EDUCACIÓN MEDIÁTICA… ¿SOBRE LA BASE DE QUÉ ÉTICA? Sonia Ester Rodríguez García Becaria FPI de la UNED soniaerodriguez@fsof.uned.es RESUMEN: Preocupado por los nuevos avances tecnológicos y su incorporación en los procesos de enseñanza-aprendizaje, el sistema educativo a menudo olvida el verdadero sentido de la educación. Por ello con este artículo queremos recuperar su valía original, realizando una apuesta por una educación mediática comprometida con una ética sustantiva, que preste atención tanto a la formación del individuo como a la construcción de un sólido lazo social. 1. Introducción: ¿Hablamos de ética? ¡Maravillémonos compañeros! En pleno siglo XXI el Diccionario de la Lengua Española de la RAE define la “Educación” como la «Crianza, enseñanza y doctrina que se da a los niños y a los jóvenes»1. ¡Y aquí estamos nosotros! ¡Preocupados por la educación mediática! Justificar nuestro interés por ella ya no es preciso pues, a estas alturas, para todos resulta obvio que la revolución digital de las últimas décadas exige que prestemos atención a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. De igual modo, su progresiva incorporación en el aula y en los procesos de enseñanza-aprendizaje se nos antoja un paso lógico dentro del natural esquema evolutivo impuesto por nuestra “Sociedad del Conocimiento”. Afortunadamente, entre nosotros, abundan las perspectivas críticas que nos recuerdan que, lejos de querer adoctrinar, la educación se dirige a otros fines y objetivos más excelsos, ligados a la construcción de nuevos conocimientos y a su potencial como fuente de crecimiento, autosuperación y transformación (Gutiérrez, 2003). Por ello, desde esta perspectiva, nuestro interés por la educación mediática adquiere una nueva dimensión; pues, lejos de centrarnos en una alfabetización tecnológica que ayude a la adquisición de una serie de destrezas instrumentales – competencias digitales, si se prefiere – que garanticen la inserción de los individuos en nuestra más que mediática sociedad, aquí preferimos hablar de alfabetización digital, múltiple, total, informacional; de educación audiovisual, multimedia, hipertextual, tecnológica; y, por supuesto, de educación para los medios, educación en materia de comunicación, comunicación educativa y educomunicación. Y lo hacemos porque nos sentimos plenamente legitimados para decir que nuestro deseo es la formación integral de individuos reflexivos, capaces de enfrentarse críticamente a los textos en sus diferentes formatos, hábiles con el uso de las nuevas tecnologías, concienciados con el consumo responsable de los medios, emisores activos dentro de una cultura de la participación y… ¡todos ellos abogando por la democratización de la Red! 1 Educación. (Del lat. educatĭo, -ōnis). 1. f. Acción y efecto de educar. 2. f. Crianza, enseñanza y doctrina que se da a los niños y a los jóvenes. 3. f. Instrucción por medio de la acción docente. 4. f. Cortesía, urbanidad. Fuente: Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española. Pero, si hemos llegado hasta aquí, ¿por qué no dar un paso más? Si reconocemos la vital importancia de las nuevas tecnologías, las posibilidades ofrecidas por las herramientas de comunicación e interacción de la Web 2.0, la sugerente dimensión que adquieren los medios de información tradicionales al insertarse en redes sociales, la virtualidad de estas últimas para la motivación, transformación y génesis de formas de organización alternativas, y, por supuesto, la necesidad y el beneficio de incorporar todos estos avances a los procesos de enseñanza-aprendizaje y de construcción de nuevos conocimientos, ¿por qué no explicitar la ética que en todo caso debería subyacer a esta educación mediática y por ende a nuestra “Sociedad del Conocimiento”? 2. Conocimiento, ética y educación. Históricamente, el conocimiento surge con la capacidad de asombro del ser humano: aparece en los ojos deslumbrados por una realidad circundante que se escapa a nuestra comprensión, en los labios que formulan el eterno y siempre insatisfecho interrogante. Desde el paradigmático paso del mito al logos, muestra emblemática de la dimensión racional del ser humano, nuestra especie se ha caracterizado por una constante búsqueda de conocimiento, fundamentalmente orientado a la investigación y comprensión de dos realidades – realidades que pueden ser estudiadas de un modo más o menos independiente, pero que ontológicamente son inseparables – muy cercanas: el mundo que nos rodea, en el que vivimos, y