UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE QUERÉTARO ESCUELA DE BACHILLERES “DR. SALVADOR ALLENDE” HISTORIA DE LA FILOSOFÍA II ÁREA: FILOSOFÍA SEMESTRE 4 Lic. Eduardo Elías Pozas PRESENTACIÓN1 Introducción. 1 La ubicación de la materia en el Plan de estudios, en tercer y cuarto semestre, permite al alumno utilizar las herramientas, principios, conocimientos y métodos, obtenidos en los primeros semestres, en las diferentes áreas curriculares de la educación media superior de forma Interdisciplinaria y multidisciplinaria, con la finalidad de relacionar los motivos y propósitos generales de cada una de estas asignaturas en el proceso de su enseñanza aprendizaje. 2 ¿Desde dónde aprendemos, enseñamos, comprendemos y utilizamos en el contexto de la educación media superior, la Historia de la Filosofía? Sobre todo se aprende a formar el pensamiento, es decir a pensar mejor, a analizar los fenómenos del hombre y sus sociedades, a reflexionar sobre todo en tomar mejores decisiones por medio de las ciencias y las disciplinas, a criticar y a proponer dentro de las nuevas formas de vida que deben ser diseñadas con inteligencia, organización y apertura en la evaluación para su desarrollo, buscando siempre la excelencia de ser mejores ciudadanos capaces de transformar positivamente la sociedad en que vivimos. Estos son los fundamentos en que debemos trabajar alumnos y docente, conjuntamente, ya sea para el cumplimiento de poder seguir los estudios universitarios o bien para insertarse adecuadamente a la sociedad a la que pertenecemos. OBJETIVO GENERAL: En base a los conocimientos previos de la Lógica y la Metodología de las asignaturas de esta Área de Filosofía, como fundamentos de la investigación, Historia de la Filosofía I y II, unificarán los criterios y principios filosóficos en la construcción de la ciencia en coordinación con las demás Áreas del conocimiento curricular del Bachillerato, en una constante revisión y evaluación sobre el desarrollo programático en perspectivas de vincular y motivar A LOS ALUMNOS en dicha área, como un apoyo hacia los diversos estudios de profesional a través de la reflexión filosófica sobre los problemas y sus respectivas respuestas que demanda actualmente nuestra sociedad. OBJETIVOS ESPECÍFICOS: 1. Analizar desde las circunstancias histórico-sociales, filosófico-científicas y filosóficopolíticas algunos de los modelos que la razón humana ha decantado para encontrar mejores formas de vida. 2. Integrar a su formación el dominio de conceptos y categorías básicas en la comprensión de sí mismo y de la filosofía en cuanto disciplina humanística: democracia, justicia, libertad, valores. 3. Identificar a la historia de la filosofía como una herramienta teórico-conceptual para el análisis de la vida cotidiana en la que está inmerso. 4. Guiar al alumno hacia una conciencia del mundo y de la vida distinta a la cotidiana. 5. Promover en el alumno la aplicación de un pensamiento riguroso, coherente y sistemático. 6. Aplicar los elementos teórico-metodológicos en la descripción, comparación y análisis de la historia de la filosofía II. 7. Analizar y explicar el porqué de la valoración de ciertas corrientes filosóficas y el rechazo a otras. 8. Analizar a la historia de la filosofía II no como simple enumeración cronológica de opiniones, sino como razón histórica que no sólo existe, sino que se hace, acontece en una circunstancia a la que reacciona y responde. 9. En suma, al final del semestre podrá distinguir las circunstancias históricas (o condicionantes sociales, económicos y políticos) que a lo largo de la historia de la filosofía II han permeado ciertas concepciones del mundo y de la vida. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 2 CONTENIDOS PROGRAMÁTICOS 1 Justificación y ubicación de la interdisciplinariedad y multidisciplinariedad del conocimiento al interior del Área de Filosofía y de las demás Áreas curriculares del plan de estudios de la Escuela de Bachilleres de la Universidad Autónoma de Querétaro. (Problema de la estructura curricular, en cuanto al conocimiento fundamentándose en la Historia de la Filosofía I). 2 Ejes metodológicos resultantes del Renacimiento fundamentalmente con Francis Bacon y Rene Descartes. Problema del método científico entre el racionalismo (Pascal, Leibniz y Spinoza), y el empirismo (Hume, Locke y Berkeley). 3 La Ilustración. Problema de las ideas basadas en la naturaleza para ilustrar y organizar todo, resultando cambios sociales y la enciclopedia. 4 El Idealismo alemán y el Marxismo. Problema de los principios del método para las ciencias sociales y las nuevas conformaciones sociales, políticas y económicas. 5 La Fenomenología y el Existencialismo. Problema del fenómeno como existencia y justificación de valores. 6 Filosofía, ciencia y tecnología. Problema de la valoración de la lógica como fundamento de la construcción del pensamiento, la crítica, la reflexión y la producción científica. 7 Constructivismo y lingüística. Problema de la construcción del método para las diferentes ciencias y disciplinas (bases metodológicas para el método y el lenguaje especializado de profesional). 8 Bases de la Filosofía Latinoamericana. Problema de los fundamentos de la ética profesional desde el enfoque cultural. 9 Bases de los principios y valores de la persona y la sociedad. Problema del valor de la estética. 10 Diferencia entre gnoseología o Teoría del conocimiento y epistemología. Problema de las bases epistemológicas para las ciencias y las disciplinas. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 3 Galileo Galilei 1. Síntesis del Renacimiento Del italiano rinàscita, procedente del francés renaissance, renacimiento, término que ya Giorgio Vasari aplica, en el s. XVI, al «renacimiento» del arte y las letras antiguas.2 Período histórico y cultural, comprendido entre 1350 y 1600, que se caracteriza, en un principio, por ser una «regeneración», «renovación» o «restauración» del gusto artístico de acuerdo con los ideales de la antigüedad clásica y que, posteriormente, se distingue como una renovación de la sociedad en general por el «renacimiento» de la cultura clásica concebido, principalmente, por los autores humanistas; fenómeno propio inicialmente de Italia, se difunde por toda Europa y acaba siendo uno de los pilares sobre los que se asienta la civilización occidental. El término se acuña en el s. XIX, por obra sobre todo de los historiadores Michelet y Burckhardt, quienes también han determinado su significado general. Se discute acerca de su periodización: tanto para las fechas de su comienzo (Petrarca, poeta laureado, en 1341; Cola di Rienzo, que intenta restaurar la república antigua de Roma, en 1347; las conferencias del bizantino Manuel Chrysoloras en Florencia, en 1397) como para las de su finalización (el «saco» de Roma, en 1527; el concilio de Trento, en 1545; la muerte de Bruno, en 1600), así como acerca de si supone en verdad una ruptura de mentalidad con la época inmediata anterior, que los mismos autores renacentistas llaman peyorativamente Edad «Media», y que habría de ser considerada como una época de ignorancia y oscuridad en oposición a la nueva época de conocimiento y luminosidad. La formulación clásica de lo que es el Renacimiento se debe, en principio y sobre todo, a la obra del historiador suizo Jacob Burckhardt, La cultura del renacimiento en Italia (1860). Sus tesis -un nuevo espíritu italiano que se caracteriza por la exaltación del individuo, como hombre y como ciudadano, y de la dignidad del hombre, el interés por leer y comentar los textos literarios antiguos, griegos y romanos, el «descubrimiento del mundo y del hombre» a través de los viajes, la exploración y la observación de la naturaleza, la ruptura con las ideas medievales sobre la sociedad, la naturaleza y la filosofía- han sido, no obstante, parcialmente discutidas por la crítica historiográfica, sobre todo en lo que se refiere al supuesto de ruptura con la Edad Media y a la definición de ésta como época de oscuridades. Se levantó así una controversia sobre el sentido fundamental del Renacimiento y del humanismo renacentista: si uno y otro suponen una ruptura real con la cultura de la Edad Media, uno de cuyos efectos principales sería la revolución científica, o si en realidad los humanistas, principales protagonistas del Renacimiento, han de considerarse sólo un paréntesis -por ser sólo studia humanitatis- en la evolución natural de la filosofía aristotélica medieval hacia la aparición de la ciencia moderna. Pierre Duhem y Marshall Clagett, junto con Gilson, Kristeller, Crombie y otros defienden el segundo punto de vista. La originalidad de la revolución cultural del Renacimiento, en cambio, tal como supone la primera postura, es defendida autorizadamente, entre otros, por Alexandre Koyré y Eugenio Garin. El humanismo es el principal agente del Renacimiento; Garin identifica totalmente ambos conceptos. Francesco Petrarca (1304-1374), amigo de Bocaccio (Sobre la propia ignorancia y la de otros muchos, 1367) es considerado justamente el primer humanista; le siguen Coluccio Salutati, Leonardo Bruni (1370/74-1444), Poggio Bracciolini (1380-1459), todos ellos cancilleres de la ciudad de Florencia; Leon Battista Alberti (14041472), matemático, arquitecto, filósofo y teórico de la belleza en el arte; Gianozzo Manetti (1396-1459), autor de De dignitate et excellentia hominis (1452), el primero de los elogios renacentistas de la dignidad del hombre, escrito contra la concepción medieval de la miseria de la vida humana; Ermolao Barbaro (1453-1493), comentador y traductor de Aristóteles, e impulsor asimismo de sus doctrinas; Lorenzo Valla (1407-1457), Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 4 filósofo y filólogo en la corte de Alfonso de Aragón, en Nápoles, uno de los más célebres humanistas (Sobre el placer, 1431; Sobre el libre albedrío, 1435-1439; Discurso sobre la falsa y engañosa donación de Constantino, 1440; tres libros de Historia de Fernando, rey de Aragón, 1445-1446 ). 1.1. La filosofía del Renacimiento se compone de diversos elementos La tradición mágico-hermética: Los escritos atribuidos a Hermes Trismegistos, el llamado corpus hermeticum, considerados auténticos por la antigüedad y por el cristianismo de los primeros siglos, lo son también para los humanistas, una vez traducidos por Marsilio Ficino, hacia 1460. Ayudan a romper la imagen religiosa medieval del mundo y a construir una nueva, que armoniza la naturaleza, la alquimia, la magia y la religión. Los humanistas aceptan de buen grado estos escritos del «tres veces grande» -en realidad compuestos por filósofos paganos hacia los siglos II y III d.C., que combinan el platonismo, con la simbología cristiana, la gnosis griega y el pensamiento mágico- que, por un lado, hablan de la salvación del hombre a través del propio conocimiento y, con mayor precisión que los libros de la Biblia, de la encarnación del Logos, y, por el otro, de una simpatía por afinidad de todo, del cielo y la tierra, del hombre y la naturaleza, que unifica el cosmos y lo hace comprensible y dominable por el hombre por el poder del conocimiento, según el adagio renacentista «el hombre sabio domina el mundo»; por eso, algunos de ellos son conocidos también como «magos».Se añaden a estos escritos herméticos, los Oráculos Caldeos, escritos en el s. II d.C., que mezclan el culto a los astros, con la magia, el platonismo y las religiones orientales. Compuestos en realidad por Juliano el Teúrgo, pero atribuidos a Zoroastro, a quien se considera también profeta -como a Hermes-, divulgan la «teurgia», o arte de la magia con fines religiosos. Los humanistas consideraron también auténticos los Himnos Órficos -elogios a divinidades-, escritos que contienen una mezcla de doctrinas órficas, estoicas y cristianas antiguas. Además de estos escritos ocultistas, que ponen en comunicación el macrocosmos con el microcosmos, destaca la afición a la astrología, específicamente cultivada en el Renacimiento, basada principalmente en el tratado de Ptolomeo sobre astrología, el Tetrabiblon, y otras obras antiguas recién editadas en aquella época. Destacan como magos italianos Girolamo Fracastoro (1478-1553), médico, filósofo, poeta y astrólogo, considerado el fundador de la moderna epidemiología, y que escribe Sobre la simpatía y la antipatía de las cosas, Girolamo Cardano (1501/06-1575), filosofo, médico y matemático, quien en De subtilitate (1547) y en De rerum varietate (1557) escribe acerca de la «magia natural», y Giambattista Della Porta (1535-1615), filósofo y científico, que cultiva la óptica (De refractione, 1593), la fisiognomía -investigación del carácter de la persona a través del examen de los rasgos del rostro- (Sobre la fisiognomía humana, 1580) y la magia (Magia naturalis sive de miraculis rerum naturalium,1558). Paracelso (1493-1541), nombre que se da a sí mismo el médico suizo Theofrast Bombast von Hohenheim, se interesa también por la magia natural y la iatroquímica, o quimiatría -curación por medios químicos-, y aunque de sus investigaciones, mezcla sincretista de doctrinas teológicas, filosóficas, astrológicas, cabalísticas y alquímicas, surge un cierto interés por la observación y el experimento y la idea de la constitución química del hombre, permanece alejado de los caminos de la verdadera ciencia y será criticado por Bacon. Neoplatonismo renacentista: El Platón que conocen los humanistas está constituido fundamentalmente por los diálogos platónicos que se editan en el s. XV y el neoplatonismo que recoge todas las interpretaciones y tradiciones antiguas añadidas a las doctrinas platónicas: el escepticismo, el eclecticismo de la época helenística, Plotino, el Pseudo-Dionisio y la tradición mágico-hermética. Al platonismo conocido de la Edad Media, se añade toda la tradición platónica de las bizantinos, que llega a Italia en tres ocasiones distintas: a comienzos del s. XIV, con los primeros sabios griegos que llegan a Florencia a enseñar griego a los humanistas; en 1439, con ocasión del concilio de Ferrara-Florencia; en 1453, a causa de la caída de Constantinopla. Con ellos llegan también sus disputas internas acerca de la primacía entre Platón y Aristóteles, sostenidas sobre todo por Jorge Gemisto Plethon (1355-1452), Jorge Scholarios Gennadio (14051492) y Bessarión (1400-1472), que intenta la conciliación (ver filosofía bizantina). Existe también la tradición occidental platónica, de origen medieval (Pseudo-Dionisio y Escoto Eriúgena), cuyo mayor exponente es Nicolás de Cusa, continuada luego por la Academia Florentina. Aparte de Nicolás de Cusa, que no es considerado ni exclusivamente medieval ni propiamente humanista, y que sigue la línea medieval platónica marcada sobre todo por los escritos del Pseudo-Dionisio, los humanistas propiamente platónicos son Marsilio Ficino (1433-1499), iniciador de la Academia Florentina, traductor del Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 5 Corpus Hermeticum, de los Himnos Órficos y, sobre todo, de las obras de Platón (de 1463 a 1477), y Pico de la Mirandola (1463-1494), cultivador además de la cábala, y armonizador de Platón y Aristóteles. Renacentistas aristotélicos: Entre los humanistas se renuevan las tradicionales discusiones en torno a las tres interpretaciones típicas del pensamiento de Aristóteles: la de Alejandro de Afrodisia, la de Averroes y la de Tomás de Aquino. Frente a la interpretación escolástica, difieren en que, puestos a elegir entre la autoridad de Aristóteles y lo que enseña la experiencia, prefieren ésta. Pietro Pomponazzi, el más importante de los humanistas aristotélicos, sigue la interpretación alejandrista en su Tratado sobre la inmortalidad del alma (1516). Otras filosofías helenistas reviven con el Renacimiento: el escepticismo, procedente sobre todo de las traducciones de los textos de Sexto Empírico, es cultivado de un modo peculiar por Michel de Montaigne, en Francia, y el estoicismo de Séneca por Justo Lipsio, que lo divulga por Alemania y Bélgica. Lorenzo Valla (1407-1457), en su Del verdadero y del falso bien, reelaboración de Sobre el placer (1431), sigue la pauta marcada por el epicureismo. Filosofías de la naturaleza renacentistas: El Renacimiento, mediado ya el s. XV, desarrolla sus propios sistemas filosóficos, que representan la culminación del naturalismo humanista: Telesio, Bruno y Campanella, a los que puede unirse el pensamiento ya casi moderno de Leonardo da Vinci. Bernardino Telesio (1509-1588), en su De rerum natura iuxta propia principia [Sobre la naturaleza según sus propios principios] (1565), elimina de la naturaleza todo elemento mágico, critica el enfoque racionalista y teórico que Aristóteles hace de ella, y sostiene que ha de ser entendida a través de la «sensibilidad» en sus propios principios (calor, frío). Giordano Bruno (1548-1600), al contrario que su predecesor, aprovecha todos los elementos mágico-herméticos y cabalísticos, suministrados por Ficino y Pico, y amplía la visión naturalista a un universo infinito en extensión y número que identifica con la divinidad (Del infinito: el universo y los mundos, 1584). Tommaso Campanella (1568-1639), autor de Filosofía demostrada por los sentidos (1591), Del sentido de las cosas y de la magia (1604) y de una Metafísica en 18 libros, intenta una síntesis de metafísica naturalista, teología, magia, astrología y política utópica, y difunde la idea de un conocimiento obtenido por experiencia interior: por sapientia, en su sentido original de «sabor». La sensación es, por tanto, una interiorización que pone en contacto al hombre con la naturaleza; para algunos, se trata de un antecedente del cogito cartesiano. La filosofía política: Los humanistas, literatos y políticos a la vez -algunos de ellos fueron cancilleres de Florencia- muestran un evidente interés por la cosa pública. Por lo demás, el humanismo unió desde el principio el cultivo de las artes (retórica, lógica, filología) con el de la moral y la política. Nicolás Maquiavelo (14691527) es considerado el iniciador de la teoría política moderna, porque identifica su objeto propio e independiente de los principios de la metafísica y la moral. Su naturalismo humanista se manifiesta en el Príncipe (1531) como realismo político: la política trata del hombre tal como es y no del hombre tal como debe ser. De esta actitud realista se aparta la Utopía (1516) de Thomas More (1480-1535); es una defensa en el terreno de lo que no es, pero debería ser, de la comunidad de bienes y de la igualdad humana. A estas aportaciones básicas, hay que añadir la tesis de la soberanía del estado del teórico político Jean Bodin, expuesta en Seis libros sobre la república (1576), en los que defiende el absolutismo de los estados modernos. La revolución científica: El fruto más fecundo del movimiento cultural del Renacimiento es la denominada revolución científica, a saber, el proceso histórico mediante el cual hace su aparición la ciencia moderna, que se inicia con la revolución copernicana, se desarrolla a lo largo del s. XVII con Galileo y Descartes, y culmina con el sistema del mundo y la mecánica clásica de Newton, ya iniciado el s. XVIII. A esta tesis se opone la llamada «rebelión de los medievalistas», que sostienen que la revolución científica no es un producto atribuible a ninguna ruptura intelectual sucedida durante el Renacimiento, sino que es más bien una continuación evolucionada de la ciencia medieval (tesis de P. Duhem, M. Claget, A.C. Crombie y otros). El surgimiento de la ciencia moderna, en el s. XVI, está marcado por la aparición de dos obras: De humani corporis fabrica, de Andrea Vesalio (1514-1564) y De revolutionibus orbium coelestium, de Nicolás Copérnico (1473-1543), ambas del año 1543. La relación que pueda tejerse entre la aparición de la ciencia moderna y las condiciones socioculturales del Renacimiento es una cuestión siempre debatida. A. Rupert Hall, tras distinguir dos posibles tipos de causa (lo referible a un cambio de sociedad, que exige un cambio en la orientación de la ciencia, y lo referible a un cambio en la orientación de la misma ciencia) y enumerar, criticando por Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 6 insuficientes, toda una serie de posibles causas -el cambio de la visión del mundo; el desarrollo de la tecnología (arquitectos, agrimensores, ingenieros, constructores de buques, artilleros); el aumento del comercio y la industria; la vinculación de la ciencia con la cultura técnica y con el protestantismo, en concreto; el florecimiento de ciertas tradiciones medievales, entre ellas la mecánica o el empirismo del s. XIV; el predominio de Platón sobre Aristóteles, por obra sobre todo de los neoplatónicos florentinos, con el aumento del interés por las matemáticas; el posible influjo de la magia sobre la ciencia, que adopta como objetivo el dominio sobre el mundo, y, por último, el cultivo de la ciencia en ámbitos no universitarios-, rechaza la hipótesis de un factor único y dramático -interno o externo- responsable de la evolución científica a comienzos de la Edad Moderna, lo cual equivale a conceder peso e influjo a todos los mencionados, y destaca como factor explicativo de la irrupción de una nueva manera de hacer ciencia el «deseo de proposiciones demostrables acerca del mundo real», las ganas de explicar cómo es realmente el mundo. Francis Bacon 2. El filósofo de la era industrial 2.1. Su vida y su proyecto cultural. Si Galileo, entre otras cosas, reflexionó sobre la naturaleza del método científico; si Descartes, entre otras cosas, propone una metafísica extraordinariamente influyente sobre la ciencia, Bacon en cambio fue el filósofo de la era industrial, porque «ningún otro en su época, y muy pocos durante los trescientos años siguientes, se ocuparon con tanta profundidad y claridad del problema planteado por la influencia que los descubrimientos científicos ejercen sobre la vida humana» (B. Farrington). En la época de Bacon, durante el período que va desde 1575 a 1620, Inglaterra marcha en vanguardia del resto de Europa en los sectores minero e industrial. «La historia de Francis Bacon [...] es la historia de una vida dedicada por completo a una gran idea. Esta idea se apoderó de él cuando no era más que un muchacho, se encarnó a través de las diversas experiencias de su vida y estuvo presente hasta en su lecho de muerte. En la actualidad dicha idea parece obvia, en parte se ha convertido en realidad, en parte ha perdido su esplendor y a menudo ha quedado desnaturalizada. Sin embargo, en tiempos de Bacon constituía una novedad. Consistía simplemente en creer que el saber debía llevar sus resultados a la práctica, la ciencia debía ser aplicable a la industria, los hombres tenían el deber sagrado de organizarse para mejorar y para transformar sus condiciones de vida. Esta idea, que en sí misma es muy grande, recibió gracias al pensamiento de Bacon un desarrollo tan notable que la llevó a iluminar todo el curso de la historia humana. Partiendo de esta nueva idea, Bacon sometió a revisión la cultura humana en su integridad, para descubrir cómo era que había producido tan escasos resultados prácticos y de qué manera podía perfeccionarse» (B. Farrington). En realidad Bacon propuso y defendió las tesis que en la actualidad forman parte integrante de nuestra cultura. Dichas tesis son: «La ciencia puede y debe transformar las condiciones de vida humana; no es una realidad indiferente a los valores de la ética, sino un instrumento construido por el hombre en vista de la realización de los valores de la fraternidad y el progreso; a través de la ciencia donde está vigente la colaboración mutua, la humildad ante la naturaleza, la voluntad de claridad hay que potenciar y fortalecer estos valores; la ampliación del poder del hombre sobre la naturaleza no es nunca obra de un investigador individual, que mantenga en secreto sus resultados, sino que es necesariamente fruto de una colectividad organizada de científicos; el saber siempre posee una función concreta en el seno del mundo histórico, y toda reforma de la cultura es también –siempre- Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 7 una reforma de las instituciones culturales, de las universidades, de las instituciones y, por supuesto, de la mentalidad de los intelectuales» (Paolo Rossi). Francis Bacon nació en Londres, en la York House del Strand, el 22 de enero de 1561. Su padre, sir Nicholas Bacon, era Lord Guardasellos de la reina Isabel, y de este modo Francis se vio introducido en la vida de la corte desde muy niño. Ingresó en la universidad de Cambridge a la edad de doce años y permaneció en el Trinity College hasta 1575. Como los estudios jurídicos eran necesarios para emprender la carrera política, en junio de 1575 Bacon entró en el Gray's Inn de Londres, una escuela de jurisprudencia donde se formaban jurisconsultos y abogados. Enseguida, sin embargo, partió hacia Francia en el séquito del embajador inglés sir Amias Paulet. Recibió una pésima impresión de Francia (el rey era un hombre desarreglado; el país estaba corrompido y mal administrado, era pobre). En 1579 regresó a Londres, a causa de la muerte de su padre. Aunque se esforzó mucho en ello, durante el reinado de Isabel no logró avanzar mucho en su carrera política, si bien en 1584 fue elegido miembro de la Cámara de los Comunes, donde permaneció unos veinte años. Entre 1592 y 1601 destaca la amistad entre Bacon y Robert Devereux, segundo conde de Essex, que protegió a Bacon durante aquellos años. Tal amistad acabó de una forma trágica, porque el conde de Essex fue acusado de traición y de insurrección, y Bacon como experto legal de la Corona defendió dichas acusaciones. El conde, antiguo favorito de la reina, fue condenado a muerte y decapitado. Mientras tanto, en 1603, subió al trono Jacobo I, hombre amante de la cultura y protector de intelectuales. Bajo el reinado de Jacobo I la carrera de Bacon adquirió velocidad y brillantez: fue abogado general en 1607, procurador general de la Corona en 1613, Lord Guardasellos en 1617 y Lord Canciller en 1618. En este mismo año Bacon recibió del rey el título de barón de Verulam, y tres años más tarde, el de vizconde de Saint Albans. A pesar de su trabajo y de las ocupaciones y las preocupaciones políticas, Bacon no descuidó su compromiso intelectual, hasta el punto de que en 1620 publicó su obra más famosa, el Novum Organum que en intención de su autor debía substituir el Organum aristotélico. La obra era presentada como la segunda parte de un proyecto enciclopédico mucho más amplio y ambicioso: la Instauratio Magna, de la cual en 1620 se publicaron, junto con el Novum Organum, la introducción y el plan general. Mientras tanto, en 1621, la carrera de Bacon se vio interrumpida bruscamente y su fama quedó en serio entredicho. En la primavera de 1621 Bacon fue acusado de corrupción ante la Cámara de los Lores. Bacon, que durante toda su vida necesitó mucho dinero, había aceptado dádivas de una de las partes contendientes en un juicio, antes de emitir su sentencia como juez. Por lo tanto, fue acusado de corrupción. 2.2. Los Escritos de Bacon y su significado Los Ensayos son la primera obra de Bacon. Publicados en 1597 por primera vez, consisten en eruditos análisis referentes a la vida moral y política. Se convirtieron en un clásico de la literatura inglesa. Fueron traducidos al latín con el título de Sermones fideles sive interiora rerum. Al año 1603 corresponde el De interpretatione naturae proemium. Jacobo I sube al trono en 1603 y Bacon incluye en su obra anotaciones de carácter autobiográfico, considerando que sus propias cualidades como persona se adaptaban al proyecto de reforma cultural. El De interpretatione naturae proemium es de 1603. El año anterior, sin embargo, Bacon había escrito el Temporis Partus Masculus. El Parto masculino del tiempo es un escrito muy polémico en contra de los filósofos antiguos (Platón, Aristóteles, Galeno, Cicerón), medievales (santo Tomás, Escoto) y renacentistas (Cardano, Paracelso). Todos estos filósofos, en opinión de Bacon, son moralmente culpables de no haber prestado el acatamiento debido a la naturaleza y el necesario respeto por la obra del Creador, que hay que escuchar con humildad e interpretar con la necesaria cautela y paciencia. La filosofía del pasado es estéril y está llena de palabrería. Una crítica similar de la cultura tradicional volverá a aparecer varias veces en las obras posteriores de Bacon, entre otras, en el Valerius Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 8 Terminus (1603), los Cogitata et visa (1607-1609), la Redargutio Philosophiarum (1608), la Descriptio Globi Intellectualis (1612). Es de 1605 el trabajo titulado Of Proficience and Advancement of Learning, Human and Divine (De la dignidad y el progreso del saber humano y divino). Esta obra, que será ampliada en 1623, es una especie de defensa y de elogio del saber; en el segundo libro de la misma se analiza el estado de decadencia del saber; se proyecta una enciclopedia del saber dividido en historia (que se basa en la facultad de la memoria), poesía (basada en la fantasía) y ciencia (basada en la razón). De 1607 son los Cogitata et visa; en 1609 entrega a la imprenta el De Sapientia Veterum, donde mediante la interpretación de algunos mitos de la antigüedad- el autor presenta al público docto las doctrinas de la nueva filosofía. Probablemente en 1608 Bacon da comienzo al Novum Organum, en el que vuelve a utilizar nociones elaboradas en obras precedentes no publicadas. En esta obra, que vio la luz en 1620, Bacon trabajó durante casi diez años y la presentó como segunda parte de la Instauratio Magna, un proyecto no realizado cuyo plan era el siguiente: 1) División de las ciencias; 2) Nuevo órgano, o indicios para la interpretación de la naturaleza; 3) Fenómenos del universo, o historia natural y experimental para construir la filosofía; 4) Escala del intelecto; 5) Pródromos o anticipaciones de la filosofía segunda; 6) Filosofía segunda o ciencia activa. Bacon consideró al Novum Organum como segunda parte del proyecto, y el De Dignitate et augmentis scientiarum (1623) como la primera parte. Este último escrito es la traducción latina ampliada del Of Proficience and Advancement of Learning, Human and Divine. La tercera parte de la Instauratio está representada por la Historia naturalis et experimentalis ad condendam philosophiam sive phenomena universi, publicada en 1622 y 1623 en dos volúmenes que contienen una Historia ventorum y una Historia vitae et mortis. En 1624 Bacon revisa el texto del New Atlantis (la Nueva Atlántida), donde «sueña con una constitución en la que el favor más ilimitado y el interés más pródigo, que se concedan a los nuevos métodos de la investigación científica y de la experimentación aplicada a todas las ramas de lo cognoscible permitan un estado tan elevado de florecimiento y de bienestar, que no carezca ya ningún dolor de su remedio adecuado, ni haya deseo humano que no se vea satisfecho de la forma oportuna». De una manera más específica, «las páginas de la Nueva Atlántida que describen las fundaciones científicas, los institutos de investigación, la actividad laboriosa y la fraterna cooperación entre los sabios, se nos aparecen [... como la manifestación proyectada en el plano de la utopía- de las esperanzas más elevadas de Francis Bacon» (Paolo Rossi). Lo cierto es que «con Bacon da comienzo, en la historia de Occidente, una nueva atmósfera intelectual. Bacon quiere ser el buccinator o heraldo de esta novedad. Indagó y escribió acerca de la función de la ciencia en la vida y en la historia humana; formuló una ética de la investigación científica que se contraponía de manera tajante a la mentalidad de carácter mágico que, todavía en sus años, dominaba ampliamente; trató de elaborar teóricamente una nueva técnica de enfoque de la realidad natural; edificó las bases de aquella moderna enciclopedia de las ciencias que se convertirá en una de las empresas más importantes de la filosofía europea. La liberación con respecto a los idola, la separación entre lo que humanamente se pueda descubrir y el dogma religioso, la identificación de la metafísica con una “física generalizada” basada en la historia natural, el materialismo atomista, la valorización de la técnica y la polémica contra el empirismo ciego de los magos y los alquimistas, el ideal cooperativo de la investigación científica, la identificación de la búsqueda de la verdad con la búsqueda de mejores condiciones de vida para el hombre, la carga de responsabilidad que se atribuye a la investigación científica: Bacon ayudó de forma muy notable al planteamiento y la propagación de ideas como éstas, y con razón puede afirmarse que también a aquel que “escribía de filosofía como un Lord Canciller” (de acuerdo con la conocida expresión de Harvey) se le ha de otorgar un lugar de Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 9 relieve, no sólo en la historia de la filosofía, sino también en el desarrollo del saber científicos (Paolo Rossi). 2.3. Anticipaciones e interpretaciones de la naturaleza Al comienzo del primer libro del Novum Organum, Bacon escribe lo siguiente: «El hombre, ministro e intérprete de la naturaleza, hace y entiende en la medida en que haya observado el orden de la naturaleza, mediante la observación de la cosa o con la actividad de la mente; no sabe ni puede nada más.» Por lo tanto, continúa Bacon, «coinciden la ciencia y la potencia humana, ya que la ignorancia de la causa impide el efecto, y a la naturaleza sólo se la puede mandar si se la obedece: lo que en la teoría desempeña el papel de causa, en la actividad práctica se convierte en regla». Por lo tanto, se puede actuar sobre los fenómenos, es posible intervenir con eficacia sobre ellos, con la única condición de que se conozcan sus causas. Ahora bien, es cierto que «el mecánico, el matemático, el alquimista y el mago» se ocupan de la naturaleza y tratan de comprender sus fenómenos, pero también es cierto señala Bacon- que se han ocupado de ello «todos, al menos hasta ahora, con una energía limitada y con escaso éxito». Por consiguiente sería necio y contradictorio pensar que todo lo que hasta el momento no se había logrado hacer, pueda hacerse en el futuro sin recurrir a métodos nuevos y aún no ensayados. El hecho es que nosotros admiramos las fuerzas de la mente humana, pero no le proporcionamos al ingenio del hombre una ayuda auténtica. La mente tiene necesidad de tales ayudas, porque «la finura de las operaciones de la naturaleza superan infinitamente a los sentidos y al intelecto». Si lo dicho hasta ahora es cierto, entonces se vuelve evidente que no se contribuiría en absoluto al progreso de las ciencias. Tanto es así, que «sería inútil esperar una gran renovación de las ciencias mediante la superposición y la introducción de lo nuevo sobre lo viejo: es necesario llevar a cabo una completa instauración del saber, comenzando por los fundamentos mismos de las ciencias, si no queremos limitarnos a dar vueltas en círculo, con un avance muy escaso y prácticamente inexistente». Lo más urgente, pues, es instaurar el saber «empezando por los fundamentos mismos de las ciencias». Esta labor imprescindible y radical tiene dos fases: la primera (la pars destruens) consiste en desembarazar la mente de aquellos ídolos (idoler) o falsas nociones que han invadido el intelecto humano; la segunda (la pars construens) consiste en la exposición y la justificación de las reglas del único método que puede volver a poner en contacto a la mente humana con la realidad y que es el único que sirve para establecer un novum commercium mentis et rei. 2.4. La teoría de los ídolos «Los ídolos y las nociones falsas que han invadido el intelecto humano, echando profundas raíces, no sólo bloquean la mente humana de un modo que dificulta el acceso a la verdad, sino que, aunque tal acceso pudiese producirse, continuarían perjudicándonos incluso durante el proceso de instauración de las ciencias, si los hombres, teniéndolo en cuenta, no se decidiesen a combatirlos con todo el denuedo posible.» Por lo tanto, la primera función de la teoría de los ídolos consiste en hacer que los hombres tomen conciencia de aquellas nociones falsas que entorpecen su mente y que les impiden el camino hacia la verdad. En pocas palabras, descubrir dónde están los ídolos es el primer paso que hay que dar para poder desembarazarse de ellos. ¿Cuáles son estos ídolos? Bacon responde en estos términos a dicho interrogante: «La mente humana se ve sitiada por cuatro géneros de ídolos. Con un objetivo didáctico, los denominaremos respectivamente ídolos de la tribu, ídolos de la cueva, ídolos del foro e ídolos del teatro. Sin ninguna duda, el medio más seguro para expulsar y mantener alejados los ídolos de la mente humana consiste en llenarla con axiomas y conceptos producidos a través del método correcto que es la verdadera inducción. Sin embargo, descubrir cuáles son los ídolos representa ya un gran beneficio». 2.4.1. Los ídolos de la tribu («idola tribus») «están fundamentados en la misma naturaleza humana y sobre la familia humana misma o tribu [.... El intelecto humano es como un espejo desigual con respecto a los rayos de las cosas; mezcla su propia naturaleza con la de las cosas, que deforma y Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 10 transfigura». Por ejemplo, el intelecto humano «por su estructura misma» se ve empujado a suponer que en las cosas existe «un mayor orden» que el que poseen en realidad. «El intelecto... se imagina paralelismos, correspondencias y relaciones que en realidad no existen. Así surgió la idea de que “en los cielos todo movimiento se produce siempre de acuerdo con círculos perfectos”, nunca (excepto de nombre) según espirales o en forma de serpentín.» Más aún: «El intelecto humano, cuando encuentra una noción que lo satisface porque la considera verdadera o porque es convincente y agradable, lleva todo lo demás a legitimarla y a coincidir con ella. Y aunque sea mayor la fuerza o la cantidad de las instancias contrarias, se las menosprecia sin tenerlas en cuenta, o se las confunde a través de intenciones y se las rechaza, con perjuicio grave y dañoso, para mantener intacta la autoridad de sus primeras afirmaciones.» En pocas palabras: el intelecto humano tiene el vicio que hoy calificaríamos como errónea tendencia verificacionista, opuesta a la adecuada actitud falsacionista, para la cual, si se quiere que haya progreso científico, hay que estar dispuestos a descartar una hipótesis, una conjetura o una teoría siempre que se hallen hechos contrarios a ella. Sin embargo, las perniciosas tendencias del intelecto no se limitan a suponer unas relaciones y un orden de los que carece este complejo mundo, sino que tampoco tienen en cuenta los casos contrarios. El intelecto se ve llevado asimismo a atribuir con superficialidad aquellas cualidades que posee una cosa que te ha impresionado con profundidad a otros objetos que, en cambio, no las poseen. En definitiva, «el intelecto humano no sólo es luz intelectual, sino que padece el influjo de la voluntad y de los afectos, y esto hace que las ciencias sean como se quiera. Ello sucede porque el hombre cree que es verdad aquello que prefiere y rechaza las cosas difíciles debido a su poca paciencia para investigar; evita la realidad pura y simple, porque deprime sus esperanzas; substituye por supersticiones las supremas verdades de la naturaleza; la luz de la experiencia, por la soberbia y la vanagloria ...; las paradojas las elimina, para ajustarse a la opinión del vulgo; y de modos muy numerosos y a menudo imperceptibles, el sentimiento penetra en el intelecto y lo corrompe». Los sentidos engañadores también nos plantean obstáculos: con frecuencia «la especulación se limita [... al aspecto visible de las cosas, y falta -o se reduce a muy poco- la observación de lo que hay en ellas de invisibles. «El intelecto humano, por su propia naturaleza, tiende a las abstracciones, e imagina que es estable aquello que, en cambio, es mutable.» Estos son, por consiguiente, los ídolos de la tribu. 