónicos esperpentos. Requirió la inmersión en las fuentes
de la tradición galaica, lo que Allen W. Phillips califica de «modernismo esencial y depurado, siempre con idéntica voluntad de perfección», y continuó su propio, esforzado derrotero:
En el estilo y en las ideas, Valle-Inclán comienza
dentro de una tradición universalista o regional, para
desembocar en la subversión estilística de años después. Poco a poco va dejándose de los modos decadentes o finiseculares y de las leyendas poéticas de
Galicia para acercarse —y denunciar— a lo más
próximo, a la historia y a la realidad española.14
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Reynaldo González
Valle-Inclán resultó el escritor formalmente más complejo
de la Generación del 98: el que en su juventud fue decididamente modernista y en su madurez alcanzó una sorprendente
objetividad dramática acerca de la historia de España, sin abandonar su radical esteticismo. No siempre se hallan polaridades
tan extremas en un solo
artista: un esteticista a
la vez crítico y realista,
pero
radicalmente
opuesto al realismo y al
naturalismo que por
mucho tiempo pesarían
como una lápida sobre
la creación literaria española. El episodio
modernista de ValleInclán, valorado en su
extensión y en sus nada
desdeñables resultados,
no permite establecer, en el análisis, un improbable salto del
modernismo al esperpentismo. Se trató de una laboriosa conquista desde la búsqueda de formas que le permitieron soslayar y superar el denso realismo de la prosa narrativa
decimonónica con un impresionismo vivido en intensidad,
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Espiral de interrogantes
apoyado en la tradición galaica y un voluntarioso acarreo de
pedrerías, hacia un expresionismo también cimentado en terrenos ya ganados por el arte español. Definir su esteticismo
nos lleva a subrayar su voluntad de rompimiento sumada a su
voluntad de estilo. En cuanto a la parte de su obra en que centro mi lectura, las Sonatas, nada me autoriza a sobrevalorar
sus dotes, por ejemplo, frente a prosistas de la talla de Unamuno
y Azorín, o la capacidad narrativa de Baroja. Si algo enriqueció
y definió a la Generación del 98 fue su heterogeneidad aunada
en un propósito develador e impugnador. Quedémonos diciendo que poseía gran voluntad para hallarle caminos nuevos a su
expresión, y enfaticemos su pasión española, característica de
la generación en su conjunto. El cambio, que llamo tránsito,
no estableció juegos malabares, sino el agotamiento de una
forma y el arribo laborioso a otra, acorde con sus propósitos.
Los lectores españoles de la época conocieron las Sonatas de Valle-Inclán en un orden diferente al que las hemos leído nosotros. Primero la Sonata de otoño, que ocurría en Galicia, con un Marqués de
Bradomín envejecido, que acudía a acompañar a una vieja amante
condenada a morir. Contado en la primera persona de su alter ego, el
relato le permite colocar reflexiones e introspecciones que le han dado
la experiencia y una particular sensibilidad para aquilatar el mundo
y a sí mismo. Es la característica de los relatos de la serie. Recuérdese
el anuncio inicial: «Estas páginas son un fragmento de las Memorias
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Reynaldo González
Amables que ya muy viejo empezó a escribir en la emigración el
Marqués de Bradomín. Un Don Juan admirable. ¡El más admirable tal vez! Era feo, católico y sentimental.»
En un pasaje de la Sonata de Otoño, Valle-Inclán retrata
la condición de su héroe en decadencia, cuando con tientos
por la gravedad de la enferma, teme avanzar en la búsqueda
del placer carnal.
Ninguno de los dos quiso recordar el pasado y
permanecimos silenciosos. Ella resignada. Yo con
aquel gesto trágico y sombrío que ahora me hace
sonreír. Un hermoso gesto que ya tengo olvidado,
porque las mujeres no se enamoran de los viejos, y
sólo está bien en un Don Juan juvenil. ¡Ay, si todavía con los cabellos blancos, y las mejillas tristes, y
la barba senatorial augusta, puede quererme una
niña, una hija espiritual llena de gracia y de candor,
con ella me parece criminal otra actitud que la de
un viejo prelado, confesor de princesas y teólogo de
amor! (…) Y nos besamos, con el beso romántico de
aquellos tiempos. Confieso que mientras llevé sobre los hombros la melena merovingia como
Espronceda y como Zorrilla, nunca supe despedirme de otra manera. ¡Hoy los años me han impuesto
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Espiral de interrogantes
la tonsura como a un diácono y sólo me permiten
murmurar un melancólico adiós!
El relato, aunque sobrecargado de pasajes descriptivos y
aderezos decadentistas, se mantiene con integralidad y eficacia admirablemente ajustadas al estilo y a la índole misma del
asunto. Más se le disfruta si se lo relaciona con Flor de santidad, visión mítica de la Galicia natal. Aunque en la Sonata de
Estío llevaría más lejos la descripción del goce carnal de los
amantes, sin las pudibundeces de la época, en la de Otoño es
notable cómo subraya la ineluctable naturaleza del Don Juan,
pese a que su pareja tiene «la apariencia espiritual de una santa muy bella consumida por la penitencia y el ayuno». En la
ambientación, la descripción del jardín donde jugaron de niños y al que regresan, y en la recurrencia a utilizar elementos
del ambiente en función de los estados anímicos de los protagonistas, sigue las pautas del impresionismo. Y así como hace
alusión a un Versalles más vinculado al decadentismo dariano
del relato que a su argumento, no cesa de pagar tributos al
modernismo, mezclados a las reflexiones irónicas del personaje sobre sí mismo como pecador, sutil y constante burla del
entorno religioso de una «santa a la española: abadesa y visionaria, guerrera y fanática». Si detallamos esos aspectos, ofrecen una cosecha envidiable:
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Reynaldo González
Las flores empezaban a marchitarse en las
versallescas canastillas recamadas de mirto, y exhalaban ese aroma indeciso que tiene la melancolía de los
recuerdos. (…) Sobre aquel fondo de verdura grácil y
umbroso, envuelta en la luz como en diáfana veste de
oro, parecía una Madona soñada por un monje seráfico. (…) Era un cofre de plata, labrado con la suntuosidad decadente del siglo XVIII. (…) Rubias y con los ojos
dorados, parecían dos princesas infantiles pintadas por
el Tiziano en la vejez. [En alusión a la decadencia del
protagonista:] Aquella tarde el sol de Otoño penetraba
hasta el centro como la fatigada lanza de un héroe antiguo. (…) Sabía que todas las lágrimas son amargas y
que el aire de los suspiros, aun cuando perfumado y
gentil, sólo debe durar lo que una ráfaga. (…) ¡La pobre,
era tan buena que parecía estar siempre esperando una
ocasión propicia para poder asustarse! (…) el mayordomo tenía de las riendas un caballo viejo, prudente, reflexivo y grave como un Pontífice.
Asistimos a un doble discurso: el que sigue la acción con los atributos exaltadores del modernismo, y el que acompaña el razonamiento canalla del marqués en la consecución de su objetivo de
seductor, madeja en que se le enredan sus propios sentimientos.
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Espiral de interrogantes
Un pasaje clímax ocurre en la esperada muerte de la amada:
Los viejos cipreses que se erguían al pie de la ventana inclinaban lentamente sus cimas mustias, y la
luna pasaba entre ellos fugitiva y blanca como un
alma en pena. (…) Dudaba si volver atrás para poner en aquellos labios helados el beso postrero: Resistí la tentación. Fue como el escrúpulo de un místico. Temí que hubiese algo de sacrílego en aquella
melancolía que entonces me embargaba. La tibia
fragancia de su alcoba encendía en mí, como una
tortura, la voluptuosa memoria de los sentidos. Ansié gustar las dulzuras de un ensueño casto y no
pude. También a los místicos las cosas más santas
les sugestionaban, a veces, los más extraños
diabolismos. Todavía hoy el recuerdo de la muerta
es para mí una tristeza depravada y sutil: Me araña
el corazón como un gato tísico de ojos lucientes. El
corazón sangra y se retuerce dentro de mí el Diablo
que sabe convertir todos los dolores en placer.
Con evidente talento, la constante burla a la religiosidad está
subrayada en este episodio y en los restantes. Se comprende la
aceptación por una élite culta, igualmente librepensadora que
el autor, círculos ilustrados que podían apreciar el florilegio
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Reynaldo González
verbal y los constantes tributos al modernismo que, llevado a
extremos por Valle-Inclán, devenía manierista. Pero se dice que
las Sonatas estuvieron entre las obras más populares de la primera etapa de Valle-Inclán, lo que permite atribuirle una complicidad al público lector con tan alambicadas alusiones y escarnecimientos de temas que solemos suponer respetados, sacros, en la España santurrona y católica de la época.
La Sonata de Estío ocurre en el México del siglo XIX avanzado y el autor carga la mano en las pinceladas sensualistas, cierto pintoresquismo, sin que le falten mofas a los arranques de
apreciación ególatra del macho ibérico en tierras «de Indias»,
ensueño de revivir, tanto por sus pistolas como por sus arranques hormonales, un pasado de vencida hidalguía. Si lo sabemos observar, allí ya están elementos de la caricatura que conformaría sus esperpentos futuros:
Como no es posible renunciar a la patria, yo, español y caballero, sentía el corazón henchido de entusiasmo, y poblada de visiones gloriosas la mente, y la memoria llena de recuerdos históricos. La
imaginación exaltada me fingía el aventurero extremeño poniendo fuego a sus naves y a sus hombres esparcidos por la arena, atisbándole de través
los mostachos enhiestos al antiguo uso marcial, y
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Espiral de interrogantes
sombríos los rostros varoniles, curtidos y con pátina,
como las figuras de los cuadros muy viejos. Yo iba a
desembarcar en aquella playa sagrada, siguiendo los
impulsos de una vida errante, y al perderme, quizás
para siempre, en la vastedad del viejo Imperio Azteca, sentía levantarse en mi alma de aventurero, de
hidalgo y de cristiano, el rumor augusto de la Historia.
La belleza del lenguaje no cede, sino que se eleva en su
juego de prosa poética, rítmica y en todo momento exaltada. El personaje de la Niña Chole, elemento central del relato, queda envuelto en una atmósfera de desbordada sexualidad, fatalismo y depravación instintiva, mezcla de animal
salvaje y hembra frutal, víctima y victimaria en una trama
de pasiones elementales como la selva que le sirve de escenario. Si las descripciones del paisaje y de los personajes nativos comienzan con el ritornello de las hadas y las princesas modernistas, pronto ceden al sensualismo en que ValleInclán desea instalar su relato:
El mar de las Antillas, con su trémulo seno de esmeralda donde penetraba la vista, me atraía, me fascinaba, como fascinan los ojos verdes y traicioneros
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Reynaldo González
de las hadas que habitan palacios de cristal en el fondo de los lagos. (…) La campiña toda se estremecía
cual si acercarse sintiese la hora de sus nupcias, y
exhalaba de sus entrañas vírgenes un vaho caliente
de negra enamorada, potente y deseosa. (…) La trágica muerte de aquel coloso negro, el mudo espanto
que se pintaba aún en todos los rostros, un violín
que lloraba en la cámara, todo en aquella noche, bajo
aquella luna, era para mí objeto de voluptuosidad
depravada y sutil.
La Niña Chole, capaz de arrastrar a la muerte a un hombre
por satisfacer un capricho momentáneo y luego lanzar al mar
donde lo destrozaban los tiburones el pago ofrecido por su
última destreza, queda descrita como
una belleza bronceada, exótica, con esa gracia extraña y ondulante de las razas nómadas, una figura
hierática y serpentina, cuya contemplación evocaba
el recuerdo de aquellas princesas hijas del sol, que en
los poemas indios resplandecen con el doble encanto
sacerdotal y voluptuoso. (…) ¿Sería para él aquella
boca, en donde parecía dormir el enigma de algún
antiguo culto licencioso, cruel y diabólico?
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Espiral de interrogantes
Establecidos los arquetipos del europeo que remeda al viejo
conquistador y la hembra primitiva y retadora, tampoco faltan las referencias burlescas a la utilería religiosa católica. En
un convento donde las monjas consideran sagrada el agua de
una fuente y solo la comunidad tiene «bula del Santo Padre»
para beberla, el Marqués de Bradomín advierte que el surtidor es un «angelote desnudo que, enredador y tronera», vierte el agua en el tazón de alabastro por su menuda y cándida
virilidad». Las monjas le dicen que el ángel es el mismísimo
Niño Jesús. Asegurando que él también tiene bula para beber, el taimado Marqués de Bradomín nos cuenta: «Preferí
saciar mi sed aplicando los labios al santo surtidor de donde
el agua manaba». Si visualizamos la escena del hidalgo
succionando la parte del angelote por donde brota el agua,
entraremos en un cuadro que envidiaría el Buñuel que tomó
obras de Galdós para llevarlas a la pantalla. Todavía ValleInclán cree oportuno subrayar el acto sacrílego: «Me acometió tal tentación de risa, que por poco me ahogo.»
La historia, donde no faltan el incesto, el arrepentimiento y
la fatalidad, permite al Don Juan saciar su deseo con la Niña
Chole al tiempo que fallece una monja del convento que les da
refugio. Es una secuencia colmada de presagios, al son de campanas que anuncian la extremaunción de la agonizante:
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Reynaldo González
Quedó mirándome, temblorosos los párpados y
entreabierta la rosa de su boca. La campana seguía
sonando lenta y triste. En el jardín susurraban los follajes, y la brisa, que hacía flamear el blanco y rizado
mosquitero, nos traía aromas. Cesó el toque de agonía
y juzgando propicio el instante, besé a la Niña Chole.
Ella pareció consentir, cuando de pronto, en medio del
silencio, la campana dobló a muerto. La Niña Chole
dio un grito y se estrechó a mi pecho: Palpitante de
miedo, se refugiaba en mis brazos. Mis manos, distraídas y paternales, comenzaron a desflorar sus senos. Ella, suspirando, entornó los ojos, y celebramos
nuestras bodas con siete copiosos sacrificios que ofrecimos a los dioses como el triunfo de la vida.
Dentro de las provocaciones que, envueltas en aromáticos
ropajes modernistas, Valle-Inclán lanza en sus Sonatas a la
España católica y pacata de inicios del siglo XX, me parece extraordinario y muy atrevido un episodio de esta Sonata de Estío. El relato transcurre en una azarosa carrera por la selva del
sur de México, entre duelos, asaltos de bandoleros y matones a
sueldo, bajo lluvias torrenciales que subrayan los peligros y la
incitación tropical. En la aventura se involucran culíes chinos,
peones indios, tahúres mestizos, negros africanos cautivos
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Espiral de interrogantes
o libertos, criollos blancos, mulatos, peninsulares y extranjeros de toda laya. Llevan los cuerpos historiados por las marcas de sucesivas batallas, una gestualidad que oculta
inconfesables intenciones y un proceder imprevisible. Entre
ellos destaca un «mancebo taciturno y bello», de blonda cabellera y cuerpo elástico, que al Marqués le despierta celos
por la forma en que lo mira la Niña Chole. La presencia del
mancebo de belleza imantadora permite a Valle-Inclán incluir
elementos de la contradictoria naturaleza del Don Juan, muy
discutida en su tiempo, a la que también se refirió Machado
en sus prosas de Juan de Mairena. En un lance a los naipes el
joven gana y suma la admiración del conjunto, y más de la
Niña Chole. Loco de celos, el Marqués la increpa. Ella le hace
notar: «Seguramente tus sonrisas le conmueven más que las
mías. ¡Mírale!». Con Bradomín el lector desentraña la escena
y ustedes perdonarán que cite en extenso los razonamientos
de quien se declara émulo de Casanova:
El hermoso, el blondo, el gigantesco adolescente, seguía hablando con el mulato y reclinado en la borda
estrechábale por la cintura. El otro reía alegremente: Era
uno de esos grumetes que parecen aculatados en largas
navegaciones trasatlánticas por regiones de sol. Estaba casi
desnudo, y con aquella coloración caliente de terracota
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Reynaldo González
también era hermoso. La Niña Chole apartó los ojos
con despectivo desdén.
—¡Ya ves que no podía inspirarte celos!
Yo, libre de incertidumbre, sonreí:
—Tú debías tenerlos…
La Niña Chole se miró en mis ojos, orgullosa y
feliz:
—Yo tampoco. Tú eres hombre.
—Niña, tú olvidas que puede sacrificarse a Hebe
y a Ganimedes.
—No entiendo.
—¡Mejor es así!
Y repentinamente entristecido, incliné la cabeza sobre el pecho. No quise ver más y medité, porque tengo
amado a los clásicos casi tanto como a las mujeres. Es la
educación recibida en el Seminario de Nobles. Leyendo
a ese amable Petronio he suspirado más de una vez lamentando que los siglos hayan hecho un pecado desconocido de las divinas fiestas voluptuosas. Hoy, solamente en el sagrado misterio vagan las sombras de algunos
escogidos que hacen renacer el tiempo antiguo de griegos y romanos, cuando los efebos coronados de rosas
sacrificaban en los altares de Afrodita. ¡Felices y aborrecidas sombras: Me llaman y no puedo seguirlas!
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Espiral de interrogantes
Aquel bello pecado, regalo de los dioses y tentación
de los poetas, es para mí un fruto hermético. El cielo, siempre enemigo, dispuso que sólo las rosas de
Venus floreciesen en mi alma y, a medida que envejezco, eso me desconsuela más. Presiento que debe
ser grato, cuando la vida declina, poder penetrar en
el jardín de los amores perversos. A mí, desgraciadamente, ni aún me queda la esperanza. Sobre mi
alma ha pasado el aliento de Satanás encendiendo
todos los pecados: Sobre mi alma ha pasado el suspiro del Arcángel encendiendo todas las virtudes.
He padecido todos los dolores, he gustado todas las
alegrías: He apagado mi sed en todas las fuentes, he
reposado mi cabeza en el polvo de todos los caminos: Un tiempo fui amado de las mujeres, sus voces
me eran familiares: Sólo dos cosas han permanecido siempre arcanas para mí: El amor de los efebos y
la música de ese teutón que llaman Wagner.
Aunque rara vez los personajes de unas Sonatas reaparecen
en las siguientes, el mancebo rubio vuelve a la Sonata de Invierno, prisionero puesto a disposición del Marqués de
Bradomín, quien le salva la vida junto a su acompañante de
turno. Y el Don Juan repite:
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Reynaldo González
Viendo juntos a los dos prisioneros, lamenté más
que nunca no poder gustar del bello pecado, regalo de
los dioses y tentación de los poetas. En aquella ocasión hubiera sido mi botín de guerra y una hermosa
venganza, porque era el compañero del gigante el más
admirable de los efebos. Considerando la triste aridez
de mi destino, suspiré resignado. El efebo me habló
en latín y en sus labios el divino idioma evocaba el tiempo feliz en que otros efebos, sus hermanos, eran ungidos y coronados de rosas por los emperadores.
Para valorar la significación de las Sonatas en la obra de
Valle-Inclán, luego de su evolución de insoslayable maestro de
la lengua española, es imprescindible tender puentes que las
comparen con otras etapas de su creación literaria. Así, la Sonata de Estío, que ocurre en un México elevado a símbolo de
Hispanoamérica,15 habrá de tener contrapartida en Tirano
Banderas, su enormísima novela satírica, magnificadora de lo
esperpéntico y de recursos aleatorios vanguardistas que él
movió como nadie. La Sonata de Otoño, que transcurre en su
Galicia natal, hallará complemento en la brevísima Flor de santidad, mundo de ingenuidad religiosa cuyos presupuestos idílicos
se deshacen en el «milagro» de una preñez supuestamente
virginal, alucinaciones de una campesina para negar la acción
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Espiral de interrogantes
taimada de la carne en un terreno donde religión, mística y
supersticiones se funden. «La Misa de las Endemoniadas a orillas del mar» quedará entre los grandes logros de la prosa castellana del siglo XX.
La Sonata de Invierno, que transcurre en los tiempos de la
guerra carlista, hallará complemento en Los cruzados de la
causa y El resplandor de la hoguera, elaboraciones literarias
ya alejadas de relumbres modernistas, conformadas por símiles dramáticos, de un expresionismo cruel. En ella, a una monja dedicada a curar los heridos,
la guerra comenzaba a parecerle una agonía larga y triste, una mueca epiléptica y dolorosa. Aquellos campos encharcados, aquella nieve enlodada
cubriendo los caminos, le producían una indefinible sensación de miedo y de frío. Era la misma sensación que experimentara otras veces al ver un entierro en medio de chubascos, y oír sobre la caja el
hueco azotar de la lluvia. Había imaginado la guerra gloriosa y luminosa, llena con el trueno de los
tambores y el claro canto de las cornetas. Una guerra
animosa como un himno, donde los españoles fueran
lenguas de fuego, y el cañón la voz de los montes. Deseaba llegar a la hoguera para quemarse en ella, y no
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Reynaldo González
sabía dónde estaba. Por todas partes advertía el resplandor, pero no hallaba aquella hoguera de lenguas de oro,
sagrada como el fuego de un sacrificio.
Sin que Valle-Inclán abandone su nostalgia por los hechos
históricos, en su prosa narrativa comienzan a escasear los refinamientos modernistas y aparecen los aspectos trágicos y fatigosos de la realidad. En Gerifaltes de antaño, título que debe a
su entrañable Rubén Darío, la apropiación de lo histórico por
la ficción le permite explayar elementos esperpénticos que ganarían realce posterior. Esas novelas quizás merecen sitio de
menor significación en la obra de Valle-Inclán, pero constituyeron la materia combustible de su tránsito del impresionismo
al expresionismo, de una elegante voluptuosidad al esperpento como doctrina y realización estética. Las novelas de la guerra carlista darían paso a la sátira desenfrenada y sarcástica de
la serie inconclusa El ruedo ibérico, recreación burlesca de los
años finales del reinado de Isabel II hasta la restauración de
Alfonso XII, y que según Valle-Inclán, sería «una novela única y
grande, al estilo de La guerra y la paz, en la que doy una visión
de la sensibilidad española. (…) No es la novela de un individuo, es la novela de una colectividad, de un pueblo.» Su ambicioso proyecto quedó en La corte de los milagros, ¡Viva mi
dueño! y la inacabada Baza de espadas,16 a la que debía sumar
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su último esfuerzo narrativo, El trueno dorado.17 Allen W.
Phillips ha señalado que en aquellas novelas
lo que en verdad interesa es la mirada del autor,
agria y amargada, al ver en la vida absurda de la
época los vicios y la corrupción de ésta: una reina
caprichosa y concupiscente, una nobleza amoral y
egoísta, en franca decadencia, y una absoluta falta
de moralidad en la vida nacional, caracterizada en
las novelas con toda su falsedad y sus superficialidades. Ante la historia, Valle no opina ni sermonea;
describe manteniendo la distancia estética.18
En su extraordinaria Luces de Bohemia daría Valle-Inclán su
definición del esperpento. En diálogo mil veces citado por los
analistas, el trágico protagonista Máximo Estrella, que sufre con
dignidad las degradaciones que le impone una sociedad insensible, define lo esperpéntico como esencialmente español:
El esperpentismo lo ha inventado Goya. (…) Los
héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos
dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética
sistemáticamente deformada. (…) España es una
deformación grotesca de la civilización europea. (…)
-212-
Reynaldo González
Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son
absurdas. (…) Mi estética actual es transformar con
matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.
En Tirano Banderas redondearía su estilo y su visión del
mundo y, también, una visión de México que enmendaba su
pintoresco y exotista acercamiento de la Sonata de Estío —
aunque aquí también lo camufla como «un país imaginario
de Hispanoamérica», Santa Fe de Tierra Firme—. Para entonces llamaría a sus etapas anteriores «mala musiquilla de
violín». Su literatura había tomado rumbos más comprometidos. Lo esperpéntico también ganaba una densidad conceptual y de realización verbal que ponía en tensión su gran capacidad de renovador de la lengua, fiel al vanguardismo. Desde 1923 había anunciado que trabajaba una «novela americana de caudillaje y avaricia gachupinesca». Su versión de una
revolución que triunfa sobre el dictador y sus compinches, no
resulta optimista. Avizora que el lastre de la ambición está en
la condición humana y se impone a toda realización.
La capacidad de síntesis poética de Valle-Inclán había ganado valores que no solo se expresaban en fundir los rasgos geográficos y de costumbres de varios países, incluso las monedas y
los símbolos de una América Latina deudora de sus deformaciones originales y los vaivenes de una historia ingrata, sino en el
-213-
Espiral de interrogantes
vocabulario y la fabulación. Concretó una ambiciosa edificación verbal y anecdótica. Los desplazamientos temporales de
la acción, de fragmentación aleatoria, la unión de lo vivido y lo
soñado, alcanzaron un ritmo vertiginoso, un expresionismo que
era la esencia del esperpento: farsa y tragedia unidas, denuncia y reclamo. La crítica a una sociedad deformada hasta en
sus mínimas expresiones, lo era también a la herencia de España en sus antiguas colonias, el sinsentido de una Santa Fe de
Tierra Firme como lodazal político.
La augural prosa de brillante ritmo, vocabulario rebuscado, meticulosamente construida en torno a episodios, escenas y meditaciones que podían parecer amaneradas o cursis
unas, grotescamente heroicas otras, hasta demoníacas y siempre cercanas a los extremos de la caricatura, lo condujo a un
desdoblamiento que constituyó su potencia de gran narrador:
él no era Bradomín, aunque lo quisiera, ni el personaje alcanzaba la fuerza intelectiva del alter ego, pero se impuso el esfuerzo de situarse en la sangre y la carne de lo relatado y desde allí comunicar. Sugiero que en las Sonatas observemos la
formación y el apego a una capacidad fabulativa traducida en
un lenguaje elaborado, el arduo ejercicio de imaginarse a
Bradomín y crearle situaciones peculiares, alejadas de vivencias, nostalgias y fantasías propias, por más alter ego que lo
deseare. Se lo entendería mejor a la luz de sus posteriores
-214-
Reynaldo González
«esperpentos» y terminaríamos comprendiendo que la suya
resultó una formación esforzada. Puede ocurrir que sus Sonatas se nos muestren hoy con una carga irónica y hasta satírica
que antes no les vimos, lectura que, sin embargo, no nos permite suponer en el inicial Valle-Inclán la madurez crítica del
que luego podía distanciarse hasta ver la vida como en un retablo, o llevada a deformación intencional tan drástica que convirtiera a sus personajes en fantoches. En las Sonatas, la apelación insistente a la voluptuosidad conoce varios registros: el
goce estético que convierte cada seducción y cada escena de
alcoba en un hecho poético, el disfrute esteticista que deja la
liturgia en su pura ritualidad exterior, soslaya los misterios y
petrifica las imágenes invocando la contemplación que de ella
ha dado el arte en la antigüedad. Es la validación que reclama
un Marqués de Bradomín que desconoce hasta los cotidianos
llamados de los campanarios a que hace constante alusión. A
cada paso emerge su satanismo irónico, su complacencia en el
mal por la vía del goce, su orgulloso escarnio de la virtud, envueltos en un «aire de frivolidad galante», según definición del
propio Valle-Inclán.
La epopeya, el pasado hidalgo que tanto había magnificado
la literatura tradicionalista española, queda en el aprovechamiento de un linaje que al desmemoriado Marqués de
Bradomín informan otros, pero que agradece en su sentido
-215-
Espiral de interrogantes
decorativo, aparencial, despojado de cualquier valoración de
honra o compromiso. En la Sonata de Invierno —centrada en
una guerra carlista tan documentada por Valle-Inclán que le
aportaría toda una saga novelesca—, para mejor fundir al personaje con su manco autor, lo hace perder un brazo en un accidente que, aunque poetizado, es una escaramuza menor.19 Corresponde a un viejo cabecilla degradado y fullero la
desmitificación del hecho y de la guerra misma: «¿Cómo he
recibido esta herida? ¡Sin gloria, como usted la suya! ¿Hazañas? Ya no hay hazañas, ni guerra, ni otra cosa que una farsa.
Los generales alfonsistas huyen delante de nosotros, y nosotros delante de los generales alfonsistas. Es una guerra para
conquistar grados y vergüenzas.»
El Marqués de Bradomín, una vez más actúa no por convicción, sino llevado por un goce estético, y es Valle-Inclán quien
nos impide una lectura torcida de sus intenciones:
Yo hallé siempre más bella la majestad caída que
sentada en el trono, y fui defensor de la tradición
por estética. El carlismo tiene para mí el encanto
solemne de las grandes catedrales. (…) Yo callé compadecido de aquel pobre exclaustrado que prefería
la Historia a la Leyenda y se mostraba curioso de un
relato menos interesante, menos ejemplar y menos
-216-
Reynaldo González
bello que mi invención. ¡Oh, alada y riente mentira,
cuándo será que los hombres se convenzan de la
necesidad de tu triunfo! ¿Cuándo aprenderán que
las almas donde sólo existe la luz de la verdad, son
almas tristes, torturadas, adustas, que hablan en el
silencio con la muerte y tienden sobre la vida una
capa de ceniza?
En aquel tiempo Valle-Inclán deseaba restar trascendentalismo a su obra, frente al moralismo fatigado de la literatura española. Será, de nuevo, su alter ego Bradomín quien lo
explique: «Yo no aspiro a enseñar, sino a divertir. Toda mi
doctrina está en una sola frase: ¡Viva la bagatela! Para mí,
haber aprendido a sonreír es la mayor conquista de la Humanidad.» Solo que la carga de impugnaciones que valoraba la
gestión social de la Generación del 98, tácitos contenidos que
unificaban las diversas expresiones de sus miembros, impedían que la frivolidad ganara terreno. Y en las Sonatas, como
en la ironía de toda la obra valleinclaniana, aparecía la impugnación, la ansiedad de rompimiento con una atmósfera
asfixiante y caduca. Luego del lance en que pierde el brazo,
en la convalecencia, el Don Juan impenitente, aunque sin saberlo, enamora a su propia hija, una adolescente enjuta a
quien reconoce «feúcha» y sin gracia. Ella, como tantas otras
-217-
Espiral de interrogantes
mujeres en las historias donjuanescas, es encarnación simbólica de la ingenuidad humilde en un mundo torcido. La tragedia del Don Juan Bradomín está en su propia naturaleza, en la
incapacidad para ver en cada situación algo más que un motivo de conquista y de reafirmación egocéntrica. Ya lo diría el
propio Valle-Inclán, y no precisamente con ribetes frívolos:
Don Juan es un tema eterno y nacional; pero Don
Juan no esencialmente conquistador de mujeres; se
caracteriza también por la impiedad y por el desacato
a las leyes y a los hombres. En Don Juan se han de
desarrollar tres temas. Primero: falta de respeto a los
muertos y a la religión, que es una misma cosa. Segundo: satisfacción de sus pasiones saltando sobre el
derecho de los demás. Tercero: conquista de mujeres.
Es decir, demonio, mundo y carne, respectivamente.
En las Sonatas los valores estéticos alcanzan gran mérito, cada
frase resulta perfecta y musical, las palabras seducen por sus posibilidades asociativas, el conjunto resulta embellecido por el arte,
culminación jubilosa del modernismo español. Refieren un mundo idealizado, sentimental, evocador, nostálgico. Los sucesos que
narra quedan en simple apoyatura para la construcción de objetos
verbales, suma y perfección de una expresión que es la propia definición valleinclaniana: «una tendencia a refinar las sensaciones y
-218-
Reynaldo González
acrecentarlas en el número y la intensidad». Él, «por un hálito de la
personalidad y por la belleza de la expresión», sueña con dar a cada
página de los relatos, como en la poesía, «el ritmo de la danza, la
melodía de la música y la majestad de la estatua». Para él, el modernismo es «analogía y equivalencia de las sensaciones»,20 suma y
perfección de atmósferas y estados de ánimo llevados a la exquisitez de aventura sensorial, qué importa si implica elementos de perversión. En realidad, esos raptus perversos y demoníacos, asomos
del decadentismo, le sirven para enunciar algo más que un juego de
abalorios. En ellos aparece el lado punzante y cuestionador que un
Valle-Inclán posterior sabría llevar a rango de altísima y desgarrada literatura crítica, sin abandonar sus objetivos estéticos.
En los episodios de la guerra carlista acudió a un heroísmo
que ya no pertenecía a un héroe solitario y decadente como
Bradomín, sino a una colectividad, en una estructura tocada
por el impresionismo, serie de capítulos cortos enlazados con
un mínimo aparato descriptivo, cediendo espacio a un diálogo ceñido y tenso como partes de guerra. Eran escenas de
violencia, luchas fratricidas, explosiones de cólera o de odio,
descritas con lenguaje directo y brutal, opuesto al gusto
esteticista anterior. Nada parecería recordar las
sensualidades de salón y los aromas del modernismo en un
entramado casi periodístico:
-219-
Espiral de interrogantes
Santa Cruz levantó parapetos y emplazó dos cañones que habían ganado en el encuentro de
Hernani. Después de haber intimado la rendición a
los del fuerte, que no quisieron admitir las condiciones impuestas por el faccioso, rompió el fuego
que duró todo el día. Por la tarde, cuando cesaba el
tiroteo, se les unió la partida de Miquelo Egosqué.
En la tercera modalidad de su obra reinó lo esperpéntico, y
«esperpentos» denominaría sus textos a partir de La pipa de
Kif, cuando por primera vez usó el término. Ya en Luces de
Bohemia, como hemos visto, su personaje Máximo Estrella
teorizaba una estética que consistía en deformar las imágenes
al igual que los espejos cóncavos, «en el mismo espejo que nos
deforma las caras y toda la vida miserable de España», dice,
para no dejar dudas de que el recorrido madrileño de una noche que terminará en tragedia, estaba dominado por la
intencionalidad crítica. Con sus «esperpentos» se rebelaba a
la academia y la prosa galdosiana, entraba en la genial caricatura, en la deformación voluntaria de la realidad. Había alcanzado un modo de escribir por acumulación de sensaciones que
se sucedían con rapidez cinematográfica, procedimiento que
ponía en función de la sátira, para subrayar aspectos risibles o
trágicos de sus obsesiones: los temas de la España de Isabel II,
-220-
Reynaldo González
en el ciclo novelesco inconcluso El ruedo ibérico, y un país
sudamericano no precisado, bajo el poder de un dictador al
que presentó con rasgos eminentemente caricaturescos, en
Tirano Banderas. Al enfoque esperpéntico sumó la pieza de
teatro Los cuernos de don Friolera y sus dos «novelas
macabras»: La rosa de papel y La cabeza del Bautista. En
lo esperpéntico novelado redujo la narración y la descripción a acotaciones expresionistas y a la representación descollante del diálogo, como en relieve. Le interesaba la deformación y limitación de ciertos elementos básicos de la novela realista y la potenciación del diálogo y de la acotación
como instrumentos narrativos.21 Colocaba a sus lectores ante
una realidad deformada por una visión grotesca, con el taimado auxilio de los espejos cóncavos. Lo que el personaje
de Luces de Bohemia explicó como «una deformación de la
civilización europea», bordeaba el teatro de guiñol, pero con
una distancia estética que a Valle-Inclán le permitía un lenguaje sorpresivo, cortante, sentencioso, para mejor fundir
los polos de lo trágico y lo cómico. El procedimiento descriptivo consistía en colocar simultáneos planos visuales,
como en los cuadros cubistas —y es la tendencia artística
que menciona—, mirada caleidoscópica que a Máximo Estrella le venía de su perenne ofuscación alcohólica. Lo
explicita un fragmento de Tirano Banderas:
-221-
Espiral de interrogantes
Sobre el resplandor de las aceras, gritos de vendedores ambulantes. Zigzag de nubios limpiabotas.
Bandejas tintineantes que portan en alto los mozos
de los bares americanos: vistosa ondulación de niñas mulatas con la vieja del rebocillo al flanco. Formas, sombras, se multiplican trenzándose, promoviendo la caliginosa y alucinante vibración central
que resumen el opio y la marihuana. Los gendarmes
comenzaban a repartir sablazos. Faroles, gritos,
manos en alto, caras ensangrentadas. Convulsión de
luces apagándose. Rotura de la pista en ángulos.
Visión cubista del círculo.
También su teatro pasó por las divisiones anteriores. En las
«comedias bárbaras», trilogía constituida por Águila de blasón, Romance de lobos y Voces de gesta, la estética correspondió a las novelas de la guerra carlista: superposición de una
violencia salvaje a un mundo bucólico. Se les aproximó la tragicomedia de aldea Divinas palabras, con la esposa de un sacristán arrastrada por un aventurero y lapidada por aldeanos
hasta que el propio marido le otorga el perdón y lo exige de
todos con el aserto bíblico: «Quien sea libre de culpa, tire la
primera piedra.» A ese trasfondo de superstición y miseria de
algunas aldeas gallegas, descrito con realismo cruel, se sumaría
-222-
Reynaldo González
la tardía Cara de plata. Las farsas, visión grotesca de los sucesos
trágicos, corresponderían a la estética del esperpnto: Luces de
Bohemia y Farsa y licencia de la reina castiza, sobre el reinado
de Isabel II, o las que agrupó en Retablo de la avaricia, la lujuria
y la muerte. Hacia el final de su vida, y para mayor asombro en
creador capaz de retarse a sí mismo, el lenguaje parecía
rejuvenecérsele con la aceptación de expresiones modernas y
audaces, mezcla de raptus poéticos y un descriptivismo contraído que le proporcionaba más certera síntesis.
Notas:
Pedro Laín Entralgo: La Generación del 98,ed. Espasa Calpe, Madrid,
1947.
2
Referencia enumerativa de La Generación del 98 según Laín Entralgo,
op. cit.: Miguel de Unamuno, Azorín, Antonio Machado, Pío Baroja,
Valle-Inclán, Menéndez Pidal, Ángel Ganivet, Ramiro de Maeztu,
Jacinto Benavente, Ignacio Zuloaga, Manuel Machado, los hermanos
Álvarez Quintero, Manuel Bueno, Silverio Lanza, Darío de Regoyos —
pintor impresionista de Castilla—, Gabriel Miró y Juan Ramón Jiménez.
3
Ángel Valbuena Prat: Historia de la literatura española, Barcelona,
1937, v. II.
4
Azorín, entrevista en ABC, 6 de marzo de 1907.
5
Ídem.
6
Cit. en Laín Entralgo, op. cit.
7
Ídem.
8
Octavio Paz: «El canto de la sirena», en Cuadrivio, ed. Joaquín Mortiz,
México D.F., 1969.
9
Ídem.
10
La confusión de Salvador Rueda resultó extensiva: en 1918 reiteró su
creencia en el libro Mi estética, que apareció fragmentariamente en el
Mercurio de Nueva Orléans. En 1908 Andrés González Blanco llegó a
1
-223-
Espiral de interrogantes
publicar un libro que repetía el error: Salvador Rueda y Rubén Darío.
Apoyaba su afirmación en cuestiones de métrica: había sido el primero
en utilizar versos de dieciocho, doce y once sílabas, y dejaba fuera la
verdadera significación del modernismo.
11
De la ficticia autobiografía publicada en Alma española, diciembre de
1903.
12
Cit. en Laín Entralgo, op. cit.
13
A partir de aquí todas las citas de las Sonatas están tomadas de Ramón
del Valle-Inclán: Sonata de Primavera, Sonata de Estío, Sonata de
Otoño, Sonata de Invierno, Memorias del marqués de Bradomíned.
Porrúa, México D.F., 1985. Estudio preliminar de Allen W. Phillips.
14
Allen W. Phillips: op. cit.
15
Con toda intención utilizo una definición largamente utilizada en
España para referirse a nuestro continente y sus islas, Hispanoamérica
¯la que reitera Valle-Inclán¯, que subraya cierto sentido de posesión
perdida, mucho antes de que con cierta resignación se fuera imponiendo
la de América Latina.
16
Apareció en El Sol, en 1932, y como libro en 1958.
17
Publicada en el periódico Ahora en 1936, año de la muerte de ValleInclán.
18
Allen W. Phillips, op. cit.
19
La pérdida de su brazo izquierdo fue, posiblemente, uno de los
episodios de la vida de Valle-Inclán a los que más vueltas dio su
imaginación. Ocurrió en 1899, como resultado de una disputa con
Manuel Bueno, en el Café de la Montaña.
20
Texto de 1902 que Valle-Inclán integraría al prólogo de su Corte de
amor
21
Álvaro Ruiz Abreu: Modernismo y Generación del 98, ed. Trillas,
México D.F., 1984.
-224-
París sin Cortázar: Julio con nosotros *
En evocación de Carol Dunlop,
su último gran amor.
Para muchos escritores y artistas latinoamericanos París es
una ciudad vinculada a la amistad y al recuerdo de Julio
Cortázar. Y no solo porque sus avenidas y cada adoquín de sus
plazas fueran soñadas y vividos por los protagonistas de ese
laberinto inicíaco de la nueva novela nuestra que es Rayuela
—cada día la Maga asoma su arremolinada nostalgia en los muelles del Sena, en los cafés de los Campos Elíseos, o compra una
flor que muerde frente al asombro de traslúcidos paseantes,
menos reales que ella—, sino porque luego de treinta años de
vivir allí y conocer como pocos sus calles y cafés y el pálpito de
*
Escrito a la muerte de Julio.
Espiral de interrogantes
sus gentes, Julio devino introductor nuestro en una ciudad que
para su generación fuera el centro de la espiritualidad y la cultura, y para no pocos miembros de posteriores hornadas de
hispanoescribientes una posibilidad de reafirmación y de valoración frente a negligencias culturales y circunstancias ingratas en sus países de origen.
Parisino de largas caminatas pero latinoamericano de profundas pasiones,
Cortázar sintetizaba lo cosmopolita y lo
enraizado, ambos estadios en
su sentido menos exteriorista
y sin traicionarlos. Lo primero
no lo fue por
pose,
por
impostación de
una voz con mínimos asideros; lo segundo fue siéndolo de a poco
hasta una raigambre profundísima, luego de una trayectoria
donde no faltaron opciones y experiencias. Su radicalización con
las luchas de América Latina corrió pareja a su asentamiento
-226-
Reynaldo González
francés y en París halló un eco respetuoso, que utilizó para gestiones que el pensamiento europeo —y más el europeizado—
observa como propias de «provincias ultramarinas». El hecho
de que fuera un abanderado de la descolonización de las conciencias, con una lucidez que nunca perdió generosidad, no siempre le fue perdonado por quienes lo hubieran preferido ensimismado fabulador, críptico edulcorador de realidades, o uno más
en el coro de «nativos» que junto a un barniz cosmopolita asumen el olvido de sus contextos originales.
Muchas veces hablamos de cuando yo visitara París con él
como guía natural y ya nos prometíamos paseos desde un rincón de la Habana Vieja, o acodados en mi mesa, frente a las
danzas que en su honor hacía mi ardilla roja, que pasó a integrar su particularísima fauna. No evocaba el París de grandes
bulevares y almacenes, o el símbolo demasiado recurrente de
la Torre Eiffel, sino una ciudad estremecida por contiendas
humanistas, capaz de sensibilizarse con las mejores causas.
Puede comprenderse el sentimiento de desolación íntima que
se apoderó de mí cuando llegué para hacerle una entrevista
largamente concertada y ya lo hallé en tránsito de muerte. Queríamos hablar de muchas cosas y, entre otras, de su diálogo no
siempre fácil con algunos de sus conterráneos. Según me decía, ellos pasaban del elogio a la infamación, jugaban al terrorismo cultural, ensimismados en una problemática que no
-227-
Espiral de interrogantes
alcanzaban a observar en su totalidad, y algunos llegaron a coincidir con Videla, el gobernante que ordenara privarlo de su nacionalidad de sangre cuando, por cierto sentido práctico y como
rechazo a la junta militar que ostentaba el poder el Argentina,
adoptó la nacionalidad francesa.1 Todo aquello había introducido resquemores y malentendidos que el orgullo enconaba. Julio
deseaba aprovechar mi entrevista para zanjar cualquier remanente, ya que el tiempo, entre otras cosas esperanzadoras, había
acudido en favor del equilibrio. Por otra parte, no pocos argentinos de significación insoslayable observaban con justicia el asunto de la nacionalidad francesa de Cortázar, o su larga estadía en
Europa: «Es curioso: el escritor Julio Cortázar se va de la patria
hace treinta años, se instala en París, escribe sin barullo, crea,
crea, y nosotros, que vinimos después y no te conocíamos antes,
que tomamos las armas porque buscábamos la palabra justa,
sabemos que nunca traicionaste esa palabra, ni el olor a aserrín
de los cafés de Buenos Aires, ni el retenido viento de lo que por
ahí se apalabra y palabrea. Nunca nos traicionaste. En Corrientes y Esmeralda, en otros tiempos, vi pasar a escritores que nunca dejaron el país y escribían como un francés cualquiera. Yo
entendí mejor a Buenos Aires leyendo lo que vos escribías en
París. Así es tu grandeza, así es tu amor».2
Un programa de conferencias por la República Federal de
Alemania me retuvo y cuando llegué a París ya Julio había
-228-
Reynaldo González
entrado en un coma definitivo. ¡París sin Cortázar! Acompañar su féretro una mañana donde contrastaban el intenso frío,
un luminoso sol y una ceremonia escueta, demasiado precipitada y desprovista de la intimidad que él hubiera disfrutado,
no resarcían mi ansiedad ni tampoco la de los presentes, en su
mayoría intelectuales y artistas latinoamericanos y españoles.
Nuestras rosas caían silenciosas en su tumba voraz y si no era
mucho, sí hacíamos mucho: estábamos despidiendo a uno de
los nuestros, justamente a un hombre bisagra entre dos mundos y con persistente voluntad de servir a los desheredados.
Esto, tácito, lo evidenció Alfredo Guevara cuando llamaron a
pasar a los familiares. Me estrechó el brazo y dijo: «Entonces
vamos todos: su familia es América Latina».
Sin discursos, con prisa, la ceremonia imponía un regusto
extraño. Todo había ocurrido con tanta rigidez que parecía un
mal cable de una pésima agencia noticiosa. Ni siquiera las delegaciones de Nicaragua con Tomás Borge, y de Cuba con
Fernández Retamar, habían llegado a tiempo. Los cubanos que
nos encontrábamos allí, apesadumbrados, no habíamos viajado para su entierro, ¡qué va!, y todo lo hubiéramos deseado
diferente. Sus últimos textos, el libro Nicaragua tan violentamente dulce, y sus artículos en La lucha por la libertad,3 tenían a Nicaragua y Cuba como centro de sus preocupaciones:
con su aguzada perspicacia hallaba el vórtice del enfrentamiento
-229-
Espiral de interrogantes
con el enemigo de nuestros pueblos. En la introducción de La
lucha por la libertad los editores reconocían que Cortázar «es
una de las plumas más sobresalientes de la literatura en lengua española de este siglo [y que] no es uno de esos intelectuales encerrados en su torre de marfil, sino un hombre comprometido políticamente con la suerte del mundo latinoamericano y uno de los más feroces enemigos de la dictadura argentina, de Augusto Pinochet, de Alfredo Stroesner y un defensor
sin disimulo de las revoluciones del Continente». Todo eso pensábamos despidiendo al amigo cuando con premura las miradas se concentraban en un hueco absurdo que lo arrebataba y,
con torpeza y dubitación, nos alejábamos y dábamos vueltas
hasta terminar en un café del cercano Saint Germain des Prés.
Reconstruíamos los detalles del sepelio, esperando, como buenos
lectores suyos, que todo fuera un juego de palabras y espejos bien
colocados. Como aquel romance imaginario de la muchacha y «él»
—ya empezaba a ser «él» de manera tácita y sobrecogedora— a través de los cristales tronantes del metro, con miradas inquisitivas y
ansiosas que se guarecen en reflejos indiscretos y se sirven de su complicidad. Queríamos que aquel pesado cuento de su muerte fuera lo
que es: una mentira de mal gusto. Solo un elemento ponía en todo
aquello algo suyo, el tono de real irrealidad inherente a su vida y a su
obra: a su solicitud fue enterrado en la misma tumba que Carol
Dunlop, su última y más diseñada historia de amor.
-230-
Reynaldo González
¡Eso! Alguien lo indicó y ya estábamos rayueleando de lo
lindo, como a «él» le hubiera gustado. Y esta historia sí que
sería de su agrado porque tenía una virtud esencial: era verdad, partía de un trozo de la verdad, como en sus cuentos, donde un elemento furtivo de la realidad desencadena y alimenta
todo un andamiaje de sucedidos dispersos. Alguno comenzó a
tejer una historia a la que por turnos sumábamos mosaicos
como escapados de las copas, sorprendidos al cambiar de asientos entre el humo de los cigarrillos. Se trataba de un hombre
gigantoma y tierno en busca del amor y finalmente protagonista de
su propia historia amorosa. Le pusimos «Julio» a él y «Carol» a ella
y recorrimos —como en los reflejos del metro— los años transcurridos hasta su encuentro y los caminos que zigzaguearon juntos: desde la viciada atmósfera de una ciudad transpirante de polución hasta
la transparencia de una Managua que restaña las heridas que historian su presente y fundamentan su futuro.
