ELENA ALTUNA. El discurso colonialista de los caminantes (siglos

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Revista Iberoamericana, Vol. LXXI, Núm. 210, Enero-Marzo 2005, 311-331
ELENA ALTUNA. El discurso colonialista de los caminantes (siglos XVII–XVIII). Ann
Arbor, MI: Centro de Estudios Literarios “Antonio Cornejo Polar” y Latinoamericana
Editores, 2002.
El libro va trazando un itinerario que recorre el diseño textual propuesto en las
Ordenanzas, Memorias, Relaciones y Cuestionarios formulados desde el centro imperialista
español, para sumergirse en los relatos de los caminantes y viajeros que transitaron el
espacio peruano y rioplatense de los siglos XVII y XVIII. Conforma, de esta manera, su propio
recorrido: un arduo itinerario de lectura que va cercando la mirada imperial trazada sobre
el continente americano del período estudiado y que da acabada cuenta de las instituciones
y prácticas políticas y discursivas que la sostienen a través de una lectura eficaz y rigurosa
de la razón de ser que guiaba estas textualidades.
En la primera parte, nominada “La voluntad imperial de representación”, la autora
releva el proceso de consolidación de un “modelo descriptivo” que se constituye en un
principio estructurador de los relatos de viaje y del rol del caminante. Es a través de las
Relaciones Geográficas como se sientan las bases para la conformación de este modelo
de “escritura por mandato” que, más allá de las diferentes prácticas escriturarias coloniales,
inaugura una “retórica descriptiva” surgida “como consecuencia de una política estatal en
el ámbito de una situación colonial” (34). Altuna cita dos tipos textuales que lo reflejan:
el caso de la carta auna del misionero Alonso de Barzana [1594] (donde se entrecruzan
la Relación con la epístola) y la carta del Licenciado Matienzo [1562] (donde la confección
de los itinerarios sigue el modelo de las Relaciones). Este capítulo presenta una reflexión
reiterada a lo largo del trabajo: las Relaciones instituyen formas de la construcción
territorial que expresan el espesor ideológico de la mirada imperial, la que pasará a
constituir una característica específica de los relatos de viaje (47).
La autora confirma la eficacia del modelo mediante un análisis contrastivo de
semejanzas y divergencias entre las Relaciones y el relato de viaje. Para tal fin, lleva a cabo
una lectura exhaustiva de una serie de Relaciones, entre las que se encuentran las de
Salazar de Villasante, pasando por la de Reginaldo de Lizárraga, que refieren al territorio
del Perú; para concentrarse en el diseño territorial de la región del Tucumán a través de
las Relaciones de Diego Pacheco, Gerónimo Luis de Cabrera, Pedro Sotelo Narváez y
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RESEÑAS
Diego Rodríguez Docampo. Este análisis le permitirá rastrear las estrategias de nominación
seguida en las descripciones y señalar el rol social del enunciador y sus destinatarios,
demostrando los mecanismos de control de la información en el marco de la situación
colonial.
Si “la voluntad imperial de representación” acude a un modelo descriptivo que señala
esa voluntad de domino de las cosas de Indias, la autora completa esta primera parte con
la institucionalización de un saber que se proyecta en la preparación del Libro Descriptivo:
suma de las informaciones provenientes de América a ser recopiladas en un libro general
que elaboraría el Consejo de Indias a través de la figura del Cosmógrafo Cronista. Se
instala, a partir de aquí, una dimensión diferente a las Relaciones, otorgada a través de la
introducción de una serie de cronistas de oficio y de la función del compilador. La
Geografía y Descripción Universal de las Indias [1574], de Juan de López Velasco, se
erige como ejemplo prototípico de este saber general capaz de compendiar la multiplicidad
de la información y que la autora precisa con la noción de archivo foucaultiana (52).
Altuna señala que el conjunto de textos examinados en la primera parte del libro
prefiguran el relato de viaje –aunque en rigor no lo sean– a través de un dispositivo que
los organiza y les confiere coherencia y progresión: el camino. La emergencia del relato
de viaje, entonces, viene a configurarse –a fines del siglo XVI y comienzos del XVII– a
partir de los escritos del dominico Lizárraga y de Diego de Ocaña, que se caracterizan por
ser el resultado de la obediencia a un mandato y por consolidar la figura del caminante que
seguirá vigente hasta el Lazarillo de ciegos caminantes.
En la segunda parte, “Miradas y representaciones”, el libro avanza en detenidos
análisis de los relatos del dominico fray Reginaldo de Lizárraga, el jerónimo fray Diego
de Ocaña, el franciscano Pedro José de Parras, culminado su recorrido en El Lazarillo de
ciegos caminantes de Carrió de la Vandera.
En el estudio dedicado a la Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán,
Río de la Plata y Chile [1591-1615] de fray Reginaldo de Lizárraga, se expone un
programa de escritura sujeto a la experiencia del caminante que permite acentuar el
carácter testimonial asumido por el dominico. La breve descripción se organiza a la
manera de un mapa de lectura que privilegia las particularidades del camino con un
propósito didáctico orientado hacia la figura de un lector-caminante. Este didactismo se
asienta en el “saber-decir” del descriptor que surge de un entrecruzamiento entre lo
personal y lo institucional, es decir, en el cruce entre la experiencia directa del tránsito y
el modelo descriptivo estereotipado en los cuestionarios del Consejo de Indias de los
siglos XVI y XVII.
A la constatación de una mirada construida en la experiencia directa del tránsito por
los caminos virreinales, la autora suma otro rasgo fundamental de este sujeto enunciador:
la emergencia de una “conciencia criolla” –hacia 1620– que entra en conflicto con su
posición de letrado colonial.
Tomando como eje de análisis a “la ciudad como suma y centro de las Indias” y, a la
luz de los estudios que José Luis Romero y Angel Rama dedicaron al proyecto urbano en
América, la autora nos alerta sobre la función ideológica que ésta desempeña en los
letrados indianos. La patria, como afirmación de la ciudad y reivindicación identitaria, irá
forjando un lugar de enunciación complejo desde el cual se proyectan imágenes cruzadas
del sujeto de la escritura frente a la alteridad del indio y el mestizo.
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Caminante, “hombre curioso”, letrado, religioso y “criollo”, Lizárraga va acentuando
en su escritura la relación texto–viaje desde diferentes posicionamientos de sujeto. Altuna
examina con rigor e inteligencia las prácticas discursivas de este sujeto colonial escindido,
frente a la búsqueda del reconocimiento metropolitano y su condición de ser de “los que
en estas regiones vivimos”.
Un viaje fascinante por la América Hispana del siglo XVII [1599-1605] de Diego de
Ocaña, se origina en el mandato de recoger las limosnas del santuario de la Virgen de
Guadalupe. Situado dentro de un circuito de delegaciones, la discursividad hegemónica
naturalizada por las Relaciones volverá a ser un eje de reflexión sobre el texto de Ocaña.
Un análisis centrado en los tópicos del “olvido” y el “mundo al revés”, y la
participación del jerónimo en las fiestas barrocas consagradas a la Virgen –con la
consiguiente aparición del rol de “autor”–, serán los que conduzcan a la autora a relevar
los rasgos distintivos de esta escritura.
A la actividad descriptiva –dependiente de su condición de procurador– suma la
emergencia en el texto de una mirada detenida en “lo notable”, la que supone un punto de
fuga respecto de la centralidad del binomio memoria/olvido que fundamenta este relato.
El recorrido del texto de Ocaña se enriquece, ya que permite la lectura del lugar de
emplazamiento del sujeto escriturario entre un “allá” y un “aquí” en constante relación de
discontinuidad. Estas localizaciones, producto de una construcción ideológica
“contaminada” por el orden de la memoria y el olvido, oponen: el mundo de la cultura, de
la diferenciación y el orden; a un mundo cambiante y sin permanencia que representa un
“mundo al revés” respecto del anterior, metropolitano (136). A raíz de esta conflictividad,
instaurada por la disociación del sujeto entre dos ámbitos socioculturales, Altuna advierte
un “posicionamiento múltiple” del sujeto colonial, que se muestra en la heterogeneidad
textual, y que atribuye a su condición de “sujeto migrante”.
El relato del itinerario de Diego de Ocaña demuestra el modo en que la travesía
impacta en el sujeto colonial, provocando la emergencia de la dimensión autobiográfica
y la apertura a la exploración de diferentes prácticas escriturarias, como el sermón o la
comedia, en ocasión de las fiestas barrocas.