nosotros mismos. Y esto, porque la búsqueda y construcción de conocimiento persigue desde sus inicios el mismo fin: la excelencia, el autoperfeccionamiento, la areté2. En el siglo V a.C., Sócrates y Platón elaboran una teoría ético-epistemológica que ha pasado a la historia bajo el nombre de “Intelectualismo moral socrático”. Esta teoría postula la triple fórmula según la cual se identifican Verdad, Bien y Virtud. Sólo el hombre sabio, el que conoce la Verdad, puede acceder a la idea del Bien y obrar, en consecuencia, conforme a la Virtud. El conocimiento como búsqueda de la verdad sería, por lo tanto, un proceso de desarrollo personal y de formación integral del ser humano. Esta teoría ha sido criticada en numerosas ocasiones, en parte por la concepción antropológica optimista – y también bastante ingenua – que le subyace: “Sólo el ignorante puede querer el mal”, afirma Sócrates en el Menón de Platón. Asimismo, la evolución posterior del pensamiento filosófico y científico – el problema de los universales en la Edad Media, el nacimiento del método científico en la Edad Moderna y el giro copernicano en filosofía operado por Kant – han contribuido notablemente a la desaparición de los idealismos de corte ontológico, según los cuales las Ideas serían realidades independientes de nuestro conocimiento – tesis esta que apoyaría la existencia de una Verdad inmutable y, por lo tanto, de un conocimiento absoluto y definitivo; tesis que, una vez convertida a hipótesis sujeta a revisión, la historia se ha encargado de refutar –. Pero, lo cierto es que, pese a todas las críticas, nunca ha llegado a desaparecer la vinculación entre el conocimiento y el desarrollo moral del hombre. 2 Areté: término griego que procede del superlativo del adjetivo agathós (“bueno”). El significado literal sería “lo mejor”, pero estamos ante un concepto de muy difícil traducción. Siguiendo el significado otorgado por Platón y Aristóteles, podría ser traducido como “excelencia” e implicaría la idea de una “habilidad” o “virtud” propia, que el ser humano debería buscar y desarrollar constantemente. De ahí que, a menudo, se identifique areté con perfección y/o autoperfección. Podría resultar más que interesante comprobar cómo, a lo largo de la historia del pensamiento, la sucesión de diferentes teorías epistemológicas ha incentivado la aparición de diversos modelos educativos, y cómo aquellos y estos responden a distintas concepciones y principios ontológicos, antropológicos y éticos. Por supuesto, este es un objetivo del que aquí no nos podemos ocupar, aunque esperamos que esta breve reflexión revele, al menos parcialmente, la vinculación entre el conocimiento, la ética y la educación. Mientras que el conocimiento tiene como fin último la areté, la educación debe centrarse en favorecer e incentivar la capacidad de discernimiento del ser humano a partir de la cual se construyen nuevos conocimientos. Conocimientos que seguirán estando encaminados a la autorrealización, superación y excelencia personal. Ahora bien, somos conscientes de que la construcción de nuevos conocimientos no es un proceso llevado a cabo de modo individual por personas aisladas, sino que se trata de un proceso social en el cual intervienen múltiples factores y dimensiones – «los hombres se educan entre sí mediatizados por el mundo» (Freire, 2005: 90) –. En este sentido, el conocimiento y la educación persiguen igualmente la mejora, perfeccionamiento y excelencia social. Y… ¡con la ética hemos topado! He aquí la doble dimensión y preocupación de una reflexión ética profunda. 3. ¿Qué ética? El término “ética” proviene del vocablo griego êthos que originalmente significaba “morada”, “lugar donde se habita”, y que evolucionó metafóricamente hacia “lugar interior desde el que se vive”, es decir, la disposición del hombre en la vida, su modo de enfrentarse y afrontar las circunstancias, su carácter. La palabra griega fue traducida al latín por mos (costumbre, hábito), hecho que produjo que la reflexión ética se deslizase paulatinamente del carácter moral a la norma que rige nuestros actos (Gómez, en Gómez y Muguerza, 2007: 19-23). De este modo, ética y moral se han con-fundido llegando a presentarse y utilizarse como sinónimos. Esta – en apariencia inofensiva – dualidad de términos y significados, resultado de la inexactitud de la traducción, prepara el terreno para lo que muchos pensadores consideran uno de los mayores problemas de la filosofía moral contemporánea, a la que acusan de centrarse