En la fábula no escaseaban sombras: lo siniestro agazapado, la imperdonable adversidad final que se la llevó primero a
ella, contra toda prevención, e hizo de él un trascendido del
recuerdo. Cada uno aportaba un episodio para aquella fábula y
sus antecedentes, vividos como en parpadeos de una continua
fragmentación. ¿El hombre gigantoma había conocido otros
amores? Claro. Pero resultaron escaños hacia aquel. Se sabía
porque «él» rejuvenecía con cada beso y llevaba una flor que
-231-
Espiral de interrogantes
no languidecía nunca. Algunos ya creíamos recordar —¿podíamos colocar este verbo si era una historia que inventábamos a
coro?, no importaba, tal es la fuerza de las fábulas cuando tienen como centro entes novelables—, creíamos recordar escenas de aeropuertos, discusiones en andenes ferrocarrileros, cigarrillos insomnes. «Ellos», ya entre nosotros, no guardaban
silencio: agregaban detalles, bienvenidas y regresos, la aventura de cada día vivida como grande y para siempre. Ya los veíamos ir de La Habana a Solentiname, los sumergíamos en la
probeta exigente de nuestro tiempo y que opinaran y discurrieran si así lo deseaban —sobrentendíamos que costaría trabajo callarlos—, y pusieron la misma pasión que los hacía palpitar y exigir que al ritmo nuestro les colmáramos sus copas.
Ahora se devolvían a los argumentos que ocuparon sus últimos esfuerzos. Desde su vórtice París iban y venían, explicaban razones que una muralla transnacional se empeñaba en
tergiversar. Nuestra fábula hallaba su conflicto necesario en
aquella resistencia interesada. Y «él» escribía su Fantomas
contra los vampiros multinacionales4 y la contaminaba a «ella»
con una fuerza que sin calificarse de telúrica, lo era en el más
cabal sentido, porque defendía el derecho a la tierra y al destino propio, sin el control insidioso de supuestas metrópolis. Ya
yo los recibía, como antes, en mi casa habanera y paladeábamos un legítimo ron para evocar la amistad que recién habían
-232-
Reynaldo González
ganado con cangrejitos de una playa casi virgen adonde fueron
a reponerse de uno de los embates del Maligno. «Ella» me abría
su libro sobre una muchacha que se asomaba a la vida desde la
muerte y renacía por amor, como en las mejores fábulas antiguas, y la nuestra era de esa estirpe.5 Pero el tiempo pasaba
demasiado rápido, como a veces en las fábulas, y ya me hablaba, agitada, al teléfono, para contarme cómo esos monstruos
invisibles del mal, de todo mal, habían querido arrebatarle a
su compañero, pero quedaron derrotados por el empeñoso
amor, la intensa vida. Caídas y recaídas. Mensajes enloquecidos que llegaban de Marsella o de México, de Managua o de
Londres. Levantarse para una audición en la televisión española y hablar allí de Cuba y de Nicaragua. Guardar reposo.
Aprovechar una racha de buen aire para ensayar un texto —ya
no más novela o cuento o ensayo, sino algo como una accidentada conversación donde se fundían la exigencia política y la
imaginación y la ternura—, y de nuevo las malas noticias, como
colgadas, del otro lado de ese teléfono agorero de mis madrugadas. De pronto la peor y «él» desolado, desolado.
Uno de los fragmentos de la fábula lo entregaba pálido arribando al aeropuerto Rancho Boyeros, temeroso de mirarnos a
los ojos a Marta Solís y a mí, en un abrazo largo y sin palabras
para no decir lo indecible, por qué «ella» ya no lo acompañaba. Y cuando finalmente la mencionó, como ascendiendo del
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Espiral de interrogantes
humo de un habano, era «ella» —también «ella» para «él»,
viviendo su ausencia en tercera persona—, poco a poco y por
momentos acogido a un tono impersonal y colmado de hostiles nombres médicos. Ya parecía vivir en pequeñas pausas escapadas de una pena persistente. Y en nuestro pequeño grupo
habanero agradecía, ahora con más ansiedad, que Pablo
Milanés revitalizara sones viejos y nuevos, o que Leo Brouwer
hiciera casa de una guitarra con aires intemporales. Un brindis era como una parada en su cosmopista veloz, y un café en la
casa de Pablo Armando Fernández y Maruja un rodeo por la
zona verde detrás del parqueo, y respirar a pulmón abierto entre
el olor del galán de noche que invadía desde las ventanas, y los
hijos en torno de «él», para comentarme con un abrazo trémulo: «Esto se parece a la felicidad.», y sentí que en su elogio había algo de queja y suave envidia. Y salimos a la noche sin presagios de La Habana, anduvimos entre pescadores y enamorados con tiemblos en el arco salitroso del malecón. Y subió a su
cuarto de huérfano, a pesar de tanto cariñoso afán, para corregir galeradas a Deshoras para llenar un insomnio irrecusable.
Salía de su fantasma y nos hablaba de Los autonautas en la
cosmopista,6 que lo absorbía y al que temía dañar con su tristeza, pues sería traicionar la impronta que lo dictara. «Será un
libro nuestro, pero a nuestra manera, sin autoconmiseración,
como quien juega a perderse y encontrarse. Tengo pánico de
-234-
Reynaldo González
añadirle un estado de ánimo que no sea el que tuvimos en el
recorrido París-Marsella.»
De pronto nuestros entes novelables, levantados entre las
copas de un café de Saint Germain des Prés, desde el final de la
historia evocaban el principio, novelaban desde los recuerdos
sembrados en nosotros. Cuando llegaba un silencio, se miraban inquietos y hacían saltar las páginas recién cocinadas. Uno
se iba a recorrer la floresta, en el paradero de la sempiterna
autopista, el otro aparecía enfundado en utensilios hallados al
azar. Sonreían de sí mismos porque eran traviesos, astutos,
ingenuos y sabios. «El libro es un viaje, como lo es la vida», me
había explicado él, «con accidentes ciertos e inventados, con
observaciones sobre el entorno y con paradas para reponerse,
siempre en el camino.»
Reunidos en aquel café y sin confesarlo, temíamos estar sentados justamente adonde habían estado «ellos». Lo temíamos
y lo deseábamos, pues sería un juego más: a cambiar de asientos como sucede, según «él», en las reuniones más íntimas,
para trazar un dibujo de líneas entrecruzadas en un croquis
imaginario. Si alguien nos hubiera preguntado de qué estaban
hechos aquellos personajes de nuestra fábula, hubiéramos
coincidido en que los animaba la bruma de las ciudades más
populosas, los aeropuertos, el indetenible ascender de las autopistas, señales de tránsito, olores de gas, pero que en todo
-235-
Espiral de interrogantes
sabían hallar el generoso perfume del bosque. Y —entonces nos
miramos sobrecogidos— también estaban hechos de la mezclada atmósfera de los cafés, de exactamente aquel café en que
los reinventábamos. Salimos. Cuando nos separamos reconocíamos que aquella historia de amenazas de muerte, de caerse
y levantarse, era eso, solo una historia y por ello terriblemente
cierta. Que el Julio de la fábula era él, la Carol ella, tan quietos
en el cementerio de Montparnasse, pero que se resistían a permanecer inmóviles. Seguían a nuestro lado, para siempre
autonautas. Y cómo no agradecerles que en un mundo donde
las historias de amor parecen condenadas al consumo enfermizo de subgéneros televisivos, ellos hubieran accedido a protagonizar una tan verdadera y aleccionadora. El hombre
gigantoma y la frágil muchacha dans le miroir, como en las
antiguas leyendas de encantamiento, y afuera París, la ciudad
que recibió ansiedades compartidas para ganarles un eco. Cuando estuviéramos de vuelta en nuestras tierras, sabríamos con
qué notable fuerza habían sido, en la intermitente distancia, más
cercanos que incontables residentes ausentes de nuestras letras.
Así como la historia real y la fabulada coincidían en un París luminoso a un tiempo que frío, en febrero de 1984, el Julio
real y el fabulado animaban sentimientos en los cuales se identifican lo mejor de América y de Europa. Aquel hombre de continentes, profundamente enraizado en su paisaje americano y
-236-
Reynaldo González
capaz de buscar en los entretejidos caminos de la actualidad
una valoración de seculares ansiedades, queda como ejemplo
de intelectual y de creador, siempre impugnador y atravesado
frente a lo erróneo que comprime, afirmador de una verdad
que se levantará alguna vez en Nuestra América para reivindicar a masas cercadas por despotismos de viejo y nuevo cuño.
Desde el reconocimiento a su obra y a su trayectoria, sin conformarse con el elogio y un sitio cómodo, no dudó en afrontar
la ira y la incomprensión de quienes lo hubieran querido tener
en sus filas y no han lamentado lo suficiente no contar en ellas
con uno de su estatura. A su modo libró batallas memorables
por la justicia social y porque su encarnación en un cuerpo
político no soslayara un compromiso tácito con la belleza y la
creatividad, frente a las recetas del facilismo.
La suya fue una historia de amor pleno: político, humanista, profesional, y se fundió en una escaramuza de amor carnal y poético y en un libro, Los autonautas de la cosmopista,
firmado a dúo con Carol Dunlop. Las librerías del mundo lo
ofrecen hoy junto a su Nicaragua tan violentamente dulce,
que es una declaración de amor —de reafirmación— a la América nueva. El suyo fue un viaje atemporal, pero hecho de
nuestro tiempo, capaz de desbordar la línea París-Marsella e
imaginar un mundo distinto.
-237-
Espiral de interrogantes
Notas:
Cf. Martín Prieto: «Largo desencuentro con Buenos Aires», El País,
Madrid, 14 de febrero de 1984.
2
Juan Gelman: «Carta a Julio»: Queremos tanto a Julio, ed. Nueva
Nicaragua, Managua, 1984. (Hice algunos cambios de puntuación en la
cita.)
3
Julio Cortázar: «La lucha por la libertad», en Cambio ´16, Madrid, 9
de enero de 1984.
4
Julio Cortázar: Fantomas contra los vampiros multinacionales: una
utopía realizable, ed. Excélsior, México D.F., 1975.
5
Carol Dunlop: Melanie dans le miroir, ed. Acropole, París, 1980.
6
Carol Dunlop y Julio Cortázar: Los autonautas de la cosmopista o Un
viaje atemporal París-Marsella, ed. Muchnik, Barcelona, 1983.
1
-238-
El perdurable eco de Chopin
Un abrazo a Danuta
Antes de llegar a Varsovia por primera vez, ya iba trascendido de una música que es reafirmación de la nacionalidad polaca: Federico Chopin. Viajar a Polonia equivalía a acercármele
con respeto, casi con unción, reconocer la grandeza de ese empecinado dulce y férreo, asido a su nación desmembrada y borrada del mapa, capaz de imponer, por la persistencia de una
nostalgia adolorida pero combatiente, valores que se tradujeron
en un arte insustituible. Robert Schumann, que había conocido
al «polaco francés» en los más frívolos salones, dijo de él: «Descúbranse, señores: he aquí un genio.» Y yo, en los finales de mi
descreído y poco romántico siglo XX, no me descubría, sino que
me inclinaba en el parque Lazienki, frente al monumento art
nouveau donde la piedra hace coincidir al músico con un sauce
llorón, ambos estremecidos por ventiscas intemporales. Me conmovía un panorama en el cual la evocación solemne coincidía
Espiral de interrogantes
con la fruición estética. Allí, cada domingo un virtuoso del
piano —de los incontables que se forman en los conservatorios polacos— retoma los vibrantes pentagramas de Chopin
frente a un público contrito y exigente, al que no escapan los
significados de un concierto que también es rito. Se repite en
la casa de Zelazowa Wola, a unos cincuenta kilómetros de
Varsovia, en una pequeña ciudad que debe su relevancia al
nacimiento de Chopin. En ambos lugares se aprecia el culto
que continúa en cada ciudad que venera a sus talentos, como
sucede en la Salzburgo de Mozart, la Bonn de Beethoven o la
Eisenach de Bach.
Ya no son los tiempos del reparto de Polonia, cuando su
nombre no se pronunciaba y a ella se referían los documentos
oficiales como «el país a orillas del Vístula» (Privislanski Krai).
Ya no es el tiempo de la bota zarista, ni de la diáspora frente al
empecinamiento gubernamental, ni del diezmo bajo el despotismo nazi, ni de la instrumentalizadora incomprensión
stalinista, cuando se inmolaban los protagonistas del alzamiento de Varsovia sin que acudiera el ejército amigo, acampado al
otro lado del Vístula pero impedido por un acuerdo entre potencias. Ahora la música de Chopin suena con validez de símbolo unitario en las calles y en las plazas, se instala en palacios
y teatros, pero sobre todo reina en Lazienki —escenario de la
prepotencia metropolitana, pero también de conmovedoras
-240-
Reynaldo González
conspiraciones patrióticas— y en Zelazowa Wola, esa pequeña
casa a orillas del Utra, donde nació y dio sus primeros pasos el
célebre compositor de mazurcas y polonesas. Nadie olvida,
nadie quiere olvidar. Los polacos son particularmente sensibles para evocar: en esa pesadilla cobran fuerzas para la supervivencia. Junto a las ofensas a la patria incluyen el desprecio a
sus valores culturales. Así, Chopin y sus poetas-profetas, las canciones que contribuyeron a conservar la memoria de una gesta que
los ocupantes de cada
ocasión deseaban silenciar, y el idioma de rara
musicalidad, mil veces
prohibido por los sucesivos ejércitos extranjeros,
se integran al arsenal de
la nación, reverenciado
como algo más que símbolos, con una fidelidad
que contribuyó a perfilar
la idiosincrasia.
Así se impuso Chopin
en mi estancia polaca. Así
su piano, o el que en su
nombre tocan cada día.
-241-
Espiral de interrogantes
Mientras estudiaba la enormísima herencia cultural polaca,
la literatura de sus clásicos y las conquistas de sus vanguardias, ese piano del que emanan mazurkas y polonesas
envolventes crecía junto a mí, me acompañaba. Desde las ventanas abiertas de Zelazowa Wola tuve el sonido del piano de
Chopin. En la escuela que lleva su nombre, a la que acuden
talentos de todo el mundo para ganar un conocimiento y una
destreza cuyos matices más preciados solo allí se conquistan,
tuve el sonido del piano de Chopin. En el palacio
Kazimierzowski, antiguo liceo varsoviano donde estudió el
compositor, tuve el sonido del piano de Chopin. En el palacio
de los Radziwill, en la calle principal del barrio Krakowskie
Przedmiescie, tan historiada por la literatura polaca, tuve el
sonido del piano de Chopin, como si me fuera permitido escuchar, detenido en el tiempo, su primer concierto.
En la iglesia de la Santa Cruz, sentí el pálpito del corazón
de Chopin, donado a la nación polaca por la familia del compositor. Junto a la placa que lo anuncia nunca faltan rosas
frescas. En las incontables salas que llevan su nombre, en
concursos mundiales, en la pasión de instrumentistas de todas las naciones que se acercan a su grandeza, está, se devuelve el piano de Chopin. Pero ¿cuál es el piano de Chopin?
¿Existe? No. La barbarie despótica lo destruyó creyendo matar un símbolo, y como suele suceder, lo multiplicó en miles
-242-
Reynaldo González
de pianos que cada día resucitan a un Chopin transido sobre
sus teclas, entre angustias de su pasión patriótica y
desfallecimientos de su mal cuidada respiración.
Es imprescindible visitar Zelazowa Wola, sitio de su nacimiento
en 1810, y retomar su biografía, desde que la familia salió para Varsovia donde Nicolás Chopin, el padre, daría cursos de lengua y literatura francesas. Su origen francés no impidió que amara con fuerza a su
sufrida Polonia e inculcara en los hijos ese sentimiento. El niño parecía predestinado a crecer en un ambiente de alta cultura y refinamiento, vida mundana que marcó sus gustos y su personalidad. Junto a las primeras lecciones de piano dadas por su hermana Ludwiga,
a Federico le enseñaron que Polonia era un gran país, con una cultura digna y una trayectoria escrita con sangre. Cuando pasó a estudiar
con Woiciech Zymny, el niño ya evidenciaba un carácter tan impetuoso como su talento. A los diez años era conocido por los mejores
cultores del piano como un virtuoso y creador de obras de pequeño
formato. Su primera composición notable, Ronde en Do mineur, la
escribió antes de estudiar composición en el Conservatorio de Varsovia, bajo la orientación de Józef Elmer, quien antes de que transcurrieran tres cursos ya lo distinguía en su correspondencia como «particularmente dotado de genio musical».
En julio de 1829 Chopin inició una carrera tan rauda como
intensa, con la prisa de quien presiente el final en plena juventud, premonición a la que aludió en su correspondencia. En
-243-
Espiral de interrogantes
Viena fue un suceso como pianista y compositor, deslumbró a
Schumann con su Variations op. 2 sobre un tema del Don Juan
de Mozart. Al año siguiente tentó fortuna más distendida en el
extranjero y pese a sus premoniciones románticas, no pensó
que, en verdad, nunca regresaría a su patria. A los diecinueve
años entregaba su Fantasía sobre aires populares polacos y el
Concierto en Mi menor. Era su adiós a Varsovia, su manera de
fijar en el tiempo la riqueza melódica de su Mazovia querida.
Pensó regresar a raíz de una conspiración descubierta en noviembre de 1830, pero sus familiares lo persuadieron de permanecer en el extranjero porque una feroz represión quebraba
en Varsovia a la juventud más prometedora. Desde entonces
mostró una nostalgia incurable, expresada en su Scherzo en Si
menor sobre un tema de canto de Noel Polaco.
En Stuttgart escribió su célebre Etude en Do mineur, llamado «Revolucionario», y dos Preludios patéticos (en La
menor y en Re menor). En el otoño de 1831 llegó Federico
Chopin a París para una segunda y decisiva etapa de su vida.
Su primer concierto, el 26 de febrero de 1832, le permitió relacionarse con la élite intelectual y con la aristocracia parisina.
Halló editor para sus obras y dio lecciones que le permitieron
vivir sin estrecheces. Junto a su celebridad crecía su fatal nostalgia, acentuada por los primeros síntomas de la enfermedad que le ocasionaría la muerte.
-244-
Reynaldo González
París lo vinculó a George Sand, ya convertida en una popular
folletinista y gran dama de los salones. Ella buscó en él un amor
que ya había comprometido con Constance Gladowska primero
y Marie Wodzinska después. Se enredaron en una pasión de encuentros brutales y desencuentros descorazonadores, muy explotada por la literatura de segunda y por filmes comerciales,
como pago al sentido folletinesco que cultivaba la Sand. Todo
eso quizás enturbia la comprensión de aquel accidentado romance, pues a través de sus episodios, teñidos con los matices más
decadentes, subrayan la imagen de un Chopin salonnier, arrastrado por crisis emotivas y la persistente tisis. Lo innegable es
que George Sand lo acompañó con una obsesión incomprendida
por sus amigos mundanos, con dedicación encomiable. No debe
haber sido una agradable compañía la de un hombre febril, hundido en los meandros de la neurastenia, para siempre enfermo
de nostalgia y tristeza. De la residencia en Nohant pasaron a Mallorca. No pocos filmes reconstruyen ese episodio de sus vidas,
entre tormentas naturales y arrebatos de pasión. Yo también,
cuando pude, les seguí los pasos en las islas Baleares, para conocer la atmósfera y la naturaleza en que ellos vivieron días tan
apasionados, y comprendí que más puso la imaginación que el
rigor en esas reconstrucciones.
En la temporada mallorquina Federico Chopin compuso algunas de sus mejores obras, baladas, scherzos, la Fantasía en
-245-
Espiral de interrogantes
Fa menor, las Sonatas en Si menor y en Si bemol, la Berceuse,
valses, mazurkas y, sobre todo, las sublimes Polonesa en Fa
menor y en La bemol mayor, y la Polonesa Fantasía. Algo había dejado aquel amor tormentoso antes de que los matices
altisonantes y grandilocuentes de sus propias personalidades,
más las mordidas de la maledicencia, agravaran la precariedad
de un vínculo apoyado tanto en la admiración mutua como en
la conmiseración, el peor de los sentimientos para una relación amorosa. La inevitable ruptura fue un golpe definitivo para
Chopin. Su salud se resintió. El clima de Inglaterra y de Escocia, a
que se acogió por invitación de Jan Stirling en 1848, ya no podía
beneficiarlo. La tuberculosis lo extinguió el 17 de octubre de 1849.
Así de breve puede contarse la vida de Federico Chopin, si
soslayamos los añadidos con que la frivolidad ha signado su
imagen. En solo treinta y nueve años dejó una huella intensa
en el panorama musical de Europa, al que trasladó con sutil
obstinación la riqueza melódica de su Mazovia y la agónica lucha de su patria. Su significación para la cultura polaca y su
aporte a la música del mundo no pueden obviarse. Con su intensa y atormentada vida, con su talento desbordado, burló
cuanto parecía condenarlo a un extrañamiento deculturador.
Convirtió la distancia en cercanía, sus obsesiones infantiles en
sustento de su obra, y en las grandes urbes europeas impuso el
respeto por su desmembrado «país a orillas del Vístula».
-246-
Reynaldo González
La obra de Chopin es una fusión extraordinaria de ritmos y
melodías de la música popular con la cultura musical que el
intelecto humano había desarrollado en siglos. Los unió con
sinceridad y espontaneidad ejemplarizantes. Su inspiración fue
desgarradora, aunque elegante. De la espontaneidad llegó al
refinamiento en la factura y en las formas porque no solo anotó melopeas campesinas y mazurkas que animaban fiestas de
labriegos, para cosechar temas populares a la manera de un
repetidor contaminado de folklorismo, sino que los interiorizó.
Del colorismo arcaico extrajo armonías inexploradas.
Hoy los especialistas chopinianos comparan estilos en interpretaciones que suelen provocar acalorados debates y sus
obras han llegado a las calles. Lo indican los monumentos a
él consagrados y los establecimientos donde venden sus partituras. Los biógrafos más serios apartan el boato de los salones que conoció, sus aventuras galantes, para atender la
época ingrata que le tocó vivir. Pero lo más elocuente del
culto chopiniano es el silencio que envuelve a la multitud
cada domingo de primavera en el parque Lazienki, en los
jardines de Zelazowa Wola. Jaroslaw Iwaskiewicz lo explica
así: «La unión de Chopin con Polonia y la polonidad no consistió en ilustrar escenas de armas. Es una comunión profunda, esencial, con la vida del pueblo. Comunión que no es
un lustre superficial sino la sustancia misma de la obra
-247-
Espiral de interrogantes
chopiniana. Y la ruptura de esa unión, la falta de contacto
con Polonia, contribuyeron a las raíces no solo de la obra de
Chopin, sino de su propia vida. De ahí ese gemido desatendido, la enérgica queja del artista moribundo: Sería todo más
justo si escuchara los cantos de mi país». En Lazienki, en
Zelazowa Wola y en tantas salas de concierto que en Polonia
evocan a Federico Chopin, se escuchan los cantos del país
magistralmente sintetizados por él. Gracias a esa pasión, su esfuerzo no quedó en la contracción arquetípica a que parecía condenado, pese a que su figura quedara como arquetipo romántico.
Después de la muerte del compositor, su piano, uno de sus
pianos, permanecía en el palacio de los condes Zamoyski, en
Varsovia, guardado por su hermana como una reliquia. En
septiembre de 1863, año de la Insurrección de Enero, desde
ese palacio los revolucionarios arrojaron una bomba al paso
del gobernador zarista. La soldadesca saqueó e incendió el
palacio y en la arremetida lanzó a la calle el piano de Chopin.
El incidente reflejó la impotencia metropolitana frente a un
símbolo que contribuía a mantener la memoria de la cultura
odiada, prohibida, y motivó una página de excepción del poeta lírico Cipriano Norwid, emparentado con la línea real de
los Sobieski. Se había vinculado a Chopin en 1849, el año de
su muerte. Le dedicó una emotiva necrología: «Chopin supo
resolver los problemas más arduos del arte con una maestría
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Reynaldo González
misteriosa. Recogió las flores del campo sin perder su rocío
ni su polvillo sutilísimo. Por su intermedio las lágrimas del
pueblo, esparcidas en los campos, fueron recogidas en cristales de una armonía exquisita».
Mi estancia en Polonia, a donde fui a estudiar aspectos de
su compleja vida cultural, estuvo signada por las doloridas notas de Federico Chopin. Todo me conducía a él y, compulsado
por presencia tan abarcadora, leí la biografía que le dedicó el
gran Jaroslaw Iwaskiewicz. Recorrí los sitios donde pasó sus
primeros años, la calle en cuyo piso cayó su piano despedazado por la rabia zarista. Decidí que estaba en una trampa obsesiva y era saludable devolverme a los objetivos de mi viaje.
Aunque sus melodías me acompañaron en el largo trayecto ferroviario hasta Zakopane, gracias a una empecinada
reproductora que solo reconocía sus polonesas, salí convencido de que rompería el cerco chopiniano.
Tenía cita con Wladislaw Hasior, talento plástico mayor
de la vanguardia polaca. Hablaríamos de sus búsquedas en
la pintura y en la escultura, de su particular sentido del
happening, de su amor por un arte efímero y provocador
que para su definición convenimos en el ya socorrido vocablo instalaciones, del pop art entendido desde un
expresionismo irreverente y burlón. Pero todavía Chopin
me reservaba una sorpresa. Entre largos sorbos de un «té
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Espiral de interrogantes
montañés» que consistía en un bautismo de vodka, Hasior me
mostró su galería personal, colmada de figuras delirantes, de un
colorismo triste o chillón, según el dictamen gestual. Hablamos
de los caminos de la pintura contemporánea, agotados por la experimentación, urgidos de una modernidad sin frenos. Sin reparar en el tiempo me proyectó filmes de sus «incendios», el arte de
la piromanía con fondos de montañas nevadas, verdaderas batallas entre carretas, aquelarre orquestado con peculiar aprecio del
color, la luz, el movimiento. Y me invitó a su inmediato «delirio
formal», que ocurriría al alba.
Hasior no se daba ocasión de descanso. Mi visita le había resultado una tregua. Se disponía a salir para el sitio donde lo esperaban
técnicos del cine y la televisión, encargados de registrar los incidentes de aquella nueva «quema». Apenas tenía tiempo de echarse al
gaznate un último buche de aquel endemoniado «té montañés» y
pasar por mi cabaña. Así lo hizo. Mientras atravesaba los altibajos
del terreno de Zakopane, pensé en aquellas casas de troncos que
acogieron las altisonancias vanguardistas de Witkacy (Stanislaw
Ignacy Witkiewicz) y sus bohemios invitados, en la Polonia intelectual de entreguerras, cuando el sitio era premio y ansiedad de la
burguesía, antes de que las invasiones y pactos de potencias
guerreristas despedazaran la felicidad.
En el frío de la madrugada llevaba la mente colmada de las
figuras de Hasior, sus collages con símbolos patrios y partidistas,
-250-
Reynaldo González
remedos de iconos, estandartes de procesiones, maquinarias de guerra y monstruos alados, su manera de exorcizar la ingratitud de
una historia donde los símbolos hallaron significados contrapuestos. Y llegué a la pequeña elevación indicada. Ya se aglomeraban
los técnicos. A la niebla se sumaban hilos de fuego. Allí, en la soledad de la montaña, recortado en la luz del amanecer, atado, como
para impedirle la escapada, comenzaba a arder un piano.
—Es mi homenaje al piano de Chopin —dijo
Wladislaw Hasior con su acento de lobo atenuado
por una sonrisa bonachona—. El acto consiste en
verlo arder, esperar que se consuma.
Algunos turistas, desconcertados e incrédulos, se acercaban al grupo de piromaniacos. Los camarógrafos y sonidistas
se esforzaban por no perder la tranquila agonía del piano, avisados de algo de lo que quizás el único inadvertido era yo. Y
llegó el clímax cuando, violentadas por el fuego, las cuerdas
del piano comenzaron a aullar, sí, a aullar. Era un lamento
extendido y agudo. Aquel instrumento se quejaba evocando a
quien de un piano supo sacar todos los suspiros y los sentimientos de un pueblo oprimido. Ardía no como llama votiva,
sino con la humana intermitencia y la ambigüedad que caracterizan al mejor arte, mientras desde la distancia lo acompañaba una polonesa chopiniana. Estábamos sobrecogidos
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Espiral de interrogantes
frente a la muerte de aquel piano que en la impávida mañana
de Zakopane lanzaba al aire un lamento que en el tiempo exaltaba la breve vida de Federico Chopin. Un creador vanguardista como Wladislaw Hasior explicaba sin palabras la continuidad de dolorosos recuerdos que están vivos en la Polonia
de hoy desde la maltrecha Polonia del pasado.
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Tadeusz Kantor: rituales contra ritos
Un saludo a Sergio Pitol
Escrito a la muerte de Kantor, apoyado en apuntes de un
largo encuentro, este texto, a medias reportaje y entrevista,
queda entre mis papelones más queridos. Tadeusz Kantor fue
un artista total, el hombre renacentista, a un tiempo sabio y a
veces ingenuo. Un agonista de sensibilidad ejemplarizante.
El hombre que elaboró una poética trágica e irónica a partir
de los avatares de su pueblo, Tadeusz Kantor, el creador de
espectáculos ejemplares, únicos, murió en 1990, luego de
animar con su obra la escena mundial. Poco antes recibió el
premio Luigi Pirandello que también merecieron Bergman,
Barrault, Pinter, De Filippo, Strehler, Gassman, y que con
Kantor acogía a un regañón, alguien poco complaciente y, por
encima de todo, capaz de imponer en la escena una peculiar
concepción del mundo. En su Cracovia natal, en los laboriosos ámbitos de su taller Cricot II, entre el persistente aroma
Espiral de interrogantes
de sus cigarrillos y los martillazos de los escenógrafos, tuve
oportunidad de detenerme a estudiar su obra con el privilegiado auxilio de quien ya era reconocido como uno de los grandes innovadores del teatro en el siglo XX.
LA TRADICIÓN CONQUISTA LA INVENCIÓN
Tendencia notable del teatro polaco ha sido el predominio
de artes y expresiones plásticas unidas al movimiento y la voz.
Es tradición apoyada en conquistas escenográficas colmadas
de elementos expresionistas donde el genio de sus artistas gana
esplendor y eficacia al servicio de la idiosincrasia colectiva.
Fueron hitos en ese movimiento Los pragmáticos, de Witkacy,
y La ciudad y los sueños, según Alfred Kubin, puestas en escena por Krystina Lupa en el Teatro Stary. Las caracterizó el rigor de un espectáculo multidisciplinario en función de expresar una personalidad de gran ímpetu creador, de manera que
ingeniosidad y diversidad de elementos devinieron poética. Por
ejemplo, un pintor, escenógrafo y teatrista como Jozef Szajna,
con sus espectáculos Réplica, Dante y Cervantes, llevó esa tendencia al clímax donde también unía conquistas de Grotowsky.
Dentro de un conjunto que no escatimaba los efectos
escenográficos y el color, puede sorprender esta afirmación si
evocamos la cuidada desnudez y abandono de las convenciones
teatrales que caracterizaron a Grotowsky, pero lo inmanente de
-254-
Reynaldo González
esa espectacularidad, rito a pesar de —o precisamente por—
basarse en la huida de artificios tradicionales y concentrarse
en potencialidades de la expresión corporal y la voz, trasunta las
puestas en escena de Szajna con la mística del actor llevada a
elemento plástico en sí mismo, aunque vinculado a un «cuadro»
general y su equilibrio en perpetuo riesgo. Sucede que la
interinfluencia de tan grandes creadores no exime la práctica
teatral polaca ni cuando desean asumir el clasicismo. Generan
una actividad múltiple que enriquece la escena. Y llegamos a
Tadeusz Kantor, quien llevó su peculiar concepción del teatro a
muchas capitales del mundo y estableció su insólita parafernalia
escénica y su mirada inclemente sobre los defectos del hombre.
También organizaba rituales, algo semejante a una misa negra,
pero dejaba explícitas las recurrencias del rito para desacralizar,
o simplemente, para apoyarse en una fuerza expresiva de extraordinaria gravitación. Allí los elementos plásticos y la
gestualidad se unieron a extraños aparatos móviles para armar
vivencias desgarradoras, introspectivas, sorprendentes por su
dolida lucidez, áridas pero siempre subyugadoras. No conozco
otra experiencia como esta, tan singular, que desde la escena
apele a las conciencias burlando lo discursivo, e impacte sin conceder tregua a los asideros ya conocidos.
La creatividad de Kantor alcanzó un punto de perfección que a
un tiempo era ballet y pantomima, vanguardismo expresionista y
-255-
Espiral de interrogantes
recuperación de la herencia popular. Cuando pude asistir a una
intensa información sobre el teatro polaco contemporáneo, en
sus puestas en escenas y en su maravilloso stock de espectáculos filmados —tesoros que conservaban sus instituciones culturales— se me hizo obvia esa línea expresionista que venía
desde la tradición popular y que en manos de sus extraordinarios artífices de la escena alcanzaba plasmaciones inolvidables.
En ese sentido, Kantor era deudor de una experiencia enraizada
en la realidad, tanto en las dolorosas contradicciones históricas de su patria como en la visión que de esa historia y de sí
mismos tienen los polacos.
Tadeusz Kantor, creador de Wielopole Wielopole, fue
inconfeso deudor de Witkacy (Stanislaw Ignacy Witkiewicz),
pionero del happening en la burla escenográfica del post
vanguardismo y en una época —las dos primeras décadas del
siglo XX— en que pocos, desde las predominantes capitales de
Occidente, miraban hacia Europa Oriental. Witkacy unió en
vida y obra la tradición y la ruptura en un carácter iconoclasta.
Accedió al gran guiñol y con densidad intelectual pocas veces
alcanzada, se aplicó a una renovación de planteamientos estéticos desde cuestionamientos éticos. Muchas de sus conquistas las «descubrimos» luego, ya sin su razón auténtica. Witkacy
merecería un estudio que en buena medida resultaría información, pues en Occidente apenas se conoce su teatro —una parte
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Reynaldo González
espléndidamente traducida por el mexicano Sergio Pitol—, su
vanguardismo en la pintura y en la literatura, con explícitas
deudas al fauvismo y a los simbolistas, una enfebrecida bohemia existencial, comprensión del arte que lo elevó a gran trágico. Entre los creadores teatrales destacó por sintetizar esencias de la innata impugnación de los polacos.
Mucho del genio de Witkacy ha renacido en Kantor. En su
grupo, Cricot II, creó y dirigió espectáculos que burlaron las
dificultades idiomáticas e impusieron su poética terrible en
los escenarios del mundo. En ellos trasuntan, sin el
emblematismo explícito ni el socorrido «mensaje», la experiencia de su pueblo asolado por las guerras, la intolerancia
racial, la interesada y recurrente destrucción por fuerzas
transnacionales opuestas que, sin embargo, coincidían en el
injerencismo y el odio. Esa Polonia tomada como terreno de
expansión, laboratorio del crimen, pieza de ajedrez político,
halló en Kantor un cronista implacable y lúcido, un artista
capaz de inventarse una gramática, conciencia despierta y
escéptica, con una mezcla de piedad, rencor y compasión. El
suyo fue un rito escénico que declaró la guerra a los ritos.
Estaba dispuesto a no olvidar, aunque el recuerdo lo laceraba. Con sonrisa sardónica señaló las encrucijadas por las que
la ingrata historia hizo transitar a su patria. Lo autobiográfico
y la memoria colectiva alcanzaron en su obra una dimensión
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Espiral de interrogantes
que inquiere, grita, impone su universo de imágenes y desgarra sin que le falten humor, ritmo y sátira. Son espectáculos
en el sentido pleno y se convierten en experiencia que burla
fronteras geográficas y coordenadas culturales.
En La clase muerta y Wielopole Wielopole, el lacerante recuerdo de la patria asolada, la familia destruida y la subjetividad escarnecida no dejan espacio a la autoconmiseración. Pero
tampoco son espectáculos aburridos y solemnes, sino elementos de impactante expresionismo, de sorpresivas transiciones
que soslayan la alegoría. El espectador entrampado en las argucias de un creador auténtico y seguro de sus objetivos, accede a «vivir» su dramatismo desde una fruición tensa. La permanente ironía de Kantor sabe hallarle aristas de farsa a la tragedia. Si en La clase muerta se apropia de conquistas de Samuel
Beckett, soslaya el distendido diálogo. Wielopole Wielopole
resulta un ballet actuado, inclemente y sin salida, donde referencias a un Kafka esencial no resultan ajenas. Ambos espectáculos, que han establecido el magisterio de Kantor, resultan
profundamente polacos.
Pintor, escenógrafo, autor y sufriente actor de sus dramas,
Kantor evidencia que todo lo aparentemente fortuito que desde
el escenario asalta al espectador es meticulosamente previsto,
tiránico reloj que juega a una supuesta anarquía, una apariencia
de espontaneidad lograda por el ritmo y la exigencia. Su hiriente
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Reynaldo González
ballet no se permite la reminiscencia sensiblera de la ilusión.
Somete a los actores —como es tradición polaca desde la cima
alcanzada por Grotowsky— a una forma de proyección que pone
en tensión extrema sus posibilidades, no les permite los asideros del «vicio escénico», las muletillas del naturalismo o el
ablandamiento de los puntos muertos donde intérpretes tradicionalistas explayan sus defectos.
Al representar «tipos sociales» con una distancia que recuerda a Daumier, parecería que va a recurrir al «gesto social»
brechtiano, pero queda explícito que solo le sirve de peldaño para
ascender a su propia estética. Brecht, que en Polonia no lo llevan a escena de manera acartonada, o con el respeto sacralizador
que en otros sitios lo dejó en tics «científicos», le habría resultado viejo al renovador Kantor, quien no pretende educar, ni convencer, ni convocar, sino retar con una fruición de explícita y
rigurosa intencionalidad artística. Música, gesto, aullido o elemento móvil de su sorprendente aparato escénico se aúnan para
imbuirnos en el espectáculo como juego consciente, pero sin el
machacón contenidismo o la explícita tendencia. Pronto el Teatro de la Muerte de Tadeusz Kantor impresionó la práctica teatral europea. A diferencia de sus extraordinarios antecedentes,
casi ignorados, él, como los artistas polacos de la segunda mitad
del siglo XX, conoció un reconocimiento raudo, un sitio ganado a
fuerza de experiencias contaminantes. Fue reclamado por las
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Espiral de interrogantes
capitales del teatro —¿Dónde están las nieves de antaño? surgió en
Italia, Que revienten los artistas, en Nuremberg—, aunque ese tipo
de escenificación no podía convertirse en moda, en arquetipo.
Para hacer teatro a lo Kantor se precisaba a Kantor mismo. Solo él podía expresar su parábola del destino del hombre contemporáneo entre la desesperanza y el desgaste
generacional, entre fuerzas que lo tironean e instrumentalizan.
Se ha dicho que Kantor se instaló en un universalismo capaz
de comunicar con todos, y es cierto, pero sería incompleto
dejarlo solo en esa afirmación. Debemos agregar que su universalismo se basaba en la experiencia unívoca de su país, no
en la intencionalidad snob de una «puesta al día» en la adquisición de una lengua en boga, algo que suele disimular la
esterilidad. Desde los recursos tradicionales del teatro, las
esencias de su Galitzia natal, las sendas tortuosas de una vida
en constante riesgo, común denominador de las poblaciones
polacas, no podían trasladarse en su dimensión de tragedia
continuada, en la cual vivieron muchas generaciones. El
cuestionamiento de un destino trágico en el hombre y su forma de expresarlo nació de la dolorosa experiencia de Polonia.
Ahí radica su universalismo. Sabemos que muchas tendencias, aunque ganen un éxito momentáneo, desfilan con paso
apresurado y no dejan rastro. El espectador de las piezas de
Kantor, en cambio, sale enriquecido.
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Reynaldo González
Cuando en Wielopole Wielopole retomó la infancia, lo hizo
también con la historia y nos enfrentó a experiencias que, aunque no todos vivimos, las interiorizamos. El largo peregrinaje
autobiográfico de Que revienten los artistas, ¿no es un enfoque de una ingrata confrontación desde el arte mismo? Y en
todas sus piezas, si los efectos que descubrió quedaron en la
retina de otros creadores —que suelen hacer simple eco de
ellos—, ¿no estableció una personalidad obsesionada por el
ajuste de cuentas con la historia, la sociedad, la muerte, el desprecio? Son los temas de La clase muerta, que lo llevan a aparecer en escena cargando su propio ataúd como el más sorprendido en un desfile macabro. Desde la experiencia personal vivisecciona la vida de su gente.
La capacidad de fabulación de Kantor le permitió utilizar
referencias históricas y trasmutarlas en la moviente pesadilla
de su teatro. No vemos el mundo real, sino sus huellas, trocadas
por el genio. Su presencia, ese «yo autor, yo moribundo, yo
cuando tenía seis años», es el hilo que da coherencia y referencia a la irrealidad que nos obsequia. Es la constante de otros
grandes de la escena y de la pantalla contemporáneas, de
Pasolini y Fellini a Wajda. Y es de agradecer que todo eso lo
convirtiera en arte, repertorio de personajes reiterados en torno a su figura atrabiliaria, en ocasiones impávida, o enérgica,
siempre indagando un pasado cuyas lindes necesita confirmar.
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Espiral de interrogantes
«Teatro del sueño», «pantomima del recuerdo», «reconstrucción de los datos de la memoria», todo se ha dicho de sus obras.
Las definiciones buscan el origen de esa desbordada creatividad. Lo cierto es que una vez iniciado un espectáculo de Tadeusz
Kantor, con la orquesta apoyada en tópicos como el tango o la
balada que nos devuelven a una sempiterna Europa de los años
cuarenta, donde un comandante colérico cabalga un caballo de
madera, o una prostituta encarna a un ángel exterminador, o la
tortura adquiere refinamientos de danza, quedamos atrapados
en su universo, reflejo o recuento. Es su visión de un mundo que
lo marcó con dolencias, revisiones y justicias pospuestas. «Yo
estoy en el escenario como un niño de seis años que sueña»,
dice. Se ampara en un ámbito que es fábula y realidad, recuerdo
y pesadilla, hasta que alcanza su propio discurso, siempre obviando las recurrencias del naturalismo y del realismo.
Cuando en julio de 1988, en los salones de Cricot II, en
Cracovia, conocí personalmente a Tadeusz Kantor, no me sentí cómodo ante ese personaje encorvado que me observaba
como penetrándome. Llegué con todos los miedos en el cuerpo. Traía un amasijo de apuntes y de recuerdos de sus puestas
en escenas, vistas desde el escenario, y gracias a la generosidad
de sus ayudantes y de colegas que me las mostraron en vídeos
con el ruego de que no delatara la fuente de mis informaciones.
(Venía de entrevistar en Varsovia a otro grande de la escena
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Reynaldo González
polaca, Szajna, y estudiaba puestas en escenas de Wajda, en el
Teatro Stary de Cracovia. En mi recorrido hasta el mítico
Zacopane de Witkacy, vi unas treinta obras del desmesurado y
complejo teatro polaco, con versiones cantadas de El Maestro
y Margarita y de Los hermanos Karamazov, que ni Bulgakov
ni Dostoyevski pudieron imaginar, y viví la experiencia única de
la versión en ópera de Las puertas del paraíso, de Andzrejevski,
por Satanovski.) Ya establecidos los ancestros y las circunstancias que generaron la peculiar obra de Kantor, me faltaba hacerle hablar y, por supuesto, no desaproveché la ocasión.
ASÍ HABLABA TADEUSZ KANTOR
Me habían trasmitido su leyenda de tipo resabioso y
malquistado. Fue simple suerte que le cayera bien y que a pesar de estar recién llegado de Milán y preparando la inmediata
salida a Nueva York, me dedicara tiempo y, lo más sorprendente, una paciencia generosa que deslumbró al amigo que ejercía de traductor, Andrzej Levitcky. No solo respondió mis preguntas con largas meditaciones, entre un cigarrillo y otro y sorbos de té amargo, sino que al proyectarme partes de sus obras
en el televisor, las comentaba actuando para mí algunas escenas, como si él mismo se deslumbrara de sus ocurrencias, como
aquel «autor niño de seis años». Del hombre huraño solo quedó el gesto adusto, desconfianza de su propio discurso, miedo
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Espiral de interrogantes
de que las palabras congelaran el arte, lo que le obligaba a buscar otras vías de explicación y acudía a representar de nuevo algunas partes. Al llegar a Kantor sabía que estaba ante un imponente
señor de la escena, a quien rendían culto críticos de Suecia, Italia,
España, Estados Unidos, Alemania, Francia o Suiza. Solamente
quería hacerlo hablar y no perder detalles de cuanto dijera.
—¿Detrás de todo este esfuerzo artístico hay una
teoría? ¿Cuál es?
—La teoría va por un camino y por otro la acción. El
teatro, como yo lo entiendo, exige, sobre todo, actuar
en movimiento. Por supuesto, si solo fuera movimiento
sin meditación previa, teoría, si usted lo quiere, no tendría sentido. Y eso, acción, fue el teatro polaco durante
la guerra, con excepción de Grotowsky. La teoría resultó de la práctica teatral. Hablo de teoría en el sentido
europeo, en el racionalismo, que es ajeno al sentido
oriental de la meditación. Yo, europeo, a pesar de haberme formado en el surrealismo, soy un racionalista.
Incluso Breton, que fue místico, quiso crear una teoría
racionalista, al menos racional, para explicar su concepción del mundo y del arte.
—Sin embargo, he leído textos suyos que teorizan
sobre la puesta en escena. ¿Son teorías a posteriori?
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Reynaldo González
—Soy fundamentalmente pintor, incluso cuando
hago teatro. Creo que eso se siente. Mi visión de estos
asuntos es un tanto renacentista: la aspiración de un
arte total. Si necesito en escena un mecanismo que accione, que se mueva junto con los actores o sea accionado por ellos, me someto a la prueba de inventarlo. Entonces me verá con el serrucho, el martillo, las pinzas, el
metal… Luego escribo sobre arte. Pero es sobre el arte
que alcancé a hacer. Toda teoría deviene modificada en
cuestiones teatrales, como si se enfrentara con la vida.
En ocasiones falla. Si falla, cambia la teoría. Un libro
modelo para la realización escénica puede resultar un
molde que castre la creación.
Se movió por la habitación, evocó gestos y voces para describirme una escena ya escrita cuyo objetivo era servir de enlace a
otra. Pero la acción teatral la enriqueció, le dio valores nuevos, y
la segunda resultó referencia de la primera. Y continuó:
—Lo primero es vivir. En teatro y creo que en
todo. Por eso mi obra ha tenido diferentes períodos. En 1961 hacía un teatro informal. En 1963, lo
que denominé Teatro Cero. En 1967 estaba de lleno en el movimiento de happening. En 1972 lo que
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Espiral de interrogantes
llamo Teatro Imposible. Desde 1978 en lo que llamo Teatro de la Muerte porque la noción de la muerte entró en escena, como bajo su advocación. Es el
sentido que sigo desde Wielopole Wielopole hasta
Que revienten los artistas y Aquí no vuelvo más, mi
espectáculo reciente.
Comprendí que al llamarles «espectáculos» y no «obras» o «piezas», ya definía su concepción del asunto. Estaba dispuesto a narrar
una historia, real o imposible, sin la puntual cronología, quizás desde
cierta anarquía en la narración, pero sin perder de vista que trabajaba para un público. No jugaba a crear una ilusión de realidad.
—Mi convicción esencial es que soy diferente de
los artistas que vienen, hablan y miran. Es mi orgullo. Todos consideran que el artista crea teniendo un
plan, ideas ya formadas, y que el logro depende de
que las ideas sean buenas, o bien preconcebidas. Eso
se vincula a la noción decisiva del siglo XIX. Pero el
obligado margen a la creación, a la equivocación y la
rectificación, ¿dónde lo dejan? Yo creo que luego se
puede ajustar, regir el tiempo y hasta establecer leyes, puntos fijos para las siguientes representaciones.
Pero si se conforma rígido desde el principio, ni el
actor ni el espectador se sentirán cómodos.
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Reynaldo González
Aplicaba al espectáculo total la improvisación que las escuelas de actuación suelen conceder a los ensayos para la apropiación del texto y sus significados por los actores. Me pareció que
él, considerado post vanguardista, tendría algo que decir sobre
las vanguardias del siglo XX.
—Hacia finales del siglo que creó las vanguardias, que las glorificó, se ve que las vanguardias
fallaron. En ese sentido, cada artista seguidor de
las vanguardias sufre una derrota. A mí las derrotas me fortalecen. En cierto modo me he dedicado
a trabajar la derrota del hombre. Aunque le llamo
a este período Teatro de la Muerte, no estoy obsesionado con la muerte. Quiero vivir burlándola. Y
no creo ser nada original. La muerte ocupa por lo
menos el ochenta por ciento del arte, como tema y
como gravitación.
Traté de imaginar su proceso creador con las referencias sublimadas de su infancia, los horrores vividos por Polonia, la
violencia ejercida desde un poder variante, indistintamente
considerado «bueno» o «malo», pero siempre extranjero, ajeno. Y se me ocurrió hablarle del sufrimiento en la creación.
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Espiral de interrogantes
—Tiene razón: sufro creando. Creo que es obvio.