El Viaje de un monje gerónimo al virreinato del Perú en el siglo XVII [1629], de fray
Pedro del Puerto, continua esta serie de “avatares de la memoria”. El interés en este texto
se deriva de su carácter testimonial respecto de los conflictos que se van evidenciando
entre la metrópolis y las colonias, a causa de la limosnas. El relato de viaje, en este caso,
es funcional a la necesidad argumentativa para la defensa ante una acusación de mala
administración de fondos. El itinerario no se ajusta a una descripción del camino, sino que
es utilizado con la intención de otorgar mayor claridad a la defensa. Escrito en el horizonte
de un memorial, este breve relato se distancia de la escritura de Diego de Ocaña y da paso
a un proceso de “absorción de los componentes de heterogeneidad que la situación
colonial expresa” (159).
Ya “en los límites del imperio”, la autora nos presenta el Diario que el Padre Pedro
José de Parras escribe en cumplimiento de sus funciones como visitador. En este caso, la
escritura se particulariza por no responder a un mandato, sino por viabilizar ciertos rasgos
de la mentalidad ilustrada. La inclusión del tipo textual del “diario” dentro de la
conformación del canon del relato de viaje, el interés que este tipo de relatos comienza a
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RESEÑAS
despertar en los lectores europeos cuando refieren a sitios remotos y el carácter didáctico
que asume el sujeto que lo produce, serán algunos de esos aspectos que el siglo XVIII
aporta a la literatura de viaje. El viajero asume el rol de agente intercultural con una
marcada actitud utilitaria y de distanciamiento respecto de los miembros de la sociedad
colonial. La perspectiva del visitador adquiere una centralidad que se confirma en los
prejuicios etnocéntricos y que coloca a los otros –indígenas, criollos– en el lugar de una
absoluta subalternidad, que reafirma el colonialismo.
El libro cierra este itinerario con El Lazarillo de Ciegos Caminantes [1776], de
Alonso Carrió de la Vandera, que Altuna presenta como “la expresión culminante del
discurso colonialista”. A la par de la ficcionalización del plano autoral –derivado de un
pacto de escritura entre Concolorcorvo y Carrió de la Vandera–, la autora destaca que
unos de los mayores logros del Lazarillo consiste en “la sustanciación de la imagen del
público” (189), con la apertura a una convocatoria múltiple de lectores que señala la
ampliación social de la práctica de lectura. Estos aspectos permiten superar los límites
estereotipados de la escritura por mandato –a la que adscribe este relato– e introducir la
función literaria.
El Lazarillo, “constituye un paso previo a la elaboración del discurso reformista”
(207), lo que le otorga un carácter diferenciado respecto del relato de viaje, evidenciado
en la tendencia homogeneizadora que expone en el planteo de la oposición entre la
civilización y la barbarie, articulado en la distribución ideológica de los espacios –ciudad/
campo– y la propuesta de una política lingüística de imposición de la lengua castellana.
La impronta de esta propuesta le otorgan una vigencia que excede el tiempo de su
producción y que se prolonga hasta las tesis de Sarmiento y Alberdi en sus proyectos para
la nación argentina.
El Discurso colonialista de los caminantes (siglos XVII-XVIII), de Elena Altuna, se
inscribe dentro del horizonte crítico contemporáneo y lleva a cabo una rigurosa indagación
por estas textualidades coloniales desde un ángulo de enfoque situado en un sistema de
imposición que regula los procedimientos y las prácticas discursivas del período. El
trabajo con una serie de categorías y oposiciones fundantes como: centro/periferia,
ciudad/ámbito rural, dinámicas de frontera, dimensión autobiográfica, enunciación letrada,
identidades y alteridades –raciales, sociales, culturales–, serán –entre otros– los dispositivos
teóricos que le permitan exhibir la complejidad del mundo colonial y su incidencia en las
condiciones de emergencia de los sujetos escriturarios. En el párrafo final, la autora
manifiesta que su indagación sobre las representaciónes propias del pasado colonial están
orientadas a contribuir a una reflexión que profundice el conocimiento de “los componenetes
reales de la heterogeneidad latinoamericana y (a) valorar positivamente las diferencias que
le son inherentes” (237). El estudio detallado y lúcido de Elena Altuna, constituye un
valioso aporte a los estudios de las discursividades coloniales.
Universidad Nacional de Rosario
ANALÍA COSTA
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LUCÍA MELGAR y GABRIELA MORA, eds. Elena Garro: lectura múltiple de una personalidad
compleja. México: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2002.
Esta edición, apropiadamente publicada en Puebla, lugar de origen de Elena Garro,
recopila una serie muy diversa de textos (cartas, entrevistas, memorias) es decir, un
conjunto de “semblanzas” múltiples y muy personales que reflexionan sobre la
complicadisima (y notoria) vida y obra de Garro. En las “Palabras preliminares” Melgar
y Mora toman por los cuernos la “leyenda negra” que rodea a Garro a partir de 1968,
destacando el hecho de que los rumores acerca de su vida personal han resultado en
valoracions extraliterarias de la obra de esta escritora afectando su recepción y valoración.
Tratan de reivindicar la obra de Garro al revisar la imagen que se ha formado de la escritora,
y de esta manera la rescatan del olvido inmerecido a que ha sido sometida y amplían su
influencia más allá del pequeño y devoto círculo de admiradores de su obra. Sin embargo,
el volumen no es una valoración de la producción literaria de Garro, sino más bien una
lectura de su vida y circunstancias desde múltiples ángulos que complica aún más la
imagen que tenemos al dejar no sólo que Garro hable a través de cartas publicadas por
primera vez en el volumen, sino también que otros hablen sobre ella (en la correspondencia
que tuvieron con la escritora; en entrevistas con las editoras del volumen, y en “semblanzas”
escritas a pedido de éstas). Poco a poco, a medida que una se va adentrando en el libro,
empiezan a emerger fundamentales divergencias y contradicciones no sólo en y entre las
“semblanzas” sobre Garro sino también en lo que ella misma afirmó sobre sí misma a
diferentes amigos a lo largo de los años. A pesar de esta Garro multifacética y
profundamente contradictoria, las editoras no sucumben a la tentación de un psicoanálisis
superficial. Como más señalan lo obvio cuando afirman que Garro era (como se espera
de muchos escritores) una mitómana. Más aún, la persistencia de la leyenda negra que
rodea a la escritora y que ha eclipsado su obra marginándola inmerecidamente del boom,
es implícitamente criticada por Mora en su defensa de la escritora como ataques, que en
el caso de un escritor, habrían sido olvidados prontamente pero que perviven hasta hoy no
sólo por ser Garro mujer sino porque ella misma, lamentablemente, contribuyó a su
persistencia (particularmente hacia el final de su vida cuando se hallaba en mal estado
emocional y psíquico). Así, el volumen “propone un prisma de lecturas de la figura de
Elena Garro como un acercamiento posible a una mejor comprensión de su personalidad,
de las circunstancias en que escribió y de las relaciones entre autobiografía y ficción que
subyacen a muchos de sus textos” (8). La intención entonces, es revisar la imagen que
muchos se han hecho de Garro y que se propagó sin cuestionar en 1998 con motivo de su
muerte, imagen que discrepa profundamente de la Garro que Mora conoció (y con quien
se carteó durante muchos años) y de la Garro que Melgar entrevistó en varias ocasiones.
A pesar de este afán de reivindicación, la figura escurridiza de la escritora triunfa por sobre
las intenciones de Mora y Melgar quienes deben empezar el volumen afirmando que como
“hablar de Garro es hablar de controversias, el lector encontrará aquí más fuego para
alimentarlas” (10). Si esto es cierto, más cierto aún es la inevitable sensación que el texto
deja en el lector de que el fracaso de Mora y de Melgar no se debe tanto a la figura compleja
de Garro sino mucho más aún al hecho de que la historia de lo que verdaderamente pasó
en los sesentas y setentas en México no se ha escrito aún y permanece un misterio
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tenebroso tanto o más que la vida de la escritora sobre cuyas circunstancias se quiere echar
luz.