2.4.2. Los ídolos de la cueva («idola specus») «proceden del sujeto individual. Cada uno de nosotros, además de las aberraciones propias del género humano, posee una cueva o gruta particular, en la que se dispersa y se corrompe la luz de la naturaleza; esto sucede a causa de la propia e individual naturaleza de cada uno; a causa de su educación y de la conversación con los demás, o debido a los libros que lee o a la autoridad de aquellos a quienes admira u honra; o a causa de la diversidad de las impresiones, según que éstas se encuentren con que el ánimo está ocupado por preconceptos, o bien se encuentra desocupado y tranquilo». El espíritu de los individuos «es diverso y mudable, y resulta casi fortuito». Por ello, escribe Bacon, Heráclito no se equivocaba al afirmar: «Los hombres van a buscar las ciencias en sus pequeños mundos, no en el mundo más grande, idéntico para todos.» Los ídolos de la cueva, por lo tanto, «tienen [... su origen en la naturaleza específica del alma y del cuerpo del individuo, de la educación y de los hábitos de éste, o de otros azares fortuitos». 2.4.3. Los ídolos del foro o del mercado («idola fori»). Bacon escribe: «También hay ídolos que dependen, por así decirlo, de un contacto o del recíproco contacto entre los integrantes del género humano: los llamamos ídolos del foro, refiriéndonos al comercio y a la relación entre los hombres.» En realidad «la vinculación entre los hombres tiene lugar a través del habla, pero los nombres se imponen a las cosas de acuerdo con la comprensión del vulgo, y esta deforme e inadecuada adjudicación de nombres es suficiente para conmocionar extraordinariamente el intelecto. Para recuperar la relación natural entre el intelecto y las cosas, tampoco sirven todas aquellas definiciones y explicaciones que a menudo emplean los sabios para precaverse y defenderse en ciertos casos». En opinión de Bacon, los ídolos del foro son los más molestos de todos «porque se insinúan ante el intelecto mediante el acuerdo de las palabras; pero también sucede que las palabras se retuercen y reflejan su fuerza sobre el Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 11 intelecto, lo cual convierte en sofísticas e inactivas la filosofía y las ciencias». Los ídolos que penetran en el intelecto a través de las palabras son de dos clases: se trata de nombres de cosas inexistentes (por ejemplo, la suerte, el primer móvil, etc.), o bien son nombres de cosas que existen, pero confusos e indeterminados, y abstraídos de manera impropia de las cosas. 2.4.4. Los ídolos del teatro («idola theatri») «entraron en el ánimo de los hombres por obra de las diversas doctrinas filosóficas y a causa de las pésimas reglas de demostración». Bacon les llama ídolos del teatro porque considera «todos los sistemas filosóficos que han sido acogidos o elaborados como otras tantas fábulas aptas para ser representadas en un escenario y útiles para construir mundos de ficción y de teatro». No sólo hallamos fábulas en las filosofías actuales o en las «sectas filosóficas antiguas», sino también en «muchos principios y axiomas de las ciencias que fueron afirmados por tradición, fe ciega y descuido». Bacon con todo esto no pretende ser infiel a los antiguos ni dañar su respetabilidad. Según él, se trata de un nuevo método, desconocido para los antiguos, que permite a ingenios menos notables que los antiguos llegar mucho más allá en sus resultados: «También un cojo, si se halla en el buen camino, puede superar a un corredor que se haya salido de su ruta; porque quien está fuera de la ruta, cuanto más rápido corre, más se aparta y yerra.» Hemos llegado así al momento en que debemos exponer cuáles son, para Bacon, el verdadero objetivo de la ciencia y el verdadero método de investigación. 2.5. Sociología del conocimiento, hermenéutica y epistemología, y su relación con la teoría de los ídolos No obstante, antes de hablar del método inductivo de Bacon, quizás resulte oportuno recordar que Karl Mannheim, ha escrito que «la teoría [... de los ídolos puede considerarse, al menos hasta cierto punto, como un precedente del moderno concepto de ideología. Los ídolos eran apariencias o preconceptos y se dividían, como sabemos, en procedentes de la tribu, de la cueva, del mercado y del teatro. Todas estas fuentes de error provienen de la naturaleza humana misma o de los individuos particulares. Pueden ser atribuidos a la sociedad o a la tradición. En cualquier caso, los ídolos constituyen obstáculos en el camino hacia el verdadero conocimiento. Existe, sin duda, una cierta conexión entre el moderno término “ideología” y el término que Bacon utilizó para indicar una fuente de error. Además, el hecho de que la sociedad y la tradición puedan convertirse en fuente de error constituye una anticipación directa del punto de vista sociológico». Por su parte, Hans-Georg Gadamer, el más famoso experto contemporáneo en hermenéutica (o teoría de la interpretación), aunque crítico con respecto a las «desilusionadoras» propuestas metodológicas de Bacon, sostiene que «el resultado de su [de Bacon] labor consiste más bien en haber investigado de manera global los prejuicios que aprisionan el espíritu humano y le apartan del verdadero conocimiento de las cosas; esto es, haber realizado una metódica autopurificación de la mente, que representa más una disciplina (en el sentido latino) que una metodología en sentido estricto. La famosa doctrina de Bacon acerca de los prejuicios tiene la relevancia de haber sido la primera que hizo posible una utilización metódica de la razón. Se interesa precisamente por este punto, en la medida en que formula explícitamente -aunque con el propósito de una exclusión crítica- determinados momentos de la experiencia concreta que no se hallan ordenados teleológicamente hacia el objetivo de la ciencia. Boyle, los fundadores de la Royal Society, Gassendi en la Europa continental, y el propio Newton, se consideraron seguidores y continuadores del método de Bacon». Lo mismo sucedió con Darwin. 2.6. El objetivo de la ciencia: el descubrimiento de las formas Una vez que la mente se ha desembarazado de los ídolos, cuando el espíritu se ve libre de las apresuradas anticipaciones de la naturaleza, el hombre -en opinión de Bacon- puede ceñirse al estudio de la misma. «La obra y el propósito de la potencia humana reside en el engendrar e introducir en un cuerpo determinado una nueva naturaleza, o varias naturalezas distintas. La obra y el propósito de la ciencia humana reside en el descubrimiento de la forma de una naturaleza en particular, es decir, su verdadera diferencia, o naturaleza naturante, o fuente de emanación.» Este pasaje central del Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 12 pensamiento de Bacon requiere ciertas aclaraciones. Ante todo: ¿qué quería decir Bacon mediante la expresión «generar e introducir en un cuerpo determinado una nueva naturaleza»? Estos son los proyectos que ejemplifican la idea de Bacon: un proyecto para realizar aleaciones de metales con diversos propósitos; para hacer más transparente, o irrompible, el cristal; para conservar los limones, las naranjas o las cidras durante el verano, o para que maduren con más rapidez los guisantes, las fresas o las cerezas. Otro proyecto suyo consistía en tratar de obtener -a través del hierro unido con el sílice o algún otro mineral- un metal menos pesado que el hierro y resistente ante la herrumbre. Bacon veía en tal compuesto (el acero actual) los siguientes empleos: «en primer lugar, para los utensilios de cocina, asadores, hornillos, hornos, ollas, etc.; en segundo lugar, para instrumentos bélicos, piezas de artillería, rastrillos a la entrada de los castillos, rejas, cadenas, etc.» Estos ejemplos nos dan a entender qué entendía Bacon por «introducir una nueva naturaleza en un cuerpo determinado.» También nos permiten comprender la afirmación de Bacon según la cual «la obra y el propósito de la potencia humana reside en el engendrar e introducir en un cuerpo determinado una nueva naturaleza, o varias naturalezas distintas». Todo esto hace referencia a la primera parte del pasaje de Bacon. En la segunda, se establece que «la obra y el fin de la ciencia humana reside en el descubrimiento de la forma de una naturaleza en particular, es decir, su verdadera diferencia, o naturaleza naturante, o fuente de emanación». Bacon halla en Aristóteles la doctrina de las cuatro causas necesarias para la comprensión de una cosa. Se trata de las causas material, eficiente, formal y final. Si consideramos una estatua, por ejemplo, podremos comprenderla si entendemos de qué está hecha (causa material: el mármol, por ejemplo); quién la hizo (causa eficiente: por ejemplo, el escultor); su forma (causa formal: la idea que el escultor esculpe en el mármol); y el motivo por el que fue hecha (causa final, verbigracia, la razón que empujó a hacerla al escultor). Pues bien, Bacon coincide con Aristóteles en el hecho de que «el verdadero saber es el saber mediante causas». Sin embargo, agrega, entre tales causas «la final se halla tan lejos de aprovechar a las ciencias, que más bien las corrompe; puede valer sólo para el estudio de las acciones humanas»; y por otra parte, la causa eficiente y la materia «como causas remotas e independientes del proceso latente que lleva a la forma, son causas extrínsecas y superficiales, y que casi carecen de importancia para la ciencia verdadera y activa». Por lo tanto, sólo queda la causa formal. Esta es la que debemos conocer si queremos introducir nuevas naturalezas en un cuerpo determinado. «Un hombre que conozca las formas puede descubrir y obtener efectos jamás conseguidos con anterioridad; efectos que las mutaciones naturales, el azar o la experiencia y la laboriosidad de los hombres nunca produjeron y que tampoco habría podido prever la mente humana.» Conocer las formas de las diversas cosas o naturalezas quiere decir, en suma, penetrar en los íntimos secretos de la naturaleza y otorgarte poder sobre ésta. Bacon opinaba que estos secretos de la naturaleza no eran demasiados en comparación con la gran variedad y riqueza de fenómenos tan diversos en apariencia. En el fondo, Bacon pretendía adueñarse de aquel alfabeto de la naturaleza que a continuación permitiría entender las expresiones de su lenguaje, es decir, los fenómenos tan variados. En otras palabras: las palabras del lenguaje de la naturaleza serían los fenómenos, y las letras del alfabeto serían las formas, pocas y simples. Comprender la forma significa, por consiguiente, comprender la estructura de un fenómeno y la ley que regula el proceso que le es peculiar. Los acontecimientos se producen de acuerdo con una ley, y «en las ciencias dicha ley -su investigación, su descubrimiento y su explicación- es la que sirve como fundamento del saber y del obrar. Bajo el nombre de forma entendemos esta ley y sus artículos». «Quien conozca la forma, abraza la unidad de la naturaleza incluso en las materias más desemejantes [...]. Por eso, del descubrimiento de las formas se sigue la verdad en las especulaciones y la libertad en el obrar.» Casi podría llegarse a decir que, con estas especulaciones, Bacon ha vislumbrado en cierto modo la realidad del bioquímico o, incluso, la aventura de los físicos atómicos contemporáneos. 2.7. La inducción por eliminación Una vez que la mente se ha purificado de los ídolos y que se ha fijado como verdadero objetivo del saber el conocimiento de las formas de la naturaleza, es necesario establecer cuáles son los caminos Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 13 o los procedimientos, cuál es el método mediante el cual resulta alcanzable dicho objetivo. Según Bacon, éste es alcanzable si se lleva a cabo un procedimiento investigador en dos partes: «La primera consiste en extraer y hacer surgir los axiomas desde la experiencia, y la segunda, en deducir y derivar nuevos experimentos procedentes de los axiomas.» ¿Qué hay que hacer para extraer y hacer surgir los axiomas de la experiencia? En opinión de Bacon, hay que seguir el camino de la inducción, pero de una «inducción legítima y verdadera, que constituye la clave misma de la interpretación», y no de la inducción aristotélica. Bacon nos dice que ésta no es más que una inducción por simple enumeración de casos particulares; «pasa muy velozmente por sobre la experiencia y los fenómenos particulares»; desde pocos hechos particulares -ajustándose a la equivocada tendencia de la mente a elevarse de inmediato hasta los principios más abstractos, partiendo de experiencias muy escasas- «constituye enseguida, desde el comienzo, conceptos tan generales como inútiles». La inducción de Aristóteles sobrevolaría los hechos, mientras que la propuesta por Bacon -una inducción por eliminación- estaría en condiciones de asir la naturaleza, la forma o la esencia de los fenómenos. A criterio de Bacon, la investigación de las formas procede de la manera siguiente. Ante todo, cuando se indaga sobre una naturaleza, por ejemplo el calor, «debemos citar, ante el intelecto, a todas las instancias conocidas que coincidan en una misma naturaleza, aunque se encuentren en materias muy diversas». Así, si buscamos la naturaleza del calor, hemos de compilar una tabla de presencia (tabula praesentiae), en la que se registren todos los casos o instancias en que se presenta el calor: «I) los rayos del Sol, sobre todo en el verano y al mediodía; 2) los rayos del Sol que se reflejan y se reúnen en un espacio reducido, como sucede entre montañas, entre paredes o, mejor aún, en los espejos ustorios; 3) los meteoros incandescentes; 4) los rayos ardientes; 5) las erupciones de las llamas en los cráteres de las montañas, etc.; 6) las llamas; 7) los cuerpos encendidos; 8) los baños termales naturales; [...] 18) la cal viva, al ser rociada con agua; [...] 20) los animales, sobre todo, y siempre, en su parte interior; etc.» Una vez que se ha compilado la tabla de presencia, se compila la tabla de ausencia (tabula declinationis sive absentiae in proximo), donde se registran los casos próximos, es decir, afines a los precedentes, pero en los que el fenómeno -el calor, en nuestro caso- no está presente: cosa que sucede en los rayos de la Luna (que son luminosos como los del Sol, pero no son cálidos), los fuegos fatuos, los fuegos de Santelmo (fenómeno de fosforescencia marina), y así sucesivamente. Una vez acabada la tabla de ausencias, se pasa a compilar la tabla de los grados (tabula graduum), en la que se registran todos los casos e instancias en que el fenómeno se presenta con mayor o menor intensidad. En el caso que nos ocupa habrá que prestar atención al variar del calor en el mismo cuerpo, según le coloque en ambientes diversos o en condiciones particulares. Provisto de estas tablas Bacon lleva a cabo la inducción en sentido estricto, de acuerdo con el procedimiento de la exclusión o la eliminación. «El objetivo y la función de estas tres tablas -escribe Bacon- consiste en citar instancias ante la presencia del intelecto [...]. Realizada la citación, hay que poner en práctica la inducción misma.» Dios, «creador e introductor de las formas», y «quizás también los ángeles y las inteligencias celestiales», poseen «la facultad de aprehender las formas de manera inmediata por una vía afirmativa y desde el comienzo de la especulación». Esta facultad, sin embargo, el hombre no la posee, y a él «sólo le está permitido avanzar primero por una vía negativa, y sólo al final -después de un proceso completo de exclusiónpasar a la afirmación». La naturaleza, por lo tanto, debe ser analizada y descompuesta a través del fuego de la mente, «que es un fuego casi divino». Más en detalle, ¿en qué consiste el procedimiento por exclusión o eliminación? Por «exclusión» o «eliminación» Bacon entiende exactamente la exclusión o eliminación de la hipótesis falsa. Retomemos el ejemplo de la investigación de la naturaleza del calor. De acuerdo con las tablas de presencia, de ausencia y de grados, el investigador debe excluir o eliminar como propias de la forma o naturaleza naturante del calor todas aquellas cualidades que no posee algún cuerpo cálido, las cualidades poseídas por los cuerpos fríos y las que permanecían invariables ante un incremento del calor. Con objeto de exponerlo con mayor claridad aún, y siguiendo aquí a Farrington, a propósito de la investigación de la naturaleza del calor el procedimiento por exclusión podría adquirir Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 14 la siguiente marcha argumentativa: ¿es el calor únicamente un fenómeno celeste? No, también son cálidos los fuegos terrestres. ¿Es, entonces, sólo un fenómeno terrestre? No, puesto que el Sol es cálido. ¿Son cálidos todos los cuerpos celestes? No, ya que la Luna es fría. ¿Depende acaso el calor de que en el cuerpo cálido se dé la presencia de una determinada parte constitutiva, como podría ser el antiguo elemento llamado «fuego»? No, por la causa de que cualquier cuerpo puede ser calentado por fricción. ¿Dependerá entonces de la composición específica de los cuerpos? No, dado que puede calentarse cualquier cuerpo, con independencia de su composición. Se continúa así, hasta llegar a una «primera vendimia» (vindemiatio prima), es decir, a un primera hipótesis coherente con los datos expuestos en las tres tablas y cribados mediante el procedimiento selectivo de la exclusión. En lo que concierne al ejemplo del calor, Bacon llega a la conclusión siguiente: «El calor es un movimiento expansivo, constreñido, que se desarrolla según las partes menores. » Al proceder de este modo en la búsqueda de la verdad, Bacon se internaba por un camino distinto al de los empíricos y al de los racionalistas: «Los que se ocuparon de las ciencias fueron empíricos y dogmáticos. Los empíricos, al igual que las hormigas, acumulan y consumen. Los racionalistas, como las arañas, producen por sí mismos su tela. La vía intermedia es la de las abejas, que obtienen la materia prima en las flores de los jardines y de los campos, transformándola y digiriéndola en virtud de su propia capacidad. Es semejante la labor de la filosofía verdadera, que no se debe servir única o principalmente de las fuerzas de la mente; la materia prima que obtiene de la historia natural y de los elementos mecánicos no debe conservarse intacta en la memoria, sino que el intelecto tiene que transformarla y trabajarla. Así, nuestra esperanza reside en la unión cada vez más estrecha y más sólida de ambas facultades, la experimental y la racional, que hasta ahora no se ha puesto en práctica.»3 DESCARTES: 3. «El fundador de la filosofía moderna» 3.1. La unidad del pensamiento de Descartes Alfred N. Whitehead escribió que «la historia de la filosofía moderna es la historia del desarrollo del cartesianismo en su doble faceta de idealismo y de mecanicismo». Para Whitehead, los temas implicados en la res cogitans y la res extensa de Descartes son los que determinan de un modo decisivo los desarrollos de la filosofía moderna. Por su parte, Bertrand Russell afirmó que es justo considerar que Descartes es «el fundador de la filosofía moderna». Descartes, dice Russell, «es el primer pensador de alta capacidad filosófica cuya perspectiva está profundamente influida por la nueva física y la nueva astronomía. Es verdad que aún conserva mucho de escolástico, pero no acepta los cimientos edificados por sus predecesores y se esfuerza por construir ex novo un edificio filosófico completo. Esto ya no ocurría desde la época de Aristóteles y es un síntoma de la nueva confianza que los hombres tienen en sí mismos, engendrada por el progreso científico. En su trabajo encontramos un frescor que no se halla en ningún filósofo precedente -aunque sean notables- desde los tiempos de Platón. Durante ese período de tiempo, los filósofos habían sido maestros, con la actitud de superioridad profesional que lleva consigo ese atributo. En cambio, Descartes no escribe como un maestro, sino como un descubridor y un explorador, ansioso de comunicar aquello que ha encontrado. Posee un estilo fácil y nada pedante, que se dirige a todos los hombres inteligentes del mundo y no a alumnos. Además, se trata de un estilo Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 15 realmente excelente. Es una fortuna para la filosofía moderna que su pionero haya poseído un estilo literario tan admirable. Sus sucesores, tanto en el continente como en Inglaterra, conservaron hasta Kant su carácter no profesoral, y bastantes de ellos también conservaron algunos de sus méritos estilísticos». Kepler y Galileo estaban profundamente convencidos (convicción ésta de orden metafísico) de que la estructura del mundo constituía una estructura de tipo esencialmente matemático, y de que el pensamiento matemático estaba por consiguiente en condiciones de penetrar en la armonía del universo. «El punto de vista de Descartes no podría describirse mejor que diciendo que, al llevar tal concepción hasta sus últimas consecuencias, identificó virtualmente la matemática con la ciencia de la naturaleza. La ciencia de la naturaleza posee un carácter matemático no sólo en su sentido más amplio, según el cual la matemática le sirve de ayuda, cualquiera que sea su función, sino también en el sentido mucho más restringido según el cual la mente humana produce el conocimiento de la naturaleza con sus propias fuerzas, del mismo modo que produce la matemáticas (E. J. Dijksterhuis). En el proyecto filosófico de Descartes se hallan estrechamente vinculados y son sólidamente interfuncionales método, física y metafísica. En efecto, Descartes está convencido -como lo manifiesta en sus Principios de filosofía- de que el saber en conjunto, esto es, «toda la filosofía, es como un árbol cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física, y las ramas que proceden del tronco son todas las demás ciencias». W. Whewell dijo con mucha agudeza que «los descubridores físicos se han diferenciado de los especuladores estériles no porque en sus cabezas no tuviesen ninguna metafísica, sino por el hecho de que tenían una metafísica correcta, mientras que sus adversarios tenían una equivocada; y además, porque vincularon su metafísica con su física, en vez de mantenerlas separadas entre sí». La metafísica cartesiana, señala Joseph Agassi, es una metafísica correcta porque, por una parte, logra interpretar los resultados más destacados de la ciencia de su época, y por otra -al decir de qué está hecho el mundo y cómo está hecho- ha constituido el paradigma o, si se prefiere, el programa de investigación que influyó en la ciencia posterior. En este sentido el mecanicismo cartesiano demostró ser una metafísica influyente y fecunda para la investigación, no sólo física sino también biológica y fisiológica, puesto que el cuerpo humano es una máquina y el animal no es más que un autómata. No obstante, ¿cuál es la metafísica de Descartes? Como veremos, el fundamento del sistema metafísico cartesiano se encuentra en la identidad de materia y espacio. Tal principio nos lleva de inmediato a una serie de consecuencias: «a) el mundo tiene una extensión infinita; b) está constituido en todas sus partes por la misma materia; c) la materia es infinitamente divisible; d) el vacío, es decir, un espacio que no contenga ninguna materia, es una noción contradictoria y, por lo tanto, imposible.» La metafísica, pues, nos dice de qué y cómo está hecho el mundo. Por consiguiente, la ciencia afirma Descartes en las Regulae ad directionem ingenii- se ocupará «sólo de aquellos objetos sobre los cuales nuestro espíritu parece capaz de adquirir conocimientos ciertos e indudables». La metafísica preestablece al científico qué debe buscar, qué problemas son relevantes o no, y a qué tipo de leyes hay que llegar. Para ello se necesita un método: «El método es necesario para buscar la verdad. El método en su totalidad consiste en el orden y la disposición de las cosas hacia las cuales es preciso dirigir la fuerza del espíritu para descubrir alguna verdad. Lo seguiremos exactamente, si reconducimos gradualmente las proposiciones complicadas y obscuras hasta las más simples, y si a continuación, partiendo de las intuiciones más simples, nos elevamos por los mismos grados al conocimiento de todas las demás.» Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 16 3.2. Su vida y sus obras «Acostumbro a llamar los escritos de Descartes -afirma Leibniz- el vestíbulo de la verdadera filosofía, porque, aunque no haya llegado a su núcleo íntimo, se le ha aproximado más que ningún otro, con la única excepción de Galileo, de quien el cielo consintió que recibiésemos todas sus meditaciones sobre diversos temas que un destino adverso había reducido al silencio. Quien lea a Galileo y a Descartes se hallará en una posición mejor para descubrir la verdad, que si hubiese explorado el género entero de los autores comunes.» Se trata del juicio ponderado de un gran filósofo sobre otro gran filósofo, que nos da la exacta medida de la personalidad de Descartes, calificado con toda razón de «padre de la filosofía moderna». En efecto, su figura marcó un giro radical en el terreno del pensamiento, debido a la crítica a que sometió la herencia cultural, filosófica y científica de la tradición, y por los nuevos principios sobre los que edificó un tipo de saber que ya no se centraba en el ser o en Dios, sino en el hombre y en la racionalidad humana. René Descartes (Cartesius) nació en La Haye (Turena), el 31 de marzo de 1596, el año de la publicación del Mysterium cosmographicum de Kepler. De familia noble -su padre, Joachim, era consejero del parlamento de Bretaña- fue muy pronto enviado al colegio jesuita de La Flèche en Anjou, que era uno de los centros de enseñanza más famosos de su tiempo. Allí recibió una sólida formación filosófica y científica, de acuerdo con la ratio studiorum de la época, ratio que abarcaba seis años de estudios humanísticos y tres de matemática y de teología. Aquella enseñanza -inspirada en los principios de la filosofía escolástica, considerada como la defensa más válida de la religión católica en contra de los siempre recurrentes gérmenes de herejía- dejó insatisfecho y confuso a Descartes, aunque mostrase sensibilidad ante las novedades científicas y se abriese al estudio de la matemática. Pronto se dio cuenta de la distancia enorme entre aquella corriente cultural y los nuevos fermentos científicos y filosóficos que pugnaban por salir a la luz en diversos contextos, y sobre todo percibió con rapidez la ausencia de una metodología seria, que estuviese en condiciones de instituir, controlar y ordenar las ideas existentes, y guiar hacia la búsqueda de la verdad. La enseñanza de la filosofía, impartida según la codificación elaborada por Suárez, remitía los ánimos hacia el pasado, a las interminables controversias entre los tratadistas escolásticos, dejando poco espacio a los problemas del presente. Al recordar aquellos años Descartes escribe en el Discurso del método: «Conversar con los hombres de otros siglos es casi lo mismo que viajar; es bueno, sin duda, saber algo acerca de las costumbres de los pueblos, para juzgar mejor las nuestras y no calificar de ridículo e irracional todo lo que sea contrario a nuestras costumbres, como creen aquellos que jamás han visto nada; empero, cuando se dedica demasiado tiempo a viajar, al final uno se vuelve extranjero en el propio país, y así, quien se muestra demasiado curioso por las cosas del pasado se convierte, en la mayor parte de los casos, en muy ignorante de las presentes.» Aunque critique la filosofía aprendida en aquellos años, Descartes no olvida por supuesto el espacio dedicado a los problemas científicos y al estudio de la matemática. Sin embargo, al término de sus estudios también se siente profundamente insatisfecho a propósito de tales disciplinas, y escribe a este respecto: «Lo que más me gustaba era la matemática, por la certeza y evidencia de sus razonamientos, pero aún no me daba cuenta de cuál era el mejor uso de ella: al contrario, pensando que sólo servía para las artes mecánicas, me asombraba que sobre cimientos tan firmes y sólidos todavía no se hubiese construido algo más elevado e importante.» Por lo que concierne a la enseñanza de la teología, se limita a señalar que «al saber que el camino del cielo está abierto a los muy ignorantes al igual que a los sabios, y que las verdades reveladas para llegar allí son superiores a nuestra inteligencia, nunca habría osado someter éstas a mis débiles razonamientos». Descartes, pues, abandonó desorientado el colegio de La Flèche y sin un trozo de saber que le sirviese como asidero. Por ello, después de haber continuado sus estudios en la universidad de Poitiers, Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 17 donde obtuvo el bachillerato y la licenciatura en derecho, y al continuar en la máxima confusión espiritual y cultural, decidió dedicarse a la carrera de las armas. En 1618, cuando comenzó la Guerra de los Treinta Años, se alistó en las tropas de Mauricio de Nassau, quien combatía contra España y en favor de la libertad de los Países Bajos. En Breda trabó amistad con un joven cultivador de la física y la matemática, Isaac Beeckman, quien le estimuló a estudiar física. Dedicado a un proyecto de «matemática universal» en Ulm, donde se halla formando parte del ejército del duque Maximiliano de Baviera, a cuyas filas había pasado, manifestó haber tenido entre el 10 y el 11 de noviembre de 1619 una especie de revelación intelectual acerca de los fundamentos de «una ciencia admirable». Debido a esta revelación Descartes pronunció el voto de peregrinar a la Santa Casa de Loreto. En un pequeño diario donde anotaba sus reflexiones habla de un inventum mirabile, que más tarde desarrollará en el Studium bonae mentis, de 1623, y en las Regulae ad directionem ingenii (Reglas para la dirección del ingenio), que redactó entre 1627 y 1628. Se estableció en Holanda, tierra de tolerancia y de libertades, donde -por sugerencia del padre Marino Mersenne, considerado como el «secretario de la Europa docta», y del cardenal Pierre de Bérulle- se dedicó a elaborar un tratado de metafísica que muy pronto interrumpió para dedicarse a una gran obra física: el Traité de Physique dividido en dos partes, la primera de las cuales sobre tema cosmológico, Le Monde ou Traité de la lumiére, y la segunda de carácter antropológico, L'Homme. El 22 de julio, desde Deventer en Holanda le anunció a Mersenne que el Tratado sobre el mundo y sobre el hombre estaba casi acabado: «Sólo me falta corregirlo y copiarlo», y esperaba enviárselo a fin de año. Sin embargo, enterado de la condena de Galileo, a causa de la tesis copernicana que también él compartía y cuyas razones había expuesto en el Tratado en cuestión, Descartes se apresuró a escribir a Mersenne: «Estoy casi decidido a quemar todos mis papeles o, por lo menos, a no dejar que nadie los vea.» El recuerdo de la hoguera a la que fue condenado Giordano Bruno, o la prisión de Campanella -que la condena de Galileo le hacía venir a la memoria- influyeron decisivamente en su ánimo esquivo, contrario a las desazones que perturban la paz del espíritu, tan necesaria para los estudios. Una vez superado su grave descorazonamiento, Descartes advirtió la urgente necesidad de afrontar el problema de la objetividad de la razón y de la autonomía de la ciencia en relación con el Dios omnipotente. A ello también le llevó el hecho de que Urbano VIII hubiese condenado la tesis galileana como contraria a la Escritura. Desde 1633 a 1637, combinando los estudios de metafísica iniciados y después interrumpidos- y las investigaciones científicas, escribió el famoso Discurso del método como elemento previo a tres ensayos científicos en los que compendiaba sus resultados: la Dioptrique, los Météores y la Géométrie. A diferencia de Galileo, que no había elaborado un tratado explícito sobre el método, Descartes consideró que era importante demostrar el carácter objetivo de la razón e indicar las reglas en las que había que inspirarse para alcanzar dicha objetividad. Nacido en un contexto polémico y como defensa de la nueva ciencia, el Discurso del método se convirtió en la carta magna de la nueva filosofía. Se remonta a este período su amor por Heléne Jans, con la que tuvo a Francine, la hijita que amó con ternura y que murió cuando sólo tenía cinco años. El dolor causado por la pérdida de la niña afectó profundamente su ánimo y, en parte, también su pensamiento, si bien sus escritos siempre fueron severos y rigurosos. Reemprendió la redacción del Tratado de Metafísica, pero en forma de Meditaciones, escritas en latín porque estaban reservadas a los doctos, y cuyas referencias a «la enfermedad y la debilidad de la naturaleza humana» dan testimonio de un ánimo lleno de angustia. Las Meditationes de prima philosophia enviadas a Mersenne para que las pusiese en conocimiento de los doctos y recogiese las objeciones de éstos -son famosas las de Hobbes, Gassendi, Arnauld y el propio Mersenne- se publicarán definitivamente, junto con las Respuestas de Descartes, en 1641, bajo el título de Meditationes de prima philosophia in qua Del existencia et animae immortalitas demonstrantur (Meditaciones metafísicas, en las que se demuestra la existencia de Dios y la inmortalidad del alma). A los ataques del teólogo protestante Gisbert Voét, replicó con la Epistola Renati Descartes ad Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 18 celeberrimum virum, Gisbertum Voétium (Carta de R. D. al famosísimo G. Voët), en la que trató de demostrar la debilidad y la inconsistencia de las concepciones filosóficas y teológicas del adversario. A pesar de las numerosas polémicas que suscitaban sus escritos de metafísica y de temas científicos, Descartes se dedicó con afán a la elaboración de los Principia Philosophiae (Principios de filosofía), obra en cuatro libros y redactada en artículos breves, según el modelo de los manuales escolásticos de la época. Se trata de una exposición resumida y sistemática de su filosofía y de su física, que otorga una relevancia particular al vínculo entre filosofía y ciencia. La obra se publicó en Amsterdam, y está dedicada a la princesa Isabel, hija de Federico V del Palatinado. Amargado por las polémicas que habían desencadenado los profesores de la universidad de Leiden, que llegaron a prohibir el estudio de sus obras, y nada dispuesto a regresar a Francia, debido a la caótica situación por la que atravesaba este país, Descartes aceptó en 1649 la invitación de la reina Cristina de Suecia y, después de haber entregado a la imprenta el manuscrito de su último trabajo, Les passions de l'áme, dejó definitivamente Holanda, que ya no era hospitalaria con él, sino que estaba llena de contradicciones. A pesar de sus graves preocupaciones Descartes conservó una relación epistolar con la princesa Isabel, que es muy importante para aclarar muchos puntos oscuros de su doctrina, y en particular la relación entre alma y cuerpo, el problema moral y el libre arbitrio. En la corte sueca Descartes, para celebrar el final de la Guerra de los Treinta Años y la paz de Westfalia, escribe La naissance de la paix. No obstante, fue muy breve el tiempo que pasó en la corte sueca, ya que la reina Cristina, dada su costumbre de mantener sus conversaciones a las cinco de la mañana, obligaba a Descartes a levantarse muy temprano, a pesar de la inclemencia del clima y la nada robusta constitución del filósofo. En consecuencia, en la mañana del 2 de febrero de 1650, el filósofo al salir de palacio cayó enfermo de pulmonía y murió después de una semana de sufrimientos. Sus despojos mortales, trasladados a Francia en 1667, descansan en la iglesia de Saint Germain des Prés, en París. Con carácter póstumo fueron publicadas las siguientes obras: Compendium Musicae (1650), Traité de l'homme (1664), Le Monde ou Traité de la lumiére (1664), Cartas (1657-1667), Regulae ad directionem ingenii (1701) e Inquisitio veritatis per lumen naturale (1701). 3.3. La experiencia del hundimiento cultural de una época En un pasaje autobiográfico, después de reconocer que fue «alumno de una de las escuelas más célebres de Europa», Descartes menciona el estado de incertidumbre profunda en el que se halló al terminar sus estudios: «Me encontré perdido entre tantos errores y dudas, que me parecía que al tratar de instruirme no había conseguido otro provecho que haber descubierto cada vez más mi ignorancia» Veamos con algún detalle las razones de su insatisfacción y su desconcierto. Con respecto a la filosofía, repitiendo una frase de Cicerón, escribe: «Sería difícil imaginar algo tan extraño y tan increíble como para que no haya sido dicho por algún filósofo.» Aunque la filosofía «haya sido cultivada por los espíritus más excelentes que hayan vivido» -continúa Descartes en el Discurso del método- no puede ufanarse «de nada que no se discuta y que por ello no sea dudoso». A la lógica -que él reduce a la silogística tradicional- está dispuesto a acordarle, como máximo, un valor didáctico-pedagógico: «[No pretendo condenar] -leemos en las Reglas- aquella manera de filosofar que los otros han practicado hasta ahora y los mecanismos de los silogismos probables, muy aptos para la polémica, propios de los escolásticos: porque ejercitan y estimulan a través de la emulación la inteligencia de los jóvenes, a la que es mucho mejor darle forma a través de opiniones de esta especie, aunque parezcan inciertas.» La lógica tradicional, pues, en el mejor de los casos se limita a servir de ayuda para exponer la verdad, pero no la conquista. Por esto, volviendo a reiterar esta opinión de juventud, Descartes escribe en el Discurso del método: «Sus silogismos y la mayor parte de sus demás instrucciones sirven más bien para explicar a los otros cosas que ya saben, o también, como en el arte de Llull, para hablar sin discernimiento de las cosas que se ignoran, en lugar de aprenderlas; y aunque esa lógica contenga realmente muchos preceptos muy verdaderos y óptimos, mezclados con éstos hay sin embargo muchos Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 19 otros nocivos, o superfluos, que separar resulta tan arduo como extraer una Diana o una Minerva un bloque de mármol apenas desbastado.» Si el juicio sobre la filosofía tradicional es severo, aún más drástico se muestra el relativo a la lógica. Debido a estas insatisfacciones profundas y a estos enfoques, la filosofía aprendida en el colegio de La Flèche le parece llena de lagunas. En una época en la que se habían afirmado y se desarrollaban con vigor nuevas perspectivas científicas y se abrían nuevos horizontes filosóficos, Descartes advierte la falta de un método que establezca un orden y, al mismo tiempo, constituya un instrumento heurístico y fundacional de veras eficaz. Además, aunque admire el rigor del saber matemático, critica tanto la aritmética como la geometría tradicionales, porque han sido elaboradas con procedimientos no subordinados a una dirección metodológica clara, aunque se muestren lineales. Que sus deducciones sean rigurosas y coherentes no significa que la aritmética y la geometría hayan sido establecidas en el marco de un método correcto, que jamás fue elaborado teóricamente. Cuando ante nuevos problemas nos vemos como desarmados y casi inducidos a comenzar desde el principio, la razón de ello reside en la falta de un criterio rector que nos acompañe en la solución de los nuevos problemas. En efecto, a propósito de la geometría y del álgebra, Descartes señala que éstas «hacen referencia a materias muy abstractas y al parecer de ninguna utilidad». La geometría, «porque está ligada a la consideración de las figuras», y la aritmética, porque es «tan confusa y oscura» que «desconcierta el espíritu». De aquí surge su propósito de crear una especie de matemática universal, liberada de los números y de las figuras, para que pueda servir de modelo a todos los saberes. No puede tomar como modelo del saber la matemática tradicional, porque carece de un método unitario. Para elaborar teóricamente este modelo Descartes cree que es necesario demostrar que las diferencias entre aritmética y geometría no son relevantes, porque ambas se inspiran, aunque de modo implícito, en el mismo método. A tal objeto, convierte los problemas geométricos en problemas algebraicos, mostrando su homogeneidad substancial. ¿Cómo le fue posible hacerlo? A través de lo que se denomina «geometría analítica», por medio de la cual Descartes otorga una mayor nitidez a los principios y a los procedimientos matemáticos. En el fondo, éste era el objetivo que él se había fijado, como lo prueban sus palabras dirigidas a la princesa Isabel del Palatinado: «Gracias a este medio veo con más claridad todo lo que hago.» Después de haber justificado por qué no desciende a otros detalles, agrega: «Espero que nuestros descendientes no sólo me agradezcan las cosas que he explicado, sino también aquellas que he omitido voluntariamente, para dejarles a ellos el placer de descubrirlas.» La filosofía tradicional, demasiado ajena a aquel conjunto de nuevos descubrimientos y elaboraciones teóricas -que habían sido posibles gracias a instrumentos técnicos que, potenciados o corrigiendo a nuestros sentidos, se introducían en reinos inexplorados hasta entonces- no puede evitar el conflicto. Se hace urgente diseñar una filosofía que justifique la confianza general en la razón. Al escepticismo disgregador no se le podía oponer más que una razón metafísicamente fundamentada, capaz de dirigir la búsqueda de la verdad, y un método universal y fecundo. No se trata, pues, de la puesta en discusión de esta o de aquella rama del saber, sino del fundamento mismo del saber. Por ello Descartes, aunque admire a Galileo, lo critica, y lo critica porque éste no habría ofrecido un método que permitiese llegar hasta la raíz de la filosofía y de la ciencia. Descartes llama la atención sobre el fundamento, porque de éste depende la amplitud y la solidez del edificio que hay que construir y contraponer al edificio aristotélico, sobre el cual se apoya la tradición en su conjunto. Descartes no separa la filosofía de la ciencia. Lo que urge poner en claro es el fundamento que permita un nuevo tipo de conocimiento de la totalidad de lo real, por lo menos en sus líneas esenciales. Se hacen necesarios nuevos principios y no importa que después se aprovechen en un sentido o en otro. Se trata de principios que, substituyendo a los aristotélicos -a los que sigue siendo escrupulosamente fiel la cultura académica- contribuyan a la edificación de la nueva casa. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 20 El propio Descartes nos dice que éste es el proyecto teórico que desea elaborar, cuando casi al final de su actividad escribe al sacerdote Claudio Picot, traductor de su obra Principia philosophiae: «Así, toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física, y las ramas que salen de este tronco son todas las demás ciencias, que se reducen a tres principales: la medicina, la mecánica y la moral -me refiero a la moral más elevada y perfecta, que presuponiendo un conocimiento completo de las demás ciencias, constituye el último grado de la sabiduría. Ahora bien, como los frutos no cuelgan de las raíces, ni del tronco de los árboles, sino de los extremos de sus ramas, tampoco la principal utilidad de la filosofía depende de aquellas partes suyas que sólo se pueden aprender en último lugar.» Descartes, pues, quiso llegar a las raíces, a los cimientos, para que después sea posible recoger frutos maduros. El método, con sus reglas y sus propias justificaciones, pretende satisfacer tal exigencia. 3.4. Las reglas del método En las Regulae ad directionem ingenii Descartes quiere ofrecer «reglas fáciles y ciertas que, a quien las observe escrupulosamente, le impidan tomar lo falso por verdadero, y sin ningún esfuerzo mental, aumentando gradualmente la ciencia, lo conduzca al conocimiento verdadero de todo aquello que sea capaz de conocer». Sin embargo, si en la obra que acabamos de citar llega a enumerar veintiuna reglas -e interrumpió la redacción de la obra para evitar un exceso de prolijidad- en el Discurso del método reduce a cuatro tales reglas. Descartes justifica así dicha simplificación: «A menudo; una gran cantidad de reglas no sirve más que como pretexto a la ignorancia y al vicio, por lo que una nación mejor se regulará cuanto menos reglas tenga, siempre que sean observadas con rigor; del mismo modo, pensé que -en lugar de la multitud de reglas de la lógica- me bastaban las cuatro siguientes, con la condición de que decidiese observarlas con firmeza y de manera constante, sin ninguna excepción.» 1) La primera regla, que es también la última, ya que constituye el punto de llegada y no sólo el de partida, es la regla de la evidencia, que él anuncia en estos términos: «Nunca acoger nada como verdadero, si antes no se conoce que lo es con evidencia: por lo tanto, evitar con cuidado la precipitación y la prevención; y no abarcar en mis juicios nada que esté más allá de lo que se presentaba ante mi inteligencia de una manera tan clara y distinta que excluía cualquier posibilidad de duda.» Más que una regla, es el principio normativo fundamental, porque todo debe converger hacia la claridad y la distinción, a las que precisamente se reduce la evidencia. Hablar de ideas claras y distintas, y hablar de ideas evidentes, es la misma cosa. ¿Cuál es el acto intelectual mediante el cual se logra la evidencia? Es el acto intuitivo o la intuición, que Descartes describe así en las Regulae: «No es el testimonio fluctuante de los sentidos o el juicio falaz de la imaginación erróneamente combinadora, sino un concepto de la mente pura y atenta, tan fácil y distinto que no queda ninguna duda alrededor de lo que pensamos; o, lo que es lo mismo, un concepto no dudoso de la mente pura y atenta, que nace de la sola luz de la razón y que es más cierto que la deducción misma.» Se trata de un acto que se autofundamenta y se autojustifica, porque no le sirve de garantía una base argumentativa cualquiera, sino únicamente la recíproca transparencia entre razón y contenido del acto intuitivo. Se trata de aquella idea clara y distinta que refleja «sólo la luz de la razón», sin que todavía se haya puesto en relación con otras ideas, sino considerada en sí misma, intuida y no argumentada. Se trata de la idea presente ante la mente y de la mente abierta a la idea sin mediación alguna. El objetivo de las otras tres reglas consiste en llegar a esta transparencia mutua. 2) La segunda regla es «dividir todo problema que se someta a estudio en tantas partes menores como sea posible y necesario para resolverlo mejor». Se trata de una defensa del método analítico, el único que puede llevar hasta la evidencia, porque al desmenuzar lo complicado en sus elementos más sencillos permite que la luz del intelecto disipe sus ambigüedades. Es una fase preparatoria esencial, ya que si la evidencia es necesaria para la certeza y la intuición es necesaria para la evidencia, para la intuición es necesaria la simplicidad que se logra a través de una descomposición de lo complejo «en partes elementales hasta el límite mínimo posible». En las Regulae Descartes precisa lo siguiente: Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 21 «Sólo llamamos simples a aquellas cosas cuyo conocimiento sea tan claro y distinto que la mente no pueda dividirlas aún más, cuyo conocimiento sea todavía más distinto.» Se llega a las grandes conquistas etapa por etapa, segmento por segmento. Éste es el camino que permite huir de generalizaciones presuntuosas; y si las dificultades existen porque lo verdadero está mezclado con lo falso, el procedimiento analítico permite que aquél se libere de las escorias de éste. 3) La reducción de lo complejo a sus elementos simples no es suficiente, porque ofrece un conjunto inarticulado de elementos, pero no el nexo cohesivo que lo transforma en un todo complejo y real. Por esto al análisis debe seguir la síntesis, finalidad de la tercera regla, que Descartes -también en el Discurso del método- enuncia con los siguientes términos: «La tercera regla es la de conducir con orden mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ascender poco a poco, como a través de escalones, hasta el conocimiento de los más complejos; suponiendo que hay un orden, asimismo, entre aquellos cuyos objetos no preceden naturalmente a los objetos de otros.» Por lo tanto es preciso recomponer los elementos en que ha sido dividida una realidad compleja. Se trata de una síntesis que debe partir de elementos absolutos (ab-solutos) o no dependientes de otros, y proceder hacia los elementos relativos o dependientes, dando lugar a una cadena de argumentos que iluminen los nexos del conjunto. Se trata de reconstituir un orden o de crear una cadena de razonamientos, que van desde lo sencillo hasta lo compuesto y que no pueden dejar de tener una correspondencia con la realidad. Cuando no exista tal orden es preciso suponerlo mediante la hipótesis más conveniente para interpretar y expresar la realidad efectiva. Si la evidencia es necesaria para tener una intuición, para el acto deductivo se vuelve obligado el proceso desde lo simple hasta lo complejo. ¿Cuál es la importancia de la síntesis? «Puede parecer que a través de este doble trabajo no surge nada realmente nuevo, ya que acabamos por encontrar el mismo objeto del cual habíamos partido. En realidad, ya no es el mismo objeto: el compuesto reconstituido es otra cosa, ya que está penetrado por la luminosidad transparente del pensamiento. Uno es un hecho en bruto, el otro es un saber cómo está hecho: entre ambos existe la mediación de la conciencia.» 4) Por último, para impedir toda precipitación -madre de todos los errores- hay que controlar los pasos individuales. Por esto, Descartes concluye diciendo: «La última regla es la de efectuar en todas partes enumeraciones tan complejas y revisiones tan generales que se esté seguro de no haber omitido nada.» Enumeración y revisión: aquélla controla si el análisis es completo, y la segunda, la corrección de la síntesis. En las Regulae se enuncia así esta necesaria cautela en contra de cualquier superficialidad: «Es preciso recorrer con un movimiento continuado e ininterrumpido del pensamiento todas las cosas que se refieren a nuestro fin, y abrazarlas mediante una enumeración suficiente y ordenada.» En resumen, para proceder con corrección, hay que repetir en toda investigación aquel movimiento de simplificación y de encadenamiento riguroso, que son las operaciones típicas del procedimiento geométrico. Ahora bien, ¿qué es lo que supone asumir un modelo de esta clase? Antes que nada, y de una forma general, acarrea el rechazo de todas aquellas nociones aproximativas, imperfectas o fantásticas, o meramente verosímiles, que se escapen de la operación simplificadora, considerada como indispensable. Lo simple de Descartes no es lo universal de la filosofía tradicional, al igual que la intuición no es la abstracción. Lo universal y la abstracción, que son dos momentos fundamentales de la filosofía aristotélico-escolástica, son substituidos por las naturalezas simples y por la intuición. Del Noce señala con mucha agudeza: «Para Descartes, inspirarse en las matemáticas quiere decir sustituir lo universal por lo simple. De este modo se comprende que la condición para conocer las cosas es dejarse descomponer en naturalezas simples, objetos de intuición simple y que se encadenan [...] mediante lazos que también pueden reducirse a relaciones intuidas directamente (la meditación metafísica obedece a la matematicidad, en la medida en que obedece al método de la descomposición).» Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 22 3.5. La duda metódica Una vez establecidas las reglas del método, es necesario justificarlas o, mejor dicho, dar cuenta de su universalidad y su fecundidad. Es cierto que la matemática siempre se ha atenido a estas reglas. Sin embargo, ¿quién nos autoriza a extenderlas fuera de su ámbito, convirtiéndolas en modelos del saber universal? ¿Cuál es su fundamento? ¿Existe una verdad no matemática que refleje en sí misma los rasgos de la evidencia y de la distinción y que sin verse en ningún caso sometida a la duda pueda justificar tales reglas y ser considerada como fuente de todas las demás verdades posibles? Para responder a esta serie de preguntas Descartes aplica sus reglas al saber tradicional para comprobar si contiene alguna verdad tan clara y distinta que permita eliminar cualquier motivo de duda. Si el resultado es negativo, en el sentido de que con estas reglas no es posible llegar a ninguna certeza, a ninguna verdad que posea los caracteres de claridad y distinción, entonces habrá que rechazar ese saber y admitir su esterilidad. Al contrario, si la aplicación de estas reglas nos conduce a una verdad indubitable, entonces habrá que asumir que ésta es el comienzo de una larga cadena de razonamientos o el fundamento del saber. La condición que habrá que respetar a lo largo de esta operación es la siguiente: no es lícito aceptar como verdadera una aserción que se vea teñida por la duda o por una posible perplejidad. Es obvio -escribe Descartes en las Meditaciones metafísicas- que «no será necesario, para llegar a esto probar que [las opiniones formadas previamente] sean todas falsas, tarea que no tendría fin». Es suficiente con tomar en examen aquellos principios sobre los cuales está fundado el saber tradicional. Si caen tales principios, las consecuencias perderán todo valor. En primer lugar señalemos que buena parte del saber tradicional pretende estar basado en la experiencia sensible. Ahora bien, ¿cómo es posible considerar como cierto e indudable un saber que se origina en los sentidos, si es verdad que éstos a veces se nos revelan como engañadores? «Dado que los sentidos -afirma Descartes en el Discurso del método- algunas veces nos engañan, decidí suponer que ninguna cosa era tal como nos la representaban los sentidos.» Además, si gran parte del saber tradicional se fundamenta en los sentidos, una parte relevante de dicho saber se fundamenta en la razón y en su poder discursivo. Sin embargo, tampoco este principio parece exento de obscuridad e incertidumbre. En efecto, «puesto que hay quien se equivoca al razonar y comete paralogismos [...], rechacé como falsas todas las demostraciones que antes había aceptado como demostrativas». Finalmente, existe el saber matemático que parece indudable, porque es válido tanto en estado de vigilia como en el sueño. Dos más dos suman cuatro, en cualquier circunstancia y en cualquier estado. No obstante, ¿quién me impediría pensar que existe «un genio maligno, astuto y engañador» que mofándose de mí me lleva a considerar como evidentes cosas que no lo son? Aquí la duda se convierte en hiperbólica, en el sentido de que se aplica a sectores que antes se presumían fuera de toda sospecha. ¿Acaso el saber matemático no podría ser una construcción grandiosa, basada en un equívoco o en una colosal mixtificación? «Supondré, pues, que exista no ya un Dios verdadero, fuente soberana de verdad, sino un cierto genio maligno, no menos astuto y engañador que potente, que empleó toda su industria en engañarme.» No existe en el saber ningún sector válido. La casa se hunde porque los cimientos están socavados. Nada resiste a la fuerza corrosiva de la duda. Por lo tanto, en las Meditaciones metafísicas Descartes escribe: «Yo supongo que todas las cosas que veo son falsas; me digo a mí mismo que jamás ha existido nada de lo que mi memoria llena de mentiras me representa; pienso que no tengo ningún sentido; creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar no son más que ficciones de mi espíritu. ¿Qué podrá, pues, ser considerado como verdadero? ¿Ninguna otra cosa, quizás, que no sea que en el mundo nada hay de cierto?» Es obvio que aquí no nos encontramos ante la duda de los escépticos. Aquí la duda quiere llevar hasta la verdad. Por esto se la llama «metódica», en la medida en que constituye un paso obligado, pero también provisional, para llegar hasta la verdad. Descartes señala lo siguiente: «No es que yo imite a los escépticos, que dudan por dudar y hacen gala de estar siempre indecisos; por el contrario, todo mi plan tendía a concederme seguridad y a apartar la tierra y la arena Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 23 para encontrar la arcilla y la roca.» Descartes quiere poner en crisis el dogmatismo de los filósofos tradicionales y, al mismo tiempo, combatir aquella actitud próxima al escepticismo que se dedicaba a ponerlo todo en duda, sin ofrecer nada a cambio. En las páginas de Descartes se pone de manifiesto su anhelo de verdad. Aquí, la negación remite a la afirmación, y toda duda, a la certeza. En definitiva, a través de la duda Descartes quiere remover las aguas estancadas de la conciencia tradicional, quiere que se perciba el fecundo peso de la duda, para que surja algo más auténtico, más seguro. Quien no lleva a cabo esta experiencia no estará después en condiciones de crear y ni siquiera de pensar, y se limitará a repetir fórmulas vacías o a rumiar una cultura ya digerida por otros. ¿Cómo huir ante el acoso de la duda, si no sabemos cuál es nuestra naturaleza, cuáles son los rasgos de nuestra conciencia, cuáles son las exigencias de la lógica de la razón? No se pueden aprovechar debidamente las implicaciones de la duda si a través de sus sombras no percibimos una luz que se esfuerza por salir a la superficie, pero que hay que hacer que brille para que el hombre vuelva a pensar con plena libertad. 3.6. La certeza fundamental: «cogito ergo sum» Después de haberlo puesto todo en duda, «inmediatamente después, hube de constatar -prosigue Descartes en el Discurso del método- que, aunque quería pensar que todo era falso, era por fuerza necesario que yo, que así pensaba, fuese algo. Y al observar que esta verdad “pienso, luego soy” era tan firme y tan sólida que no eran capaces de conmoverla ni siquiera las más extravagantes hipótesis de los escépticos, juzgué que podía aceptarla sin escrúpulos como el primer principio de la filosofía que yo buscaba». Sin embargo, ¿acaso esta certeza no podría verse puesta en tela de juicio por el genio maligno? Descartes afirma en las Meditaciones metafísicas: “Existe una potencia que no conozco, engañadora y muy astuta, que se esfuerza al máximo por engañarme siempre. Ahora bien, si me engaña, no hay ninguna duda de que existo; me engaña porque quiere -no podrá hacer que yo no sea nada- que yo piense que soy algo. Por lo tanto, después de haber pensado y examinado todo con gran cuidado, es necesario concluir que la proposición: Yo soy, yo existo, es absolutamente verdadera cada vez que la pronuncio o que la concibo en mi espíritu.” ¿Qué es lo que estamos obligados a admitir como indudable, por la evidencia misma de la verdad? «En el instante en que rechazamos [...] todo aquello de lo que podemos dudar [...], no podemos suponer al mismo tiempo que no existamos nosotros, que dudamos de la verdad de todo aquello: en efecto, la aversión a concebir que aquello que piensa no existe en el acto de pensar, no nos impide -a pesar de cualquier suposición extravagante- creer que la conclusión: Pienso, luego soy, es verdadera, y por lo tanto es la primera cosa y la más cierta que se presenta a un pensamiento ordenado.» Descartes afirma esto en los Principia Philosophiae. En consecuencia, la proposición «pienso, luego soy» es absolutamente verdadera, porque incluso la duda -por extremada y radical que se muestre- la confirma. ¿Qué entiende Descartes por «pensamiento»? «Mediante el término “pensamiento” -afirma en las Respuestas- comprendo todo lo que en nosotros está hecho de forma que nos permite ser inmediatamente conscientes de ello; así, todas las operaciones de la voluntad, del intelecto, de la imaginación y de los sentidos son pensamientos. He agregado “inmediatamente” para excluir todo aquello que se sigue de tales operaciones; por ejemplo, un movimiento voluntario tiene como punto de inicio el pensamiento, pero en sí mismo no es pensamientos.» Nos hallamos, pues, ante una verdad que carece de intermediarios. La transparencia del «yo» ante sí mismo -y por lo tanto el pensamiento en acto- elimina cualquier duda e indica por qué la claridad es la regla básica del conocimiento y por qué la intuición constituye su acto fundamental. Aquí no se admite la existencia o mi ser si no es en la medida en que se hace presente a mi yo, sin ningún paso discursivo. Aunque esté formulada como si fuese un silogismo, la proposición «pienso, luego soy» no es un razonamiento, sino una pura intuición. No consiste en una abreviación de una argumentación como la siguiente: «Todo lo que piensa existe; yo pienso, por lo tanto existo.» Se trata simplemente de un acto intuitivo gracias al cual percibo mi existencia en tanto que pensante. Descartes, en efecto, cuando trata de definir la naturaleza de nuestra propia existencia, sostiene que ésta es una res cogitans, Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 24 una realidad pensante, en la que no hay ninguna ruptura entre pensamiento y ser. La substancia pensante es el pensamiento en acto y el pensamiento en acto es una realidad pensante. Descartes llega aquí a un punto firme, que nada puede poner en tela de juicio. Sabe que el hombre es una realidad pensante, y es muy consciente del hecho fundamental que representa la lógica de la claridad y la distinción. De este modo conquista una certeza inquebrantable, la primera e irrenunciable, porque está relacionada con la propia existencia, la cual, en la medida en que es pensante, resulta clara y distinta. La aplicación de las reglas del método ha llevado así al descubrimiento de una verdad que de manera retroactiva confirma la validez de aquellas reglas, que encuentran un fundamento y pueden entonces tomarse como norma de cualquier saber. En el Discurso del método se lee: «Al notar que en la afirmación “pienso, luego soy” no hay nada que me asegure que estoy diciendo la verdad, a no ser el que veo clarísimamente que para pensar es preciso existir: juzgué que podía tomar como regla general el que las cosas que concebimos de manera muy clara y distinta son verdaderas en todos los casos.» Se pone el acento en que la claridad y la distinción, como reglas del método de investigación, se encuentran fundamentadas. Empero, ¿en qué están fundamentadas? ¿Acaso sobre el ser, finito o infinito, o sobre los principios generales de la lógica, que también son principios ontológicos, como el principio de no contradicción o el principio de identidad, cosa que ocurre en la filosofía tradicional? No: tales reglas se basan en la certeza adquirida de que nuestro «yo» o la conciencia propia como realidad pensante se presenta con los rasgos de la claridad y la distinción. A partir de ahora la actividad cognoscitiva, sin preocuparse por fundamentar sus conquistas en un sentido metafísico, tendrá que buscar la claridad y la distinción, que son los rasgos típicos de aquella primera verdad que se ha impuesto a nuestra razón, y que deben caracterizar a todas las demás verdades. Nuestra existencia, en tanto que res cogitans, fue aceptada como algo indudable sobre un único fundamento: la claridad y la distinción. Del mismo modo sólo se podrá admitir otra verdad en el caso de que ésta muestre asimismo los rasgos de claridad y distinción. Para llegar a tales verdades es preciso recorrer el itinerario señalado por el análisis, la síntesis y el control. Una aserción que posea estas cualidades ya no estará sujeta a la duda. La filosofía deja de ser la ciencia del ser, para transformarse en doctrina del conocimiento. Se convierte antes que nada en gnoseología. Éste es el nuevo enfoque que Descartes otorga a la filosofía, proponiéndose hallar o hacer surgir en cualquier proposición la claridad y la distinción: una vez que las hayamos conseguido, ya no tenemos necesidad de otros apoyos u otras garantías. La certidumbre de inexistencia en tanto que res cogitans no necesita otra cosa que claridad y distinción. De la misma forma cualquier otra verdad no necesitará más garantía que la claridad y la distinción, inmediata (intuición) o derivada (deducción). Por lo tanto el banco de pruebas del nuevo saber filosófico y científico es el sujeto humano, la conciencia racional. Cualquier tipo de investigación únicamente habrá de preocuparse por obtener el máximo grado de claridad y distinción, y una vez conseguidos, no tendrá que preocuparse de otras justificaciones. El hombre está hecho así, y sólo debe aceptar verdades que reflejen tales exigencias. Nos enfrentamos con una radical humanización del conocimiento, que se ve reconducido a su fuente primigenia. En todas las ramas del conocer el hombre debe ajustarse a la cadena de deducciones que proceden de verdades claras y distintas o de principios evidentes por sí mismos. Cuando tales principios no se descubran con facilidad, es necesario suponerlos por hipótesis, ya sea para imponer un orden a la mente humana, o para hacer que surja el orden de la realidad -se confía en la racionalidad de lo real- cubierto a veces por elementos secundarios o por la superposición de elementos subjetivos, que se proyectan acríticamente fuera de nosotros. Este desplazamiento desde el plano del ser hasta el del pensamiento puede percibirse con claridad a través del distinto peso teórico que tiene el cogito en san Agustín -que lo elaboró teóricamente por primera vez- y en Descartes, que volvió a plantearlo. En su polémica contra los escépticos, Agustín había señalado que si fallor sum, si dudo soy. La duda es una forma de pensamiento, y el pensamiento Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 25 no se concibe fuera del ser, que queda en consecuencia reafirmado por el acto mismo de dudar. Se trata de una defensa de la primacía fundamentante del ser y, por lo tanto, de Dios, que nos es más íntimo que nosotros mismos. Descartes, en cambio, utiliza la expresión cogito ergo sum para subrayar las exigencias del pensamiento humano: la claridad y la distinción, en las que deben inspirarse los demás conocimientos. En Agustín en última instancia se revela Dios, mientras que en Descartes el cogito revela al hombre o, mejor dicho, las exigencias que deben caracterizar su pensamiento y sus conquistas intelectuales. Y mientras que en Agustín el cogito se sosiega remitiéndose a Dios, con el que está relacionado -porque se fundamenta en Él- en Descartes, al revelarse como claro y distinto, el cogito convierte en problemático a todo lo demás, en el sentido de que -obtenida la verdad de la propia existencia- necesita partir a la conquista de lo real distinto de nuestro «yo», buscando los caracteres de la claridad y la distinción. Descartes, pues, aplica las reglas del método y encuentra su primera certeza fundamental, el cogito. Esta, sin embargo, no es una de tantas verdades que se consiguen mediante aquellas reglas, sino la verdad que una vez adquirida sirve de fundamento a dichas reglas, porque revela la naturaleza de la conciencia humana que en su calidad de res cogitans es transparencia de sí ante ella misma. Todas las demás verdades sólo podrán acogerse en la medida en que se ajusten o se aproximen a tal evidencia. Inspirado inicialmente en la claridad y la evidencia de la matemática, ahora Descartes subraya que las ciencias matemáticas sólo representan un sector del saber que, desde siempre, se había inspirado en un método que posee un alcance universal. A partir de ahora todo saber tendrá que inspirarse en dicho método, porque no está fundamentado por la matemática, sino que la fundamenta a ésta, al igual que a cualquier otra ciencia. Aquello a lo que este método conduce y aquello sobre lo que se fundamenta es la razón humana, aquella recta razón (bona mens) que pertenece a todos los hombres y que -como dice Descartes en el Discurso del método -«es la cosa que se halla mejor distribuida en el mundo». ¿Qué es esta recta razón? «La facultad de juzgar correctamente y distinguir lo verdadero de lo falso, es lo que se llama buen sentido o razón [y que], es naturalmente igual en todos los hombres.» La unidad de los hombres está representada por la razón bien dirigida y desarrollada. En el ensayo de juventud Regulae ad directionem ingenii lo explicita en estos términos: «Las diversas ciencias no son más que la sabiduría humana, que permanece siempre una e idéntica aunque se aplique a diferentes objetos, y no recibe de éstos mayor diversidad de la que recibe la luz del sol de las diferentes cosas que ilumina.» Más que sobre las cosas iluminadas -las ciencias particulares- es preciso poner el acento sobre el sol -la razón- que debe surgir, imponer su lógica y hacer que se respeten sus exigencias. La unidad de las ciencias remite a la unidad de la razón y la unidad de la razón remite a la unidad del método. Si la razón es una res cogitans, que se constituye a través de la duda universal -hasta el punto de que ningún genio maligno puede tenderle artimañas y ningún engaño de los sentidos puede obscurecerla- entonces el saber tendrá que fundarse sobre ella, habrá de imitar su claridad y su distinción, que son los únicos postulados irrenunciables del nuevo saber. 3.7. La existencia y el papel de Dios La primera certeza fundamental que se consigue a través de la aplicación de las reglas del método es la conciencia de sí mismo como ser pensante. Luego, la reflexión de Descartes se concentra sobre el cogito y sobre su contenido, al que se le plantean ciertos interrogantes fundamentales: ¿me abren de verdad al mundo de las reglas del método, son aptas para darme a conocer el mundo? ¿Está éste abierto a dichas reglas? ¿Están adaptadas mis facultades cognoscitivas para conocer efectivamente lo que no es identificable mediante mi conciencia? Son preguntas estas que postulan una ulterior fundamentación de la actividad cognoscitiva del hombre. El «yo», como ser pensante, se revela como lugar de una multiplicidad de ideas, que la filosofía debe cribar con todo rigor. Si el cogito es la primera verdad evidente por sí misma, ¿qué otras ideas se presentan con el mismo grado de evidencia? ¿Es posible tomarlo como punto de partida y reconstruir con ideas claras y distintas -como el cogito- el edificio del saber? Más aún: ya que Descartes coloca el Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 26 fundamento del saber en la conciencia, ¿cómo se logrará salir de ésta y reafirmar el mundo exterior? En resumen, las ideas, que Descartes no considera en el sentido tradicional de esencias o de arquetipos de lo real, sino como presencias reales ante la conciencia, ¿poseen acaso un carácter objetivo, en el sentido de que representen un objeto, una realidad? En otras palabras: como formas mentales resultan indudables, porque tengo de ellas una percepción inmediata, pero en la medida en que representan una realidad distinta de mí, ¿son verídicas, representan una realidad objetiva o son simples ficciones mentales? Antes de responder a esta pregunta, conviene recordar que Descartes divide las ideas en tres clases: ideas innatas, las que encuentro en mí, nacidas junto con mi conciencia; ideas adventicias, que me llegan desde fuera y se refieren a cosas por completo distintas de mí; e ideas artificiales o construidas por mí mismo. Descartando estas últimas como ilusorias -porque son quiméricas o construidas arbitrariamente por el sujeto- el problema hace referencia a la objetividad de las ideas innatas y de las adventicias. Si bien las tres clases de ideas no difieren entre sí desde el punto de vista de su realidad subjetiva -todas ellas son actos mentales de los que poseo una percepción inmediataresultan profundamente diferentes desde la perspectiva de su contenido. En efecto, las ideas artificiales o arbitrarias no constituyen problema alguno, pero las ideas adventicias -que me remiten a un mundo exterior- ¿son realmente objetivas? ¿Quién garantiza tal objetividad? Podría responderse: la claridad y la distinción. Empero, ¿y si las facultades sensibles nos engañasen? ¿Estamos de veras seguros de la objetividad de las facultades sensibles e imaginativas a través de las cuales llegan hasta nosotros la claridad y la distinción, y nos abrimos al mundo? Incluso en la duda universal estoy seguro de mi existencia en su actividad cogitativa. ¿Quién me garantiza, no obstante, que dicha actividad sigue siendo válida cuando sus resultados pasan desde la percepción en acto al reino de la memoria? ¿Puede ésta conservar intactos tales resultados con su claridad y distinción originarias? Para hacer frente a esta serie de dificultades y para fundamentar de manera definitiva el carácter objetivo de nuestras facultades cognoscitivas, Descartes plantea y soluciona el problema de la existencia y de la función de Dios. A tal efecto, siempre en el ámbito de la conciencia, entre las muchas ideas que ésta posee, Descartes tropieza -como se lee en las Meditaciones metafísicas- con la idea innata de Dios, en cuanto «substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, y por la cual yo mismo y todas las demás cosas que existen (si es verdad que existen cosas) hemos sido creados y producidos». A propósito de esta idea Descartes se pregunta si es puramente subjetiva o si no habría que considerarla subjetiva y al mismo tiempo objetiva. Se trata del problema de la existencia de Dios, que ya no se plantea a partir del mundo exterior al hombre, sino a partir del hombre mismo o, mejor dicho, de su conciencia. Con respecto a esta idea, que posee los rasgos mencionados, Descartes afirma: «Es algo manifiesto a la luz natural el que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total, como la hay en su efecto: porque, ¿de dónde sacaría el efecto su realidad, si no es de su propia causa, y cómo podría comunicársela ésta, si no la poseyese en sí misma?» Ahora bien, supuesto tal principio, es evidente que el autor de esta idea, que está en mí, no soy yo, imperfecto y finito, ni ningún otro ser igualmente limitado. Tal idea, que está en mí pero no procede de mí, sólo puede tener como causa adecuada a un ser infinito, es decir, a Dios. La misma idea innata de Dios puede proporcionarnos una segunda reflexión que confirma los resultados de la primera argumentación. Si la idea de un ser infinito que está en mi, también procediese de mí, ¿no me habría producido yo mismo de un modo perfecto e ilimitado, y no por el contrario imperfecto, como se aprecia a través de la duda y de la aspiración jamás satisfecha a la felicidad y a la perfección? En efecto, quien niega a Dios creador, por ello mismo se considera productor de sí mismo. En tal caso, sin embargo, al tener la idea de un ser perfecto, me habría concedido todas las perfecciones que encuentro en la idea de Dios, lo cual está en contradicción con la realidad. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 27 Finalmente, apoyándose en las implicaciones de dicha idea, Descartes formula un tercer argumento, conocido con el nombre de prueba ontológica. La existencia es parte integrante de la esencia, por lo cual no es posible tener la idea (esencia) de Dios sin admitir al mismo tiempo su existencia, al igual que no es posible concebir un triángulo sin pensarlo con la suma de sus ángulos igual a dos rectos, o no es posible concebir una montaña sin un valle. La diferencia está en lo siguiente: del hecho de no poder «concebir una montaña que carezca de valle, no se sigue que haya en el mundo montañas y valles, sino únicamente que la montaña y el valle -ya sea que existan o que no existan- no pueden separarse de ningún modo la una del otro [...], mientras que del solo hecho de que no puedo concebir a Dios sin existencia, se sigue que la existencia es algo inseparable de él y, por lo tanto, existe verdaderamente». Ésta es la prueba ontológica de Anselmo, que Descartes vuelve a plantear haciéndola suya. ¿Por qué Descartes se dedica con tanta insistencia al problema de la existencia de Dios, si no es para poner en claro la riqueza de nuestra conciencia? En efecto, en las Meditaciones metafísicas se sostiene que la idea de Dios es «como la marca del artesano que se coloca en su obra, y ni siquiera es necesario que esta marca sea algo diferente a la obra misma». Por lo tanto, al analizar la conciencia Descartes tropieza con una idea que está en nosotros pero no procede de nosotros y que nos penetra profundamente, como el sello del artífice a la obra de sus manos. Ahora bien, si esto es verdad y si es cierto que Dios -puesto que es sumamente perfecto- también es sumamente veraz e inmutable, ¿no deberíamos entonces tener una inmensa confianza en nosotros, en nuestras facultades, que son obra suya? La dependencia del hombre con respecto de Dios no lleva a Descartes a las mismas conclusiones que habían elaborado la metafísica y la teología tradicionales: la primacía de Dios y el valor normativo de sus preceptos y de todo lo que está revelado en la Escritura. La idea de Dios en nosotros, como la marca del artesano en su obra, es utilizada para defender la positividad de la realidad humana y -desde el punto de vista de las potencias cognoscitivas- su capacidad natural para conocer la verdad y, en lo que concierne al mundo, la inmutabilidad de sus leyes. Aquí es donde se ve derrotada de forma radical la idea del genio maligno o de una fuerza destructiva que pueda burlar al hombre o burlarse de él. Bajo la protectora fuerza de Dios las facultades cognoscitivas no nos pueden engañar, porque en tal caso Dios mismo -su creador- sería el responsable de este engaño. Y como Dios es sumamente perfecto, no puede mentir. Aquel Dios, en cuyo nombre se intentaba obstaculizar la expansión del nuevo pensamiento científico, aparece aquí como el que, garantizando la capacidad cognoscitiva de nuestras facultades, nos espolea a tal empresa. La duda se ve derrotada y el criterio de evidencia está justificado de modo concluyente. Dios creador impide considerar que la criatura lleva dentro de sí un principio disolvente o que sus facultades no se hallan en condiciones de realizar sus funciones. Únicamente para el ateo la duda no ha sido vencida de manera definitiva, porque siempre puede poner en duda lo que le indican sus facultades cognoscitivas, al no reconocer que éstas fueron creadas por Dios, suma bondad y verdad. De este modo el problema de la fundamentación del método de investigación se soluciona de forma concluyente. La evidencia que se había propuesto a título de hipótesis se ve confirmada por la certeza inicial referente a nuestro cogito, y éste, con sus correspondientes facultades cognoscitivas, queda reforzado ulteriormente por la presencia de Dios, que garantiza su carácter objetivo. Además del poder cognoscitivo de las facultades, Dios también garantiza todas aquellas verdades claras y distintas que el hombre está en condiciones de alcanzar. Se trata de aquellas verdades eternas que, manifestando la esencia de los diversos sectores de lo real, constituirán el esqueleto del nuevo saber. Dichas verdades son eternas, no porque obliguen al mismo Dios, o porque sean independientes de él. Dios es el creador absoluto, y por lo tanto también es el responsable de las ideas o verdades a cuya luz ha creado el mundo. «Preguntáis -escribe Descartes a Mersenne el 27 de mayo de 1630- quién ha obligado a Dios a crear estas verdades; y os digo que él fue libre de hacer que no fuese verdad que todas las líneas que van desde el centro hasta la circunferencia sean iguales, al igual que fue libre de no crear el mundo. Y Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 28 es cierto que estas verdades no son contingentes en su esencia con más necesidad que las criaturas.» Entonces, ¿por qué se califica de eternas a las verdades creadas libremente por Dios? Porque Dios es inmutable. Y así aquel voluntarismo de origen escotista, que llevaba a los metafísicos a hablar de una radical contingencialidad del mundo y a considerar imposibles un saber universal, lo aprovecha Descartes para garantizar la inmutabilidad de ciertas verdades y, por lo tanto, para defender el desarrollo de la ciencia y garantizar su objetividad. Además, puesto que estas verdades contingentes y al mismo tiempo eternas no son una participación de la esencia de Dios, nadie, a partir del conocimiento de tales verdades, puede pensar que conoce los designios inescrutables de Dios. El hombre conoce y nada más, sin la menor pretensión de emular a Dios. Se defiende a la vez el sentido de la finitud de la razón y el sentido de su objetividad. La razón del hombre es específicamente humana, no divina, pero su actividad se halla garantizada por aquel Dios que la ha creado. Sin embargo, si bien es cierto que Dios es veraz y no engaña, también es cierto que el hombre yerra. ¿Cuál es entonces el origen del error? Ciertamente el error no es imputable a Dios sino al hombre, porque no siempre se muestra fiel a la claridad y la distinción. Las facultades del hombre funcionan bien. Pero de éste depende el hacer buen uso de ellas, no tomando como si fuesen claras y distintas ideas aproximativas y confusas. El error tiene lugar en el juicio, y para Descartes -a diferencia de lo que ocurrirá en Kant- pensar no es juzgar, porque en el juicio intervienen tanto el intelecto como la voluntad. El intelecto, que elabora las ideas claras y distintas, no se equivoca. El error surge de la inadecuada presión de la voluntad sobre el intelecto. «Si me abstengo de emitir un juicio sobre una cosa, cuando no la concibo con la suficiente claridad y distinción, es evidente que hago un uso óptimo del juicio y no me engaño; pero si decido negar o afirmar esa cosa, entonces ya no empleo como es debido mi libre arbitrio; y si afirmo lo que no es cierto, es evidente que me engaño; [...] porque la luz natural nos enseña que el conocimiento del intelecto debe preceder siempre a la determinación de la voluntad. Y precisamente en este mal uso del libre arbitrio se encuentra la privación que constituye la forma del error.» Con mucha razón comenta F. Alquié: «El error procede, pues, de mi actividad y no de mi ser; soy el único responsable de él y puedo evitarlo. Puede apreciarse lo lejos que se encuentra esta concepción de la noción de naturaleza caída y de pecado original. Es ahora, y a través de un acto presente, cuando yo me engaño o yo peco.» Con esta inmensa confianza en el hombre y en sus facultades cognoscitivas y después de haber señalado las causas y las implicaciones del error, Descartes puede avanzar ahora hacia el conocimiento del mundo y de sí mismo, en cuanto se halla en el mundo. Ya se ha justificado el método, se ha fundamentado la claridad y la distinción, y la unidad del saber ha sido reconducida a su fuente, la razón humana, sostenida e iluminada por la garantía de la suprema veracidad de su Creador. 