En la raíz de la fuerza creativa está el dolor, el sufrimiento, la desesperación. Eso da mayor fuerza al
arte, pero también le da su joie de vivre. Por eso
admiro a Wispianski,1 que fue nuestro poeta de la
muerte. Creó una necrópolis poética a la que hizo
venir a nuestros seres queridos. Hubo un tiempo en
que los mayores logros de los poetas fueron sus odas
a los muertos, u obras teatrales que eran tétricos
entierros. Y en esas antípodas surge la irreverencia
necesaria. Es el lindero, de la desesperación nace el
sarcasmo, el contraste para superar ese abismo que
atrae. Es la esencia del circo, de lo circense, y del
gran guiñol. Es la burla frenética. La mejor forma
del teatro y su más pura expresión, llevada a sus
extremos. Para burlar ese abismo es que, entre otras
razones, surgieron el Dadaísmo, el Surrealismo y
demás formas contrastadas del arte. Wispianski ha
sido deformado por todos los estrenos del siglo XX.
Es mejor leer el texto con atención y no ver lo que
hicieron con él. Yo tuve el proyecto de montarlo y
considerando que todo debía actuarse en un cementerio, el baile incluido, me planteé la obra desde otro
ángulo. Ese sentido necrófilo está en toda la obra y
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Reynaldo González
no solo en sus escenas altisonantes. Si se hubiera hecho así, sería una mascarada. Él tuvo un sentido del
humor que han matado con excesos de retórica. No
pocos intereses entraron ahí, lo alteraron todo para
darle a Polonia el significado de nación mártir, elegida. Siempre he temido que cada uno interprete cada
cosa a su manera, que lo use para su provecho, y los
políticos para utilizar lo patriótico. De todo eso no
tengo ni idea. El pueblo polaco es muy bueno, pero
no sé qué entiende de mis proposiciones escénicas.
Trabajo mucho con alemanes, con franceses. Estaría
contento si tuviera la misma recepción en todo el
mundo, lo que es imposible. Muchas veces, luego de
los elogios en las capitales donde trabajo, me quedo
pensando qué entendieron de todo eso tan alejado
de sus psicologías. Pero en verdad no veo tanta diferencia entre nosotros y los africanos, por ejemplo,
para ir a un lado opuesto por antonomasia. No soy
nacionalista. Cuando el stalinismo, me tildaron de
«cosmopolita», que entonces era un agravante social.
Yo, que soy profundamente polaco, deseo ser universal. Es lo que entiendo y no voy a resignarme a
comunicar con solo unos pocos.
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Espiral de interrogantes
Cuando estrenó Wielopole Wielopole, lacerante mirada al
pequeño terruño, en su ciudad natal lo montaron en la iglesia
donde fue bautizado. No pocos elementos de la puesta en escena
pudieron resultar heréticos, sobre todo vistos en una iglesia.
—La obra es lo que cada cual quiere ver. La recensión ocurre por muchos sentidos, no solo la cabeza,
el intelecto. También la piel, el oído, el ojo. Y si el
teatro funciona como tal, puede resultar un rito. En
mi caso es eso, aunque sea un rito contradictorio.
Estuvimos observando sus dibujos, de una coloración sepia, a la
manera de José Luis Cuevas, pero más simples. Orillados junto a
un gran tablero, viajeros que parecen dispuestos a cruzar el espacio, cerraduras, vías apenas esbozadas por líneas sobre manchas de
aguada, todo deja la impresión de activa soledad.
—Es la idea del constante viaje. No sé explicarlo. Son viajeros. Todos somos perennes viajeros.
Es el movimiento constante, la búsqueda, la ansiedad de hallar un puerto donde descansar, pero no
se sabe dónde. En el escenario esto resulta obvio.
Una banda de viajeros, cada uno con su equipaje,
un infinito número de valijas. Eso es Wielopole
Wielopole. En La clase muerta también la gente
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Reynaldo González
llega con su equipaje, quizás símbolo de la infancia,
del pasado que no pueden abandonar ni olvidar.
Cada uno es el asesino y el torturador de su propia
infancia. Quizás ahí está el sentido: son terribles
asesinos, culpables. Tienen nostalgia de su propio
crimen. ¿Y a quién mataron? A sí mismos.
En una de sus representaciones se le ve incómodo, sombrío, entrando a escena con su propio ataúd a cuestas. «Hay
que marchar, llegar al final», dice. Pero parece que se burla
de los otros personajes, quienes lo observan y atienden a sus
situaciones en la escena.
—Porque observan demasiado sus propias desgracias, gozan de que los vean llorar. Es el impúdico exhibicionismo de la tristeza. Cuando el hombre es muy
infeliz nace en él una fuerza terrible. Hay que cuidar
la infelicidad, es una fuerza.
Lo decía mientras veíamos el espectáculo en la pantalla del
televisor. Allí, convocados, suspicaces, entraban personajes de
otras obras. Llegaban a un burdel. Se oía un tango. El dramatismo del tango, más que el ritmo de otros géneros musicales, parece el más adecuado para expresar los años en que ocurren sus
obras. Esto explica la persistencia de ese género suramericano
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Espiral de interrogantes
en filmes y puestas en escena de Europa Oriental, además del éxito
que tuvo entre los melómanos de esa zona geográfica inmersa en la
Segunda Guerra Mundial. En la obra asistíamos a una boda. Oficiaba el posadero. El cura bailaba con la prostituta. Veíamos a dos rabinos y a dos obispos contagiados por el tango que se hizo estridente.
La orquesta de Wielopole y la de los militares hitlerianos organizaban una especie de salmo judío frente a la cámara de gas. Kantor, el
personaje Kantor, se balanceaba con torpeza. El director de la orquesta era un rabino. Los músicos tenían rostros contraídos. El aire
del salmo y los pasos marciales se confundían con los calamitosos
cánticos. La omnipresencia de la muerte daba un sentido trágico a
todo sin que los elementos farsescos cedieran terreno. Presenciábamos la fuerza de la desdicha que mostraba el pasado desde el presente —Kantor hoy, no niño— y parecía que asistíamos a un mismo drama repetido. Los actores tenían una parsimonia que se aplicaba por
igual al sexo en su procacidad acentuada, a la tortura, a la casi
paladeada, tierna operación de exterminarse a sí mismos.
—No son roles escritos para ellos: son sus propias
vidas. Es como si en el personaje vivo entrara el otro.
Es el mito de Dibuk, el mito judío, la creencia popular del muerto que posee al vivo. Pero el vivo no desaparece. Es una simbiosis en que ambos persisten.
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Reynaldo González
En casi todas las representaciones de Kantor roba la atención una pareja de hermanos gemelos, de histrionismo impecable y sorprendente. En aquella escena cumplían una parte
fundamental, como una danza.
—Tampoco tenía roles escritos para ellos. Comenzaron a actuar sus propias vidas, sus recuerdos. Son
dos judíos errantes que cargan la tabla de la última
salvación y recitan textos de obras anteriores. Estos
dos hombres llegaron a Cricot II como actores de
teatro tradicional, pero dispuestos a deshacerse de
las convenciones teatrales, a olvidar los papeles escritos. A veces me he preguntado sobre mi trabajo
con los actores, de que tanto se habla. Creo que mi
talento es hallar sus lados débiles y aprovecharlos.
Trabajo con cada uno, hasta que por sí mismos hallan la solución. Creo una situación, se las describo
y ellos quedan lanzados en esa agua profunda. En el
equipo vamos creando una atmósfera, que es lo importante. Armamos líos, lloran, se irritan. Yo soy
hiperkinético, les exijo, vamos llegando a un paroxismo. Se defienden de mí dando exactamente lo que
deseo, pero el proceso no termina con el estreno, ni
mucho menos con las sucesivas representaciones.
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Espiral de interrogantes
Recomienza cada vez. Ahora mismo, que no tenemos tiempo, entre dos viajes, saben que continuaremos ensayando en Nueva York, allá retomaremos
nuestra batalla. Estamos aclarándonos constantemente lo que buscamos. Todo eso quizás no lo percibe el espectador, mucho menos quienes intentan
sacar conclusiones, valorar desde normativas ese
embrollo que es el arte en nuestro país. Pero nosotros trabajamos, vivimos, que es lo importante.
El laborioso Tadeusz Kantor, imaginé, cada noche debía caer
rendido en la cama, o quizás no conciliaba el sueño, agobiado
por su hiperkinesis, la intoxicación tabaquista a que se sometía, la fuerza de su creatividad asomándole en cada gesto, la
permanente necesidad de cuestionárselo todo. Lo conocí poco.
Lo admiré mucho. Me informé sobre él y creo que no fue de los
que aman las cosas cristalizadas, convertidas en ejemplo a seguir, reiteración sacra. Él, que en sus obras apeló a tantas ceremonias marciales, oficios religiosos y tribunalicios, luchó contra las tendencias petrificantes, aspiró a burlar el cerco de los
ceremoniales. Es posible que sus obras se sigan representando
con similar eficacia, sin la magnificación que congela y resta el
sentido, o que se salve de ceremonias oficiosas el equipo que
fundó, Cricot II. O, quizás para empeoramiento del arte, aquel
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Reynaldo González
hombrecillo tenso, con su sarcófago a cuestas, permanezca
entre bambalinas observando cómo expira, después de él, su
herencia convertida en «libro modelo» para ser repetido como
virtuosismo científico, algo que le pasó a Brecht y que él temió
hasta la exasperación. Es la ingratitud del teatro, de todo arte.
Pero en su caso sería crueldad doble, pues entre sinsabores y
confrontaciones dedicó su vida a luchar contra los rituales
ajenantes. Él, ahora, finalmente, duerme. Ojalá no sea objeto
de culto. Habría luchado en vano.
Notas:
Stanislaw Wispianski (1869-1907), poeta y dramaturgo romántico
de gran influencia en la literatura y la escena polacas. Su pieza
poemática Antepasados se estudia en las escuelas y una vez cada año
la presencian multitudes.
1
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Postales: que el cartero llame dos veces
Lo cotidiano tiene
una peculiar manera de
ocultar su misterio. Sucede con las postales
ilustradas que como
aves trashumantes cruzan océanos y territorios, van en tren o barco para provocar una
sonrisa en el destinatario antes de eclipsarse
entre viejos papeles y gavetas. Ellas nacieron ya nostálgicas, no pasaron al arsenal de los recuerdos, sino que surgieron de él. Desde el
inicio sus notas colorísticas, simpáticas, su insoslayable seducción,
Reynaldo González
fueron evocación de algo, elemento de la memoria. En esas pequeñas cartulinas se tiene la ilusión de conservar un trozo de mar, un
monte, el perfil de una ciudad, pero sobre todo un saludo, una solicitud amorosa, el ánimo fraterno que vuelve a mirarse con intermitencia y devuelve al remitente junto al mensaje impreso.
Se piensa que estas pequeñas palomas mensajeras surgieron en 1870, con los fragores de la guerra franco-prusiana. Fue
cuando ese trozo de recuerdo apresado en cartulina tuvo su primera concreción, ya confeccionado y vendido para el inasible
proyecto de la memoria. La postal ilustrada tuvo dos padres: el
librero alemán Schwarz, de Oldenburgo, y el francés Leon
Bernardeau, también librero. La guerra los ayudó sacando a los
hombres de sus casas y ciudades, por lo que necesitaron continuar el vínculo con amigos, novias y madres. Sin llegar a
trascendentalistas podemos permitirnos una pincelada trágica:
también los ayudó el pregusto de la muerte, su cercanía aceleraba la ansiedad de dejar algo en el recuerdo de los seres queridos.
El alemán imprimió símbolos militares en pequeñas cartulinas, para ahorrar papel y exaltar los ánimos patrióticos. El
soldado apremiado por enviar un saludo a casa se contentaba
con aquel formato miniatura y no se enredaba en la redacción
de una misiva durante esforzados vivaqueos. Lo mismo ocurrió con el francés. Su negocio, cercano a un campamento, tuvo
a cuarenta mil soldados como presas fáciles. La demanda de
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Espiral de interrogantes
papel creaba un problema y complicaba las escasas horas de
asueto. El emprendedor comerciante acudió a rectángulos de
66 por 90 milímetros, símbolos militares y frases de rigor patrio. El éxito de ambos creció cuando las imágenes bélicas,
inapropiadas para mensajes íntimos, fueron sustituidas por
paisajes calmados, fragmentos de ilusoria paz que apartaban
la contienda de la correspondencia privada: montañas, arboledas y bodegones florales. Desde la seductora Suiza de lagos
helados terció otro buscavidas, el pintor Franz Borich. En 1872
comenzó una serie de imágenes especialmente pensadas para
aquellos rectángulos de cartulina. Soslayó el contenido
guerrerista y se acogió a escenas de costumbres y a una frase,
Gruss aus (saludos de)... Un canto a la vida frente a la mortífera maquinaria de muerte. Tuvo éxito inmediato y notable.
Alrededor de las postales florecieron industrias de ediciones en Alemania, Austria, Suiza, Francia e Italia. Nombres de
editores del período, llamado heroico por mezclar guerra y
arrancada empresarial, fueron Richter en Nápoles, Sieher en
Mónaco, Springher en Estrasburgo, Gungli en Zurich y Alteroca
en Terni. Ellos definieron el mercado postalero.
Las postales añadían un condimento elegante a los viajes,
las Navidades, los fines de año y otras ocasiones. Pero algo
comenzó a diferenciarlas: las influencias de los movimientos
artísticos. También allí se expresaron el impresionismo y el
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Reynaldo González
art-nouveau que tipificaron la época. Sus pequeños cuerpos
acogieron la fuerza germinativa de tendencias poco favorecidas en los salones del "gran arte", el que recibía la bendición
oficial. Pintores sin fortuna pero que luego establecerían hitos,
empezaron como diseñadores de postales. La posterior aceptación de su obra "seria" los llevó a la ingratitud de negarlas en
sus curriculum. No debieron ser tan severos con sus pequeñas
piezas multiplicadas por el arte de la imprenta, pues aquellos
trazos sin firma sembraron una inquietud y un hábito en las
retinas de los ilusionados destinatarios, sus futuros clientes.
Todo aquello sucedió cuando la vida del nuevo medio, arte
aplicado y de explícita transitoriedad, no había alcanzado la
dignidad valorativa que le aporta la industria cultural de nuestros días. Hoy no solo es afán de incontables coleccionistas,
sino de críticos y teóricos. Es justicia decir que algunos creadores notorios sí asumieron como parte de su currículum la
fértil cópula con la imprenta y el pequeño formato: Alfonso
Mucha, Raphael Kirchner y Henry Meunier, "postalinistas" y
litógrafos anónimos. Se sumó el insoslayable Toulouse-Lautrec,
para siempre vinculado a la postal, el cartel y el mundo frívolo,
quizás porque más que otros requería apartar de sus pesadillas el gravitante trascendentalismo.
El desarrollo de la fotografía y de los procedimientos de
reproducción llevaron a la postal a una verdadera bacanal.
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Espiral de interrogantes
Surgieron clubes de coleccionistas, un laborioso intercambio.
Surgieron enjundiosos ensayos y libros sapientísimos sobre un
arte que sumaba manía y generosidad. Para tener una idea del
negocio bastará recordar que en 1910 se imprimieron en Francia ciento veintiún millones de postales ilustradas. Fue un verdadero período de oro, a juzgar por sus doradas ganancias. Allí
nació la variedad de una especie multitemática sobre viajes,
familias reales en extinción o en resurrección, eventos, tragedias -con preferencia naufragios, catástrofes naturales y descalabros ferrocarrileros-, guerras coloniales o anticoloniales,
vedettes famosas de la ópera o del cine, reproducciones de cuadros y esculturas célebres, edificios -se asistía al surgimiento
de los rascacielos y a la exaltación del aventurerismo arquitectónico-, terrorismo -los anarquistas con sus bombas de bolsillo en primer plano, tipos y tópicos que acechaban al burgués
de provincias, quien prefería tenerlos engavetados y en pequeña dimensión-, marina, automóviles, animales domésticos y
salvajes, aviación, políticos y científicos de renombre, cuerpos
armados -galones y uniformes variopintos ya agobiaban el sufrido mapa europeo-, deportes y la avanzada de un erotismo
pacato, alcahuetería para enamorados, más una incipiente pornografía, cada vez más desenfadada.
Ya se podía hablar de "géneros" que satisfacían o creaban avideces. La maniática proliferación de postales para todos los gustos
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tuvo sus flujo y reflujo, por etapas desbordada, en otras adormecida, pero nunca muerta. El siglo veinte contempló la proyección del
"postalismo" en otros productos de lo que ahora llamamos mass
media, ediciones y álbumes de lujo, pensados para involucrar por
igual al snob y al verdaderamente ilustrado.
Los años sesenta y setenta conocieron un florecimiento ya
indetenible de esta industria y la multiplicación de temas a nivel delirante. Pero, sobre todo, la reimpresión de postales antiguas,
ahora consideradas clásicas. Habían proliferado las teorías sobre lo
camp y la resurrección de lo kitsch en versión para andar por casa,
dejado en lo simplemente cursi, pues le restaban la denuncia del totalitarismo con que su genitor Herman Broch respondió a la escalada de la propaganda política nazi. Los estanquillos y establecimientos especializados en souvenirs se vieron atestados de postales viejas
y un nuevo surtido, imaginativas e irreverente creaciones, reflejos de
la insoslayable picaresca. Como para rendir tributo a los orígenes
volvieron los quioscos a las cercanías de los cuarteles, fenómeno observable en Italia y otros países europeos cuyas casernas albergaban,
por decisiones de forzada y dura educación climática, a reclutas de
zonas geográficas opuestas, los del Sur al Norte y viceversa.
El afán por revivir las ancianas imágenes convalidó las de
gusto dudoso o explícitamente malo, ya no para satisfacer fruiciones y ansiedades ingenuas, sino como objetos de estudio. En
medio de ese renacimiento postalinero quedaron esclarecidas
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las negligentes paternidades. Pesquisas históricas evidenciaron a los grandes del arte que en su momento coquetearon con
esta pequeñez. Muchas de las postales que se imprimen hoy no
son enviadas, lo que tuerce su primigenia razón de existencia.
Las compran para atesorarlas como "información cultural",
desnaturalizadas, fetichizadas, sin que falten las que persisten
en llevar el Gruss aus impuesto por Franz Borich. Las postales
señorean por derecho propio en la industria de la nostalgia.
Quizás sean uno de los pocos productos realmente auténticos
en la hipertrofiada multitud de impresos de los quioscos. No
nacieron en otra esfera ni resultaron subvertidas, extrapoladas,
sino desde, por y para la nostalgia, nostalgia ellas mismas, luego "nostalgiadas".
-282-
Lezama revisitado
Del Barroco americano: Carpentier y Lezama
De mi papelería, revoltijo benéfico, saltan chispas que iluminan mi desorden. Hoy encuentro un recorte de hace un par de
años, con un comentario del filósofo Eugenio Trías a propósito de
una nueva y multitudinaria edición española de El siglo de las
luces, de Alejo Carpentier, y una vieja entrevista radiofónica de
Joaquín Soler Serrano, que nos devuelve la manera directa de
nuestro novelista para responder asuntos de gran complejidad.1
(Recuérdese las entrevistas filmadas por Héctor Veitía: Alejo
Carpentier habla de... La Habana, la música, el surrealismo, costumbres y evocaciones de personalidades, resueltas con cámara
fija para mejor disfrutar la espléndida movilidad de su pensamiento.) De ambos trabajos emerge un Carpentier rico en asideros y
conocimientos, dueño de sus recurrencias argumentales.
Reynaldo González
Eugenio Trías relee la que considera «una de las novelas
más extraordinarias que se han publicado en nuestra lengua»
con el mismo asombro de treinta años antes. Apunta cómo
desde El reino de este mundo y su prólogo que resultó
programático, Carpentier reveló la intrincada coherencia que
dotaba al continente americano de «las más insólitas asociaciones, desde el paisaje natural y por extensión también el
cultural y mental», convirtiendo lo maravilloso en real, observación que le permitió cerrar «el dilema entre realismo y
surrealismo, o entre lo fantástico y el costumbrismo». Y añade: «Ese programa puede realizarse de forma lineal y mecánica, como sucede en Los pasos perdidos, mediante un progresivo despojo de cultura europea hacia un imposible origen
matricial que, como tal, es inalcanzable», o puede refinarse
hasta devenir una poética personal, «al punto que dé con la
forma propia de una de las mejores novelas hispanoamericanas. Es lo que sucede con El siglo de las luces.»
Su relectura afirma lo mágico del «realismo histórico que
entreteje los sucesos de la Revolución Francesa [con] el
microcosmos del Caribe, su paisaje humano colonial y traficante de esclavos, las huidas de cimarrones a plena selva, sus incipientes formas de burguesía comercial, a la sombra ya perceptible del Gran Coloso del Norte; ese mundo rubricado por ciudades como Santiago de Cuba y La Habana, o Puerto Príncipe,
-285-
Espiral de interrogantes
Cayena y Paramaribo». Se refiere a la forma narrativa empleada por Carpentier, su lenguaje, donde «la belleza es lo más radiante, pero por lo mismo es, también, algo escondido; nunca
está de moda (como puede estarlo en su forma más abarrocada,
o en su radicalización mágico-realista)», algo en lo cual es imprescindible el «sumo equilibrio de vida e inteligencia». Trías
concluye que «El siglo de las luces sigue siendo la forma clásica de esa literatura y, sin lugar a dudas, una de las cinco o seis
mejores novelas en lengua española».
La proposición de la mayor obra carpenteriana, culminación de un estilo enunciado en sus novelas anteriores, se debió
a una acuciosa documentación trascendida en el lenguaje,
ritmada y tamizada por él, hacia ese «barroquismo americano» del cual emergió como ejemplo definitorio. Y es de lo que
trata la entrevista de Soler Serrano, publicada en el volumen
Escritores a fondo (Planeta). Ante las preguntas, el novelista
responde: «Yo, que no siempre he compartido las ideas de
Unamuno cuando se contradice a sí mismo, cosa que hizo con
frecuencia, recuerdo una frase axiomática suya: hemos de hallar lo universal en las entrañas de lo local. Ese ha sido mi lema:
yo he partido de mí, como cubano, para conocer mi isla, el folklore, sus problemas [y] comprendí que tomar un solo país
por [toda] la América Latina es un gran error que han cometido muchos historiadores. José Martí fue el primero que se dio
-286-
Reynaldo González
cuenta de que cada país de América debía ser tomado como una
parte de una unidad, como una parte de una totalidad. Yo primero soy cubano, latinoamericano después, y por último universal».
Cabalgando en el toma y daca de la conversación, Carpentier
añade: «Unamuno, en uno de sus buenos momentos, aconsejó a
los escritores latinoamericanos que no tuvieran ninguna preocupación de tipo casticista, que se buscaran a sí mismos en un idioma flexible y renovado, y esto es lo que ha llevado a tantos, entre
los que me encuentro, a cultivar un estilo barroco. Porque estamos rodeados de una cultura barroca, exuberante. El barroco se
produce en momentos de máxima fuerza de ciertas culturas. El
barroco se produce en Rabelais, en Quevedo, en Calderón, en
Gracián, en Proust, en Joyce. El barroco es un lujo de la creación. Es la creación lírica que no necesita circunscribirse y que
admite lo que los compositores llaman la forma abierta, es decir, la forma que permite la expansión».
Y llegan a El siglo de las luces, suma y concreción del barroco carpenteriano. «Diré que es una novela que francamente
me gusta, en la medida en que un autor queda satisfecho de
su obra», responde Carpentier. «Conseguí realizar algo que
estuve mucho tiempo buscando: desplazar el eje de un conflicto europeo hacia mi mundo, el de América, pero más especialmente al del Caribe, y afinando aún más, al de La Habana. Hubo un intento de trasplantar la Revolución Francesa
-287-
Espiral de interrogantes
al Caribe. Los enviados de Robespierre a la isla de Guadalupe
tuvieron mucho éxito. Hay una frase de Víctor Hugo relacionada con todo este pasaje prerrevolucionario importante: las
palabras no pueden caer en el vacío, pueden fracasar los hombres, como les pasó a ellos, pero el espíritu revolucionario subsiste. Y así fue, este espíritu subsistió y desembocó en la guerra
de la independencia de América».
Entre las formas barrocas de Carpentier y de Lezama existen
vínculos y diferencias. En mi libro Lezama Lima el ingenuo culpable, y en otros textos, he insistido en que además de una voluntad de estilo y una conquista de lo que denominó su Sistema
Poético del Mundo, el barroquismo lezamiano se expande y
complejiza al explicitar sus propuestas poéticas. Lezama ejerce
su afán de «claridad» desde la poesía misma, desde «la imagen
genitora de imágenes»: suma de hechos poéticos aderezados con
un lenguaje de intrincado metaforismo y sorpresivas recurrencias
a la historia, asociativo corte tangencial, tan rico que es capaz de
crear nuevas «eras imaginarias». ¿Un ejemplo? En sus conferencias recogidas en La expresión americana lo entregó el propio autor de Paradiso, novela que se tiene como cumbre del barroquismo americano: «Si digo piedra, estamos en los dominios
de una entidad natural, pero si digo piedra donde lloró Mario,
en las ruinas de Cartago, constituimos una entidad cultural de
sólida gravitación».
-288-
Reynaldo González
Sus asociaciones escapan a la mirada tradicional o «clásica», y conforman un cuerpo verbal en constante movimiento,
una sucesión de imágenes en contrapunto irreverente. Como
Carpentier, retorna a Martí, el que atraído por la lejanía de la
patria sintió que «tiene que operar sobre la tierra prometida,
que le es negada y en la que únicamente puede encontrar los
manantiales paradisíacos que lo colman» (Tratados en La
Habana). Va del heroísmo a lo cotidiano, ambos elementos
vistos en su significación trascendente, en los pálpitos de una
«mirada oblicua» e integradora. En su «sistema» —tan personal que excluye imitaciones— el hecho poético suma movimientos dispersos en un solo cuerpo de poesía. Es como ve «lo cubano»: una «mezcla de lo telúrico con lo estelar», reafirmación
y posibilidad, flechazo lanzado al porvenir, para una de sus más
citadas frase: «lo importante es el flechazo, no el blanco». La
multiplicidad de la imagen, centro y ánima de la poética
lezamiana, generó sucedidos que se adhirieron al argumento
de la novela y le establecieron nuevos pasos y seducciones. Él
mismo se presenta como el más sorprendido por la posibilidad
metafórica que todo relato le propone, a la que accede y luego
intenta conducir. El idioma se le flexibiliza para observar, al
unísono, el detalle y el panorama. En esa simultaneidad de conocimiento y de expresión halló el pivote desde el cual se levantó en América un nuevo concepto de barroquismo.
-289-
Espiral de interrogantes
Como en el caso de Carpentier, instado por un entrevistador, redondea ese concepto:
«En América, en los últimos tiempos, se le cuelga la etiqueta de barroco a cualquier escritor que se sumerja en una
proliferación, en una exuberancia... Es innegable que en las
distintas formas de expresión por las que ha pasado América,
siempre ha existido el elemento barroco en una u otra forma.
(...) Para mí el barroquismo es una condición muy americana. Yo diría que dos elementos precisan las condiciones del
barroco nuestro, que es la simultaneidad: lo que para los europeos es sucesivo, para el americano es simultáneo y le da
un turbión sobre su pensamiento. Y luego, un elemento del
barroco nuestro es la parodia de los estilos, la burla de los
estilos. En muchos de los elementos barrocos que pasan a
nuestro acervo actual hay un innegable grotesco, una innegable burla, un andrajo de lo que es realmente el estilo. Esa burla
de los estilos europeos ha creado un verdadero estilo americano. No es, pues, la exuberancia, no es la proliferación lo
característico del barroco. Yo diría: lo que en Europa sucedió
en distintas épocas, el barroco americano lo aprieta y lo resume en un solo instante en el tiempo, y a la vez hay un elemento de ironía, de una ironía inteligente y más sombría, más
profunda que inteligente, si se quiere, que lo que es esa parodia de los estilos europeos».2
-290-
Reynaldo González
Si al referir un acontecimiento reciente se propone «una
entidad cultural de sólida gravitación» y su búsqueda de nuevas «eras imaginarias» lo lleva a convocar a Mario frente a las
ruinas de Cartago, llegará a las más imprevisibles e irónicas
referencias connotativas para acompañar los acontecimientos
de la novela. Eso ha conformado el hermetismo de su obra,
señalado por varios estudiosos, su barroquismo menos asimilado o asimilable que el de Carpentier. Son símiles de carácter
culterano, violentas traslaciones a culturas clásicas, lo gratuito
y lo necesario, lo que intensifica y lo que distrae, el adorno,
una frase que sirve de anticlímax dentro de una situación, lo
grotesco. Las imágenes lezamianas parecen escaparse, juguetonas, para situarse en el centro de un parlamento. Solo pongo
algunos ejemplos, en Paradiso, que enriquecen —y enrarecen—
su narración, algo que sorprende a lectores poco advertidos.
Si tejer es «flexibilizar un misterio», varias mujeres tejiendo «estaban en tareas de Penélope». Hacer la caca es «volcar
el serpentín intestinal». Vociferar es «baritonizar». Todo eso
suma el barroco ornamentado de su prosa... y de su humor:
«su imaginación, como un pequinés cruzado con chauchau,
se disparaba a morder»; «tenía el casaquín lleno de los signos del Concierto para clarinete de Mozart»; «caminaban sus
sílabas dentro del humo como espirales que retornaban de
nuevo por el flanco del ojo»; «cogió una tifus negra que en
-291-
Espiral de interrogantes
dos semanas la llevó a ver el Canciller Nu, el victorioso, que
es el primer portero del submundo de los egipcios»; «pero
las decisiones de la Mela avanzaban en punta, como un escuadrón de aqueos que pasa ululando a las naves de proas de
cobre»; «el tiempo, como una sustancia líquida, va cubriendo, como un antifaz, los rostros de los ancestros más alejados,
o por el contrario, ese mismo tiempo se arrastra, se deja casi
absorber por los jugos terrenales, y agranda la figura hasta
darle la contextura de un Desmoulins, de un Marat con los
puños cerrados, golpeando las variantes, los ecos, o el tedio de
una asamblea termidoriana».
«Tientos y diferencias», hubiera dicho Carpentier ante la
comparación de su obra con la de Lezama. Y yo le propongo al
lector que antes de entrar en ambas columnas definitorias del
llamado barroco americano, frecuenten los ensayos en que estos dos grandes explicaron sus métodos e intereses, las búsquedas que les permitieron conformar novelas, relatos y poemas insoslayables.
Notas:
1
2
El Mundo, Madrid, 20 de mayo de 2001.
Imágenes, Madrid, diciembre de 1976.
-292-
Lezama, pintura y poesía
En el caso de José
Lezama Lima estamos
tratando la obra de alguien caracterizado por
el acercamiento a la cultura con peculiar fruición. Resulta difícil discernir dónde concluye
el paladeador de la cultura y comienza a actuar el creador, pues confluyen en similar goce. Riñendo con ruidos ambientales —que quienes visitamos ahora su casa, hoy convertida en biblioteca, reconocemos no como metáfora sino golpeante realidad—, desde la modesta tenacidad que lo distinguiera, elaboró la trama de su
Espiral de interrogantes
poesía, es decir, de su obra total. Siempre he visto la creación
de Lezama como un cuerpo donde la ebullición poética
cohesiona mil flechas disparadas. Partió de la contemplación
y de la investigación más aleatorias para alcanzar los peldaños cimeros de esa obra que se ofrece hoy al estudio, no a la
veneración. Digo esto como en otras ocasiones soslayé la incondicionalidad admirativa para procurar el acercamiento meditado. La veneración suele distanciar, dejar en nicho intocado
lo que exige que se le penetre en sus peculiaridades. El estudio
acerca si se ejerce con sentido creador y no repitiendo fórmulas desde la impostación profesoral, algo que cuadra mal al quehacer lezamiano. Eso quedaría en exaltación de su grandeza,
sí, pero una grandeza ignota, difícil de encajar en un conjunto
que se desea ver solo desde ángulos propicios. Sería la aceptación de un bien cultural pero no su juiciosa apropiación.
Lezama Lima, llamado por muchos Maestro —y el suyo
fue magisterio natural, aglutinador de sensibilidades para
empresas de ediciones y degustación de cultura—, es el que
menos asimila etiquetas socorridas. Exige, eso sí, el acercamiento que no ambicione una totalización, una definición
fácil. La obra de Lezama sigue ahí, a la espera de nuevos
abordamientos, y posiblemente sea el reto mayor de nuestro legado literario. Hoy, a zancadas raudas, propongo un
recorrido por sus páginas como con la «mirada oblicua» que
-294-
Reynaldo González
nos enseñara a valorar. Acerquémonos a observaciones que
nos dejó en su ensayística y que de alguna yuxtapuesta manera
reaparecen en pasajes de sus libros de ficción y de poesía.
Ya en Analecta del reloj leemos: «La distancia de la poesía
al poema es intocable. Sus vicisitudes pueden soportar hasta
ser novelables. La poesía es el punto volante del poema. Su trayecto es como una espiral semejante al cielo estrellado de Van
Gogh».1 En tan breve fragmento coinciden el abordamiento de
lo poético como sustancia que se desea apresar, reto que seduce y cuya corporeización es el poema, más una anunciación de
la novela: de la poesía y del poeta como entes novelables. También, y es lo que hoy nos interesa subrayar, el símil entre realización poética y plástica, algo que acompaña por mucho tiempo las explicitaciones de Lezama Lima para hacer comprensible su llamado Sistema Poético del Mundo. Lo subrayable es
que esa «espiral semejante a...» en el resto de la obra deviene
esencial, ya no solo símil para la argumentación. Ese Van Gogh
que en septiembre de 1888 intenta apresar en color la dispersión hipertrofiada del cielo de Arles desde una interpretación
sui generis, El Greco del Apostolado, o el Brueghel donde paisajes invernales o de estío cobran significación de crónica y
fantasmagoría, el Bosco inquietante en su paraíso-infierno
donde se suman connotaciones que hoy desentrañamos con
torpeza, el Zurbarán de brillos suculentos, el Matisse de
-295-
Espiral de interrogantes
contrastadas aventuras coloristas, el Picasso que sintetiza una
época en búsquedas sucesivas, y toda una suma de maestros
de la pintura universal que no cesan de incorporarse a sus páginas casi como protagonistas, ya sea en los jugosos párrafos
ensayísticos, en la novela o el poema, irán trascendiendo la
ejemplarización que desea atraer, se convierten en ideas de sí.
Cuando el señor feudal retomado por Lezama accede a la campiña donde sus siervos interrumpen labores para admirarle el
gesto altivo, una bonhomía quizás atribuida por la ingenuidad,
la referencia de Brueghel el Viejo queda omitida, pero está implícita: realidad pretérita, ejemplo y saboreo de la imagen se
han sumado en una suerte de gobelino transitable.
Todo se sazona con el condimento de la poesía, pues le da
cuerpo, el conjunto adquiere palpitación. Cuando nos describe
comidas historiadas o vividas, es como si observáramos bodegones de la escuela más detallista. El paisajismo romántico de
nuestro siglo XIX, procurado por Lezama para instalar en él la
aventura del verbo, es como un recorrido que incluye por igual
la paleta y la metáfora. Y así hasta las disquisiciones de Fronesis
y Champollion sobre el aduanero Rousseau, en Oppiano
Licario,2 donde Zequeira ha de coincidir en una fiesta de la
elocuencia con Braque, el Libro de las horas del duque de Berry
o Juan Gris. La poesía queda sinonimada a la pintura, ya no
solo instrumentalizándola en ejemplos. La pintura supera allí
-296-
Reynaldo González
su manida condición de referencia de épocas: es también materia combustible para la acción de la imagen en el tiempo. Lo
ejemplifica un texto de extraordinario significado para la penetración del corpus cultural cubano: «Paralelos: La pintura y
la poesía en Cuba (siglos XVIII y XIX)». Al invitarnos a un viaje
singular que compara poesía y pintura, recurre a un ardid de
narrador que sirve al analista: «Antes de saltar embebido las
clavijeras amarras, el misterioso surcador Cristóbal Colón se
aposenta demorado frente a unos tapices. Ha cruzado una poderosa llanura, lo que debe haberle producido la sensación de
una navegación inmóvil, está en un extremo de Castilla la Vieja y entra para oír misa de domingo en la Catedral de Zamora.
Siente la grandeza de uno de los más hermosos tapices que
existen, que compite con dignidad castellana con La dama y el
unicornio, de Cluny».3
Para describirnos el tapiz, Lezama recuenta la guerra de Troya,
el rapto de Helena. Sentimos el ulular de la batalla junto a la
tienda de Aquiles. Soslayamos, para no interrumpirlo en sus funciones, al doncel rubio que sostiene las tensas riendas del caballo del héroe. Más que ver, sentimos. Y así, entre conversaciones
accidentadas por la lucha y admiraciones por las sedas del tapiz,
se evoca a Catay y Cipango, cuanto inflamara la mente de quien
sería declarado Almirante en el mar y virrey de las tierras que
hallase, luego de una travesía que cambió lo que hasta entonces
-297-
Espiral de interrogantes
se conocía como la Historia. Con él iniciamos un viaje que irá
tocando poesía y pintura, fusionadas en el origen de lo ilusorio
posible. Para entonces Lezama enuncia su juego: «Cuando el
Almirante va recogiendo su mirada de esos combates de flores,
de esas escaleras que aíslan sus blancos como aves
emblemáticas, del arquero negro cerca de la blancura que
jinetea Tanequilda, y las va dejando caer sobre las tierras que
van surgiendo de sus ensoñaciones, se ha verificado la primera
gran transposición de arte en el mundo moderno. De esos tapices ha saltado a tierra, y los blancos fantasmales, las cabelleras de las doncellas y los arqueros sombríos han comenzado a
perseguirlo y arañarlo».4
Esa imaginería deberá complementarse en tierras de lo que
llamará de Indias. Con ellas como alimento para su febril ansiedad, comenzará Cristóbal Colón su viaje. Luego lo hallamos
en las encontradas brisas caribeñas. En el comienzo de la historia ha estado la poesía de la mano de la plástica. Pintura y
poesía, en algunos momentos como elemento de
ejemplarización, en otros concediéndole al arte del color significados de exploración en connotaciones definitorias de lo poético. Son constantes en la obra y en la vida de Lezama Lima. De
los cuadros que solo conoce por reproducciones y cuyas referencias le son entregadas en libros de interpretación, pasa a
la pintura que le es dado conocer, la herencia pictórica cubana
-298-
Reynaldo González
—que vincula con la creación literaria de cada momento pretérito— y la obra de sus contemporáneos. Pocos escritores del
Continente han vinculado tanto sus días y sus obras con el trabajo pictórico como Lezama Lima. La revista Orígenes, sus ilustraciones, el vínculo afectuoso e intelectual con talentos plásticos y musicales, le entregaron la cercanía de esas obras que
nacían al mismo tiempo que la propia. Por eso definió a la revista y al grupo Orígenes como taller renacentista, donde el
conjunto se signaba por la relación de diferentes expresiones
de cultura y desembocaba en charlas y páginas sucesivas.
En la obra de Lezama, además de la significación proteica
atribuida a la pintura, en vínculo tan estrecho con la poesía que
va más allá de la ejemplificación, a los significados, está la presencia de la plástica como una constante subrayable. Además de
las referencias implicadas en sus argumentaciones, en Analecta
del reloj aparece un nombre que devendrá insistente: «Cautelas
de Picasso».5 En Tratados en La Habana el desfile de lo pictórico trascendido por el verbo poético comienza con curiosidades
de gourmet: «El bodegón prodigioso».6 En su celda monacal fray
Juan Sánchez Cotán ofrece a Lezama una posibilidad de establecer paralelos en un terreno que le resulta harto preferido: las
golosinas de la mesa. Velázquez y Zurbarán riñen allí con la
modestia del fraile, entre los brillos de las naranjas, perniles tentadores y algunas uvas que contribuyen a una digestión, pasaje
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Espiral de interrogantes
tan agradecido por el paladar como por la poesía. Pocas páginas más allá, el banquete deviene dionisíaco con «Balada del
turrón».7 Esencias, la vieja miel del camino, almendros generosos y otros regocijos tientan a dioses griegos que frecuentan
un paisaje lunado del Bosco y un tapiz de Bagdad. Allí, un texto
breve deja magnificada la muerte de Matisse,8 otro enfrenta el
nervioso trazo picassiano en unos ángeles recientes, que el poeta
observa en una revista sorprendida en escaparates habaneros.9
Tratados en La Habana inicia el ya perdurable festín lezamiano
con la plástica de Cuba. «Epifanía del paisaje»10 parece un pretexto
para asumir el color, la luz, las deliciosas sombras de la isla, sus
transparencias de un azul cándido y un verde húmedo destinadas a
apresar todas las variantes del iris. El paisaje existe como transmutación del color, que lo define y recrea. La paleta del pintor panea
sobre valles de intimidad acariciable, bahías donde comulgan la
marisma y la vegetación en una neblina que degusta el ojo entrenado. Son los tintes y texturas que alimentarán a los pintores insulares en sus búsquedas y aventuras, en el amoroso cuidado que teje el
poema lezamiano «El arco invisible de Viñales»,11 para una tradición interiorizada y vivida.
El poeta entrecruza referencias. Si en «Pintura preferida»12
estudia dos telas tan diversas como L’Atelier, de la portuguesa Vieira da Silva, y Le passage du commerce Saint-André,
de Balthus, casi por azar, porque las ha podido admirar en
-300-
Reynaldo González
álbumes que recalan en los perezosos círculos habaneros, en
«Valoración plástica»13 se devuelve al manierismo de Greco y,
también, a su azarosa existencia cuando debió reñir por el mecenazgo cortesano e imponer la óptica peculiar de sus
estiramientos y sus cielos arremolinados. La documentación
literaria de Lezama se inserta en el discurso para añadir elementos contextuales y valoraciones en el tiempo. Cruzan lanzas Góngora, Ortega, Velázquez y Goya, más oscuros cortesanos empeñados en agraciar al monarca, todos como en coro
junto al San Mauricio que el desconcertado Doménicos
Theotocopoulos ha generado como hallazgo pero se le convierte en dilatada discrepancia. El poeta fabulador, buscador del
hecho poético y a un tiempo degustador de sucedidos múltiples, enhebra su trama y gana una página de nutrida información y de exaltadas virtudes prosísticas.
En Tratados en La Habana los recorridos de los miembros de Orígenes por las calles habaneras alimentan esa información de la pintura y del quehacer literario anterior y
presente. «Sucesivas o Las coordenadas habaneras»14 —texto
premonitorio de Paradiso y clave a la que deberá volver el
lector de Lezama Lima para penetrar su obra con un instrumental que el propio poeta obsequia— explicita el procedimiento de información, de recreación, el taller origenista.
En ese libro hallamos dos textos sobre uno de los pintores
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Espiral de interrogantes
cubanos que más ocuparían al poeta, el René Portocarrero de
las máscaras, de la iconografía afrocubana —Santa Bárbara
negra, enrojecida y con destellos de una luz que la espátula
agrega en una espada y una copa desbordadas, los íremes
[diablitos] de la sociedad abakuá integrados a la vida del paseante, rivalizando en colorido con damas donde joyas y atributos naturales se acogen a un expresionismo por momentos
cubizado, siempre una paleta sensual y una niebla en pórticos
guardados por angelotes—, será el Portocarrero donde ya flora
y luz enderezan una figuración generosa. «Máscara de
Portocarrero»15 y «René Portocarrero y su eudemonismo teológico»16 sirven al poeta para abordar una obra que en la plástica gana similitudes con su poesía en cuanto a la exploración
de lo cubano, a avecinar el mito con la cotidianeidad, a sumar
elementos que de la realidad pasan a una trascendencia poética en el verso, la prosa, el lienzo, el dibujo, los artilugios de la
acuarela. La máscara ritual o carnavalera, la figura que trueca
su inmediatez por un grotesco o la sublimación de una belleza
que le adiciona el gesto; cuanto el fino y entrecruzado trazo de
Portocarrero comienza a significar para la creación plástica
cubana, es analizado en un texto que dentro de la acostumbrada complejidad lezamiana, casi deviene crónica, como al hojear láminas del álbum que el pintor entrega con la tinta todavía
olorosa. El encuentro de la prosa de Lezama con la potencia
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Reynaldo González
figurativa de Portocarrero engendrará una constante que nos
asalta con reiteración en sus libros, aporte a lo largo del tiempo y en la poesía, trascendiendo a no pocas páginas de Paradiso
y Oppiano Licario, en un regusto implícito. El disfraz y el escorzo, la luz y el espacio insulares, todo cuanto la pincelada
puebla con sucedidos y gracia, en ambos va tejiendo ese relato accidentado que el pintor dejara en una de las obras más
numerosas e intensas de nuestra pintura y el escritor en la
crecida paginación de poemarios, tomos de ensayos y narraciones. Lezama Lima deja una de las interpretaciones insoslayables de un cuadro ya clásico entre nosotros: La cena, de
Portocarrero. La lectura de esas páginas mueve los pies a la
sala del museo donde permanece, como fragmentado de la
realidad y de la ilusión, ese lienzo definitivo, breve, perspicaz, que sabe hablar de costumbres, de interiores resguardados de la resolana insular y de una imaginería contaminante.
La fiesta del color y de la forma continúa en Tratados en
La Habana. Lezama, ya ínclito en la aventura pictórica, establece una passeggiata por los talleres de sus contemporáneos.
Es como si conversara con ellos de cuanto quedó apresado en
líneas y colores. Sentimos el eco de esas discusiones. Y luego,
el desgranado rosario: «Una página para Amelia Peláez»,
«Otra página para Víctor Manuel», «Otra página para
Arístides Fernández», «Todos los colores de Mariano», «En
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Espiral de interrogantes
una exposición de Roberto Diago».17 Son textos a los que debe
recurrir el estudioso de la pintura y de la literatura nuestras en
un período particularmente creador. En ellos encontrará, sin
dudas, la interpretación personalísima del poeta, pero también
el añadido de la convivencia con esos artistas. Muchos de ellos
asumían el magisterio lezamiano, participaban en Orígenes —
sus portadas y viñetas lo evidencian—, se identificaban con una
obra que devenía prédica, en contrapuntos conversados que
generaban ideas, actualizaban criterios, enriquecían la vida y
ayudaban a afrontar el desprecio o la indiferencia oficialista.
Quienes venían de París, Roma o Nueva York, intercambiaban
con los «viajeros inmóviles» cuyo centro era Lezama Lima, ya
considerado Maestro. Una página de Tratados en La Habana
muestra esa avidez de información y se permite cuestionar la validez de las reproducciones que tanto animaran la imaginación
poética. Una exposición de copias inglesas en el Lyceum motiva
esos razonamientos develadores, impugnadores para quien, como
Lezama, ha basado su dialéctica en referencias pictóricas distantes en el tiempo, posiblemente traicionadas en sus reflejos
litográficos, fotográficos, impresiones que maltratan o suben o
tamizan los amarillos, morados y verdes que con jubilosa ansiedad recepciona la pupila del poeta.
La duda en la información, aunque siempre lo aguijoneará
—y esto rechaza la imagen de un Lezama inadvertido en su
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Reynaldo González
enteco panorama circundante—, nunca alcanzará a detener su
deseo, su extraordinaria valoración del hecho plástico como
sustento y continuidad de la poesía: «¿Hasta qué punto una
copia, aunque ésta sea excelente, de un cuadro, puede reemplazarlo sin deterioro de la obra original? He ahí la pregunta
obvia y perdurable que surge en los visitantes al Lyceum para
ver la exposición de arte inglés presentado en copias de cuidadosa factura. Antes de abandonarnos a una radical negación
romántica de imposibilidad reproductora de cuadros, hagamos
algunos distingos. Existen cuadros que por el sereno despliegue de sus cualidades, por la forma de definición y dominio en
el cuidado de su materia y por el ocultamiento del salto y relumbre de su temperamento, parecen más fáciles de reproducirse. Otros, donde la acentuación de diferencias y rescates, de
inicios y rupturas, de puras segregaciones de temperamentos
insulares, parecen brindar una lejanía y un imposible para que
otras manos vuelvan a repasar aquel contrapunto. (...) Ésa es
una delicia de las copias, precisar en su juego de aproximaciones, el fragmento insalvable, el color que al reproducirse en la
copia desmaya y se despide. Un verde que se puede reproducir
en algunos venecianos y un verde inalcanzable e irreproducible
en el Greco».18 (Obsérvese que Lezama escribe de «copias», no
reproducciones impresas, pero la dubitación y la valoración
resultan igualmente valederas en cuanto a las posibilidades de
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Espiral de interrogantes
información de que disponía en La Habana.)
En La expresión americana 19 aquel Cristóbal Colón poblado de lejanías conquistables sale de la Catedral de Zamora donde órganos y corales del rito se le inflamaron con las bondades
del tapiz. Comienza a caminar, pero el eco que reciben sus pisadas no es el adoquinado de las calles, sino el calmo y sosegado de
una vegetación que lo alfombra. Va entre plantas que se arraciman. Está en un continente que primero se le entrega por el menudeo de sus islas. En su matalotaje lleva una cultura donde la
palabra y el gesto parecen concretarse en masas de colores, formas, distribuciones espaciales, en las dimensiones apresables de
lo pictórico. Delirio o ensoñación, todo se conforma en su mente y
traslada su imán a una tierra todavía ignota. Humanismo y violencia. La cruz y el espanto de las llamas infernales. Comienza
una historia entre cortes ansiosas de especierías y metales. Asiste
al nacimiento de nuevos hombres, hijos de la rapiña y del maridaje, del crimen y de la esperanza. La expresión americana apoya
sus razonamientos sobre la formación de una cultura-otra, hija
de la herencia y de rupturas en la imagen, el color, la línea, las
formas ondulantes, fechas drásticas, sfumatos que estructura el
olvido, desprecio e imposición. Los sueños y pesadillas europeos
se corporeizan. Si Goya ha indicado que «el sueño de la razón
engendra monstruos», allí lo monstruoso y lo arcangélico se confunden. La realidad supera la ficción para alcanzar lo que Lezama
-306-
Reynaldo González
denominará «catedrales de futuro»: esa cultura que se expande
hacia su propia identidad y una expresión que se va enriqueciendo con cuanto asoma a sus playas y se siembra o simplemente
parece volatilizarse en la indiferencia de los siglos.