A pesar de estos contratiempos, gracias a los esfuerzos de las editoras y de los que
escribieron las semblanzas, lado a lado con la Garro paranóica y problemática emerge una
Garro fascinante, intelectualmente brillante, seductora, políticamente comprometida con
el movimiento campesino en México, y una persona que nunca dejó de hechizar, ni aún
poco antes de morir, a todos los que la rodeaban con los cuentos que contaba y con la vida
que se inventaba sobre la marcha y según las circunstancias. Desde las semblanza de su
sobrina Gloria Prado (“Lazos de familia”) donde se narra la vida de la autora vista “desde
dentro” y donde la niñez de Garro no pudo haber sido tan paradisíaca como ella no se
cansaba de afirmar; hasta la memoria de la entrevista que le hizo a Garro la traductora al
alemán de algunas de sus obras (Verónica Beucker) poco antes de su muerte (con la casa
llena de gatos, una Garro conectada al tanque de oxígeno que sin embargo no deja de fumar
a pesar de arranques de tos) en la que Beucker cuenta que “se sabe” que Garro recibe ayuda
financiera del estado mexicano, del propio Octavio Paz y de varios amigos y sin embargo,
inexplicablemente, vive en la “desolación y …pobreza” (43) vemos a Garro desde la niñez
hasta la vejez. La entrevista radiofónica que le hicieron Emmanuel Carballo y Huberto
Batis a Garro en 1981 en el programa “Crítica de las artes, Sección Literatura” de Radio
Universidad que fue publicado en el artículo de Carballo sobre Garro incluido en
Protagonistas de la literatura mexicana es seguido por la generosa semblanza que escribe
Mora basándose en su amistad (entre 1974 y 1980) y correspondencia con Garro (50 cartas
inéditas). Este último texto conmueve por la fuerza del entendimiento solidario y
feminista que Mora le extiende a Garro quien no se afirmaba feminista, a pesar de criticar
la ciudad letrada en México en los años 60 como una “homocracia.” El terrible peso de las
circunstancias que la llevó a Garro a publicar textos escritos con demasiada rapidez para
ganar dinero en tiempos de vacas flacas, o a destruir valiosos textos al no saber valorarlos
debido a la falta de valoración pública de sus obras y a mil otros dramas, lleva a Mora a
concluir con verdadera tristeza que Garro no mereció “el destino que le tocó vivir desde
el 68”, pero aun cuando ésta “perdió mucho, sus lectores perdimos lo que su gran talento,
de haber sido mejor cuidado, pudo haber seguido produciendo” (91). A esta semblanza
le siguen los recuerdos de la periodista Patricia Vega (que narra el interesantísimo hecho
de que Garro conoció a Lee Harvey Oswald –el asesino de John F. Kennedy– en una fiesta
de su primo Rubén Durán en el DF) y que es la que más detalladamente describe las
circunstancias del 68 que llevaron a Garro a temer por su vida y la de su hija; además
menciona los homenajes que se le hicieron a Garro con motivo de su regreso a México (y
el premio Sor Juana Inés de la Cruz que se le otorgó en 1996 en la Feria Internacional del
Libro en Guadalajara). La semblanza de Melgar se basa en las cartas aún inéditas a Garro
de José Bianco, Octavio Paz (el “Bello Tenebroso”), y Ninfa Santos y que están ahora en
el archivo de la Universidad de Princeton. A través de ellas Melgar establece importantes
correspondencias entre las personas reales y los personajes que crearon. Por ejemplo, el
“Pepe” de Testimonios sobre Mariana ‘es” un José Bianco transformado y en La pérdida
del reino, Rufo, el “protagonista y alter ego de Bianco, queda cautivado ante Laura,
personaje inspirado en Elena Garro” (155). Así también, la Elena Garro de 1950, para
Melgar, nos recuerda a la Isabel de Los recuerdos del porvenir. Este mosaico es ampliado
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y matizado aún más por las entrevistas de Reynol Pérez Vásquez (1993 y 1996); Lady
Rojas-Trempe, los retratos de Garro de Vilma Fuentes y José Miguel Naveros, el recuerdo
de Electa Arenal, y el “retrato dialogado” de Guillermo Schmidbuber de la Mora; las
conversaciones de Melgar con la escritora entre 1993 y 1997 en Cuernavaca; y fragmentos
de algunas de las cartas que Garro le escribió a Mora. El volumen se cierra con una útil
cronología de la vida y obra de Garro seguida por una bibliografía selecta.
La Garro que emerge de entre las semblanzas es tan múltiple y compleja somo lo
anuncian Melgar y Mora en el título. El resultado es un texto interesantísimo de la historia
cultural de México que va más allá de Garro y sus circunstancias. Mientras que ésta
emerge de las semblanzas yuxtapuestas como un personaje absolutamente contradictorio
y por ende indescifrable, la época que le tocó vivir se vuelve, para nosotros, tanto o más
indescifrable que la misma Garro. Esta complejísima figura a su vez transforma forzosamente
a las editoras en rastreadoras de una historia laberíntica que se lee casi como una novela
detectivesca a lo Eco.
Darmouth College
SILVIA D. SPITTA
GEORGE YÚDICE. El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global. Barcelona:
Editorial Gedisa, 2002.
El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global es, según los editores
de la Serie Cultura de Editorial Gedisa dirigida por Néstor García Canclini, “el primer
libro publicado en español por George Yúdice en el campo de los estudios culturales”.
Estas palabras nos hacen reflexionar desde el principio, porque Yúdice ha escrito y
publicado una gran cantidad de artículos sobre el tema, pero era notorio que hasta el
momento no hubiera tenido o tomado el tiempo para juntar y editar sus textos en forma de
un libro en sí. Siempre estaban por salir este y otros libros y no salían porque Yúdice estaba
escribiendo otro ensayo, entrando en otro debate, corriendo a otra conferencia en otro
rincón de las Américas o Europa.
De hecho, a lo largo de muchos años Yúdice ha sido una de las estrellas que más brillo
ha tenido entre quienes habían elaborado los estudios culturales latinoamericanos tanto en
los Estados Unidos como en la misma América Latina. Es, tal vez, el mejor equipado de
su generación dentro de los latinoamericanistas en los Estados Unidos, sobre todo con
respecto a los temas de producción y política cultural en esta nueva era en que resaltan
cuestiones como la globalización y la teoría y práctica transnacionales. Sus primeros
trabajos fueron sobre poesía vanguardista y también se ocupó de los movimientos
revolucionarios latinoamericanos frente a la emergente democratización neoliberal.
Luego de una estadía en Brasil y el paso por Duke University, hace ya muchos años, lideró
las discusiones sobre la post-modernidad en América Latina. Renovó una vez más su
trabajo y fue capaz de tomar ventaja de su posicionamiento en New York (reflejado en su
mudanza del Hunting College a NYU): se juntó con otros dos prominentes estudiosos de
América Latina y los estudios culturales latinoamericanos, Jean Franco y Juan Flores, y
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RESEÑAS
editó On Edge (1992), una antología de textos sobre las nuevas tendencias en Latinoamérica,
la cultura popular latina y la política cultural emergente en la nueva era. Dicha antología
sólo fue el preludio del protagonismo que sobre los estudios culturales obtuvo. A
mediados de los noventa Yúdice, junto a Néstor García Canclini y otros muchos (Jesús
Martín-Barbero, Silvano Santiago, Beatríz Sarlo, Nelly Richard, etc.) consolidaron el
campo de los estudios culturales latinoamericanos. Trabajando con Tomás Ybarra Frausto
y García Canclini forjó una serie de iniciativas sobre los estudios culturales y la política
cultural a través de las Américas. Pronto Yúdice estuvo en constante movimiento,
presentando trabajos en importantes conferencias, en cada lugar importante e imaginable
en Latinoamérica. Escribió notables trabajos que aparecieron en muchas publicaciones
importantes: fue él uno de los padres de muchos de los proyectos desarrollados por la
fundación Rockefeller sobre los estudios culturales desde Canadá, California y Nueva
York hasta la Patagonia; inició un proyecto de tres años, patrocinado también por la
fundación Rockefeller, con cede en su institución (NYU); volvió a unirse con Franco y
Flores para coordinar una de las series de la Universidad de Minessota, hecho que le otorgó
gran notoriedad en este campo, entre otras razones por su traducción del libro de García
Canclini Consumidores y Ciudadanos (2000) en el que escribió una importante y polémica
introducción defendiendo básicamente los logros de García Canclini de los ataques de
John Beverley y otros trabajos de los estudios subalternos. Mientras tanto Yúdice se había
tomado el tiempo para consolidar su tan esperado libro sobre un campo que tanto le costó
elaborar.