3.8. El mundo es una máquina Descartes llega hasta la existencia del mundo corpóreo profundizando en las ideas adventicias, es decir, aquellas ideas que nos llegan desde una realidad externa a la conciencia, que no es su artífice, sino su depositaria. Antes que nada la posibilidad de la existencia del mundo corpóreo está demostrada porque éste constituye el objeto de las demostraciones geométricas, que se basan en la idea de extensión. Además en nosotros se da una facultad diferente del intelecto y que no se puede reducir a él: la facultad de imaginar y de sentir. En efecto, el intelecto es «una cosa pensante o una substancia, cuya esencia o naturaleza sólo consiste en pensar», algo esencialmente activo. En cambio la facultad de imaginar es esencialmente representativa de entidades materiales o corpóreas, por lo cual «me inclino a pensar que se encuentra íntimamente ligada al cuerpo o que depende de él». El intelecto puede dedicarse a reflexionar sobre el mundo corpóreo en la medida en que se sirve de la imaginación y de las facultades sensibles, que se manifiestan como pasivas o receptivas de estímulos y de sensaciones. Ahora bien, si este poder de adhesión al mundo material ejercido por la facultad imaginativa y las facultades sensibles nos engañase, habría que concluir que Dios, que nos ha creado así, no es veraz. Esto es falso, empero, como ya hemos dicho. Por lo tanto si las facultades imaginativas y sensibles Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 29 atestiguan la existencia del mundo corpóreo, no hay razón alguna para ponerlo en discusión. Esto, a pesar de todo, no debe inducirnos a «admitir temerariamente todas las cosas que los sentidos parecen enseñarme»; tampoco debe llevarnos, sin embargo, a «ponerlas en duda a todas en general». ¿Cómo se lleva a cabo tal selección? Aplicando el método de las ideas claras y distintas, y admitiendo como reales únicamente aquellas propiedades que logro concebir de un modo claro y distinto. Entre todas las cosas que me llegan hasta mí desde el mundo exterior a través de las facultades sensibles, sólo logro concebir como clara y distinta la extensión, que por consiguiente he de considerar como constitutiva o esencial. «En efecto, cualquier otra cosa que se pueda atribuir al cuerpo presupone la extensión y no es más que un modo de la cosa extensa; al igual que todas las cosas que hallamos en la mente no son más que diversos modos de pensar. Por ejemplo, la figura no se puede entender si no es en la cosa extensa, ni el movimiento, fuera del espacio extenso; tampoco la imaginación, el sentido o la voluntad pueden entenderse si no es en la cosa pensante. Sin embargo, puede entenderse la extensión sin la figura o el movimiento, como se hace manifiesto a cualquiera que preste atención en ello.» Aplicando las reglas de la claridad y la distinción Descartes llega a la conclusión siguiente: la única propiedad esencial que se puede predicar del mundo material es la extensión, porque sólo ésta puede concebirse de un modo claro y con total distinción de las demás propiedades. El mundo espiritual es res cogitans y el mundo material es res extensa. Todas las demás propiedades -el color, el sabor, el peso o el sonido- Descartes las considera como secundarias, porque no es posible tener de ellas una idea clara y distinta. Atribuir tales cualidades al mundo material en cuanto componentes constitutivos sería un menosprecio a las reglas del método. La inclinación a considerarlas como algo objetivo es fruto de las experiencias infantiles, que no han sido sometidas a una crítica rigurosa, porque no hemos caído en la cuenta de que se trata de una serie de respuestas del sistema nervioso ante los estímulos del mundo físico. Este prejuicio se remonta a la época de nuestras experiencias infantiles y, en lo que respecta a la tradición, a tesis heredadas y no puestas en discusión. En los Principia Philosophiae Descartes insiste: «No hay más que una misma materia en todo el universo, y la conocemos precisamente por esto, porque es extensa; ya que todas las propiedades que percibimos en ella de manera distinta, se relacionan con aquélla: puede ser dividida y movida según sus partes, y puede recibir todas las diferentes disposiciones, que observamos que pueden llevarse a cabo mediante el movimiento de sus partes.» Este elemento posee un alcance revolucionario, que Galileo ya había puesto de manifiesto y que Descartes vuelve a plantear porque sabe que de él depende la posibilidad de dar inicio a un discurso científico riguroso y nuevo. El entretenimiento de los sentidos puede ser una fuente de estímulos, pero no es el lugar de la ciencia. Ésta pertenece al mundo de las ideas, claras y distintas. En este punto, reducida la materia a extensión, Descartes se encuentra ante una realidad global, que se divide en dos vertientes muy diferentes e irreductibles entre sí: la res cogitans, en lo que concierne al mundo espiritual, y la res extensa, en lo que concierne al mundo material. No existen realidades intermedias. Este planteamiento posee una fuerza devastadora, sobre todo en relación con las concepciones renacentistas de signo animista, según las cuales todo se hallaba impregnado de espíritu y de vida, y mediante las cuales se explicaban las conexiones entre los fenómenos y su naturaleza más íntima. Entre la res cogitans y la res extensa no existen grados intermedios. Tanto el cuerpo humano como el reino animal deben encontrar -al igual que el mundo físico- una explicación suficiente por medio de los principios de la mecánica, sin apelar a ninguna doctrina mágico-ocultista y en oposición a éstas. «La naturaleza de la materia -sostiene Descartes- o del cuerpo tomado en general, no consiste en ser una cosa dura, pesada, coloreada o que incide en nuestros sentidos de alguna otra forma, sino sólo en que es una substancia extensa en longitud, anchura y profundidad [...]. Su naturaleza consiste sólo en esto: es una substancia que posee extensión.» La doctrina del carácter puramente subjetivo del reino de la cualidad es la primera resultante de esta nueva filosofía. Su importancia reside en la capacidad de eliminar todos aquellos obstáculos que habían impedido la afirmación de la nueva ciencia. ¿Cuáles son, empero, los elementos esenciales que Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 30 sirven para explicar el mundo físico? El universo cartesiano está constituido por unos pocos elementos y principios: «Materia y movimiento, o mejor dicho -porque la materia cartesiana homogénea y uniforme no es más que extensión- extensión y movimiento; y mejor aún -porque la extensión resulta estrictamente geométrica- espacio y movimiento». La materia en cuanto pura extensión, carente de toda profundidad, lleva a rechazar el vacío. El mundo está lleno como un huevo. El vacío de los atomistas es inconcebible y no conciliaba con la continuidad de la materia misma ¿Cómo explicar entonces la multiplicidad de los fenómenos y su carácter dinámico? A través del movimiento, o de aquella «cantidad de movimientos que Dios insufló en el mundo cuando lo creó y que permanece constante, porque no crece ni disminuye. En realidad el universo está «compuesto sólo de materia en movimiento, y todos sus acontecimientos están causados por el choque de partículas que se mueven una sobre otra. El calor, la luz, la fuerza magnética, el crecimiento y las plantas y cualquier otra función fisiológica (salvo las controladas por la voluntad humana) se interpretan como casos particulares de esta acción dinámica. Los espacios que parecen vacíos se ven repentinamente atravesados por acciones que se producen entre las partículas, puesto que se hallan llenos de éter, un éter que constituye de hecho la fuente última del movimiento y, por lo tanto, de todos los fenómenos, dado que la materia en bruto le transfiere a ella su propio movimiento, y de ella vuelve a recibirlos. Al identificar el espacio con la extensión, Descartes elimina el espacio vacío, dando lugar a un mundo lleno de torbellinos, como materia sutil que permite que el movimiento se traslade de un sitio a otro. «El mundo es un inmenso reloj mecánico, que se compone de numerosas ruedecillas dentadas: los torbellinos hacen que éstas se engranen, de modo que se hagan avanzar recíprocamente» (K. R. Popper). ¿Cuáles son las leyes fundamentales que rigen el mundo? Ante todo, el principio de conservación, según el cual permanece constante la cantidad de movimiento, en contra de cualquier degradación de energía o entropía. El segundo principio es el de inercia. Al haber excluido de la materia todas sus cualidades, sólo puede darse en ella un cambio de dirección a través del impulso producido por otros cuerpos. Un cuerpo no se detiene ni se vuelve más lento su propio movimiento, si no es cediéndolo a otro cuerpo. El movimiento por sí mismo tiende a proseguir en la misma dirección una vez que se ha iniciado. Por lo tanto el principio de conservación y el principio de inercia son dos principios básicos que rigen el universo. A ellos se agrega otro principio, según el cual cada cosa tiende a moverse en línea recta. El movimiento rectilíneo es el movimiento originario, del cual se derivan los demás. Esta extremada simplificación de la naturaleza se halla en función de una razón que quiere mediante modelos teóricos conocer y dominar el mundo. Se trata de un relevante intento de unificar la realidad, a primera vista múltiple y variable, mediante una especie de modelo mecánico que resulte fácilmente dominable por el hombre. Más que en la variabilidad de los fenómenos Descartes se halla interesado en su unificación por medio de modelos mecánicos de inspiración geométrica. El mecanicismo de Descartes «representa el triunfo de la imaginación sobre la razón abstracta de la que se servía la investigación tradicional: en lugar de puras suposiciones racionales abstractas, como las formas substanciales o las facultades naturales, el científico mecanicista apela a modelos mecánicos comprensibles y evidentes, porque se hallan dotados de un contenido imaginativo concreto. La concreción efectiva, de la que está dotado el modelo mecánico de una forma intrínseca, no es inmediata, sin embargo: constituye el resultado de prolongadas y laboriosas operaciones de la razón, por las que se llega a ofrecer a la imaginación aquella evidencia figurativa -y por tanto aquella concreción- que es índice de una comprensión efectiva. Como es obvio, la imaginación no actúa arbitrariamente, porque los modelos se hallan construidos de un modo exclusivo en base a postulados precisos establecidos por la razón. Gracias al mecanicismo se conquista una nueva dimensión de la concreción empírica y de la evidencia racional, que contrasta de una forma radical con las nociones tradicionales y con las nuevas formulaciones renacentistas. Por lo tanto se llega a una nueva unidad de experiencia y razón, íntimamente compenetradas en la investigación efectiva, y a una también provechosa conjunción entre investigación teórica y técnica, fundamentadas ambas sobre las mismas bases y tendiendo las dos hacia las aplicaciones prácticas». Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 31 Se trata de un proceso de unificación al que no se substraen aquellas realidades tradicionalmente reservadas a las demás ciencias, como por ejemplo la vida y los organismos animales. Tanto el cuerpo humano como los organismos animales son máquinas y funcionan de acuerdo con principios mecánicos que rigen sus movimientos y sus relaciones. En contraste con la teoría aristotélica de las almas, del mundo vegetal y animal queda excluido todo principio vital (vegetativo y sensitivo). También en este caso, lo que cuenta es la modificación del marco sistemático, porque a partir de ahora el cuerpo y los demás organismos serán objetos de análisis científico en el marco de los principios mecanicistas. Los animales y el cuerpo humano no son sino máquinas, «autómatas», como los define Descartes, o «máquinas semovientes» más o menos complicadas, semejantes a «relojes, compuestas simplemente de ruedecillas y muelles, que pueden contar las horas y medir el tiempo». ¿Qué decir de las numerosísimas operaciones realizadas por los animales? Lo que llamamos «Vida» se reduce a una especie de entidad material, a elementos muy sutiles y muy puros, que llevados desde el corazón hasta el cerebro por medio de la sangre se difunden por todo el cuerpo y presiden las funciones principales del organismo. Esto explica el énfasis concedido a la teoría de la circulación de la sangre propuesta por Harvey, contemporáneo suyo, que publicó en 1627 su famoso ensayo sobre el Movimiento del corazón. Descartes niega a los organismos todo principio vital autónomo, tanto vegetativo como sensitivo, convencido de que si tuviesen alma la habrían revelado a través de la palabra, que «es el único signo y la única prueba segura del pensamiento que se halla oculto y encerrado en el cuerpo». En el Tratado del hombre Descartes escribe: Supongo que el cuerpo no es más que una estatua o una máquina de tierra, formada expresamente por Dios para asemejarla lo más posible a nosotros: y por lo tanto [...] imita todas aquellas funciones que cabe imaginar que proceden de la materia y dependen exclusivamente de la disposición de los órganos [...]. Os ruego que consideréis que estas funciones son una consecuencia del todo natural en dicha máquina de la simple disposición de sus órganos, ni más ni menos que los movimientos de un reloj o de cualquier otro autómata provienen de sus contrapesos y de sus ruedas; por eso en esta máquina no hay que concebir un alma vegetativa ni sensitiva, ni ningún otro principio de movimiento y de vida, además de su sangre y de sus espíritus. 3.9. Las revolucionarias consecuencias del mecanicismo El universo es simple, lógico y coherente, como los teoremas de Euclides. No hay que descubrir ninguna profundidad. Desaparece definitivamente el modo de pensar substancialista. La matemática no es sólo la ciencia de las relaciones entre los números, sino el modelo mismo de la realidad física. La matemática, a la que los escolásticos atribuían una importancia muy escasa para la descripción del universo, se convierte en algo central. Aquel mundo compuesto de cualidades, significados, fines, que la matemática no podía interpretar, se ve substituido por un mundo cuantificado y matematizable, en el que ya no hay vestigios de cualidades, valores, fines o profundidad. Aquel mundo cualitativo de origen aristotélico va cediendo y desaparecen gradualmente. El mundo de las cualidades queda reducido a meras respuestas del sistema nervioso ante los estímulos del mundo exterior. «La naturaleza es opaca, silenciosa, sin aroma, sin color: sólo es un impetuoso entrechocar de materia, sin finalidad, sin motivo» (A. N. Whitehead). Se ha invertido la concepción tradicional. Se está ante un mundo cuantitativo y dinámico. El movimiento y la cantidad substituyen los genera y las species de la cosmología tradicional. Si en el mundo greco-medieval el reposo es la condición natural de los cuerpos y el movimiento constituye una anomalía, ahora tanto movimiento como reposo son estados diferentes. Si en la concepción precedente cada cosa tiende a su lugar natural, donde está ordenada en el marco de una visión jerárquica, ahora las cosas ya no tienen una dirección hacia la que se encaminen de un modo apreciable. Se asiste a una radical transformación de la concepción de naturaleza, porque ya no se cae en la primitiva ilusión de considerarla como mater o refugio. Ya no es posible moverse en un mundo con rasgos humanos y con consuelos religiosos. La res cogitans se distingue nítidamente del mundo corpóreo. El mismo Dios le es ajeno. El Dios cartesiano es creador y conservador del mundo, pero no tiene nada más que compartir con éste. Dios no es el alma que penetra, vivifica y mueve el mundo. Puesto que es infinito y espiritual, Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 32 Dios está fuera del mundo. Urgido por el teólogo Henry More a decir dónde estaba Dios, Descartes se vio obligado a contestar nullibi, en ninguna parte. A causa de dicha respuesta Descartes y los cartesianos fueron llamados «nullibistas» y ateos. Cuando el mecanicismo abarca todo el mundo no espiritual se derrumba una concepción de la naturaleza y ocupa su lugar otra cualitativamente distinta, como nuevo programa de investigación. Nacen nuevas estructuras mentales y lingüísticas, que dan lugar a audaces modelos interpretativos de la realidad, que desde una perspectiva crítica se caracterizan por el rechazo de toda implicación axiológica, ya que el mundo ha dejado de ser la sede de los valores; desde un punto de vista constructivo se caracterizan por la utilización exclusiva de elementos geométricos y mecánicos. Como señala R. Lenoble, «puede pensarse en una crisis de extraversión de la conciencia colectiva, que se vuelve capaz de abandonar la naturaleza mater para concebir una naturaleza mecanicista. Las polémicas entre eruditos no harán más que disfrazar su simplicidad y su grandeza». Finalmente la construcción de un modelo interpretativo mecánico con elementos teóricos simples facilita la elaboración de instrumentos técnicos con los que se realizará el paso desde el conocimiento teórico hasta la transformación práctica del mundo. De aquí procede la conversión efectiva del espíritu humano desde la theoria a la praxis, desde la scientia contemplativo hasta la scientia activa. El proyecto programático de Bacon, enunciado pero no llevado a la práctica, que se proponía conocer el mundo para dominarlo, empieza a caminar hacia su realización efectiva, primero con Galileo y luego con Descartes. 3.10. La creación de la geometría analítica «Podemos comparar la geometría griega con una elegante elaboración manual, y el álgebra árabe, con una producción automática, a máquina. Pues bien, cabe decir que la matemática moderna se inicia tres siglos antes, cuando la máquina algebraica comienza a aplicarse también a la geometría, y el estudio de curvas, superficies y figuras geométricas se traduce en el estudio de determinadas ecuaciones» (L. Lombardo-Radice). Esta idea revolucionaria se debe a Descartes; y «como todas las cosas verdaderamente grandes en matemáticas, es de una simplicidad fronteriza con la evidencia» (E. T. Bell). El núcleo central de la geometría analítica, que Descartes expone en el breve tratado Géométrie (1638), estaba sin duda en el ambiente. En la época de Descartes «lo tenía in mente y lo aplicaba en esos mismos años, o quizás antes, otro francés genial, un hombre de leyes, Pierre Fermat, que se dedicaba a la matemática en las horas que le dejaban libre los procesos judiciales» (L. Lombardo-Radice). Podemos explicar en los siguientes términos la idea de fondo de la geometría analítica. Tracemos (como se ve en la figura 8) dos semirrectas (ejes) perpendiculares entre sí (ejes horizontal y vertical), que salen del mismo punto de origen 0; establézcase, además, una unidad de medida para las distancias. Consideremos el plano (el cuadrante) comprendido entre ambas semirrectas. Entonces: 1) a un punto del cuadrante se pueden asociar dos números perfectamente determinados (coordenadas): la abscisa y la ordenada, que miden respectivamente la distancia entre P y el eje vertical y el horizontal, es decir, la longitud de los segmentos OP, y OP,; 2) (véase la figura 8): a un par de números (1, 2) les corresponde un punto P -y sólo uno- del cuadrante, aquel que tiene como abscisa a 1, y como ordenada a 2, esto es, el único punto separado por la distancia 1 del eje vertical, y por la distancia 2 del eje horizontal (L. Lombardo-Radice). Figura 8 Figura 9 P(2,1) 2 P(1, 2) 0 1 0 1 2 Supongamos ahora que el punto en cuestión se desplace sobre el piano. Es evidente que las coordenadas (x, y) de todos los puntos de la curva generada por el punto que se desplaza están Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 33 determinadas por una ecuación llamada «ecuación de la curva». A continuación hay que tratar algebraicamente dicha ecuación, y luego, traducir los resultados de todos nuestros cálculos algebraicos a sus equivalentes -en forma de coordenadas de puntos- sobre el diagrama que a lo largo de estos cálculos hemos dejado expresamente a un lado. Como es obvio, uno puede orientarse mejor y de manera más expedita en álgebra que a través de las complicadas telarañas de la geometría elemental al modo de los griegos. Por eso el procedimiento ideado por Descartes nos permite partir de ecuaciones con el grado de complejidad que se quiera o se suponga, e interpretar geométricamente sus propiedades algebraicas y analíticas. En suma, nos servimos del álgebra para descubrir y estudiar los teoremas geométricos (E. T. Bell). Así, sigue diciendo Bell, «no sólo dejamos de utilizar como timonel a la geometría, sino que le colocamos una piedra atada al cuello antes de arrojarla por la borda. A partir de este momento, el álgebra y la matemática serán nuestros timoneles a través de los mares sin brújula del espacio y su geometría. Todo lo que hemos hecho puede ser aplicado de una sola vez a un espacio que posea una cantidad indeterminada de dimensiones; en el plano se necesitan dos coordenadas; en el espacio ordinario de los cuerpos, se requieren tres; para la geometría de la mecánica y la relatividad hay que utilizar cuatro coordenadas [...], Descartes no efectuó una revisión de la geometría, la creó». Descartes quedó sorprendido por la potencia que mostraba su método y comprendió a la perfección su novedad y su importancia; «se vanagloriaba con razón de haber creado una geometría superior a la que existía antes que él, en una medida mucho mayor que la diferencia que separa la retórica de Cicerón del abecedario» (J. Hadamard). En definitiva Descartes se había encontrado con una geometría demasiado dependiente de figuras que, entre otras cosas, fatigaban inútilmente la imaginación; y tenía ante sí un álgebra que se presentaba como técnica confusa y obscura. En consecuencia, a través de su Géométrie se propuso lograr un doble objetivo: «I) liberar a la geometría del recurso a figuras, por medio de los procedimientos algebraicos; 2) dar un significado a las' operaciones de álgebra a través de una interpretación geométrico [...]. El procedimiento que siguió en la Géométrie fue entonces el de partir desde un problema geométrico, traducirlo al lenguaje de una ecuación algebraica y, luego, después de haber simplificado lo más posible esta ecuación, solucionarla de un modo geométrico» (C. B. Boyer). El método de las coordenadas cartesianas ya no nos impresiona demasiado, puesto que en la actualidad es parte integrante de nuestro patrimonio. Sin embargo, en aquella época constituyó un acontecimiento de importancia decisiva. Los griegos, afirma Descartes, no habían llegado a poseer el «método correcto»; no habían captado la identidad que existe entre el álgebra y la geometría: «Los antiguos no parecen haberío advertido o no se habrían tomado el trabajo de escribir tantos libros en los que la mera disposición de sus teoremas nos permite ver que no poseían el método verdadero con el que se obtienen todos los teoremas, sino que se limitan a recoger aquellos con los que han tropezados El hecho revolucionario consiste en que la concepción cartesiano representa el golpe de gracia a la concepción y la valoración propias de la geometría griega: ésta «se ve definitivamente desposeída de su trono de reina de la matemática, y el lugar de la matemática geometrizada es ocupado por la matemática algebraica» (E. Colerus). El cartesiano Erasmo Bartholin expresa con claridad una convicción de este tipo en el prólogo a la edición de 1659 de la Geometría: «Al principio fue útil y necesario conceder una ayuda a nuestra capacidad de pensar abstractamente; por eso los geómetras apelaron a las figuras, los aritméticos a las cifras, y otros, a diversos medios. Pero estos métodos no parecen dignos de grandes hombres, que aspiren al título de sabios. Una gran mente, precisamente, fue la de Descartes.» Por todo ello hay que dar la razón de Zeuthen cuando afirma que, a partir de Descartes, la matemática pasó de la fase de elaboración artesana a la de la gran industria. 3.11. El alma y el cuerpo A diferencia de todos los demás seres el hombre es aquel en el que se encuentran a la vez dos substancias radicalmente distintas entre sí, la res cogitans y la res extensa. Es una especie de punto de Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 34 encuentro entre dos mundos o, en términos tradicionales, entre alma y cuerpo. La heterogeneidad de la res cogitans con respecto a la res extensa significa antes que nada que el alma no hay que concebirla en relación con la vida, como si se dieran diversos tipos de vida, desde la vegetativa a la sensitiva o la racional. El alma es pensamiento pero no vida, y su separación del cuerpo no provoca la muerte, que está determinada por causas fisiológicas. El alma es una realidad inextensa, mientras que el cuerpo es extenso. Se trata de dos realidades que nada tienen en común. A pesar de todo, la experiencia nos da testimonio de una constante interferencia entre ambas vertientes, como se deduce del hecho de que nuestros actos voluntarios mueven el cuerpo, y las sensaciones, procedentes del mundo exterior, se reflejan en el alma, modificándola. Descartes afirma que «no basta con que ella [el alma] esté colocada en el cuerpo como un timonel en su nave, sólo para mover sus miembros, sino que es necesario que se combine y se una más estrechamente con él, para experimentar además sentimientos y apetitos semejantes a los nuestros, y constituir así un verdadero hombre». Esta afirmación resulta vaga, sin lugar a dudas, y dejó insatisfechos a sus lectores. Isabel del Palatinado le escribe en estos términos: « ¿Cómo es posible que el alma del hombre lleve a los espíritus del cuerpo a realizar las acciones voluntarias, si no constituye más que una substancia pensante y, por lo tanto, no posee un punto de incidencia que le permita imprimir el movimientos?» Más aún: «Observo que los sentidos me muestran que el alma mueve al cuerpo, pero no me demuestran cómo ocurre esto. Por lo tanto pienso que hay algunas propiedades del alma que os son desconocidas, y que quizás puedan echar por tierra lo que vuestras Meditaciones metafísicas me han demostrado con tan buenos argumentos acerca de la inextensión del alma.» Para hacer frente a tales dificultades Descartes escribe el Tratado del hombre, en el que se intenta brindar una explicación de los procesos físicos y orgánicos, en una especie de audaz anticipación de la fisiología moderna. Comienza por imaginar que Dios formó una estatua de arcilla, similar a nuestro cuerpo, con los mismos órganos y las mismas funciones. Se trata de una especie de modelo o de hipótesis, que sirva para explicar nuestra realidad biológica, y que preste una especial atención a la circulación de la sangre, a la respiración y al movimiento de los espíritus animales. Sin abandonar dicha hipótesis, Descartes explica el calor de la sangre a través de una especie de fuego sin luz que, penetrando en las cavidades del corazón, contribuye a conservarlo hinchado y elástico. Desde el corazón la sangre va a los pulmones, que son refrescados por el aire que introduce la respiración. Los vapores de la sangre de la cavidad derecha del corazón llegan hasta los pulmones a través de la vena arteriosa y retornan lentamente a la cavidad izquierda, provocando el movimiento del corazón, del cual dependen todos los demás movimientos del organismo. Al afluir al cerebro la sangre nutre la substancia cerebral y además produce «una especie de viento muy tenue», o más bien una llama muy viva y muy pura, a la que se denomina «espíritus animales». Las arterias, que transportan la sangre hasta el cerebro, se ramifican en muchos tejidos que luego se reúnen en torno a una pequeña glándula, la glándula pineal, situada en el centro del cerebro, donde tiene su sede el alma. En dicho contexto, escribe Descartes, «es preciso saber que, aunque el alma esté unida a todo el cuerpo, existe en éste una parte en la que ejerce sus funciones de un modo más específico que en el resto; [...] la parte del cuerpo en la que el alma ejerce de manera inmediata sus funciones no es en absoluto el corazón y tampoco el cerebro en su totalidad, sino únicamente la parte interior de éste, una glándula muy pequeña, situada en el medio de su substancia y suspendida sobre el conducto a través del cual los espíritus de las cavidades anteriores se comunican con los de las posteriores, de modo que sus movimientos más leves pueden modificar mucho el curso de los espíritus, y a la inversa, los más mínimos cambios en el curso de los espíritus pueden provocar grandes mutaciones en los movimientos de esta glándula». Además de los detalles de la reconstrucción de las complejas relaciones entre la res cogitans y la res extensa, es preciso subrayar que la tesis de la interacción cartesiana en la actualidad ha sido replanteada por Popper y por el neurofisiólogo J.C. Eccles, aunque con una instrumentación muy diferente, para profundizar en el problema mente-cuerpo. K.R. Popper describe así la doctrina cartesiana: «El alma cartesiana es inextensa, pero está localizada. En efecto, está situada en un punto Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 35 euclidiano inextenso, dentro del espacio. No parece que Descartes haya derivado (como hizo Leibniz) esta conclusión desde sus premisas. Descartes, sin embargo, colocó el alma principalmente en un órgano pequeñísimo, la glándula pineal. Éste era el órgano que resultaba movido inmediatamente por el alma humana. A su vez, actuaba sobre los espíritus vitales como si fuese una válvula en un amplificador eléctrico: guiaba los movimientos de los espíritus vitales y, a través de éstos, el movimiento del cuerpo. Ahora bien, esta teoría provocaba dos dificultades serias, la más grave de las cuales consistía en el hecho de que los espíritus vitales (que son extensos) mueven el cuerpo a través de impulsos, y ellos a su vez son movidos por impulsos: esto era una necesaria consecuencia de la teoría cartesiana de la causalidad. ¿Cómo podría el alma inextensa ejercer algo que actuase como un impulso sobre un cuerpo extenso?» A criterio de Popper, aquí se plantea el punto débil de la teoría cartesiana, en su concepción de la causalidad como una especie de impulso mecánico, más que en la tajante distinción entre dos mundos, el mundo físico y el de la conciencia, que Popper en cambio vuelve a sugerir, proponiendo como explicación de su interferencia y acción recíprocas la existencia del mundo 3, o mundo de las teorías y los significados. Aunque tal propuesta se mueva en un contexto mucho más perfeccionado y posea un respaldo teórico mucho más rico, cabe decir que su matriz más remota es claramente cartesiana. El tema del dualismo cartesiano y del posible contacto entre res cogitans y res extensa queda profundizado, posteriormente, a través del tratado Les passions de I'âme, si bien adquiere preocupaciones y giros de carácter ético. Este ensayo consta de tres partes, que corresponden a los tres grupos en que pueden clasificarse las pasiones. A este respecto, P. Mesnard escribe: «El primer grupo está constituido por las pasiones más estrictamente fisiológicas, en el que la teoría de las pasiones se asemeja mucho a la que se expone de forma completa partiendo del cuerpo en el Tratado del hombre. Este grupo de pasiones va desde la admiración hasta la cólera, desde la alegría hasta la tristeza: aquí la sensación impone su ley al sujeto que la padece. Luego, está el grupo de las pasiones que llamaré propiamente psicológicas, en las que la unión del alma y del cuerpo define el equivalente de una tercera substancia, unión que hay que realizar y que se realiza en el interior mismo de la pasión. Es el caso del deseo, la esperanza, el temor, el amor y el odio, que pueden provenir tanto del sujeto como del objeto. Finalmente existe una tercera categoría: las pasiones que llamaremos morales, aquellas que se relacionan con el libre arbitrio, en nosotros y en los demás. Éstas llevan de un modo demasiado manifiesto el sello del alma como para ser explicadas a través de la máquina (del cuerpo); son las que afirman y realizan en la conducta del hombre su carácter de animal espiritual. El tipo de estas pasiones es la generosidad.» Se trata de un cuadro bastante complejo y afinado, en el que se analizan las acciones, originadas en la voluntad, y las afecciones -las percepciones, los sentimientos o las emociones- provocadas por el cuerpo y recibidas por el alma. El objetivo moral de este estudio consiste en demostrar que el alma puede vencer las emociones, o por lo menos poner un freno a las solicitaciones sensibles que la distraen de la actividad intelectual, proyectándola hacia las estrecheces de la pasión. En este sentido son importantes dos sentimientos, la tristeza y la alegría: aquélla nos da a entender las cosas de las que hay que huir, mientras que la segunda nos indica las cosas que se deben cultivar. A pesar de todo, el hombre no debe guiarse por las emociones o, más en general, por los sentimientos, sino que la razón es la única que puede valorar, y por lo tanto inducir a aceptar o rechazar determinadas emociones. La sabiduría consiste precisamente en tomar el pensamiento claro y distinto como norma del pensar y del vivir. 3.12. Las reglas de la moral provisional Para favorecer el dominio de la razón y eliminar la tiranía de las pasiones, ya en el Discurso del método Descartes enunció y propuso como moral provisional algunas normas que más tarde, a través de sus cartas y del Tratado sobre las pasiones, se han revelado como válidas y, en su criterio, definitivas. Son normas sencillas, que conviene recordar aquí. «La primera [regla] era obedecer las Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 36 leyes y las costumbres de mi país, observando de forma constante la religión en la que Dios me concedió la gracia de ser instruido desde la niñez, y ajustándome en todas las demás cosas a las opiniones más modernas y más alejadas de todo exceso, que resulten aceptadas y practicadas por lo general por las más sensatas de entre las personas con las que me haya tocado vivir.» Al distinguir entre la contemplación y la búsqueda de la verdad, por un lado, y las exigencias cotidianas de la vida por el otro, Descartes exige que la verdad posea aquella evidencia y aquella distinción, que una vez alcanzadas permiten formular juicios. En el caso de las segundas, es suficiente en cambio con el buen sentido, expresado a través de las costumbres del pueblo en el que se vive. En el primer caso se requiere la evidencia de la verdad, y en el segundo, hasta con la probabilidad. La sumisión a las leyes del país está dictada por la necesidad de tranquilidad, sin la cual no es posible la búsqueda de la verdad. «La segunda máxima era perseverar en mis acciones con la mayor firmeza y resolución que pudiese, y seguir las opiniones más dudosas, una vez que me hubiese determinado a ello, con la misma constancia que emplearía en el caso de que se tratase de opiniones segurísimas.» Se trata de una norma muy pragmática, que invita a eliminar las dilaciones y a superar la incertidumbre y la indecisión, porque la vida no puede esperar, sino que nos urge, si bien permanece vigente la obligación de encontrar en las opiniones el máximo de verdad y de bondad, que siguen siendo los ideales reguladores de la vida humana. Descartes es enemigo de la falta de resolución, y para superarla propone el remedio «de acostumbrarse a formular juicios ciertos y determinados sobre las cosas que se presentan, convenciéndose de que uno ha cumplido con su propio deber una vez que se ha hecho lo que se juzgaba mejor, aunque se haya juzgado muy erróneamente». La voluntad se rectifica a través de un perfeccionamiento del intelecto. En tal contexto Descartes propone la tercera máxima, que manda «esforzarse siempre por vencerme más a mí mismo que a la suerte, y por cambiar mis deseos más bien que el orden del mundo; en general, habituarme a creer que no hay nada que esté completamente en nuestro Poder, salvo nuestros pensamientos». Por lo tanto el tema de Descartes consiste en la reforma de uno mismo, que se hace posible mediante un perfeccionamiento de la razón, a través del hábito de las reglas de la claridad y la distinción. Puede rectificarse la voluntad, si se reforma la vida del pensamiento. Con esta finalidad subraya en la cuarta máxima que su labor más importante ha sido la «de emplear toda mi vida en el cultivo de mi razón y avanzar lo más posible en el conocimiento de lo verdadero, siguiendo el método que me había prescrito». El propio Descartes especifica que éste es el sentido de las tres primeras máximas, más bien conformistas: «Las tres máximas anteriores estaban fundamentadas precisamente en mi propósito de continuar instruyéndome.» Este conjunto de elementos pone en evidencia cuál es la dirección de la ética cartesiana: una lenta y laboriosa sumisión de la voluntad a la razón, como fuerza que sirve de guía a todo el hombre. Al identificar desde esta perspectiva la virtud con la razón, Descartes se propone «llevar a cabo todo lo que la razón le aconseje, sin que sus pasiones o sus apetitos le aparten de ello». Con tal objeto, el estudio de las pasiones y de su interacción en el alma se propone facilitar la consecución de la hegemonía de la razón sobre la voluntad y las pasiones. La libertad de la voluntad sólo se realiza a través de la sumisión a la lógica del orden, que el intelecto está llamado a descubrir, tanto fuera como dentro de sí mismo. «En el universo cartesiano orden y libertad no son [...] dos términos que se excluyen. La claridad y la distinción que garantizan la subsistencia del uno, son también la condición de la explicación de la otra. El cogito es la prueba definitiva de esta verdad. Determinarse no es verse avasallado por otro, sino subsistir de la forma más exacta» (R. Crippa). En Descartes predomina el amor a la necesidad de lo verdadero, cuya lógica se impone, una vez alcanzada, con la fuerza de la razón. Sólo bajo el peso de la verdad el hombre se vuelve libre, en el sentido de que únicamente se obedece a sí mismo y no a fuerzas exteriores, Si el yo se define como res cogitans, ajustarse a la verdad no es en el fondo más que ajustarse a uno mismo, con la máxima unidad interior y con un pleno respeto a la realidad objetiva. Tanto en el terreno del pensamiento como en el de la acción debe imponerse la primacía de la razón. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 37 La virtud, a la que conduce el último término la moral provisional, se identifica con la voluntad del bien, y ésta a su vez, con la voluntad de pensar lo verdadero que, en cuanto tal, es asimismo bien. Si bien es cierto que hay que pensar de acuerdo con la verdad y vivir de acuerdo con la razón, para Descartes es más triste perder la razón que la vida, porque en ese caso se perdería la razón de la vida. Así, el eje de la reflexión y de la acción se desplaza desde el ser hasta el pensamiento, desde Dios y desde el mundo hasta el hombre, desde la revelación hasta la razón, que es el nuevo fundamento de la filosofía y el permanente ideal regulador de la acción.4 Locke 4. EMPIRISMO INGLÉS5 El empirismo inglés se inicia con John Locke. La filosofía en el momento en que viene al mundo filosófico John Locke, es todavía predominantemente cartesiana. Desde luego, el punto de vista idealista es dominante ya en la filosofía; pero no sólo el punto de vista idealista en general, sino que además la concreta solución dada por Descartes al problema metafísico predomina aún en la filosofía europea. Así, el problema metafísico encuentra en esta filosofía la solución substancialista de Descartes. Yo descubro “mi” propio ser como ser pensante; descubro entre mis ideas la idea de Dios, cuya esencia envuelve la existencia; y merced a esta idea de Dios como garantía, afirmo la existencia de los objetos de mis ideas claras y distintas; por consiguiente, del espacio, movimiento, número y sus modificaciones. De donde Descartes extrae una metafísica de las tres substancias: la substancia pensante (el alma); la substancia extensa (el cuerpo) y Dios, substancia infinita creadora. Esta triplicidad de la substancia domina absolutamente en la filosofía cuando llega Locke. El punto de partida de Locke es, pues, el punto de la filosofía cartesiana. Pero Locke se plantea desde luego, con una claridad absoluta, el problema metafísico como problema del conocimiento. Locke, con plena conciencia de la necesidad que radicalmente hay en el idealismo de poner en claro el problema del conocimiento, inicia su labor filosófica preguntándose: ¿cuál es la esencia, cuál es el origen, cuál es el alcance del conocimiento humano? Ahora bien: el conocimiento se constituye por medio de ideas. Toma Locke la palabra “idea” en un sentido que antes y después de él no ha tenido la filosofía; la toma como traducción en lengua moderna de la palabra latina “cogitatio” usada por Descartes. Para Descartes “cogitatio” es “pensée”, pensamiento; y pensamiento es todo fenómeno psíquico en general. Una sensación es un “cogitatio”; una proposición lo es también; una afirmación o negación de la voluntad lo es también. En suma, cualquier vivencia psíquica es llamada por Descartes “cogitatio”. Pues bien: Locke emplea la palabra “idea” en este mismo sentido general con que Descartes emplea la palabra “cogitatio”. Locke parte de una distinción que había hecho Descartes entre las ideas. Descartes había distinguido tres grupos de ideas: unas que él llamaba adventicias; otras que llamaba ficticias, y otras innatas. Las ideas adventicias son las que sobrevienen en nosotros puestas por la presencia de la realidad externa; las ideas ficticias son las que nosotros mismos, por medio de nuestra imaginación, formamos en el alma; las ideas innatas son las que constituyen el acervo propio del espíritu, de la mente, del alma; son las que están en el alma sin que las haya puesto ninguna cosa real, ni hayan sido formadas por nuestra imaginación. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 38 El punto de partida de Locke consiste: primero, en negar que en nuestra alma haya ninguna idea innata; segundo, en preguntarse: ¿cuál es el origen de las restantes ideas? Si no hay en el alma ninguna idea innata; si el alma es semejante a un papel blanco, “white paper”, o como han traducido sus traductores latinos, una “tabla rasa” en la cual nada está escrito y todo viene a ser escrito posteriormente por la experiencia; si no hay, pues, ideas innatas, el problema que se plantea es el de cuál sea el origen de las ideas; y este es el problema que Locke trata con mayor profundidad. Ahora bien: una vez planteado el problema del origen de las ideas, hallábase Locke en la encrucijada de dos caminos: o bien entendía por origen la génesis natural, psicológica, de las ideas en la evolución psicológica del hombre; o bien entendía por origen la derivación lógica de una idea respecto de otra que puede ser su antecedente racional; o bien entendía el origen en el sentido de las verdades de hecho de que habla Leibniz; o bien entendía la palabra origen en el sentido de las verdades de razón, según dice también Leibniz. Un ejemplo aclarará lo que quiero decir. El origen de una idea, como la idea de esfera, puede ser considerado psicológicamente o lógicamente. Psicológicamente estudiaremos las sensaciones, las percepciones que ha podido producir naturalmente, biológicamente, en nosotros la noción de esfera; por ejemplo, el haber visto objetos de esa forma, naturales o artificiales. Pero otro sentido de la palabra origen es considerar la esfera como originada por el movimiento de media circunferencia girando en derredor del diámetro. Tenía, pues, que elegir Locke aquí en qué sentido iba a tomar la palabra origen; y según el sentido en que la tomara empujaba su investigación (y naturalmente la de sus sucesores) por un determinado camino. He aquí que Locke eligió el camino de la psicología. Por origen entiende Locke el mecanismo psicológico según el cual se forman en nosotros las ideas. Desde el principio, pues, la teoría del conocimiento de Locke se coloca bajo el signo de la psicología. Locke distingue dos fuentes posibles de nuestras ideas: la sensación y la reflexión. Locke entiende por sensación el elemento psicológico mínimo, la modificación mínima de la mente, del alma, cuando algo por medio de los sentidos, la excita, le produce esa modificación; y entiende por reflexión el apercibirse el alma de lo que en ella misma acontece. De modo que la palabra reflexión no tiene en Locke el sentido habitual, sino que tiene un sentido equivalente al de experiencia interna; mientras que la palabra sensación vendría a significar la experiencia externa. Todo el esfuerzo de sutileza y de análisis de Locke va encaminado a mostrar que las ideas, o son simples y tienen su origen en un sentido o en dos sentidos, o en la combinación de un sentido con la reflexión o de dos sentidos con la reflexión; o son compuestas, es decir, están formadas de amasijos de ideas simples. Así, por ejemplo, la idea de extensión es simple, pero está formada de impresiones que proceden del sentido de la vista, del sentido del tacto y del sentido muscular. Pero la idea de substancia es compuesta; está formada por otras ideas que se conglomeran, que se unen. Esa unión de otras ideas, esa síntesis de otras ideas, es lo que constituye para Locke la idea de substancia, que él define con una palabra muy típica: como El “no sé que” que está por debajo de las diversas cualidades, de las diversas sensaciones, de las diversas impresiones que una cosa nos produce. Ese “no sé qué” era ya desde luego plantear, para otros que vinieran después, el problema de la substancia. Porque Locke no duda un instante, no pone en cuestión la metafísica de Descartes. Por consiguiente, para Locke las ideas simples, que nos vienen de la sensación y de la reflexión, o de una combinación entre sensación y reflexión, son ideas a las cuales corresponde una realidad; una realidad que existe en sí misma y por sí misma, como la substancia extensa de Descartes. Del mismo modo, nuestra intuición de nosotros mismos es para Locke el camino que nos conduce en presencia de una substancia real, que existe en sí misma y por si misma, que somos nosotros mismos. Por consiguiente, la metafísica cartesiana es la que está por debajo de toda la teoría del conocimiento de Locke. Lo único que ha hecho Locke es analizar el conocimiento, desmenuzarlo, llegar a sus últimos elementos, que son las ideas, y mostrar cómo las ideas complejas se derivan por Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 39 composición, por generalización, y abstracción de las simples, y cómo las ideas simples son los elementos últimos que reproducen la misma realidad. Sin duda, en esa reproducción de la realidad misma no todos los elementos psicológicos tienen igual valor ontológico. Así Locke distingue en las percepciones que tenemos de las cosas, de las substancias, las cualidades que él llama secundarias y las cualidades que él llama primarias. Las cualidades secundarias son el color, el sabor, el olor, la temperatura. Esas cualidades, evidentemente, no están en las cosas mismas; no reproducen realidades en sí y por sí; sino que son modificaciones totalmente subjetivas del espíritu. Pero en cambio las otras cualidades, que él llama primarias -que son la extensión, la forma, el movimiento, la impenetrabilidad de los cuerpos- son propiedades que pertenecen a los cuerpos mismos, a la materia misma. No son, pues, puramente subjetivas, como las cualidades secundarias. Como ustedes ven, este trabajo de Locke es un ensayo muy esforzado por introducir claridad psicológica en el amasijo del conocimiento. Nuestro conocimiento es un conjunto enorme de ideas, de pensamientos. Locke se llega a ese conjunto; empieza a analizar, a dividir; va tomando esas ideas, mirándolas una por una; las que son complejas, como los modos, las substancias, las relaciones, las descompone en ideas simples; y a cada una de las ideas simples les asigna un origen empírico, bien en la experiencia externa, que es la experiencia de los sentidos, bien en la experiencia interna, que es el darse cuenta la conciencia de sí misma. 4.2. Berkeley Después de Locke el problema cae íntegramente en las manos del gran filósofo inglés obispo Berkeley. Berkeley introduce en el pensamiento filosófico de Locke una modificación de importancia capital; la introduce empujando, con entera consecuencia, a otros resultados más profundos, el método del análisis psicológico. El psicologismo de Locke (que es todavía relativamente tímido, porque está limitado y contenido por la metafísica cartesiana, que le sirve siempre de base) es empujado por el obispo Berkeley a extremos que rompen ya por completo los moldes de la metafísica cartesiana. El psicologismo de Locke había respetado la substancia de Descartes en su forma de substancia pensante, substancia extensa y Dios. En cambio el obispo Berkeley ataca directamente ese concepto de substancia extensa, de materia. La distinción hecha por Locke entre cualidades secundarias y cualidades primarias lo lleva a negar objetividad a las cualidades secundarias, pero a seguir concediendo plena existencia en sí y por sí a los cuerpos materiales, como substancia extensa. Pues bien: el obispo Berkeley no comprende (y tiene razón) cómo y por qué privilegia Locke estas cualidades primarias y al carácter de puras vivencias del yo les añade además el de ser reproducciones fieles de una realidad existente en sí y por sí, fuera del yo. No lo comprende el obispo Berkeley ni lo comprendo yo. No tiene fundamento, porque si el sabor y el color son vivencias y como puras vivencias no tienen otra realidad que la de ser vivencias, “mis” vivencias, del mismo modo la extensión, la forma, el número, el movimiento, son también vivencias, exactamente lo mismo, iguales vivencias; y como tales vivencias no hay en ellas ninguna nota que nos permita trascender de ellas como vivencias para afirmar la existencia metafísica en sí y por sí de las cualidades que ellas mentan. Consecuente con el psicologismo, el obispo Berkeley descubre en todas las llamadas ideas el mismo carácter vivencial; y como todas ellas son vivencias, ninguna de ellas me puede sacar de mí mismo y trasladarme a una región de existencias metafísicas en sí y por sí. El obispo Berkeley, con una audacia extraordinaria, plantea el problema ontológico y metafísico; ¿qué es ser?, ¿qué es existir?, y el análisis psicológico no le permite dar a ese problema metafísico más que una respuesta psicológica. ¿Qué llamo yo ser? Ser llamo yo a ser blanco, ser negro, ser extenso, ser verde, ser amarillo, ser duro, ser blando, ser redondo, ser triángulo, ser dos, ser tres, ser cinco; a todo eso llamo ser. Por consiguiente, “ser” es ser-percibido; “ser” es ser percibido como tal blanco, como tal 2, como tal 5, como tal forma. La percepción, como vivencia, es lo único que constituye el ser. No me es dado en ninguna parte un ser que no sea percibido por mí. Imaginen ustedes, dice, una realidad que Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 40 no sea percibida, ni pueda serlo, ni esté conmigo, en suma, en ninguna relación vivencial. De esa realidad no tengo yo la menor noción; no conozco de ella nada; ni siquiera si la hay; no ya qué es, sino ni siquiera si la hay; porque si conociera que la hay, estaría con ella en una relación vivencial mínima, que es la de haberla, y de haberla para mí; por que si para mí tampoco la hay, ni siquiera hablar de ella puedo. De modo que ser no significa otra cosa que ser percibido. En nuestra terminología (la que nosotros estamos usando aquí) diremos que para el obispo Berkeley el ser de las cosas es la vivencia que de ellas tenemos. Ven ustedes que aquí llegamos, con el obispo Berkeley, al idealismo subjetivo más completo, porque nuestro problema fundamental: ¿quién existe? es contestado por el obispo Berkeley diciendo: existo yo con mis vivencias; pero allende mis vivencias no existe nada. El lleva su posición psicologista hasta ese extremo; se llama él a sí mismo inmaterialista; no quiere, llamarse idealista porque tiene la coquetería de afirmar que su punto de vista es el de todo el mundo, aunque es realmente el más difícil, el más abstruso, el más antinatural de los puntos de vista. El dice: ¡pero si es el punto de vista de todo el mundo! Usted va por el campo y le pregunta a un aldeano qué tiene delante, y le contesta: una carreta tirada por bueyes. El quiere decir, naturalmente, que ve, que toca, que oye, lo que se ve, lo que se toca, lo que se oye. Algo que exista sin poder ser visto, oído, tocado, no existe para la mente humana natural y espontáneamente. Como ustedes ven, hay aquí un terrible juego de palabras, porque la mente humana espontánea y naturalmente es realista. Es decir, que pone primero la existencia en sí y por sí de las cosas y luego su percepción por nosotros. Pero el obispo Berkeley afirma que la tesis natural es la suya, porque ser, para cualquiera, es precisamente ser tocado con las manos, visto con los ojos y oído con los oídos. Se ha dado un paso enorme, es verdad, comparado con la actitud de Locke. Este paso enorme ha consistido en proseguir con el psicologismo hasta deshacer la noción de substancial material y quedarnos con la de pura vivencia o pura percepción. Pero en el obispo Berkeley queda todavía un residuo substancialista. El obispo Berkeley niega la existencia de la substancia material; pero en cambio afirma la existencia de la substancia espiritual. El yo me es conocido por una intuición directa. El “cogito” cartesiano sigue actuando perfectamente en la filosofía del obispo Berkeley: yo soy una cosa que piensa, una “res cogitans”, un espíritu que tiene vivencias. A mis vivencias no les corresponde nada fuera de ellas; pero esas vivencias son “mis” vivencias, y yo soy una substancia que las tengo. Mas como esas vivencias revelan además una regularidad en su paso por mi mente, se suceden escalonadamente, se engarzan las unas con las otras, se escalonan, se explican un poco las unas con las otras; como constituyen todo un conjunto de vivencias armónico -que es lo que llamamos el mundodebo suponer y supongo (aparte de otros fundamentos que son de carácter moral y religioso y que en el obispo Berkeley pesan mucho, pero que no pueden entrar aquí, en nuestra discusión, que es puramente de teoría del conocimiento y de metafísica) debo suponer que aparte de esos otros hay motivos suficientes para poner ahora la existencia de un espíritu que sea el que ponga en mí todas esas vivencias. Esas vivencias no se ponen en mí ellas solas; las pone en mí Dios, que es puro espíritu, como yo. Y entonces podría pensarse con razón que la filosofía del obispo Berkeley es la que realiza con plenitud máxima la palabra del Evangelio: nosotros vivimos, nos movemos y estamos en Dios. Como ustedes ven, queda un residuo de metafísica cartesiana en el obispo Berkeley, que es la substancia pensante, el espíritu y Dios. Ese residuo de metafísica cartesiana lo vamos a ver desaparecer como por magia ante los formidables embates del tercer gran representante del empirismo inglés, que es Hume. Lo mismo que Berkeley ataca el concepto de substancia material que todavía quedaba superviviente del cartesianismo en la filosofía de Locke; del mismo modo Hume va a atacar ahora el concepto de substancia espiritual, que quedaba todavía sobreviviente en el obispo Berkeley. Y lo va a atacar con la misma arma: el análisis psicológico, el psicologismo. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 41 4.3. Hume No creo que pueda haber ni exista lectura más entretenida, más embelesadora, que la de los libros de Hume, desde el punto de vista estrictamente psicológico. La maestría con que Hume toma un concepto, una idea cualquiera y la diseca, la analiza, la separa en sus partes, va adscribiendo cada parte a un origen psicológico diferente y deshace una en una hasta reducirla a la nada, es algo admirable, es algo simplemente estupendo. Este método de análisis psicológico, aplicado a la experiencia, le da los resultados magníficos que van a ver ustedes. Porque toda la filosofía de Hume se puede definir por su método. El método es sencillísimo: consiste en rectificar, precisar primeramente la terminología psicológica de sus antecesores, y con esa simple precisión de la terminología psicológica de sus antecesores, llega Hume a plantear con la mayor naturalidad el problema de todo análisis psicológico. Hume llama “impresiones” a los fenómenos psíquicos actuales, a las vivencias de presentación actuales: yo ahora tengo la impresión de verde. Y llama ideas -restringiendo ahora un poco el sentido de esta palabra- a los fenómenos psíquicos reproducidos, a las representaciones: yo que tenía la impresión de verde, ahora ya no tengo la impresión de verde; pero pienso en ella, la recuerdo o la imagino, y entonces tengo la idea de verde. De modo que tenemos impresiones; pero tenemos muchas más ideas que impresiones. Las impresiones que en un momento determinado tenemos, son relativamente pocas comparadas con el montón de ideas que tenemos, puesto que de cada impresión que en nuestra vida hemos recibido, la huella que ha quedado y que yo reproduzco merced a la memoria o a la imaginación o a la asociación de ideas, constituyo un caudal de ideas mucho más numeroso que el de impresiones, puesto que la impresión tiene que ser actual. Ya cuando es rememorada no es impresión sino idea. Pues bien: de aquí se deduce clarísimamente el método maravilloso de Hume. Las impresiones son lo dado; no plantean problema psicológico ni problema metafísico ninguno. Las impresiones constituyen lo que me es dado, lo que está ahí; la última realidad es la impresión. Pero las ideas plantean un problema, que es a saber: ¿de qué impresiones proceden? Si una idea es simple; si es, por ejemplo, el recuerdo del verde, ese recuerdo del verde tiene el origen clarísimo de haber recibido yo antes la auténtica impresión de verde. Pero si la idea es compleja, como la idea de existencia, la idea de substancia, la idea de causa, la idea del yo, si es idea complicada, ¿cuáles son las impresiones de que procede? Tomar esas ideas, analizarlas en busca de la impresión de donde proceden, será el procedimiento que llevará a cabo Hume. ¿Que encuentra la impresión correspondiente? Entonces la idea tiene ya su pasaporte legítimo; es una idea que se puede usar con toda tranquilidad, por que tiene realidad, puesto que procede de una impresión sensible recibida por mí; es la reproducción de una impresión sensible. Pero supongamos que por mucho que se busque, no se le encuentre a una idea la impresión correspondiente. Pues entonces es una idea de contrabando, una idea que no tiene pasaporte, una idea que no se justifica; es una ficción imaginativa, quizá necesaria, fundada quizá en la ley psicológica de asociación de ideas; pero sería completamente injustificado pretender que a ella le corresponda realidad ninguna. Porque, como les dije a ustedes antes, realidad, para Hume, es impresión. Una idea a la cual no se le encuentre la impresión de donde es oriunda, es idea que carece por completo de realidad. Es maravilloso el arte psicológico con que Hume toma nociones complicadas y las analiza. Voy a hablarles a ustedes de cuatro de estas nociones, que son famosas en la historia de la filosofía humana Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 42 por la belleza del análisis llevado a cabo. La primera es el análisis de la idea de substancia. La idea de substancia es una idea; ¿cuál es la impresión que le corresponde? Veamos; que se presente esa impresión; que la idea de substancia nos diga cuál es su carta de legitimidad. Nosotros miramos la idea de substancia y encontramos con que ella designa lo que llama Locke el “no sé qué”, que está por debajo de las cualidades y de los caracteres. De modo que si yo digo la substancia de esta lámpara, no quiero decir que designe con la palabra substancia su color verde, porque la lámpara es algo más que el color verde; no quiero decir tampoco que designo este brazo, porque la lámpara es algo más que un brazo: es el color además del brazo. Si designa el color verde, deja de designar el brazo; si designa el brazo, deja de designar el color verde. Hume hace una descomposición como quien abre una naranja en cascos y muestra perfectamente que la idea de substancia no está originada por ninguna de las impresiones que actualmente yo recibo. No es tampoco la suma de ellas; porque por substancia no entendemos la suma de esas impresiones sino un quid, o como dice Locke, un “no sé qué”, que sirve de soporte a todas esas impresiones, pero que no es ninguna de ellas. Es decir, que la idea de substancia no tiene impresión de donde pueda ser derivada y que la fundamente; y como no tiene impresión que la fundamente, es una idea formada por nosotros, es una idea ficticia, como diría Descartes, es una idea de nuestra imaginación. Pasemos ahora a la idea de existencia misma, a la mismísima idea de existencia. Cuando decimos que algo existe, nosotros podemos encontrar la impresión correspondiente al “algo” del cual decimos que existe. Pero cuando añadimos que existe, ese existir del algo, esa existencia es algo que no encontramos en impresión ninguna. Si yo digo que este vaso de agua existe, y analizo lo que quiero decir, me encuentro con una multitud de impresiones, que son las del vaso de agua. Pero ¿dónde está la impresión de que existe, la impresión de la existencia? No es tampoco la suma de todas las impresiones ni una impresión en particular. Luego la existencia del vaso de agua es algo a lo cual no corresponde ninguna impresión. Es otra idea hecha por nosotros, forjada por nosotros, por nuestra imaginación. Pero hay más todavía: Locke después de Descartes y seguido por el obispo Berkeley, no duda un instante de la existencia de la substancia “yo”. Pero examinemos qué quiere decir el yo. Descartes, al decir que el yo es una intuición que yo tengo de mí mismo, comete un error psicológico garrafal. Yo tengo intuición de verde, de azul; tengo intuición del miedo que siento; tengo intuición de la vivencia que estoy teniendo, de la vivencia de azul, de la vivencia de coraje, de la vivencia del esfuerzo que estoy haciendo para hablar. Pero ¿dónde está la vivencia que no sea vivencia de algo sino vivencia del yo? Me miro a mí mismo por dentro y encuentro una serie de vivencias, pero ninguna de ellas es el yo; muchas vivencias que se suceden repetidamente unas a otras, pero ninguna de ellas es el yo. Cada una de ellas tiene referencia al yo; digo: es “mi” vivencia; pero voy a ver en esa vivencia lo que la vivencia tiene de mí y no encuentro nada. Encuentro verde, azul, esfuerzo; pero no me encuentro a mí mismo dentro de esa vivencia, por mucho que analice y que deshaga. Entonces tengo que concluir que a la idea “yo” no le corresponde ninguna impresión; no procede de ninguna impresión; es otra idea ficticia; es otra idea hecha por nosotros. Nosotros tomamos nuestras vivencias, las hacemos un haz, y decimos: esto es el yo; pero si miramos lo que hay en ese haz, veremos que hay muchas vivencias, pero ninguna de esas vivencias es el yo, sino que el yo lo hemos añadido caprichosamente nosotros. La substancia pensante de Descartes, el yo de Descartes, que había sido todavía respetado por Locke y por Berkeley, se desvanece. Ya no hay yo; ya no existe el yo. El más célebre de los análisis de Hume es el de la causalidad. Cuando decimos que la causa produce el efecto, ¿qué impresión corresponde a ese producir el efecto la causa? No corresponde ninguna impresión. Si yo analizo la relación de causalidad, me encuentro con que algo A existe; de él tengo impresión; luego tengo la impresión de algo B; pero no tengo nunca la impresión de que de A salga ninguna cosa para producir B. Yo veo que hace calor; tengo la impresión de calor; luego mido el cuerpo y lo encuentro dilatado; pero que del calor salga una especie de cosa mística que produzca la dilatación de los cuerpos, eso es lo que no veo de ninguna manera. Por mucho que mire, no encuentro que corresponde a la productividad de la cosa ninguna impresión. Luego esto de la causalidad u otra Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 43 ficción, como el yo, como la existencia, como la substancia. Son haces, asociaciones de ideas. La frase “asociación de ideas” ha sido inventada por Hume. El concepto de asociación de ideas procede de Aristóteles, pero la frase “asociación de ideas” es de Hume, tanto que ha pasado al lenguaje filosófico y psicológico con la palabra “idea”, en el sentido de Hume. En pleno siglo XX nos sorprenden los escritores filosóficos hablando de la asociación de ideas, en la cual toman la palabra idea en el sentido de Hume. Deberían decir asociación de representaciones, o de memorias, o de imágenes, sean de lo que fuere, según la terminología. Pero la toman en el sentido de Hume. Y bien: estos haces, estas ideas ficticias que son: substancia, existencia, el yo, la causalidad, no son caprichosas. Están hechas en virtud de una regularidad, principalmente en virtud de la asociación de ideas; asociación por semejanza: suelen acoplarse y unirse dos ideas cuando son parecidas, semejantes; asociación por contigüidad: suelen acoplarse en nuestra memoria y unirse ideas que están juntas, una al lado de otra; impresiones que se repiten muchas veces unidas, al convertirse luego en ideas, cuando pienso en alguna de ellas inevitablemente me surge la idea de la otra, por sucesión. Y la causalidad no es más que un caso particular de esta asociación de ideas. Como ustedes ven, la conclusión que de aquí se saca es clara y terminante. Hume es un hombre de una absoluta coherencia en su pensamiento. Primera conclusión que sacamos: la metafísica es imposible. Ya ven ustedes si ha sido útil esta teoría del conocimiento previa; porque ya justamente por la teoría del conocimiento llegamos a ver que la noción de substancia externa, que la noción de substancia interna, son dos nociones a las cuales no corresponde impresión ninguna, o sea que son ficticias. Por consiguiente, es un problema que no tiene sentido plantear si existen substancias o no existen. No tiene sentido plantearlo y menos hay posibilidad de resolverlo. A la pregunta metafísica de ¿quién existe? contestaba Descartes: existo yo, la extensión y Dios; contestaba Locke lo mismo que Descartes; contestaba Berkeley: existo yo y Dios, pero no la extensión; y Hume contesta muy sencillamente: no existo ni yo, ni la extensión, ni Dios; lo único que hay son vivencias. Mis vivencias, caprichosamente unidas, sintetizadas por mí, las llamo “yo”; pero que a esa palabra yo, a esa idea yo, corresponda una realidad substancial en sí y por sí que sea el yo, el alma, eso no se puede averiguar ni tiene sentido preguntarlo. Del mismo modo, mis vivencias aluden a realidades fuera de mí. Pero yo no encuentro en ninguna parte substancias ni cuerpos, sino sólo vivencias. Por consiguiente, lo único que puedo tener es creencia, “belief”, en el mundo exterior. Yo creo que el mundo exterior existe; creo que este vaso existe, que si bebo el agua que contiene voy a refrescar la boca; creo que esta lámpara existe; pero lo creo porque estoy acostumbrado a creerlo así por el hábito, por la asociación de ideas. Pero la existencia metafísica en sí y por sí de un mundo exterior allende mis vivencias, eso no está dado en lo único que yo puedo barajar, en lo único que me es dado: las impresiones. Remata, pues, el empirismo inglés de Hume en un positivismo, en una negación de los problemas metafísicos, o en un escepticismo metafísico, como ustedes quieran llamarlo. Hume, claro está, no llega a poner en entredicho la ciencia; pero le pone un basamento, un fundamento caprichoso: el fundamento de la ciencia es la costumbre, el hábito, la asociación de ideas; fenómenos naturales, psicológicos, que provocan en mí la creencia en la realidad del mundo exterior. Yo estoy convencido de que mañana sale el sol; pero es nada más que porque estoy acostumbrado a verlo salir todos los días. Una razón no la hay. Que a la causa siga el efecto, está bien, porque yo estoy acostumbrado constantemente a ver que el efecto B sobreviene siempre que se produce la causa A; pero no existe una razón que haga de la relación causal, una relación apodíctica. Como ustedes ven, aquí el psicologismo del empirismo inglés ha llegado a su máxima exageración, si se puede decir; a sus más remotas y más radicales consecuencias. La psicología lo ha invadido todo. El psicologismo ha deshecho la lógica y la ontología. El mundo de Hume es un mundo sin razón, sin lógica. Es así porque así es, porque yo lo creo en virtud de la costumbre, del hábito, de la asociación de ideas, de fenómenos biológicos en mi espíritu considerado naturalísticamente. Del mismo modo la ontología ha desaparecido. Todos los conceptos ontológicos fundamentales: el de substancia, Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 44 el de existencia, han sido analizados y se han evaporado en puros haces de sensaciones. El psicologismo “à outrance” del empirismo inglés ha volatilizado el problema lógico y el problema metafísico, y ésta es justamente la característica del positivismo. Claro es que Hume cree que hay una ciencia posible, que hay creencias comunes de todos los hombres; pero es porque el hombre es un ser de acción, el hombre necesita actuar, necesita vivir; y para vivir necesita contar con ciertas regularidades de las cosas. Aquellas regularidades de las cosas que salen bien; aquellas esperanzas que el hombre concibe y que luego se cumplen, como la de que salga el sol mañana, adquieren poco a poco el carácter de verdades. Por eso en el fondo, lo mismo que Hume es el predecesor del positivismo, puede decirse que también es el predecesor del pragmatismo, porque la única justificación de la verdad viene a ser, para Hume, la constancia habitual, la ejecutividad efectiva de esas percepciones que la esperanza, día tras día, va remachando en nosotros. Berkeley 4.4. CRÍTICA DEL EMPIRISMO INGLÉS Si quisiéramos resumir en una sola expresión breve lo más esencial en el punto de vista adoptado por el empirismo, tendríamos que decir que el empirismo es el esfuerzo más grande que se conoce en la historia del pensamiento humano para reducir el pensamiento a pura vivencia. Dicho así parece como que no se hace sino la comprobación de un hecho histórico; pero ya ustedes tienen una clara visión detallada de lo que esto significa. Significa en primer término el descoyuntamiento que la filosofía inglesa lleva a cabo de los elementos conectados en la unidad del conocimiento. La descripción fenomenológica que hicimos del conocimiento nos revela que el conocimiento es una correlación entre un sujeto y un objeto mediante un pensamiento. Los elementos esenciales del conocimiento son el sujeto cognoscente y el objeto conocido, ambos en correlación indisoluble, y esa correlación se sustenta sobre el gozne del pensamiento. Pues bien: lo que hace el empirismo inglés es, en primer lugar, desconectar entre sí estos tres elementos; tomar el elemento pensamiento y despojarlo de toda relación con los otros dos. Esa relación con los otros dos consiste principalmente en que el sujeto da al pensamiento un sentido; enuncia, acerca del objeto, una tesis. El carácter enunciativo, el carácter de mención, plena de sentido, que tiene el pensamiento, desaparece para los ingleses, y queda el pensamiento sólo como pura vivencia. Esta es, a mi entender, la más exacta y más profunda operación que los ingleses han llevado a cabo en su análisis del conocimiento. Pero al desconectar de esta suerte el pensamiento, del sujeto por un lado y del objeto por el otro; al prescindir de lo que todo pensamiento tiene de enunciativo, de tético, de tesis (afirmación o negación acerca de algo); al prescindir, pues, del carácter lógico y de la referencia ontológica al objeto, los ingleses toman el pensamiento como un puro hecho; como un puro hecho de la conciencia; como algo dado ahí; como un hecho que está ahí. Y se proponen, al modo de los naturalistas, explicar cómo ese hecho adviene y se produce en virtud de otros hechos anteriores. En suma, si me permiten ustedes el empleo de un neologismo que cada día se va haciendo más indispensable en la filosofía actual, diremos que al convertir los ingleses el pensamiento en pura vivencia, lo toman con su carácter puramente “fáctico”, hacen de él un puro hecho. La consecuencia de esta actitud -que ya es clara desde Locke, aunque éste no la lleva a. sus últimas consecuencias, sino Hume- es, primeramente, la eliminación del objeto como cosa. Esta eliminación del objeto como cosa la lleva a cabo Berkeley. En segundo lugar, la eliminación del sujeto mismo como cosa. Esta eliminación la lleva a cabo Hume. De modo que por un lado la noción de objeto se desvanece, puesto Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 45 que el pensamiento es una pura vivencia, es un hecho y ese hecho ya no es referido a ningún objeto fuera de él ni a ningún sujeto que lo fragüe o que lo cree. Preséntase el pensamiento como un puro hecho psicológico. ¿Qué se proponen con esto los ingleses? Se proponen algo sumamente plausible: se proponen acabar con la noción de cosa en sí misma. En efecto, la raíz profunda del idealismo, desde el mismo Descartes, es eliminar del tablero filosófico esa noción de cosa en sí misma. No hay cosas en sí mismas. Lo que llamamos las cosas son los términos de nuestras vivencias; son los objetos intencionales de nuestras vivencias. Así es que en esto los ingleses dieron un paso extraordinariamente fecundo para toda la historia del pensamiento moderno, insistiendo sobre la imposibilidad, sobre el absurdo, de pensar una cosa en sí misma. El absurdo lo expone en dos palabras y con una precisión matemática Berkeley, cuando advierte que pensar una cosa en sí misma es una contradicción, porque es pensar una cosa en cuanto que no es pensada. Cosa en sí es la cosa no pensada por nadie; y pensar la cosa no pensada por nadie, es una contradicción. Por consiguiente, el empirismo inglés, llega a ser la forma más plena, más completa del idealismo psicológico. Este idealismo psicológico consiste: primero, en descoyuntar el acto del conocimiento que comprende estos tres términos: sujeto, pensamiento, objeto, y no tomar como término de investigación filosófica mas que el pensamiento mismo; segundo, en negar toda realidad “en sí” al objeto y al sujeto. No queda, pues, como realidad “en sí” nada mas que el pensamiento, nada más que la idea, nada más que la impresión, según la terminología de Hume. Y de aquí la contestación a la pregunta metafísica: ¿quién existe? Si no existe el sujeto, si no existe el objeto, no existe más que el pensamiento como vivencia; el pensamiento desconectado de aquello a que se refiere y de aquel que lo refiere a ello. Por consiguiente, lo que llamamos “realidad”, es una mera creencia, fraguada por la combinación o asociación de los pensamientos, de las ideas; es otro hecho que se deduce de los hechos llamados pensamientos. Y lo que llamamos el yo o el alma es también una mera hipótesis, en la cual creemos por las mismas razones de hábito y de costumbre por las cuales creemos en la existencia del mundo exterior. Lo único que queda como última realidad, la contestación suprema a la pregunta metafísica: ¿quién existe?, sería pues ésta: las vivencias y nada más. Nos encontramos aquí con un positivismo, con un fenomenalismo, con un sensualismo -como quiera llamársele- que a lo que más se parece es a la posición positiva de, algunos filósofos alemanes modernos, como Ernesto Mach y Avenarius. Lo dado son las sensaciones y nada más. Según esto, sólo hay dos ciencias universales: una ciencia de las sensaciones hacia acá (la psicología); otra ciencia de las sensaciones hacia allá (la física). Con las sensaciones aliándose unas con otras, en combinaciones y asociaciones sintéticas varias, componemos eso que llamamos los objetos, que no son más que síntesis de sensaciones. Esos objetos son las realidades físicas. Con esas sensaciones hacemos al propio tiempo el sujeto; y esas sensaciones, mirando hacia la composición sintética que llamamos sujeto, dan de sí la psicología. La psicología es, pues, (como lo es en efecto para Ernesto Mach) la cara que mira hacia acá de esa realidad que son las puras vivencias; mientras que la cara que mira hacia allá es la composición objetivadora de eso que se llama la física. Este es el balance que podemos extraer en líneas generales del empirismo inglés. ¿Qué juicio podemos nosotros ahora fallar sobre esta teoría? ¿Qué debemos pensar, qué pensamos, qué pienso yo, en suma sobre esta teoría del empirismo inglés? Lo primero que se advierte es que el empirismo inglés arruina por completo lo esencial del conocimiento. El empirismo inglés priva al conocimiento de base y de sentido. En efecto, el empirismo elimina del pensamiento lo que tiene de lógico. ¿Y qué es lo que el pensamiento tiene de lógico? Lo que el pensamiento tiene de lógico es lo que tiene de enunciativo, o como puede decirse también, de tético, de tesis, de afirmación o negación de algo. Todo pensamiento es, en efecto, una vivencia; pero además de una vivencia, todo pensamiento es una vivencia que dice, que pone, que afirma o que niega algo del objeto; y lo afirma o lo niega del objeto con sentido. ¿Qué significa “con sentido”? Significa que esta enunciación, esta tesis, esta afirmación que hace el pensamiento tiene un valor objetivo; es decir, que aquello de quien lo dice tiene un ser; que ese ser “es”, y que ese ser constituye el término natural del conocimiento. Los ingleses se encuentran con que Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 46 el pensamiento tiene dos faces, dos caras: una que es la de vivencia pura y otra que es la enunciativa de algo; la una en que el pensamiento es modificación puramente psicológica en la conciencia; la otra en que el pensamiento señala y afirma o niega algo de algo, la parte enunciativa. Pero los ingleses prescinden de la parte enunciativa. ¿Y por qué prescinden de la parte enunciativa? Porque los ciega el carácter vivencial del pensamiento y no advierten que en el conocimiento la vivencia no es, para el sujeto, sino un trampolín, una especie de base, por medio de la cual el sujeto, apoyándose en la vivencia, quiere enunciar algo acerca de algo. Tomemos, por ejemplo, la crítica clásica que Berkeley hace del concepto general. Berkeley dice: los conceptos generales no existen; el triángulo no existe; el triángulo es únicamente un nombre, “flatus vocis”; con lo cual el empirismo renueva el nominalismo de la Edad Media. Pues bien: ¿cómo muestra, cómo demuestra, cómo explica Berkeley lo que él quiere decir? Lo demuestra con una argumentación al parecer muy convincente. Dice: la prueba de que el triángulo no existe