en lo que es correcto hacer (éticas deontológicas) en vez de en lo que es bueno ser (éticas sustantivas). Este cambio en el foco de atención restringe y limita muchas cuestiones morales. La ética no debe preocuparse única y exclusivamente de las obligaciones hacia los demás, sino que debe atender en primer lugar a las exigencias y obligaciones para con uno mismo: la realización plena del individuo, la configuración de su carácter. Es la misma naturaleza moral del ser humano la que impone al hombre una doble exigencia a la que no debe – ni tan siquiera puede – escapar: primero, con uno mismo; después, con los demás. Esta doble exigencia ética puede ilustrarse con las diferentes dimensiones de la moral expuestas por el profesor José Luís L. Aranguren (1958). Si la moral como estructura nos muestra la naturaleza constitutivamente moral del ser humano3, la moral como contenido y la moral como 3 Mientras en el animal se produce un ajustamiento natural al medio (determinado por el rígido esquema estímulo-respuesta), el ser humano carece de dicha condición. El hombre es un ser deficitario por naturaleza, en el sentido de que no se haya ajustado al – ni determinado por el – medio. Ningún aspecto de la realidad le viene dada unívocamente, sino que siempre debe interpretar la naturaleza, el medio en el que se inscribe, su realidad circundante. Así, el hombre se halla suspenso ante los estímulos pudiendo elegir entre una multitud de actitud – que se levantan sobre aquella primera – nos remiten tanto a la importancia de la norma ética como a la necesidad de mantener un cierto temple de ánimo que nos haga a lo largo de la vida. La moral como contenido hace referencia a lo que tradicionalmente se ha entendido como los contenidos de la moralidad: las normas morales que deben orientar nuestro modo de actuar e interactuar con los demás. Estas normas vienen configuradas por la sociedad a la que pertenecen los sujetos, los diferentes códigos culturales, las creencias, la religión, etc., y juegan un importante papel dentro de la educación y socialización del hombre. Pero, consecuencia de la naturaleza deficitaria, abierta y siempre inconclusa del ser humano (ver nota 3), en cada decisión, en cada acto, el ser humano se hace a sí mismo, configura su identidad, forja su carácter moral. El carácter se nos presenta como una segunda naturaleza que envuelve al temperamento natural; pero, la apropiación de esta segunda naturaleza es una tarea lenta y laboriosa que ocupa toda la vida. La vida moral no hace referencia sólo al obrar bien de acuerdo a lo que determinados códigos culturales y/o sociales establecen como correcto, sino a mantener un cierto temple de ánimo, una fuerza para vivir y encarar las dificultades de la vida en medio de las que el hombre resiste y se hace. El carácter moral es, en realidad, la instancia irrebasable de la ética; configura la personalidad, la identidad, y determina al individuo como sujeto capaz de actuar moralmente, pues «no hay otros sujetos morales que los individuos» (Muguerza, 2000: 18). Y, sin embargo, pese a estas últimas afirmaciones, no debemos olvidar que el individuo siempre es un individuo en comunidad. Como nos recuerda Taylor: «Uno es un yo sólo entre otros yos. El yo jamás se describe sin referencia a quienes le rodean» (Taylor, 1989: 62). Asimismo, y siguiendo las ideas expuestas por este autor, definimos nuestra vida, nuestra identidad, en relación a determinados bienes – fines valiosos en sí mismos que pueden corresponderse con objetos, valores, ideas, etc. – que deseamos y estos, a su vez, vienen dados por un marco referencial. El problema es que no vivimos en un único marco referencial, ni existe un único bien deseado por todos por igual. Además, a medida que se transforma la cultura y la sociedad, los marcos referenciales y sus bienes también sufren cambios. Bienes y marcos referenciales contribuyen a formar el imaginario social4 dentro del cual las personas determinan su identidad, eligen un modo de actuar y forjan su carácter moral. Planteada de este modo la cuestión, queda ya bastante claro en qué pensamos cuando aquí proponemos explicitar la ética que en todo caso debería subyacer a la educación mediática. No nos referimos a un determinado conjunto de reglas, normas, preceptos o principios éticos – todos ellos inquebrantables y propios de las éticas deontológicas – que debemos inculcar a nuestros educandos, so pena de malévolos castigos eternos o promesas de futuras recompensas; sino que nos referimos a una determinada concepción del mundo, de la sociedad, de nuestro modo de vida, de la posibilidades, lo que le obliga a “hacerse cargo” de la situación con las cosas y consigo mismo. Esta obligación – y no sólo la posibilidad – de elegir es lo que conocemos como moral como estructura, primera dimensión de la moral que nos determina estructuralmente como animales morales: el ser humano es por naturaleza moral. 