Las alusiones a las conexiones entre los estudios culturales y la política cultural, que
Yúdice hace en este libro, marcan una brecha importante con respecto a la dirección de
los trabajos de los estudios culturales sobre América Latina en estos días: una dirección
que rechaza predominantemente el postcolonialismo, la subalternidad y en general la
“teorización” de tendencias, e insiste en preguntas concretas acerca de la política y la
práctica culturales. Mientras algunos se han conformado con producir más trabajos en el
ámbito teórico (e.g. Alberto Moreiras, Walter Mignolo) y otros han aplicado las teorías de
los estudios culturales a la realidad actual en estudios monográficos, Yúdice –como uno
de los iniciadores claves de la sección sobre cultura, poder y política de la Asociación de
los estudios latinoamericanos LASA– ha encabezado y enfatizado las preguntas que
involucran las prácticas culturales en relación con la construcción de los procesos
democráticos y la sociedad civil durante este período intenso de globalización. Este
enfoque sobre las políticas culturales y su relación con las prácticas y los activistas
culturales como actores de la sociedad civil emergente y globalizada es tal vez el aporte
más importante que ofrece en este su nuevo libro.
Yúdice expone su perspectiva teórica en función de datos y perspectivas que entregan
tanto una mirada general como un detallado análisis de la producción cultural y sus
múltiples usos en un mundo globalizado. Este texto es, en cierto sentido, una síntesis de
todas las discusiones actuales en torno al significado de los estudios culturales. Como él
mismo anota en sus “Agradecimientos”, el libro es producto de “polémicas que se
remontan a décadas y configura sus visiones cotidianas del mundo” (11-12); es también,
en otro sentido, un nuevo y gran impulso para los estudios culturales.
RESEÑAS
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El adjetivo nuevo tiene aquí un sentido “natural”, que no se relaciona con ninguna
opción epistémica porque, como Yúdice nos ilustra, el acento en el libro está puesto en
reconfigurar la comprensión de los fenómenos culturales, y los leguajes en que éstos se
dan, a la luz de múltiples factores: el papel de los gobiernos contemporáneos y de los
vientos ideológicos; el rol de las empresas transnacionales y su diversidad y flexibilidad;
el rol de los productores, artistas, directores y músicos; los programas televisivos, los
intelectuales, la situación de las inmigraciones; la integración cultural y el libre comercio;
el lugar de las ONG, la sociedad civil, las instituciones y grupos no alineados (como
expresiones culturales de ciertos movimientos sociales), entre muchos de los tópicos
implicados en este trabajo. En particular, lo nuevo de este libro está vinculado -y en plena
concordancia con la evolución de las teorías y acercamientos de los estudios culturales en
sus continuidades y cambios- a la problematización de la palabra cultura como recurso, a
la profundización y/o extensión de esquemas y periodizaciones históricas (como en el caso
de la propuesta foucaultiana del conocimiento), a la redirección de conceptos tales como
la performatividad, el trabajo y el ya tan generalizado tema de la globalización.
Dividido en nueve capítulos, además de la introducción y la conclusión, el libro nos
va mostrando el camino escogido por Yúdice para desmantelar las viejas teorías sobre la
cultura y proponer su propia concepción de la misma. De la mano de estadísticas y
porcentajes, de reportes de las organizaciones mundiales más protagónicas en el manejo
de las políticas culturales, de discursos emitidos por personajes encumbrados en las altas
esferas de poder en los Estados Unidos y de la mano también de descripciones de, por
ejemplo, la cultura funk brasileña, la música reggae o el papel casi paradigmático de la
ciudad de Miami en el concierto global, el autor nos entrega una visión ampliada.
El primer capitulo, “El recurso de la cultura”, expone lo medular de la idea de cultura
en tanto recurso que sirve a fines específicos en un mundo de rápido, o instantáneo, y
masivo intercambio, y cuyo procedimiento de uso, como pasa con toda mercancía, supone
las actividades de gestión, producción, administración, inversión y trabajo, sea en los
ámbitos políticos, económicos o civiles, en los que la cultura funciona como expediente
para el mejoramiento social, económico o político, y en cuyo seno la desmaterialización
de los bienes intercambiables hace que la virtualidad y los bienes simbólicos ocupen el
lugar privilegiado, producto, claramente, del aceleramiento que precipitó la globalización,
inaugurando el nuevo episteme de la performatividad. Precisamente “Los imperativos
sociales de la performatividad”, título del segundo capítulo, es la propuesta de Yúdice para
explicar las maneras en que los intercambios del recurso cultura tienen forma, sobre la base
del movimiento de fronteras, dependencias sectoriales, regionales y transnacionales, y
sobre la base de lo que llama la performatividad: esto es, la política de producción por la
presencia (aunque sea silenciosa), el acto o la discursividad que juegan, con un nítido
accionar ético, entre la identidad o la representación y una estructura imaginada (de
fantasía) que modela un comportamiento y conocimiento del ritual a través de minorías,
grupos étnicos o instituciones específicas.
Ya en el tercer capítulo, “La globalización de la cultura y la nueva sociedad civil”,
asistimos a ese movimiento de continuidad teórica con la tradición de los estudios
culturales, donde el autor expone su posición frente a sus posibilidades para aprehender
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RESEÑAS
el fenómeno de la cultura como recurso de la globalización en general, y de qué manera
éstos son -y podrían ser- una plataforma sólida para describir y explicar el papel de las
instituciones, la sociedad civil, los partidos políticos y las ONG. Haciendo una revisión
de la actividad académica “americana” de los años ochenta y noventa del siglo pasado,
Yúdice caracteriza el papel de los intelectuales de izquierda y derecha frente al cambiante
escenario latinoamericano sumido en las políticas neoliberales.
La ciudadanía y su organización en la era de la globalización son la preocupación del
capítulo cuatro, “La funkización de Río”. Allí primero nos ofrece un estudio de caso, en
el que comparte las herramientas metodológicas de la antropología cultural. Revisa la
temática de la exclusión racial y la ilegalidad de las favelas de Río y se concentra, sobre
todo, en cómo ciertos musicales de jóvenes responden inaugurando el funk, una forma
musical contestataria a la samba y al aparato socio-político que eso involucra. De esta
manera, los grupos y sus fanáticos absorben y reciclan, por sus propios usos, lo que la
política neoliberal puede ofrecer como recurso cultural.
Siguiendo con el mismo caso particular, el próximo capítulo, “La cultura al servicio
de la justicia social”, examina cómo la actividad de las redes culturales juveniles puede
generar una iniciativa de acción ciudadana que alcanza cuestiones políticas y económicas.
Aquí Yúdice monta su caso anti-subalternista: muestra cómo los grupos sociales buscan
salir de su situación de marginalización no para romper con el sistema total, sino a través
de su lucha como ONG por espacios dentro de la sociedad civil del neo-liberalismo
existente. Todo eso se hace, Yudice no deja de notar, con la ayuda de organismos
gubernamentales y de las fundaciones locales, incluso las corporaciones transnacionales
como el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) –y, claro
está, gracias a entidades como la Fundación Rockefeller.
Relacionado con este último aspecto, es de importancia el sub-tema “La ONGización
de la cultura”, en el que desarrolla las maneras en que la organización ciudadana, bajo el
formato de la organización profesional, promueve el servicio de la justicia social, pero
también el servicio del turismo, dado que estas ONG actúan como puente entre los
gobiernos y la comunidad representada que se esfuerza por comercializar la diferencia.
El sexto capítulo es una extensión y, fundamentalmente, una conclusión teórica de
los dos capítulos anteriores que bajo el nombre de “¿Consumo y ciudadanía?” aglutina una
serie de reflexiones vinculadas a la formación –un tanto fantasiosa– de una posible
ciudadanía libre. Por el contrario, y evidentemente opuesto a todo acercamiento que
pretende alabar una supuesta racionalidad del sistema ciudadano, Yúdice desenmascara,
en lo posible, algunas dependencias que limitan la acción ciudadana, tales como el propio
sistema jurídico de los países centrales, la educación con claro tinte conservador y los
sistemas electorales que impiden la participación de los no afiliados, todo lo cual es
rematado por la cultura del consumo que posibilita “la compra de mercancías como acto
político” (199), que es precisamente el título de uno de los apartados de este capítulo.
Las imbricaciones, complejas por definición, entre los involucrados en una cultura
global se encarnan en el uso o consumo espacial, temporal y económico de las ciudades.