Lezama asume la grandeza americana como reto frente a
«mito y cansancio clásicos», el júbilo de un neobarroquismo tan
deudor como impugnador del ancestro formal, del paladeado
ritmo castellano. América, cruce de todos los vientos y de todas
las tempestades, mechero donde arden hogueras que han transportado los miedos y las absoluciones inquisitoriales, gran caldera donde las mieles y las sangres copulan para engendrar un
monstruito benéfico que sonríe como niño travieso a un tiempo
que procura justicia y equidad —quizás el Ángel de la Jiribilla
tan invocado por Lezama, al que prefiero ver como el Eleggua de
los religiosos afrocubanos, con dos cabezas, una para mirar el
bien y otra para mirar el mal, para la vida y para la muerte, pues
debe avizorar la irrupción de esos elementos en su propiedad,
las encrucijadas—. En ese libro que todos debemos frecuentar,
junto al poeta detectamos las habilidades artesanales y la apropiación de culturas que establecen los pasos del criollo y le ganan eco esclarecedor. La fiesta lo es también de sus llamadas
eras imaginarias, en oposición a la historiografía tradicional.
Allí la historia y la cultura se fusionan para engendrar un allegro
porvenirista, burlador de ignominias y rigideces.
-307-
Espiral de interrogantes
Así como a la distendida argumentación lezamiana para
explicar su Sistema Poético del Mundo le sirven el razonamiento desde cuidadosas contracciones de la lógica, las afirmaciones en la plástica le son cercanas. En un pequeño libro reciente, Imagen y posibilidad, han recogido textos dispersos, algunos de ellos publicados en catálogos de exposiciones, en crónicas o apuntes para la revista Orígenes y colaboraciones en órganos de prensa de variada índole. De
nuevo Arístides Fernández, 20 Amelia Peláez 21 y Mariano
Rodríguez, 22 antes tratados; pero también Luis Martínez
Pedro,23 Fayad Jamís,24 el fotógrafo Chinolope,25 el francés
Pierre Bonnard,26 el mexicano José Clemente Orozco 27 y algunos incidentes de la creación plástica cubana que la definen en el tiempo y en sus búsquedas vanguardistas: «Fundación de un Estudio Libre de Pintura y Escultura»,28 «Los
pintores y una proyectada exposición»,29 y «Nueva galería».30
Ahora son textos combativos, peleones, que salen a la palestra para defender lo específico artístico cuando se le mira de
reojo o se le desea utilizar, como en 1953, ocasión del centenario del natalicio de José Martí. El gobierno del dictador
Fulgencio Batista pretendió organizar una exposición de
pintura como parte del homenaje oficial al héroe
independentista, pero los más valiosos pintores del momento
se negaron a participar. Lezama se siente parte de ese gremio,
-308-
Reynaldo González
no como distanciado observador, sino como artífice desde la
poesía de esas aventuras pictóricas. Como agremiado, desde la
revista Orígenes tercia en el asunto y toma partido.
En La cantidad hechizada, última entrega de su magisterial
obra ensayística, con toda intención Lezama incluye una extensa parte de la exploración de lo cubano desde la poesía y
desde la pintura: ese paralelo ya citado de artes y letras en los
siglos XVIII y XIX, definitivos en la formación de nuestra nacionalidad. Lezama especifica la vinculación nada aparencial entre verbo poético y acción plástica. Soslaya que sea la explícita referencia a la pintura en la prosa o el verso lo que establezca esas coordenadas esenciales. Busca más allá, por medio de sus eras imaginarias, la raíz histórica de un vínculo
que no es simplemente simpatía, o afán exploratorio, o nominación dentro de un texto. Esa consanguinidad que está dada
en los orígenes, como en el danzante inicial se impuso el maquillaje, el atributo que adiciona una apariencia de árbol o de
gacela, y que sirve al baile tanto como los gestos y los giros.
Busca los vínculos de Baudelaire y Valéry, la imantación que
ejerce en Mallarmé y en Debussy esa siesta de un fauno ya
consagrada en música y poesía. Y no es el ejercicio de la crítica y de la interpretación lo que mueve al poeta en el acercamiento casi irresistible a la plástica, sino en la esencia de la
expresión de una sensibilidad que le viene intrínseca.
-309-
Espiral de interrogantes
Un recorrido histórico le permite vincular elementos que parecerían no solo dispersos, sino contradictorios, espaciados en el tiempo.
Se lanza al rescate de una tradición que enumera como perdida pero
que reclama con urgencia para aposento de la cubanidad. El texto en
conjunto es juego y proyección poética, indagación y construcción
del necesario pedestal para la cultura. En esa aventura entregan sus
esencias, por igual, la poesía y el color, la palabra y el gesto que fija la
pincelada. El paisaje y la luz, las frutas 31 y la rugosidad de las construcciones, las playas y los valles, parecen vivificarse por la palabra
imantada, adquirir una significación al pasar esa «cantidad hechizada» que es la poesía. A la exploración de lo histórico, sin que todo eso
quede en simple exaltación o alocado parloteo, sirven con similar
latencia lo poético y lo pictórico. Una poderosa razón se levanta de
esas aparentes inconexiones. Triunfa el poeta porque reconoce que
lo apoyan por igual diferentes artes. Pinta con imágenes. Con ellas
desea alcanzar la gracia y la resurrección.
Para entonces, esa fusión de plástica y poesía ha abonado
una forma de interpretación interiorizada, consustancial. José
Lezama Lima aplica un método a que se ha connaturalizado.
Es el que le sirve para expresar una vez más los ardides de su
sistema poético. Estudia a Juan Clemente Zenea o Ramón
Meza, vuelve sobre Arístides Fernández y establece un homenaje a René Portocarrero,32 texto donde no solo aborda la
producción pictórica del barroco cubano, sino que deja dicho
-310-
Reynaldo González
cuanto debe atenderse para la comprensión de los contrastes,
las referencias, los giros del propio poeta en su obra de ficción.
Cuando hacia el final del tomo el lector encuentra un texto que
permite nuevos abordamientos de Paradiso y Oppiano Licario,
«Confluencias»,33 puede aprovechar esa tenaz labor de recuerdo con mayor presteza, pues está asistido de esa forma, ese
estilo, ese modo que el poeta ha desarrollado. El lector de José
Lezama Lima que inicia su lectura por las páginas ensayísticas,
va ganando y siendo ganado por esa cantidad hechizada donde
resulta imposible soslayar los artificios de la pintura. Entonces
se desplaza por los seductores pasillos de la novela y de la poesía lezamianas. Por el momento solo he indicado y con toda
intención citado poco. Entiéndase como una provocación, una
invitación, una danza envolvente donde colores, aromas y palabras nos incitan a penetrar en un gobelino diferente, el que
nos tiene a todos como protagonistas.
Notas:
José Lezama Lima: Analecta del reloj, ed. Orígenes, La Habana, 1953,
p. 217.
2
Oppiano Licario, ed. Arte y Literatura, La Habana, 1977.
3
La cantidad hechizada, ed. Unión, La Habana, 1970, p. 147.
4
Ídem, p. 148.
5
Analecta del reloj, ed. cit., p. 246.
6
José Lezama Lima: Tratados en La Habana, ed. Universidad Central
de Las Villas, Santa Clara, 1958, p. 53.
7
Ídem, p. 71.
8
Idem, p. 65.
9
Idem, p. 75.
1
-311-
Espiral de interrogantes
Idem, p. 128.
José Lezama Lima: Poesía completa (edición ampliada de la publicada
en 1970, con el cuaderno «Inicio y escape» y poemas no publicados en
libros), ed. Letras Cubanas, La Habana, 1985, p. 214.
12
Tratadosen La Habana, ed. cit., p. 152.
13
Idem, p. 165.
14
Idem, pp. 215 y ss.
15
Idem, p. 98.
16
Idem, p. 334.
17
Idem, pp. 319, 320, 323, 344 y 361.
18
Idem, pp. 295-296.
19
José Lezama Lima: La expresión americana, ed. Universitaria, S.A.,
Santiago de Chile, 1969.
20
Idem, p. 75.
21
Idem, p. 80.
22
Idem, p. 158.
23
Idem, p. 61.
24
Idem, p. 88.
25
Idem, p. 90.
26
Idem, p. 151.
27
Idem, p. 150.
28
Idem, p. 153.
29
Idem, p. 155.
30
Idem, p. 156.
31
Su texto «Corona de las frutas», en Lunes de Revolución, La Habana,
21 de diciembre de 1959, es una evocación de los bodegones, con el
añadido del colorido y la luminosidad tropicales, anunciadores de una
jugosidad diferente, que seduce y conforma el gusto insular.
32
La cantidad hechizada, ed. cit., pp. 361 y ss.
33
Idem, pp. 435 y ss.
10
11
-312-
¿Lezama Lima cuentista? *
Alguna vez los que deseamos considerar «cuentos» dentro
de la escritura narrativa del poeta José Lezama Lima hallarán
su exégeta lo suficientemente meticuloso para descifrar enigmas, adentrarse en las interrelaciones de su prosa y definir terrenos que, a todas luces, no parecieron de interés particular a
nuestro poeta narrador. Cuando el impacto de Paradiso alcanzó orillas de otros continentes y los editores comenzaron a solicitarle narraciones breves que había hecho a lo largo del tiempo y que antes no recogió en un libro, resultó obvio que Lezama
no les concedía similar valor que a sus ensayos y poemas. Incluso manifestó cierto fastidio por tener que dedicarles tiempo
dentro del fárrago de nuevas ediciones, la continuidad de su
Leído en la inauguración de El Patio Morado, Casa-Museo «José
Lezama Lima», La Habana, 19 de septiembre de 1996.
*
Espiral de interrogantes
obra poética y novelística, más la extensa correspondencia que
le imponía la repercusión editorial internacional, desde su Isla
bloqueada, con el agravante de estar bloqueado y ser, también
él, una isla en la Isla.1
Por ese sendero hemos caminado algunos de sus editores
cubanos y extranjeros. Al tratar el asunto en el prólogo de sus
cuentos que seleccioné para Alianza Editorial, sin mayor precisión pero con algunos ejemplos, indiqué la necesidad de rastrear en la extensa paginación de Paradiso y Oppiano Licario,
e incluso en algunos poemarios, pasajes que en sí mismos permitían que se les leyera como cuentos, o que así se les considerara. A partir de esas consideraciones, en mi selección incluí
los textos «El guardián inicia el combate circular», tomado de
Aventuras sigilosas (1945), y «Pífanos, epifanías, cabritos»,
«Peso del sabor», «Tangencias», «Cuento del tonel» e «Invocación para desorejarse», tomados de La fijeza (1949).2 Estaba lanzando la flecha. Advertía la necesidad de hallar otras posibilidades de la narración breve en las páginas lezamianas, aunque no estuvieran indiciadas como tales. Lo hice a partir de la
negligencia del propio Lezama al valorarlos en el corpus de su
obra, pues a tiempo supe que le interesaba más su poética y su
ensayística, encaminada a explicitarla o a fijar asuntos que consideró imprescindibles, sobre todo cuando detonó la «bomba»
Paradiso, concreción de lo poético en «un cuerpo novelable»,
-314-
Reynaldo González
como alguna vez lo calificó. Sigue siendo de gran interés el
abordamiento del tema en Lezama Lima, por ejemplo, en trabajos de Suárez-Galbán Guerra3 y de otros estudiosos que escapan
de las tradicionales consideraciones impuestas al género cuento.
Es obvio que la fruición y la exégesis contemporáneas han
superado algunos fórceps que antes les impusieron y que la
elaboración de piezas de muy variado tenor dentro del género
lo han enriquecido con saludables imprecisiones. La apreciación del cuento, que no su práctica, padecía rigideces que la
experiencia de narradores de varios hemisferios terminó burlando. También es cierto que el lector lezamiano no busca en
sus páginas definiciones que puedan resultar abortivas, sino la
magnificencia de un hilado metafórico que en él va de lo imaginativo a la concreción verbal, de manera que se confunden
hechos y símiles en el decursar hiperbólico de sus imágenes.
En ese sentido, sin que acudamos a facilismos epocales, Lezama
está dentro de nuestros autores que se ofrecen a una degustación postmoderna, por así decirlo, sin que esto signifique que
se deba aplicar esa calificación a sus esfuerzos e intención
creativas. Significa, para mejor esclarecer lo dicho, que el lector de Lezama aprende a pasar por alto algunas precisiones
que él no respetó ni en prosa ni en verso, llevado por el pálpito de su escritura, ansiedad de cosmos, desbordamiento del
ser y del sentir en el acto de creación. No debe extrañar esta
-315-
Espiral de interrogantes
provocación tratándose de un escritor que desde siempre ha
generado innúmeros extravíos a la crítica y que al acceder a
sus «sonetos infieles»4 aceptó como jubiloso fatum la voluntaria imposibilidad de regirse por normativas. Creo haber dado
en una ocasión anterior elementos suficientes para que se respete al irrespetuoso Lezama en su peculiar mundo poético-narrativo, que fue el de su libertad laboriosamente conquistada.5
La apreciación anterior se afinca en la temprana apropiación de lo que pudiéramos llamar un estilo en Lezama, al menos una «voluntad de estilo» en maneras de narrar o poetizar.
Desde su irrupción en la narrativa cubana marchaba a contracorriente de las tendencias en boga, y más de la cuentística aceptada e impuesta desde las publicaciones periódicas, literarias o
no, por entonces vía obligada para luego sumar volúmenes o
participar en recopilaciones de varios autores. Hablo, por supuesto, de «Fugados», la primera pieza suya que apareció bajo
el rótulo de «cuento», porque así la dio a conocer en Grafos
(1936). Fue su inicial incursión en el género, con recursos literarios que veríamos explayados en Paradiso y que estaban en
su augural «Muerte de Narciso» (1937). Con ellos trabajó, de
la poesía a la prosa, los desarrolló y los explicó en sus ensayos, hasta conformar una expresión personalísima, una de las
más intrincadas y seductoras del siglo XX en lengua española.
Las referencias históricas, las «eras imaginarias» lezamianas,
-316-
Reynaldo González
su imbricación que resultaba espontánea, ya estaban allí, eran
suma de su cultura y de su sensibilidad, de una voluntad contra
la que resultaron impotentes los intentos reduccionistas y las
febles interpretaciones, además de la marginación. Aquel «raro»
no se doblegaba, no se sometía a los cartabones de la época, actuaba con el suficiente y saludable orgullo de creador frente a
consideraciones genéricas y preceptivas encasilladoras. Será saludable, al respecto, releer la polémica con Jorge Mañach.6 Ambos defendieron polos opuestos de la expresión literaria cubana. Aparte de la entonación a que los condujo el calor del debate, el público intercambio epistolar evidenció la incomprensión
que cercó a Lezama y su innegable influencia en una zona de la
cultura cubana, de la que se resintieron unos y se alimentaron
otros, antes y después de la Revolución, cuando los opositores
del modo lezamiano y de su magisterio alcanzaron fuerza coral,
como demostró Carlos Espinosa en su colección de testimonios
Cercanía de Lezama Lima.7
En las manos de Lezama, bajo el dictado de su irrefrenable
imaginación, cualquier anécdota podía acercarlo a terrenos
inesperados, aleatorios, inaceptables en un cuento que siguiera los preconceptos establecidos y algo constreñidos de la época, sobre todo si pensamos en el imperio de las traducciones
de letras anglosajonas que servían las revistas cubanas y quedaban establecidas como patrones de éxito. Con él, el lector
-317-
Espiral de interrogantes
debía emprender un viaje sin itinerario, disfrutar por igual los
virajes anecdóticos y los pasadizos metafóricos, la inclusión de
símiles que generaban otros símiles, en zigzag o en espiral. La
lectura devenía aventura en que se adentraba el lector. Es suficientemente conocido el poco aprecio que demostró Lezama
por los encasillamientos críticos, inmerso en el placer de escribir y trasmitir su propia ansiedad de conocimiento, de exploración, de asociación, sintetizada cuando dijo: «Pues solamente de la traición a una imagen es de lo que se nos puede pedir
cuenta y rendimiento».8 La reafirmó al hallar su expresión, que
otros consideraron hermética, la fusión que tenía con su propio destino, valladar que opuso a cualquier intromisión o dictamen: «El orgullo consiste en seguir el misterio de una vocación, la humildad dichosa de seguir en un laberinto como si
oyéramos una canta de gracia, no la voluntad haciendo un ejercicio de soga.»9 Obviemos definiciones genéricas que no tuvo
en excesivo aprecio, para afirmar que en sus narraciones cortas y en sus novelas, en su ensayística, y, por supuesto, en el
magma genésico de su poesía, impuso y defendió lo que llamó
su «sistema poético del mundo», su cosmovisión, aunque le
propiciara incomprensiones y, por supuesto, el riesgo de afrontar la adversidad. Los tropiezos, sabemos, fueron de lo literario a lo social y quizás contribuyeron a confirmar su obstinado
quehacer, a darle una grandeza a prueba de obstáculos.
-318-
Reynaldo González
Suárez-Galbán nos ha dado una aproximación al relato «Fugados» y, en ella, a la comprensión lezamiana del cuento, que
vale para entrar en sus terrenos, a la manera del borgiano jardín de senderos que se bifurcan. Otro estudioso, Gabriel Saad,10
abordó el ya mítico relato «El patio morado», para concluir
que sin apoyarse en las coordenadas del sistema poético
lezamiano sería ímprobo el esfuerzo de analizar su narrativa.
Como Suárez-Galbán, observó que el recurso con que hilvanaba la sucesión de hechos narrados se identificaba con la elaboración de un poema, donde «el relato parece responder (…) a
la ilustración de su título más que a ninguna trama». Frente al
dilema, los elementos referenciales en que debe apoyarse el
análisis serán propios de la interpretación poética. La anécdota del cuento quedará vista a través de símiles, acercamientos
a posibles simbolismos de los nombres de los protagonistas,
constelaciones de vocablos y sus equivalentes, reiteraciones,
encadenamientos de imágenes, pues, lo reconoce, el «mensaje
[es] de tipo metafórico» y el eslabonamiento de las imágenes
«descubre una vivencia oblicua».11
Estamos dentro de categorías a que recurrió el propio
Lezama para explicar su concepto de poesía. Nos sentimos
compulsados a su recurrencia, pues el terreno de estudio
deviene inapresable dentro de las fórmulas que han tipificado al cuento y su instrumental de estudio habitual. Idéntico
-319-
Espiral de interrogantes
tropiezo tendremos para abordar otras narraciones del autor,
incluida su novela Paradiso, «Wilhelm Meister Cubano», en
la propia definición del poeta cuando la controvertida recensión del libro en Cuba le hizo observar, sin alambicada modestia, que «constituye hasta ahora la más grande experiencia sensible e intelectiva realizada por un cubano, por un americano
también. Su aparición ha producido un verdadero sofoco, nuestro escenario no está ni estuvo preparado para el entono de
semejante aria. Su sorpresa ha dejado sin respiración a los más
y aún los mejores sintieron que el mundo temblaba bajo sus
pies.»12 Luego, como guerrero acostumbrado a la contienda,
advierte: «por aquí el cotarro sigue muy enconado en contra
de Paradiso. (…) La forma en que ha sido combatida mi novela, y por otra parte, los elogios que ha despertado, me hacen
pensar que todavía estoy vivo.»13
Los «cuentos» lezamianos son piezas que entran con naturalidad en la concepción que el gran poeta tuvo de su literatura. Si en ellos podemos encontrar elementos poéticos predominantes, no sorprenderán los narrativos en su poesía, que es
la razón y móvil de toda su obra, como lo fuera de su personalidad, algo explícito para quienes lo conocimos.14 Las dificultades que presentan los cuentos de Lezama son las mismas que
suele extraviar la observación en sus novelas si se las quiere
entender solo como «narración». Soslayar el llamado sistema
-320-
Reynaldo González
poético del mundo al acercarse a cualquiera de sus obras, significa perder el derrotero. No se las puede someter a la apreciación que resultaría eficaz con otros autores. Con laborioso afán
tejió su propia red, soslayó todo decálogo, moldeó cada historia
con los ingredientes que le resultaban connaturales, donde realidad o ficción pasan por el tamiz de la poesía, en la imagen y su
decursar hallan fuerza genitora. Por eso ha sido frecuente la definición de «hermético» en lectores desaprensivos: no reto a vencer, sino pretexto para un apriorístico rechazo.
Al lector que en buena lid arriba a este bullente puerto, siempre le he recomendado un acercamiento cauteloso, a partir de
los ensayos del propio Lezama. Allí explicó su sistema poético,
lo aplicó a aspectos de la cultura cubana que le resultaban particularmente queridos, a la pintura, a la poesía, incluso a la
historia, reto y aporte del Nuevo Mundo frente a la cultura clásica. Una vez entendido el «mecanismo» que le resultó habitual, sus «eras imaginarias», la «vivencia oblicua», podrá apreciarse mejor su fabulación, ya en prosa o en verso, en narración corta o en novela. Comprenderá que Lezama siempre cuenta y siempre poetiza. Lo uno es inherente a lo otro, los conjuga
y funde en un cuerpo que le resulta vivo, palpitante. Es un jubiloso ejercicio del pensamiento y la vida, es decir, de la poesía. Para entrar en lo que se desea llamar cuentística de
Lezama Lima será preciso apelar a las consideraciones que él
-321-
Espiral de interrogantes
mismo estableció para la mejor fruición o intelección de su obra
y, si desea un acercamiento genérico, acudir a sus apreciaciones
a propósito de las ediciones de Paradiso. Acostumbrado a la edición silenciosa de sus poemas y ensayos, a la compañía del «enemigo rumor» de sus adversarios, o al coro aquiescente de sus
amigos de Orígenes, iniciados en la complejidad de su escritura,
Lezama no estaba preparado para el enorme eco que alcanzó su
novela, que lo puso frente al requerimiento de periodistas, críticos, analistas y editores del mundo. En sus respuestas, suerte de
teorización obligada sobre su concepto de novela, se pueden
hallar algunas claves útiles. Congresos y coloquios posteriores,
cuando se generalizó la asimilación de Lezama Lima como uno
de los grandes escritores latinoamericanos, también han aportado elementos de juicio. En ellos el lector bienintencionado
hallará apoyatura sobre un autor que, así como fue poeta y ensayista sui generis, resulta un «cuentista» peculiar, al que, sin el
andamiaje enriquecedor y a un tiempo complejizador de su sistema poético, no se puede abordar como un puro creador de
ficciones. Allí están las líneas que —igual en su ensayística hizo
que en su poesía— deseó establecer para la lectura de su novela
y, podemos suponer, de sus llamados cuentos.
El poeta devenido novelista nunca abandona su génesis poética, al contrario: en sus manos todo es cuerpo de poesía, incitación a las «aventuras sigilosas» de la imagen. Personajes,
-322-
Reynaldo González
argumentos, metáforas, símiles, acontecimientos y meditación,
se expresan por la persistencia de «la imagen paridora de imágenes», su centro y objetivo. La experiencia de existir ocurre
en la poesía y en ella encuentra el terreno donde la respiración
del hombre tiene atmósfera amable, sosegada, fuerza para la
resurrección. Es un esfuerzo que arma y multiplica su trama.
Así como un analista halla en un relato cuya trama se le presenta evasiva «un brillante juego de imágenes y otros recursos
poéticos»,15 el lector avisado deberá buscar la materia y el ánimo narrativos en cada poema, fundido, puesto en servicio de
una ambición creadora que todo lo trasciende. Por todo esto,
siempre que me hablan de Lezama cuentista, me tienta el deseo de colocarle signos interrogantes.
Notas:
«Ahora A. empezará a agobiarte con cuentos míos. A mí me han dado
una lata horrible… Dan una lata insoportable estos peticionarios
editorialistas.» En Cartas(1939-1976), ed. Orígenes, Madrid, 1987.
Prólogo de Eloísa Lezama Lima.
2
José Lezama Lima: Relatos, ed. Alianza Editorial, Madrid, 1987,
selección y prólogo de Reynaldo González.
3
Eugenio Suárez-Galbán Guerra: «Una obra ignorada: los cuentos de
Lezama», en Coloquio Internacional sobre la Obra de José Lezama
Lima (Prosa), ed. Fundamentos, Caracas, 1984.
4
José Lezama Lima: Enemigo rumor, ed. Orígenes, La Habana, 1941.
5
Reynaldo González: Lezama Lima, el ingenuo culpable, ed. Letras
Cubanas, La Habana, 1989. Sugiero la segunda edición, ampliada, de 1994.
1
-323-
Espiral de interrogantes
Bohemia, La Habana, 1949 (números 39 del 25 de septiembre, 40 del
2 de octubre y 42 del 16 de octubre); con adición de: Cintio Vitier en el
Diario de la Marina, La Habana, 26 y 30 de octubre de 1949.
7
Carlos Espinosa: Cercanía de Lezama Lima, ed. Letras Cubanas, La
Habana, 1986, nota 12, pp. 404-406.
8
José Lezama Lima: «Las imágenes posibles», en Órbita de Lezama
Lima, ed. Unión, La Habana, 1966, selección y prólogo de Armando
Álvarez Bravo.
9
José Lezama Lima, Paradiso, ed. Unión, La Habana, 1966, p. 311.
10
Gabriel Saad: «Teoría de la nube, teoría del círculo, teoría de la elipse»,
Coloquio, ed. cit., pp. 19-29.
11
Suárez-Galbán, op. cit., pp. 12-13.
12
Carta a Carlos M. Luis, 15 de agosto de 1966, en José Lezama Lima:
Cartas (1939-1976), ed. Orígenes, Madrid, 1979, selección e introducción
de Eloísa Lezama Lima, p. 104.
13
Ídem, pp. 95-96.
14
Cf. César López, «Sobre Paradiso», Unión, La Habana, no. 2, 1966:
«Su discurso es, por así decirlo, el mismo que alienta el autor cada
momento de su vida (no hay diferencia entre la poesía, prosa narrativa,
ensayo, discusión, chiste, alegato, conversación o gesto verbal cotidiano
de Lezama). Estamos ante un rodar fatigoso, duro e insistente,
usualmente no transitado por las mayorías, que salta de alturas
increíbles a planos domésticos pasando, o sin pasar, por las más
alambicadas ironías.»
15
Suárez-Galbán, op. cit, p. 14.
6
-324-
Lezama sin pedir permiso *
No he oficiado nunca en los altares del odio, he
creído siempre que Dios, lo bello y el amanecer
pueden unir a los hombres. [Soy] un criollo que
quiere ser bueno y querendón, bueno y poeta, es
decir, poeta bueno (...) un hombre alucinado por la
sed fáustica del conocimiento y por el deseo de
esclarecer nuestra expresión y nuestro pueblo.
JOSÉ LEZAMA LIMA
Hablemos de un gran poeta que convivió con nosotros, anduvo por ese cercano Malecón habanero para expandir sus
bronquios acosados por el asma, o para imaginar escenas de
una de las grandes novelas del siglo XX, Paradiso, que puso La
Habana y los intrincados motivos cubanos en el itinerario de
Conferencia leída en el Centro Cultural de España, La Habana, 9 de
noviembre de 1999.
*
Espiral de interrogantes
muchas lenguas. Será insoslayable devolvernos a su escritura,
que es su poesía, ya en prosa o en verso. Siempre poeta, José
Lezama Lima poetizó cuanto tocó, incluida su desgarradora soledad y los incordios que le obsequiaron sus contemporáneos.
Aunque hablaré de su vida y de esa soledad lacerante, ¿cómo
hacerlo sin el apoyo de su poesía? Ella le procuró caminos para
burlar la adversidad. Entro releyendo el último poema de su libro póstumo, Fragmentos a su imán,1 que quizás fue el último
poema que escribió. Es como un juego, pero deja una amarga
incitación entre sus lectores y más entre quienes fuimos sus
amigos, sus amantes, pues en su concepción de la amistad las
lindes se difuminaban para la plenitud del sentimiento. Este
poema, que tituló «El pabellón del vacío»,2 traza una aventura
que también es una pesadilla: la búsqueda de una salida a través
de un vértigo, a un tiempo hacia el exterior y hacia el interior,
extratemporalidad, estado de gracia o sonambulismo que le
permitiría evadirse sin desdecir su conciencia, sensorialidad tan
ilusoria como lúcida, renunciamiento y conquista.
El poeta parte de la idea fija de que nuestra alma / y su
envoltura caben / en un pequeño vacío en la pared / o en un
papel de seda raspado con la uña. Hallar ese pequeño vacío
será como seguirle la senda a la indeclinable Alicia en su paso
por el espejo, devolvernos a la infancia, siendo adultos, referencia de símbolos: taza de café, naipe, mesa, pared, papel de
-326-
Reynaldo González
seda, para una traslación de lo cotidiano a lo maravilloso por
una acción premeditada, capaz de subvertir la lógica. La infancia como estado de gracia porque no conoce las insensateces y
agonías de una vida como la del poeta, que al escribir aquellos
versos ya apuntaba a sus finales. En ese poema que el prologuista
Vitier ve como «contribución decisiva del humor a una visión de
bienaventuranza», con «la naturalidad en lo fabuloso», que es
«también el humor cubano, hiperbólico, despegado y sorpresivo»,3 Lezama, instalado en su sistema poético, se propone una
travesura que amanse los embates de su trágica soledad, la que
transita cada página del poemario y aquí también asoma: No
espero a nadie / e insisto en que alguien tiene que llegar.
Martilleante asunto que explayará su hondura terrible en otro
poema del libro, «Esperar la ausencia»: Estar en la noche / esperando una visita, / o no esperando nada / y ver como el sillón lentamente / va avanzando hasta alejarse de la lámpara
(...) / Los cigarros van reemplazando / los ojos de los que no
van a llegar (...) / los colores que imitan los dedos / sacudiendo
la ausencia o la presencia / en las entrañas que van a ser sopladas (...) / La visita o la nada / cubiertas por el pañuelo, como
el llegar de la lluvia / para oídos lejanos...4
Un gesto, arañar la pared o trazar un círculo en la mesa de
un café, se traduce en ir abriendo el tokonoma que, según
Lezama, en la cultura japonesa representa un vacío al que es
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Espiral de interrogantes
propicio acogerse, refugio que no apresa porque, aunque es más
pequeño que un naipe (...) puede ser grande como el cielo.
¿Dónde está ese vacío? En cualquier parte, en el entorno doméstico, lo podemos hacer con nuestra uña / en el borde de
una taza de café / o en el cielo que cae por nuestro hombro. A
ese vacío se entra comprimiendo la estatura como los niños se
enroscan en sí mismos, acurrucándose. Me voy reduciendo, /
soy un punto que desaparece y vuelve / y quepo en el
tokonoma. Es la escapada por inmersión, para recuperarse en
un ambiente plácido, desasido de las pesadumbres de una
cotidianidad ingrata, o de una asfixia grande. Me hago invisible / y en el reverso recobro mi cuerpo / nadando en una playa... ¿Cómo podemos acceder a ese vacío? El poeta lo explica y
yo, al citarlo, me permito trocar las estrofas del poema con tanta
libertad como el poema juega con los tiempos verbales para
arrastrarnos en su «aventura sigilosa»: Araño en la pared con
la uña, / la cal va cayendo / como si fuese un pedazo de la
concha / de la tortuga celeste. (...) / Necesito un pequeño vacío, / allí me voy reduciendo / para reaparecer de nuevo, /
palparme y poner la frente en su lugar. / Un pequeño vacío
en la pared. / Estoy en un café / multiplicador del hastío, / el
insistente daiquirí / vuelve como una cara inservible / para
morir, para la primavera. / Recorro con las manos / la solapa que me parece fría. / No espero a nadie / e insisto en que
-328-
Reynaldo González
alguien tiene que llegar. / De pronto, con la uña / trazo un
pequeño hueco en la mesa. / Ya tengo el tokonoma, el vacío, / la compañía insuperable, / la conversación en una
esquina de Alejandría.
Lezama, ducho en ardides poéticos, dibuja una circunstancia y nos sumerge en ella como en el sopor de una fiebre. Subraya el carácter de aventura de esta inmersión en el vacío,
pues nos destina a un cuento, persistente evocación de las
magias y fantasmagorías de la infancia, donde todo es posible: El principio se une con el tokonoma, / en el vacío se puede esconder un canguro / sin perder su saltante júbilo. / La
aparición de una cueva / es misteriosa y va desenrollando
su terrible. / Esconderse allí es temblar, / los cuernos de los
cazadores resuenan / en el bosque congelado. Parecería que
esboza un paisaje para el miedo, pero nos tranquiliza porque
el vacío es calmoso, / lo podemos atraer con un hilo / e inaugurarlo en la insignificancia. Lo acompañamos en esa traslación de fábula: Estoy con él [vacío] en una ronda / de
patinadores por el Prado. El Prado, el hermosos paseo habanero, la calle donde vivió su infancia, permanente evocación
en su obra como la felicidad, el paraíso perdido. Un vuelco y
nos regala la vivencia, como quien narra: es el cuento que cierra la noche, que aleja el temor e inaugura la posibilidad de la
imaginación: Era un niño que respiraba / todo el rocío tenaz
-329-
Espiral de interrogantes
del cielo, / ya con el vacío, como un gato / que nos rodea
todo el cuerpo, / con un silencio lleno de luces. En su sensibilidad de asmático la escapada, la libertad es la respiración a todo
pulmón, aire que inaugura la luminosidad del espacio abierto.
El poema nos invita a ese viaje que no ocurre en el tiempo,
ni en el espacio, sino en la conciencia, al atravesar el pabellón
del vacío para una transfiguración liberadora, búsqueda del
desasimiento de ataduras, como dicen que el alma se aleja
del cuerpo hacia una eternidad. Los últimos versos resultan
esperanzadores y profundamente simbólicos: Me duermo, en
el tokonoma / evaporo el otro que sigue caminando. A un
tiempo el reposo y el milagro: un cuerpo apresado que se expande para secretar otro, el que sigue caminando. Se unen la
concepción católica de la resurrección y las abstracciones
orientales que Lezama frecuentaba, para «recuperarse» en ese
otro que sigue caminando. Es el hallazgo de la
sobrenaturaleza, donde puede respirar todo el rocío tenaz
del cielo [en] un silencio lleno de luces. El juego metafórico
traduce la sublimación de una paz que sus ingratos días terrenales no le otorgaron. Y es de lo que hoy deseo hablarles,
de aquel Lezama-persona ineludible en nuestro recuerdo, de
la ingratitud, del miedo de un hombre acorralado y en soledad tan persistente que se le volvió carne de la carne,
interiorizada trampa de la que no logró evadirse.
-330-
Reynaldo González
Una fuente para el conocimiento de José Lezama Lima es
su cuantiosa correspondencia, la que ha salido a la luz y la que
aguarda en las gavetas de sus corresponsales, pues su
grafomanía todavía puede ofrecerse a nuevos enfoques y
esclarecimientos. Ese diálogo epistolar expresa su vitalidad
creadora desde que asumió su rol de escriba, encargo materno
que puso en labios de Rialta, personaje que representa a la
madre en Paradiso,5 y la orfandad como destino trágico, acentuada por el alejamiento de la familia, el acoso de un ambiente
hostil, más la hiperestesia de una sensibilidad medrosa y ya
muy debilitada por ráfagas de melancolía. Entre los epistolarios
de Lezama que se han publicado destacan, por sus diferencias
y por ser partes de un todo como los movimientos de una sinfonía, el juvenil andantino que caracterizó el intercambio con
su colega José Rodríguez Feo en los años de la revista Orígenes,6 y los tonos graves y lastimeros de la correspondencia con
su hermana Eloísa y otros familiares exiliados. El primero, que
yo edité, ha merecido acercamientos críticos entre nosotros.
Sus páginas evidenciaron el entrañable vínculo de los dos fundadores de Orígenes, lo complementarios que resultaron sus
roles y personalidades en una aventura literaria de huella trascendente en predios latinoamericanos. Allí, pese al interesado
y extendido «enemigo rumor» que después de la ruptura de
aquella amistad —que provocó el cierre de Orígenes y la salida
-331-
Espiral de interrogantes
de la revista Ciclón— pretendió negar valor intelectual a José
Rodríguez Feo, su figura crece y exige justicia, algo que han
debido reconocer incluso quienes por demasiado tiempo le
negaron sal y agua.7 También en ese epistolario afloró un coté
irónico y vitalista de Lezama Lima que sorprendió a los que
prefieren ver a los hombres tras el empañado cristal de la
sublimación, sin su complejidad, escamoteo de personas para
dejarlas en dúctiles «personajes».
Las cartas del poeta a su hermana Eloísa Lezama Lima adquieren significación reveladora. Coinciden con las referencias
biográficas de Paradiso, se entrecruzan con los extraordinarios frutos de su imaginación. También en ellas se puede hallar
ráfagas del metaforismo lezamiano. Son insoslayables para un
acercamiento al José Lezama Lima puesto a prueba por las
desgarradoras circunstancias que conoció. El introductor, José
Triana, apunta que en esas páginas «predomina la emoción y
la humildad de un discurrir que enuncia un sabor de ternura,
un estremecido viso de melancolía y las espirales desasosegadas de la soledad».8 Es lamentable que el epistolario publicado
solo incluya las cartas emitidas por el poeta. Las respuestas de
la hermana darían elementos de conocimiento de las circunstancias y de la personalidad de ambos, vinculados por el amor
filial, por una colaboración que interrumpió el exilio y que ella
explicita en su texto «Mi hermano».9
-332-
Reynaldo González
Colmadas de dramatismo y de sinceridad, esas cartas debieron constituir un esfuerzo martirizador para el poeta que a
la indiferencia ambiental de los primeros tiempos supo responder
con saludable orgullo de creador y «siempre tuvo la idea de un estado poético con un gobierno presidido por él», como lo vio uno de sus
adversarios de entonces.10 Aquel orgullo retador y su infatigable laboriosidad le permitieron erigirse en centro de una cosmovisión poética, para afrontar las malas artes de la indiferencia o el desprecio.
Pero cuando le sobrevino la nueva arremetida, las fuerzas le flaquearon, arrollado, acorralado por la imponderable contundencia de golpes que no le llegaban desde la literatura y el arte, sino por las contradicciones propias del cotarro cultural en manos de fines extra artísticos. La maciza novedad de tales embates aprovechó que las defensas del poeta ya estaban minadas por el distendido sufrimiento,
sumado a sus males físicos, en confluencia con el debilitamiento
emocional que evidencian las cartas a su hermana.
La desgracia del desequilibrio familiar se unieron a una problemática cuyas dimensiones superaban su capacidad de recuperación. En la empinada cuesta de los años setenta, los males
que acosaron a parte de la intelectualidad cubana se ensañaron
en el debilitamiento causado en Lezama por la melancolía, la
tristeza y la soledad, cuando también se le quebró el apoyo, pues
aunque le amábamos y reconocíamos, la mayoría de sus amigos
pedaleábamos en falso, bajo designios que aprovechaban el
-333-
Espiral de interrogantes
desconcierto de un medio cultural inmerso en una crisis
demoledora. Que los daños causados por decreto en el cuerpo
cultural no se curan con similar mecanismo, lo sabríamos luego, por más que los pretendan minimizar slogans oficiosos que
antes de procurar el sano razonamiento, desean dar por concluida y olvidada aquella crisis.11
El libro Cartas a Eloísa y otra correspondencia nos acerca
al drama que vivió José Lezama Lima en la estrechez de su
mundo doméstico, en su ánimo quebrado. Maravilla que a pesar de tan agudos padecimientos y en medio de tan feroces circunstancias, su entereza de creador se sobrepusiera para dejarnos la obra que nos obsequió, incluida la esperanzadora
búsqueda de la resurrección en el poema que he glosado. La
lectura del epistolario da entrada a la intimidad del poeta, a su
desasosiego. Si compulsamos las fechas de las cartas con los
acontecimientos culturales, sociales y políticos de la época,
admiramos que José Lezama Lima impusiera su voluntad sobre tan enormes sufrimientos. Su propia hermana nos lo retrata como «un hombre que la destrucción familiar dejó despavorido porque necesitaba vivir rodeado de una muralla de
madres».12[p. 36] Luego de la temprana muerte del padre, creció
en un entorno de mujeres, donde fue mimado y cuidado, más
por su padecimiento asmático, que le daba una fragilidad añadida. Las cartas evidencian esa relación de hijo varón único, su
-334-
Reynaldo González
dependencia de la vida familiar, algo que no alcanzó a superar
ni en los momentos en que su gran novela recorría el mundo
en bien merecido triunfo. Las circunstancias en que estaba inmerso provocaban que su éxito le resultara lejano, mientras en
la inmediatez crecían las adversidades.
La relación de Lezama Lima con su madre ha sido tema y
tópico de varios acercamientos críticos a su obra, es columna
central de extensos capítulos de Paradiso y aparece con intermitencia en su poesía. En el epistolario también esa íntima relación queda descrita en pormenores que definen sus miedos,
premoniciones, la aprensión que le causaba la posibilidad de su
muerte. «Soy feliz cuando veo a mi madre feliz», escribe.[p. 44] Su
desaparición lo lanza a un abismo de desolación. Las páginas
que dedicó a narrar la agonía y fallecimiento de Rosa Lima alcanzan matices patéticos. «Me quedo en una soledad desesperada», afirma.[p. 81] Es la misma orfandad que conoció de niño,
profundizada por un golpe drástico.
Creo que la muerte de Mamá me ha herido para
siempre. Toda mi vida la considero un camino de
perfección para llegar a su muerte. Sobre todo los
nueve días pasados en la clínica fueron de espanto.
Me encerré en un cuadrado con mi madre, viéndola
morir día tras día. Sus últimos años, los que ustedes
-335-
Espiral de interrogantes
desgraciadamente no pudieron disfrutar, fueron de
gran madurez. Yo no salía y día por día me pegaba a
ella, tal vez con el presentimiento de que se me iba,
para sorber la sabiduría que había alcanzado.[p. 84]
Por largos períodos Lezama se devuelve a la evocación de la
madre y, como a la Rialta madre de José Cemí en Paradiso, la
sitúa en el centro de su vida, de su experiencia, su columna
sustentadora. Su pérdida lo debilita, le ahonda el sentimiento
de soledad irreparable:
La muerte de mi padre, cuando yo era un niño
me alucinó, la de mi madre me dejó en una soledad
hasta el fin de mis días.[p. 101] Ella se convirtió en todo
para nosotros, era el pasado y el porvenir, el mito,
la compañía, la seguridad, el refugio, el afán de hacer cosas grandes para darle alegría (...) nos había
enseñado a sonreír, a resistir, a salirle al paso al
destino.[p. 101] Al ocurrir su muerte, mi equilibrio se
rompió, pues sin ella, sin familia, me siento como
un fantasma que da papirotazos, que no puede
apoyarse.[p. 100]
Lezama Lima comparte la desdicha con su esposa, María
Luisa Bautista, amiga cercana de la familia, con quien se casa
-336-
Reynaldo González
inmediatamente después de la muerte de la madre y por su
expresa indicación. «Somos ya como sombras que tanteando
las paredes logran oír un susurro, una voz lejana»,[p. 167] dice de
esa relación que se le resulta apoyo en la soledad. En las simples referencias que hace de su matrimonio, en una carta que
semeja una crónica nupcial sin alegría,[pp. 82-84] predomina la
dolorosa evocación de la madre:
Me he casado en un momento de mi vida en que
arrastro una tristeza que casi no puedo soportar. (...)
Los primeros días de casado han transcurrido muy
bien. María Luisa me atiende mucho y se muestra
muy solícita y cariñosa. Quiera Dios, yo así lo creo
pues me lo aconsejó mi madre, que todo resulte bien
y feliz. (...) María Luisa y yo nos acoplamos de la
mejor manera posible. Nos comprendemos, nos sentimos en una dimensión profunda, necesarios el uno
para el otro. Se han unido dos soledades, para darse
un poco de compañía.[pp. 84-85] (...) Gracias a María
Luisa he podido resistir, pero llegó tarde a mi vida y
recuerdo incesantemente a los seres de mi familia a
cuyo lado transcurrió mi vida.[p. 118]
Cuando retrata a la esposa en su poesía, la ve, con dignidad
silenciosa, romper la silla de los escarnecedores. Y, en efecto,
-337-
Espiral de interrogantes
fue una custodia fiel y constante, guarda de corpus algo ríspida,
a quien sus amigos respetamos por su entereza en los años más
difíciles del poeta. Como una buena compañera de infortunios
nos la muestra en el poema «Mi esposa María Luisa», fechado
en enero de 1972, cuando ya se habían desencadenado las tempestades en la vida intelectual cubana, con particular e injustificado rigor sobre la de Lezama Lima: Eres la hermana que se
fue, / la madre que se durmió / en una nube frente a la ventana. / Las cuatro a mi lado,13 / se levantan todos los días / para
fortalecer la mañana / y comenzar el hilo de la imagen. (...)
Contigo la muerte fue anterior / y efímera y la vida prevalece
/ por amor de su nombre.14
Algunas columnas resultan centrales en el epistolario de José
Lezama Lima. Una de ellas es el distendido lamento por la división familiar, alejamiento de un mundo que ve cada vez más
irrecuperable. La separación familiar resulta, en efecto, definitiva: pese a proyectos y anuncios, nunca más vuelve a ver a los
suyos. Otra columna la integran los avatares a que lo someten
las circunstancias cubanas, tanto las que padecen todos los ciudadanos como las que afronta él, enfermo, entrampado en las
escaseces y con la intolerancia como ángel demoníaco que le
cerca el paso. Lo obsesionan los temas de la subsistencia y de
los medicamentos que su mal crónico requiere. Malamente
puede solventarlos en la penuria general, gracias a sus amigos
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Reynaldo González
y a los envíos de la hermana. Todos guardamos dolorosos recuerdos de aquellos años y sería excesivo abundar en ellos. La
inmovilidad de Lezama determinó mayor grado de sufrimiento en su caso. Lo testimonia su correspondencia, donde predomina el sentimiento de la fatal soledad, en ocasiones atenuado
por la resignación y la confianza religiosa. Para quienes no lo
conocieron y de él solo tienen la imagen del gran emprendedor
cultural, la figura grande del grupo Orígenes, protagonista de
polémicas significativas en la vida literaria cubana, parecerá
extraña esa «debilidad». Sin embargo, le resultaron determinantes la angustiosa soledad, la tristeza, el sentimiento de hallarse sin asidero, en un vacío que lamentablemente no fue el
liberador tokonoma.
Todo contribuye a crear ese aire tenso, trágico,
que rehúsa el tiempo dilatado. Es el acecho del silencio. Pero el espacio vacío se ahonda, va cobrando fuerza germinativa. Se puebla, traza galerías, se
hace subterráneo.[p. 62] (...) lo que nos es inquietante
es la soledad metafísica, el silencio aterrador que nos
rodea. He recordado mucho, hasta convertirla en
vivencia, la frase de Nietzsche en el Zaratustra: el
desierto está creciendo. Qué frase para los tiempos
que corren.[p. 74] (...) Estos días finales de año son ya
-339-
Espiral de interrogantes
para mí, como para ustedes, de muy honda tristeza. Y
lo que es peor o mejor, no lo sé, no quiero quitarme la
tristeza de encima, no la cultivo, pero tampoco le doy
quite, como los malos toreros. Triste está mi alma hasta
la muerte, y sin embargo lo que le espera es la gloria
misma, la unidad universal del fuego transparente, la
compañía de su Padre y del Espíritu Santo.[p. 107] (...)
Pero yo vivo en la eternidad, en lo que queda al pasar
por el espejo. Precisamente lo que no tengo es lo que
poseo, el latido de la ausencia. (...) Los antiguos creyentes decían que la soledad y el sufrimiento eran señales de que el Diablo estaba con nosotros.[p. 117]
Si de niño y de adulto José Lezama Lima —siempre «Joseíto»
para sus íntimos, «Jocelyn» en algunas cartas, con la múltiple
carga que entre nosotros ganan los diminutivos—, tuvo una
dependencia extrema del mundo familiar, el drástico alejamiento de su familia, las muertes de la madre y de la hermana mayor ahondaron su natural pasión de ánimo, definición muy
cubana, a la que me acojo para definir las sucesivas caídas y el
sentimiento de permanente desdicha que lo abrumó. Se veía
«rodeado de soledad, con más soledad en el horizonte».[p. 173]
(...) el traspaso de nuestras estaciones marcha
aparejado de los más distintos estados de ánimo.