4 No entendemos por imaginario social un conjunto de ideas, sino más bien lo que hace posible las prácticas de una sociedad. «Por imaginario social entiendo *…+ el modo en que *las personas+ imaginan su existencia social, el tipo de relaciones que mantienen unas con otras, el tipo de cosas que ocurren entre ellas, las expectativas que se cumplen habitualmente y las imágenes normativas más profundas que subyacen a estas expectativas». (Taylor, 2004: 37) autoconstrucción de nuestra identidad y de nuestra responsabilidad moral con los demás, que deberíamos construir dialógicamente en nuestra educación mediática. Y todo ello, por supuesto, sin perder de vista la realidad tecnológica, económica y cultural en la que vivimos; esa realidad que determina cuáles son nuestros marcos referenciales, nuestros bienes y nuestros imaginarios sociales. 4. La ética del mundo capitalista A comienzos del siglo XX, Max Weber escribe su más que emblemático libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo. En constante diálogo con Marx, Weber se propone realizar una investigación sociológica para mostrar como las relaciones entre la infraestructura económica y la superestructura ideológica no son unívocas ni unidireccionales y cómo el factor económico no es suficiente para explicar todos los hechos sociales. De este modo, Weber parte de la observación de un hecho concreto: el capitalismo del mundo actual se desarrolló en Occidente y de modo mucho más acusado en los países protestantes. A partir de ahí, analiza cómo ciertos rasgos propios y propicios para el florecimiento del capitalismo tienen su correlato en el espíritu protestante. El objetivo último es demostrar que el espíritu del ascetismo cristiano fue el que engendró gran parte de los elementos constitutivos del espíritu del capitalismo. Nosotros aquí no pretendemos discutir el acierto o no de la tesis weberiana, ni la importancia de las ideas y los valores dominantes en un determinado contexto cultural para la explicación sociológica, sino mostrar esos rasgos del capitalismo que son brillantemente analizados por él y que constituyen el êthos de nuestro presente5, para poder desentrañar nuestros imaginarios sociales y nuestros marcos referenciales con sus bienes e hiperbienes. La actuación racional y calculadora, el orden, la disciplina, la capacidad de trabajo y sacrificio, la primacía concedida a la cuantificación, la competitividad, la búsqueda de éxito, etc. son algunos de esos rasgos que Weber presenta en su ensayo y que a nosotros nos resultan de rabiosa actualidad. Pero si hay una verdadera noción central dentro del espíritu del capitalismo esta es la comprensión del trabajo como deber. El ejercicio constante de una actividad laboral es una manera tan privilegiada para conseguir dinero que al final el trabajador lo siente como un fin último, adquiriendo un sentimiento de obligación y compromiso hacia su profesión. La fuerza de este sentimiento es de tal calado que el trabajador tiende a optimizar y rentabilizar al máximo el tiempo, respondiendo a las cada mayores exigencias de flexibilidad. La optimización del tiempo es una versión actualizada del taylorismo: extiende sus redes desde la actitud laboral a las demás actividades hasta que desaparece el tiempo lúdico. El tiempo dedicado al ocio y a la vida personal queda reducido, en el mejor de los casos, a una mínima expresión como tiempo dedicado al consumo. La demanda de flexibilidad, lejos de suponer una mejora o una mayor compatibilización de la vida laboral con la personal y con el tiempo de ocio, se traduce en disponibilidad total. Pero, si el espíritu del capitalismo es el trabajo y la optimización del tiempo y la flexibilidad su esqueleto, el corazón que mueve todo es el capital. El dinero adquiere una nueva valía de la que históricamente nunca había gozado: pierde su utilidad inicial como medio que facilita el intercambio 5 Para todo aquel lector que desee aproximarse a la obra de Weber recomendamos encarecidamente la edición española de Jorge Navarro Pérez, que contiene un maravilloso prólogo realizado