Para ilustrar con propiedad tal situación, Yúdice se ayuda del ejemplar caso de Miami
como ciudad mundial (aunque menor en comparación con otras). Este capítulo se titula
“La globalización de América Latina: Miami” y está dedicado al análisis de las características
RESEÑAS
321
de las ciudades globales, a la descripción de las fuerzas culturales comunitarias que las
integran y, sobre todo, a la explicación de por qué Miami es el puente o corredor, como
ya nos anuncia Yúdice, entre Estados Unidos y América Latina. Le pasa revista así al
histórico papel de los cubanos en ella y desarticula la combinatoria de la expresión
cultural-simbólica entre música, programas televisivos, multiculturalismo, transculturación
(de comida, vestimentas o modas, artesanía y cosmopolitismo variado en ropaje turístico)
y las características comunitarias según el origen étnico; sin serlo del todo, éste también
es un capítulo que hace uso de un estudio de caso.
Este estudio de caso se retoma en el siguiente cápitulo (el número 8), “Libre comercio
y cultura”, donde encara el problema de la propiedad intelectual, la nueva división del
trabajo cultural, el papel de las agencias económicas mundiales (FMI, BM, la Organización
Mundial del Comercio) y los acuerdos bilaterales y multilaterales (MERCOSUR, NAFTA),
en especial para el caso de Canadá, México y Estados Unidos, explorando críticas en la
medida en que se exponen los riesgos asociados a estos acuerdos, las consecuencias
negativas evidentes de los mismos y la existencia de mercados paralelos como expresión
de la exclusión. Este cuadro general se conjuga con el papel del desarrollo cultural clásico
(arte, artesanía, promotores, directores) y la política del reembolso, la subvención y la
integración estratégica del producto cultural binacional.
El último capítulo, “Producir la economía cultural: el arte colaborativo de inSITE”
es, nuevamente, un estudio de caso que Yúdice comparte describiendo, casi exclusivamente,
la experiencia de inSITE, un proyecto de colaboración artística en el que el artefacto
binacional (Tijuana-San Diego) tiene una manifestación peculiar. Esta manifestación se
relaciona con el compromiso cultural de los agentes artísticos, pero en plena
complementariedad con la política de comercio, en cuyo acto de compra, venta, arriendo,
inversión y consumo se vive la cultura como recurso.
El libro de Yúdice es un mapeo al territorio de la cultura. En tanto propuesta teórica
y analítica, nos sitúa en las coordenadas actuales de la reproducción masiva, la
transnacionalización, la globalización, sus repercusiones y protagonistas. Haciendo gala
de un trabajo de cita con lo último sobre la materia, Yúdice avanza con sus argumentos
y sus supuestos, mezclando muchos datos y ofreciendo lecturas sugerentes de aquellos
investigadores vinculados a los estudios culturales.
Es un libro de 475 páginas en el que, dado los conceptos tratados y las hipótesis
sugeridas en cada capítulo, muchas veces el punto central se desvanece en las múltiples
relaciones que se hacen con autores y disputas históricas. En este sentido, su lectura es para
alguien ya iniciado en la discusión tratada, a pesar de que el título es más generoso en la
apertura de sus términos. Es un libro ambicioso, que responde en algunos puntos a las
expectativas de su introducción, pero que también abandona muchos de los temas que
necesitarían un tratamiento más matizado. Por ejemplo, muchas de las querellas
conceptuales expuestas por Yúdice han sido, de uno u otro modo, contestadas a través de
referencias que vienen de la sociología y/o la antropología: esto es, la mirada panorámica
que se ofrece adolece a veces de ser, precisamente, muy general. Mucho hubiese ayudado
a la lectura un índice analítico y de nombres que ubicara al lector en todo lo contenido en
él y, también, un repaso, en nombre de la misma transdisciplinaridad tantas veces
322
RESEÑAS
comentada, de algunas referencias necesarias cuando se habla de culturas provenientes de
la sociología y/o la antropología.
Pero yéndonos más al grano, también se debe cuestionar la tendencia integralista del
libro, el afán totalizante que nos hace cuestionar el manejo de particulares puntos de vista,
a veces demasiado reflexivos, sin vida o dinamismo propios, y sin un juego adecuado de
contradicciones posibles. El rechazo firme de Yúdice a las políticas de identidad y a las
perspectivas subalternas, aún en el sentido táctico y provisional, expresa cierta aceptación
o conformidad con la fuerza del mercado de consumo constituido por los poderes de la
globalización. Su visión de los estudios culturales resulta en una reproducción más que en
una posible superación del sistema dibujado a través de los capítulos del libro. Parece que
queda poco espacio para un pensamiento anti o contra-sistémico. Una lógica sistémica o
positivista o luhmanesca (basada en los datos duros del capitalismo globalizado) pesa
sobre los intentos de oposición y rompimiento. La lógica lleva a la tendencia de concluir
que el hecho de la performatividad de los actores sociales (incluso las ONG, los grupos
rebeldes de rock o quienes sean) está estructurada y tiene la necesidad de moverse dentro
del sistema globalizante, sin mayor capacidad de rompimiento. Sin duda no se puede jugar
si se está fuera del juego; y, si se está dentro, no se puede ganar, aunque así parezca en
algunos lindos momentos. De un estudioso con tanta energía teórica y empírica, uno
esperaría una búsqueda más allá de los determinantes inmediatos del nuevo tiempo
globalizado, una búsqueda más abierta a las aperturas que el sistema mismo sugiere. En
este sentido, Yúdice no parece negar las teorías subalternas, sino reproducir el mapa
sistemático de esta negación.
Con todo, este libro es sin duda un intento crítico y a la vez constructivo de un
adecuado marco de inteligibilidad; por sobre todo es un aporte sustantivo para comprender
las formas culturales y geopolíticas que dirigen nuestras vidas en estos tiempos globalizados.
LACASA-Modern & Classical Languages
University of Houston
CRISTIÁN SANTIBÁÑEZ YÁNEZ
con la colaboración de MARC ZIMMERMAN
JOSIAH BLACKMORE. Manifest Perdition. Shipwreck Narrative and the Disruption of
Empire. Minneapolis/London: University of Minnesota Press, 2002.
Este sugestivo libro de Josiah Blackmore, centrado en la peculiar relación de los
relatos de naufragio con la historiografía imperial portuguesa durante el apogeo de su
expansión marítima, constituye, sin duda, su segundo valioso aporte a los estudios
ibéricos. Aunque muy diferente de Queer Iberia –la colección de ensayos que editara hace
unos años junto con Gregory Hutcheson–, Manifest Perdition comparte con aquel libro la
voluntad de renovar la crítica luso-hispánica con la incorporación de nuevas perspectivas
críticas y teóricas, sometiendo a los textos ibéricos a lecturas a tono con los debates
académicos más contemporáneos.
En este trabajo podría decirse que el movimiento es, en algún sentido, opuesto al del
anterior. Si en Queer Iberia Blackmore incentivaba –en su calidad de editor– análisis que
RESEÑAS
323
invitaran a leer bajo nueva lupa obras mayormente canónicas, en Manifest Perdition se
trata más bien de llamar la atención crítica sobre un tipo de literatura tradicionalmente
considerada marginal, pero definitivamente imprescindible –como deja claro el trabajo de
Blackmore– a la hora de entender tanto la dinámica textual contemporánea con la
expansión marítima portuguesa como sus relecturas y apropiaciones en el siglo XVIII. El
argumento central de su libro es que estos relatos de naufragio deben ser leídos como una
especie de contra-historiografía que problematiza, presentando una visión alternativa, el
orden y el impulso unificador dominante en la historiografía oficial durante el máximo
apogeo expansionista portugués.
El material con el que trabaja Blackmore es, tanto por razones literarias como
históricas, de por sí fascinante. La Historia Trágico-Marítima (1735-1736) –el corpus
canónico de relatos de naufragio en la tradición portuguesa, recientemente traducida al
inglés por el mismo Blackmore– reúne una serie de dieciocho textos muy heterogéneos
cuyo hilo común es el de centrarse en una experiencia de naufragio. Tom Conley ha
llamado la atención sobre el valor estético de estos relatos, ligándolos a los grandes textos
de naufragio de la literatura occidental como los de Rabelais, Shakespeare, Defoe y
Melville.