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Reynaldo González
Es un día que apenas nos hemos asomado a las persianas. ¿Qué hacer? Pues escribirle a nuestras hermanas. Parece como si cada estado de ánimo mío se
configurase en una carta para mis hermanas.[pp. 129130]
(...) Hace tres semanas que no recibo cartas de
ustedes. Me siento inquieto. ¿Qué pasa? No dejen
de escribirme, que es como insuflarme vida.[p. 139]
En ocasiones logra atenuar la queja con recursos de su imaginación, pero luego el dolor se la deja en extremo directa. Incluyo ejemplos de la primera etapa de la separación familiar,
cuando aún vivía su madre:
Yo vivo con más soledad de la que he vivido toda
mi vida. Soledad y más soledad. Una sola alegría me
decide, no he procurado dolor, nadie ha sufrido por
mí. Toda mi vida he tenido una suprema delicadeza,
la cantidad de dolor que me fue asignada por el destino, la he masticado en la sucesión de mis días. Pero mi
más doloroso dolor es pensar que pueda llevarle la tristeza a los demás. Sé que mi madre no ha sufrido por
mí, he procurado siempre mitigar su angustia, acompañarla, saborear los ratos agradables que me proporciona con su ternura y su ingenuidad deliciosas.[p. 61]
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Espiral de interrogantes
(...) Sin familia, con mi madre tristísima, me siento
con un estado de ánimo de disimulada postración.
(...) Queda ya aclarado que tú no podrás venir. Pero
debe quedar aclarado también que Mamá tampoco
puede ir. Ni ella está dispuesta a dejarme, ni yo podría resistir semejante castigo, que creo también que
sería injustificado. Creo que son los puntos que ya no
debemos tratar más en nuestras cartas. Que cada cual
permanezca dentro de su fatalidad y que Dios
decida.[p. 55] (...) Al punto que nuestra familia ha llegado, su total dispersión, sólo cabe llenar y buscar
consuelo en las lágrimas. Ya es necesario analizar ese
hecho, está ahí y hay que aceptarlo con lo inapelable
del hecho consumado. (...) Una casa ocupada por una
familia inmensa ha sido talada y aventada. Si morirnos es separarnos de todo lo nuestro, la separación
de todos los nuestros es también morirse.[p. 54]
Otras veces los reclamos devienen reproches. Siente injusta
la condición a que se le destina. Se revuelve, siempre con cuidadoso y entrañado cariño. En vida de la madre, ella es una
razón de reclamo:
Veo, por fotografías y referencias, que ustedes celebraron [la Navidad] con numerosísimos asistentes.
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Reynaldo González
Pero no sé cuál es más triste, ese día en la compañía
que no corresponde, o en la soledad estricta de dos
personas a quien un destino peculiar las va reduciendo hasta quedar solas. Anverso y Reverso, compañía inútil y soledad trágica.[p. 60] (...) Recibo visitas, pero no puedo eliminar la idea de que eso es un
sustitutivo, que no son los míos, que tuve una familia y que ahora me ha sido ocultada. ¿Hasta cuándo? Cada año es una campanada.[p. 99] (...) Estábamos acostumbrados a que tú fueras la alegría de
nosotros, ahora sabemos que la alegría no puede ser
errante, es siempre un punto de apoyo, un alimento
de la costumbre.[p. 39] (...) debes ser la primera en llamar la atención sobre la gravedad que entraña el
abandonar a nuestra madre, pero me parece imposible que Uds. puedan reunirse en otro sitio, con total
prescindencia de la persona que debe ser centro y
cuidado de todos nosotros.[p. 44] Es fácil salir de la
situación diciendo tú lo has querido así, pero nadie
ha querido nada de nada. Y todos hemos sido víctimas de la estupidez, de la miseria y la confusión de
nuestra época. Bien que me di cuenta de muchas
cosas, pero nadie me hizo caso. Y ahora me veo obligado a sufrir hasta la muerte la amargura de cada
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Espiral de interrogantes
día que pasa como una maldición.[p. 140] [Cuando ya
la madre ha muerto, la mitifica y la soledad le parece un valladar insuperable:] Una semana, un tiempo cualquiera sin carta de mis dos hermanas, me
inquietan al cobrar conciencia de una soledad que
se nutre aterradora por su incesante prolongación.
Cuando me pongo a pensar en estas cosas, Eloy, le
pido a Mamá que me ayude, que me quite esos pensamientos que me desgarran y me hacen daño.[p. 151]
Una de las vertientes de esa correspondencia es el paralelo que
Lezama hace de la familia y la patria, vinculadas a similar destino,
algo que también anima algunas de las mejores páginas de Paradiso.
Su soledad le insta a observaciones radicales: «Pienso incesantemente en que tengo la tierra, pero me falta la sangre, la obra de mis
padres, ustedes, la familia, la sucesión infinita.»[p. 97] Los hechos que
jalonan la historia de la revolución hallan eco en ese designio que
atribuye a una familia criolla cuyas raíces están en la isla, aunque
una parte de ella se aleje. Todo acontecimiento alcanza un eco que
en la conciencia profundiza un sentido de pertenencia inviolable.
En abril de 1961, cuando ocurre la invasión por Playa Girón y su
consecuente combate, escribe:
Los días se suceden cargados de dramatismo, ¿qué
pasará? ¿Cómo se disolverá esta horrible tensión? El
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Reynaldo González
cordaje nervioso, a veces, parece que se va a convertir en
las cuerdas de una guitarra quemada. Quiera Dios que se
restablezca la armonía. (...) Me encuentro bastante decaído, sufro en una forma que me parece como si el mar
reventase contra mi piel. El sufrimiento se me ha hecho
invisible, pero los huesos se queman. La costumbre de
sufrir se me ha calcificado, pero comienza ya a abrir la
boca, a mostrar sus hilillos de sangre.[p. 41] [Meses después agrega:] Los cubanos queríamos y habíamos olvidado la gran tradición de las lágrimas y el sacrificio. No
queríamos sufrir. Habíamos olvidado la era en que los
grandes profetas babilónicos iban a sus grandes ríos para
aumentar sus aguas con su llanto. Nuestra familia en parte
se había liberado de esa ausencia de amargura, habíamos sufrido mucho a través de los años. Eso, en parte,
nos ha fortalecido. Crecimos en la costumbre del sufrimiento, lo cual profundiza y nos hace más fuertes.[p. 48]
Se le mezclan las dificultades del ambiente con las propias,
los sufrimientos colectivos con los individuales, el destino de
la familia con el del resto de sus conterráneos.
Mi imaginación necesita poco combustible para
trazar sus coordenadas. Contrasto así la movilidad
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Espiral de interrogantes
última de Uds. Y la total inmovilidad en que vivimos María Luisa y yo. La dificultad del transporte
aumenta cada día más y el miedo de quedarse en la
calle sin medios de comunicación hace que la mayoría de las personas, sobre todo si están ya en la
edad por la que andamos nosotros, se queden en su
casa. Eso hace que la vida vaya cobrando una espantosa monotonía. Te refugias en la escritura, escribes, pero el paso de las horas muertas es muy
poderoso, y la imposibilidad de llenarlo es trágicamente imposible.[p. 125-126] (...) Tienen ustedes que llamarme por teléfono. Fíjense bien. No se puede llamar desde aquí. Se han cancelado las llamadas de
pago revertido. Por una orden, los americanos ya
no admiten llamadas hechas desde aquí. Tienen ustedes que llamar primero, al recibo de esta carta,
llámenme. Lo necesito. Aunque sea hablar un momento, oír la voz y acostarme más tranquilo.[p. 128]
Entre mis recuerdos de Lezama uno, persistente, me lo devuelve siempre acosado por el asma, su tirana compañera. Una
noche me llamó para comentar sucedidos de la cotidianidad
cultural. En un paréntesis observé que no sentía demasiado
fuerte su disnea, lo que me alegraba. «A mí no», dijo, «cuando
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Reynaldo González
no tengo disnea es como si algo me faltara, como la terribilia
de una premonición.» Me resultaba desconocida esa costumbre de sufrir, el sentimiento del enfermo que en el padecimiento
halla la confirmación de la propia existencia. En la correspondencia con su hermana el asma ocupa un lugar preponderante.
El acoso de la enfermedad, con el que inicia Paradiso, se agravó con las dificultades para mantener abastecido el botiquín.
Al asma asociaba los estados de ánimo, reacción psicosomática
de una distendida convivencia con el mal. Lo refleja al narrar
el angustioso trámite del cambio de la moneda [agosto de 1961],
la larga cola a que se vio obligado, acompañado de su madre:
«Una pesadilla, Eloy, todo en un ambiente de alucinación. Cada
vez que vuelvo a pensar en toda esa noche, noto que respiro
con dificultad, como quien llega al infierno.»[p. 53] Al asma vincula la remembranza familiar y cualquier acontecimiento que
despierte su permanente estado aprensivo.
Recibí los dos frascos de Himrod. Como es un
remedio usado desde la infancia, pienso que sus evaporaciones nos vuelven a reunir en nuestra casa de
Prado 9. Rodeado por el humo las veo surgir a ustedes. A Rosita llegando del Sagrado Corazón, muy
fragante y cuidada, sacando su banqueta para el
portal hasta la hora de la comida. Tú, Eloísa, eres
-347-
Espiral de interrogantes
entonces muy pequeña, tienes cinco o seis años,
miras con tus ojos chiquitos donde el asombro se
hace más grande y sigues a Mamá por todas partes.
Por la noche, Abuela en su silla grande, perfumándose las manos, mientras van llegando Augusto, Alberto. Y ya a las once todos nos recogemos, cada uno
ocupando su pieza para el sueño. Ese ya es mi mundo, la realidad y la irrealidad están tan entrelazadas
que apenas distingo lo sucedido, el suceso actual y
las infinitas posibilidades del suceder.[pp. 92-93] (...) He
tenido que dejar descansar esta carta unos días porque me ahogaba mucho. Casi siempre que me arrasa la tristeza, paso unos días con un asma muy
fuerte.[p. 102] (...) después de la muerte de Mamá me
he sentido hipocondríaco incesante, con gran tendencia a las aprensiones.[p. 155] (...) Y cuando afuera
oigo el viento de la lluvia, dentro resuena el fuelle
de los bronquios. Y no puedo celebrar la pompa de
la estación llegada, pues ya me estoy ahogando.[p.
130]
(...) Últimamente la presión ha vuelto a subirme.
Cuando cambia la estación los ataques de asma se
me hacen más frecuentes y el uso constante de la
epinefrina que tiene el Dyspne Inhal, una variante
de la adrenalina, me hace subir la presión. Son los
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Reynaldo González
nervios, la tensión en que vivo y la radical carencia
de toda alegría, la que me lleva a esas crisis. Resignado espero, ya que lo único que me interesa es la
salud espiritual.[p. 126] [El Dispney Inhal] es la medicina en la que tengo más confianza para evitar una
crisis de asma, no me atrevería a quedarme un día
sin ella, pues no sé si podría saltar ese día.[p. 137]
Le sobreviene un sentimiento estoico que con el tiempo va
hallando la compensación del trabajo, que no es poco alivio
para su condición.
Yo estoy trabajando intelectualmente más que
nunca. Eso me distrae, aunque las distracciones me
importan menos que una nuez foradada, como decía el Arcipreste. Pero en los momentos de amargura cada cual debe mantener enhiesta su alucinación.
Sólo en la costumbre nos alucinamos de verdad. Los
caprichos, los deseos momentáneos ruedan a los
abismos retorcidos.[p. 48] (...) Mi vida ha sido toda un
hilo continuo, ha seguido siempre la misma línea.
No creo haber hecho nada que pueda traer odio o
venganza, si esos hechos se engendran es por viejos odios
de resentimiento que nadie puede evitar. En mi tierra he
sufrido hasta el desgarramiento, he trabajado, he hecho
-349-
Espiral de interrogantes
poesía. En los dominios de la expresión y del intelecto
he trabajado en una zona donde no hay dualismo, donde los hombres no se separan. No he oficiado nunca
en los altares del odio, he creído siempre que Dios, lo
bello y el amanecer pueden unir a los hombres. Por
eso trabajé en mi patria, por eso hice poesía. Por eso
se siente tierra en la tierra.[p. 63] (...) Espero que el año
que viene traiga otra sorpresa de obras mías que se
publican. Desde muy joven leía que Rodin le decía a
Rilke, temeroso este último de Madame La Mort, la
sombrerera que reparte sombreros a domicilio, la Señora Muerte: Trabajando es de la única manera que
vencemos a la muerte. Sigo trabajando.[p. 107] (...) He
trabajado mucho para engrandecer la cultura de mi
país. Fue surgiendo de una manera espontánea, como
por lento crecimiento.[p. 112]
Padecimientos, miedos y angustias se complementaron con
su fe religiosa, al tiempo que confirmaron su vocación literaria. Un convencimiento mesiánico gravita en muchas de sus
cartas y en la interpretación de su propio destino.
Dios le manda a nuestra familia terribles pruebas. No somos fáciles. Dios nos cuida y nos quiere.
Cuando veo el rostro de Mamá, adivino que Dios
-350-
Reynaldo González
nos quiere. Es una familia con franjas de quemadura, Dios nos purifica con las llamas del sufrimiento. Ser escogido no puede significar otra cosa
que ser electo para el dolor.[p. 66] (...) Es eso lo más
que podemos hacer los efímeros mortales, elaborar recuerdos, producir por nuestras acciones una
espontánea poesía.[p. 68]
Si algún refugio halló José Lezama Lima fue en la amistad,
a la que rindió profundo y verdadero culto, en la creación de
sus propios textos y en antologías de poetas cubanos y extranjeros. Se integró a labores editoriales con gran pasión, se diría
que con ímpetu juvenil. «Después de la muerte de Mamá, mis
actividades intelectuales se han ido muy por encima de lo que
aquí es corriente. Es un sustituto, tal vez para no enloquecer.»[p.
121]
Pero en esos terrenos tampoco le ahorraron ingratitudes.
No siempre su trabajo recibió interpretaciones generosas. Ni de
«dentro», ni de «fuera». Dentro arrastró la inquina de rencillas
literarias enquistadas y gracias a la polarización que propiciaron los cambios, llevadas a verdadero terrorismo cultural. Verbigracia, la etapa de los ataques propinados por miembros del
semanario Lunes de Revolución. Al recuperar un fiel de la balanza, algunos de ellos han testimoniado:
-351-
Espiral de interrogantes
(...) aquellos primeros años que siguieron al triunfo de la revolución no fueron para él todo lo felices
que pudieran haber sido, pues se caracterizaron por
los ataques que se le hicieron desde las páginas del
semanario cultural Lunes de Revolución. Se trataba
de varios de sus enemigos históricos. (...) No obstante, esos conflictos con Lezama se resolvieron. Y
a partir de la publicación de su trabajo «Gritémosle
¡Emilio!», se convirtió en un colaborador habitual
de Lunes.15 (...) Lezama era una persona sin rencores, y no cayó en el error de considerar aquellas arremetidas como algo que compartíamos todos los que
trabajamos o colaboramos en Lunes. Supo muy bien
lo que es la cultura y entendió que los grupos como
tales existen. Dentro del propio Orígenes tú te encuentras figuras muy distintas.16
Cuando comenzamos a editar Ciclón —lo mismo
que cuando más tarde editamos Lunes de Revolución—, éramos jóvenes y teníamos lo que puede llamarse la fatalidad histórica de pertenecer a otra generación. No queríamos escribir como Lezama, e inevitablemente era otro nuestro concepto de la literatura. (...) En Lunes aparecieron así algunos textos un
tanto ofensivos contra la obra lezamiana. Entre esos
-352-
Reynaldo González
trabajos, recuerdo algunos míos. Hay que decir además que Lezama ejercía sobre toda la literatura de su
momento una fuerza gravitadora, y nosotros tratábamos de quitárnosla de encima para poder ser nosotros mismos. (...) Sin duda se cometieron impertinencias, se fue grosero y hasta violento con Lezama,
y en el deseo de aclarar nuestra posición literaria perdimos de vista auténticos valores de su obra.17
Afuera, entre los exiliados, su trabajo editorial, que vieron como
colaboracionismo con la revolución, tuvo una recepción pésima.
Intelectuales y publicistas que antes desestimaron su obra, llegada
la confrontación, la reclamaban. Lo hubieran deseado entre los suyos, alejado del quehacer cultural de «adentro». Su honestidad se
ponía a prueba, y con él la de algunos de sus colegas de Orígenes,
sobre todo los que desde el principio asumieron el trabajo «dentro
de la revolución». Lezama aprendió todas las lecciones. No le faltaron advertencias, y las dejó dichas:
Con respecto a los comentarios que me dices haber oído, de la misma manera que los otorgados a P.
[René Portocarrero] me parecen malintencionados
y apresurados. No es lo mismo estar fuera de Cuba,
que la conducta que uno se ve obligado a seguir cuando estamos aquí, metidos en el horno. Existen los
-353-
Espiral de interrogantes
cubanos que sufren fuera, y los que sufren igualmente, quizás más, estando dentro de la quemazón y la
pavorosa inquietud de un destino incierto. Otra
perspectiva es mala tripa y rencorismo. Supongo que
le habrás salido al paso con tu vehemencia natural.
¿Tengo yo algo que ver con nuestros disparates históricos, los cuales he sufrido toda mi vida?[p. 55] (...)
La apreciación del Catálogo de Mariano,18 es infantil. Mis páginas son una mera apreciación de su pintura. Si es o no comunista, es problema suyo, no mío.
Siempre el infantilismo para enjuiciar a las personas. Mariano en numerosas asambleas, en 1959,
tuvo la valentía de defender a Orígenes, a mí de
cuantas ruindades desatadas se lanzaron por los
arribistas. Desde 1959 nos reconciliamos. Me pidió
esas palabras para su exposición, dos páginas. ¿Habrá algún motivo para que me negase a escribir de
un pintor innegablemente significativo en el proceso de nuestra pintura?[pp. 69-70] (...) La vida de todos
nosotros, los que se fueron y los que se quedaron, es
en extremo trágica. A veces me siento como un perro
que necesita un poco de amor. Yo tengo la tierra, ustedes la familia, a los dos nos falta la mitad, que nos
hace seres incompletos y tristes. En nuestro país casi
-354-
Reynaldo González
nunca sucedía nada, pero desgraciadamente cuando
sucede algo es algo aplastante, que rebasa las posibilidades de enmienda, como antes rebasó las mismas
posibilidades en el hecho de un resurgimiento.[p. 109]
(...) En la próxima carta te enviaré algunos poemitas
que deberán ser publicados en revistas estudiantiles
que no tengan tendencias derechistas, porque eso me
perjudicaría en grado sumo. Además que no es de mi
gusto y punto de vista.[p. 170]
El período que se inició en abril de 1971, con la detención
del poeta Heberto Padilla y su confesión pública de delitos políticos en los que implicó a varios de sus amigos y al propio
Lezama Lima, estableció el punto ápice de sus padecimientos
morales, con el consiguiente reflejo en su ya conturbado estado de ánimo: «Tú comprenderás lo que he sufrido. Vivo para el
temor y la más arrasante melancolía. Las últimas semanas han
sido de las más trágicas y desoladas que he pasado en mi vida.»[p.
158]
Con la repercusión del «caso Padilla», la vida de la
intelectualidad cubana se enredó en una malla de suspicacia y
desconfianza, con la arribazón del oportunismo político en redacciones literarias y empresas culturales, fauna que actuaba
en interés propio, pero aureolada de gran «servicio patrio».
Todo eso agravó la situación de Lezama Lima, entrampado en
-355-
Espiral de interrogantes
un cerco superior a sus fuerzas. El acoso venía desde antes,
cuando al éxito internacional de Paradiso le siguieron incontables ediciones extranjeras de su poesía y su ensayística. Pero
también conoció la insistencia en convertirlo en combustible
de una lucha ideológica de la que a duras penas podía zafarse.
Una de las formas en que se expresaron la intolerancia hacia la
obra y la instrumentalización de un escritor cuya vida se había
mantenido al margen de los debates políticos, fue la obcecada
negativa a que viajara, algo que en las deficitarias circunstancias cubanas le hubiera resultado un bien extraordinario.
Ya existía una definición de Lezama como «peregrino inmóvil», basada en su metaforismo, lo que él llamaba la mirada
oblicua, la conquista de eras imaginarias, lectura de la historia
desde el ámbito poético, donde su literatura alcanzaba impensada «levitación».19 Luego eso de peregrino inmóvil tendría un
matiz irónico, en denuncia del cierre a que quedó sometido el
más grande poeta vivo de Cuba. Eran los tiempos del boom
literario latinoamericano, con el que coincidió Paradiso. Su
éxito atrajo la atención de centros de estudios hispanistas, lo
invitaban a que diera conferencias, a que participara en congresos y coloquios. La negativa que tuvo por respuesta cada
una de esas invitaciones, enconó más el asunto y, por consiguiente, los sufrimientos del poeta. Aunque en sus conversaciones repetía una frase entre condenatoria y sardónica, «yo
-356-
Reynaldo González
no viajo, por eso resucito», el asunto laceró más su conciencia.
[Agosto de 1969] Como te dije por teléfono, la
UNESCO me ha invitado a París para un conversatorio
sobre Gandhi. Me siento tan desolado, indolente y
abúlico, que lo que en otras épocas hubiera sido
motivo de gran alegría, ahora lo es de hondas preocupaciones. El sentirse solo, sin familia, sin respaldo, te va debilitando en tal forma que pierdes el
entusiasmo y la decisión. María Luisa me embulla
y creo, si Dios quiere, que el viaje lo haremos, pero
estos últimos diez años han sido de tan hondas preocupaciones que todo se nos ha problematizado y
confundido. Si hago el viaje, pienso estar una semana en París y un mes en Madrid.[p. 145] [Junio de
1973] El Fondo de Cultura Económica de México
nos invitó a mí y a María Luisa a hacerle una visita
a aquel país. Pero no se pudo resolver el asunto de
la salida.[p. 179] [Agosto de 1974] La Universidad de
la Aurora, en Cali, Colombia, me invitó al IV Congreso de la Narrativa Hispanoamericana, con tal de
que diera una charla o una conferencia con otros
dos escritores. Llegaron los pasajes aquí a La Habana, pero el resultado fue el de siempre: no se me
-357-
Espiral de interrogantes
concedió la salida. Ahora recibo otra invitación del
Ateneo de Madrid, para dar unas conferencias.
Siempre acepto, pero el resultado es previsible. Yo
estoy ya en un momento de mi vida en que me hace
falta viajar, ver un poco de otro paisaje. La resonancia que ha tenido mi obra en el extranjero, me permitiría hacerlo. Pero la Ananké, la fatalidad, está ahí,
con su ojo fijo de cíclope. (...) Te lo digo yo, cuya
vida ha sido reducida al mínimo de su expresión.
Por la noche, María Luisa y yo leemos algún libro
que nos gusta, como el maravilloso Diario de Paul
Klee. Me parece que vivo esas existencias maravillosas, mientras permanezco, aunque con disgusto,
inmovilizado, pues en el año pasado y en este he recibido como seis invitaciones para viajar a España,
a México, a Italia, a Colombia, y siempre con el mismo resultado. Me tengo que quedar en mi casita,
hasta que Dios quiera. Estoy aburrido y cansado.
Escribo, a veces, algún poemita y eso me tiene todavía en pie.[pp. 183-184] [Febrero de 1975] En la Universidad de Madrid me han invitado a un curso sobre el
barroco americano, pues va a haber un congreso sobre ese tema. Pero, desde luego, pasará lo de
siempre.[p. 193] [Junio de 1975] El gobierno de México
-358-
Reynaldo González
me invitó al homenaje que se le iba a rendir a D. Alfonso Reyes, pero el resultado fue el de siempre.[p. 196]
Cualquier bienpensante creería que, al menos, las publicaciones de sus libros le acercaron un poco de bienestar, pero no
resultó así. Cuba devino atípica en los mecanismos de control
de los derechos de autor. Pocos de los reconocimientos y pagos
llegaron a sus manos y cuando sucedió, estuvieron menguados
por transferencias y enredos diversos. Para mayor contrariedad, su obra fue presa del descuido y de la piratería:
[Septiembre de 1974] Puedes estar segura que lo
más parecido a un editor es una sanguijuela o una
piraña. Por toda América Latina corren publicaciones piratas de mis obras. Sólo se salva la Casa Seuil,
de París, la que publicó la edición francesa de
Paradiso, magníficamente traducida por Didier
Coste. Y la también magnífica edición de la editorial mexicana Era, muy cuidada, bien revisadas las
pruebas y con bellos grabados de Portocarrero. Todos los demás se han aprovechado de que en Cuba
no hay derechos de autor para llenarse los bolsillos
a costa de mi trabajo intelectual. Entre esos el que
más se destaca es el descarado argentino de que te
hablé en carta anterior.[p. 185]
-359-
Espiral de interrogantes
Una arremetida contra la obra de José Lezama Lima ocurrió a propósito de la publicación de Paradiso, en 1966, historia que sus amigos hemos contado desde diferentes ángulos e
interpretaciones. Algunos colegas argumentan que la prohibición de su distribución fue pasajera, lo que no aminora los padecimientos del poeta, menos cuando pasaron muchos años
para que volvieran a publicarla, lo que no llegó a ver. Lo hicieron después de su muerte, a pesar de su consideración mundial como uno de los libros capitales de América Latina. La primera edición se había agotado con celeridad y existía una verdadera demanda de esa obra.
Sus familiares conocían parcialmente la novela, por los avances en Orígenes y en la revista Unión. Igual sus amigos íntimos. Pero nada les permitió esquivar la impresión de un libro
que, lo he dicho en otro texto, mostró a «un jugador que sorprendió con cartas que había mantenido ocultas».20 Haciendo
gala de su humor criollo, en nuestras conversaciones Lezama calificó
Paradiso como «un batacazo», «un cornetazo en pleno oído, que
deja cimbrando». Dudo que el poeta sometiera a consideración de
sus hermanas o de los miembros de Orígenes que lo frecuentaban
todo el contenido de la obra en proceso. Para los de su círculo más
cercano, que supieron de su escritura, consistía en un poetizado
testimonio familiar. Así se los venía anunciando Lezama, en alusión a uno de los temas de la novela:
-360-
Reynaldo González
Este primer tomo es la exaltación de la familia, el
nacimiento del Eros, el conocer en la infinitud.[p. 95] (...)
Esa es mi finalidad constante. El mantenimiento de la
casa central y la novela de nuestra familia.[p. 94] (...) He
aprovechado la constante soledad en que vivo para trabajar en esa dirección y estoy ya muy cerca de la terminación de mi novela.[p. 70] (...) Alguien tenía que guardar
las bóvedas del cementerio, donde están nuestros padres y nuestros abuelos, guardar de cerca los recuerdos, las ropas, los cofres y todos los lugares en donde
nuestra sangre dejó una sombra. Yo fui el guardián de
la sustancia para la resurrección y tengo que sufrir
las consecuencias y desgarrarme como el pelícano
por el peso de la maldición.[p. 165]
Algunos opinan que nunca hubiera dado a la imprenta la
novela en vida de su madre, por sus capítulos más sonados y
por la persistencia del tema homosexual. Es obvio que debió
tener prevenciones, lo que no impidió que afrontara la andanada a pie firme y con la cabeza muy alta. Estaba convencido
de la grandeza de su obra, que tendría sus lectores, aunque
nunca mayoritarios por la densidad conceptual y poética de su
estilo. En la entrevista mencionada propicié que expresara esos
criterios.21 Preveía las críticas, quizás gozaba de antemano por
-361-
Espiral de interrogantes
la sorpresa que asestaba a quienes de él esperaban su acostumbrada ilación de imágenes, no la hondura de un argumento impugnador de criterios anclados en el prejuicio secular y
movidos con peculiar saña. Y se armó el barullo.
(...) cierto público mojigato se sintió alarmado por
ciertos temas que se tratan en el capítulo VIII. Las cosas
que sucedían en las escuelas, el despertar del sexo. Las
relaciones amistosas llenas de extrañeza y de misterio.
Creo que tendrán que pasar algunos años para que la
novela sea captada en su esencia. El coro de ocas se levantó lleno de resentimiento y de envidia tronante. Yo
creo, sencillamente, que es algo muy importante que
ha sucedido en la literatura cubana. Si tengo tiempo, le
añadiré un primer piso, para que todo quede resuelto y
aclarado. Despertó y sigue despertando un ambiente
muy polémico. Mi única respuesta es seguir trabajando, los venzo porque son unos vagos.[p. 117] (...) aquí el
Paradiso cayó como un batacazo, pues yo creo que no
había la menor adecuación para recibir una obra de esa
envergadura, modestia aparte. Y de pronto, el gran ensayo de Cortázar ha sido como un rayo que ha aclarado
la visión de algunos y puesto furiosos a los más recalcitrantes y envidiosos.[p. 124]
-362-
Reynaldo González
Independientemente de las prohibiciones y los enredos que
circundaron la primera edición de Paradiso, una gran parte de
la intelectualidad insular, sobre todo los jóvenes, hallamos allí
la confirmación de otra posibilidad de expresión, barroca, profundamente cubana. Aunque nuestros caminos fueran por diferentes direcciones, agradecimos la obra y nos acercamos a su
autor. Rodeado por nosotros sintió un reconocimiento y un
calor estimulantes. Fuimos los «avanzados» de un círculo cuya
expansión no cesa. En la trayectoria de Lezama, la salida de
Paradiso significó un verdadero renacer.
La novela me trajo una alegría inesperada. Fue
para mí como nacer de nuevo después de treinta y
tantos años de escribir miles de páginas. Todas las
puertas descubrieron su sentido, todo se puso a caminar hacia su definitiva sabiduría. Creo que
Paradiso permitirá, al fin, una penetración en mis
obras anteriores. Para un escritor que ya ha cumplido sus días y sus ejercicios, el centro del paraíso es
la novela: ella ordena el caos, ella lo tiende bajo nuestras manos para que podamos acariciarlo.22
Pocos hechos le alegraban más que la publicación de sus
libros. Con placer los dedicaba a sus amigos. Una definición de
-363-
Espiral de interrogantes
su personalidad puede ganarse en el agrupamiento de esas dedicatorias, donde extendía la generosidad metafórica de su
poesía. En marzo de 1966 salió la compilación Órbita de
Lezama Lima.23 En la correspondencia con su hermana ese libro tiene peculiar eco, pues reúne trabajos de muchos años,
por primera vez ofrecidos a un público numeroso.
Su publicación me ha dado alegría, pero también tristeza, pues aquélla que más la hubiera disfrutado ya está ausente. Así son todos los honores
de este mundo, cuando llegan, los muertos y los
ausentes nos restan la plenitud de la alegría. Ustedes lo guardarán para enseñarlo a sus hijos, como
muestra de un hombre alucinado por la sed fáustica
del conocimiento y por el deseo de esclarecer nuestra expresión y nuestro pueblo. En esa dimensión
he trabajado y si tengo la ayuda de Dios seguiré
trabajando.[p. 114]
Sin lugar a dudas, uno de los trabajos que mayor gratificación le
obsequió fue su Antología de la poesía cubana,24 a la que entregó
gran esfuerzo y dedicación. Confiaba en esos tres tomos de la mejor
poesía patria como elemento educador de las nuevas generaciones.
Lo dejó dicho en carta a su sobrino Orlando:
-364-
Reynaldo González
Tan pronto reciban la antología, escríbanme. Está
hecha en realidad para ustedes, para sus hijos, para
darle una presencia, un latido a la ausencia. Está
hecha para poblar un destierro, una necesidad violenta de tocar tierra, de arraigarse, de esclarecer sus
raíces, que sólo se vence por la poesía en la
secularidad, en la costumbre, en la unanimidad. Por
eso quiero que la antología le penetre por el costado
a todo cubano que quiera vivir una vida crítica sobre el pasado y una impulsión hacia el porvenir.[p.
100]
(...) Deberás tener siempre presente a tu patria,
que es Cuba. Conociendo sus tradiciones, sus leyendas, su poesía, conocerás algo de tu alma. No importa que no te encuentres en tu país, así con la imaginación tendrás que reemplazar a las
circunstancias.[p. 135]
En 1970 Lezama cumplió sesenta años. Todavía no arreciaban las tormentas que luego sitiarían el panorama. Las
revistas literarias dieron espacio a entrevistas y valoraciones de su obra. Salieron de las imprentas tres ediciones suyas: Poesía completa, por el Instituto del Libro,25 Valoración
múltiple de José Lezama Lima, por la Casa de las Américas,26
y a mí me correspondió el honor de editarle el que resultó su
-365-
Espiral de interrogantes
último libro de ensayos, La cantidad hechizada, en el catálogo de Ediciones Unión.27 Significó trabajar con él y aprender de viva voz algo de su caudal de conocimientos sobre la
cultura cubana, uno de los temas centrales del libro. También colaboré con el poeta Luis Marré, director de La Gaceta de Cuba, en la preparación de un número especialmente
dedicado a Lezama, donde se unieron textos de sus viejos
amigos y de escritores jóvenes. 28 En tan movido jubileo
Lezama participaba con una alegría inesperada, se le veía
en su mejor ánimo. Había ampliado el círculo de sus amigos. Lo invitamos a cenas y fiestas, públicas o privadas. No
parábamos de trabajar en su homenaje, como si presintiéramos que la fiesta duraría poco. Además de los textos escritos o en preparación, le hice otra entrevista para La Gaceta de Cuba,29 quería patentizar aquel estado de ánimo que
era como un paréntesis en sus sufrimientos.
(...) me siento alegre, pues al cumplir esa edad,
que es una edad venerable, de senador romano,
siento que puedo llamar también a este año el «Año
de la Imprenta» para mí, por la cantidad de obras
que se han publicado y los trabajos que se han hecho. Me ha parecido muy juvenil [el homenaje de
La Gaceta de Cuba]. Está hecho con entusiasmo y
-366-
Reynaldo González
tiene las dimensiones de la poesía y del ensayo, características de mi obra. Numerosos poetas jóvenes
se han acercado allí a mi persona. Uno siente una
verdadera delicia cuando quien ha trabajado la poesía llega a convertirse en un ente novelable. Y cuando un poeta lo ve a uno, pues uno forma parte de
una novela, como si se manifestaran infinitos círculos irradiantes. Cuando un poeta convierte a otro
poeta en motivo de sus cantos, podemos decir que
es la poesía novelada.30
Al recordar aquella pausa en los avatares que desde joven
sufrió José Lezama Lima, primero por la incomprensión de un
medio que esencialmente despreciaba la cultura, luego por las
interesadas contradicciones que engendró el empecinamiento
en conducirla, ponerle frenos y utilizarla, comprendo que para
él fue una verdadera fiesta, un respiro que le permitió soslayar
todos los males de la envidia y el rencor. Al leer el epistolario
que publica su hermana, noto la falta de referencias a ese período casi mágico, eminentemente alegre. Debo pensar que se
extraviaron las cartas en que el poeta se refirió a aquellas ediciones cuidadas con esmero y recibidas con alborozo de hosanna en su humilde sillón de Trocadero 162. No cabe imaginar que con sus familiares no comentara acontecimientos tan
-367-
Espiral de interrogantes
definitivos, con mayor énfasis del que aparece en el epistolario
publicado, ya que nunca antes vivió una avalancha de alegrías
y de publicaciones como aquella.
Pese a las reticencias y la indiferencia de viejos enemigos, y
de amigos que se retraían de manera que se sumaban al veto
oficial, otros intelectuales cubanos, más jóvenes y con un riesgo que él reconocía, trabajábamos en el acercamiento a su obra.
Queda el ramillete poético que tituló «Décimas de la querencia», incluido en su libro póstumo Fragmentos a su imán, evidencia de que en sus coordenadas afectivas daba entrada a
nombres nuevos. Fue el inicio de un clamor de admiración y
respeto, reconocimiento que ha calado en la intelectualidad
cubana de los últimos años. Se ve en el homenaje que le rindió
un narrador que no lo conoció, Senel Paz, en su relato «El bosque, el lobo y el hombre nuevo», obra que ha trascendido como
pocas. Allí a Lezama se le ve admirado, centro de un mito, el
que se merece. Ya no eran las estrechas lindes del grupo de
Orígenes, sino la admiración de talentos que emergían sin
acondicionamientos o filiaciones, burlando los prejuicios oficiales hacia su novela. Eran mil flechas lanzadas «a su imán».
El relato de Senel Paz originó uno de los filmes más connotados del cine cubano, Fresa y chocolate (de Tomás Gutiérrez
Alea y Juan Carlos Tabío, con guión del propio narrador). Fue
un alegato contra todas las intolerancias, incluida la esclerosis
-368-
Reynaldo González
de las ideas cuando en la cultura se pretende establecer zonas
prohibidas o privadas. José Lezama Lima, el poeta, el
enormísimo creador de ficciones, el gran enamorado de la cultura cubana llegaba a la gran pantalla y a todo el mundo. Se le
situaba más allá de estériles compartimentaciones y contingencias, exaltado como símbolo de cubanía y de libertad creadora. El filme ha servido para darle gran promoción a su nombre, a su obra, cuanto antes le fuera negado.
Los que estuvimos cerca del poeta en las celebraciones de
sus sesenta años, presentíamos que las nupcias no durarían
demasiado. En 1971 hubo un revés que abarcó más de una década negra, cuyas sombras demoran en disiparse, período en que
nació la mayor parte de las Cartas a Eloísa. Algo se ha escrito
sobre aquellas circunstancias y más se escribirá sobre los tiempos en que los caminos de la cultura cubana conocieron derroteros difíciles. A José Lezama Lima le tocó la mayor dosis de dolor, el ostracismo, y murió sin que oficialmente se le «rehabilitara». ¿De qué? Quizás fue mejor así. A él no le hacen falta reivindicaciones que más sirven a quien las otorga que a quien las recibe. Él es dueño de un sitio de privilegio en la cultura cubana.
Lo hizo suyo por derecho propio, sin pedir permiso.
-369-
Espiral de interrogantes
Notas:
José Lezama Lima, Fragmentos a su imán, ed. Arte y Literatura, La
Habana, 1977, prólogo de Cintio Vitier.
2
Ídem, pp. 123-125.
3
Cintio Vitier, ídem, p. 17.
4
José Lezama Lima: «Esperar la ausencia», en Fragmentos a su imán,
ed. cit., p. 91.
5
José Lezama Lima, Paradiso, ed. cit., pp. 306-307.
6
José Rodríguez Feo, Mi correspondencia con Lezama Lima, ed. Unión,
La Habana, 1989.
7
En 1984, en su «Entrevista con el grupo Orígenes», Mario Enrico Santí
(Coloquio Internacional sobre la obra de José Lezama Lima,
Universidad de Poitiers, ed. Centre de Recherches Latino-Américaines,
1984, t. II, pp. 157 y ss.), a José Rodríguez Feo todavía no le reconocían
su real significación de fundador y animador de la revista Orígenes.
Ocurriría después, cuando su libro Mi correspondencia con Lezama
Lima y otros estudios impidieron ocultar lo evidente. Cf. «Orígenes y
un debate necesario» y «El poeta como ente novelable», en esta edición.
8
Cartas a Eloísa..., ed. cit., p. 23.
9
Ídem, pp. 211-234.
10
Antón Arrufat, «Las estaciones de la amistad», en Carlos Espinosa,
Cercanía de Lezama Lima, ed. cit., p. 146.
11
Reynaldo González: Cuba, una asignatura pendiente, ed. Di´7, Palma
de Mallorca, pp. 220-240.
12
A partir de aquí, las citas de Cartas a Eloísa... aparecerán señaladas
entre corchetes con el número de la página.
13
Nótese una curiosa equivocación: enumera tres, suma cuatro. Es que
cuenta dos hermanas, una de ellas omitida, Rosita, la que ha muerto.
Tácitamente evidencia la gravitación de Eloísa, destinataria del
epistolario. Cf. El poema «Eloísa Lezama Lima», en Fragmentos a su
imán, ed. cit., p. 38.
14
Ídem, pp. 51-52.
15
Además del texto mencionado —sobre Emilio Ballagas—, en Lunes de
Revolución aparecieron otras colaboraciones de Lezama Lima: «Corona
de las frutas», «El coche musical», «Orfismo y Escardó», «Convocatorias
y jurados», «Alfonso X el Sabio y Capablanca», «Cautelas de Picasso».
16
Pablo Armando Fernández, «Lezama en el reino del tiempo
1
-370-
Reynaldo González
inapresable», en Carlos Espinosa, Cercanía de Lezama Lima, ed. cit.,
pp.132-133.
17
Antón Arrufat, «Las estaciones de la amistad», Ídem, pp. 144-148. Yo
buscaba otra forma / que no fuera la tuya, / otro modo de ver y de hablar,
/ que no fuera tu modo. (...) Antes de que te mueras / recibe mi mano, mi
brazo, / el entusiasmo / que me hace temblar, abrazarte / en el tiempo y
saberte inmortal. Arrufat, ídem, pp. 321-322.
18
Mariano Rodríguez, pintor, uno de los fundadores de la revista Orígenes.
A la muerte de Haydeé Santamaría fue presidente de la Casa de las Américas.
También él recordó aquellos incidentes: «Nuestra relación amistosa no
estuvo, sin embargo, exenta de alguna que otra discusión. Una de ellas, una
controversia de carácter intelectual en la cual yo no tuve participación directa,
nos mantuvo alejados durante algún tiempo. En los primeros años que
siguieron a 1959, Lezama fue atacado de manera feroz e irrespetuosa desde
las páginas de Lunes de Revolución, por varios escritores a quienes él no les
abrió las puertas de Orígenes por no considerarlos con la calidad
imprescindible para publicar allí. Convencido de su honestidad, no vacilé
en defenderlo públicamente. Él lo agradeció y me llamó por teléfono,
reanudándose así nuestra amistad.» Ibídem, ed. cit., p. 46.
19
La definición resultó acuñada en una entrevista que concedió a Tomás
Eloy Martínez: «José Lezama Lima: peregrino inmóvil», en Índice, Madrid,
1967.
20
Reynaldo González, El ingenuo culpable, ed. cit.
21
Ídem, p. 121.
22
Tomás Eloy Martínez, op. cit.
23
Varios, Órbita de Lezama Lima, ed. cit.
24
José Lezama Lima, Antología de la poesía cubana, col. Biblioteca Básica
de Autores Cubanos, ed. Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1965.
25
José Lezama Lima, Poesía completa, ed. cit.
26
Varios, Valoración múltiple de José Lezama Lima, ed. Casa de las
Américas, La Habana, 1969, compilación de Pedro Simón.
27
José Lezama Lima, La cantidad hechizada, ed. cit.
28
Lezama Lima, el ingenuo culpable, ed. cit., pp 119-120.
29
Reynaldo González, «Un pulpo en una jarra minoana» (entrevista y carta
introductoria), La Gaceta de Cuba, La Habana, septiembre de 1969, pp.
14-15.
30
Cf. El ingenuo culpable, ed. cit.
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Orígenes y un debate necesario
Pues solamente de la traición a una imagen es de
lo que se nos puede pedir cuenta y rendimiento.
JOSÉ LEZAMA LIMA
Por varios días (27 de junio al 1 de julio de 1994) nos reunimos en los salones de la Casa de Las Américas, en La Habana,
escritores y estudiosos de varios países en un Coloquio Internacional por el Cincuentenario de la revista Orígenes. Fundada por José Lezama Lima y José Rodríguez Feo en 1944, por
más de una década la publicación propició una aventura intelectual sin precedentes. En sus páginas colaboraron escritores
cubanos junto a los de América Latina, Estados Unidos y Europa, además de incluir traducciones que le dieron atractivos
para la intelectualidad hispanoamericana.
Orígenes no fue sólo una publicación, sino centro
imantador de generaciones y de lo que luego se conocería
como grupo de los origenistas. José Lezama Lima, su quehacer poético y su capacidad para aglutinar a quienes ejercían
Reynaldo González
la poesía y el pensamiento, la música o la pintura, en lo que denominó «taller renacentista», también hicieron de Orígenes motivo
de rechazo para tendencias estéticas opuestas, destino que no parece abandonar la revista varias décadas después de su desaparición. En el coloquio habanero, con una audiencia que colmó los
salones de la Casa de las Américas, entre encendidos elogios e implícito apoyo oficial a cuanto la experiencia de la revista pueda representar hoy, asomaron cuestionamientos de los más jóvenes e
indicaciones sobre algunas quiebras en aquella
perfección que ahora parece propuesta como herencia asumible para la
vida cultural cubana. La
desbordada asistencia,
el reconocimiento de la
dignidad intelectual
origenista y, también,
los criterios más contrapuestos, redondearon un
éxito que desde hacía
tiempo no alcanzaba
una convocatoria semejante en Cuba.
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Espiral de interrogantes
Desaparecidos los fundadores José Lezama Lima, a quien
la burocracia cultural hostilizó sus últimos seis años de vida,
José Rodríguez Feo, Virgilio Piñera y otros origenistas, unos
cuantos en el exilio y malquistados con el proceso cubano, el
remanente que en lo interno enarbola la representación de Orígenes se centra en la activísima labor de Cintio Vitier, devenido
historiador del grupo, y Fina García Marruz, a quien se otorga
sitio de distinción en el quehacer poético insular. Miembros de
la llamada «generación de los cincuenta» que publicaron en
Orígenes —Fernández Retamar, Pablo Armando Fernández,
Pedro de Oraá y otros— testimoniaron su admiración por la
impronta origenista, sin que todos se adhirieran a una prédica
—más que escuela o estilo— que por algunos años pareció condicionar la vida poética en Cuba. Y quedó claro que contra Orígenes, o a su favor, desde el inicio se dividieron los criterios,
con adhesiones o furiosos enfrentamientos que valoran su definitorio e insoslayable impacto en la cultura insular de entonces, enflaquecida por la desidia y la chata inmediatez.
La significación de la poesía lezamiana, principal signo
origenista, semejó un imán al que consideraron lógico oponerse quienes deseaban tener resonancia intelectual propia.
Aquella columna, férrea pese a estar constituida por metáforas, enfrentó con dignidad encomiable los dos polos predominantes: el que tomaba la existencia y sus avatares como
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Reynaldo González
dignos de constituir la temática de la obra artística, y el que
colocaba la preocupación social y la militancia política como
razones primordiales. El «agitado hormiguero» que Lezama
agrupara en «realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil,
torre», no iba a impedirles «pintar un ángel más», como especificó con espléndida altanería y orgullo de creador en la temprana fecha de 1939 (Espuela de Plata, agosto-septiembre).
Desde el primer número de Orígenes (1944) dejó Lezama esclarecida su interpretación de esas cuestiones:
Sabemos que cualquier dualismo que nos lleve a
poner la vida por encima de la cultura, o los valores
de la cultura privada de oxígeno vital, es ridículamente nocivo, y sólo es posible la alusión a ese dualismo en etapas de decadencia. En épocas de plenitud, la cultura, dentro de la tradición humanista,
actúa con todos sus sentidos, tentando, incorporando el mundo a su propia sustancia. Cuando la vida
tiene primacía sobre la cultura, dualismo sólo permitido por ingenuos o malintencionados, es que se
tiene de ésta un concepto decorativo. Cuando la cultura actúa desvinculada de sus raíces es pobre cosa
torcida y maloliente. In hoc primon, nescio deinde.
En estas cosas no hay primero, no hay después. Que
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Espiral de interrogantes
siendo ambas, vida y cultura, una sola y misma cosa,
no hay por qué separarlas y hablar de ridículas primacías. Un filólogo ha observado que Don Quijote y
La Dorotea son consecuencias de vivir la literatura
o de literaturizar la vida. En las fundamentales cosas que nos interesan todo dualismo es superficial,
todo apartarse de lo primigenio —que no tolera
dualismos o primacías—, obra de falacia o de apresurados inconscientes.
Orígenes concitó en su contra a quienes coincidían en atacar a Lezama si se hacían con el control de las exiguas publicaciones, o disponían de la fuerza de la prensa, o del poder, lo
que se sumó al arribar la insurrección triunfante en 1959, con
su proposición de un orden diferente. Lo distendido de la querella fue, ya, una pérdida de medida si atendemos a que la contienda origenista ocurrió en un período histórico
prerrevolucionario que Lezama llamó «país frustrado en lo
esencial político», cerrado por el golpe al sesgo de 1959. El terreno en que el inspirador máximo de Orígenes prefirió «combatir» no fue ni podía ser desde las «armas», el político, sino el
cultural y, con particularidad nada soslayable, la poesía, donde ansiaba «cotos de mayor realeza». Esta lectura no extrapola
con altisonancias instrumentalizadoras el terreno y la esencia
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Reynaldo González
de un muy citado editorial de Orígenes (no. 21, 1949), ni desea
llevar a ideario social los presupuestos estéticos de un grupo
de creación artística que especificó su desdén a la práctica política que padecía.
El rechazo a la politiquería ramplona que armaba el entorno
en que se movían los origenistas, cuanto se oponía a todo intento grande en términos culturales, se deshizo de oscuridades herméticas para explicitar («Diez años de Orígenes», no. 35, 1954),
con fuerza que no dejaba lugar a dudas, el terreno en que se
debatía el grupo:
Si andamos diez años con vuestra indiferencia, no
nos regalen ahora, se lo suplicamos, el fruto fétido de su
admiración. Les damos las gracias, pero preferimos
decisivamente vuestra indiferencia. La indiferencia nos
fue muy útil, con la admiración no sabríamos qué hacer. A todos nos confundiría, pues nada más nocivo que
una admiración viciada de raíz. Estáis incapacitados
vitalmente para admirar. Representáis al nihil admirari,
escudo de las más viejas decadencias. Habéis hecho la
casa con material deleznable, plomada para el simio y
piedra de infiernillo. Y si pasean enloquecidos dentro
de sus muros, ya no podrán admirar al perro que les
roza moviendo su cola incomprensible.