por José Luis Villacañas y titulado «Weber y el êthos del presente». para convertirse en un fin en sí mismo. De igual manera, la posesión de determinados bienes (la tierra, la vivienda, los medios de producción, etc.) deja de responder a necesidades reales, para adquirir una nueva importancia al convertirse en propiedades privadas de gran valor económico. Trabajo, dinero y propiedad privada son los bienes determinados y determinantes de nuestro imaginario social y en base a los cuales, ahora, el ser humano debe construir su identidad y forjar su carácter moral. Las nefastas consecuencias personales y sociales de esta estructuración socioeconómica han sido analizadas por numerosos autores6 y por todos nosotros son bien conocidas: primacía de la razón instrumental, pérdida del sentido profundo de la vida, crisis y angustia existencial, individualismo, falta de fundamento y valores sociales, disolución del lazo social y un largo etcétera. El problema se intensifica en la medida en que este esquema se reproduce en nuestra sociedad actual. Hacia 1970 con la aparición y creciente difusión de las tecnologías de la información, surge la conciencia de un cambio y se produce un desplazamiento de la mano de obra desde las industrias al sector de servicios. La información se convierte en el eje estructurador de la sociedad, una sociedad que parece no tener límites y que se perfila como una nueva Ilustración para toda la humanidad. Aunque pronto comienzan a surgir voces críticas que avisan que más información no significa más conocimiento (Correa, 2002), voces que ponen de manifiesto los problemas que puede ocasionar la sobreabundancia y el culto a la información (Roszak, 2005). Sin embargo, en el pretendido paso de la Sociedad de la Información a la Sociedad del Conocimiento, se produce toda una serie de cambios y exigencias que terminan instaurando el capitalismo del conocimiento7, en donde el conocimiento se transforma en una nueva forma de capital inmaterial. A las consecuencias personales y sociales antes citadas, hay que añadir ahora la instauración de una “cultura comercial”, «que se produce y se vende, o que se produce para ser vendida» (Lessig, 2004: 20), amparada bajo las leyes de la falsa propiedad intelectual8. 5. La ética de la Sociedad del Conocimiento Desde luego, este êthos dista mucho del que intuitivamente nosotros consideramos debería ser sentido en nuestra “Sociedad del Conocimiento” – motivo por el cual la verdadera “Sociedad del 6 Una pequeña selección: La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones (2001), Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias (2004) y Mundo consumo. Ética del individuo en la aldea global de Zygmunt Bauman; Metamorfosis de la cultura liberal. Ética, medios de comunicación, empresa (2002) y La sociedad de la decepción. Entrevista con Bertrand Richard (2006) de Gilles Lipovetsky. Y muy especialmente: La ética de la autenticidad (1991) de Charles Taylor; y La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo (1998) y La cultura del nuevo capitalismo (2006) de Richard Sennett. 7 Un análisis detallado de esta situación fue realizado en un trabajo anterior: «Petitio Principii en la Sociedad del Conocimiento», en Gazeta de Antropología, nº 25/1 (2009). [Documento en línea] Disponible en: http://www.ugr.es/~pwlac/G25_26SoniaEster_Rodriguez_Garcia.html 8 Una de las mayores expresiones de la globalización económica es la aceptación de las reglas de comercio referidas a la protección de los derechos de propiedad intelectual sobre todo tipo de expresiones de creatividad e innovación. Dado que la información y el conocimiento se convierten en un valioso producto en el comercio – valores económicos de primera magnitud – las empresas demandan su protección mediante sistemas formales para asegurar el beneficio de los negocios asociados a ellas, incentivando de este modo la génesis de una cultura hermética y cerrada, en la que las oportunidades de creación y transformación quedan fuertemente mermadas. Conocimiento” se presenta ante nuestros ojos como una utopía en su significación más positiva: nos muestra lo que debería ser, el ideal hacia el que orientar nuestros pasos y dirigirnos –. Tampoco nos parece este sentir el más favorable ni esperanzador para la promoción de individuos comprometidos con la formación de su carácter moral y la construcción de un sólido lazo social. Es preciso, pues, cambiar este sentir y transformar nuestra sociedad en un lugar en el que realmente