Por otra parte, y en términos estrictamente históricos, raramente un corpus permite,
como éste, trazar de forma tan nítida el itinerario ideológico de un imperio a lo largo de
tres siglos tal como se manifiesta en sus lecturas y apropiaciones textuales. La História
Trágico-Marítima pertenece, como señala acertadamente Blackmore, a por lo menos dos
épocas distintas que, a su modo, le imponen a estos textos sentidos muy diferentes, incluso
contradictorios. Los relatos fueron originariamente escritos, impresos y vendidos como
panfletos sueltos en los siglos XVI y XVII –durante el apogeo del imperio portugués–, y lejos
de corresponder al circuito culto y selecto de la historiografía oficial, en este primer
momento formaron parte de un tipo de literatura de circulación popular llamada literatura
de cordel. La compilación, sin embargo –realizada por Bernardo Gomes de Brito en el
siglo XVIII– responde a gustos y necesidades muy diferentes. La inclinación estética de este
siglo por lo exótico y lo monstruoso favorece su aparición, pero es sobre todo determinante
la coincidencia de intereses profesionales y políticos entre Gomes de Brito y la corona
portuguesa. Mediante este trabajo editorial dedicado al monarca, conjetura sensatamente
Blackmore, Brito busca infructuosamente incorporarse a la recientemente fundada Academia
de Historia Portuguesa, resemantizando ahora estos relatos en una compilación que los
presenta como ejemplos trágicos del pasado heroico portugués. Por su parte, este proyecto
coincide con la época en que, con el dinero generado por el intercambio comercial con
Brasil, el rey João V intenta elevar a Portugal dentro de la escena internacional invocando,
en parte, las glorias de un pasado imperial, propósito al que la História Trágico-Marítima
parece ajustarse a la perfección. Así, desde el corpus mismo, Blackmore nos invita a
superar los límites temporales a los que nuestros hábitos de especialización disciplinaria
suelen confinarnos, y a seguir –junto a él– más las necesidades de nuestros textos que las
reglas de nuestros campos, que tan nítidamente suelen separar la temprana modernidad del
siglo XVIII. Al mismo tiempo, este gesto nos fuerza a considerar –sobre todo en lo que tiene
que ver con discursos ligados a cuestiones imperiales– el modo en que el sentido va
cambiando a lo largo del tiempo e incluso cómo textos que parecen tan estrechamente
324
RESEÑAS
ligados a la necesidad de un momento determinado, vuelven a resignificarse y a utilizarse
con diversas intenciones, mucho tiempo después de haber sido producidos, en un contexto
político y estético radicalmente diferente.
Manifest Perdition podría dividirse en cuatro partes. En la primera, que correspondería
al capítulo 1, Blackmore presenta un panorama general de lo que él considera los dos
modelos básicos a través de los cuales los relatos de naufragio han sido entendidos en la
tradición literaria ibérica: la lírica devocional medieval (en especial las Cantigas de Santa
María de Alfonso X) y las Lusíadas de Camões, contemporáneas con los primeros relatos
de la História Trágico-Marítima. En el primer caso, el naufragio aparece metaforizado
dentro de un marco cristiano del todo ajeno con las problemáticas imperiales, dentro del
cual la dinámica entre catástrofe y milagro ilustra la relación entre el hombre y Dios. Así,
el naufragio se presenta como un estado temporario que en última instancia desemboca,
gracias a la intervención divina, en redención espiritual. En el segundo caso, Manifest
Perdition relee la tradición que ve en las Lusíadas un claro ejemplo de la vertiente épica
donde el naufragio está indisolublemente ligado –como lo estará en la lectura de Gomes
de Brito– con el heroísmo nacional. Blackmore se rehúsa a leer el episodio de Adamastor,
central en relación a este tema, como una afirmación unívoca del proyecto imperial, pero
también rechaza la visión que hace de las Lusíadas una diatriba anti-imperialista. El
modelo de Camões, en esta lectura, “construye intencionalmente la relación entre gloria
nacional y fracaso en términos equívocos” (“Camõoes intentionally construes the
relationship between national glory and failure in equivocal terms”, 26), señalando la
coexistencia, sin relación de causa y efecto, entre naufragio e imperio.
La segunda parte, “The discourse of the shipwreck” (capítulo 2), combina aspectos
teóricos con discusiones historiográficas, y es sin duda la más rica de todo el libro. El
argumento central, avanzado en el prólogo, adopta aquí una gran sutileza que matiza y
elabora algunas de las ideas antes presentadas. La discusión sobre el modo específico en
que Blackmore entiende la relación entre los relatos de naufragio y la textualidad imperial,
así como su carácter contrahegemónico, sin duda será de gran utilidad para otros críticos,
a quienes el problema de identificar la ideología en diversos textos del período suele
presentar enormes inconvenientes. En primer lugar, Blackmore radicaliza la posición de
los críticos que, en los últimos tiempos, han identificado a estos relatos como problemáticos
para el proyecto imperial. No se trata, para él, simplemente de una relación casual sino que
“su lugar en la red de la textualidad expansionista debe considerarse esencial, y no
accidental, como el momento de nacimiento de la narrativa de naufragio” (“their place in
the weave of expansionist textuality needs to be made essential, rather than incidental, as
the birth moment of shipwreck narrative”, 41). En segundo lugar, Manifest Perdition se
plantea una de las preguntas centrales para todo estudioso del período y para todo crítico
literario en general preocupado por la relación entre lo literario y lo político: ¿cómo leer
la ideología de un texto?, ¿dónde reside el carácter hegemónico o contrahegemónico de
un relato: en las afirmaciones explícitas del narrador, en el tipo de experiencia que narra,
en la recepción, etc.? Lo contrahegemónico, según lo entiende Blackmore, no reside en las
declaraciones explícitas de los autores en los mismos relatos de naufragios, que por otra
parte parecen casi siempre afirmar las ideas y los valores centrales del proyecto imperial.
Según lo plantea este libro, lo importante es –incluso más allá del contenido de los relatos
RESEÑAS
325
(historias de pérdida, desposesión y fracaso)– la creación de un nuevo locus de enunciación,
de un espacio narrativo alternativo que contradice los presupuestos y propósitos básicos
de los textos oficiales. En estos relatos la presencia portuguesa en territorios no europeos
aparece representada por sujetos dislocados y en posición de marcada vulnerabilidad
respecto de la naturaleza, de los instrumentos de navegación, pero sobre todo de los
pueblos indígenas sobre los cuales la cultura europea postula –en parte como justificación
de la empresa colonial– una superioridad evidente.
Esta segunda parte, a su vez, es la que mayor interés presenta para los hispanistas ya
que integra algunos textos españoles claves de este período a la discusión sobre los relatos
portugueses. En especial, Blackmore contrasta su corpus con los Naufragios de Álvar
Núñez Cabeza de Vaca –indudablemente el relato de naufragio más importante del siglo
XVI español– para enfatizar la sustancial diferencia que, a su juicio, separa estas dos
tradiciones ibéricas. En primer lugar, sostiene polémicamente, que incluso cuando los
Naufragios incluyen casi todos los topoi identificados en los textos portugueses, se trata
sin embargo de una historia de “edificación y renovación” (“a story of building and
renewal”, 55), de un “texto de conquista, redactado en el molde de la narrativa y relaciones
de poder conquistatoriales” (“a conquest text, redacted in the mold of conquistatorial
narrative and power relations”, 56-57). En segundo lugar, según Blackmore, la relación
como género se distingue crucialmente de la relação en que la variante portuguesa incluye
lo fantástico, se extiende hasta el siglo XIX y –sobre todo– se sitúa al margen de toda
textualidad relacionada con el poder al no estar –como la española– dirigida a la autoridad
real o a figuras muy ligadas a ella. Esta comparación es sin duda controversial. Por un lado,
es difícil ver –sobre todo porque Blackmore no lo especifica– en qué sentido los
Naufragios participan de las “trampas retóricas características” (“rhetorial trappings
characteristic” 57) de la narrativa colonial. O mejor, en qué punto es posible afirmar que
estas características (sean cuales fueren) opacan o anulan las otras que claramente
comparten con los relatos de naufragio portugueses. Por otro lado, los Naufragios no
parecen del todo ajenos a la inclusión de lo fantástico: baste recordar la enigmática figura
de Mala Cosa o ciertas prácticas paramédicas de difícil explicación racional. En último
lugar, quizás la diferenciación entre relación y relação esté algo exagerada. De hecho
Blackmore mismo señala, en una nota al pie, la impertinencia de su propio criterio para
los relatos del tercer volúmen de la História, varios de ellos dirigidos a figuras de poder.
Pero, incluso más importante, puede discutirse qué tan central es, para el sentido que le
asignamos a un texto, el carácter apologético que –como señala el autor– suele imponerle
la relación discursiva directa con la autoridad. Se podría pensar que, siendo este tono
resultado de una obligada posición retórica, su importancia respecto al resto de las
características narrativas afines a los relatos de naufragio, tal como las presenta Blackmore,
debe ser necesariamente matizada.