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Espiral de interrogantes
Al cumplimentar esos primeros diez años de Orígenes, podemos ofrecer el primer método para operar en
nuestra circunstancia: el rasguño en la piedra. Pero en
esa hendidura podrá deslizarse, tal vez, el soplo del Espíritu, ordenando el posible nacimiento de una nueva
modulación. Después, otra vez el silencio.
Para la llamada «generación de los cincuenta» Orígenes
devino piedra de choque, conjunto de ensimismados que «no
se comprometían» y, como no podían negarles trascendencia,
precisamente en su trascendentalismo hallaron el motivo para
un rechazo que ejercieron con pasión de dinamiteros y no de
constructores de una cultura nueva. En tal sentido fueron los
ataques que desde posiciones de terrorismo cultural y calificando de escapismo hermético lo hecho por los origenistas,
encarnó con saña desmedida el semanario Lunes de Revolución. Todavía en la cultura cubana no se ha dado valoración
serenamente meditada de aquel tabloide de tirada gigante y
actualización cultural sin precedentes en esta región, independientemente de sus tendencias y del destino individual de sus
gestores. Eso merecerían Ciclón, Nuestro Tiempo y otras publicaciones culturales inmediatamente previas al triunfo revolucionario o que sirvieron de valiosas bisagras en los primeros momentos, y ya lo está pidiendo a gritos sordos Lunes.
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Reynaldo González
La impronta política aún ofusca la mirada con el exilio o denuedo opositor de algunos protagonistas de Lunes, mientras
otros permanecieron y trabajaron en el país y para su cultura,
no más ni menos que los participantes en otras revistas o grupos de estos últimos años.1 El caso de Lunes se agrava por la
significación que le dio el proceso revolucionario, su gigantesca tirada semanal, con un alcance que no disfrutó ninguna de
sus pariguales, de manera que los fenómenos candentes del
debate cultural cubano, explícito o subterráneo, lo tienen como
pivote, se devuelven a su influencia o a la estela que dejara.
Nacido del diario Revolución, que representaba la fuerza mayoritaria del poder emergente, Lunes la emprendió contra
Lezama Lima y echó a rodar una contraída simplificación de
los postulados origenistas, exagerado axioma que me recordó
alguien en los días coloquiales: «Para pertenecer a Orígenes se
requiere ser blanco, católico, heterosexual y estar en el limbo». Se referían a las proposiciones ideoestéticas del grupo, a
cuanto consideraban vulgar populismo o folklorismo, a la identificación religiosa de su mayoría y a un rechazo que suponían
tácito, a la homosexualidad, vista en la tradición como punible
pecado contra natura. El tópico merecería replanteo unos años
después, con Paradiso, para algunos el mayor monumento de
interpretación gay escrito en lengua castellana y cornetazo
con que Lezama debe haber dejado cimbrando los oídos de
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Espiral de interrogantes
sus colegas de aventura intelectual. Piñera, por su parte, atomizaba
en vida y obra cualquier criterio pacato sobre el asunto.
En la valoración de Orígenes, como evidenciaron los debates del coloquio, resurgió Lunes, esta vez como antípoda. Si
nos asiste la equidad, también debemos revisar sus páginas,
donde hallaremos las colaboraciones de los ex origenistas —y
Orígenes ya era ex, aparte de valores que otorguen perdurabilidad a sus hallazgos— que actuaban en la vida cultural, superada la etapa de sus dubitaciones. En ese ámbito asumieron su
lugar los ex origenistas Lezama, Piñera y Rodríguez Feo, cada
cual defendiendo con la obra su visión de la literatura. Como
suele suceder en las polémicas que se llevan a los extremos, los
de Lunes partían de simplificaciones y lecturas interesadas, de
las que todavía no alcanza a zafarse el análisis. A los origenistas
tampoco se les puede exculpar de convencionalismos, e incluso de intolerancias, si atendemos la valoración dada a fenómenos tan analizados en la historia del arte como el surrealismo y
las vanguardias y, sobre todo, a algunos contemporáneos difícilmente encasillables en lo que instrumentaron como
ideoestética: al principio el nunca asimilado Virgilio Piñera,
luego Lorenzo García Vega, ingrato delfín que los sorprendiera con un libro daga: Los años de Orígenes (Caracas, 1979). En
las páginas de Lunes hicieron trinchera Heberto Padilla, Antón
Arrufat, Álvarez Baragaño y ese incomprendido de muchos que
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Reynaldo González
fue Piñera, uno de nuestros grandes iconoclastas, que comenzó perteneciendo al grupo Orígenes y ocasionó un desglose
drástico. Llegaba Piñera con la experiencia volcánica de otra
revista intermedia, Ciclón, creada como rechazo al origenismo
por el disidente Rodríguez Feo, y con doloridas razones para
enfrentar tópicos morales y estéticos que con diferentes apariencias ocultaban el puñal conservador.
Los de Lunes se travistieron de teóricos generacionales y
vindicadores patrios, como suele suceder, portadores de una
verdad de nuevo cuño donde no tenían espacio los
«escapismos» que atribuían a Orígenes. Aunque con similar
intuición rechazaban y temían las tendencias dogmáticas del
llamado «realismo socialista», cuya definitoria vecindad no
alcanzaron a apreciar, se desgastaron en luchas fratricidas o
en el consabido parricidio y no previeron la inminencia de ese
otro adversario de la cultura nacional, más extranjerizante y
extrapolado que cuanto señalaran los críticos a Lunes por la
formación en el exterior de algunos de sus colaboradores. El
intento por imponer el realismo socialista hallaría la puerta
abierta cuando también los de Lunes fueron arrasados. En el
tratamiento que dieron a Lezama Lima, algunos episodios
remuerden hoy las conciencias de los vivos y estremecen las
tumbas de los muertos. El tránsito de todo aquello fue tan
breve como intenso en la etapa mítica revolucionaria, a la que
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Espiral de interrogantes
sucedería un asentamiento menos turbulento pero radicalmente anticreador, emporio del oficialismo y del conductivismo culturales. Lo de Lunes con Orígenes fue el conocido extremismo
vanguardista y el sectarismo en nombre de una liberalidad elevada a dogma. Escapó de tal comportamiento el subdirector
del semanario, Pablo Armando Fernández, aunque no pudo
evitar la avalancha de lodo con que sus colegas intentaron ocultar la grandeza del Buda de Trocadero, como llamaban a Lezama
Lima en alusión a su gordura y la calle donde vivía. Los
origenistas, por su parte, no siempre respondieron con la sapiencia de Lezama, cuyas colaboraciones se sucedieron en Lunes a pesar de las agresiones. No pocos de ellos se contrajeron,
se aislaron a un tiempo que los aislaban, o respondieron
anatematizando a sus contrarios y... en fin, la conocida historia del encontronazo entre tendencias culturales en países donde el pastel a repartir es pequeño y la ansiedad mucha.
Algo ha llovido desde entonces y, en el exilio, Cabrera Infante, Padilla, Franqui y otros, han pretendido que olvidemos aquella licencia nada poética de cuando ejercieron el oficial oficio de lobos feroces en el espinoso bosque de una revolución que ellos representaban y ahora denostan. Confían en
la socorrida inadvertencia de los trópicos cuando desde lejos,
ya muerto el poeta, quieren asumir la defensa de Lezama porque su calvario no concluyó sino que se agravó después del
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Reynaldo González
cierre drástico de Lunes, ni con las sucesivas salidas de ellos
del territorio nacional donde permaneció, creó y murió el Buda
de Trocadero, pese a ingratitudes oficiales y al ostracismo de
sus últimos años. Lejos de purismos y hermetismos literarios, el mayor pecado de Lezama fue dar a la literatura cubana una pieza fundacional, la novela Paradiso, donde la homosexualidad, horror mayúsculo del dogmatismo machista,
y el orgullo de asumir la libertad frente a las ordenanzas de
una creación por decreto, plantearon enigmas a la dialéctica
materialista y al ateísmo confesionales. Por demasiado tiempo, al analizar la novelística de aquellos años, Paradiso no
entraba en «la novela de la revolución», según doctas pero constreñidas aproximaciones epocales.
Fue justa, en el coloquio, la evocación hecha por el joven
poeta Efraín Rodríguez del único ex origenista que pudo defender a Orígenes de los ataques de Revolución y de Lunes:
José Rodríguez Feo, el fundador que en gesto más insensato
que meditado decretara la muerte de la revista lezamiana, su
propia criatura. Con poca generosidad cristiana le negaron
sal y agua los origenistas, luego abroquelados, heridos por la
pérdida. Estaban demasiado apocados para la autodefensa en
una convulsión social que no todos ellos entendieron ni asumieron desde el inicio y que con fuerza de poder naciente los
agobiaba. El cachorro de millonarios Rodríguez Feo, al que
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Espiral de interrogantes
alguno calificó de frívolo y sin gravitación cultural en la aventura origenista, lanzado a alfabetizar campesinos y entregando los bienes que heredara, mostró una generosidad cristiana sin altisonancias de órgano catedralicio.
La tardanza de algunos origenistas en asumir los predicados de la revolución triunfante fue de agradecer si se tomaron
su tiempo para el examen de conciencia que les proponían los
arrebatos marciales y ateos de que hacían gala los herederos
del futuro luminoso, devenidos sus angustiadores. En ese sentido el libro Testimonio, de Cintio Vitier —y su fecha, 1968,
peculiar lindero de la década de los setenta—, resulta de obligada referencia como muestra de un esfuerzo de conciencia
que no accedió a exteriores impulsos epocales antes de una
interiorización que puso en tensión la vocacional honestidad.
Un hecho irrefutable es que salvo Lezama y unos pocos, en los
primeros años los origenistas «ortodoxos» se mantuvieron alejados de la praxis revolucionaria, circunstancia de polarizada
contingencia donde las metáforas de una «indefinitud insular» mal parecían hallar cabida. De ellos, paradójicamente, fue
Lezama Lima, quizás por su grandeza intrínseca, el primero en
asumir la revolución y exaltarla, en coincidencia con quienes
habían decretado el fin de Orígenes, Piñera y Rodríguez Feo,
plenamente «integrados a la revolución», como solía decirse.
El descendiente de millonarios y el pobretón se identificaron
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Reynaldo González
con el movimiento vindicador de oprimidos y despreciados
entre los cuales se contaron, no solo por ideales de justicia económica, sino por la necesaria reivindicación social frente a un
orden machista que deseaba mantenerlos al margen, junto con
sus congéneres homosexuales.
Rodríguez Feo, por largo tiempo reducido a «el rico que
pagaba Orígenes», estaba identificado con los cambios sociales, se sentía autorizado y salió en defensa de sus antiguos compañeros, episodio reconstruido en el coloquio por el poeta
Efraín Rodríguez. Acerca del aporte intelectual de Rodríguez
Feo a la revista, también argumentó Roberto Fernández
Retamar. Varios investigadores cubanos y extranjeros emplazan trabajos que lo dilucidan y no dejarán que se le continúe
escamoteando su extraordinaria significación.
Lamentablemente, cuando el tiempo pasó, tanto a Lezama
Lima como a Virgilio Piñera habría de victimarlos desde la
enseñoreada conducción cultural, un estrato de ese ángel colérico que es para muchos la revolución y que, personalizado o
no, según los intereses, actuó sin benevolencia de espíritu divino, sino con la más rencorosa apetencia humana. Cuando las
condiciones del esfuerzo por edificar y salvar la vindicación de
los oprimidos trocaron la gesta mítica en poder
institucionalizado y enfrentado al tenaz bloqueo enemigo, las
cosas cambiaron radicalmente para la cultura cubana. Ocurrió
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Espiral de interrogantes
que a unos origenistas se les aceptaba en la nueva encrucijada,
mientras que a otros se les negaba, principalmente a dos genuinos creadores del grupo: Lezama y Piñera. El ángel armado
se obcecó con una furia que le hizo asumir como propios los
valores más regresivos y conservadores de su opuesto, la tan
denostada burguesía. Habían llegado los drásticos años setenta, década reducida por el eufemismo «quinquenio gris», pues
cada cual ve la fiesta como le fue en ella. En el páramo de aquella «nueva orientación» —u orientalización— de los conceptos
rectores, uno de los pocos asideros amables fue la reedición de
los libros de los origenistas aceptados y la difusión de sus obras
recientes, eclosión editorial de Vitier, García Marruz, Diego y
otros cuyas páginas viejas y nuevas, sus abordamientos de la
historia literaria y del pensamiento martiano, aliviaron la formación de quienes emergían a la vida cultural en un paisaje
arrasado por consignas devenidas ordenanzas. Lezama y Piñera
quedaban sometidos a destierro en su tierra, el primer caso
lamentado por los origenistas sobrevivientes, el segundo no
tanto, pues su insolencia y rebeldía retaban prejuicios que se
unían a los oficialismos. A Virgilio lo dejaban en su entorno
dantesco, ángel caído, origenista menos origenista que otros.
Lezama padecía el más alevoso silencio mientras las páginas
de su Paradiso paseaban en triunfo por el mundo, castigo que
multiplicaba la agresión de Lunes y la hacía aparecer nimia.
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Reynaldo González
Son matices de una historia que hoy se somete a las torceduras de las interpretaciones y a las interpretaciones de las torceduras, pues nada ni nadie se excluye de juicio cuando muchas cosas predicadas como inviolables dejan de tener sentido
y otras, negadas, comienzan a recibir valoración positiva. A tales
ajustes se acercó el Coloquio Internacional por el
Cincuentenario de Orígenes, como era de esperar en un proceso donde el debate ya no desea ser usurpado por ordenanzas
benefactoras, o no, entendidas como inapelables. El coloquio
evidenció que el obsesivo índice orientador queda superado por
la praxis de una cultura viva, que no se detiene ante declaraciones ex cátedra. Los jóvenes intelectuales, asidos de una documentación que soslaya tanto los espaldarazos oficiales como
otras normativas, se proponen hallar por sí mismos el fiel de la
balanza. La bullente ansiedad de la vida cultural cubana hace
buena cada ocasión para revivir las tormentas donde Lezama,
Piñera y muchos otros talentos del quehacer literario, más allá
de sus contradicciones, quedaron hermanados en la desgracia
que los marginalizara. Por un largo período la mojigatería oficial no le perdonó a Lezama una novela donde el tema gay tuvo
terreno expansivo en momentos en que ordenaban construir
la caricatura de un realismo socialista tropicalizado que no dejó
huella ni sombra. Al Piñera de La Isla en peso ya le había caído
encima todo el peso de la Isla y pagaba el excesivo costo de
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Espiral de interrogantes
convertir su homosexualidad y su irreverencia en máscaras para
afrontar el endurecido destino.
Aquellos vientos trajeron estos chubascos y casi tres décadas después de publicado Paradiso y dos de muertos Lezama y
Piñera, cuando cambios y reconocimientos han intentado sanear el panorama pero soslayar el debate que correspondería,
los jóvenes intelectuales cubanos sacan a danzar sus ídolos para
estudiar sus obras e impedir que se olviden percances ingratos. No podía ser menos en un coloquio sobre la revista donde
coincidieron. En candentes, provocadores, documentados
alegatos que algunos de sus autores desearon convertir en «ajuste
de cuentas» —como expresó una colérica asistente en una mesa
que yo moderaba—, ya «recuperado» Lezama, tocó a Piñera resucitar con fuerza demoledora. La revisión de cuanto le sucedió
en su maltrecha vida se presenta como asignatura pendiente,
desde el anatema de la sociedad burguesa hasta el de la revolucionaria, en que intentó encajarse sin lograrlo. Todo indica que
por algún tiempo será Piñera el autor que continúe aglutinando
a los jóvenes, sobre el cual tienen más que interrogar y mucho
que aprender en la deslumbrante provocación de sus textos. Los
sustenta el crecido interés internacional por la obra de quien
con similar desenfado ejerciera magisterio en el teatro, la narrativa y la poesía, las sorpresas que todavía esperan hallar en su
papelería y su signo de permanente provocador.
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Reynaldo González
Antes de que Lezama y Piñera, golpeados por la incomprensión oficial, murieran en el silencio, les dio tiempo a reconciliarse y devolverse al cultivo de una amistad estrechísima, lo
que testimonian poemas y relatos, epistolarios y documentos
que salen a la luz en pesquisas de los jóvenes deseosos de encarnar la justicia frente a lo que siguen viendo como nomenclatura. Esos jóvenes, que colocan a Lezama y Piñera en el panteón de sus dioses tutelares, no acuden a este tipo de coloquios
con serenidad, sino con el cuchillo en la boca, viendo adversarios incluso donde solo queda un aquiescente lunetario. Ante
semejante irrupción, las aguas que los organizadores de eventos
culturales desean plácidas, se enturbian y ofuscan para alcanzar
posterior transparencia. Lo confirmó el éxito del coloquio, apreciable más que en la reiteración de lugares comunes retóricos,
en la participación de una inteligencia viva, ejemplo de una
intelectualidad joven crecida en años de pruebas, formada como
pocas de nuestro continente, lo que es logro innegable: ellos y su
raigal irreverencia son la mayor conquista de una cultura.
El coloquio exaltó, en ánimo de justicia, la trayectoria de Orígenes y su honradez frente al desprecio «republicano», es decir:
burgués prerrevolucionario. Las razones estéticas del grupo quedaron valoradas como un camino de reafirmación cultural en el
ralo panorama social de una época caracterizada de manera gráfica: «el mambo contra la ilustración» (Lisandro Otero dixit). Otros
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Espiral de interrogantes
observadores creyeron ver una extrapolación del ideario estético
de Orígenes a planteamiento ético que podría tener función en la
Cuba actual. No todos los protagonistas de la vida literaria de la Isla
coinciden en apreciar el asunto con esa vehemencia, o pasarlo del
plano estético y la interpretación de los cometidos origenistas al
quehacer patriótico, hasta generar confusión, una vez más, entre
literatura y política. No desean olvidar que se trata de un fenómeno
literario ocurrido hace cuatro décadas. En tan agitado interregno
sucedió nada menos que una revolución social, no literaria, que
dejó el panorama totalmente cambiado.
La actual crisis cubana es diferente a la conocida por Orígenes. Plantea, como primera necesidad, salvar conquistas que
corren riesgo de revertirse y, a un tiempo, destruir contrapesos
y ataduras entre las que mucho cuenta un pragmatismo que se
dio de narices con la realidad. Para algunos, cuanto Orígenes y
el origenismo pueden tener de vínculo con la actualidad, sin
sobredimensionar su carácter de postulado estético de un grupo
con una peculiar comprensión de la literatura, es, precisamente,
su valor de «vehemente testimonio de fe poética [desde] el fondo de un profundo abatimiento». Así calificó Cintio Vitier su libro Lo cubano en la poesía (1957) al publicarlo por segunda vez
(1970) «respetándolo en su integridad y en el contexto de su
fecha». Se trata del crítico y del libro que con mayor dedicación
y argumentos recogieron la poética origenista.
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Reynaldo González
El Coloquio Internacional por el Cincuentenario de Orígenes ha ocurrido en un período de convulso cuestionamiento
interno, que implica no sólo los dramáticos avatares que atraviesa el país en el plano económico, sino la quiebra de valores
de diversa índole y la necesidad de reafirmarlos o hacerlos renacer. Pero son fenómenos en extremo diversos de los afrontados por los origenistas en su tiempo, y un país radicalmente
opuesto al que ellos conocieron cuando vivieron su aventura
editorial-intelectual. Las respuestas tienen que ser otras, tan
creadoras y plurales en lo político como en el proyecto
ideoestético, sin imponer a destiempo un «credo» que no nazca del ejercicio mismo de la cultura. Los intelectuales cubanos,
jóvenes y mayores, no nos sentimos compulsados a suscribir
como propia una nueva orientación cultural si no la
interiorizamos. Sabemos, ya, que lo peor para cualquier fruto
del intelecto es una glorificación, un «dedazo» que lo aleje de
quienes viven la cultura como algo sanguíneo, porque la hacen.
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El poeta como ente novelable *
Al pedirme que inicie los trabajos de este evento supongo
que no esperan de mí un texto teórico, ni académico, que sería
demasiado atrevimiento donde otros, más doctos, abordarán
temas referentes a la obra y la vida de José Lezama Lima y
entrarán con gran autoridad en pasadizos que me son vedados. Prefiero anotar algunos elementos que subrayan cómo el
enormísimo poeta de Enemigo rumor, el ensayista de La expresión americana, el narrador de Paradiso y Oppiano Licario
es heredad de muchos, arco cuyas puntas tocan territorios de
difícil control, y si surgió en Cuba, en esta ciudad que nos acoge, sus territorios no tienen lindes y cada día es, como él mismo prefirió, quien valora «el flechazo, no el blanco». Su obra
Leído para inaugurar el Segundo Coloquio Internacional José Lezama
Lima, Museo Napoleónico, La Habana, 23 de junio de 1998.
*
Reynaldo González
es esa flecha tendida al infinito, su curva no acepta diseño prefijado porque pertenece a las Aventuras sigilosas. Él, como me
dijo de la cultura cubana, «tiene sus catedrales construidas en
el porvenir»1 y para alcanzarlas no habrá de andar con el lastre
de lo contingente, lo ocasional, lo fortuito coincidente.
Todo intento de ejercer dominio o propiedad sobre una obra
tan desbordada y contaminante como la de José Lezama Lima
resultaría reduccionista y, más, pretencioso. Atarlo a las constreñidas márgenes de un grupo literario, con los altibajos y
disparidades de talento y de realización que suelen condicionar a toda agrupación, es someterlo a los avatares de quienes
no siempre se le pueden parear, aunque en intentarlo hallen
una sana estimulación. Persistir en asirlo a una instancia epocal
ya trascendida cuando dio a la imprenta la maravilla monumental de Paradiso —inalcanzable para una multitud de escritores, incluidos los grandes y significativos, no miremos la irregular marea de su inmediatez—, es someterlo a falsas
equiparaciones. Empinado desde el ralo entorno genésico, es
de admirar que se alzara de la pacatería ambiental para proponerse horizontes sin horizonte, vuelo que no cesa y hondura
que no alcanza la mirada entorpecida por las brumas de la
cotidianidad. Las referencias de su obra, las yuxtaposiciones
creadoras que sólo su laboriosamente conquistado «sistema
poético del mundo» pudo otorgarle con vigor tan incesante, ya
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Espiral de interrogantes
dejaban sin apelaciones a otros escritores de su momento y
cercanía. Al crear y apoderarse de lo que llamó «eras imaginarias», burló toda previsión, pues donde otros rozaban superficies, él penetraba esencias, establecía relaciones insólitas y
buscaba un acontecer en el tiempo que no hallaba parangón en
la calmada enumeración, el tímido metaforismo armado de símiles enhebrados como en sillón de costurera, quién niega que
allí palpiten sutilezas de salón.
Al gran creador debemos sumarle la gran persona, la
bonhomía ejemplar de José Lezama Lima. En todo fue un retador desde que graduado en leyes, asumió como destino el
imprecisable delito de la literatura. Cuando los años de Orígenes llegaron a su fin, pese a su dolor por lo abrupto de la pérdida de una empresa de extraordinario significado intelectual
para la época, su exigente destino de fabulador le impelió a
continuar su búsqueda, que a un tiempo era fatum y alegría. Si
nunca abandonó el recuerdo de lo que llamó «taller
renacentista», el paso de los días no le generó las rumias del
inconsolable ensimismado, del leguleyo abismado en compulsar cuantías, pormenores y rencores. Paradiso le exigía y colmaba, y era obra grande, imponente, que sólo hallaría conclusión desde una voluntad y una fe en sí mismo que no dan la ira,
ni el somormujo de la envidia. Su ansiedad le hizo acoger como
propio, y antes que ninguno otro de los llamados ortodoxos de
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Reynaldo González
la aventura origenista, el bullente mundo que se abría a la sociedad cubana. La suya fue generosidad sin cuestionamiento.
Luego, frente a los pruritos de quienes no se reponían de la
sorpresa que junto al nivel de entramado poético les había asestado el atrevimiento temático de la novela, y el revés de la —es
un decir— «recensión oficial» a Paradiso, que lo fue en seriedad nada despreciable y con matices que quien tiene buena
memoria perdona pero no olvida, no enturbió su afán, ni
malquistó su ánimo, ni se le engarrotó el carácter.
Cuando en 1970 los intelectuales cubanos le celebramos el
sesenta cumpleaños, fue una fiesta que evidenció la apertura
de su círculo con resonancias novedosas. Convocados por él,
al jubileo nos incorporamos escritores de diversas generaciones coincidentes. Ya no eran las estrechas y en ocasiones ensimismadas lindes de su grupo generacional, o de quienes tenían viejas afinidades con su obra. Después de las borrascas
que acompañaron a Paradiso, los aires se mostraban benévolos, sin que nos abandonáramos a la inadvertencia. Todavía no arreciaban los truenos sobre su casa, ni la adversidad
asomaba con la crudeza que poco después intentaría estrangular en lo interno una obra que en el exterior reinaba por
derecho propio, apreciada y estudiada en sus valores intrínsecos, sin los señalamientos adversos que en nuestro ámbito
incordiaban al diferente. Lezama disfrutaba de una tregua en
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Espiral de interrogantes
su largo padecimiento, como para aligerar los pulmones antes de
otra zambullida en el desprecio, mayúscula e ignominiosa oleada
de fango de la que con esfuerzo emergimos algunos de los presentes en este coloquio. La tormenta sería la mayor de las que lo acosaron, tan extendida que no le dio ocasión de resarcirse en vida. El
desagravio quedaría pospuesto y eventos como este lo conforman.
En 1970 la Casa de las Américas, bajo el cuidado de Pedro Simón
editó Valoración múltiple de José Lezama Lima. Letras Cubanas
entregó sus Poesías Completas. Para Ediciones Unión trabajé, junto al poeta, su extraordinario volumen de ensayos La cantidad hechizada. Cierto que todavía su novela Paradiso seguía bajo la «cuarentena» que le impusieron la incomprensión y el recelo funcionarial
vigente, pero otras zonas de su obra disfrutaban de cierta permisividad, quizás porque las consideraron de difícil comprensión o,
quién lo asegura, por calificarlas de inocuas, como suelen ver la
poesía quienes no digieren la vida cultural. En aquellos días, y con
motivo de la publicación de un número especial de La Gaceta de
Cuba, provoqué su opinión en una entrevista que después incorporé a mi libro Lezama Lima: el ingenuo culpable. Acudió a sus invencibles recursos de gran conversador y respondió:
No son mis textos lo importante de ese número
de La Gaceta. Me ha parecido muy juvenil. Está
hecho con entusiasmo y tiene las dimensiones de
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la poesía y del ensayo, características de mi obra. Numerosos poetas jóvenes se han acercado allí a mi persona. Uno siente una verdadera delicia cuando quien ha
trabajado la poesía llega a convertirse en un ente
novelable. Y cuando un poeta lo ve a uno, pues uno forma parte de una novela, como si se manifestaran infinitos círculos irradiantes. Cuando un poeta convierte a
otro poeta en motivo de sus cantos, podemos decir que
es la poesía novelada. Uno se ha convertido en sujeto
participante, en un ente novelable. La imaginación ha
comenzado a recrear a la persona: uno se siente actuar
y vivir frente a un espejo. Se forma una figura semejante, aunque con signos perceptibles de diferenciación.
Se acerca a nosotros y a veces nos cuesta trabajo reconocernos. Otras veces nos reconocemos cuando nos
sentimos un poco reconstruidos y tal vez más compuestos por la imagen jututiva, por la imagen del otro.2
A otra pregunta respondió como si quisiera atajar el
enquistamiento de los rencores:
Yo creo, felizmente, que en los últimos tiempos,
después de momentos de violencia, el tema de las
generaciones en Cuba ya está abolido, se ha ido
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Espiral de interrogantes
aboliendo. Hoy día la gente joven y la gente más madura —que han hecho la obra que podían hacer, contando con las posibilidades de la cultura cubana—
buscamos una compenetración, un cuidado de los
demás, qué hacen… Es decir, si en un momento hubo
violencia, hubo separación, hubo antagonismo
generacional, eso está abolido. Y, en mi caso, me
siento muy a gusto con un grupo de jóvenes investigadores, poetas, escritores, novelistas, en los cuales
percibo la misma cosa que en mi juventud: un afán
de irradiar y de comprender, un afán de acercarse y
de palpar el mundo que nos reta y nos envuelve, para
que se vaya desprendiendo suavemente la placenta
del misterio.3
Daba lecciones de bondad, en un paréntesis de sus sufrimientos, que eran largos por la incomprensión hacia su obra y
su persona. El grande de Orígenes, cuya individualidad creadora forjara una fórmula personalísima y una obra colmada de
seductoras incógnitas, recibía con beneplácito y sin impostados
aristocratismos a quienes se incorporaban al árbol de la cultura cubana, más fértil cuanto más frondoso. Para el número de
La Gaceta de Cuba entregó unas composiciones poéticas que
llamó «décimas de la querencia», dedicadas a sus amigos de
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antes y de aquel momento. Eran caricias, abrazos que desde su
óptica peculiar definían a los homenajeados. En las dedicatorias aparecieron nombres nuevos en la esfera de sus relaciones
personales, los de quienes nos habíamos acercado a su persona y a su obra y seríamos copartícipes de la desdicha que como
una lluvia implacable pronto asolaría la vida cultural cubana,
lluvia que todavía no asumíamos en su naturaleza de ciclón
siniestro, al que tampoco le supusimos una duración de más
de diez negros años. Con aquellas «décimas de la querencia»
el poeta daba una lección de humilde generosidad y tendía
puentes que ampliaban sus relaciones. Dentro de su infortunio apreciaba nuevos lazos de amistad que le daban fuerzas
para resistir sin quebrar la línea de su creación. Lo atestigua el
poemario publicado después de su muerte, Fragmentos a su
imán, donde recogieron esos juegos amistosos. También nosotros entrábamos en su obra, pues nos convertía en «entes
novelables». Y allí, acompañando las páginas que nos dedicaba, una de excepcional reconciliación estableció un reto a los
origenistas ortodoxos que persistían en el rencor a un grande
de la literatura latinoamericana: su poema «Virgilio Piñera
cumple 60 años» explicitó un vínculo retomado entre quienes
hoy constituyen dos de los nombres que más interesan a los
nuevos escritores cubanos. No podemos pasar por alto la fecha del poema, 1972: había comenzado el reino del absurdo,
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Espiral de interrogantes
la década de los setenta, suma y empeoramiento de las pesadillas de la cultura cubana. El autor de Enemigo rumor, el
más acosado, daba lecciones de hombradía, de amplitud de
miras, y no se perdía en los meandros de la egolatría como
para desconocer dónde estaban y quiénes eran los verdaderos enemigos del talento.
Lezama Lima, que siempre huyó del boato, de los actos oficiosos y de las solemnidades que suelen abrumar la obra
creativa porque la dejan en burda instrumentalización, aceptó aquel jubileo «porque se ha orquestado como una señal de
trabajo».4 Con la cercanía de jóvenes intelectuales que abordábamos su obra sin imitarle el gesto haciéndole más difícil
la comprensión, sin fabricarle un nicho ni pedirle una
sacralización que él burlaba, se le ampliaba la mirada, se le
abrían nuevos caminos para el diálogo y para su sabia curiosidad. Lo subrayó en la entrevista: «Con estos amigos borro
la sensación del tiempo, me siento en la extratemporalidad,
en el paradiso de la amistad».5 No reparó en prejuicios o criterios comineros que en nombre de la bondad volvían espinosas las relaciones entre intelectuales cubanos, para cosecha de los siempre prestos a enarbolar normativas.
El tiempo zanjaría algunos dilemas con sucesivos libros
como Cercanía de Lezama Lima (1986), testimonios colectados por Carlos Espinosa, y, sobre todo, Mi correspondencia
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con Lezama Lima (1989), de José Rodríguez Feo, que tuve
el placer de editar y que informa sobre la trama origenista
con un aluvión de luz que permanecía eclipsado. Esos libros
inauguraron abordamientos de la obra de Lezama Lima en
plan de justicia, desde otras inteligencias, visiones que rescataban al poeta de una lastrante reiteración de ritualidades.
En ellos se puede observar la amplitud de la ola provocada
por su vida y su obra, algo que desborda las fronteras cubanas sin que medien cotos cerrados, ni interesados
compartimentos, ni ñoñerías de parroquia, ni zarandajas que
en el empeño de sinonimarse a su grandeza le comprimen
márgenes y le municipalizan una trascendencia que, a no
dudarlo, es universal.
Cuando desde los ámbitos de José Lezama Lima y bajo su
advocación entramos en aspectos significativos de su obra y
la de otros creadores, siento que el enorme poeta me hace un
guiño. Él, que por mi nacimiento en una zona citrícola me
llamó «sonrisa de la toronja» y conmigo disfrutaba de un
humor desenfadado, sin lúgubres altisonancias catedralicias,
sino con la chispa de un entendimiento criollísimo, estará
gozando estos acercamientos. Son «señales de trabajo» para
el laborioso Lezama Lima. Veo que achina los ojos en la carcajada que le estremece el corpachón, abre las manos y se expande en el paradiso de la amistad.
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Espiral de interrogantes
Notas:
Reynaldo González: «Entre la magia y la infinitud», en Lezama Lima:
el ingenuo culpable, ed. Letras Cubanas, La Habana, 1988. (Edición
ampliada en 1994, p.121.)
2
Op. cit., p. 116.
3
Ídem., pp. 121-122.
4
Op. cit., p. 116.
5
Op. cit., p. 118.
1
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Lezama y Piñera, diálogo difícil y entrañable
Ha hecho bien el colega Ciro Bianchi Ross, en una entrega reciente de Juventud Rebelde, al refrescar aspectos de la muerte de
José Lezama Lima en respuesta a innúmeras lucubraciones que
desde siempre lo tomaron como centro. El autor de Enemigo rumor fue uno de los hombres de letras más perseguidos por la insidia y la incomprensión. Era como si esos «rumores» echados a volar despertaran ciertas Aventuras sigilosas —para seguir con sus
títulos insoslayables—. En algunas páginas de mis libros he buscado el fiel de una balanza que por momentos se encrespa, en particular en Lezama Lima, el ingenuo culpable. En vida y después de
su muerte, su trayectoria estuvo aguijoneada por desencuentros y
polémicas, unas por el mayúsculo enigma de su poesía en el utilitarismo literario republicano, otras por disputarle un sitio ganado en
buena lid. Dos momentos particulares historiaron esos
Espiral de interrogantes
entreveros: una polémica con Jorge Mañach, en los años cuarenta, y los ataques de Lunes de Revolución, en los sesenta.
Luego, buena parte de sus adversarios fueron vencidos por la
obstinada bonhomía de Lezama y el reconocimiento mundial
a su obra, sin que faltaran algunos recalcitrantes. En ocasiones
me imagino su sonrisa de haber vivido el «fragmento a su imán»
posterior a su muerte, cuando acérrimos enemigos se travisten
de admiradores: intentan la manipulación donde impusieron
la furia y el desprecio, como si todos no hubiéramos vivido por
igual la historia.
Al recordar su funeral, Bianchi Ross anotó los nombres que
recuerda, bajo el impacto de un golpe que a todos nos pareció
injusto, antes de que Lezama Lima recibiera una reivindicación, que ya se anunciaba. Lo explica la rápida publicación de
dos libros que resultaron póstumos, Oppiano Licario, continuación de la novela Paradiso, y Fragmentos a su imán,
poemario de signo nuevo en su trayectoria poética. Al leer la
cuidadosa crónica de Bianchi Ross me volví a encontrar en el
azaroso ambiente de aquel funeral, viviendo aspectos que iban
de la magnificencia a lo grotesco. En el salón, la llegada de
muchos que apenas entraban a la capilla ardiente, ajenos como
eran a aquella vida y a aquella muerte. Cumplían un rito oficial. Y me recordé en la pequeña morgue de la funeraria, junto
a algunos de los mencionados por el cronista, más el escultor
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Osneldo García y la pintora Antonia Eiriz, todos aterrados,
«ayudando» el trabajo de Camporino, a quien le habíamos encargado que hiciera su mascarilla y la impronta de sus manos.
El cadáver de Lezama amenazaba con cierto grado de descomposición, además de estar mal acomodado en el estrecho féretro. Era preciso hacerle algunas punciones, a escondidas de su
viuda, que se negaba. El trabajo de la mascarilla y la mano
devenía, pues, un pretexto, pero fue cierto. Aquel señor
Camporino, del cual solo recuerdo su apellido, le había hecho
la mascarilla mortuoria a otro grande de nuestras letras, Rubén
Martínez Villena, y por ello lo contrató Umberto Peña. Para él
era cuestión de oficio. Para nosotros, mover y tratar el cadáver
de un ser muy querido y admirado, algo infrecuente y pavoroso. Quizás para romper nuestro sobrecogimiento, mi torpeza
al untar glicerina a las manos del cadáver, Camporino consideró oportuno improvisar un chiste: «Imagínense si en vez de
ser escritor el muerto fuera un atleta, tendríamos que
empavesarle las piernas completas», dijo. José Triana y Antonia
Eiriz se abrazaron. Ella, comprendiendo la intención de quien
era un simple «operario», razonó: «El chiste le hubiera gustado al Gordo». Lo traigo a estas líneas con similar ansiedad de
romper una tensión que no me abandona mientras evoco.
Me interesa recordar una amistad difícil, pero profunda: la
de Lezama Lima y Virgilio Piñera, los dos grandes escritores
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Espiral de interrogantes
que más parecen interesar a los jóvenes literatos cubanos de
hoy, pese a las peculiaridades nada fáciles de sus obras. Lo de
ellos resultó un distendido entrecruce, de los tiempos de intensa colaboración al rompimiento, cuando el otro editor de
Orígenes, José Rodríguez Feo, se apartó con su talento y sus
posibilidades, y fundó otra revista, Ciclón, donde contó con la
colaboración de Piñera. Le había dado el tiro de gracia a la trascendental Orígenes. Luego Piñera y otros se atrincheraron en
Lunes de Revolución, desde una visión de la literatura opuesta
a la de Lezama. Pero, con la publicación de Paradiso, Piñera
«bajó sus banderas», reconoció la significación imperecedera
de esa novela. Lo llamó por teléfono: «Oye, Lezama, yo no puedo estar peleado con el autor de Paradiso», dijo en un hilo de
voz. «Esperaba su llamada», respondió Lezama, «venga por
casa, donde le espera su ejemplar dedicado».
Fue Lezama el primero de Orígenes en comprender la significación trascendente de la obra de Virgilio, como fue primero en tantos asuntos éticos. Hacia el final de su vida, junto con
los jóvenes que llegamos a ella, lo tuvo en su círculo más estrecho. Muchos fueron los episodios memorables en esa contienda de acercamientos y rechazos entre el enormísimo poeta que
fue el centro de Orígenes y aquel que algunos tuvieron por diablo incluso después de las paces selladas por la poesía. Quedó
constancia en un poema lezamiano cargado de sentido en la
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seductora urdimbre de su sistema poético. Lo leyó varias veces ante
un grupo que nos alegrábamos del feliz reencuentro. Al morir ya lo
había incluido en el poemario Fragmentos a su imán:
«Virgilio Piñera cumple 60 años»
Como un pistoletazo en el violáceo azufre
los ángeles pactan con los demonios,
buscando el gran ojo primigenio.
Vuelven los demonios a pactar con los ángeles,
buscando la sabiduría
de las ondas del pífano
al penetrar en la ciudad.
Un ruidillo en la nada,
innato o con prestaciones vergonzantes
precipita el coro de los diablillos
que van a sostener el manto del niño de Praga.
Llega entonces el inalcanzable
paraje de la nieve,
la pequeña luna caída
en la profundidad infantil del tazón
o en el ballenato tedioso de los mares,
allí la silla destrozada, la del obispo encadenado,
allí se vuelven a ver los demonios y los ángeles
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correr hacia un punto, volcarse en la laguna,
peinarse más las plumas que los cabellos.
Sus pequeños rostros sonríen con dientes de leche.
Sabemos, qué carcajada, que lo lúdico es lo agónico.
Como sólo existen el bien y la ausencia,
los demonios y los ángeles se esconden sonriendo.
Su mano madura, como decimos las uvas maduras,
han dado un fuerte manotón sobre el tablero.
El ángel avanza rápido como el alfil.
El demonio salta como el caballo oblicuo.
Sus manos cruzadas golpean los sesenta
golpes de la cábala,
el hierofante y la emperatriz duermen ya
en la cámara de la reina.
El ojo y el mar se abren en círculos concéntricos.
Sobre un tablón,
jugando lo terrible,
el bien y la ausencia.
(14 de julio y 1972)
Ninguno de los que participamos en la vigilia funeraria de
Lezama Lima olvida la irrupción de Virgilio Piñera, desolado e
inconsolable. Y también existe un poema testificador, «El hechizado», memorable, escrito por él el mismo día de la muerte
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de Lezama, 9 de agosto de 1976. Valórenlo mis lectores, algo
que no puedo hacer sin emocionarme:
«El hechizado»
A Lezama en su muerte
Por un plazo que no puedo señalar
me llevas la ventaja de tu muerte:
lo mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar primero. Yo, en segundo lugar.
Estaba escrito. ¿Dónde? En esa mar
encrespada y terrible que es la vida.
A ti primero te cerró la herida:
mortal combate del ser y del estar.
Es tu inmortalidad haber matado
a ese que te hacía respirar
para que el otro respire eternamente.
Lo hiciste con el arma Paradiso
—golpe maestro, jaque mate al hado—.
Ahora respira en paz. Vive tu hechizo.
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El vecino incómodo
Martí, cronista de los Estados Unidos
Cuántas veces, al hablar del distendido pleito entre Estados Unidos y Cuba, que en oleadas ha llegado a puntos de
un rojo encendido, escuché la expresión: «Lo de Cuba y Estados Unidos es un amor-odio». No siempre quienes la dijeron tenían más antecedentes que los entreveros de los últimos cincuenta años. Los lectores de historia saben que esos
entremezclados sentimientos cuentan varios siglos. Quienes
hoy pretendan entender los asuntos cubanos obviando ese
amor-odio, no comprenderán nada. Una forma de entenderlo
es evocar a José Martí, el hombre que con extraordinaria
capacidad de observación y apasionada entrega reveló la
enorme significación de los Estados Unidos para quienes allí
buscaron refugio y razón, y enfrentaron el colonialismo en
*
Leído en la Sala Martínez Villena, UNEAC, La Habana, 4 de julio de 2003.
Espiral de interrogantes
sus respectivas patrias. También supieron del injerencismo
codicioso de lo que Estados Unidos considera su «traspatio
natural». Ambos elementos conforman esa relación agridulce.
Pocos latinoamericanos de su época conocieron tanto a ese
país como el cubano José Martí. Pocos como él hicieron suyas las bondades y la potencialidad estadounidense que
imantó a inmigrantes de gran parte del mundo. Ganó ese conocimiento como desterrado de a pie, ejerciendo oficios que
le permitieron ganarse la vida y adentrarse en las costumbres
de un país que para muchos fue refugio y esperanza. En años
de radicalización y esfuerzos por zafar a Cuba del endémico
colonialismo, cuando ya otras naciones del continente andaban la senda republicana, vio y calibró el empuje norteamericano, y exaltó sus virtudes. Lo prueban las crónicas enviadas
a los periódicos.1 En ellas se propuso informar sobre sucesos,
circunstancias y personas. Los asuntos descritos se le cruzaron con elementos pintorescos y de ambiente, sin los cuales
no hubiera podido ofrecer «clara idea del movimiento y elaboración de esta República [y] las fuerzas que en ella se acomodan y agrupan».[10:250]
Es muy conocido el José Martí independentista, el luchador
político de pensamiento avanzado para su época, capaz de describir el mal que acechaba a los pueblos de la que llamó Nuestra América y decidirse a combatirlo. Hoy hablo del oficio que
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le permitió ganar la vida, ejercido en Estados Unidos, y desde allí,
periodismo literario tan impresionista como documentado y analítico, prolijo al referir hechos que le desconcertaban o llamaban la
atención, el carácter y las costumbres del pueblo que lo acogió en su
errabunda existencia. Sin ocultar sus afanes libertadores, privilegiaré aspectos menos divulgados, su punzante observación social y
costumbrista, su deslumbrante prosa, su ambición por no dejar
fuera elementos de colorido interés humano.
En 1881, al reportar la convalecencia del presidente Garfield
por el atentado que le arrebató la vida, parecería que novela más
que informa. Sigue las entrecruzadas razones políticas y los posibles resultados del deceso con una capacidad descriptiva que
también podemos considerar psicologista. El veinteañero periodista nos lleva de la cama del agonizante —casi sentimos sus
pulsaciones, vemos la palidez del rostro, sabemos las prescripciones de los médicos—, a la celda del magnicida y a la oficina de
quienes lucrarían con la desaparición del presidente. Con el joven periodista recorremos las calles neoyorquinas donde reina
la ansiedad de «muchedumbres agitadas frente a las estaciones
de telégrafos, el gentío que se reúne de noche en los hoteles en
busca de noticias y el gemido de alarma y la sonrisa de alegría
con que este pueblo, indiferente para otras cosas muy nobles,
despierta al fin, para premiar con un afecto vehemente y candoroso el martirio de uno de sus mejores servidores».[9:31]
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Espiral de interrogantes
Por Martí sabemos las maneras de informarse en el Nueva
York de entonces, incluida la interrupción de funciones teatrales para divulgar el estado del presidente agredido, y las expresiones de un sentimiento ciudadano llevado a extremos por la
prensa que amplifica las expectativas. Es cuando inician entregas «extras», sorpresivos suplementos que con celeridad de
alarma distribuyen vendedores ambulantes. Es parte del sensacionalismo con que los diarios aumentan ventas y
suscripciones, similares a los «flashes» que luego pondría en
boga la radiodifusión. Martí también se alimenta de esa marea
de noticias y no pierde ocasión de evidenciar la encrucijada
política que pone en riesgo la «grandeza americana por las libertades que han hecho la fortuna de este pueblo y la gloria de
sus fundadores».[9:25-26] Con pulso sensible retrata a los protagonistas, la compasión ciudadana y las «colosales fortunas»
que la ambición pone en juego para controlar el poder. «Este
es el gran combate», advierte.
Tres meses después de la muerte de Garfield, enviará un
reportaje que lo es en el sentido exacto del género periodístico,
sin dejar insatisfecha su voluntad de estilo. Con particular cuidado reproduce las opiniones americanas y europeas sobre el
suceso. Es su ocasión de recorrer las últimas horas de Garfield
y condimentar la información con cuanto han dicho familiares, amigos, adversarios, la prensa que lo apoyaba y la que lo
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combatía. En cuanto al asesino, Carlos Guiteau, quien desde la
celda escribe y publica, sorprende al cronista que en las celebraciones de año nuevo personas solo interesadas por la celebridad —sin importarles si mal habida— van a visitarlo y le llevan obsequios. «Parecía la celda un trono sombrío», anota. «Las
madres enviaban a sus hijos a que dieran la mano al asesino.
(...) Más de una hubo que le llevó flores (...) cuando ya se han
secado las que descansan en la tumba de aquel varón magnánimo que arrebató a la vida».[9:226]
Traduce de fuentes inglesas y alemanas los mensajes de condolencia, sin soslayar un panorama que enturbia la vida política
estadounidense: «Cuatro han sido los vicepresidentes que han
venido a la presidencia por muerte de los presidentes electos»,
escribe. «John Tyler sucedió al activo y cortés Harrison; a Zacarías
Tylor, el caudillo de la guerra contra México, sustituyóle Fillmore;
al admirable Lincoln sucedió Andrew Jackson, acusado y desdeñado luego; a Garfield sucede Arthur».[9:57] Antes nos ha informado que aún dentro del republicanismo, Arthur es parte del equipo
adversario de Garfield, quien era de la sección progresista de ese
partido. Para cerrar su crónica, en excelente lección periodística,
cita a un ciudadano que ha escrito al Sun de Nueva York: «Este es
un gran país y sin embargo, es un hecho que dentro de los últimos
dieciséis años dos presidentes han muerto asesinados, otro presidente fue procesado y a poco le echan indignamente de su puesto,
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y otro presidente ocupó su puesto por abominable fraude. ¿No
es este un interesante estado de cosas? ¿Qué viene ahora?»[9:59]
Martí no comenta. La respuesta —a medias porque la política
se diseña sobre variantes— la busca en entregas donde muestra
la lucha de intereses en que entran republicanos y demócratas,
con sus tensiones en el pugilato previo a las nominaciones, pero
disciplinados a la hora de ejercer el voto. Retrata los bandos y
sus luchas, controladas por respectivos boss que impiden la intervención de «hombres sanos y austeros cuya pureza no hubiera permitido los usuales manejos o cuya competencia se temía».
Menciona las fuerzas que se enfrentan dentro de esos partidos
integrados por «corporaciones tenaces y absorbentes, encaminadas, antes que al triunfo de los ideales políticos, al logro y goce
de los empleos públicos».[9:64] Su descripción de la vida política
es crítica, como amoroso puede ser cuando muestra las grandezas morales del pueblo estadounidense. No interesa a José Martí
la perfección, ni para amar exige santidad.