deseemos formarnos, vivir y convivir. Lo bueno es que no tenemos por qué partir de cero pues ya existe una bienintencionada alternativa que, curiosamente, nace muy unida al mundo de la informática y la Red. Casi un siglo después del ensayo de Weber, Pekka Himanen escribe La ética del hacker y el espíritu de la era de la información, con el fin de «abordar un reto social de índole general que pone en tela de juicio la ética protestante del trabajo que desde hace tanto tiempo viene rigiendo nuestras vidas y que aún ejerce una notable influencia sobre todos nosotros» (Himanen, 2001: 16). Aunque el término “hacker” está asociado a la programación y al mundo de la informática, esta propuesta es extensiva a toda la sociedad. Pero quizá antes de adentrarnos en la ética hacker sea necesario precisar brevemente quiénes son los hackers y qué hacen. En la década de los años 60, los programadores del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT) – entre los que se encontraba el fundador del software libre, Richard Stallman – se llamaron a sí mismos hackers por hacer hacks – pequeñas modificaciones en el código con fines constructivos – a programas informáticos y máquinas con el objetivo de que realizasen funciones para las que originalmente no estaban programados9. Los hackers programan porque encuentran la actividad de programar intrínsecamente interesante y valiosa. Están motivados por el deseo de seguir aprendiendo y se enfrentan a los problemas como retos, como nuevas posibilidades de superación. Su recompensa es directa, en tanto satisfacción personal, e indirecta, en cuanto al reconocimiento que adquieren ante sus semejantes. A partir de esta actitud ante el trabajo, Himanen sistematiza la “ética hacker” como alternativa a la “ética protestante”: la concepción del trabajo como deber es ahora destronada y cede su puesto a la noción de “la vida apasionada”. La ética hacker y la vida apasionada muestran otro modo de comprender el trabajo, el tiempo y la flexibilidad. El trabajo ya no es un fin en sí mismo, tampoco una obligación ni un deber, sino más bien una pasión, una forma de entretenimiento, autosuperación y crecimiento personal. Las connotaciones tan negativas que acarrea la misma palabra – ¡qué trabajo! – desaparecen. El trabajo es tal porque existe una remuneración económica y porque en él – por mucho que nos guste y apasione – siempre encontramos ciertas tareas más tediosas o aburridas hacia las que no sentimos una especial predisposición pero que no tenemos más remedio que hacer. Pero, por lo demás, el trabajo debería ser nuestra pasión10, o al menos una de ellas. 9 Erróneamente se suele identificar a los hackers con los crackers, los que realizan cracks – código malicioso que tiene como objetivo eliminar candados y restricciones impuestos por el código de programación original – hecho al que han contribuido notablemente los medios de des-información. Los crackers también son expertos en programación, pero a diferencia de los hackers su “diversión” radica en alterar y/o robar información y realizar ataques a otros sistemas con finalidades únicamente destructivas. 10 Puede resultar un tanto inapropiado, pero quizás deberíamos recordar que nosotros – hablamos por supuesto de los que vivimos en el denominado Primer Mundo y tenemos la educación como un derecho de facto – somos los afortunados que desde muy jóvenes elegimos una determinada formación académica y especialización con vistas a un futuro laboral que deseamos y proyectamos en nuestra mente. En este sentido, En la visión hacker del tiempo flexible, los diferentes ámbitos de la vida se combinan con menor rigidez. Si nos dedicamos apasionadamente a nuestro trabajo, tenderemos a rentabilizar al máximo el tiempo dedicado al mismo. Pero en este caso, la optimización del tiempo de trabajo no debe implicar su infinita extensión, ni que este se convierta en el eje vertebrador de nuestras vidas, sino que el objetivo será que exista más tiempo para dedicarnos a otras pasiones y a nuestra vida personal y familiar. Además, el dinero y la propiedad privada recuperan su valor original, pues ahora el fin último es nuestra propia creatividad, la cual enriquece a las personas de un modo mucho más excelso que el vil capital. Es nuestra creatividad la que se convierte en fuente de satisfacción personal, con el añadido de que gracias a ella podremos conseguir un reconocimiento social y un bienestar mucho más sólidos que el alcanzado a través del estatus económico. La ética hacker