es que intenten ustedes -invita al lector- realizar la idea de triángulo; intenten ustedes imaginar ese triángulo y no podrán, porque imaginarán un triángulo que será isósceles o escaleno necesariamente; porque a la vez no puede ser ambas cosas; y sin embargo la palabra, el “nomen”, el nombre de triángulo se refiere a algo que tendría que ser a la vez isósceles y escaleno. Ahora bien: ustedes no lo pueden realizar, no lo pueden imaginar, no lo pueden dibujar, no es posible que se dé en la naturaleza ningún triángulo a la vez isósceles y escaleno. Luego triángulo es un mero nombre. ¿Qué ha pasado aquí? Pues sencillamente, que hipnotizado por la vivencia pura, ha olvidado Berkeley que esa imagen que nos invita a realizar no es el pensamiento, sino que es la vivencia, y que por encima de esa vivencia lo que realmente llamamos pensamiento es aquello que la vivencia enuncia. Es claro que no podemos imaginar un triángulo que no sea ni escaleno ni isósceles; tendrá que ser una de las dos cosas. Pero es que el triángulo que imaginamos no es el triángulo en que pensamos, sino que el triángulo que imaginamos es un a modo de trampolín sobre el cual necesariamente hacemos la enunciación lógica, la enunciación racional. El pensamiento racional no es la imagen con la cual pensamos racionalmente. La imagen o la vivencia con la cual pensamos, o sea enunciamos, no puede confundirse en modo alguno con la enunciación misma. La imagen o la vivencia es una cosa, y lo mentado, lo mencionado, lo aludido por la imagen o vivencia, es otra muy distinta. El pensamiento es lo aludido, lo mentado por la imagen y la vivencia; lo que la imagen y la vivencia necesariamente sirven para querer decir. Esto que la imagen y la vivencia quieren decir, es el aspecto enunciativo, racional, lógico, puro del pensamiento, que los ingleses no veían porque estaban hipnotizados por el carácter vivencial mismo. El carácter vivencial mismo es un hecho psicológico, concreto, determinado. Yo, en efecto, si me propongo realizar imaginativamente el triángulo, no puedo realizarlo más que o isósceles o escaleno. Pero es que lo que yo llamo pensamiento no es sólo la vivencia, sino la vivencia en tanto en cuanto sirve de signo para designar allende ella misma una enunciación intelectual, que no podría ser designada más que por los medios limitados, psicológicos, de una vivencia. Pero la vivencia no está allí más que como representante de aquello a que se refiere: la enunciación pura. Habiendo eliminado, pues, el empirismo este carácter enunciativo, lógico, del pensamiento, ha suprimido la objetividad del conocimiento. Ha suprimido de pronto la objetividad del conocimiento porque ha suprimido toda referencia al objeto. Aquí los empiristas cometen exactamente el mismo error, pero en otro plano. Ellos quieren, con mucha razón, anular el ser en sí, anular la cosa en sí. Con mucha razón quieren acabar con el realismo aristotélico. Tienen mucha razón en esto. El realismo aristotélico supone el absurdo de que las cosas existen independientemente de que sean o puedan ser conocidas por nadie. Está perfectamente bien demostrado por Berkeley que esto es absolutamente absurdo, porque, ¿qué sentido tiene el hablar de un objeto impensable? Sólo el decir objeto impensable es ya pensarlo en cierto modo. De manera que en eso tienen perfecta razón los empiristas. Pero al querer anular el ser en sí de las cosas, resulta que anulan todo el ser de las cosas; como si no hubiese entre ser en sí y no ser un término medio. Ellos creen que o la cosa es en sí o no es en absoluto. Pero es que hay un modo de ser que no es el ser en sí. El “en sí” es aquí lo importante. Hay un modo de ser que Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 47 precisamente es el ser en el conocimiento y para el conocimiento, en la correlación del conocimiento, un ser que no es el ser en sí pero que no es cero de ser, sino que es un ser puesto, propuesto, mejor dicho: el ser del conocimiento. Los ingleses cometen este error. Y ahora, si estuviera aquí uno de ellos -Hume, por ejemplo- se indignaría mucho conmigo; porque en el fondo conservan un residuo de realismo. En el fondo no se han logrado desprender por completo del realismo aristotélico. Y ¿cuál es ese residuo de realismo que llevan dentro del cuerpo y que no se dan cuenta de que lo llevan? Pues muy sencillamente: el creer que no hay más que el ser en sí. Pero entonces, como siguen pensando el ser bajo la especie realista del ser en sí; como siguen conservando, como residuo del realismo, el “en sí”, no encuentran naturalmente en el objeto ningún “en sí”; y entonces le quitan todo ser, sin comprender que esto no es posible. Lo mismo pasa en el sujeto. Hume hace el análisis, se encuentra con que no hay impresión que corresponda al yo y que no hay yo “en sí”; y saca la conclusión: pues no lo hay en absoluto. Y entonces, ¿qué hacen? Que conservan el “en sí” en el pensamiento, en las vivencias. Las vivencias son, para ellos, cosas en sí mismas. Por eso Berkeley y Hume dicen: nosotros no estamos en contradicción con el punto de vista ingenuo de todo el mundo; decimos que esta lámpara existe, decimos que este papel existe, porque existir es ser percibido. Y es que han inyectado a la vivencia el carácter de la cosa realista que tiene en Aristóteles la cosa. En Aristóteles el “en sí”1o tenía la cosa y ellos lo han puesto en la vivencia y lo han quitado del objeto y del sujeto. Pero esto es un residuo de realismo. Estos buenos señores ingleses son aristotélicos sin saberlo, que es lo peor que se les podría decir. Entonces, ¿qué va a pasar aquí? Pues pasa que va a ser preciso que venga alguien que advierta, que vea, que hay una modalidad del ser que no es ni el ser en sí ni la nada; sino que hay una modalidad del ser que consiste en ser objeto para un sujeto. En la correlación irrompible del conocimiento, el ser del objeto no es un ser en sí. Pero una cosa es que no sea un ser en sí y otra cosa es que no sea. ¿Cuál será este ser? Será un ser lógico; un ser puesto para ser conocido; un ser propuesto; un ser problema. Por eso podemos acentuar el dicho de Berkeley, de que ser es ser percibido. Pero una vez que el ser es percibido; una vez que esta lámpara es el término de mi percepción de esta lámpara, ¿qué es esta lámpara como objeto de conocimiento? Está aquí como ser percibido y otra cosa es ser conocido; y el ser de lo conocido es un ser conocido. Ese ser conocido, que no es en sí pero que es más y distinto del ser percibido, eso es lo que habrá que esperar a que llegue Kant para que nos explique bien lo que es. Y Kant nos explicará perfectamente en qué consiste este nuevo ser, que no es el ser en sí, y que tampoco es el puro término de la percepción, inmanente a la percepción misma. Pero antes de que Kant llegue, hay que abrirle, hay que prepararle el camino; hay que darle los elementos para la solución de este problema difícil. Estos elementos para la solución en parte están ahí: los análisis destructores de Hume. Pero faltan otros elementos; falta una acentuación nueva, una explicación clara de los elementos racionales, puros, puramente intelectuales, que hay en el pensamiento y en el conocimiento. Esa explicación, esa elaboración de lo racional en el pensamiento será necesaria para que Kant pueda trabajar; y Leibniz va a ser quien va a proporcionar las bases para Kant. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 48 4.5. Leibniz Leibniz es un gran espíritu. Es uno de los filósofos más considerables que ha conocido la humanidad. Es uno de los hombres de quien con mayor razón puede decirse que son cabezas enciclopédicas. Está realmente a la altura de un Aristóteles o de un Descartes. En su tiempo tuvo una autoridad científica indiscutida, no sólo en filosofía, sino también en física, en matemáticas, en jurisprudencia, en teología. En todo aquello en que él puso su mano, alcanzó las más altas cumbres del saber, de la meditación, de la percepción lógica en el desenvolvimiento de su pensamiento. Pues bien: Leibniz, que vivió en la segunda mitad del siglo XVII, tuvo la percepción clarísima de dónde se encontraba la falla, el defecto, el punto flaco del empirismo inglés; y eso que no pudo conocer del empirismo inglés nada más que la obra de Locke. Sin embargo, le bastó el conocimiento de la obra de Locke para llegar inmediatamente al punto central en donde estaba la originalidad, pero al mismo tiempo también la falla, el peligro, del empirismo inglés. Vio inmediatamente que el error del empirismo consistía en su intento de reducir lo racional a fáctico; la razón a puro hecho. Porque hay una contradicción fundamental en esto: si la razón se convierte en puro hecho, deja de ser razón; si lo racional se convierte en fáctico, deja de ser racional, porque lo fáctico es lo que es sin razón de ser, mientras que lo racional es lo que es razonablemente; es decir, no pudiendo ser de otra manera. Por consiguiente, vio inmediatamente, con una gran claridad, que el defecto fundamental de todo psicologismo, al considerar el pensamiento como vivencia pura, es que lo racional se convertía en puro hecho; es decir, dejaba caer su racionalidad como un adminículo inútil. Pero no hay nada más contradictorio que eso: que lo racional deje caer su racionalidad, porque entonces lo que queda es lo irracional. Así, pues, el punto de partida de Leibniz es este punto céntrico, desde las primeras líneas del libro que dedica a refutar a Locke. Locke había escrito Ensayos sobre el entendimiento humano; Leibniz leyó ese libro, lo estudió a fondo y luego redactó unas notas que se publicaron, con el título de Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, después de la muerte de Locke. Las primeras líneas de este libro comienzan ya desde luego planteando el problema en su punto céntrico: distinguiendo verdades de razón y verdades de hecho. El conocimiento humano se compone de unas verdades que llamamos “de razón” y de otras verdades que llamamos “de hecho”, “vérités de fait; vérités de raison”. ¿En qué se distinguen unas de otras? Las verdades de razón son aquellas que enuncian que algo es de tal modo, que no puede ser más que de ese modo; en cambio las verdades de hecho son aquellas que enuncian que algo es de cierta manera, pero que podría ser de otra. En suma, las verdades de razón son aquellas verdades que enuncian un ser o un consistir necesario; mientras que las verdades de hecho son aquellas verdades que enuncian un ser o un consistir contingente. El ser o el consistir necesario es aquel ser que es lo que es, sin que sea posible concebir siquiera que sea de otro modo. Así el triángulo tiene tres ángulos y es imposible concebir que no los tenga; así todos los puntos de la circunferencia están igualmente alejados del centro y es imposible concebir que sea de otro modo. En cambio si decimos que el calor dilata los cuerpos, es así: el calor dilata los cuerpos; pero podría ocurrir que el calor no dilatase los cuerpos. Las verdades matemáticas, las verdades de lógica pura, son verdades de razón; las verdades de la experiencia física son verdades de hecho; las verdades históricas son verdades de hecho. Corresponde esta división netamente a la división que hacen los lógicos entre juicios apodícticos y juicios asertóricos. Juicios apodícticos son aquellos juicios en donde el predicado no puede por Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 49 menos de ser predicado del sujeto, o dicho de otro modo, en donde el predicado pertenece necesariamente al sujeto, como cuando decimos que el cuadrado tiene cuatro lados. Todas las proposiciones matemáticas son de este tipo, Juicios asertóricos, en cambio, son aquellos juicios en donde el predicado pertenece al sujeto; pero el pertenecer al sujeto no es de derecho sino de hecho. Pertenece al sujeto, efectivamente, pero podría no pertenecer, como cuando decimos que esta lámpara es verde. Que esta lámpara es verde, es algo que es cierto; pero es una verdad de hecho, porque podría ser rosa igualmente. El problema que se había planteado Locke, era el problema del origen de las ideas, del origen de las vivencias complejas. Ese problema se plantea también Leibniz, pero partiendo de esta distinción: verdades de hecho, verdades de razón. Y en primer término las verdades de razón. Las verdades de razón, ¿pueden ser oriundas de la experiencia? En manera alguna. ¡Cómo van a ser las verdades de razón oriundas de la experiencia! Si las verdades de razón fuesen oriundas de la experiencia, serían oriundas de hechos, porque la experiencia son hechos. Y si fueran oriundas de hechos, las verdades de razón serían verdades de hecho; es decir, no serían razón, no serían verdades de razón; serían tan contingentes, tan casuales, tan accidentales como son las mismas verdades de hecho. Por consiguiente, es inútil pensar siquiera que puedan las verdades de razón originarse en la experiencia. Entonces quedará que son innatas. ¿Innatas? ¿Por qué no? Explicaremos lo que queremos decir cuando decimos que las verdades de razón son innatas. Por innatas no entendemos decir que nazcan los niños al mundo sabiendo geometría analítica. No; esto no. Innato no quiere decir que estén totalmente impresas en nuestro intelecto, en nuestro espíritu, en nuestra alma esas verdades; quiero decir que están virtualmente impresas. Innato quiere decir, pues, germinativamente, seminalmente; como en un semen o en un germen háyanse estas ideas en el espíritu; constituyen el espíritu mismo. En el curso de la vida, del espíritu, esas ideas se desenvuelven, se explicitan, se formulan, se separan unas de otras, se establecen, se forman en su relación. La matemática surge, la matemática se aprende. Pero ¿qué es aprender matemática? Aprender matemática no es algo que se parezca en lo más mínimo a la comunicación que un hombre pueda hacer a otro de una verdad de hecho. Si alguien viene y me dice: el rosal del patio de usted ha florecido, éste es un nuevo conocimiento de hecho que entra en mí. Pero así no se aprende matemáticas. Aprender matemáticas consiste en que las matemáticas latentes que están en uno salgan a flote; que uno mismo descubra las matemáticas. Y el propio Leibniz, en sus Nuevos Ensayos, recuerda la teoría de la reminiscencia, de Platón, aquel diálogo en que Sócrates llama a un esclavo joven, Menón, para demostrar a sus oyentes que ese niño también sabía matemáticas sin haberlas aprendido, porque las matemáticas surgen, nacen en el espíritu por puro desenvolvimiento de los gérmenes racionales que hay en él. En este sentido seminal, genético, germinativo, puede decirse que las verdades de razón son innatas. Pero naturalmente, no en el sentido ridículo de pensar que un ignorante, que un niño sabe ya geometría. Pero cualquier hombre puede saberla, y no necesita para ello de la experiencia sino solamente del desenvolvimiento de esos gérmenes que están ahí. Expresa esto Leibniz de una manera perfecta, clara, cuando propone que al lema fundamental de los empiristas, al viejo adagio latino, aristotélico de “Nihil est in intellectu, quod non prius fuerit in sensu” (o sea: “nada hay en el entendimiento que no haya estado antes en los sentidos”), se añada: “Nisi intellectus ipse”. Nada hay en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos, a no ser el propio intelecto, con sus leyes, con sus gérmenes, con todas esas posibilidades de desarrollo, que no necesitan más que desenvolverse en el contacto con la experiencia. En suma, la teoría de Leibniz sobre el origen de las verdades de razón descubre lo que a partir de él, y sobre todo en Kant, vamos a llamar “a priori”. A priori es un término latino que quiere decir, en estos razonamientos filosóficos, independiente de la experiencia. Diremos, pues, que las verdades de razón son a priori, independientes de la experiencia, son previas a la experiencia, o mejor dicho, ajenas a ella; se desarrollan floreciendo de los gérmenes que hay en nuestro espíritu, sin necesidad de haber Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 50 sido impresas en nosotros por la experiencia, la cual no podría imprimirlas porque lo que imprime en nosotros la experiencia son los hechos, y los hechos son siempre contingentes, nunca necesarios. Después de las verdades de razón, viene el estudio de las verdades de hecho. Las verdades de hecho sí son oriundas de la experiencia; no tienen otro origen; son, en efecto, producidas por la experiencia; están impresas en nosotros por medio de la percepción sensible. Son verdades como esas que les decía a ustedes antes: esta lámpara es verde. Esas verdades, empero, que son en efecto contingentes, que no son necesarias, no por eso carecen de cierta objetividad; son objetivas; enuncian también lo que el objeto es; nos dicen la consistencia del objeto. Pero eso que el objeto es, esa consistencia del objeto que es, en efecto, el contenido de las verdades de hecho, constituye un conocimiento de segundo orden, un conocimiento inferior. El ideal del conocimiento es el conocimiento necesario, el conocimiento que nos suministran las verdades de razón. Pero las de hecho no dejan de tener cierta objetividad, porque en efecto así son las cosas. Esta lámpara es en efecto verde; hay pues cierta objetividad en este conocimiento. ¿De dónde le viene la objetividad a este conocimiento de las verdades de hecho? Le viene de que se sustentan todas las verdades de hecho en un principio de razón. Las verdades de hecho tienen una base en el principio de razón suficiente. Una verdad de hecho está fundada, en tanto en cuanto podemos buscar y dar la razón de por qué es así. Esta lámpara es verde, pero pudiera ser rosa. Si es verde, es por algo; es porque el que la hizo, la hizo verde; y la hizo verde por algo: porque se lo mandaron, y se lo mandaron por algo: porque el cliente lo había pedido, y el cliente lo había pedido por algo, y así sucesivamente. De modo que si consideramos que cada una de las verdades de hecho está fundada en un principio de razón suficiente, y si prolongamos la serie de razones suficientes a cada una de las causas de las verdades de hecho lo suficientemente lejos, cada prolongación será un afianzamiento más de la objetividad de esas verdades de hecho. El ideal sería llegar a una causa que no necesitase a su vez de la aplicación del principio de razón suficiente, sino que fuese una causa que ya constituyese, dentro de sí, la necesidad; es decir, que fuese al mismo tiempo un hecho y una verdad de razón. Tal cosa es Dios. Por consiguiente, en Dios no hay verdades de hecho y verdades de razón: todas son verdades de razón. En Dios desaparecería la distinción entre verdades de hecho y verdades de razón, porque como Dios conoce actualmente toda la serie infinita de razones suficientes que han hecho que cada cosa sea lo que es, como Dios conoce toda esa serie de razones de ser como son las cosas, ningún juicio es en él asertórico y puramente contingente, sino que es necesario. Como él conoce toda la serie infinita actualmente, para él lo contingente deja de serlo y se transforma en necesario. La verdad de hecho deja de ser verdad de hecho y se transforma en verdad de razón. Entonces surge ante nosotros un conocimiento real, puro, un ideal de conocimiento, que consiste en acercarnos lo más posible a ese conocimiento divino; que consiste en acumular tal cantidad de series de conocimientos en los principios de razón suficiente de cada cosa, que la cosa esté apoyada cada vez más en razones suficientes y vaya deviniendo cada vez más una verdad necesaria, una verdad de razón, en vez de ser una verdad de hecho. Hay, pues, para Leibniz un ideal de conocimiento que es el ideal de la pura racionalidad; y entre ese ideal de conocimiento plenamente realizado en la lógica y en las matemáticas y el conocimiento un poco inferior de las verdades de hecho que están en la física, entre ese ideal y esta inferior realidad del conocimiento humano, no hay un abismo, sino por el contrario una serie de transiciones continuas, una continuidad de transiciones, de tal suerte que el esfuerzo del conocimiento ha de consistir en convertir cada vez más amplios territorios de verdades de hecho en verdades de razón. ¿Cómo? Metiendo las matemáticas en la realidad. El conocimiento será cada vez más profundamente racional cuanto que sea más matemático. Y Leibniz lo comprueba inventando el cálculo infinitesimal, que hace dar un salto formidable al conocimiento de hecho de la naturaleza y convierte grandes sectores de la física en conocimiento racional puro. Precisamente descubre Leibniz el cálculo infinitesimal por aplicación de este principio de la continuidad entre lo real y lo ideal; de la continuidad entre la verdad de hecho, llevada una tras otra, y la verdad de razón. La relación que existe entre la verdad de hecho, con todos los antecedentes de razones suficientes que la sostienen, y la verdad de razón, es exactamente la misma Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 51 que hay entre una recta y la curva. No hay tampoco un abismo entre la recta y la curva, porque, ¿qué es una recta, sino una curva de radio infinito? Y ¿qué es el punto, sino una circunferencia de radio infinitamente pequeño? Vemos cómo entre el punto, la curva y la recta no hay abismos de diferencia, sino que desde un cierto punto de vista especial, que consiste en considerarlo todo como engendrado, como engendrándose en la pura racionalidad de los gérmenes lógicos que hay en nuestro espíritu, entre el punto, la curva y la recta hay un tránsito continuo; como que puede ese tránsito escribirse en una función matemática; en una función de cálculo integral y diferencial, de cálculo infinitesimal, siendo el punto simplemente una circunferencia de radio mínimo, de radio más pequeño de lo que se quiera, de radio infinitamente pequeño; siendo la curva un trozo de circunferencia de radio infinito, constante, y siendo la recta un trozo de circunferencia de radio infinitamente largo, infinitamente extenso. Estas consideraciones fueron las que llevaron a Leibniz a pensar que un mismo punto, ya se considere como perteneciente a la curva, ya se considere como perteneciente a la tangente a esa curva, ese mismo punto, uno y el mismo punto, tiene definiciones geométricas diferentes según sea considerado como punto de la curva o como punto de la tangente a la curva. Y entonces lo único que hará falta será encontrar la fórmula que defina cada punto en función del todo. Y precisamente la búsqueda de esa fórmula es lo que llevó a Leibniz al descubrimiento del cálculo infinitesimal, con el cual una enorme zona de verdades físicas, de hecho, ingresan de pronto en el cuerpo de las verdades matemáticas, de razón. Ven ustedes cómo él mismo aplica aquí las consecuencias de sus convicciones y muestra, por el hecho, que en efecto el ideal de la racionalidad del conocimiento es un ideal al cual se va acercando la ciencia concreta de los hechos físicos cuya asíntota más o menos lejana es convertirse en ciencia racional pura. Ahora bien: esta realidad de este pensamiento racional, el objeto de este pensamiento racional, la realidad pensada racionalmente por Leibniz ¿cuál es? Después de la teoría del conocimiento que acabamos de oír ¿cuál es la metafísica que Leibniz saca de esta teoría del conocimiento? Es la respuesta que Leibniz da a nuestra pregunta metafísica primordial: ¿quién existe?, y cuya respuesta examinaremos en la lección siguiente. 4.6. LA METAFÍSICA DEL RACIONALISMO La metafísica del racionalismo se halla representada en su forma más perfecta por Leibniz. Esa teoría del conocimiento de Leibniz es el suelo, es el territorio sobre el cual los pensamientos metafísicos de Leibniz fueron poco a poco desenvolviéndose. La metafísica en Leibniz, no es una teoría sistemática que haya sido de pronto pensada en su totalidad por él y expuesta en una forma conclusa y terminante; sino que, por el contrario, las ideas metafísicas leibnizianas se han ido desarrollando al hilo, a lo largo de la vida de este gran pensador, y principalmente encauzadas y estimuladas por sus estudios científicos y metodológicos, tanto en la teoría del conocimiento como en la física y en las matemáticas. Por eso el sistema metafísico de Leibniz no queda expuesto por su autor sino en los últimos años de su vida; y aun la obra que lo contiene de la manera más completa y conclusa no llegó a publicarse hasta después de su muerte. Pero si el cauce en donde fueron formándose las ideas metafísicas de Leibniz fue la teoría del conocimiento, la matemática y la física, cabe decir que el punto de partida, el punto de arranque está totalmente en la metafísica cartesiana. Una y otra vez comprobamos el hecho histórico de que Descartes establece, con sus Meditaciones metafísicas, con su Discurso del Método, sus Principios de filosofía, unas bases sobre las cuales todo pensamiento filosófico ulterior había de asentarse. La filosofía de Descartes plantea un cierto número de problemas, tanto de lógica como de metafísica, como también de matemáticas y de física, que constituyen los problemas esenciales de todo el siglo XVII y gran parte del siglo XVIII. De modo que los filósofos posteriores a Descartes son lo que son, bien porque desenvuelvan y desarrollen pensamientos cartesianos, bien porque se opongan a estos pensamientos con más o menos éxito. Leibniz también. Desde su juventud, se apodera de Leibniz el afán de profundizar en las nociones metafísicas de Descartes, y partió de esa metafísica; pero no podía Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 52 satisfacerle la metafísica cartesiana; y no podía satisfacerle por algunas razones que se expondrán en seguida. ¿Qué es lo que Leibniz encontraba en Descartes que pudiera servirle de base? Pues sencillamente lo mismo que los demás filósofos de su época, o sea el descubrimiento esencial cartesiano del “cogito”. El punto de partida de toda filosofía no puede ser otro que la intuición del yo, del alma como substancia pensante. Leibniz acepta, pues, este punto de partida cartesiano, y acepta también con el mayor entusiasmo la distinción fundamental que hace Descartes entre las ideas claras y las ideas confusas. Para Leibniz, como para Descartes, las ideas confusas son problemáticas; constituyen otras tantas interrogaciones; otros tantos enigmas, cuya solución consiste en esforzarse por que la razón, mediante los análisis conceptuales, transforme esas ideas oscuras en ideas claras. Pero precisamente aquí echa de menos Leibniz en la filosofía de Descartes, con razón, el estudio profundo del tránsito que va de las ideas confusas a las ideas claras. ¿Cómo se verifica ese paso, ese tránsito de una idea confusa a una idea clara? Si la idea confusa, mediante el pensamiento racional, llega a ser idea clara, es sin duda porque la idea confusa contenía en su seno germinativamente la idea clara. Ahora bien: ya saben ustedes que en toda la terminología filosófica de este siglo “idea confusa” equivale a sensación, percepción sensible, experiencia sensible. Por consiguiente, la experiencia sensible tenía que contener germinativamente en su seno la conclusión racional, la idea clara. Y así recuerden ustedes cómo resolvió Leibniz el problema de innatismo o empirismo planteado por Locke, en el sentido de que las verdades de razón, si bien no son innatas en la totalidad y exacto detalle de su estructura, son sin embargo innatas en cuanto que nacen de gérmenes oscuros, que están implícitos en nuestra razón. Si pues todo esto podía satisfacer bastante a Leibniz en cambio había otros elementos en la metafísica de Descartes que no lo podían contentar de ninguna manera. El principal elemento contra el cual Leibniz se revuelve, negándose enteramente a admitirlo, es lo que pudiéramos llamar el “geometrismo” de Descartes. Recuerden ustedes; Descartes establece, por intuición directa, la substancia pensante, el yo, el alma pensante. Establece también, por una intuición directa, la existencia de Dios, porque descubre que la idea de Dios es la única idea en la cual el objeto, la existencia del objeto está garantizada por la idea misma. Esta es la interpretación que hemos dado del argumento ontológico. Pero en cambio la substancia material, extensa, se le aparece a Descartes pura y simplemente como el correlato objetivo de nuestras ideas geométricas. De suerte que para Descartes la substancia material, la materia, es pura y simplemente extensión. Esto es lo que a Leibniz le perturba y provoca en él una oposición violenta a Descartes. ¿Cómo puede ser la materia pura y simplemente extensión? La extensión, el puro espacio geométrico, es totalmente irreal. No es una realidad, no es más que las combinaciones mentales que hacemos con puntos, rectas, superficies, volúmenes. Seguramente, indudablemente, la realidad misma, la realidad en sí (sea ella la que fuere, que luego lo investigaremos) tendrá que acomodarse a la forma del espacio, a la forma de la extensión. Las cosas materiales habrán de ser también extensas. Pero no exclusivamente extensas. Definir la materia por la pura extensión, es establecer una identidad intolerable entre la cosa real y la figura geométrica; y a eso iba realmente Descartes. Para Descartes, en realidad, las cosas reales no son ni más ni menos que simples figuras geométricas. Esa tendencia cartesiana a reducir lo físico simplemente a la espacialidad, a la extensión pura geométrica, es la dificultad contra la cual Leibniz se va revolviendo constantemente. Desde los primeros momentos de sus labores científicas, endereza su pensamiento hacia dos problemas íntimamente relacionados con este punto: primeramente hacia el problema del movimiento; segundamente hacia el problema de la definición de la materia. Pero en estos dos problemas, ya en sus primeras elucubraciones juveniles, se nota en el pensamiento de Leibniz la orientación, el sello peculiar que ha de progresar en el futuro y conducirlo a las conclusiones más famosas de su metafísica. En efecto, en el problema del movimiento lo que a Leibniz le interesa no es tanto el problema de la trayectoria que describe el móvil, como el problema de la iniciación del movimiento. Aspira el joven Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 53 Leibniz a descubrir en qué consiste que el movimiento comienza; qué tiene que haber en un cuerpo para que ese cuerpo se ponga en movimiento. Después ese movimiento recorre una u otra trayectoria. ¿Qué es lo que hay en la esencia más íntima del punto en movimiento, que lo hace recorrer ésta mejor que aquella trayectoria? Así, por ejemplo, si consideramos una trayectoria circular y otra trayectoria lineal tangente a la trayectoria circular, hay un punto -el punto de tangencia- que pertenece a la vez al sistema de la recta y al sistema del círculo. ¿Qué es lo que hay dentro de ese punto, en el interior del punto, primeramente que lo hace moverse y segundo que lo hace moverse como recta, en trayectoria rectilínea, o en trayectoria circular? Eso es lo que aspira Leibniz a captar conceptualmente. Por eso en su primer tratadito acerca del movimiento abstracto y el movimiento concreto Theoria motus abstracti y Theoria motus concreti llega Leibniz a un concepto que a él le parece el concepto madre de todo movimiento, que él llama en latín “conatus”, esfuerzo, fuerza. Aquí se ve la correlación fundamental que Leibniz poco a poco va a ir haciendo en la física y en la metafísica cartesiana. Leibniz va a ir buscando, por debajo de la pura espacialidad, de la pura extensión, del mecanismo de las figuras geométricas, los puntos de energía, la fuerza, lo no-espacial, lo no-extenso, lo dinámico, que hay en la realidad. A Leibniz le parece que precisamente el error más grave del cartesianismo ha sido olvidar ese elemento dinámico que yace en el fondo de toda realidad. ¿Por qué Leibniz piensa que este elemento dinámico es esencial en la realidad y en cambio Descartes lo había eliminado? Pues precisamente porque Descartes consideraba que esas nociones de fuerza, de energía, de “conatus”, de esfuerzo, son nociones oscuras y confusas; y como las reputaba oscuras y confusas, las eliminó de su física y de su metafísica, para substituirlas por nociones claras y distintas, que son las nociones puramente geométricas. Ahora bien, dice Leibniz: esas nociones de fuerza, de esfuerzo, de dirección, de dinamismo, eran oscuras y confusas para Descartes porque éste no tenía todavía forjado el instrumento matemático capaz de hacer presa en esas nociones y de barajarlas, manejarlas con claridad y precisión matemáticas. Por eso Leibniz, inmediatamente después de sus primeros ensayos de definición mecánica del “conatus”, se pone en busca de esos instrumentos matemáticos capaces de definir lo infinitamente pequeño; y a la busca de esos elementos matemáticos dedica un cierto número de años, y llega con ello al descubrimiento del cálculo infinitesimal, al cual dio la forma que hoy tiene esencialmente en nuestras escuelas, o sea la división en cálculo integral y cálculo diferencial, siendo el cálculo diferencial aquel que busca la formulación exacta de lo que distingue al punto de la recta y al punto de la curva, la diferencia que hay entre ellos, y siendo el cálculo integral, en cambio, el esfuerzo por encontrar la formulación matemática que permita, en la definición del punto mismo, ver ya incluida la dirección que va a tomar: si recta o curva, o elipse, o parábola, o hipérbole, o cualquier otra trayectoria. Logra por fin Leibniz estructurar esta nueva rama de la matemática que le permite finalmente definir un punto cualquiera determinado, no sólo como cruce de dos rectas o como cruce de dos curvas o como tangencia -como en la geometría- sino además, como una función de una o dos o tres variables, que hace que el establecimiento matemático de la función nos diga de una manera previa, por decirlo así a priori, el recorrido que este punto va a seguir. El éxito que logra Leibniz en esta teoría del cálculo infinitesimal se documenta inmediatamente en la física, en el problema de la materia, que es el segundo de los problemas a que se endereza su reflexión juvenil. Y en este problema de la materia también tropieza inmediatamente con una oposición a la física cartesiana. La física cartesiana, como les he dicho a ustedes hace un instante, es una física geométrica. Para Descartes el cuerpo no es ni más ni menos que pura extensión. Por eso precisamente, cuando Descartes calcula la cantidad de movimiento, o sea el producto de la masa de un cuerpo por su velocidad, encuentra que la cantidad de movimiento en un sistema cerrado de cuerpos es constante. Se llama “sistema cerrado de cuerpos” a un conjunto de cuerpos que están en movimiento relativo, los unos con respecto a los otros, pero que constituyen un conjunto, un sistema, dentro del cual no penetra ninguna influencia de afuera. Semejante sistema no se da en la realidad física en la cual vivimos; pero Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 54 si consideramos la totalidad del universo, es esa totalidad, en efecto, un sistema cerrado de ese universo. Pues bien: la tesis de Descartes consiste en afirmar que la cantidad de movimiento, o sea el producto de la masa por la velocidad, en un sistema cerrado (en el universo, por ejemplo), es constante, y establece la constancia de m multiplicado por v. Leibniz examina detenidamente esta tesis cartesiana y encuentra que es físicamente falsa. Descartes no ha tenido en cuenta que los cuerpos no son sólo figuras geométricas, sino que además son algo, que tiene la figura geométrica; no son sólo extensión, sino algo, que tiene la extensión; y por eso cegado por su geometrismo, ha fallado la formulación de esta ley mecánica; porque lo que es constante en un sistema cerrado, mecánico, no es la cantidad de movimiento, no es el producto de la masa por la velocidad, sino el producto de la masa por el cuadrado de la velocidad, lo que desde entonces se llama en física “fuerza viva”. Leibniz, pues, descubre la constancia de la fuerza viva en un sistema cerrado. Quiere esto decir que el punto material no es punto geométrico; no es definible solamente por las coordenadas analíticas cartesianas, sino que además ese punto, si es material, si es real, contiene materialmente una fuerza viva, que es la que determina su trayectoria y su cantidad de movimiento; y esa fuerza viva que contiene el punto material es en un momento determinado la resultante exacta de todo el pasado de la trayectoria que la masa de ese punto material ha recorrido, y con tiene ya “in nuce”, en germen, la ley de la trayectoria futura. Así substituye Leibniz, en su física, la noción de fuerza viva a la noción de puro espacio extenso. Los cuerpos no son solamente figuras geométricas, sino además y sobre todo, fuerzas, conglomerados de energía, conglomerados dinámicos. Cada uno de esos conglomerados dinámicos puede matemáticamente definirse, porque con la trayectoria recorrida, el cuadrado de la velocidad y la masa, se tienen elementos suficientes para determinar matemáticamente la situación dinámica actual de cualquier cuerpo; y esa situación dinámica actual de cualquier cuerpo contiene a su vez la ley de su evolución dinámica ulterior, posterior. Con esto, con lo infinitamente pequeño del cálculo infinitesimal; con la fuerza viva como elemento definitorio de la materia en vez de la pura extensión, tenemos los dos elementos, las dos ideas fundamentales que llegando a un maridaje, a un matrimonio, a una unión perfecta, van a dar de sí la metafísica propiamente dicha de Leibniz. La metafísica de Leibniz está construida toda ella sobre el fundamento de la idea de “mónada”. Puede decirse que la matemática de Leibniz es la teoría de las mónadas; y él lo comprendió así, puesto que su última obra, publicada después de su muerte, lleva ese nombre. “Teoría de las mónadas”, o dicho en una sola palabra, Monadología. Vamos a ver qué es la mónada. La palabra “mónada” no es de Leibniz. Probablemente Leibniz la ha tomado de sus lecturas de un filósofo del Renacimiento, un físico, astrónomo y matemático muy genial, que se llamaba Giordano Bruno. Giordano Bruno fue el que la puso en circulación en Europa. Quizá la tomó él también de lecturas que hiciese de místicos y filósofos de la antigüedad; acaso de Plotino, que la empleó también. El hecho es que hasta muy tarde en su evolución personal filosófica no usó Leibniz la palabra “mónada”; y cuando llega ya a usarla cuajan en torno de esa palabra todos los elementos fundamentales de su metafísica. ¿Qué es la mónada? La mónada es primeramente substancia, es decir realidad. Substancia como realidad, y no substancia como contenido del pensamiento, como término puramente psicológico de nuestras vivencias. Sino substancia como realidad en sí y por sí. Ahora bien: ¿qué es para Leibniz ser substancia? Ser substancia, para Leibniz, no puede ser ser extenso. Acabamos de verlo. Para Leibniz la extensión es el orden de las substancias, el orden de la simultaneidad de las substancias; como el tiempo es el orden de la sucesión de nuestros estados de conciencia. La extensión, el espacio, es una idea previa, pero no tiene un objeto substancial, real. El único objeto substancial, real, la substancia, la mónada, no puede, por consiguiente, definirse por la extensión. Si la mónada pudiera definirse por la extensión, entonces la mónada seria extensa. ¿Qué quiere decir? Que sería divisible; y si fuera divisible, sería dual, o trial, etc. Pero la mónada es mónada, o sea única, sola, y por Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 55 consiguiente indivisible. Y para que sea indivisible no vale hablar de átomos. Los átomos materiales no satisfacen a Leibniz, porque un átomo, si es material, si es extenso, es divisible; será más o menos difícil de dividir por la técnica digital humana; pero como no se trata de técnica digital, sino de la contextura en sí y por sí de la substancia, una substancia extensa será siempre divisible. Por consiguiente, la mónada no puede ser divisible; es indivisible; y si es indivisible no es material, no puede ser material. Y si siendo indivisible es inmaterial, ¿qué es, pues? ¿Cuál es la consistencia de la mónada? ¿En qué consiste la mónada? Si no consiste en extensión, si no consiste en materia, ¿en qué consiste? Pues no puede consistir en otra cosa que en fuerza, en energía, en “vis”, como se dice en latín, en vigor. La mónada es, pues, aquello que tiene fuerza, aquello que tiene energía. Mas: ¿qué es fuerza y energía? Fuerza y energía no debemos representárnoslas como aparecen en nuestra experiencia sensible. En nuestra experiencia sensible llamamos fuerza a la capacidad que un cuerpo tiene de poner en movimiento a otro cuerpo. Se define, pues, la fuerza por la capacidad de poner en movimiento a otro cuerpo. Pero así no puede definirse metafísicamente la energía, porque aquí no hay cuerpos; las mónadas no son cuerpos; las mónadas no son extensas. Entonces, ¿qué será esa fuerza en que la mónada consiste? No puede ser otra cosa que la capacidad de obrar, la capacidad de actuar. ¿Y qué es ese actuar? ¿Qué es ese obrar? Pues nos encontramos con que no hay para nosotros intuición de acción, intuición dinámica ninguna, sino la que tenemos de nosotros mismos. Aquí otra vez el método del “cogito” cartesiano viene a darle a Leibniz un apoyo y un auxilio. ¿Que cómo podemos imaginar y representarnos la fuerza, la energía de la mónada? Pues del mismo modo que nosotros, en el interior de nosotros mismos, nos captamos a nosotros mismos como fuerza, como energía; es decir, como tránsito y movimiento interno psicológico de una idea, de una percepción a otra percepción, de una vivencia a otra vivencia. Esa capacidad de tener vivencias, esa capacidad de variar nuestro estado interior, que deja de ser la vivencia A para pasar a ser la vivencia B luego la vivencia C; esa capacidad íntima de sucederse unas a otras las vivencias, eso es lo que constituye para Leibniz la consistencia de la mónada. La mónada es substancia activa. ¿Qué quiere decir? Substancia, diremos, psíquica. Esa substancia activa, esa capacidad de pasar por varios estados, esa posibilidad de vivir, con que puede definirse la mónada tiene una porción de caracteres interesantes. En primer lugar, la mónada no sólo es indivisible, sino individual. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que una mónada es totalmente diferente de otra mónada; no puede haber en el universo dos mónadas iguales. En virtud del principio de Leibniz, llamado de los “indiscernibles”, si una mónada fuese igual a otra mónada, verdaderamente igual a ella, no podrían ser dos sino una. Las cosas en el mundo, las realidades en el mundo son indiscernibles cuando son iguales. Por lo tanto, nunca son iguales. La individualidad de la mónada es uno de los puntos esenciales de la metafísica de Leibniz. Pero además, esa individualidad es simplicidad. Indivisible significa individuo, pero además simple. Simple quiere decir sin partes. La mónada no tiene partes; pero como es activa, hay que encontrar una definición que haga compatible la individualidad, la indivisibilidad, la simplicidad de la mónada, con los cambios interiores de la monada. ¿Cómo puede haber cambios interiores, actividad, cambio interno en los estados de la mónada si, por otro lado tiene que ser indivisible, individual y simple? Pues no hay más que una manera, que es dotar a la mónada de percepción. La mónada está, pues, dotada de percepción y de apetición, caracteres de todo lo esencialmente psíquico. Percepción, porque la percepción es justamente el acto mismo de tener lo múltiple en lo simple. En el alma espiritual, en el acto de la percepción, lo múltiple percibido, el contenido múltiple de la vivencia está en la unidad indivisible, en la unidad simple del percipiente. En la percepción es donde se da precisamente el requisito que antes exigíamos, a saber: que la mónada sea simple, indivisible e individual, y al mismo tiempo contenga una pluralidad de estados. Esa precisamente es la percepción; y así define literalmente Leibniz la percepción: como la representación de lo múltiple en lo simple. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 56 Pero además de percepción, la mónada tiene apetición, o sea tendencia de pasar de una a otra percepción. Las percepciones se suceden en la mónada; y ese sucederse de las percepciones en la mónada constituye la apetición. Ahora ya tenemos una representación, una idea mucho más compleja y clara de la actividad de la mónada. La actividad de la mónada es doble; por un lado, percibir; por otro lado, apetecer. Corresponde pues -como dice el propio Leibniz- la realidad metafísica de la mónada a esa realidad que llamamos el “yo”. Detengámonos ahora un momento; recordemos el geometrismo y el mecanicismo de Descartes. ¿Qué vemos ahora? Vemos que Leibniz ha taladrado, por decirlo así, el fenómeno, la apariencia de lo geométrico, de lo mecánico, de lo físico, de lo material, y por debajo de esa apariencia fenoménica, de lo extenso, lo mecánico, lo material, lo físico, ha descubierto, como soporte real metafísico de esa apariencia mecánica, la mónada, que no es extensa, que no es movimiento, sino que es pura actividad, o sea percepción y apetición. Estas mónadas son la sucesión constante de diferentes y diversas percepciones, el tránsito constante de una a otra percepción. Y ¿cuál es la ley íntima de ese tránsito? Es una ley espontánea. Del mismo modo que el círculo recorrido por un punto está ya “in nuce”, en germen, dentro de la división infinitesimal del punto, así también las mónadas, para Leibniz, no tienen ventanas ni les entra nada del mundo exterior. Pero la ley íntima de sucesión de sus estados perceptivos y de su propia apetición, es una ley que rige esa sucesión; lo mismo que la ley íntima de una función, de una variable, está íntegramente contenida en el seno del punto de esa variable. Y así nos encontramos con que en cualquier momento de su vida, de su ser, de su existir; en cualquier instante de su realidad, la mónada es un “raccourci”, una reducción del mundo entero. Es la mónada en cualquier momento de su vida, algo que en ese momento contiene todo el pasado de la mónada y todo el porvenir, puesto que la serie de las percepciones que la mónada va teniendo, viene determinada por una ley interna que es la definición de esa individualidad metafísica substancial. En cualquier momento de la vida de la mónada, todo su pasado está volcado en ese presente, y ese presente a su vez no es más que el preludio del futuro, inscrito ya también en la actividad presente de la mónada. Ahora bien: Si las mónadas de esta suerte reflejan el universo; si cada mónada es un reflejo universal, lo es exclusivamente desde un cierto punto de vista. Refleja pues cada mónada la totalidad del universo; pero la refleja desde el punto de vista en que se halla situada; y además la refleja oscuramente. La percepción la distingue perfectamente Leibniz de la apercepción. Leibniz distingue entre percibir y apercibir. ¿Qué es apercibir? Muy sencillamente: apercibir es tener conciencia de que se está percibiendo. La apercepción es el saber de la percepción; la percepción que se sabe a sí misma como tal percepción. De modo que Leibniz distingue entre estos dos actos psíquicos: la apercepción y la percepción. Las mónadas tienen percepciones; pero algunas de entre las mónadas, además de percepciones, tienen apercepciones. Las mónadas que tienen apercepciones y memoria constituyen lo que se llama las almas, o sea un plano superior, en la jerarquía metafísica, al de las simples mónadas con percepciones, o sea con ideas confusas y oscuras. Se esfuerza Leibniz, en muchos pasajes de sus obras, por hacer patente la existencia de percepciones inconscientes; pues si no hubiese o no pudiese haber percepciones inconscientes, toda su teoría se vendría abajo. Si toda percepción fuese necesariamente también apercepción, entonces todo el sistema metafísico de Leibniz se vendría abajo. Pero Leibniz se esfuerza por mostrar cómo en nuestra propia vida psíquica, tan desenvuelta, puesto que nosotros somos almas con apercepción y memoria, encontramos también percepciones sin conciencia; y alude a una porción de hechos psicológicos, bien conocidos desde entonces en la psicología y que revelan que a cada momento estamos percibiendo sin apercibir. Tenemos percepciones y no apercepción de ello. Por ejemplo, cuando Leibniz hace notar que el ruido de las olas del mar sobre la playa tiene que componerse necesariamente de una multitud enorme de pequeños ruidos: el que cada gota de agua hace sobre cada grano de arena; y sin embargo no somos conscientes de esos pequeños ruidos; de eso que él Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 57 llama “petites perceptions”, pequeñas percepciones. Somos conscientes solamente de la suma de ellos, del conjunto de ellos, pero no de cada uno de ellos. Alude también a una porción de otros fenómenos psíquicos que no son conscientes. Sería bien fácil mostrar cómo en nuestra vida psíquica estamos a cada momento teniendo percepciones y sensaciones de las cuales no nos damos cuenta. Pues bien: cuando la mónada, además de percepción inconsciente, tiene percepción consciente, o sea apercepción, y capacidad de recordar, o sea memoria, esa mónada es alma. Aquí se opone radicalmente Leibniz a la teoría de Descartes, que afirmaba que los animales no tienen alma; que son puros mecanismos, igual que los relojes, y funcionan lo mismo que los relojes. Pues bien: Leibniz considera que no hay tal, sino que los animales tienen alma, porque tienen apercepción, se dan cuenta, y además tienen memoria. Otro tramo superior en la jerarquía metafísica de las mónadas serían los espíritus. Llama Leibniz espíritu a las almas que además poseen la posibilidad, capacidad o facultad de conocer las verdades racionales, las verdades de razón. La posibilidad de intuir las verdades de razón, de tener percepción apercitiva de las verdades de razón, es, para Leibniz, el signo distintivo de los espíritus. Y por último, en lo más alto, en el punto supremo de la jerarquía de las mónadas, está Dios, que es una mónada perfecta, o sea donde todas las percepciones son apercibidas; donde todas las ideas son claras, ninguna confusa; y donde el mundo, el universo, está reflejado, no desde un punto de vista, sino desde todos los puntos de vista. Imaginemos pues un ser que vea el universo, no como lo vemos nosotros ahora desde Tucumán, es decir, desde un sector del universo. Todo el universo está en ese nuestro sector, porque sin discontinuidad ninguna podríamos pasar de ese sector a otro; pero simultáneamente no podemos estar situados más que en un punto de vista; de manera que aun teniendo el máximo conocimiento científico, no podríamos reflejar el mundo más que desde un cierto ángulo visual. Pero imaginad ahora un ser que pudiese reflejar el mundo desde la suma de todos los ángulos visuales: ése es Dios. Imaginad un ser que tenga una perspectiva universal: ése es Dios. De esta manera el enjambre infinito de las mónadas constituye un edificio jerárquico, en cuya base están las mónadas inferiores, las mónadas materiales, cuyas aglomeraciones constituyen los cuerpos mismos, que son puntos de substancia inmaterial, puntos de substancia psíquica, con percepción y apetición. Pero luego por encima, están las almas, o sean aquellas mónadas dotadas de apercepción y de memoria. Por encima, los espíritus, aquellas mónadas dotadas de apercepción, memoria y conocimiento de las verdades eternas. Y por último, en lo más alto de la cúspide, está Dios, mónada perfecta, en la cual toda idea es clara, ninguna confusa, y toda percepción es apercibida o consciente. Dios creó el universo. Significa que Dios crea las mónadas, y cuando Dios crea las mónadas, pone en cada una de ellas la ley de la evolución interna de sus percepciones. Por consiguiente, todas las mónadas que constituyen el universo están entre sí en una armónica correspondencia; correspondencia armónica que ha sido preestablecida por Dios en el acto mismo de la creación; en el acto mismo de la creación cada mónada ha recibido su esencia individual, su consistencia individual, y esa consistencia individual es la definición funcional, infinitesimal, de esa mónada. Es decir, que esa mónada desenvolviendo su propia esencia, sin necesidad de que de fuera de ella entren acciones ningunas a influir en ella, desenvolviendo su propia esencia, coincide y corresponde con las demás mónadas en una armonía perfecta del todo universal. De esta manera, por la sola definición esencial de cada uno de esos puntos de substancia metafísica que son las mónadas, Leibniz resuelve el problema formidable que se había planteado en la metafísica europea a raíz de la muerte de Descartes. Era el gran problema, el enorme problema de la comunicación entre las substancias, y principalmente de la relación entre el alma y el cuerpo. Recuerden ustedes que Descartes había establecido tres substancias: la substancia divina, la substancia extensa, o sea el cuerpo, y la substancia pensante. Se trata de saber cómo es posible que el cuerpo influya sobre el alma y que el alma influya sobre el cuerpo. Que existe esa influencia, es indudable, Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 58 porque un pensamiento, el pensamiento de levantar la mano derecha, me basta para que levante la mano derecha. Por consiguiente, el alma influye sobre el cuerpo. Que el cuerpo influye sobre el alma, es también indudable, porque una modificación cualquiera del cuerpo me produce por lo menos la idea confusa del dolor. Ahora, ¿cómo es posible esa comunicación entre las substancias? Pues para que dos substancias, dos seres, dos cosas, comuniquen, es preciso que haya algo de común entre ellas; tiene que haber algo de común para que dos cosas comuniquen; tienen que comunicar por una vía común. ¿Pero qué hay de común entre el puro pensar y el ser extenso? No hay nada de común. ¿Cómo, pues, resolver el problema de la comunicación de las substancias, de la influencia del cuerpo sobre el alma y de la influencia del alma sobre el cuerpo? Los metafísicos posteriores a Descartes se esforzaron por resolver este problema. El propio Leibniz, en uno de sus escritos, establece un símil muy instructivo, que comprende todas las posibles soluciones a este problema y que alude a los filósofos que han adoptado esas posibles soluciones. El símil es el siguiente: supongamos en una habitación dos relojes; esos dos relojes marchan siempre acompasadamente, de modo que cuando uno señala las 3.5 el otro también señala las 3.5. ¿Cómo es posible que vayan tan acompasadamente? ¿Cómo es posible que las modificaciones del cuerpo sean percibidas por el alma? ¿Cómo es posible que las modificaciones del alma produzcan efectos en el cuerpo? ¿Cómo es posible que los dos relojes vayan tan acompasadamente? Hay varias hipótesis posibles para explicar esta coincidencia entre las dos substancias. Primera hipótesis: la de una influencia directa de un reloj sobre otro. Pero no se comprende esta hipótesis, que es la de Descartes. Descartes alojaba el alma dentro de la glándula pineal y concebía que todo movimiento de los nervios era como tirar el hilo de una campanilla: al tirar, mecánicamente se transmite el movimiento por el hilo y al llegar a la glándula pineal, que en efecto tiene la forma de un badajo de campanilla, mecánicamente se mueve y el alma se entera. ¿Pero cómo se entera? Porque al llegar ahí es donde no se comprende; porque no hay nada de común entre un movimiento y una percepción. Esa es la primera hipótesis, pero es una hipótesis rechazable y que rechazaron todos los filósofos después de Descartes. No puede haber comunicación directa entre los relojes. ¿Entonces, cómo explicar esa correspondencia? Cabe también esta otra hipótesis: un prudente y hábil artesano relojero, perito en mecánica, se sitúa delante de los dos relojes, y está con mucho cuidado, y cuando uno de los dos relojes empieza a querer adelantarse al otro, le toca la máquina para que no se adelante; cuando el otro comienza a querer adelantarse al anterior, le toca la máquina para que no se adelante. Esta es la teoría de Malebranche, el filósofo francés discípulo de Descartes y que se conoce con el nombre de “teoría de las causas ocasionales”; según la cual Dios sería ese obrero; Dios estaría constantemente atento a lo que sucede a las substancias, y cuando en una substancia sucede algo, le da esto ocasión para influir en la otra substancia y que acontezca en la otra lo correspondiente. De modo que Dios está constantemente atento. Para Malebranche no hay más causa eficiente que Dios, y lo que llamamos causas, en la física y en la naturaleza, son ocasiones que Dios tiene de intervenir continuamente en la armonía entre las substancias en el universo. Esta hipótesis está sujeta también a críticas muy graves. Cabe otra hipótesis, que es la de decir: pues que no haya dos relojes, sino un solo mecanismo con dos esferas; un solo conjunto de ruedas y de pesas, pero dos esferas, una a la derecha y otra a la izquierda. Entonces por fuerza tienen que andar siempre las dos esferas correspondientes y parejas, porque como es un solo mecanismo el que manda las dos agujas, no puede haber diferencias entre ellas. Esta solución es el panteísmo del filósofo holandés Espinosa. El panteísmo nos dice: no hay más que una substancia metafísicamente, que es Dios. Esa substancia tiene dos caras, dos atributos: la extensión cartesiana y el pensamiento cartesiano. ¿Cómo se comunican la extensión y el pensamiento? No hay ni que preguntarlo. Como la extensión y el pensamiento no son más que dos atributos de una y la misma substancia universal, pues las modificaciones en la una y las modificaciones en la otra, son modificaciones en la única substancia. Es como dice Leibniz muy bien: como si en vez de dos relojes, lo que quedara es una sola maquinaria con dos esferas; las dos naturalmente marcarían siempre lo Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 59 mismo, porque es una y única la maquinaria. Tampoco puede satisfacer a Leibniz esta hipótesis, que conduce derechamente al panteísmo. El panteísmo produce dificultades enormes, entre otras las dificultades físicas o mecánicas que vienen adscriptas a la negación de la existencia de Dios, en la física del siglo XVII. Así, pues, Leibniz tiene que acudir a otra hipótesis, que es la suya: que los dos relojes no han sido fabricados por un mal relojero, sino por un obrero relojero magnífico. ¿Cómo magnífico? El mejor que cabe. ¿Cómo el mejor que cabe? El perfecto: Dios. Es Dios el que ha hecho las substancias; Dios es un relojero tan perfecto que una vez que ha hecho los dos relojes y los ha puesto a marchar, ya se puede ir a dar un paseo, porque no hay posibilidad ninguna de que los dos relojes, hechos por Dios, se aparten ni un milésimo de segundo el uno del otro, puesto que han sido hechos perfectamente por Dios. Esta es la hipótesis de Leibniz, que llama de la armonía prestablecida. Como Dios ha creado las mónadas y el acto de creación de las mónadas es el acto de individualización de las mónadas, mónada que es creada individualmente, con su sello individual, con su esencia, con su substancia propia individual, o sea con la ley íntima funcional de todo su desarrollo ulterior. Pero Dios al crear la totalidad de las mónadas, cada una con su ley funcional interna, las ha creado en armonía preestablecida; y entonces, sin necesidad de que haya una intercomunicación de las substancias, de hecho, siguiendo cada una ciegamente su propia ley, resulta la armonía universal del todo. Así termina la metafísica de Leibniz en una aproximación a la teodicea, al optimismo. Para Leibniz el mundo creado por Dios, el universo de las mónadas es el mejor, el más perfecto de los mundos posibles. Si nos ponemos a escogitar, desde el punto de vista de la lógica pura, encontraremos que había un gran número, un número infinito de mundos posibles; pero Dios ha creado el mejor de entre ellos. Este principio de lo mejor se dice en latín optimismus, porque óptimus es lo mejor; y la teoría leibniziana de que este mundo creado por Dios es el mejor de los mundos posibles, es el optimismo. Pero esta tesis del optimismo tropieza con graves dificultades: las dificultades inherentes al mal que existe en el mundo. ¿Cómo puede decirse que este mundo es el mejor de los mundos posibles, cuando a cada momento vemos a los hombres asesinarse brutalmente unos a otros; vemos a los hombres morirse de pena, de asco; vemos la infelicidad, el dolor, el llanto reinar en el mundo? Pues ¡vaya un mundo el mejor posible! Y entonces, en quinientas páginas de un libro que se llama Teodicea, o justificación de Dios, Leibniz se esfuerza por mostrar que en efecto hay mal en el mundo, pero que ese mal es un mal necesario. O sea que dentro de la concepción y definición del mejor mundo posible está el que haya mal. Cualquiera otro mundo, que no fuere éste, tendría más mal que éste; porque es forzoso que en cualquier mundo haya mal, y éste es el mundo en donde hay menos mal. No puede haber mundo sin mal, por tres razones: que el mal metafísico procede de que el mundo es limitado, finito; es finito y no puede por menos de serlo; el mal físico procede de que el mundo, en su apariencia fenoménica en la realidad de nuestra vida intuitiva, es material, y la materia trae consigo la privación, el defecto, el mal; y por otra parte, el mal moral tiene que existir también, porque es condición del bien moral. El bien moral no es sino la victoria de la voluntad moral robusta sobre la tentación y el mal. Bien, en lo moral, no significa más, que triunfo sobre el mal, y para que haya bien es menester que haya mal, y por consiguiente, el mal es la base necesaria, el fondo oscuro del cuadro, absolutamente indispensable para que sobre él se destaquen los bienes. En este mundo el mal existe por consiguiente, como condición para el bien, y precisamente por eso éste es el mejor de los mundos posibles, porque el mal que en él existe, es el mínimum necesario para un máximo de bien. Así, la metafísica de Leibniz termina en estos cánticos de optimismo universal. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 60 5. La Ilustración6 5.1. La razón en la cultura de la ilustración 5.2. El lema de la ilustración: « ¡ten la valentía de utilizar tu propia inteligencia!» Immanuel Kant, en su Respuesta a la pregunta: ¿qué es la ilustración? (1784), escribe lo siguiente: «La ilustración es el abandono por el hombre del estado de minoría de edad que debe atribuirse a sí mismo. La minoría de edad es la incapacidad de valerse del propio intelecto sin la guía de otro. Esta minoría es imputable a sí mismo, cuando su causa no consiste en la falta de inteligencia, sino en la ausencia de decisión y de valentía para servirse del propio intelecto sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten la valentía de utilizar tu propia inteligencia! Éste es el lema de la ilustración.» Para los ilustrados -como dirá Kant más tarde- nuestras mentes sólo pueden liberarse de la servidumbre espiritual si se incrementa nuestro conocimiento. Tal servidumbre es una «servidumbre de los prejuicios, de los ídolos y de los errores evitables» (K.R. Popper). Una decidida -aunque no ingenuaconfianza en la razón humana, un uso crítico y desprejuiciado de ésta con el propósito de liberarse de los dogmas metafísicos, de los prejuicios morales, de las supersticiones religiosas, de las relaciones deshumanizadas entre los hombres, de las tiranías políticas: éste es el rasgo fundamental de la ilustración. Y aunque hoy -afirman Max Horkheimer y Theodor W. Adorno en Dialéctica de la ilustración (1947)- «la tierra completamente iluminada resplandece con el símbolo de una desventura triunfante», «la ilustración, en su sentido más amplio de pensamiento en continuo progreso, persiguió desde siempre el objetivo de quitarles el miedo a los hombres y convertirlos en amos [...]. El programa de la ilustración consistía en liberar el mundo de la magia. Se proponía eliminar los mitos y substituir la imaginación por la ciencia». Christian Thomasius (1655-1728) fue quien distinguió -en sus Lectiones de praeiudiciis (1689-1690)- entre prejuicios debidos a la autoridad y prejuicios debidos a la precipitación. Los ilustrados se constituyen como un ejército en lucha contra todos los prejuicios: la verdad no tiene otra fuente que no sea la razón humana. Convierten «a la tradición en objeto de crítica, lo mismo que [hace] la ciencia de la naturaleza con respecto a la apariencia sensible [...]. La razón, y no la tradición, es la fuente última de la autoridad» (H. G. Gadamer). Aunque no constituye el único movimiento cultural de la época, la ilustración es la filosofía hegemónica en la Europa del siglo XVIII. Consiste en un articulado movimiento filosófico, pedagógico y político, que va seduciendo de manera gradual a las clases cultas y a la activa burguesía en ascenso en los diversos países europeos, desde Inglaterra hasta Francia, desde Alemania hasta Italia, en parte también en Rusia y hasta en Portugal. Insertándose sobre tradiciones distintas, la ilustración no se configura como un sistema compacto de doctrinas, sino como un movimiento en cuya base se encuentra la confianza en la razón humana, cuyo desarrollo implica el progreso de la humanidad, al liberarse de las cadenas ciegas y absurdas de la tradición, y del cepo de la ignorancia, la superstición, el mito y la opresión. La razón de los ilustrados se presenta como defensa del conocimiento científico y de la técnica como instrumentos de la transformación del mundo y del progresivo mejoramiento de las condiciones espirituales y materiales de la humanidad; como tolerancia ética y religiosa; como defensa de los inalienables derechos naturales del hombre y del ciudadano; como rechazo de los dogmáticos sistemas metafísicos incontrolables desde el punto de vista fáctico; como crítica de aquellas supersticiones en las que consistirían las religiones positivas, y como defensa del deísmo (pero también el materialismo); como lucha contra los privilegios y la tiranía. Éstos son los rasgos o parecidos de familia que, dentro de las variantes constituidas por las distintas ilustraciones (tomaremos en consideración la francesa, la inglesa, la alemana y la italiana), nos permiten hablar de ilustración en general. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 61 5.3. La razón de los ilustrados La ilustración es una filosofía optimista. Es la filosofía de la burguesía en ascenso: es una filosofía que se esfuerza y trabaja por el progreso. «Algún día todo irá mejor, ésta es nuestra esperanza», dice Voltaire. Y tal esperanza podría no llevarse a cabo si no aportamos nuestro esfuerzo; el desarrollo de la humanidad podría estancarse y todo se perdería. Sin embargo, ha habido y hay progreso; incluso aunque no exista -como llegan a pensar algunos positivistas- una ineluctable ley del progreso. En la base de este progreso espiritual, material y político, que no es lineal y que se ha dado y se puede obtener a pesar de los obstáculos, los ilustrados colocan el uso crítico y constructivo de la razón. No obstante -y aquí nos enfrentamos con el problema central e ineludible- ¿de qué razón se trata? Cassirer escribe al respecto: «Para los grandes sistemas metafísicos del siglo XVII, para Descartes y Malebranche, para Spinoza y Leibniz, la razón es el territorio propio de las verdades eternas, de aquellas verdades que son comunes al espíritu humano y al divino. Lo que conocemos e intuimos gracias a la razón, lo intuimos directamente en Dios: cada acto de la razón nos confirma nuestra participación en la esencia divina, nos abre el reino de lo inteligible, de lo suprasensible.» Empero, prosigue Cassirer, «el siglo XVIII otorga a la razón un significado diferente, más modesto. Ya no es un conjunto de ideas innatas que se hayan dado antes de cualquier experiencia, en las que se nos manifiesta la esencia absoluta de las cosas. La razón no es una posesión, sino más una cierta forma de adquisición. No es el erario ni el tesoro del espíritu, en el que se halle bien custodiada la verdad, como una moneda acabada de acuñar; por el contrario, es la fuerza originaria del espíritu, que conduce al descubrimiento de la verdad y a su determinación. Este acto determinante constituye el germen y la premisa indispensable de cualquier auténtica seguridad». Todo el siglo XVIII concede a la razón este significado. «No la considera como un contenido fijo de conocimientos, principios o verdades, sino como una facultad, como una fuerza que sólo se puede comprender plenamente ejerciéndola y explicándola [...]. Su función más importante consiste en su capacidad de atar y desatar. Analiza todos los simples datos de hecho, todo aquello que se había creído con base en el testimonio de la revelación, de la tradición o de la autoridad; no descansa hasta haberlo reducido todo a sus componentes más sencillos y hasta llegar a los últimos motivos de la fe y de la creencia. Sin embargo, después de esta labor de disolución, comienza de nuevo el esfuerzo de construir. La razón no puede quedarse en los disjecta membra; debe hacer surgir un nuevo edificio […]. Sólo a través de este doble movimiento espiritual puede definirse en su integridad la noción de razón: no es ya la noción de un ser, sino de un hacer.» Lessing fue quien dijo que lo típicamente humano no era la posesión de la verdad, sino el tender hacia la verdad. Montesquieu, por su parte, sostendrá que el alma humana jamás podrá detenerse en su anhelo de saber: las cosas son una cadena, y no se puede conocer la causa de algo o una idea cualquier sin verse poseído por el deseo de conocer la cosa o la idea que viene después. Diderot estaba convencido de que entre otras cosas la Enciclopedia tenía el propósito «de cambiar el modo corriente de pensar». En resumen: los ilustrados tienen confianza en la razón, en lo cual son herederos de Descartes, Spinoza o Leibniz. Sin embargo, a diferencia de las concepciones de éstos, la razón de los ilustrados es la del empirista Locke, que analiza las ideas y las reduce todas a la experiencia. Se trata, pues, de una razón limitada: limitada a la experiencia, controlada por la experiencia. La razón de los ilustrados es la razón que encuentra su paradigma en la física de Newton: ésta no se enfrenta con las esencias, no se pregunta cuál es, por ejemplo, la causa o la esencia de la gravedad, no formula hipótesis ni se pierde en conjeturas sobre la naturaleza última de las cosas. Por el contrario, partiendo de la experiencia y en continuo contacto con ésta, busca las leyes de su funcionamiento y las comprueba. El uso de la razón ilustrada es un uso público. Kant señala: «El uso público de la razón debe ser libre en todo momento, y sólo él puede poner en práctica la ilustración entre los hombres [...]. Entiendo por uso público de la propia razón el uso que uno hace de ella en cuanto estudioso ante todo el público de lectores.» En el Tratado de Metafísica, Voltaire escribe: «Nunca debemos apoyarnos en meras hipótesis; nunca Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 62 debemos comenzar inventando principios, con los que más tarde nos pongamos a explicar todas las cosas. En cambio, debemos empezar por una exacta descomposición de los fenómenos que nos son conocidos. Si no recurrimos a la brújula de la matemática y a la antorcha de la experiencia, no podremos avanzar ni un solo paso.» En opinión de los ilustrados, el verdadero método de la filosofía «coincide en el fondo con el que había introducido Newton -con resultados tan fecundos- para el conocimiento de la naturaleza». Voltaire también dice que «el hombre, cuando pretende entrar en la esencia interior de las cosas y conocerlas en sí mismas, cae muy pronto en la cuenta de los límites que se alzan ante sus facultades: se halla en las mismas circunstancias que un ciego al que se le pide un juicio sobre la esencia del color. El análisis, empero, es el bastón que la benévola naturaleza colocó en las manos del ciego. Con la ayuda de dicho bastón puede avanzar a tientas en el mundo de los fenómenos, puede captar su sucesión, comprobar el orden en que se presentan, y esto es todo lo que le hace falta para su orientación espiritual, para la formación de su vida y de la ciencia» (E. Cassirer). 5.4. La razón ilustrada contra los sistemas metafísicos Por lo tanto, la razón de los ilustrados es la razón de Locke y de Newton: es una razón independiente de las verdades de la revelación religiosa y que no reconoce las verdades innatas de las filosofías racionalistas. Se trata de una razón limitada a la experiencia y controlada por ésta. Limitada en sus poderes y gradual en su desarrollo, la razón de los ilustrados no se halla reducida sin embargo como sucedía en Newton- a los hechos de la naturaleza. La razón de los ilustrados no tiene vedado ningún campo de investigación: la razón hace referencia a la naturaleza y al mismo tiempo al hombre. En su Ensayo sobre los elementos de la filosofía (1759), d'Alembert escribe que el renacimiento es típico del siglo XV; la reforma es el acontecimiento más significativo del siglo XVI; la filosofía cartesiana modifica la visión del mundo en el siglo XVII. Y en el siglo XVIII, el «siglo de la filosofía», d'Alembert ve otro grandioso movimiento análogo. «Apenas se considera atentamente el siglo, mediado el cual nos encontramos, apenas se tienen en cuenta los sucesos que se desarrollan ante nosotros, las costumbres con las que vivimos, las obras que producimos y hasta las conversaciones que tenemos, se advierte sin dificultad que ha ocurrido un notable cambio en todas nuestras ideas: un cambio que por rapidez hace prever que en el porvenir se dé una revolución aún mayor. Sólo con el tiempo será posible determinar con exactitud el objeto de esta revolución e indicar su naturaleza y sus límites... y quienes vengan después estarán en condiciones de conocer mejor que nosotros sus defectos y sus méritos.» A nuestra época -prosigue d'Alembert- le gusta llamarse «época de la filosofía»: «Cuando se estudia sin prejuicios el estado presente de nuestro conocimiento, no puede negarse que la filosofía ha hecho notables progresos entre nosotros. La ciencia de la naturaleza adquiere todos los días nuevas riquezas; la geometría ensancha su territorio y ya ha penetrado en aquellos terrenos de la física que estaban más próximos a ella; el verdadero sistema del universo, finalmente, ha sido conocido, desarrollado y perfeccionado. Desde la Tierra hasta Saturno, desde la historia de los cielos hasta la de los insectos, la ciencia natural ha cambiado de cara. Y junto con ella, todas las demás ciencias han tomado una nueva forma [...]. Este fermento, que ha actuado en todas direcciones, ha aferrado todo aquello que se le presentaba, con violencia, como un torrente que rompe los diques. Desde los principios de la ciencia hasta los fundamentos de la ciencia revelada, desde los problemas de la metafísica a los del gusto, desde la música hasta la moral, de las controversias teológicas a los temas de economía y de comercio, desde la política hasta el derecho de los pueblos y la jurisprudencia civil, todo fue discutido, analizado, sacudido. Una nueva luz que se extendió sobre muchos temas, nuevas oscuridades que fueron apareciendo: tal fue el fruto de ese generalizado fermento de los espíritus, al igual que el efecto de la marea alta y la marea baja consiste en llevar a la orilla muchas cosas nuevas, y en llevarse de allí otras.» El hombre no se reduce a razón, pero todo lo que se refiere a él puede ser investigado a través de la razón: los principios del conocimiento, las conductas éticas, las estructuras y las instituciones políticas, los sistemas filosóficos y las fes religiosas. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 63 La razón ilustrada es crítica en la medida en que es empírica, en la medida en que se halla ligada a la experiencia. Y precisamente porque es experimental e inductivo, el racionalismo ilustrado «comienza, en Inglaterra y en Francia, con un quebrantamiento de la anterior forma de conocimiento filosófico, la forma de los sistemas metafísicos. Ya no cree en los derechos ni en las ventajas del “espíritu del sistema”; en éste no encuentra una fuerza, sino un límite y un obstáculo para la razón filosófica [...]. En lugar de encerrar la filosofía dentro de las fronteras de un determinado edificio doctrinal, en lugar de encadenarla a determinados axiomas -establecidos de una vez para siempre- y a las deducciones que se pueden extraer de ellos, la filosofía debe desarrollarse en libertad y desvelar en este proceso inmanente a ella la forma fundamental de la realidad, la forma de todo el ser, tanto natural como espiritual» (E. Cassirer). De este modo -prosigue Cassirer en La filosofía de la Ilustración (1932)- la filosofía no es un bloque de conocimientos que se coloque por encima o más allá de los demás conocimientos: la filosofía «ya no se separa de la ciencia natural, de la historia, de la ciencia del derecho, de la política, sino que en relación con todas ellas constituye su aliento vivificador, su atmósfera, la única en la que pueden subsistir y actuar. Ya no es la substancia del espíritu como un todo en su pura función, en el modo específico de sus investigaciones y de sus postulados, de su método y de su puro método cognoscitivo». En conjunto, la ilustración no resulta demasiado original en lo que se refiere a sus contenidos; a menudo, éstos provienen del siglo anterior. La originalidad filosófica del pensamiento ilustrado reside en el examen crítico de estos contenidos y en el uso que se propone darles, en vista de un mejoramiento del mundo y del hombre que habita en este mundo. Para la ilustración, la filosofía no es «la propia época aprehendida con el pensamiento»; la filosofía ilustrada no es una manera de acompañar la vida y reflejarla a través de la reflexión. La ilustración asigna al pensamiento «no [...] sólo méritos secundarios e imitativos, sino la fuerza y la tarea de plasmar la vida. No sólo debe elegir y ordenar, sino promover y llevar a cabo el orden que considera necesario, demostrando precisamente con este acto de realización la propia realidad y verdad» (E. Cassirer). La filosofía de la ilustración aparece con claridad no en las doctrinas individuales o en un conjunto de axiomas, «sino donde aún se está configurando, donde duda y busca, donde demuele y construye». La auténtica filosofía de la ilustración no se identifica con las teorías de los ilustrados; «no consiste [...] tanto en determinadas tesis, cuanto en la forma en el modo de la disquisición conceptual. Sólo en el acto y en el constante avance de esta disquisición se pueden aprehender las fuerzas espirituales básicas que aquí predominan y sólo aquí es posible sentir el latido de la íntima vida del pensamiento en la época ilustrada» (E. Cassirer). 