Se le desbordan las páginas al reunir acontecimientos de
diverso signo. Glosa la autobiografía del asesino Guiteau, mezcla de alucinación y delincuencia, titulada El compañero de la
Biblia, para granjearse la simpatía de las multitudes religiosas
que componen el amplio mosaico norteamericano. En sucesivos envíos seguirá el proceso, hasta la condena al cadalso. Mientras, exalta el heroísmo de una mujer, Ida Lewis Wilson, capaz de
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afrontar las embravecidas aguas del mar para rescatar a trece náufragos, en riesgo de su propia vida. Nos la hace ver en su extraordinaria bravura, cuando «afronta, monta, doma la ola furiosa:
arranca de su seno a dos hombres medio muertos, los trae en sus
espaldas a la playa».[9:78] Se le llena de clarines la prosa para exaltar el momento en que la premian con medalla de oro.
Siempre he leído con admiración al Martí periodista, donde asoma con más luminosidad el narrador y se opaca lo enfático tribunicio, tan copiado y reiterado, y donde predomina
el dato, la información exacta, sin que se le contraiga la expresión, pues crece precisamente mientras se carga de observaciones agudas y raudas, vitales y persuasivas. Su mirada es
ambiciosa a un tiempo que detallista. Cierto que en su correspondencia a los periódicos resulta memorable su descripción de la puja democrática, no exenta de mendacidades pero
aleccionadora si se la ve, como él, desde un anhelado ejercicio político posterior en su propio país, donde esos defectos
pudieran superarse. El hijo de un pueblo esclavo, como se
autodefine en versos, observa, aprende y admira el ejercicio
de la democracia, incluidas sus torceduras.
Si resultan ejemplares los párrafos dedicados a los laberintos políticos, no lo son menos los que narran un incendio que
asola una manzana de Nueva York, por ejemplo. Su descripción junta elementos contrapuestos como si los convocara para
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vivificar la dimensión del desastre, sin soslayar la cuantificación
de las pérdidas. Es como si viéramos las llamas y sintiéramos
su vaharada, esquiváramos el peligro y anduviéramos entre
bomberos y damnificados. También allí conocemos aspectos
ingratos del quehacer humano y su imperfección, que nunca
escapan al ojo de este reportero.
Satisfago la tentación de citar el párrafo, para mejor aprecio de su capacidad asociativa. Gran periodismo, buena prosa: «Aún humean los restos: entre montones de piedras lucen blancos y grandes huesos; hedor de carne quemada penetra en la atmósfera. El fuego devoró el depósito de un gran
tranvía, el tranvía de la Cuarta Avenida. Novecientos cincuenta
caballos estaban en las cuadras. Seis mil pacas de heno ardieron a un tiempo. De provisiones de establo había cincuenta
mil dólares. De pérdida total más de un millón. El cielo de
Nueva York se tornó rojo. Los caballos, frenéticos, se resistían a seguir a sus salvadores; o morían entre estremecedores
relinchos, o salían desalados, envueltos en llamas, por las
anchas puertas. Ya ondeaba la masa roja sobre las casas de
los pobres, que se alzan en uno de los costados del depósito;
ya envolvía con sus terribles lenguas, y devoraba objetos valiosísimos, cuadros, manuscritos, maravillas de cerámica, libros raros, curiosidades, joyas dejadas a guardar por viajeros ricos, habitantes de hoteles o gente transeúnte en un
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acreditado almacén cercano; ya el intenso calor derretía los cristales, y la gigantesca ola roja lamía, golpeaba, iluminaba la fachada de hierro de un edificio monumental, construido para casa
de mujeres pobres por el benéfico comerciante Stewart, y convertido por sus ambiciosos herederos en hotel colosal y lucrativo. No tuvo Asiria palacios más altos. Salvó el azar las frágiles
casas de los pobres; tragóse el incendio todas las riquezas del
lujoso almacén; salvó la dirección del viento al edificio de hierro
de mayores peligros. Al nivel de la tierra está el vasto depósito:
ruedas de carros, arneses rotos, cráneos de animales, montones
de escombros, líneas de vívido rojo entre pedruscos negros, columnas de pardo y denso humo elevándose lentamente de las
ruinas, he ahí los restos del inmenso establo».[9:78]
La peculiar sensibilidad insular asoma en algunas notas. La incomodidad del invierno se le une a la nostalgia: «¡Ay, dicen que la
nieve es necesaria en estas tierras invernosas, para amparar del
frío las semillas y las raíces de las plantas; mas el ánima azorada
suele verla con aquel espanto con que ve la gacela al cazador, y como
ella de él, huye el alma de la nieve al bosque: al bosque de sí misma!» Pero ha de cumplir su oficio y describir el jubileo en que participan los aclimatados y nativos que cumplen ritos de visitas y cortesías, «de estrenos en las damas y de peregrinación en los galantes
caballeros»,[9:213] ajetreo que saca a la calle carruajes, vestidos suntuosos y las mejores maneras.
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Llega el Día de Acción de Gracias, que por igual celebran
protestantes y católicos, tradición cuyos motivos originales
desdibuja la memoria. Hoy queda como ocasión de estar juntos, alegrarse de la existencia, el «respirar en el mundo» —que
diría Saroyan— ya es de agradecer. La página martiana testimonia que en aquellos tiempos la casa de católicos pudientes
se congratula con la visita de un arzobispo, «ponen comedor
cardenalicio, todo rojo, y el helado de fresa, y la ensalada de
tomates, y las luces con velos de seda colorada». En las casas
protestantes «el obispo es el lujo, un obispo cuadrado, con patillas de chuleta, frac de solapa redonda, un ramo de violetas
en el ojal, chaleco de seda blanco, con ramazón de flores».
Cuenta el obispo que fue Lincoln quien hizo del Día de Gracias fiesta nacional. Ya venía señalado por los puritanos holandeses como celebración de cosechas y conquistas, con cerveza y pavo entre danzas y chanzas. La fiesta venía «de más
lejos, desde antes de la cristiandad, porque si se ve bien, siempre tuvo el hombre su poco de cristiano, y el cristianismo su
poco de paganía». En Grecia saludaban al dios «que engendraba la hierbabuena (...) favorable al amor, y la dormidera,
la fruta del olvido, y la dulce granada». Remontándose en el
tiempo, el obispo cierto o inventado, como si ocupara el púlpito, va a la mezcla original de las religiones, que todas tienen
su arquitectura de préstamos y apropiaciones, como es
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Reynaldo González
sincrética la cristiana que profesa. Nos lleva a las humildes
razones de Moisés, los hebreos festejando la vendimia, «nueve días enteros de coros y de arpas, sin más techo que la
enramada fresca».
La prosa se aligera, a un tiempo setenciosa y sonriente. Y es
que a nuestro cronista las religiones solo pueden agradarle sin
pompas, sin catedrales, sin gobierno romano, con el que de
continuo riñe. En estas crónicas neoyorquinas suele apuntar
al Papa, porque constriñe la libertad, sin faltarle el respeto que
le ganan sus seguidores. La fe que algunos le atribuyen a Martí
es de sencillez extrema, donde lo mítico se acepta si nace de lo
prístino historiado. Parece que el relato lo fatiga. Busca una
salida. Para cortarle la erudición al obispo con una evocación
familiar, hace hablar al «abuelo de la casa», que fue boyero. A
la mesa llegaba fatigado, pero ansioso del calor y el afecto materno. Se dibuja sentado al lado de la madre, cortando nabos
para ponerlos en la pechuga del pavo, junto a calabazas cocidas y «una zanahoria labrada como encaje». El viejo sube el
tono con respetuosa picardía: «¡Obispo, nuestra camisa es fina,
pero es preciso dar gracias a Dios por aquella madre mía que
me tejía mi camisa de lana!» Queda preguntarse: ¿habrá presenciado Martí una cena semejante? Si es invención, viene bien
para volver al raciocinio de tiempos en que con menos pompa
se adoraba la sencillez.[10:106-108]
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Espiral de interrogantes
Otras fiestas tienen los ricos de Nueva York, a principios de
año. Martí relata que en esos días apenas se mantiene la antigua costumbre de visitar. Prefieren irse al soto de propiedad,
«a celebrar con bailes de casaca colorada la caza del conejo o el
tiro de pichón, o dar banquetes de campo». Parece que su texto critica la manía de los poderosos de recogerse con los de su
condición, invitaciones a palacios distantes y dispendios que
otros no ven. Quizás es recato para no herir a los más, los
insolventes, digo yo, que de la crónica agradezco el final. Alejados de festines y paseos en lujosas diligencias por la Quinta
Avenida, nos habla de un grupo de actores «que fueron, con su
canto alegre y música nativa, a divertir en la isla árida, a las
locas». Buscan la diferencia, ir a contracorriente. La ocurrencia gana significado cuando el periodista reúne pareceres sobre la representación de una obra titulada La casa vieja:
Dicen que no parecían locas las pobres de
Blackwell; que adornaron con orden y buen gusto la
sala del teatro; que oyeron el melodrama casero con
inteligencia y decoro; que lo triste pareció agradarles menos que lo travieso, y lo hablado menos que
lo cantado; que una, que tenía perdida la belleza deslumbrante, volvió a parecer bella; que la anciana de
la casa, al salir del salón en sus trajes de teatro los
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Reynaldo González
actores, jamás tan aplaudidos, corrió a su encuentro, se descubrió la punta de los pies con una cortesía de minué, y a la que había hecho de madre le
besó el borde de la manta.[12:124-125]
Corresponde a Nueva York vivir un momento cúspide en las relaciones de América y Europa: cuando el Nuevo Mundo acoge a los
desamparados y hambrientos, les brinda una posibilidad de respirar con más alivio y satisfacer ansiedades pospuestas. Nueva York
es una nueva Meca, la de un porvenir menos miserable, despectivo
y tiránico. Bien lo observa José Martí. Leer sus crónicas de esos
días es como estar en el muelle, viendo llegar las multitudes de
emigrantes, cada uno una esperanza, cada uno una interrogación.
Buscan trabajo y bondad, techo y almohada, hogar donde criar la
prole. Y es Nueva York la puerta de entrada, encrucijada y comienzo de una vida diferente, ilusión o agonía. Nadie más apto para comprenderlos que este desterrado periodista, quien vive su propio drama político y moral, con la pasión patriótica como fermento y la
desdicha individual como acicate. Cuando escribe, pergeña su propio pan, también ansía almohada y techo, bondad y, si pudiera,
tener consigo su cría, verlo crecer a su lado, herida tan lacerante
como la úlcera que le alfilera el andar.
Describe la arribazón de europeos del centro y del Este, diversidad de culturas que llegan a injertarse en otra, a la que
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Espiral de interrogantes
suponen fuerte y razonable. La oleada que observa en 1882 ya
llega a cuatrocientos mil inmigrantes de una Europa que ve
«más sobrada de hijos que de beneficios». En manadas más
que en grupos, saludan la enorme estatua que la República
Francesa ha donado a la República Americana. Libertad la llaman y le buscan el rostro, empequeñecidos ante la dimensión
de un ideal soberbio, pétreo y empinado como las catedrales
góticas que dejaron en sus puntos de origen. Sueñan y temen.
Se acercan a la tierra de promisión y les da vértigo. Se juntan
por la necesidad y se separan por los prejuicios y el temor a
quebrar la inestable cohesión del desamparo.
Martí los observa en sus diferencias, ya los ve sumados al
asentamiento donde pululan «hebreos de perfil agudo y ojos
ávidos, irlandeses joviales, alemanes carnosos y recios, escoceses sonrosados y fornidos, húngaros bellos, negros lujosos,
rusos de ojos que queman, noruegos de pelo rojo, japoneses
elegantes, enjutos e indiferentes chinos».[9:424] Ya quisiera darles más señas que un puerto y una ilusión, advertirles que si
«la vida en Venecia es una góndola, en París un carruaje dorado, en Madrid un ramo de flores, en Nueva York [es] una locomotora de penacho humeante y entrañas encendidas. Ni paz,
ni entreacto, ni reposo, ni sueño. (...) Se siente en las fauces
polvo, en la mente trastorno, en el corazón anhelo. (...) Se vive
a caballo en una rueda. Se duerme sobre una rueda ardiente.
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Reynaldo González
Aquí los hombres no mueren, sino que se derrumban: no son
organismos que se desgastan, sino Ícaros que caen».[9:443]
Del cuaderno de notas salta, abrupto y sin resuello, el recuento explosivo y esperanzador a la puerta de la pavorosa
multiplicidad que llaman Estados Unidos. Como en un raptus,
escribe: «De los pueblos del Norte vienen a los Estados Unidos
ejércitos de trabajadores: ni su instinto los invita a no mudar
de suelo, ni el propio les ofrece campo ni paz bastante. Ciento
noventa mil alemanes han venido este año a América: ¿qué han
de hacer en Alemania, donde es el porvenir del hombre ser
pedestal de fusil, y coraza del dueño del Imperio? Y prefieren
ser soldados de sí mismos, a serlo del emperador. De Irlanda,
como los irlandeses esperan ahora tener patria, han venido en
este año menos inmigrantes que en los anteriores. La especie
humana ama el sacrificio glorioso. Todos los reyes pierden sus
ejércitos: jamás la libertad perderá el suyo: de las islas inglesas
solo han buscado hogar americano este año ciento quince mil
viajeros. Francia, que enamora a sus hijos, no ha perdido de
éstos más que cuatro mil, que son en su mayor parte artesanos
de pueblos, que no osan rivalizar con los de la ciudad, ni gustan de quedarse en las aldeas, y vienen, movidos del espíritu
inquieto de los francos, a luchar con rivales que juzgan menos temibles que los propios. Italia, cuyas grandes amarguras no le han dejado tiempo para enseñar a sus campesinos el
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Espiral de interrogantes
buen trabajo rudo, ha acrecido con trece mil de sus perezosos
y labriegos, la población americana. Suiza, que no tiene en sus
comarcas breves, faena que dar a sus vivaces y honrados hijos,
no ha mandado menos de once mil a estas playas nuevas. De
Escandinavia, a cuyos donceles de cabellos rojos no tienen los
desconsolados nativos riquezas de la tierra que ofrecer, porque es su tierra tan pobre como hermosa, llegaron a Nueva York
cincuenta mil hombres fornidos, laboriosos y honrados. Nueve mil llegaron de la mísera Bohemia, más en fuga del trabajo
que en su busca; y nueve mil de Rusia, de cuyas ciudades huyen los hebreos azotados y acorralados. Y los áridos pueblos de
la entrada del Báltico han enviado a estas comarcas de bosques opulentos dieciséis mil neerlandeses. ¡Y cómo vienen,
hacinados en esos vapores criminales!»[9:224-225]
La comprensión que tiene Martí del enfrentamiento entre el
capital y el trabajo le llega de las penurias que lo impelen a buscar nuevas fuentes de esfuerzo intelectual, intento de burlar el
mísero incordio del establecimiento donde gana el jornal. De
ahí la implicación directa: «Estamos en plena lucha de capitalistas y obreros. Para los primeros son el crédito en los bancos, las
esperas de los acreedores, los plazos de los vendedores, las cuentas de fin de año. Para el obrero es la cuenta diaria, la necesidad
urgente e inaplazable, la mujer y el hijo que comen por la tarde
lo que el pobre trabajó para ellos por la mañana. Y el capitalista
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Reynaldo González
holgado constriñe al pobre obrero a trabajar a precio ruin. (...)
Para el capitalista, unos cuantos céntimos en libra en las cosas
de comer, son apenas una cifra en la balanza anual. Para el
obrero esos centavos acarrean, en su existencia de centavos, la
privación inmediata».[9:332]
Describe la gestión de los Caballeros del Trabajo, asociación que anima una huelga extendida a varios gremios, los obreros del hierro, los cargadores, los de trenes y barcos. Se arriesgan por pequeñas demandas: veinte centavos por hora de faena, la seguridad de dos dólares diarios. Sumadas, ponen a prueba la entereza de los huelguistas y la famélica insidia de los
rompehuelgas, inmigrantes tan necesitados como los reclamantes, que ya los ven como perniciosos rivales. Martí privilegia
en sus crónicas el mundo proletario, incluidos grandes movimientos de masas, crímenes e injusticias como el célebre proceso de Chicago, crónicas suyas muy divulgadas.
Molesta sobremanera a nuestro reportero el juego de la bolsa, que populariza ganancias ilusorias y arrebata la poca fortuna al ingenuo. Con pinceladas, a la manera de los relatos realistas de la época, trae a la página una noticia de periódico:
«Dice que ya no habrá más de esos tendujos inmundos, de esas
casas de juego autorizadas donde, so capa de juego de bolsa,
están arrellanados en su silla de pino, con la escupidera al pie,
desde el almuerzo a la comida, una cincuentena de rufianes
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Espiral de interrogantes
con sombrero de pelo, que ponen de cinco a diez pesos en apuestas combinadas o simples, al alza o baja de las acciones que,
como números de lotería van apareciendo en la pizarra; el que
ha estado en cárceles sabe quiénes son esos ‘bolsistas’
mugrientos y panzudos, esos caballeretes de sortija de diamante, bigote de alacrán y sombrero sedoso, esos coroneles de
mostacho amarillo y nariz colorada».[12:142]
Viene al punto y me permito descomponer una página entre los textos periodísticos de José Martí, observador que aguza la mirada para llevar trozos de vida a la letra. El
impresionismo de su prosa convierte en relato la simple observación de costumbres, para una crónica de final sorpresivo. Su
mirada al quehacer de un día neoyorquino parece cuento sin
dejar de ser información periodística. Y simultaneidad de secuencias, que serían cine de mirarlas desde el ojo de la cámara,
pero quedan vistas por los del cronista que describe, al amanecer, la ruta de los carros que dejan en las puertas el pan y la
leche, y el cartero las cajas del día en el buzón.
Estamos en una periferia que alterna la casa humilde y la de
mayor amparo. Lo sabemos porque, nos dice, «bajan los ferrocarriles aéreos, llamando al trabajo». Ahora se acerca con mayor detenimiento y ve a «los acomodados [que] salen de la casa,
después de recio almuerzo de carne roja, papas salcochadas y
té turbio con mucha lonja de pan y mantequilla. Los pobres
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Reynaldo González
van en hilera, desde muy mañanita, al brazo el gabán viejo, por
si enfría a la vuelta, y de la mano la tina del lunch: un panazo
de mano casera, con buen tajo de carne salada y un pepino en
vinagre». Los iguala la prisa, según leemos, pues «debajo de la
ciudad la vida ruge: se atropella la gente: los carros, como en
las batallas épicas, se traban por las ruedas: sube por el aire
seco un ruido de cascada». Ya sentimos, junto a las voces, los
cascos de las bestias mañaneras. Ya vamos al tema: «Unos pasan riendo como el niño que acaba de apresar una mariposa, y
entran en la cantina de ónice y oro a celebrar su ganancia en la
bolsa con champán verde que llaman acá leche de uva».
Aquí ha entrado un elemento discordante, no es simple paneo
sobre figuras borrosas, paisaje ellas mismas. Ahora el acercamiento les aporta perfiles de personajes. «Otro viene lentamente, con
los ojos fuera de las órbitas y descolorido, con la barba al pecho: un
vagabundo le ofrece en cien pesos un cachorro de terrier para su
querida, y echa al vagabundo contra la pared de una puñada». Al
relieve de la sombra inicial sumamos, pues, un gesto definidor. El
cronista interrumpe el escamoteo del argumento, entre signos de
admiración informa: «¡Jugó a la baja del trigo y el trigo ha subido!»
Y se pregunta: «¿Dónde acaba el negocio en las bolsas y empieza el
robo? ¿O todo es robo y no hay negocio?»
Ya estamos. Se trata de una búsqueda de la fortuna por un
camino ajeno al esfuerzo. El salto de párrafo es como un corte,
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Espiral de interrogantes
para el cierre del relato, que ya se entrega: «Llega el mísero a
su despacho luminoso, con las paredes de estuco y el piso de
bronce, se sienta delante de la mesa nueva de arce, donde impera en marco de piedras falsas el retrato de una bella
tragavidas; apura de un sorbo el whisky de la botella de cristal
cuajado; se levanta el pelo de la sien y se dispara un tiro».
En ocasiones Martí repasa titulares que se le ofrecen a comentarios, como «la exposición de la industria de los negros,
que en veinte años que llevan de libres han puesto en los bancos más de cien millones»; la recogida de reliquias para una
exposición que celebrará «el centenario en que, de chupa gris
y calzón corto, juró la presidencia Washington»; que la Iglesia Metodista «prohíbe el baile como pecado mayor y prostitución disimulada», por lo que una dama, gran pilar de ese
culto, «llevará vestido alto, a lo María Estuardo, el vestido
más alto que se conoce»; o «la tarjeta atrevida que invita a ir
de amenidades al baile francés que acaba sin capa y de cabello suelto, con malla de bailarinas y un solo botín, llamando a
la muerte desde los albañales».
Llega al «extra» voceado por los vendedores, que se adelanta al diario para informar sobre la huelga que «ha estallado,
huelga de miles de hombres, en Nueva York y en
Brooklyn».[12:142-145] Una de las noticias le nubla la vista. ¿Es
adelanto o atraso? Es lo bueno y lo malo del progreso. ¿Es
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Reynaldo González
progreso? Un aparato de los que maravillan a cazadores de novedades: una silla eléctrica, de ajusticiar, «horrible de ver, con
los pies del reo sujetos por delante, como en un cepo alto, y la
cabeza reclinada como un sillón de barbería».[12:272]
En una calle central de Nueva York el cronista señala un
gentío con faroles, pendones, una gran bandera roja y estandartes que dan notas de colores amarillo, verde, morado, zafiro, violeta, amaranto y rosa. Caballos blancos con jinetes descubiertos, de trenza envuelta en percal negro. Es el entierro
del chino Li-In-Du, que «no cree en imágenes, ni en más dios
que el puro Tao creador, que es todo y uno (...) ni en más santos que las virtudes, sin las dominaciones y jerarquías con que
los sacerdotes oscurecieron luego la religión». Nos refiere la
vida del chino, venerable en la masonería y librepensador. Sabemos que la desnudez de su funeral responde a la limpieza de
sus convencimientos, sin que le falte ceremonia y distinción,
como corresponde a persona respetada por muchos. Fue «de
los que consagran su existencia a ver libre su pueblo, y sus conciudadanos dignos». Por eso la pompa estricta de tres chinos
jóvenes con «pendones donde van escritos los hechos gloriosos
del muerto», como señal de luto una cinta blanca a la cintura,
seguidos del estandarte amarillo de la logia, «sus miembros en
túnica azul y casquete de seda negra» y los sacerdotes de blanco,
alrededor de un anciano con manto de vueltas negras.
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Espiral de interrogantes
Martí se detiene largamente a describirnos un «bosque de
banderas», aderezos, recortes de cartón con dibujos en oro, flores, insignias con los mandamientos de la ley del Tao, y en diligencias negras y amarillas, la música china que, dice, es «chillona y discorde, sin notas ni frases, sonando más que a duelo,
a triunfo y alegría». Y un «séquito de chinos masones, de gabán y sombrero de pelo, con el mandil de las tres letras, y mil
chinos más de dos en dos, con los brazos cruzados». Con tales
detalles nos lleva, junto a una multitud de curiosos que mal
entienden la ceremonia, apresados por sus descripciones, para
hacernos partícipes ¿de qué? «De pronto la muchedumbre se
echa atrás; caen sobre el suelo las banderas; vuelan por el aire
las túnicas y bandas; sube en onda turbia el humo de la fogata
repentina donde se consumen todos los trajes y emblemas funerales, las tunicelas y mantos, el percal de las trenzas, el luto
de los caballos, los oriflamas y pendones, las insignias de Tao,
con la gran bandea roja, el baúl del muerto. Y al dispersarse la
gente apiñada, se vio el túmulo compuesto al uso celestial: a la
cabeza, como respaldo, clavado en tierra todo el astil, el corazón masónico; luego, enclavadas también, las dos farolas blancas; de allí a los pies, simulando urnas y cojines, rosas blancas
y amarillas; a los pies y al remate de los lados, las siete velas
místicas; y junto a ellas tazas de arroz, platos de col, bollos de
pan, montones de tierra regada con vino, buñuelos y pasteles,
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Reynaldo González
y dos pollos asados, que es el banquete que disponen en cuclillas
los amigos de Li-In-Du, para que no pase penas de hambre en
su viaje difícil a la mansión de los genios, donde va a ser djin
venturoso e inmortal, viendo de cerca en su espíritu puro a los
que amó en vida, intercediendo porque el hombre sea bueno y
China libre, y favoreciendo a sus conocidos y parientes con
dádivas y milagros».[12:80-83]
Las multitudes de Nueva York regresan a su ajetreada indiferencia. Y con ellas el lector, colmado por los trucos de este
narrador-periodista y su respeto a una de las culturas que animan la ciudad. Ya el inquieto cronista va en busca de esa otra América latente, que evidencia la contrariada circunstancia de un desarrollo raudo. Se ha sabido «que un vaquero amaneció clavado con
un cuchillo a la mesa de la taberna» de Arkansas. Informan que «se
venden a precios locos los ponies de correr, para la hora de la entrada». La insistente violencia, ahora, la motiva una aventura que puede
resultar redituable. Nada más provocador en una sociedad donde
cada cual es una locomotora. Solo se trata de clavar con celeridad
una estaca que asegura la propiedad de la tierra, pero pícaros y
especuladores esperan el cornetazo para arrebatársela a quienes
lleguen primero. Se trata de la colonización súbita de la Oklahoma
tan maquillada luego en Broadway y en el celuloide donde le dan
tintes de epopeya. Ya avanza el camino de hierro que favorecerá la
extracción de frutos o minerales. Ya se ha despertado la liebre de la
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Espiral de interrogantes
ambición, el pionerismo salvaje, página del persistente western.
Martí afina el lápiz: «Ya no es la horda hambrienta que cae
sobre el país nuevo. (...) Los desechos del mundo van llegando a
caballo, con los pies casi por tierra, o de viandantes, con el bulto
en el bordón; o en la carreta de tapa, codo a codo, acurrucados.
(...) Uno es pastor sin iglesia; otro ruso borbón; otro griego con
aretes; otro, colono de desgracia, que donde va seca el país (...)
otro de espaldas jóvenes, saca en brazos de la carreta a una moza
fornida, que baja alegremente, y se dan riendo el primer beso
del desierto».[12:262] Los banqueros van ofreciendo anticipos a los
ocupantes con hipoteca de su posesión. (...) Ese es un modo de
obtener la tierra, y otro, el más seguro y expuesto, es ocuparla,
dar prende de ocupación, estacar, desbrozar, cercar, plantar el
carro y la tienda. ¡al banco de Oklahoma!, dice en una tienda
grande. ¡Al primer hotel de Guthrie! ¡Aquí se venden rifles! ¡Agua
a real el vaso! ¡Pan a peso la libra! Tiendas por todas partes, con
banderolas, con letreros, con mesas de jugar, con banjos y violines a la puerta. ¡El Herald de Oklahoma con la cita para las elecciones del Ayuntamiento! A las cuatro es la junta y asisten diez
mil hombres. A las cinco, el Herald de Oklahoma da un alcance,
con la lista de los electos. Pasean por la multitud los hombresanuncios, con nombres de carpintero, de ferretero, de agrimensores a la espalda. (...) En la oficina de registrar no se apaga la
luz. Resuena toda la noche el golpe del martillo».[12:211-212]
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Reynaldo González
Nuestro joven reportero asiste a milagros y tragedias. No
descansa su libreta de notas, en un espigón del muelle finaliza
la crónica que entrará en la valija de un amigo. Se le abulta la
página donde compiten virtudes y defectos. Un crimen y una
función teatral. Una exposición de pintura francesa que aún
huele a óleos y resinas, y una inundación que borra un pueblo
del mapa. La miseria y la grandeza. Son la suma de la naturaleza del hombre que peca o salva al prójimo. En todo trasunta la
admiración y el compromiso entrañable con el pueblo que le
entrega experiencias esenciales, formadoras. Son estampas
memorables, escritas en el recuerdo y en la conciencia.
Tenemos una de puro regocijo para cerrar estos apuntes:
Inauguran el puente de Brooklyn. El cronista sigue la fila, paga
el dólar que le da acceso a la ceremonia. «Palpita en estos días
más generosamente la sangre en las venas de los asombrados y
alegres neoyorquinos», anota. «En piedra y acero se levanta la
que fue un día línea ligera en la punta del lápiz de un constructor atrevido; y tras quince años de labores, se alcanzan al fin, por
un puente colgante de tres mil cuatrocientos cincuenta y cinco
pies, Brooklyn y Nueva York. (...) Y parece que un sol se levanta
por sobre estas dos torres».[9:424] El periodista relata una gran
hazaña, lección sobre lo que pueden el ingenio y la voluntad.
-435-
Espiral de interrogantes
Notas:
José Martí. Obras completas, Editorial Nacional de Cuba, La Habana,
1963. Todas las citas provienen de esa edición, con inmediata indicación
entre corchetes de tomo y página. Textos enviados a La Opinión
Nacional, de Caracas, El Partido Liberal, de México, La Nación, de
Buenos Aires, y revistas en inglés y español editadas en Estados Unidos
y en otros países.
1
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Joe Hill: más que una balada
El sábado 10 de enero de 1914, alrededor de las 9:45, dos individuos armados de revólveres y con los rostros cubiertos por pañuelos penetraron el establecimiento del 78 South West de Temple
Street, en Salt Lake City, obviamente sin intenciones de comprar
mercancías. Luego de incidentes desconocidos por la opinión pública, ultimaron al propietario, John G. Morrison y sus dos hijos,
Arling, de diecisiete años, y Merling, de catorce. Se dieron a la fuga
bajo la imprecisa observación de atemorizadas vecinas.
El crimen dio inicio a uno de los más sonados procesos judiciales del Estado de Utah. Implicó a políticos de diversos partidos más una fallida solicitud del presidente Wilson. Estuvo a
punto de romper las relaciones entre Suecia y Estados Unidos.
Motivó una campaña mundial que no dejó impasible ni al Vaticano… Pero pese a que según opinión generalizada quedó impune,
Espiral de interrogantes
concluyó con el "asesinato legal" del inmigrante sueco Joseph
Hillstrom, más conocido como Joe Hill, nombre con que firmaba sus composiciones y temas sindicalistas.
El caso ha motivado incontables obras de creación artística,
del teatro y de la canción al cine y la novela -es notable El predicador y el esclavo, de Wallace Stegnar-, pero no quedó registrado como parte de la historia del movimiento obrero internacional. Los analistas parecían acogerse a la refutada versión de "crimen por robo" impuesta desde los tribunales y las autoridades
de Utah sin atender a la opinión mundial que argumentaba otras
motivaciones: escarmiento político para atemorizar a las masas
proletarias insubordinadas. Es lo que viene a corregir el historiador estadounidense Philip S. Foner con su libro Joe Hill (ed.
Ciencias Sociales, la Habana, 1985), luego de una pesquisa casi
detectivesca en archivos y diarios de la época, hasta la reconstrucción de las esforzadas sesiones judiciales. En sus páginas
reivindica el nombre de quien supo escribirlo a ritmo de baladas
para terminar frente al pelotón de fusilamiento. Allí se obtiene
una información detallada de cuanto muchos intereses creados
quisieron mantener en el más cómplice olvido.
El sueco Joe Hagglund llegó a los Estados Unidos en 1902,
a la edad de veintitrés años. Trabajó diez en diversos empleos:
apilador de trigo, instalador de tuberías, afinador de pianos y
limpiador de escupideras. A comienzos de 1910 cambió su
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Reynaldo González
nombre por Joseph Hillstrom, pero se hizo popular como Joe
Hill por sus canciones coreadas en círculos y en multitudes,
según las palpitaciones del movimiento sindicalista. Por entonces era uno de los braceros migratorios de la Internacional
de los Obreros Industriales (IWW). Con una tarjeta que lo autorizaba a participar en las reuniones, iba de la estiba ferroviaria y portuaria a las cosechas de frutas. Todavía no tenía oficio
propio, aunque con más frecuencia ejercía el de mecánico.
Ya había peleado en México -batalla de Mexicali-, donde fue
herido en una pierna. En 1912 lo volvieron a impactar los vigilantes durante la lucha por la libertad de expresión que conmovieron San Diego, California. Pero no era un agitador profesional corriente: además de la palabra se expresaba en canciones que resultaban contagiosas para los asistentes. Fue uno
de los oradores más aplaudidos en la enorme concentración de
protesta patrocinada por el Consejo Central del Trabajo de la
American Federation of Labor (AFL). Su currículo ya lo hacía
non grato para patrones y autoridades.
Cuando el 10 de junio de 1914 el Estado de Utah se declaró en
querella contra Joseph Hillstrom acusándolo del asesinato del
comerciante Morrison y sus hijos, cuya evidencia nunca obtuvo,
y más, cuando la mañana del 19 de noviembre de 1915 los cinco
anónimos miembros del pelotón de fusilamiento accionaron sus
gatillos, el compositor había ganado fama incontrastable y no
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Espiral de interrogantes
precisamente como criminal, sino como luchador por los derechos proletarios. El silencio que guardó sobre el nombre de la
dama por quien tuviera una refriega y recibiera una herida la
noche del crimen, aunque invalidaba su coartada y lo lanzaba
a la muerte, le atribuyó, además, características románticas y
legendarias. Además de haber compuesto baladas sobre historias heroicas, pasó a ser protagonista, encarnación del mito.
Su muerte subrayó la capacidad demostrada para llegar a los
iletrados con mensajes huelguísticos y fe clasista mal vista por
quienes monopolizaban la producción metalúrgica. Era, por
antonomasia, el cantor de la IWW, donde confluían el aturdido economicismo y la pujanza anarcosindicalista previos a la
Primera Guerra Mundial.
Esas causas y no aquel balazo mostrado por la fiscalía como
"prueba irrefutable" de culpabilidad, fueron las decisivas en su
condena. Como ya lo afirmaban los periódicos, estaba "condenado antes que juzgado". Así lo determinaron los trusts que
imponían jornales de miseria por jornadas agotadoras a los
mineros involucrados en el movimiento huelguístico. En el proceso judicial donde unas evidencias inexistentes lo señalaron
como asesino del comerciante y sus hijos, entró a jugar un conjunto de intereses que esperaban la revancha. Y ganó fuerza la
iglesia mormónica para llevar a rango de escarmiento social lo
que pudo quedar en acusación sin pruebas.
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Por decisión de la IWW, para evocar aquel crimen legalizado las cenizas del cantor se dispersaron por diversas ciudades
europeas y por todos los estados de la Unión, menos Utah. Y
para alcanzar claridad histórica emanada de documentos y no
de prejuicios, Philip S. Foner escribió Joe Hill. El libro no trata
sobre la muerte del baladista famoso, al menos no solo eso.
Tampoco da motivos para baladas futuras. Simplemente reconstruye un crimen cometido por el mando político de turno,
como puede ocurrir en toda época y lugar.
El ensañamiento de la reacción contra artistas que asumen
las causas populares, rememorado en el Chile de Pinochet con
el asesinato encarnizado de Víctor Jara, tuvo antecedente en el
proceso y fusilamiento de Joe Hill. Su crimen mayor fue
involucrarse en el río social multifacético de los Estados Unidos
de su tiempo, sin aplacar sus ímpetus personales. Desde el otoño de 1913, cuando la comunidad mormónica fuera escenario
de confrontaciones obreras por primera vez radicalizadas, Joe
Hill estaba allí, junto a los mineros. Era uno más, solo que tenía
capacidad para explayar en canciones las causas de la lucha y
sus elementos estratégicos. Las minas de Binghan Canyon, conocidas como "el campamento minero más repulsivo de los Estados Unidos", conocieron una acción huelguística sin precedentes. La patronal Utah Cooper Co. alquiló un ejército de pistoleros que se erigieron alguaciles para proteger a rompehuelgas
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Espiral de interrogantes
importados. Era un procedimiento habitual. Lo insólito fue que
los huelguistas, entre repliegues y nuevas arremetidas, con
una organización que hacía prever tácticas novedosas, se agenciaron el apoyo de los ferroviarios de la Denver Río Grande y
por primera vez pudieron imponer sus condiciones.
En todo aquello se destacó Joe Hill. Sus canciones eran coreadas
por los piquetes de huelga de la IWW. Ya trascendían a otros sectores, como los del lúpulo en Whestland, también en huelga y atacados
por un pelotón mientras cantaban la balada "Mister Block", de Joe
Hill. Las autoridades "ya lo tenían condenado pero esperaban la ocasión", según opiniones de la época. Con el triunfo parcial se impuso
un nuevo estilo de agitación, llamado Cancionero Rojo: treinta y ocho
canciones, de las cuales veinticuatro eran educativas y constituían
verdaderas conferencias. Alguien insinuó como bueno que el movimiento abandonara la impresión de panfletos y desarrollara el
baladismo combativo. No se sabe si Hill compartía la opinión, pero
dijo: "Si una persona puede poner algunas realidades frías y sensatas
en una canción y adornarlas con un manto de humor para quitarles
su sequedad, podría llegar a una gran cantidad de obreros que no
tienen la preparación suficiente o son demasiado indiferentes ante la
lectura de un panfleto o de un editorial de economía." Por el momento, en el enfrentamiento con los intrusos importados, mientras lo
apaleaban y hostigaban, los combatientes proletarios cantaban una
balada de Hill: "Casey Jones, el rompehuelgas del sindicato":
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Reynaldo González
"Casey Jones", dijo el Demonio. "Oh, magnífico:
Casey Jones comienza a palear azufre.
Es lo que mereces por rompehuelgas en South Pacific Line".
Era el estilo de Joe Hill. Sus canciones "de agitación" recurrían al humor ingenuo, de fácil comprensión por los participantes. No se ahogaban en consignas apelando a una supuesta
ideologización general sobre las causas y las metas ulteriores.
Señalaban directamente a individuos implicados en los acontecimientos. No eran canciones desde una teoría general, alejada de los hechos verdades irrefutables y establecidas a priori,
sino que nacían de los acontecimientos mismos.
El asesinato del comerciante Morrison y sus hijos, cruel acción de vándalos, resultó manejado para acabar con el autor del
Cancionero Rojo, cuyas páginas alcanzaban un eco insólito en
las manifestaciones. Sus temas "El predicador y el esclavo" -considerado clásico del género junto a "Bandera Roja", de James
Connell-, "Donde fluye el río Frazer", "Lo que queremos", "Hay
fuerza" y "Debo ser soldado alguna vez", devinieron himnos.
Estaban imbuidos de ideas de mejoramiento. Su autor no se
arrogaba el derecho de "innovar la música" cuando le servía de
apoyatura para afirmar:
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Espiral de interrogantes
Hay fuerza, hay fuerza
en una cuadrilla de obreros
cuando se levanta a la vez.
Es una fuerza que es potencia
que debe gobernar en todos lados:
un gran sindicato industrial.
Eran las consignas de la IWW. Por ellas luchaban miles,
contando a los desarrapados inmigrantes que se integraban al
potencial multiétnico estadounidense. Nadie esperaba de aquellas letras de canciones de agitación, que ni siquiera consideraban versos, un estremecimiento en las letras de la época.
Enfrente tenían los intereses cruzados que desvirtuaban el
movimiento. El "ajusticiamiento" de Joe Hill marcó un revés para
el sindicato, en favor de los adulteradores. El libro de Foner reconstruye, a la manera de un relato de ficción pero con la
abundosidad factográfica de cierta literatura historicista, los
hechos que concluyeron con el fusilamiento del compositor.
Retrata un período peculiar de la vida en los Estados Unidos, la
prepotencia del capital frente al trabajo en un ámbito que no
conocía las argucias actuales, el enseñoreamiento de las personas más refractarias a cualquier apertura democrática, sin matices ni ardides. Al reconstruir la causa, el juicio y el fusilamiento, Foner retoma los antecedentes y entrega toda una época.
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La vieja dama ¿es digna?
Uno de los símbolos más controvertidos de cuantos señorea
una ciudad, la Estatua de la Libertad, ha cumplido cien años. La
fanfarria por el Happy Birthday incluyó las ciudades de Nueva
York, donde reside, y París, donde nació. Con fuegos de artificio
amplificados vía satélite, cañoneras de interminables salvas, un
pavoroso refuerzo policial para preservar a los oradores y el
empeño de muchos en aprovechar la desmesurada operación de
marketing, los festejos correspondieron a su broncínea belleza.
Los periódicos subrayaron que, además, la magnificencia se pretendía aleccionadora: el afán de Estados Unidos por recuperar
el prestigio libertario con que se aureoló en las últimas décadas
del siglo XIX, un tanto maltrecho al final del XX.
Un costoso maquillaje convirtió a Lady Liberty en protagonista de un show de altos bemoles, dentro de la ya inveterada
Espiral de interrogantes
tradición kitsch de una cultura que si todo no lo hace bien, procura hacerlo en grande. Ella no pareció fatigada. Acostumbrada estaba a las fanfarrias desde la tormentosa tarde en que fue
presentada en sociedad. Nuestro joven reportero José Martí
recogió los detalles en exaltada nota, como correspondía a un
acto solemne: «Estaba áspero el día, el aire ceniciento, lodosas
las calles, la llovizna terca, pero pocas veces ha sido tan vivo el
júbilo del hombre». Con esa bruma entró en la vida y como las
sirenas de las viejas fábulas, sus cánticos continúan atrayendo
a los viajeros. En el azaroso siglo pasado millones de
inmigrantes la saludaron, esperanzados con lo que consideraron tierra de promisión, sin dimensionar los explícitos desniveles institucionales que les recitaban aduaneros de pedernal
al imponerles una etiqueta de ciudadanos de segunda.
Cuando la Señora Libertad compró el boleto sin regreso desde las márgenes del Sena a las del Hudson, muchas palabras
tenían valor de encantamiento y el esfuerzo humano alguna
gravitación. Nueva York era un hervidero de patriotas de diversos países, en gestiones para ganar las respectivas libertades. La estatua representaba sus ansias y brillaba como faro,
como sol, aunque ya tenía sus manchas. Embebido por idéntica pasión que sus congéneres, Martí no deseó ocultarlas: «En
la plaza de Madison es la fiesta mayor porque allí, frente al
impío monumento que recuerda la victoria ingloriosa de los
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Reynaldo González
norteamericanos sobre México, se levanta, cubierta de pabellones de los Estados Unidos y Francia, la tribuna donde ha
de ver la parada el Presidente.»1
Por largos años los afanosos patriotas latinoamericanos vieron un símbolo de redención en la república nacida de las antiguas colonias inglesas. La comparación con la feroz tiranía colonial les hacía añorar para sus países un remedo de aquel flamante ejemplo. Anexionistas o no —y anexionistas que dejaron de serlo cuando en Estados Unidos tuvieron la mordida de
desigualdades que la distancia antes difuminaba—, veían en la
gran nación del Norte un modelo alejado de sus realidades
deficitarias, del despotismo y la venalidad. Martí, verdadero
avanzado del desengaño, aún sin dejar de amar las enormes
virtudes del país, atalayó las dificultades que la absorción representaría. Poco después su patria sería escenario de la guerra expansionista, y los conflictos por la avidez del incómodo
vecino se multiplicarían en fronteras y tierras internas de lo
que llamó Nuestra América.
La penuria de la peonada europea, guerras y sucesivas crisis económicas animaron el desembarco de inmigrantes que
arribaban con la esperanza de regresar «señores». Ellos, en un
convulso caldo de cultivo y con sus esfuerzos y talentos, amasaron la grandeza innegable de Estados Unidos. La Señora Libertad pasó a representar el ideal de un bienestar arduo, no
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siempre alcanzado, como hoy no oculta la obstinación por sofocar libertades en otras regiones del dolido mapamundi. El
estupendo maquillaje no le devuelve la dignidad puesta en
duda. Tampoco le resta su extraordinaria significación de antaño, que merece ser recordada.
En 1865, entre los nepentes alcohólicos de una cena ofrecida en París por René Lefebvre Laboulaye, jurista que historiaba a Estados Unidos con ánimo exaltador para tímidamente
criticar el cesarismo de Luis Napoleón Bonaparte, uno de los
invitados quedó persuadido de ubicar en Nueva York una estatua de sospechoso tamaño colosal, convertida en símbolo de la
libertad. El invitado era Fréderic Auguste Bertholdi, tenaz
academicista que unía el arte escultórico a gigantescas transacciones. La estatua resultó Lady Liberty por puro reciclaje:
antes la había propuesto al khedive egipcio Ismail Pashá como
faro para la entrada del Canal de Suez. Iba a llamarse Egipto
trayendo la luz a Asia.
La instauración de la Tercera República creó el
clima propicio y en 1871 Bertholdi viajó a Nueva York
para vender su proyecto. Liberales, francmasones y
empresarios apoyaron la idea e involucraron a cien
mil personas de 181 ciudades para reunir los fondos. La estatua pasaba a representar el progreso tecnológico. En la bahía neoyorquina sus 150 pies de
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alto cantarían al adelanto de la ingeniería francesa
y la pujanza de la joven República después de la
noche monárquica. Mientras la base era construida en la isla Bedlos por el arquitecto norteamericano Richard M. Hunt, Bertholdi presentaba la estatua en París, donde muchos lamentaron que no
permaneciera y algunos nombres significativos del
arte fueron sus detractores. Los primeros quedaron compensados con una réplica a escala menor
en la Ile des Cygnes, a poca distancia río abajo de
la Torre Eiffel. Los segundos respiraron aliviados
de que no la instalaran en los barrios bohemios
donde desenvolvían sus actividades más frecuentes, aunque los incordiaron con un modelo anclado en los Jardines de Luxemburgo. Otras copias
despacharon para diversas ciudades francesas y
hasta el final de sus días Bertholdi serializó su invención, con sutiles variantes, con tanta vehemencia como la aplicada a negar su autoplagio.
Cuando la multitud neoyorquina la conoció, la Señora Libertad ya era viuda de sus pretendientes iniciales. Eugéne
Violet-le-Duc, experto en arquitectura medieval que le diseñó la cabeza y el brazo portador de la antorcha, murió en 1879,
antes de comenzar la estructura con ayuda de Gustavo Eiffel,
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químico devenido constructor de puentes y genitor de la torre
parisina que lleva su nombre. Lefebvre tampoco vio su proyecto
terminado: murió dos años antes de que ella cruzara el Atlántico, oronda de su tocado de diademas, en representación del dios
solar Helios y los rayos símbolos de mares y continentes.
La estatua ha originado dos grandes colectas: para su pedestal y para su restauración centenaria. Hoy el costo original de un cuarto de millón de dólares resulta risible ante los
223 recaudados por una fundación —presidida por el jefe
mayor de la Chrysler, Lee Iacocca— para también retocar las
islas Bedloe (hoy Liberty Island) y Ellis. En el lejano marzo
de 1884 los fabricantes del laxante Castoria hicieron una proposición que fue declinada: donar 25 000 dólares si les permitían colocar allí, por un año, el nombre de su producto. En
discurso lírico razonaban que así «el arte y la ciencia, el símbolo de la libertad para el hombre y el de la salud para sus
hijos estarían resguardados estrechamente como un relicario
en el corazón de nuestro pueblo...»
Aquellos tímidos no pudieron imaginar la actual bacanal
publicitaria. La fetichización ya había comenzado a finales del
siglo XIX: Martí envió una réplica en yeso a su amigo Manuel
Mercado y en carta de febrero de 1889 le aseguró que trabajaba con una similar como pisapapeles. Ahora se comercializan hasta sus «santos despojos»: como oro venden bolsas con
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segmentos desprendidos durante la restauración, negocio tan
lucrativo que tiene a su disposición cien toneladas, más las posibles reliquias apócrifas. Con motivo del centenario la casa
Tiffany la llevó a souvenir elegante: relojes Liberty de plata, a
600 dólares. Antigüedades Christie´s exhibió sus modelos reducidos entre 1887 y 1919. La Coca-Cola compró una réplica
de zinc por 121 mil dólares. Un presunto original de bronce del
taller Bertholdi fue adquirido en 2500 dólares y venden reproducciones de nueve pies en 950 dólares. Un raptus de pesadilla nos permite imaginar jardines de nuevos ricos con el engendro entre palmeras tropicales. No autorizaron su reproducción en ataúdes, asientos de inodoros —donde harían compañía a papeles higiénicos con el grave George Washington impreso en gigantescos billetes de un dólar—, ropa interior, comidas y collares para perros, armas de fuego, dagas y látigos,
aunque circulan sin anuencia oficial. Pero su imagen asalta
desde shorts, tanguitas y bermudas, aros hoola, rascadores,
gorras, camisetas, juguetes, cuadernos, barras de chocolate, caramelos, ropa de cama, toallas, lapiceros, ceniceros, servilletas, vajillas, atomizadores...
Las postales la elevan a sex symbol y como en 1982 el dibujante Hudson Talbott la sincretizara con Marilyn Monroe sobre la parrilla del Metro que le elevó la saya, ahora la presentan a lo Brooke Shields o maquillándose coquetísima (I love
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Liberty), meada por perros callejeros, posando desnuda en
un taller de pintores, y hay otras cuya descripción heriría la
decencia. Ha llegado a una de las virtudes o las válvulas de
escape de la sociedad estadounidense: la desacralización constante de los símbolos, combate contra la solemnidad que suele encubrir otras irreverencias. La intelligentzia, expresada
por humoristas y diseñadores, hace tiempo que la escarmienta como a la representación de una sociedad no tan idílica
como desearían sus alabarderos.