es, en definitiva, una apuesta por una vida digna. Respeta al individuopersona por encima de todo. Nos recuerda que somos nosotros los que vivimos nuestra vida, los que debemos comprometernos y apostar por nosotros mismos, y que debemos hacerlo aquí y ahora. Se trata, en definitiva, «de vivir nuestra vida de forma plena y no como una depauperada visión de segunda categoría» (Himanen, 2001: 38). Ni qué decir tiene que esta ética es también afín a los principios de la filosofía del software libre, la socialización del conocimiento y la liberación de la cultura; y que todas ellas constituyen elementos fundamentales para el advenimiento de la verdadera “Sociedad del Conocimiento”. Esa sociedad que nosotros entendemos como Sociedad de Aprendizaje, en la que a través de prácticas de educomunicación dialógica (Barbas, 2011)11 los seres humanos construyan nuevos conocimientos y flujos de significados que ayuden a su propia construcción y a la génesis de mejores y más fructíferas formas de organización social. 6. El compromiso ético de la educación mediática. Llegados a este punto es obvio cuál es la ética que aquí nosotros consideramos que debería subyacer a la educación mediática. Nuestra apuesta es arriesgada y probablemente políticamente incorrecta, pero también responsable y comprometida. y sin olvidar que no son pocas las ocasiones ni las circunstancias que nos llevan a trabajar en ámbitos bien distintos a nuestros estudios y formación previa – ¡cómo olvidarlo con la terrible situación económica y laboral que estamos viviendo! –, podemos decir que, en gran parte, nosotros somos los responsables de tener una u otra ocupación profesional. 11 No sería difícil vincular nuestra propuesta ética a los principios propios de la Educomunicación. Sin embargo, tal como manifiesta A. Barbas existen diferentes enfoques dentro de este campo de estudio que lleva a prácticas bien diferenciadas. En este sentido, el êthos de la verdadera Sociedad del conocimiento traería consigo la primacía de prácticas de educomunicación dialógica en detrimento de una educomunicación puramente instrumental. Para comprender el auténtico significado de la Educomunicación y la noción educomunicación dialógica vs. educomunicación instrumental, ver Barbas (2011): «La educomunicación, por tanto, es proceso, movimiento, flujo de significados, acción creativa y re-creativa, construcción-deconstrucciónreconstrucción permanente de la realidad. Es, en suma, una forma de pedagogía crítica que concibe los procesos educativos, la comunicación, los medios y las tecnologías como herramientas de análisis y de acción para la comprensión y la transformación del mundo». Muy a nuestro pesar, por falta de espacio y por exceder el objetivo de este trabajo, debemos dejar estas disquisiciones para una futura investigación. La educación mediática debe adquirir un fuerte compromiso ético que vaya más allá de la formación de individuos críticos y reflexivos ante las nuevas tecnologías, las nuevas herramientas de comunicación, los nuevos formatos de los medios de información, las nuevas competencias digitales, etc.; porque, en medio de tanta novedad, persiste un fin último tan antiguo como la misma humanidad. La educación está dirigida por y para individuos en constante formación y construcción personal. Individuos a los que se les ha dado una existencia que no han pedido, pero con la que deben comprometerse. Individuos que son arrojados con otros individuos a un mundo que no comprenden, pero en el que deben convivir. La educación mediática debe mostrarse constructivamente crítica con el imaginario social en el que se inserta y con los actuales marcos referenciales que establecen bienes sobre los que construir nuestra identidad. Ahora más que nunca la educación, nuestra educación mediática sobre la que tanto teorizamos y con la que tanto experimentamos, debe ayudar a la formación plena del individuo y a la transformación de la sociedad a través de una educomunicación digital empancipadora (Aparici, en Aparici, 2010b: 21), pero comprometiéndose con un êthos ajustado y apropiado a, lo que con palabras de Ortega y Gasset podríamos denominar, la altura de nuestro tiempo. Pero tampoco podemos olvidar por más tiempo el profundo malestar de nuestra sociedad ni las graves consecuencias que el ser humano sufre desde que ha pasado a ser, paradójicamente, un individuo cada vez más aislado, al mismo tiempo que interconectado. La educación mediática debe defender y promover una vida individual plena y