Este segundo capítulo incluye además una de las secciones más interesantes del libro,
en la que Blackmore se detiene a contrastar los relatos de naufragios con la tradición
historiográfica oficial portuguesa en la temprana modernidad. Encuentra, como era de
esperarse, un constante uso de navíos y rutas de navegación como medio para figurar el
orden imperial. João de Barros (1497-1562), por ejemplo, considerado el máximo apólogo
del proyecto expansionista portugués, no menciona ni una sola experiencia de naufragio
326
RESEÑAS
en su voluminosa obra, interesada exclusivamente en resaltar la triunfante marcha
conquistadora de Portugal. El caso más interesante (y sobre el que el lector de Manifest
Perdition se queda esperando más) es el de Diogo do Couto. Continuador del gran
proyecto historiográfico que Barros deja incompleto, a cargo además de los archivos de
Goa, do Couto alterna su trabajo como cronista oficial con la redacción de una serie de
textos en los que presenta una mordaz crítica del imperio, el más famoso de los cuales es
su O soldado prático donde condena la corrupción de los soldados portugueses en India.
Así, no es de extrañar –pero extraña– que do Couto sea el autor de tres relatos de naufragio
que en un primer momento iban a formar parte de sus Décadas. La figura de do
Couto –cronista oficial a la vez fascinado por experiencias y textos en conflicto con los
intereses de su cargo– resulta sumamente intrigante, y a pesar de que Blackmore no se
detiene demasiado en él, abre indudablemente caminos para nuevas investigaciones.
La tercera parte, podría decirse, está compuesta por los capítulos 3 y 4. Es aquí donde
Blackmore intenta bosquejar lo que él denomina una “poética del naufragio” a través de
análisis textuales particulares de algunos de los relatos más representativos de la História
Trágico-Marítima. Algunos de los rasgos fundamentales que Blackmore identifica en
estos textos son, entre otros, su independencia respecto de un marco narrativo mayor que
los contenga y les dé un sentido dentro de una historia teleológica más amplia, el
desplazamiento de la narración histórica desde el centro de poder metropolitano a
territorios desconocidos y hostiles, la inversión de ciertas categorías como la de género,
la escritura al margen de la autoridad real y el desmembramiento como modo dominante
de figuración del cuerpo humano. Los análisis individuales contribuyen a ilustrar el
argumento central del libro en tanto invitan al lector a comparar mentalmente las
estrategias narrativas utilizadas en estos relatos con las de los textos historiográficos
oficiales conocidos. Detalladas y minuciosas, podría decirse sin embargo que en algunos
momentos las lecturas de Blackmore pecan de forzadas analogías (como cuando compara
el navío con el vientre materno o con un libro, y elabora sobre estas comparaciones),
aunque en líneas generales funcionan como un buen complemento que precisa y expande
las afirmaciones más generales del capítulo 2.
La última de estas cuatro partes, el capítulo 5 –“An illustrious School of Caution”–
ofrece un deslumbrante análisis sobre el modo en que el siglo XVIII resemantiza los relatos
de naufragio de siglos anteriores, convirtiéndolos en ejemplos de heroísmo individual que
–lejos de cuestionarlo– pasan a definir el pasado imperial portugués para una época
interesada en revivir su memoria. Blackmore utiliza en esta sección un acercamiento
metodológico diferente al de los otros capítulos, que complementa de forma impecable los
análisis anteriores. Aquí se centra sobre todo en instancias editoriales y paratextuales
como espacios privilegiados de construcción del sentido. El acto compilatorio mismo de
Gomes de Brito (que hace formar parte de un conjunto textos cuya independencia era
crucial para el sentido contrahegemónico que les asigna Blackmore en sus apariciones
originales) y la dedicatoria al monarca inscriben estos relatos dentro del circuito de poder
del que inicialmente se alejaban, a la vez que le quitan todo su potencial perturbador al
asociarlos metonímicamente con la figura real. Las licencias inquisitoriales, por su parte,
constituyen –como indica Blackmore– “la primera respuesta crítica sistemática a la
RESEÑAS
327
narrativa de naufragio” (“the first, systematic critical response to shipwreck narrative”,
109) y postulan la idea de que estos relatos son, en algún sentido, advertencias divinas de
las que se puede extraer una enseñanza moral. Así, este capítulo presenta –con una solidez
y elegancia notables– el modo en que una multiplicidad de intereses convergen y se
materializan en una empresa editorial que responde a valores y propósitos muy diversos
de los que originariamente produjeron los relatos que recupera.
En suma, Manifest Perdition tiene mucho para ofrecer a sus lectores y cuenta en su
haber con una considerable cantidad de logros, no siendo el menor de ellos el poner en
diálogo las tradiciones portuguesa y española que -quizás por tener tanto en común- siguen
ignorándose tanto como les es posible. La amplitud temporal del análisis y la cantidad de
material que Blackmore logra incluir en su estudio son, también, dignos de consideración
y hacen de este libro un texto imprescindible para todo aquel interesado en la literatura
ibérica.
Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires
KARINA GALPERÍN
CARLOS JÁUREGUI. Querella de los Indios en las Cortes de la Muerte. México: Universidad
Nacional Autónoma de México-CONACYT, 2002.
DOBLE SIGNIFICACIÓN EN EL RESURGIMIENTO DE UN TEXTO
La colección Fuentes para el estudio de la Literatura Novohispana, de la que
reseñamos el volumen número cinco, es valiosa por muchos motivos. Deseo resaltar en
especial dos que creo se cumplen a plenitud en la edición que Carlos Jáuregui hace de la
escena XIX de las Cortes de la Muerte de Michael de Carvajal, obra publicada en 1557. Por
una parte, como ya es costumbre en esta prestigiosa colección que rescata textos inéditos
o de difícil acceso, la obra que se edita va precedida de un estudio introductorio
sólidamente investigado en sus fuentes originales y cimentado en las diversas obras
críticas que han abordado el texto. En cuanto a la presentación misma de la obra publicada
va acompañada de un sólido aparato de notas explicativas que facilitan y enriquecen la
lectura de la obra. Considero que estas dos condiciones se cumplen con largueza en
Querella de los indios en las Cortes de la Muerte. La introducción que el investigador nos
ofrece, como expresaremos a continuación, es excepcional en muchos sentidos. En cuanto
a la presentación de la escena XIX, el crítico logra un cimentado estudio filológico en el más
amplio sentido de la palabra.
La primera parte de esta reseña se detiene en el estudio introductorio que Carlos
Jáuregui realiza; en él nos refiere que, pese a la importancia de esta obra impresa en Toledo
en 1557, ha sido escasamente estudiada. El texto en cuestión es Cortes de casto amor y
Cortes de la Muerte con algunas obras en metro y prosa de las que compuso Luis Hurtado
de Toledo, por él dirigidas al Muy poderoso y muy alto Señor Don Felipe Rey de España.
Hurtado aclara que él prosiguió y terminó las Cortes de la Muerte, de Michael Carvajal.
328
RESEÑAS
Es en esta obra en la que Jáuregui se centra, particularmente en su retablo XIX. En cuanto
a la personalidad de Michael de Carvajal plantea la hipótesis de la existencia de dos
autores, ambos originarios de la ciudad de Plasencia. El segundo Carvajal estuvo en Las
Indias, en Santo Domingo y
Si es el mismo que escribió las Cortes habría tenido la oportunidad de conocer de primera
mano el debate entre los dominicos y los encomenderos en la Española sobre la injusticia
de la servidumbre a que tenían sometidos a los indígenas mediante el sistema de
encomiendas, tema de la escena o retablo XIX que se edita en este volumen (23).
Es precisamente alrededor de esta temática sobre la que van a girar los esenciales
planteamientos del iluminador estudio introductorio que el crítico ofrece a los lectores.