Lo que no alcanza a borrar la feria gigantesca es el ideal de la
libertad, todavía palpitante en quienes no la poseen. Es algo que de
cierta manera continúa representando la estatua, y que se recuerda
en momentos destacados como, por ejemplo, cuando los puertorriqueños hicieron ondear desde ella su bandera en reclamo de independencia, o cuando en diciembre de 1971 veteranos pacifistas la
ocuparon para manifestar el repudio a la guerra de Viet Nam. Allí
leyeron la Declaración de Tom McCormick:
Desde hace años la estatua ha sido análoga en
nuestras mentes con la Libertad y una América que
amamos. Fuimos a una guerra en nombre de la Libertad. Vimos que la Libertad es una expresión selectiva, permitida sólo a quienes son blancos y mantienen el statu quo. Hasta que ese símbolo adquiera
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otra vez el significado que se le quiso dar, deberemos
continuar por toda la nación haciendo demostraciones
de nuestro amor por la Libertad y por América.
Notas:
José Martí: «En los Estados Unidos: Fiestas de la Estatua de la
Libertad», en Obras completas, ed. cit., 1963, t. XI, p. 105.
1
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El unicornio azul en la jungla de asfalto
Un saludo a Silvio Rodríguez
El mítico animal representado en forma de caballo y con un
cuerno, a orillas de un lago y entre plantas salutíferas, ensueño
de doncellas y castillos, símbolo tenaz de la poesía: lo inefable,
aspiraciones inconfesadas y ¿por qué no? la estoica virginidad
medieval, guardada por mucamas, cancerberos e incómodos y
antihigiénicos cinturones de castidad mientras el «dueño» participaba en sangrientas cruzadas y camuflaba de religiosidad
impías matanzas. No siempre azul —suelen representarlo encarnado—, aunque ese color haya soportado y asumido la alevosía de poetas hasta devenir signo donde se extravía todo significado. En fin, el Unicornio. Fábulas e ingeniosidades apócrifas sumaron demasiada bruma sobre su flexible figura y todavía hoy lo acosan con tanta obstinación como las lanzas de la
Reynaldo González
soldadesca que le da tormento en los célebres tapices francoflamencos de La caza del Unicornio que, para los amantes del
arte, es su más alta representación.
Cuatrocientos años antes de comenzar a contar al derecho, el
griego Ctesias, historiador y médico de Artajerjes Memnón, situó
al Unicornio en los reinos de Indostán. Plinio dio por cierto que
«suelen cazarlo en la India». Ambos coincidieron en la descripción,
aunque con diferencias en sus connotaciones idílicas. Seducido por
la virginidad y solo cazado por una doncella, a cuyo regazo salta, en
los bestiarios medievales aparecía como vencedor vencido.
Prosopopeyas del cristianismo inicial lo calificaron como «El Espíritu Santo», lo vincularon al Cristo, al Mesías, pero también al mercurio y al mal, en atrabiliario desconcierto que buscaba definiciones a que asirse en una fe nueva, implacable, con mitos terrenales
—la desviación de la idolatría—, pero que no deseaba perder tan
grácil y magnificada figura.
Todo se complicó cuando la crisis del Imperio llevó a los
romanos a dar fe al pasado ante lo precario del presente. Beber
en vaso hecho de cuerno de Unicornio, cuyo costo podemos
suponer, impide la acción de venenos que tanto pululaban en
un reino que zozobraba. En la traducción «de los setenta» de
La Biblia —así llamada porque seleccionaron a setenta discípulos aventajados para llevarla al griego—, mencionaron un
animal de un solo cuerno, toro o caballo, que muchos
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sinonimaron al Unicornio cuya imagen mítica llegó hasta nosotros. Ahora se piensa que pudo ser una especie salvaje extinguida, con ejemplos similares atesorados en la biblioteca de
Alejandro Magno. Al cristianizarse el Imperio Romano, y hacia 1600, La Biblia fue llevada al latín por el laborioso
Gerónimo, quien luego sería elevado a santo, pero no tuvo escrúpulos en sintetizar toro, caballo y animales desconocidos, o
solo imaginados, en el Unicornio que hoy nos ocupa. Los significados del Unicornio ya eran diversos cuando Leonardo da
Vinci le atribuyó una sensualidad culpable, inherente a sus formas y movimientos, ajenos a definiciones de sexo o capaces de
contemplarlas todas. Quienes han leído La tragedia sexual de
Leonardo da Vinci, de Sigmund Freud, podrán comprender la
desazón del gran renacentista por hallar un andrógino ideal.
Por la seducción que le motivaba la castidad, el simpático
animalito blanco con cuerno en la frente, con patas traseras de
antílope y barba de chivo, pudo ser cazado en las cercanías de
una virgen, o en pleno retozo con ella, pues la atracción era
mutua. El juego le hizo olvidar el peligro, ocasión que aprovecharon sus adversarios. No pocas fábulas lo glorifican como
triunfador sobre especies enemigas del hombre, aunque nada
pudo contra el hombre mismo. A principios del siglo VII se creía
que una cornada de Unicornio podía derribar a un elefante
encolerizado. También se dice que luchó contra un león, pero
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éste lo venció con astucia: se escondió tras un árbol que el Unicornio embistió con los ojos cerrados y al que quedó clavado
con su propio cuerno. La capacidad de lidiar le ganó significación heráldica: cuando se reunieron los reinos de Inglaterra y
Escocia, en las armas de Gran Bretaña hicieron coincidir al león
(leopardo) inglés y al Unicornio.
También los asiáticos aportaron leyendas unicornianas. Junto al dragón, el fénix y la tortuga, tuvieron al Unicornio como
animal de buen agüero. Los chinos los llamaron K’i-Lin y, según ellos, es el primero de los cuadrúpedos porque tiene cuerpo de ciervo, cola de buey y cascos de caballo, el cuerno que le
crece en la frente está hecho de carne, el pelaje del vientre es
pardo o amarillo, el del lomo es de cinco colores entreverados.
En China el Unicornio fue engendrado en el vientre de la madre de Confucio. En el período de gestación los espíritus de
cinco planetas le obsequiaron ese animal que suma prodigios
porque tiene la forma de una vaca, escamas de dragón y un
cuerno en la frente. Se paraleliza con una anunciación cristiana, pero con tintes grotescos: el animal vomitó una lámina de
jade con la inscripción: «Hijo del cristal de la montaña o de la
esencia de las aguas, cuando haya caído la dinastía mandarás
como un rey sin insignias reales.» La madre de Confucio le
obsequió una cinta que enredó en su cuerno solitario. Setenta
años después unos cazadores dieron muerte a un K’i-Lin que
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guardaba en su cuerno un casi inadvertido trozo de aquella cinta. Confucio acudió al lugar y lloró las muertes conjuntas de un
hermano y de un trozo de pasado.
Veintidós años antes de nuestra era, uno de los jueces de
Shun dispuso de un fabuloso chivo unicorne, que no agredía a
los inocentes pero topaba a los culpables y facilitaba la administración de justicia. No pocos augurios asiáticos tuvieron al
animal y su imagen reflejada en un lago apacible como premonición benéfica. Su figura gentil y su belleza elusiva adornaron
los sueños de muchos hasta que el Medioevo se apropió de él y
lo sometió a elaboradas artesanías. Entonces asumió una particular carga simbólica y le añadieron cuanta fantasmagoría
alimenta su figura a lo largo del tiempo. Tuvo reflejo magnífico
en el arte del tapiz. Desde La dama del Unicornio, que tiene al
animal en su regazo y lo refleja en su espejo de mano mientras
los custodia un león —asistido del blasón del marido—, hasta
los fabulosos tapices de La caza del Unicornio, que narran su
búsqueda, seducción y captura. Esa maravilla fija la imagen
del Unicornio que llegó hasta nosotros con una carga de significados que no todos manejan en sus detalles perdidizos. Allí
se aprecia su flexible belleza y su majestad, invención y divinización del hombre.
Nuestro siglo XX lo encontró siendo ya niebla significante, como
herencia no labrada pero que disfruta, con nuestra tendencia a
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restar sacralidad a elementos de la cultura que la tuvieron, para
incorporarlos en una utilización casi golosa. Lo cierto es que
los laboriosos tapices de La caza del Unicornio ahora no están
en el sur de Francia, donde nacieron, ni ya pertenecen a sus
antiguos dueños, la noble familia de La Rochefoucauld, pues
los exponen en un escenario sui generis: a orillas del Hudson,
en la nada medieval ciudad de Nueva York, en Los Claustros
(The Cloisters), conspicua edificación donde la polución se convierte en una suerte de pátina prefabricada para retomar las
viejas abadías amuralladas, reconstruir una atmósfera de recogimiento y erigirse en reto del siglo XX a los tiempos anteriores. El visitante entra en una atmósfera que desea sustraerse
del ruido de la metrópoli de hierro, cristal y cemento. Allí, entre otras joyas del arte, los esperan las extraordinarias piezas
de La caza del Unicornio.
Los majestuosos tapices constituyen una experiencia artística y poética sin precedentes. Ante ellos, porque semejan un
calvario cristiano, uno desea que ése no sea el mismo Unicornio de tanta fábula. No puede ser, nos decimos. Pero ahí permanece, junto al árbol de su seducción y condena, florecido
por su sangre. Como resignado, pasta el mismo animal que una
dama tejiera al ritmo de solemnes cantigas, un nudo ahora y
otro luego, sin prisa, mientras por estrechas ventanucas
encristaladas atisba su incierto porvenir. Puntada a puntada
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ha contribuido a magnificar un mito que, luego de tantos símbolos, exalta al hombre y su irreductible capacidad para contaminar de poesía cuanto toca. Porque, es obvio, detrás de la historia del Unicornio enamorado de la doncella y cazado cuando
se deja acariciar, late, una vez más, la grandeza del hombre para
crear mitos que luego adora en busca de la perfección perdida.
El visitante va de un tapiz al otro. En el discreto eco de la
abadía sus pasos también parece que lo acosan. Desde esos tapices que reconstruyen el forcejeo del Unicornio por la libertad y su dramática rendición, aunque lo envuelvan en sedas y
brocados, asistimos a su martirologio, que es su triunfo y su
acabamiento. Nuestra mirada lo desnuda y tiraniza mientras
lo compadece. Aunque no lo queramos, ante La caza del Unicornio quedamos en devoción, porque asumimos una trascendencia que nos llega de un tiempo demasiado asido a lo oscuro
y a la furia. Como la mariposa escapa del follaje más umbrío,
sale el Unicornio de ese Medioevo de sus pesadillas, nos saluda. Piedras, arabescos vegetales, alfombras que sosiegan los
murmullos y una atmósfera sobrecogedora, no alcanzan a mitigar el dolor de su cautiverio.
Estamos en un claustro y todo nos lleva a meditar,
acuchillando tinieblas, en los significados de esta metáfora de
metáforas. Pero al Unicornio y a nosotros nos acosa otro ruido, inclemente, insoslayable, mayor que el bárbaro rugido de
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la historia: afuera, Nueva York es una jungla no presentida por
el frágil corcel unicorne, nacido de la fantasía y de la necesidad
en un tiempo difícil. Y no es una travesura literaria, sino realidad trasladada en el tiempo, del Medioevo europeo a una colina que se refleja en el estuario del Hudson. Abadías y claustros
románicos fueron traídos piedra a piedra para construir este
edificio, adscrito al Metropolitan Museum de Nueva York. Una
colección de arte medieval situada en el Fort Tryon Park, con
no poco de riquezas auténticas del norte de España y del sur de
Francia, inaugurada en 1938. El visitante que ha conocido catedrales y celdas monacales del Viejo Mundo, duda si considerar todo esto como un engendro del ya estentóreo kitsch estadounidense, si maravillarse o escandalizarse ante lo que pudiera catalogar de herejía. Pero el ciudadano promedio estadounidense lo asume como «cultura», ya que todas las piezas
son auténticas, y quizás no le falte razón.
Los Claustros no son una barahúnda de cosas superpuestas, sino un museo cuidadosamente montado, que también atesora el Libro de las bellas horas del duque de Berry, una sillería de coro, pinturas al fresco, esculturas y miniaturas del XII,
la mitad de los capiteles y el cuerpo arquitectónico del monasterio de San Michel de Cuxa, traídos lo más intactos posible de
los Pirineos Orientales y mostrados entre otros capiteles de escueto bloque y esmeradas decoraciones del XIII y el XIV, junto a
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ventanas góticas de Normandía y un portal de Borgoña. Los tapices de La caza del Unicornio se presentan como la pieza más
ambicionada, cuyo amoroso tejido puede burlar épocas de abundante ignominia. Se dice que fue encargado por un señor medieval para obsequio de bodas a la doncella de sus sueños, con la
que no llegó a contraer nupcias, pero todo puede ser leyenda
atribuida para sobrevalorar la obra. El conglomerado sacia los
deseos de alcurnia de una cultura que no la posee.
Más allá, el art deco, estilo por antonomasia de Nueva York,
acosa y agrede pero preserva esta pequeña abadía. También la
agradece. Ella es un lujo insólito, pero también un respiro, como
ya lo es el gran pulmón de Central Park. Al recorrer salas capitulares, cinco monasterios medievales, una capilla románica y
un ábside español del siglo XII, y al «devolvernos» a la agresiva
realidad neoyorquina, algo ganamos y algo develamos. Como
en las antiguas e ingenuas teologías: «posible por imposible,
creíble por increíble». No por gratitud pertenece al
Metropolitan Museum, que ya cuenta entre sus atracciones una
tumba faraónica reconstruida para seducir a turistas que exigen un clima «egipcio» refrigerado si es verano, cálido si es
invierno, y siempre aséptico, sin la pobreza y los contrastes que
rodean a las pirámides verdaderas. Tampoco por azar esta abadía románica está en la ciudad que tiene la St. Patrick’s
Cathedral, copia más o menos exacta de la de Colonia y que si
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hace cincuenta años debió impresionar a los neoyorquinos, hoy
se ahoga entre iracundos rascacielos.
La nueva cosmópolis no agota su posibilidad de sorpresas.
Las guías turísticas capitalizan los anacronismos e informan
que, en verdad, The Cloisters son una extraña mezcla de ruinas medievales traídas de España, Francia e Italia, dispuestas
en forma de monasterio fortificado, con lo que la autenticidad
de los trozos se deshace al armar el conjunto. Cuando lanzaron
el proyecto, en la lejana década de los treinta, algunos intelectuales europeos se irritaron por ver sus monumentos reconstruidos a orillas del Hudson. Pero la irritación fue «racionalizada». Pronto Los Claustros dejaron de ser indignantes para
ser vistos como elemento de fascinación en una ciudad que «lo
tiene todo». Lo que pareció una falsificación en gran estilo, es
decir, en cóctel de estilos, un manoseo y una manipulación de
material auténtico desautentizado al transferirlo a un sitio que
nada tenía que ver con los originales monumentos, dejó de provocar escándalo. A fin de cuentas —y es el razonamiento de
Gillo Dorfles—, la construcción tiene un gran valor y las obras
maestras que contienen son igualmente auténticas y de notable importancia. Se trata de «piedras verdaderas», de pinturas
y esculturas genuinas, llevadas lejos de su hábitat. Frente a esa
adulteración espacial está el descuido tradicional por los monumentos en ciertos lugares. Ese cuerpo momificado, cadáver
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separado del alma, con no poco de pastiche soberbio, expresa
cierto respeto en la distancia a cuanto en la cercanía originaria
muchas veces ultrajan.
El traslado de piezas valiosas a otro sitio no es nada nuevo,
o echaríamos por la borda los miles de museos que pueblan el
mundo. En verdad, no adquirirlas evidencia no estar a la moda,
o carecer de los recursos necesarios, pecados que la sociedad
del consumo no perdona. En el pasado y enloquecido
Halloween neoyorquino, entre una multitud que daba rienda
suelta a la imaginación más procaz, o la más sublime, no faltaron unicornios dorados, azules o verdes, y hasta uno a cuyo
cuerno añadieron un enorme falo eyaculante. Seguí el recorrido de la carroza por las atestadas calles del Village, me maravillaba el Unicornio desasido de cualquier otra significación que
no fuera el entretenimiento, la truculencia de una fiesta de significación exorcista, pues era «el año del Unicornio», decretado por los dictados de la moda, de las compras y las ventas.
Algunos mensajes lo presentaban al comprador promedio como
el triunfo sobre un mal que lo acecha en la vida cotidiana. Cada
hijo de vecino se sentía compulsado a cargar su imagen en un
cartel o un almanaque, un álbum de lujo o un disco, colocarlo
en calcomanía en el parabrisas del coche, pues se lo proponían
como renovado símbolo de aspiraciones que escapan a la soez
existencia de la sociedad postindustrial.
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Cuando compré la edición dominical de The New York Times, entre párrafos alarmistas que acercaban al hombro de la
humanidad la espada de Damocles de esa siempre palpitante
guerra de nuestras pesadillas, esta vez con otras galaxias, me
sorprendió una multitud de unicornios, enigma de enigmas,
oscuro esplendor, en sábanas, cortinas de baño y manteles, para
decorar la habitación del niño, las maletas de viaje, la llave de
la casa, porque es de desear un símbolo benéfico, cualquiera
sea, y le había tocado a él. Cuando con mi amiga Bell Chavigny
visité Los Claustros, conocí los tapices de que he hablado en
estas páginas. En esa atmósfera de Medioevo trasplantado,
prótesis cultural puesta a una margen del Hudson, el Unicornio me sonrió, o creí tener ese privilegio.
México aunque me espine la mano
...y Gabriel Figueroa creó a México *
Siendo muy niño, Gabriel Figueroa me prestó la bondad de
sus ojos para ver a México antes de visitarlo. Con sus ojos hice
mía la noble y altiva dureza de los magueyes, la composición
insólita de la luz y la sombra en las trenzas de una india, su
rebozo, su manto de luto cerrado, suficiente estatua frente a
montañas de incógnitas, o al mar, o ante una valla de carabinas en el convite entre bárbaro y redentor de la revolución agraria mexicana. Gracias a la destreza infalible de Figueroa entró
en mi sangre un amor sin regreso por la ola de sombreros llanos o cargados de oropeles, los de la humilde peonada y el del
colérico patrón. Conocí la huella de huaraches que domeñaban
adoquines y hacían trillo en la maleza, la humildad orgullosa,
Presentación «Gabriel Figueroa: los valores fundamentales de la
imagen», en la galería del cine Chaplin, La Habana.
*
Espiral de interrogantes
capaz de retar a la injusticia. Los arcos de los ranchos se
doblegaron a los claroscuros de Figueroa, para ser algo más
que un recurso arquitectónico. Las baldosas de un patio cercado de tunas, o las encaladas paredes de una cárcel donde iban
a parar machos aquejados por las ingratitudes de Lupitas, fueron tocadas por la magia de Figueroa, en dramas tan memorables como los griegos. Cactus del desierto y salamandras de la
pradera, el arisco trote de un caballo zaino y los cruzados fajines
de la soldadesca ganaron una poesía de contrastes que los perfiló para siempre en la memoria.
No eran atributos de simples mortales, sino de dioses en la mente
de esponja del escritor en ciernes, quedaban atesorados, eternamente hermosos, sin que los redujera la neblina del tiempo. No
importaba el brumoso trasfondo de melodramas, simple pretexto
para acceder a un portento de formas y luces. La magnificencia de
aquellas imágenes perduraba. Figueroa no sirvió a un cine que explotaba hasta el cansancio un patriotismo oratorio, sino que se sirvió de él para establecer su propia iconografía, la exaltación de una
belleza que otros veían sin mirar en sus atributos de feroz misterio.
Yo no sabría, luego, si México era como él me lo mostró, si aquellos
dramones de instinto y aturdimiento expresaron un mundo cierto
o quedaron en utilización politiquera de un heroísmo traicionado,
reiteración de lemas que dejaban la razón de la sangre y la furia de
los pobres en slogan sin sentido.
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Reynaldo González
La razón llegaría después, cuando leí y caminé un México
que siempre me ha resultado diferente y el mismo, porque sí,
allí estaba la patética belleza captada por Gabriel Figueroa, junto a la decepción, el sinsentido, el perpetuo bullir de una indiada palpitante, siempre defraudada pero siempre esperanzada,
junto a sus mitos, donde señorea la virgen guadalupana con su
cohorte de humildes, sus preferidos, pero también con los
amanerados cánticos de los poderosos. Nunca se cerrarán las
interrogantes de México. Lo anduve bajo el hechizo del asombro, busqué los ángulos que Figueroa me hizo amar, bajé anaqueles de libros y agoté pláticas con mis colegas intelectuales
mexicanos, los más lúcidos que conozco. Pero se ahondaron
los enigmas de una tristeza que también es México, como México es una grandeza sin paralelo, curioso mundo que puede resultar su propia antinomia.
Mucho ha llovido desde que el blanquinegro de Figueroa
creara la majestuosa belleza de aquel México, verdadero o
entresoñado, quién desea aclararlo. Amamos su verdad como
a la verdad, a ella nos devolvemos, mito barroco, entrañable,
colectivo y de cada uno. Ni los propios mexicanos ya no saben
si ellos son así, si México es así. Las imágenes sembradas por
Figueroa en el subconsciente establecen el anclaje y la raíz de
su razón, la de ayer y de mañana, la oculta y en ocasiones esquiva razón de una raza y de una historia. Se saben parte del
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Espiral de interrogantes
generoso misterio de su México lindo y querido, el de los grandes contrastes y los brazos abiertos, sobrevivencia de milagros
cotidianos, riqueza abroquelada en mansiones prohibidas, un
colorido tan humilde como airado.
México tiene sus dioses tutelares, instalados en el Olimpo del
arte, Rivera, Orozco, Siqueiros, y a su aire, Gabriel Figueroa,
quien con la cámara pintó escorzos de mural y perspectivas
renacentistas. Tengo como propio ese México inapresable, el que
amo y busco al recorrer sus calles y sus indómitos campos. A
veces se me desdibuja, para reaparecer en un recodo de la memoria y arrastrarme a confesiones. A Gabriel Figueroa debí una
crisis de adolescente ensimismado en la luneta del cine, perdido
en la nada de mi insignificancia, frente a la enormidad de la pantalla y los rostros que él acariciaba con la luz. Los rostros
estatuarios de María Félix en la secuencia de la serenata en Enamorada. La ingenua frescura de Dolores del Río en María Candelaria. La perfección sin estatura humana de Pedro Almendáriz,
bondad y vigor de indio y de criollo, magnitud de bestia perfecta
que en La Malquerida supo sacarle bajo la línea pródiga del sombrero alón. Nunca se lo he perdonado. Si aquel era un hombre,
¿por qué me dejaba a mí un saco de imperfecciones, arrinconado en mi luneta, incapaz de alzarme a grandeza tan terrible? Fue
injusto Gabriel Figueroa por crear ese nimbo supremo, herida
que no sana. Cuando obsequió la perfección de su mirada debió
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Reynaldo González
tapar los espejos de los simples mortales. Era un mundo demasiado bello, odiosamente bello. Solo me dejaba el recurso
de comprar otra entrada y caer postrado ante la ventana de
María Félix, con los tímidos cristales de un trío que permanentemente entona La malagueña.
-471-
María Félix sueña con María Félix
Un párrafo, uno solo para María Félix porque está durmiendo, nomás. La Doña que tantos desvelos ocasionó, se niega a
despertarse. Es María Bonita la que muere mientras sueña que
la muerta es una admiradora de María Félix. Muere en extensión del sueño. Sueña que no se va, sino que se integra a las
ilusiones de los cuadros que decoran su casa de Polanco, en
México. Santuario parece por la multiplicación de su imagen,
los retratos de Leonor Fini, o como La chica del tarot, de
Leonora Carrington. «Por Leonora Carrington pondría mi
mano en el fuego, es una mujer mágica». ¿O es La mujer pájaro, de Estanislao Lepri? No le faltaron retratos a La Doña. «En
la adolescencia me pintó José Clemente Orozco, me presentó
como una calavera maquillada». Mejor la vio su enamorado
perpetuo, Diego Rivera: «Para María Reina de los Ángeles Félix,
Reynaldo González
a quien millones de gentes admiramos y amamos, pero a quien
nadie amará tanto como yo». Siempre lo vio como un hombre
tierno pero de lúbrica imaginación. «Yo no posé para Diego
desnuda: él se las ingenió para que el pecho se me transparentara por debajo del vestido». ¿O son los innumerables retratos
de su iconógrafo y amante, Antoine Tzapoff, de pincel infatigable y mirada ilusionada? Unas veces de diosa azteca, otras tan
diabólicamente angelical que no cabría en el cielo, ni en el infierno, o habría de inventársele un limbo propio. Allí estaría
resguardada de sus virtudes y sus pecados, los que cometió y
los que le atribuyeron y no se tomó la molestia de negar. Con
mentiras también se construye el pedestal de una estatua. Ella
terminó siendo el mito de su propio mito, extensión de la «zona
sagrada» en que la fijó el Novelista Carlos Fuentes en un libro
que nunca la satisfizo. Pero ¿qué satisfacía a la Doña? Ni la
versión que de sí misma dio en una autobiografía colmada de
verdades y dudosas afirmaciones, versión de su propia vida,
pues derecho tenía a moldearla quien la fabricó a semejanza
de una diosa, pero no arrodillada. Sabía que esos libros de
memorias son extensión del maquillaje, para una verdad más
allá de las averiguaciones. O fue otra de sus máscaras, para
cuidarse, porque cada uno se inventaba su versión de la que
fue llamada la mujer más hermosa del mundo. Ni qué decir de
los suspiros que provocó en las cantinas esquineras de todo
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Espiral de interrogantes
México, al son de «acuérdate de Acapulco, María bonita, María del alma». «Con la imagen que el público se ha hecho de mí
no hubiera podido vivir». Tuvo que apartarse, fabricarse su propia concha barroca, con espejos y alhajas, muchas, hasta en las
molduras de los cuadros puso alhajas, eso sí, de alto precio,
que a La Doña no le faltaba buen gusto. Entre sus fanatismos
estaban los puros habanos, los sombreros alones, los caballos
y las joyas, pero en orden inverso. «Una vez el rey Faruk me
dijo: ¿No cree, María, que una mujer puede ser feliz sin estar
cubierta de joyas? Me levanté muy escandalizada y le contesté:
Majestad ¡eso es anarquismo puro!» Otra anécdota la ve tratando de ganarse la amistad de Jean Cocteau, que le huye porque «esa mujer va más adornada que un árbol de Navidad».
Ella le prepara una celada y cuando lo ve llegar, tira todas sus
joyas a la alfombra. «Por usted prescindo de ellas», dice con la
ceja más levantada que nunca. Terminó dirigiéndola en La corona negra, otra joya, esa vez de cinematecas. Tan exigente
con las joyas y tan displicente con los animales: «Llegué a reunir ochenta serpientes de cascabel que Diego Rivera me mandaba de Oaxaca y catorce perros bastardos». Pero se ha quedado dormida María Félix, sin joyas ni oropeles mundanos, sino
bajo una frazada para sobrellevar su debilidad de mujer vivida
y cumplida. Junto a su puerta sintió el aullidito del perro de
esa raza mexicana, sin pelo y nombre impronunciable,
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Reynaldo González
xoloitzcuintle, regalo de su amiga Frida Khalo, con quien
intercambiaba travesuras. «Como yo tomaba a broma las declaraciones amorosas de Diego, Frida me pidió que lo aceptara como
esposo». En la mente se me revuelven otras imágenes suyas.
Encarnó el fatum, dirigida por Cocteau, fue altiva incluso cuando rogaba, de soldadera iracunda o de amante felina, de espía
bajo órdenes de Buñuel, o de bailarina exótica en French-Cancan,
la ilusoria danza del vientre que le bailó a Jean Renoir. «Él detrás de la cámara y yo enfrente, siempre frente». El orgullo de su
país lo trasladó a París y lo impuso en la propaganda de esa película: su nombre primero que el de Jean Gabin o el de la novata
François Arnoul, a quien por poco destroza en una riña. «He
sido víctima de la envidia profesional infinidad de veces, pero la
sangre nunca había llegado al río como sucedió con mi compañera de French-Cancan». Malas pulgas tenía La Doña y sabía
darse su lugar. No congenió con «esos pinches gringos» porque
siendo una estrella mexicana la querían solo de india. «Para hacer
de india me quedo en México y lo hago a gusto». Lo peor, con
ella, era pincharle la dignidad. «Los productores de Hollywood
siempre me ofrecían papeles de huechenche y a mí no me daba
la gana de ir allá en ese plan». Ella encarnó a la humilde maestra
de Río Escondido, a la amante del soldado, la que se suma al
pelotón por bravía y porque lleva dentro el fuego de su tierra, en
Enamorada. Con más bravuconadas que los bragados hombres
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Espiral de interrogantes
fue La Cucaracha y Juana Gallo. Y perfumó el gesto para convertirse en «devoradora de hombres». «Una mujer sin alma
no se debe enamorar». Ella estaba para que la cortejaran. Lo
hicieron Pedro Armendáriz, Jorge Negrete, Ives Montand,
Gerard Philipe, Arturo de Córdova, Jean Gabin, Rossano Brazzi,
Jack Palance, Pedro Infante... Y llevó esos roles a la intimidad:
«A mí ningún hombre me hizo la vida pesada porque nunca le
aposté a uno solo todas mis fichas». Supo ser Mesalina y la
Bella Otero, a quien conoció cuando la encarnaba en un filme.
«Tú eres más bonita de lo que yo era, pero a tu edad ya se habían matado por mí dos banqueros y un conde». Sobre todo,
siempre fue Doña Bárbara, de quien guardó la fusta, las espuelas y la montura, aunque su imagen resultara un cliché, qué
importaba: «Un éxito de varias décadas no es cuestión de suerte, es cuestión de agallas». Así se labró una leyenda, tan laboriosamente conquistada como el sitio del que se apoderó sin
pedir permiso. «En el cine gané una guerra personal cuando
me propuse ser la mejor. En la vida he ganado guerras más
difíciles por defender mi libertad contra viento y marea». Mejor que sus roles cinematográficos —lo único que no logró fue
que la consideraran una gran actriz—, impuso un canon. Deseada por los hombres y mirada con admiración y envidia por
las mujeres, llenó su vida y las de otros. Sus escándalos, que
colmaron las primeras páginas de los diarios, no fueron suyos,
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Reynaldo González
sino de los que vivieron pendientes de ellos. «Lo imperdonable es la indiferencia: que calumnien, que algo queda». Pero ya
María Bonita se cubrió bajo el sarape. Ni joyas ni luminarias,
sino «un silencio que grita», diría Rulfo. Lo interrumpió el
aullidito del perro chino junto a la puerta. Más gruñó ella para
que hasta el perro hiciera silencio. Que nada interrumpiera su
sueño, donde se veía coronada de diosa azteca.
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Que Adelita se vaya con otro...
Mi amiga Elena Poniatowska anotó un nuevo hito a su carrera
literaria y me destrozó un mito, el de las soldaderas de la revolución
mexicana. Poco entrenado en historia de México, me dejé llevar
por la imagen de las mujeres combatientes, seguidoras de sus maridos, Lupitas, Valentinas y Adelitas (Adelita, Adelita de mi alma,
no me vayas, por Dios, a olvidar), exaltadas en corridos por una
tropa que al afán libertario sumaba el amor de las noviecitas, aromático respiro en la «bola revolucionaria», tan heroica como
despiadada y sangrienta. En el ambicioso prólogo que la
Poniatowska coloca ante las fotos de Las soldaderas1 perdura la
imagen de la mujer entregada y resistente, pero desfallece la del
consorte que la comprende y valora. No desaparecen los corridos,
menos mal, pues se hubiera perdido hasta el aroma de la primera
revolución de un siglo que ya nos cantó «la del estribo».
Reynaldo González
Las soldaderas se hicieron tales afrontando las previsiones necesarias en una lucha trashumante. Lo describe la
Poniatowska: «Trabajar para un soldado se convirtió rápidamente en una manera de ganarse la vida y mantener a los
hijos. Como las sirvientas, las soldaderas eran libres; podían
irse a la hora que se les antojara, acompañar a los soldados
por todo el país o cambiar de hombre a voluntad. Algunas
incluso seguían a la tropa para venderle carne seca, hacer
sus tortillas y cocer sus frijoles y, como no tenían a ningún
hombre en especial, prostituirse si se daba el caso. Sin embargo, la mayoría tenía a su hombre y era fiel a carta cabal.»
Quienes vieron los filmes en que María Félix hizo de
soldadera de lujo, entre gata montaraz y vampiresa armada,
deben borrar esa información equívoca y devolverse a la
mera realidad de los hechos, reflejada en una colección de
fotos que atesora la Fototeca Nacional del INAH, en Pachuca,
recogida por primera vez en este libro. Muestra a las
soldaderas menos consideradas que la caballada, a la que
debían ceder espacio, alimento y cuidados en los ajetreados
días del cuerpo a cuerpo que inauguró el heroísmo guerrillero en América Latina. Ellas eran tenidas como «impedimenta», por más que sus buenos oficios aliviaran la brega,
acarrearan el agua y los bienes para el vivaqueo, colocaran
la almohada al herido y no se apocaran frente a los cuerpos
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Espiral de interrogantes
trucidados y los presurosos entierros «de a montón», sin más
flores que sus lágrimas al despedir a «su Juan» con un avemaría
precipitado para seguir y servir a la tropa.
«Hacían todo cuanto podían para ayudar al soldado», escribió José Enrique de la Peña en su Reseña y diario de la campaña de Texas. «Algunas le cargaban la mochila, se apartaban del
camino una o dos millas, en la fuerza del sol, para buscarles agua,
les preparaban el alimento y se afanaban en construirle una barraca que lo resguardase de la intemperie.» La descripción que
de ellas hace Heriberto Frías en su relación ¡Tomóchic! Episodios de campaña, mezcla la compasión con una descripción realista: «Aquellas hembras sucias, empolvadas, haraposas; aquellas bravas perras humanas, calzadas también con huaraches,
llevando a cuestas enormes canastas repletas de ollas y cazuelas, adelantándose, al trote, a la columna en marcha, parecían
una horda emigrante (...) sus rostros enflaquecidos y negruzcos,
sus manos rapaces (...) lúdicas, desenfrenadas, borrachas, en las
plazuelas donde pululaban hirviendo en mugre, lujuria, hambre
y chínguere y pulque.» Más adelante se acoge a compasión: «Ellas
cumplían, en el cálido horror de las marchas, alta obra de misericordia, y desafiando las varas de los cabos y las espadas mismas de los oficiales, daban de beber a los sedientos compañeros,
quienes con sus ingenuos ojos negros de resignados indígenas
decían su gratitud con el éxtasis de la sed refrescada, calmada.»
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Reynaldo González
Esa contradictoria realidad se recoge en la colección de fotos. El romanticismo y la violencia, el desgarramiento y la pobreza, lo zafio y lo tierno aunados en mujeres de la extracción
más humilde, unidas a la convulsión revolucionaria por vínculos sentimentales unas, por el propio desamparo de la contienda otras. Las hubo que se hicieron soldados y «echaron balas»
como el más bragado, no pocas llegaron a comandar hombres,
pese a la consideración desmejorada en que se las tenía. Las
más se mantuvieron como sombras benévolas, entregadas y
dúctiles a los reclamos del marido esquivo, o del solicitante
menesteroso, o del altanero jefe que más gruñía que solicitaba
los favores. Elena Poniatowska las describe con «sus enaguas
de percal, sus blusas blancas, sus caritas lavadas, su mirada
baja para que no se les vea la vergüenza en los ojos, su candor,
sus actitudes modestas, sus manos morenas deteniendo la bolsa
del mandado o aprestándose para entregarle el máuser al compañero». Y agrega: «No parecen las fieras malhabladas que
pintan los autores de la revolución mexicana. Al contrario, aunque siempre están presentes, se mantienen atrás. Nunca desafían. Envueltos en sus rebozos cargan por igual al crío y las
municiones. Paradas o sentadas junto a su hombre, nada tienen que ver con la grandeza de los poderosos. Al contrario, son
la imagen misma de la debilidad y de la resistencia. Su pequeñez, como la de los indígenas, les permite sobrevivir. Sobre la
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Espiral de interrogantes
tierra suelta, sentadas en lo alto de los carros del ferrocarril
(la caballada va adentro), las soldaderas son bultitos de miseria expuestos a todas las inclemencias, las del hombre y
las de la naturaleza.»
No se puede evocar a las soldaderas mexicanas soslayando
el persistente machismo, sin incluir las circunstancias que las
generaron. El ejemplo de machismo extremo lo dio el también
mitificado Francisco Villa —»mi general Pancho Villa, el centauro del Norte», quién lo hubiera dicho—, tanto que aparece
como obstinado misógino, capaz de ordenar la matanza de
noventa mujeres sin permitirse un guiño, en la estación
ferrocarrilera de Santa Rosalía de Camargo, en Chihuahua. «A
la hora de enterrar los cuerpos un soldado encontró a un bebé
aún con vida. Le preguntó a Villa qué hacer con él. ¿Lo vas a
cuidar tú?, inquirió Villa. Al no recibir respuesta, le ordenó que
lo matara también.» El propio secretario de Villa, el coronel
José María Jaurrieta, anotó el horror de aquella mañana del 12
de diciembre de 1916: «¡Llanto!, ¡sangre!, ¡desolación!, ¡noventa
mujeres sacrificadas, hacinadas unas sobre otras, con los cráneos hechos pedazos y los pechos perforados por balas
villistas!» Pancho Villa se mantuvo arisco a la participación
femenina en la revolución. Consideraba que las soldaderas en
masa anulaban la disciplina del campamento y la movilidad de
sus dorados, tropa concebida como una fuerza de caballería
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Reynaldo González
exclusivamente masculina. Si las aceptó fue a regañadientes y
porque ellas se impusieron «por sus pistolas», luego de
distendidos sacrificios y sin que faltaran episodios de
travestismo para bajarle humos al general cuate. Devino legendaria la historia de Petra Ruiz, quien se hizo Pedro para comandar uno de los batallones que derrocó al ejército federal en
Ciudad México. Cuando le dieron el grado de teniente, al pasar
revista frente a Venustiano Carranza, se soltó las trenzas disimuladas bajo el sombrero alón y le espetó a la tropa: «¡Quiero
que sepan que una mujer les ha servido como soldado!»
Villa llevó su misoginia al extremo, pero no le hacían contraria sus congéneres. Álvaro Obregón fue acusado de enviar a
mujeres y niños como carne de cañón para escudar a las tropas
de artillería. Carranza, una vez terminada la revolución y las rebeliones locales, las expulsó del ejército. Si les dio subsidios fue
tan escaso «que no alcanzaba ni para comprar tortillas», apunta
la Poniatowska. Pero no debemos exagerar el veredicto adverso
a quienes hicieron historia desde abajo, en el aturdimiento de
una lucha donde tampoco faltaron ejemplos dignos. Eran los signos de la época: un machismo puro y duro en circunstancias
heredadas y enquistadas en culturas dependientes. Sería erróneo extrapolar criterios de hoy a la consideración que se tenía
de la mujer en tiempos pretéritos. Error que, dicho sea, es frecuente en el debate feminista cuando se analizan libros, filmes
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Espiral de interrogantes
o reseñas que reflejan el pasado sin maquillarlo ni imponerle
machacones conceptos de igualdad que les resultarían ajenos.
Las fotografías de Agustín Casasola y Jorge Guerra, más las
películas de Salvador Toscano, ofrecían una imagen de las
soldaderas alejada del glamour que luego instrumentalizaría
la revolución mexicana «institucionalizada», es decir, ya no
movimiento social armado, sino monopolista partido de gobierno, nacido de una revolución, parásito de la historia para
chupar el esfuerzo y la ansiedad de Los de abajo cantados por
el novelista Mariano Azuela. Se recoge en una muestra fotográfica de excepción. Hoy la he visto, en la Cineteca de
Monterrey, y he llevado conmigo el libro que las recoge, donde
vibra el texto de Elena Poniatowska. Y me he preguntado por
las verdaderas Adelita y Valentina, ídolos tan mexicanos como
la Virgen de Guadalupe, expoliadas por una historia ingrata
que entre partidarismos, traiciones y corruptelas, las dejó en
simples mitos utilitarios. Adela Velarde Pérez, la Adelita de
carne y hueso, nacida en Ciudad Juárez, se fugó de la casa y se
unió a las fuerzas carrancistas en 1913. Un joven capitán, Elías
Cortázar Ramírez, tocó en una armónica la canción en su honor, hasta que cayó en combate. En la paz, ella ocupó por treinta
y dos años un puesto burocrático mal remunerado, en la Secretaría de Industria y Comercio. A duras penas, en 1963, logró una pensión de veterana de la revolución. En cuanto a
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Reynaldo González
Valentina Ramírez, inspiradora de La Valentina, por excelencia la canción que evoca la revolución mexicana, murió en la
misma miseria que había vivido, en Navolato, Sinaloa. Nada
pudo impedir el rendido enamorado que le juró amor, al tiempo que se juramentaba con la revolución agrarista. En la canción dibujó su propio destino: Valentina, Valentina, si me han
de matar mañana, que me maten de una vez. Ella le cerró los
ojos con los mismos dedos pulidos de amasarle tacos durante
los descansos de la contienda. Como reconoce, dolida, Elena
Poniatowska: «La canción es una, la vida es otra.»
Notas:
Elena Poniatowska: Las soldaderas, fotografías de Agustín Casasola y
Jorge Guerra, ed. Era, México D.F., 1999. Todas las citas del artículo
son tomadas de ese libro.
1
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Occidente a ritmo de boleros
Llego al conjunto humano más populoso del mundo, Ciudad México, el desmandado Distrito Federal. Es la madrugada
fría y húmeda de la meseta. El poco tránsito permite una ilusión que desbaratará el endemoniado bullir de la urbe. Pudiera evocar el viejo tango: «el músculo duerme, la ambición descansa». Parecería que las vías son nuestras, alejadas del peligro que gravita sobre todo visitante de la que fuera «la región
más transparente del aire», hoy una probeta de contaminación
que no cede su bien ganado record. En la radio del taxi suena la
infaltable emisora de boleros, tangos y rancheras, coordenadas de una sensibilidad que es marca fatal, nostalgia, instinto
anclado en las zonas del sentimiento. Se suman gorjeos de viejos tríos digestivos y nuevos tenores apuntalan sus repertorios
con la resurrección de una poesía rítmica, noches de ronda,
Reynaldo González
desencuentros del alma, filosofía en pantuflas. Por algo fueron
de aquí el músico-poeta Agustín Lara y tantos «que del amor
hicieron un sol maravilloso».
Aunque circulamos en automóvil, el bolerón de turno hace que
todo suene como si fuéramos en calesa. Es la ilusión que crea esta
música deudora de la romanza italiana y de patrones hispánicos
evolucionados en costas caribeñas. En cada curva, la hipertrofia de
un México que no imaginó Alfonso Reyes y que Carlos Fuentes
vivisecciona para hallarle sentido. Pero el cadáver, ay, sigue viviendo, suma deformidades, aglomeraciones nada barrocas, ni
neoclásicas, ni art nouveaux, ni porfirianas, sino postmodernismo
burlador de leyes. Estamos en la más aturdida muestra del Nuevo
Mundo, la que fuera región transparente es una pesadilla. En todo
eso pienso cuando la aquiescente emisora me traiciona. Un locutor
—qué seríamos sin el locutorismo nuestro de cada día— lee con un
aire de aggiornamento civilizado: «Se reúnen en Bruselas representantes de las grandes potencias occidentales para analizar los
conflictos del diálogo norte-sur», dice. «Estarán presentes
dignatarios de Europa, Estados Unidos y Japón.»
El desliz me pone en guardia. La recurrencia de llevar a nociones geográficas las calamidades del mundo económico trueca
los hemisferios, el periodismo más inconsecuente se vuelve
convencimiento. ¿Este tonto y quien le escribió el guión no han
visto el Mapamundi? ¿De qué Occidente hablan? «El que añade
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Espiral de interrogantes
dólar añade dolor», pudo decir La Biblia de los —¿occidentales?— hebreos. Los japoneses se granjean un trozo del pastel.
Los demás les hacen sitio en la mesa de decisiones de un «mundo que fue y será una porquería, ya lo ves». A fin de cuentas,
Occidente ya no es Occidente, sino pálpito bursátil, unipolaridad
dictada por quienes tienen la sartén por el mango. Mientras, Toña
la Negra evoca retozos veracruzanos y desfilan colonias vedadas
a la indiada, hasta que entramos en el centro, donde algunos
amigos mexicanos no se aventuran al caer la noche.
Compruebo la dirección. Vamos bien. Pero de repente, un
sacudón, un timonazo salvador, un bocinazo y una indecencia nos
advierten que por un pelo salvamos la vida en la más populosa ciudad del mundo ¿occidental? Los acelerados huyen. El incidente ha
sido raudo y el taxista eficaz. «Es uno de los atracos del día; hoy
empiezan temprano», dice. Respiramos aliviados.
En la emisora, emporio del sentimentalismo, continúan las
desventuras sincopadas. Despierta la ciudad frenética, su mestizaje desmiente fronteras reales o ficticias, la invención de un
Occidente salido de madre como los grandes ríos tropicales.
Abandono los pensamientos que me ponían pedante con citas
de Ptolomeo, Aristóteles, Bartolomé de Las Casas. Estoy a salvo, ante la puerta de un hotel de occidentalísimo confort. Despido al chofer cuando Benny Moré entrega a Calderón de la
Barca a ritmo de bolero y en versión “para andar por casa”:
-488-
Reynaldo González
—La realidad es nacer y morir, por qué llenarnos de tanta
ansiedad, todo no es más que un eterno sufrir, la vida es un
sueño y nada es verdad.
Occidente tampoco.
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Espiral de interrogantes
REYNALDO GONZÁLEZ ZAMORA
Autor que ha merecido el PREMIO NACIONAL DE LITERATURA
CUBANA 2003, es narrador, ensayista y periodista. De formación autodidacta.
Nació en Ciego de Ávila el 23 de agosto de 1940. Ha publicado dieciséis libros, entre narraciones y ensayos, incluido un
poemario reciente.
También fue precoz en el periodismo, desde sus iniciales colaboraciones en el periódico camagüeyano Adelante y como redactor jefe de la revista Pueblo y Cultura, órgano del Consejo
Nacional de Cultura. Dirigió la página cultural del periódico
Revolución y resultó fundador de la actual revista Revolución y
Cultura, en su versión inicial, Revolution et/and Cultture.
Redactor en las editoriales cubanas Unión y Ciencias Sociales,
se responsabilizó con obras de José Lezama Lima, Juan Marinello,
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Reynaldo González
Carlos Rafael Rodríguez y otros prestigiosos autores.
Por once años dirigió la Cinemateca de Cuba mientras continuaba colaborando en publicaciones cubanas como Bohemia,
Cuba, Unión, La Gaceta de Cuba, Granma, El Caimán Barbudo, Revolución y Cultura, Casa de las Américas, Juventud
Rebelde, Revista de la Universidad de La Habana y Cine Cubano, que en la actualidad no abandona, al tiempo que mantiene espacios fijos en el portal web Cubaliteraria y en el periódico Juventud Rebelde.
Su periodismo cultural se ha incluido en revistas y periódicos de Alemania, España, Estados Unidos, Francia, Italia y
México. Libros y relatos suyos han ganado los premios «Casa
de las Américas», «Italo Calvino» de Novela (Italia-Cuba),
«Juan Rulfo» de Cuentos (Francia) y cuatro veces el Premio
Nacional de la Crítica Literaria.
Libros suyos están traducidos al alemán, inglés, francés, italiano y polaco. Ha dictado conferencias sobre temas culturales
e históricos y asuntos de la comunicación en universidades y
centros culturales de Europa, Estados Unidos y América Latina. Lleva más de cuarenta años de servicio cultural. Ostenta la
Distinción por la Cultura Nacional.
Entre sus libros mas conocidos se encuentran: Miel sobre
hojuelas (cuentos, Ed. Erre, La Habana, 1964); Siempre la
muerte, su paso breve (novela, Primera Mención del Premio
-491-
Espiral de interrogantes
«Casa de las Américas», La Habana, 1968, traducciones en
Francia [Gallimard], Alemania y Polonia); La fiesta de los tiburones (relato testimonial, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1978; también: Alfaguara, España); Contradanzas y latigazos (ensayo histórico, Premio Nacional de la Crítica Literaria, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1983; segunda edición
con epílogo de Manuel Moreno Fraginals)
Lezama Lima, el ingenuo culpable (ensayos, Premio Nacional de la Crítica Literaria, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1988);
Llorar es un placer (ensayo, Premio Nacional de la Crítica Literaria, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1989); El Bello Habano.
Biografía íntima del tabaco (ensayo histórico, prólogo de Manuel Vázquez Montalbán, Ed. Ikusager, Vitoria, España, 1998;
en proceso su primera edición cubana); La ventana discreta (ensayos, Ed. Ávila, Ciego de Ávila, 1998); Al cielo sometidos (novela, Premio Italo Calvino 2000, y Premio Nacional de la Crítica
Literaria 2001, Ed. Tropea, Milán, y Unión, La Habana, y Alianza Editorial, Madrid, 2001); Cine cubano, ese ojo que nos ve (ensayos, Ed. Plaza Mayor, San Juan, Puerto Rico, 2002); Espiral
de interrogantes (ensayos, artículos, conferencias, Ed. Boloña y
portal web Cubaliteraria, La Habana, 2004).
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