digna, pero acompañada de fuertes valores sociales y de una profunda significación, y, aún así, sostenible dentro del acelerado y efímero mundo que nos ha tocado en suerte vivir. Fin último al servicio del cual la educación mediática debería poner todas las nuevas potencialidades de las tecnologías de la información y la comunicación. Volvamos la vista a estas, a su uso responsable y crítico, a su comprensión como medios para la emancipación, a sus beneficios en el ámbito académico… Pero luchemos por el verdadero significado de la educación, dejando atrás los obsoletos enfoques pedagógicos que todavía hoy recoge la RAE en su diccionario. De una vez por todas: ¡recuperemos el verdadero sentido de la educación! «Sólo por la educación el hombre llega a ser hombre», decía Kant en sus tratados de pedagogía, « el hombre es lo que la educación le hace ser», pero a continuación añadía que el problema siempre será decidir si conviene educar para el presente o para un futuro mejor. ¡Favorezcamos la formación de seres apasionados! ¡Capaces de enfrentarse a los problemas de la vida actual como retos y nuevas posibilidades de superación! ¡Comprometidos consigo mismos y con los demás! ¡Preocupados por la creatividad más que por la competitividad! ¡Por el conocimiento más que por el capital! Si conseguimos esto, todo lo demás – el uso responsable y crítico de los medios de comunicación, la socialización del conocimiento, la liberación de la cultura, la democracia real (¡YA!) y la cultura de la participación – vendrá por sí mismo. BIBLIOGRAFÍA APARICI, R. (coord.) (2003): Comunicación educativa en la Sociedad de la Información, Madrid, UNED. APARICI, R. (coord.) (2010a): Conectados en el ciberespacio, Madrid, UNED. APARICI, R. (coord.) (2010b): Educomunicación: más allá del 2.0, Barcelona, Gedisa. ARANGUREN, J.L.L. (1958): Ética en Obras Completas, ed. de F. Blázquez, Madrid, Trotta, 6 vols., 1994-1996, vol. II, pp. 159-502. BARBAS, A. (2011): «Educomunicación: desarrollo, enfoques y desafíos en un mundo interconectado», en Foro de Educación. Pensamiento, cultura y sociedad, nº 13 (2011). CORREA, R. (2002): El hilo de Ariadna. Revisión crítica de los contextos educativos de la sociedad neoliberal, Huelva, Grupo Ágora. FREIRE, P. (2005): Pedagogía del oprimido, México, Siglo XXI. GÓMEZ, G. y MUGUERZA, j. (eds.) (2007): La aventura de la moralidad (paradigmas, fronteras y problemas de la ética), Madrid, Alianza Editorial. GUTIERREZ, A. (2003): Alfabetización Digital. Algo más que ratones y teclas, Barcelona, Gedisa. GRADIN, C. (comp) (2004): Internet, hackers y software libre, Argentina, Editora Fantasma. HIMANEN, P. (2001): La ética hacker y el espíritu de la era de la información, Prólogo de Linus Torvalds, Epílogo de Manuel Castells. [Documento en línea] Disponible en: http://www.educacionenvalores.org/IMG/pdf/pekka.pdf, fecha último acceso: 25/06/2011. KANT, I. (1983): Pedagogía, Madrid, Akal. LESSIG, L. (2004): Cultura Libre. Cómo los grandes medios están usando la tecnología y las leyes para encerrar la cultura y controlar la creatividad. [Documento en línea] Disponible en: http://cyber.law.harvard.edu/blogs/gems/ion/Culturalibre.pdf, fecha último acceso: 25/06/2011. MUGUERZA, J. (2000): «Ciudadanía: Individuo y Comunidad (Una aproximación desde la ética pública)», en Revista Contrastes, Suplemento 5 (2000), pp. 17-26. ROMEO, A. y GARCÍA, J. (2003): La pastilla roja. Software Libre hacia la Revolución Digital. [Documento en línea] Disponible en: http://lapastillaroja.net, fecha último acceso: 25/06/2011. ROSZAK, T. (2005): El culto a la información. Un tratado sobre alta tecnología, inteligencia artificial y el verdadero arte de pensar, Barcelona, Gedisa. TAYLOR, CH. (1989): Sources of the Self. The making of modern identity, Harvard, University Press. Trad. esp. de Ana Lizón, Barcelona, Paidós, 2006. — (1991): The Malaise of Modernity, Toronto, Anansi. Reeditado como The Ethics of Authenticity, Cambridge, Harvard University Press. Trad. esp. de Pablo Carbajosa, La ética de la autenticidad, Introducción de Carlos Thiebaut, Barcelona, Paidós, 1994. — (2004): Modern Social Imaginaries, Durham y Londres, Duke University Press. Trad. esp. de Ramón Vilá, Imaginarios sociales modernos, Barcelona, Paidós, 2006. WEBER, M. (1905): «Die protestantische Ethik und der “Geist” des Kapitalismus», en Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, XX-XXI (1904-1905). Ed. en esp. de Jorge Navarro, Prólogo de José Luis Villacañas, Madrid, Itsmo, 1998.