Precisa que, aunque las Cortes se inscribe dentro de la tradición medieval de las Danzas
de la Muerte, no la continúa dócilmente, sino que como es lógico suponer, por estar escrita
en pleno Renacimiento es “su reformulación en el marco de las corrientes humanistas y
moralistas de la cultura imperial española de mediados del siglo XVI” (12). En efecto, la
polémica escena XIX manifiesta una dura crítica humanista a la cruel acción que
conquistadores y encomenderos habían desplegado en América. Es por ello que el lector
coincide plenamente con el estudioso cuando éste asevera que la obra tiene una clara
“modernidad política y un extraordinario valor histórico” (13) pues, además de su
virulencia ideológica, “es la primera representación teatral de los indios del Nuevo
Mundo” (13). Este texto es, pues, de gran trascendencia dentro del ámbito de los orígenes
de la historia de la cultura hispanoamericana. La inspiración tópica del dramaturgo son las
tesis antiimperialistas que Bartolomé de Las Casas había sustentado en su obra Brevísima
relación de la destrucción de las Indias, impresionante catálogo de las atrocidades que los
codiciosos conquistadores habían cometido con los naturales para saciar su avaricia por
las riquezas materiales. La obra de Carvajal gozó de fama en su tiempo, tanto que, como
expresa Jáuregui, “se ha insinuado que la Compañía de Angulo el Malo que encuentra don
Quijote venía de, e iba a representar la obra de Carvajal” (30). El estudioso hace un
minucioso análisis de este episodio que se encuentra en la segunda parte de la magna
novela cervantina y, después de cotejar las similitudes que el retablo que presencia don
Quijote tiene con la pieza de Carvajal y con las Cortes de la Muerte atribuida a Lope de
Vega, concluye que es ésta la que influye a la que Cervantes presenta.
Después de este tan interesante paréntesis, retomemos las tesis del lascasianismo que
el investigador presenta y que hacen de su introducción un estudio inter y multidisciplinario
de gran importancia para el análisis de la ideología política y cultural de la conquista del
Nuevo Mundo. Jáuregui expone una doble vertiente en la percepción polarizada que sobre
el “hombre salvaje” se tenía en el imaginario europeo. Por un lado, se le ubicó en un estadio
antropológico primitivo y, por el otro, se pensó vivía en un estado idílico de edad dorada.
El autor nos refiere la mención que el humanista Pedro Mártir de Anglería propone en su
De orbo Novo, cuando “relaciona las imágenes edénicas colombinas con los mitos del
‘buen salvaje’ y la Edad Dorada” (34). La personalidad inédita del hombre americano va
a plantear una serie de interrogantes y reflexiones morales, así como de representaciones
de los aborígenes, que entrañan una fuerte crítica ante el proceso de “civilización” y
RESEÑAS
329
“pacificación” que los españoles impusieron en las Indias occidentales. El personaje
“indígena” va a construir un discurso con el que cuestiona acremente la pretendida bondad
de la conquista y descubre las palabras para manifestar los valores cristianos y humanistas
que los peninsulares no poseen, y es así que se va a convertir en interlocutor y acusador
de sus dominadores. De esta manera expone al europeo la propia vulnerabilidad moral de
su civilización. En la pieza dramática de Carvajal, dice Jáuregui, “los salvajes funcionan
como personajes conceptuales de la ‘cuestión indiana’ y de una modernidad colonial que
se encuentra y se desencuentra en el otro americano” (37). Después de aceptar la religión
cristiana, los naturales del retablo se desencantan al constatar que aun en su condición de
fieles católicos, son tratados como el “otro” inferior. Ante el tribunal de la Muerte, afirma
el investigador: “Reprochan la codicia, explotación, crueldades, tortura, muertes y
despojos que padecen” (38). Entre estas iniquidades uno de los agravios mayores es el
abuso que de la honra de las mujeres –valor tan apreciado por la cultura patriarcal
española– cometen los conquistadores con sus féminas. El Cacique, protagonista principal
de la pieza, se multiplica en otros indios, lo cual confiere al drama de Carvajal un
dinamismo y una diversidad dialógica muy vivaz. La presencia de San Agustín, Santo
Domingo y San Francisco, como patronos de las órdenes mendicantes que emprendieron
la evangelización americana, y su inicial repudio a la acción de los conquistadores confiere
una promesa de justicia y de castigo a los españoles que han incumplido con los preceptos
cristianos de caridad y amor. Como asegura el estudioso,
Pese a su formato medieval, la Escena XIX resulta plenamente moderna, justamente en la
medida en que las quejas de los “indios” remiten a las reflexiones jurídicas sobre el
derecho de conquista y la razón imperial a la misión imperial de España en América, a
tropos coloniales y contracoloniales respecto de la explotación del trabajo indígena, y a
los conflictos entre la corona y los encomenderos a mediados del siglo XVI. (39)
Jáuregui resalta no sólo la presencia de las tesis lascasianas sino los planteamientos
del gran jurista Francisco de Vitoria, cuando asegura que conforme a derecho, “Los
príncipes cristianos sobre estos infieles no tienen más poder con la autoridad del Papa que
sin ella […] porque los infieles no son súbditos del Papa [quien] no puede conceder
ninguna autoridad a los príncipes sobre ellos” (42). A esta postura se suma la de Las Casas
en cuanto a que la evangelización de los naturales se debe emprender con persuasión,
pacíficamente, sin violentar sus derechos. Como se sabe, el dominico logra la promulgación
de las Leyes Nuevas de 1542 que combatían el abuso de las encomiendas “al excluirlas de
la masa patrimonial de las sucesiones hereditarias” (48). Aunque no se debe olvidar,
expresa Jáuregui, que los argumentos de Las Casas reforzaban la razón imperial y la
autoridad de la Corona.
Estos importantes argumentos ideológicos, políticos y filosóficos que expone el
investigador, los aplica al estudio crítico de la Escena XIX, verdadera y asombrosa obra
dramática que es expresión impactante en la que los “indígenas” se invisten de una fuerza
acusadora terrible hacia las injusticias de la conquista. Los personajes son el Cacique indio
(que, como decíamos, se multiplica en otros naturales no anunciados), la Muerte, San
Agustín, San Francisco, Santo Domingo y los antagonistas que son Satanás, Carne y
330
RESEÑAS
Mundo, identificados por la doctrina cristiana como enemigos del género humano. En los
versos 131 a 135 se resume de forma patética en voz de “Otro indio” la condición de los
naturales bajo el yugo de los conquistadores. De paso se cuestiona el incumplimiento de
la Ley natural y de la más importante aún Ley de Gracia:
¿Qué ley divina ni humana
permita tales molestias,
que una gente que es cristiana,
y que a Dios sirve de gana,
la carguen como a bestias?
Es interesante destacar que Carvajal presenta la injusticia de la conquista y la
dialéctica argumentativa que de ella se hace en boca de los indios. Esto se patentiza en que
de los 450 versos que integran la escena, en 320 hablan los naturales. Lo que quiere el autor
es dar voz dramática e ideológica al indígena y lo logra de manera muy eficaz. La Muerte
les asegura que los infractores, concebidos como “lobos feroces” serán castigados y que
Dios ha premiado al indígena al recibirlo como oveja del rebaño del Señor. Jáuregui
observa agudamente en sus notas al texto dramático: “El modelo del rebaño y las ovejas
sacrificadas usado por Carvajal corresponde al paradigma de representación lascasiano de
la Iglesia-pastor” (125).
La escena XIX, si bien de corte lascasiano, termina inculpando al Nuevo Mundo. En
una conminatoria participación, y con el tono de un profeta que es portavoz de Dios
mismo, Santo Domingo exclama,
¡Oh India que diste puertas
a los míseros mortales
para males y reyertas!
Indias que tienen abiertas
las gargantas infernales.
¡India abismo de pecados!
¡India rica de maldades!
¡India de desventurados!
¡India que con tus ducados
entraron las torpedades! (vv. 401-410)
La obra termina con la participación de Satanás, Carne y Mundo, quienes refuerzan
las quejas de Santo Domingo; estos tres personajes aseveran que en efecto, el Nuevo
Mundo es espacio propicio para los pecados de los conquistadores. El tono es de negativo
y condenatorio desencanto, pues en vez de que América sea el territorio de una nueva y
anhelada Jerusalén se ha convertido en un ámbito de perdición.
Unida a la espléndida edición que Jáuregui hace del texto, como apéndice agrega un
resumen de las otras 22 escenas que componen las Cortes de la Muerte. Como consideración
final, no me queda más que felicitar al investigador por su erudito y muy completo estudio
introductorio y su edición anotada de la obra, y al director de la colección Fuentes para el
estudio de la Literatura Novohispana, José Pascual Buxó, por dar cabida a este texto que,
RESEÑAS
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como pocos, reivindica la presencia del indio americano dentro de la dramaturgia
renacentista.
Universidad Nacional Autónoma de México
MARÍA DOLORES BRAVO ARRIAGA
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