5.5. El ataque contra las supersticiones de las religiones positivas Ligado con la experiencia y contrario a los sistemas metafísicos, el racionalismo ilustrado es un movimiento laico en lo que concierne a los mitos y las supersticiones de las religiones positivas que los ilustrados a menudo ridiculizaron con un despreciativo sarcasmo. La actitud escéptica -y con más frecuencia aún, irreverente- es un rasgo característico y esencial de la ilustración, filosofía que puede considerarse sin lugar a dudas como un gran proceso de secularización del pensamiento. La ilustración inglesa y la alemana fueron menos irreverentes con respecto a la religión. Y aunque en el seno de la ilustración francesa se haya desarrollado una corriente materialista y atea, la filosofía ilustrada es una filosofía del deísmo. El deísmo, a su vez, es parte integrante de la ilustración: el deísmo es la religión racional y natural, es todo aquello y sólo aquello que la razón humana (entendida a la manera de Locke) puede admitir. La razón de los deístas admite: 1) la existencia de Dios; Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 64 2) la creación y el gobierno del mundo que parte de Dios (los deístas ingleses -Toland, Tindal, Collins, Shaftesbury- atribuyen a Dios el gobierno del mundo físico y también el del mundo moral, mientras que Voltaire afirma que la divinidad muestra la mayor de las indiferencias por las vicisitudes humanas); 3) la vida futura en la que recibirán su merecido el bien y mal. Voltaire dirá: «Es evidente, para mí, que existe un Ser necesario, eterno, supremo, inteligente; y ésta [...] no es una verdad de fe sino de razón.» Como resulta obvio, si éstas son las únicas verdades religiosas que puede alcanzar, comprobar y aceptar la razón, entonces los contenidos, los ritos, las historias sagradas y las instituciones de las religiones no son más que supersticiones, fruto del miedo y de la ignorancia. Es tarea de la razón el aclarar las tinieblas de las religiones positivas, mostrando la variedad de estas religiones, analizando sus orígenes históricos y sus usos sociales, y poniendo en evidencia su absurda deshumanización. Ecrasez I'infâme: éste fue el grito de combate de Voltaire, no contra la creencia en Dios, sino -como él decía- contra la superstición, la intolerancia y los absurdos de las religiones positivas. Después de Voltaire, empero, su distinción entre creencia en Dios por una parte, y religiones positivas e iglesias -por la otra-, no siempre se puso de manifiesto. A menudo se combaten a la vez la creencia en Dios y la religión, como obstáculos al progreso del conocimiento, como instrumentos de opresión y generadores de intolerancia, como causa de principios éticos erróneos y deshumanizados, y como base de pésimos ordenamientos sociales. En su Política natural (1773) d’Holbach acusará a la religión de que, al educar al hombre para que tema a tiranos invisibles, lo educa en realidad para el servilismo y la cobardía ante los tiranos visibles, eliminando en él su capacidad de independencia y aquella fuerza que lo haría moverse por sí mismo. En el Tratado sobre la tolerancia Diderot señala que el deísta ha cortado una docena de cabezas a la hidra de la religión, pero le ha dejado una, aquella de la cual renacerán las demás. Por consiguiente la naturaleza -en opinión de Diderot- es la que debe substituir a la divinidad: hay que tener la valentía de liberarse de las cadenas de la religión, renunciar a todos los dioses y reconocer los derechos de la naturaleza. Ésta le dice al hombre: «Renuncia a los dioses que se han atribuido mis prerrogativas y vuelve a mis leyes. Dirígete nuevamente hacia la naturaleza, de la que huiste; ella te consolará y expulsará de tu corazón todas aquellas ansias que te oprimen y toda la inquietud que te atormenta. Abandónate a la naturaleza, a la humanidad, a ti mismo: y hallarás flores a lo largo de todo el sendero de tu vida.» Existe, pues, una tendencia atea y materialista en el seno de la ilustración. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar que la ilustración está substancialmente impregnada de deísmo, es decir, de una religiosidad racional, natural y laica, a la que se une una moralidad laica: «Los deberes a los que todos estamos obligados con respecto a nuestros semejantes -afirma d’Alembert- pertenecen esencial y exclusivamente al ámbito de la razón y por lo tanto son uniformes en todos los pueblos.» Voltaire añade: «Por religión natural hay que entender aquellos principios morales que son comunes a todo el género humano». Vemos aquí dos elementos: el deísmo, es decir, creencias racionales; y los deberes naturales -por ejemplo la tolerancia o la libertad- que son también racionales, laicos e independientes de la revelación. Basándose en esta constatación, E. Cassirer está en condiciones de decir que en la ilustración «reina un sentimiento fundamental auténticamente creativo: domina una esperanza incondicional en la formación y la renovación del mundo. Esta renovación se exige y se espera de la religión misma. [...] Cuanto más se siente la insuficiencia de las respuestas que hasta ahora ha dado la religión a los principales temas del conocimiento y de la moralidad, tanto más intenso y apasionado será el planteamiento de dichas cuestiones. La batalla ya no se entabla alrededor de los dogmas individuales y de sus interpretaciones, sino acerca del modo de la certeza religiosa: ésta no sólo se refiere a las cosas creídas, sino a la manera y al enfoque, a la función de la fe como tal. Se aspira, sobre todo en el ámbito de la filosofía ilustrada alemana, no a una disolución de la religión, sino a su motivación trascendental y a su trascendental profundización. Esta aspiración explica el carácter específico de la religiosidad en la época ilustrada, se explican sus tendencias negativa y positiva, su fe y su incredulidad. Sólo cuando se reúnen estos dos Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 65 elementos, cuando se reconozca su dependencia recíproca, se puede entender -de veras, en su unidad real, la evolución histórica de la filosofía religiosa en el siglo XVIII». 5.6. Razón y derecho natural Contrario a los sistemas metafísicos, defensor de una religiosidad y, una moralidad racionales y laicas, el racionalismo ilustrado coloca la razón como fundamento de las normas jurídicas y de las concepciones del Estado. Si se habla de religión natural y de moral natural, se habla también de derecho natural. Natural significa racional o, mejor aún, no sobrenatural. El espíritu crítico de los ilustrados, con el que se criban todas las ideas, opiniones y creencias del pasado penetra en todas partes y «también se encuentra en las obras de los escritores de filosofía política y jurídica, que se esfuerzan por replantear y transformar los principios de la vida social y la manera en que ésta estaba organizada. El ideal iusnaturalista de un derecho conforme a la razón se define en el siglo XVIII de un modo cada vez más radical e inspira proyectos de reforma, a veces éstas son efectuadas por los soberanos mismos, muchos de los cuales gustan de ser llamados “ilustrados” aunque continúen siendo absolutos, y en otras ocasiones, en cambio, se propugnan y se realizan en contra de ellos. En Francia la ilustración jurídicopolítica desembocará en la revolución, uno de cuyos primeros actos será la declaración -típicamente iusnaturalista- de los derechos del hombre y del ciudadano. En efecto, es propio de la ilustración el encauzar la investigación cognoscitiva hacia fines prácticos, con el objetivo de mejorar -de hacer más conforme a la razón, que se consideraba como modo de hacerla más feliz- la condición humana» (G. Fassó). En El espíritu de las leyes Montesquieu afirma: «Las leyes, en su significado más amplio, son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas.» Aunque nos hayamos liberado de las cadenas de la religión, debemos estar sujetos -dice también Montesquieu en sus Cartas persas- al dominio de la justicia: las leyes del derecho son objetivas y no modificables, al igual que las de la matemática. Por su parte Voltaire, aunque constata la gran diversidad de las costumbres y aunque ve que «lo que en una región se llama virtud es justamente lo que en otra se llama vicio», era sin embargo de la opinión de que «existen ciertas leyes naturales, sobre las cuales los hombres de todas las partes del mundo tienen que estar de acuerdo [...]. Al igual que [Dios] les dio a las abejas un fuerte instinto, en virtud del cual trabajan en común y al mismo tiempo hallan su alimento, también le dio al hombre ciertos sentimientos, de los que jamás puede renegar: éstos son los vínculos eternos y las primeras leyes de la sociedad humana». La fe en una naturaleza inmutable del hombre -hecha de inclinaciones, instintos y necesidades sensibles- también la encontramos en Diderot, que logró reafirmarla contra las tesis de Helvetius, según las cuales los instintos morales no serían otra cosa que un disfraz del egoísmo. Según Diderot existen vínculos naturales entre los hombres, vínculos que las morales religiosas pretenden romper. Mario A. Cattaneo -filósofo contemporáneo del derecho- escribió que las características generales de la doctrina ilustrada son: 1) «una actitud racionalista con respecto al derecho natural»; 2) «una actitud voluntarista en relación con el derecho positivo». La racionalidad y la universalidad de la ley, la traducción que hace el legislador de las reglas eternas e inmutables del derecho natural transformándolas en derecho positivo, y la certidumbre del derecho serían las instancias más importantes de la doctrina ilustrada, la cual -siempre en opinión de Cattaneo- se configura como una lucha por la elaboración y la puesta en práctica de valores jurídicos esenciales. Tal concepción, en un primer momento, se mueve dentro de los límites del despotismo ilustrado, para abandonarlo más tarde a través de propuestas políticas teóricas y prácticas de naturaleza liberal, y acabar desembocando en la revolución o en reformas institucionales que subvierten el orden del ancien régime y que resultan decisivas para la construcción del moderno Estado de derecho. La conclusión que extrae Cattaneo es «la afirmación del carácter esencialmente liberal y democrático de la filosofía jurídica ilustrada, de manera que la adhesión a dicha concepción significa una toma de posición a favor de la libertad política y de la democracia». La ilustración jurídica influyó sobre los soberanos ilustrados, sobre todo Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 66 en Alemania y Austria, y sobre aquella burguesía en ascenso que especialmente en Francia se rebelará contra los monarcas. Por consiguiente -como ha afirmado hace poco otro filósofo del derecho, G. Tarello- la ilustración jurídica del área germánica es «la ideología operativa de los soberanos y de los funcionarios, [...] la ideología de quienes poseen el poder político»; en cambio, la ilustración jurídica francesa e incluso la italiana estarían constituidas por «una serie de ideologías radicalizadas y de oposición, que por principio no compartían los soberanos ni, durante mucho tiempo, tampoco sus funcionarios». Estas ideologías, agrega Tarello, no eran por sí mismas revolucionarias, pero llegaron a serlo cuando -bajo la presión de los acontecimientos históricos- la burguesía las transformó en «una compleja máquina ideológica, capaz de destruir la cultura y las instituciones jurídico-políticas existentes». Parece útil, sin ninguna duda, distinguir entre una ilustración jurídica reformista y una ilustración jurídica revolucionaria, por lo menos en primera instancia, «para describir la configuración y los resultados que obtuvieron determinadas doctrinas jurídicas en Francia y en el área germánica durante el siglo XVIII» (P. Comanducci). Basándose en las ideas iusnaturalistas de los ilustrados se elaboró la doctrina de los derechos del hombre y del ciudadano, que halla su realización más elocuente en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, mediante la cual la Asamblea constituyente francesa quiso especificar en 1789 aquellos principios que servirían como documento programático de la revolución. Los derechos del hombre y del ciudadano, que la Asamblea constituyente considera naturales, son los siguientes: la libertad, la igualdad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. La ley es igual para todos y señala límites precisos al poder ejecutivo, con objeto de proteger la libertad personal y la libertad de opinión, de religión y de palabra. La ley es manifestación de la voluntad general y se elabora con el concurso directo de todos los ciudadanos o a través de sus representantes. Se afirma que la propiedad es un derecho sagrado e inviolable. De clara inspiración individualista, la Declaración francesa de 1789 se remite a la americana de 1776, es decir, a la «declaración de derechos formulada por los representantes del buen pueblo de Virginia, reunido en una convención libre y plena», en cuyo artículo 1° leemos que «todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes y poseen determinados derechos innatos, de los cuales -cuando entran en el estado de sociedad- no pueden mediante ningún pacto privar o despojar a sus descendientes: el disfrute de la vida y la posesión de la propiedad, y la búsqueda y el logro de la felicidad y de la seguridad». Esto se declara en el artículo 1° mientras que en el artículo 2° se dice que «todo el poder reside en el pueblo y, por consiguiente, de él procede». El artículo 3° continúa: «el gobierno es, o debe ser, instituido para la utilidad pública, la protección y la seguridad del pueblo»; artículo 4° «ningún hombre o grupo de hombres tiene derecho a remuneraciones o privilegios particulares». Artículo 5° «los poderes legislativo y ejecutivo del Estado deben estar separados y distinguirse del poder judicial.» En este mismo tono prosigue la enunciación de lo que más adelante serán considerados como principios básicos del Estado liberal-democrático o Estado de derecho. Criticados desde la derecha y desde la izquierda, los principios establecidos en la doctrina de los derechos del hombre y del ciudadano sirven de base a los ordenamientos constitucionales de los Estados democráticos de tipo occidental. Y a pesar de sus limitaciones tantas veces denunciadas, la ilustración jurídica aún perdura en la teoría y en la práctica del Estado de derecho en nuestros días. En lo que respecta más específicamente al siglo XVIII, actuó de manera muy fecunda «apartando los residuos de doctrinas y de instituciones efectivamente superadas, y [...] estimulando la racionalización de la legislación y la afirmación de los principios iusnaturalistas de libertad y tolerancias (G. Fassó). Por lo que concierne a la racionalización de la legislación, téngase en cuenta, por ejemplo, que en Francia «la unificación del sujeto de derechos no consistía en otra cosa [...] que en la eliminación de los múltiples estados jurídicos (noble, eclesiástico, comerciante, católico, protestante, judío, hombre, mujer, primogénito, etc.), que poseían relevancia procesal y substancial, y que correspondían a la estratificación social del ancien régime» (P. Comanducci). Aunque las ideas iusnaturalistas de libertad e igualdad del individuo son consideradas por los intérpretes marxistas como la sistematización supra- Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 67 estructural de un proceso económico estructural, el filósofo del derecho Gioele Solari escribía en 1911 que «la codificación resume los seculares esfuerzos de los príncipes, los jurisconsultos y los filósofos por reducir la legislación civil a una unidad material y formal [...]; la invocada uniformidad de las leyes civiles implicaba la abolición de todas las desigualdades jurídicas derivadas del nacimiento, la clase social, la profesión, la riqueza o el domicilio». Y si los principios éticos y jurídicos son naturales, también lo serán aquellos principios que los economistas como François Quesnay (1694-1774), Mercier de la Rivière, Du Pont de Nemours y otros, resumirán en el pensamiento fisiocrático, cuyo núcleo esencial está en la fórmula liberal: Laissez faire, laissez passer. La propiedad privada y la libre competencia son naturales, mientras que es contraria al «orden natural» cualquier intervención estatal que tienda a bloquear o a obstaculizar estas leyes naturales. La función del Estado o del soberano es esencialmente negativa: debe limitarse a quitar los obstáculos que impiden el normal desarrollo del orden natural. 5.7. Ilustración y burguesía La evolución de la ilustración está entrelazada con el desarrollo desigual de la burguesía en los distintos países europeos. «El avance de la burguesía, que ya había caracterizado el desarrollo de una parte notable de los países más civilizados de Europa durante el siglo precedente, asumió en el siglo XVIII un nuevo ímpetu y una nueva fuerza de choque. Tuvieron lugar importantes desplazamientos de riqueza, se iniciaron nuevas empresas económicas, aumentó el comercio, se reorganizó y consolidó la explotación de los pueblos colonizados. Ya no se toleraron los obstáculos a las nuevas iniciativas, que entraron en un conflicto abierto con las fuerzas que habían detentado el monopolio del poder durante las épocas anteriores [...]. El avance de la burguesía y el incremento de la producción, la confianza en las iniciativas humanas y la laicización de la cultura son fenómenos que caracterizan de manera global el grandioso y complejo desarrollo de la civilización europea durante el siglo XVIII» (L. Geymonat). En el marco de esta evolución, diferenciado en cada una de las naciones -como nos enseñan los textos de historia- el interés de los intelectuales se dirige hacia la clase burguesa, sujeto del progreso. Aunque la propiedad de la tierra sea en el siglo XVIII una importante fuente de riqueza, el artesanado se va transformando de manera decidida en industria, y la ciencia y la tecnología parecen poner en práctica el sueño de Bacon, referente a la transformación del mundo en servicio del hombre. Junto con la industria, el comercio se incrementa de un modo impensable con anterioridad. En la décima de sus Cartas inglesas, Voltaire escribe lo siguiente, a propósito del significado del comercio británico: «El comercio que en Inglaterra ha enriquecido a los ciudadanos, contribuyó a hacerlos libres, y esta libertad a su vez extendió el comercio, de donde procede la grandeza del Estado. El comercio es el que ha ido creando poco a poco aquellas fuerzas navales que convierten a los ingleses en dueños de los mares.» Una notable estabilidad interna y una expansión hacia el exterior facilitada por la política del equilibrio, permitió a la burguesía inglesa un desarrollo sin los obstáculos que en cambio encontró ante sí la francesa. En Francia la política absolutista de Luís XIV había ido ensanchando cada vez más el abismo existente entre la clase política y las fuerzas activas y en ascenso dentro de la nación. Las consecuencias del fracaso de la política exterior de Luís XIV fueron graves, y las guerras prolongadas habían debilitado de manera muy onerosa las finanzas del Estado. Sin duda, al revocar el edicto de Nantes (1685), el monarca consolida la unidad política del país, pero esto hace que Francia tenga que pagar el alto precio de la pérdida de energías muy valiosas. Además, el tercer estado -al que estaban vinculados los hugonotes- separa mayoritariamente su propio destino del que corresponde al poder absoluto y de manera paulatina va enfrentándose con éste, hasta llegar a la revolución. En este combate contra un poder incapaz de interpretarla y de dejarla hacer, contra los privilegios feudales de la nobleza y del clero, la burguesía utilizará como armas poderosas las ideas defendidas por los ilustrados, quienes a su vez habían visto en ella el sujeto del progreso, y en sus iniciativas, efectivos pasos hacia delante en el camino de la realización de tal progreso. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 68 Como testimonio de lo que acabamos de decir, veamos lo que escribe Diderot en la Enciclopedia con respecto a los grandes talleres: «Se presta atención a la bondad de los materiales, mientras que la prontitud y la perfección del trabajo sólo están en función de la cantidad de operarios que se emplean. Cuando una fábrica tiene numerosos operarios, cada fase de la elaboración ocupa a un hombre distinto. Un operario lleva a cabo, y llevará a cabo durante toda su vida, una sola y única operación; otro, otra; por eso, cada una se realiza correcta y rápidamente, y la mejor ejecución coincide con el mínimo costo. Además, el buen gusto y la destreza se perfeccionan sin duda gracias a la elevada cantidad de operarios, porque es difícil que no haya algunos capaces de reflexionar, combinar y descubrir por último aquel modo que les permita superar a sus compañeros: cómo ahorrar material, ganar tiempo o hacer que progrese la industria, ya sea con una nueva máquina, o con una manipulación más cómoda.» El entusiasmo de Diderot por aquella revolución industrial que en pocas décadas conmocionará la vida de la mayor parte de los países europeos -y no sólo de los europeos- es algo sincero, pero contemplado con una perspectiva actual, cabe decir por lo menos que resulta ingenuo. «Los problemas sociales de la clase trabajadora aún no suscitan un interés demasiado grande durante el siglo XVIII, ni siquiera entre los pensadores más progresistas; por el momento, la preocupación fundamental consiste en otra cosa: facilitar la iniciativa de los nuevos empresarios (echando a tierra los obstáculos que ésta encuentra en las viejas legislaciones de origen feudal) y permitirles asumir lo más pronto posible el peso político que corresponde a su creciente fuerza económica» (L. Geymonat). 5.8. Cómo difundieron las «luces» los ilustrados Por las razones antes descritas, las ideas ilustradas no penetraron en las masas populares de la Europa del siglo XVIII. En líneas generales, las clases populares permanecieron ajenas al movimiento ilustrado, mientras los ilustrados se dedicaban a propagar las nuevas ideas en las clases intelectuales y en la burguesía avanzada de toda Europa, interesando cultural y políticamente a naciones muy diferentes entre sí: desde Inglaterra hasta Italia, desde Portugal hasta Prusia, desde Francia hasta Rusia. La capacidad divulgadora de los ilustrados constituye un acontecimiento sorprendente y ejemplar dentro de la historia cultural europea. En realidad, los philosophes (como eran llamados comúnmente los exponentes de las «luces») no tuvieron ideas filosóficas demasiado originales y tampoco crearon grandes sistemas teóricos. En cambio, fueron considerados por todos como maestros de sabiduría, consejeros natos de los monarcas y guías naturales de la clase media emergente. Se comprende, pues, que hayan insistido en la divulgación de sus propias opiniones, para convertirlas en eficaces. Los medios utilizados para acelerar la circulación de las ideas iluministas fueron las academias, la masonería, los salones, la Enciclopedia, las cartas y los ensayos. Las academias, nacidas en el siglo XVI y extendidas durante el XVII, se multiplicaron en el siglo XVIII. Los ilustrados asumieron una postura crítica ante las academias que con demasiada frecuencia se dedicaban a ejercicios abstractamente literarios. De este modo lograron que se otorgase en ellas una mayor atención a las ciencias naturales, físicas y matemáticas, a los estudios agrarios, etc. En Italia fue modélica la Accademia del Pugni, fundada en 1762 por un grupo de milaneses bajo la dirección de Pietro Verri. Los miembros de dicha academia eran jóvenes que estaban decididos a criticar la cultura y las costumbres de sus padres, y dispuestos a configurarse como representantes de las luces y de la cultura empírica. Los jóvenes milaneses entablaron discusiones tan vivas que en broma calificaron a su grupo como «Academia de los Puños». Tan singulares académicos milaneses llegaron a publicar una revista, «Il Caffè», entre 1764 y 1766, donde se trataba de todo, desde la física galileana hasta el contagio de la viruela, desde temas astronómicos hasta cuestiones historiográficas, lingüísticas y políticas. La masonería fue otro vehículo eficaz para la ilustración. Surgida en Londres en 1717, muy pronto se puso de moda en Europa. Fueron masones Goethe y Mozart, Voltaire y Diderot, Franklin y... Casanova. La primera masonería londinense respondía a las exigencias de paz y de tolerancia de una Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 69 Inglaterra que acababa de salir de profundos enfrentamientos políticos y religiosos; en cambio, la masonería del mundo latino fue más agresiva y anticlerical. De todas maneras, también ésta se desarrolló sobre la base de principios profundamente ilustrados, como por ejemplo la fe no dogmática en un único Dios (fueron precisamente los ilustrados quienes difundieron el rechazo ante el término «dogma»), la educación de la humanidad, la amistad tolerante entre hombres de culturas diversas. Las primeras Constituciones de la masonería, publicadas por James Anderson en 1723, declaraban que «un masón tiene la obligación, en virtud de su título, de obedecer a la ley moral; y si comprende bien al arte, jamás será un necio ateo ni un libertino sin religión». Empero, se añade: «En los tiempos antiguos, los masones (es decir los albañiles medievales pertenecientes a la corporación de su oficio) estaban obligados en cada país a profesar la religión de su patria o nación, cualquiera que ésta fuese; hoy en día, sin embargo, permitiendo a cada uno de ellos sus opiniones particulares, se considera más apropiado obligarlos únicamente a seguir la religión en torno a la cual están de acuerdo todos los hombres: consiste en ser buenos, sinceros, modestos y personas de honor, cualquiera que sea el credo que posean.» La Iglesia condenó muy pronto la masonería (1738), debido a que ésta rechazaba las proposiciones dogmáticas (las verdades de fe) que resultaban imprescindibles para el cristianismo; no obstante, la condena pontificia tuvo un éxito limitado. Los salones constituyeron otro instrumento de la cultura ilustrada. «La vida cultural del siglo halla su expresión mundana en los salones. Lugar de encuentro y de reunión para literatos y estudiosos, ansiado cenáculo para los extranjeros de prestigio, constituyen un activo, variado y dúctil vehículo de relaciones e intercambios intelectuales. París suministra el modelo adecuado, el París que representa en aquel siglo el espejo en el que se refleja todo el mundo intelectual europeo» (F. Valsecchi). Fueron justamente los salones los que permitieron que las mujeres se integrasen activamente en la cultura propia del siglo, discutiendo acerca de filosofía e interesándose por los descubrimientos científicos. La Enciclopedia francesa resumía el saber ilustrado en 17 volúmenes, y logró un resonante éxito editorial. Las ganancias obtenidas por los editores fueron del 500 %: nunca se había visto un beneficio tan elevado, en ningún otro tipo de comercio, señaló Voltaire. De este modo, la Enciclopedia se convirtió en una herramienta formidable para el pensamiento ilustrado. El epistolario fue otro canal ilustrado para difundir, de manera personal e inmediata, el aprecio por las luces de la razón. La Europa de la segunda mitad del siglo XVIII pudo disfrutar de un largo período de paz, lo cual permitió una intensa correspondencia, que convirtió a los ilustrados en una clase que se comunicaba por encima de las fronteras nacionales. A través de las cartas se comunicaban sobre todo las experiencias de viajes (en el siglo XVIII se viajó mucho más que en el XVII) e informaciones científicas (de ello se beneficiaron las ciencias naturales y asimismo, en gran medida, la historia). Los ensayos fueron un poderoso instrumento propagador de la ilustración. Voltaire, en representación de todos los demás autores, manifestó su disgusto y su desacuerdo ante los escritos palaciegos y altisonantes. Los ilustrados preferían en general el ensayo, un escrito breve, jugoso, vivaz e ingenioso -si era posible- y, de buena gana, polémico. El ensayo se transformaba con facilidad en libelo irónico y burlón, en panfleto. Los franceses fueron maestros en el género ensayístico. Y en Italia apareció un ensayo que conoció un éxito estruendoso, Sobre los delitos y las penas, de Cesare Beccaria. El estilo de los ensayos también se manifestó a través de los periódicos y las revistas. Estas publicaciones ya existían en el siglo XVII, pero en el XVIII se volvieron más ágiles y numerosas, y se convirtieron en poderosa arma de difusión ideológica. «En 1782 en Londres se publicaban 18 periódicos; diez años después se editaban 42», señala asombrado el historiador Anderson. Las revistas y los periódicos en general se dedicaban a formular juicios, con un estilo accesible e inmediato, sobre los hechos políticos y culturales. Estaba de moda el declarar que tales juicios eran ilustrados. Sin embargo, a pesar de su gran capacidad divulgadora, la ilustración «fue más una actitud mental que una Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 70 orientación científica y filosófica. Pocos seguían de cerca las discusiones intelectuales que se desarrollaban entre unos cuantos hombres en Londres y, sobre todo, en París, y menos todavía eran los que aceptaban todas las conclusiones formuladas por los pensadores más revolucionarios. No obstante, a pesar de las variantes locales y de las contradicciones individuales, los nuevos valores se iban difundiendo lentamente a través de Europa» (N. Hampson). 6. KANT Si consideramos el conjunto de la filosofía de Leibniz, podemos decir que en ella el racionalismo llega a su más alta cumbre. Después de la labor llevada a cabo por el pensamiento leibniziano, se establece en toda la ciencia y en toda la filosofía europea el imperio del racionalismo.7 La distinción hecha por Leibniz entre verdades de razón y verdades de hecho implica que el ideal del conocimiento científico consiste en estructurar todos sus elementos como verdades de razón. Ese ideal no es accesible de un golpe, sino poco a poco. Ese ideal es un propósito del hombre, cuya razón se pone a prueba en la resolución de problemas científicos planteados por la realidad. Pero la resolución de esos problemas consiste primordialmente en eso: en que las comprobaciones de hecho enviadas por la experiencia se conviertan en verdades de razón, o sea en juicios cuyo fundamento esté demostrado, extraído de otras verdades de razón más profundas; y así sucesivamente. El ideal del racionalismo consiste, pues, en que el conocimiento humano llegue a estructurarse del mismo modo como lo está la matemática, como lo está la geometría, el álgebra, la aritmética, el cálculo diferencial y el cálculo integral. Es éste el momento más sublime de la física matemática; es éste el instante en que todas las esperanzas están permitidas al hombre y en que esas esperanzas parecen tener, de momento, ya un cumplimiento tan extraordinario que se toca, por decirlo así, el momento en que el hombre va a poder alcanzar una fórmula matemática que comprenda en la brevedad de sus términos el conjunto íntegro de la naturaleza. Este racionalismo, que aspira a que todo lo dado se convierta en pura razón, este racionalismo encuentra su realización metafísica en la teoría de las mónadas. Del mismo modo que los conocimientos de hecho han de ser problemas para convertirse más o menos pronto en verdades de razón, del mismo modo el desenvolvimiento interno de la mónada, que la lleva de una percepción a otra, culmina en el reflejo que cada mónada es en sí misma de todo el universo; y las jerarquías de las mónadas llegan a su más alta cumbre en Dios, para quien toda percepción es apercepción, toda idea es idea clara y todo hecho es al mismo tiempo razón. Hay, pues, en el racionalismo de Leibniz una metafísica espiritualista, que es la que se expuso en páginas anteriores. Esta metafísica espiritualista nos representa el universo entero como constituido por puntos de substancia espiritual, que llamamos mónadas. Es decir, que el universo entero presenta ante nosotros dos caras. Una cara, que es la de los objetos materiales, sus movimientos, sus combinaciones y las leyes de estos movimientos y combinaciones; una cara que podríamos llamar por consiguiente fenoménica: la del mundo tal como lo vemos, lo percibimos y lo sentimos. Pero más profundamente, del otro lado de esa cara visible de los fenómenos, se hallan las verdaderas realidades; se hallan las existencias en sí mismas de las mónadas. Todo eso que nos aparece a nosotros como objetos extensos en el espacio, moviéndose unos con respecto a otros, siguiendo las leyes conocidas por la física, las leyes del movimiento, todos esos Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 71 fenómenos que vemos, oímos y tocamos, no son sino aspectos externos, ideas confusas de una realidad profunda, la realidad de esas mónadas espirituales. Así, en la filosofía racionalista de Leibniz reaparece la teoría de los dos mundos que ya hubimos de ver al iniciarse la filosofía griega con Parménides: un mundo fenoménico de apariencias y un mundo en sí mismo de substancias reales, de substancias que son cosas en sí. Para Leibniz estas cosas en “sí” son las mónadas. Lo que de verdad existe no es, como para Descartes, el espacio mismo; no es como para los ingleses, las vivencias; pero es esas unidades espirituales que, en la simplicidad de su propio ser metafísico, contienen la multiplicidad de las percepciones. Notamos, pues, aquí, que en la metafísica de Leibniz el desarrollo de la idea idealista, el desarrollo de la actitud idealista iniciada por Descartes, no ha llegado todavía a su terminación. En Descartes encontramos aún un residuo del realismo aristotélico a pesar de la actitud inicial idealista. Ese residuo estaba en la teoría de las tres substancias. En los ingleses encontramos una curiosa y extraña trasposición del concepto aristotélico de cosa “en sí”, que en vez de aplicarse a la substancia, se traslada a la vivencia misma. Y ahora aquí en Leibniz, encontramos también ese residuo del realismo aristotélico en la consideración de la mónada como cosa en sí misma. La mónada no es objeto del conocimiento científico, sino que es algo que trasciende del objeto del conocimiento científico y que existe en sí y por sí, sea o no conocida por nosotros. Esa existencia metafísica trascendente, de la mónada, esa existencia, esa “cosidad” en sí misma, es el residuo de la metafísica realista aristotélica. La misión de la filosofía que ha de suceder a la de Leibniz, la filosofía de Kant, va a consistir en dar plena terminación y remate al movimiento iniciado por la actitud idealista. La actitud idealista había puesto el acento, la base de todo razonar filosófico, sobre la intuición del yo, sobre la convicción de que los pensamientos no son más inmediatamente conocidos que los objetos de los pensamientos. Pero el desenvolvimiento de esa actitud idealista, el desenvolvimiento de las posibilidades contenidas dentro de esa actitud idealista, había arrastrado consigo, constantemente, un residuo de realismo; por cuanto que todos estos filósofos, aun situándose en la actitud idealista, no la llevaban hasta sus últimos extremos, sino que en algún momento de su desarrollo detenían ese pensamiento idealista y determinaban la existencia trascendente, “en sí”, de algún elemento de los que habían encontrado en su camino: era el espacio, Dios, el alma pensante, ora las vivencias mismas como hechos, ora esas mónadas que detrás de la realidad de las cosas percibidas, constituyen una auténtica y más plena realidad. Pues bien. Era necesario, por dialéctica histórica interna, que ese proceso iniciado por Descartes llegara a su término y su remate. Era necesario que viniese un pensador capaz de dar fin, de concluir y rematar por completo, las posibilidades contenidas en la actitud idealista. Este pensador fue Manuel Kant. Manuel Kant terminó definitivamente -y esta es su hazaña fundamental- con la idea del ser en sí. A partir de Kant no se va a poder hablar de “ser en sí”; y si se vuelve a hablar de ser en si, será en un sentido completamente distinto del que ha tenido hasta ahora. Kant va a esforzarse por mostrar cómo, en la relación de conocimiento, lo que llamamos ser, es, no un ser “en sí”, sino un ser objeto, un ser “para” ser conocido, un ser puesto lógicamente por el sujeto pensante y cognoscente mismo, como objeto de conocimiento, pero no “en sí” ni por sí, como una realidad trascendente. Esta va a ser la labor de Kant. Así, pues, Kant cierra un período de la historia de la filosofía. Cierra el período que comienza con Descartes. Y al cerrar este período nos da la formulación más completa y perfecta del idealismo trascendental. Pero por otra parte Kant abre un nuevo período. Habiendo establecido Kant un nuevo sentido del ser, que no es el ser “en sí”, sino el ser “para” el conocimiento, el ser en el conocimiento, abre Kant un nuevo período para la filosofía, que es el período de desenvolvimiento del idealismo trascendental que llega hasta nuestros días. Todavía hoy hay pensadores, como Husserl, que llaman a su propio sistema idealismo trascendental. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 72 Kant se encontraba, cuando vino al mundo filosófico, por ventura y por genio de su inmensa capacidad filosófica, situado en el cruce de las tres grandes corrientes ideológicas que surcaban el siglo XVIII. Estas tres grandes corrientes filosóficas eran, por una parte, el racionalismo de Leibniz, que ya se explicó; por otra parte, el empirismo de Hume, que explicamos anteriormente; y, en tercer lugar, la ciencia positiva físico-matemática que Newton acababa de establecer. En la confluencia de esas tres grandes corrientes situóse Kant; y de esas tres grandes corrientes sacó los elementos fundamentales para poder plantear de un modo eficaz, de un modo concreto, el problema de la teoría del conocimiento y seguidamente el problema de la metafísica. Kant, pues, en esta encrucijada, representa al hombre que tiene en la mano todos los hilos de la ideología de su tiempo. Y ved la maravilla histórica de esta casa. Este hombre en el cual se concentraban todas las tendencias capitales de su tiempo, vivió en una ciudad perdida en lo más remoto del oriente septentrional europeo, en la Prusia oriental, allá casi en los límites de Rusia y de Finlandia; en Königsberg, perdida cerca ya de los límites mismos de la Europa culta de entonces, puesto que Rusia acababa de nacer al mundo europeo bajo Pedro el Grande. Kant nació en esa ciudad en el año 1724. Vivió en esa ciudad ochenta años; murió sin haber salido ni un solo día de ella. Allá, en aquel remoto rincón de Europa, el lugar geográficamente más excéntrico de Europa, allá, tenía ese hombre en sus manos los hilos de los grandes pensamientos, que se habían estado pensando y se seguían pensando en Londres, en París, en Leipzig, en Holanda, en Viena. Y si la vida de este hombre representa algún ejemplo en la filosofía, representa ese poder que las ideas, los pensamientos tienen de vivir su propia vida en la historia. El ejemplo más grande está en ese hombre, en ese Kant hijo de una modestísima familia, de un talabartero. El padre de Kant era un hombre humilde. Su abuelo -porque los historiadores han perseguido la ascendencia de Kant hasta sus bisabuelos- será también un modestísimo trabajador del mismo oficio que su padre: era talabartero en Memel. El bisabuelo tenía una posada en Werden, cerca de Heydekrug. Kant se educó en una familia extraordinariamente religiosa y en medio de la más grande penuria. Cuando tuvo apenas la edad de salir de los estudios secundarios, entró en la universidad y para poder subsistir se dedicó a dar lecciones particulares. Entro de preceptor en una familia noble que tenía un castillo en las inmediatas proximidades de Königsberg; de modo que lo más lejos que salió Kant de Königsberg fue unos diez kilómetros a lo sumo. Estuvo durante algún tiempo de preceptor privado de hijos de familias acomodadas. Entre otras familias, estuvo de preceptor también en la casa de los condes Keyserling, que son de allí; y actualmente conocen ustedes seguramente uno de sus descendientes en cuarta o quinta generación, también filósofo. Luego abandona la profesión de preceptor privado y entra de docente en la universidad; de docente sin el título de profesor, lo que se llama en Alemania “privat dozent”. Muchos años, quince años, estuvo en esas condiciones. Muchas veces el consejo de la universidad y el ministro de Prusia estuvieron tentados de nombrarlo profesor ordinario; pero por unas u otras razones no pudo ser. No llegó a ser nombrado profesor ordinario hasta muy tarde, cuando tenía ya cuarenta y seis años. Y siguió en Königsberg viviendo tranquilamente una vida de solterón meticuloso, muy exacto. Era muy bajito de cuerpo, no llegaba a 1.50 de estatura y era extraordinariamente flaco; tenía el pecho hundido y el hombro derecho más alto que el izquierdo. Andaba muy despacito. Desde niño su salud fue muy precaria. Era el colmo de la puntualidad; salía de su casa todos los días exactamente a la misma hora; iba a la universidad tardando exactamente el mismo tiempo; dictaba sus clases con una puntualidad de reloj; volvía a su casa exactamente a la misma hora; tanto, que las comadres del barrio, cuando tenían duda sobre la hora que era decían: ya deben ser las nueve porque acaba de pasar el señor Kant. En su casa hacía también la vida más metódica que imaginar se pueda; metódico en su dormir, en su trabajar, en sus ejercicios, en su comida, hasta el punto que una vez hallándose un poco apurado de tiempo para terminar un manuscrito, tuvo que suprimir una hora de paseo que hacía regularmente por una avenida, a la que le han puesto el nombre de avenida o paseo del filósofo; y como por ese motivo tuvo que suspender esa hora de paseo, inventó el arreglo, muy de Kant, de poner su pañuelo a tres o cuatro Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 73 metros de la mesa en que escribía, con el objeto de que, de vez en cuando, tuviera que levantarse para tomarlo y volver otra vez a escribir. A fuerza de esa meticulosidad un poco pedante y un poco burguesa, logró vivir ochenta años, con una salud extraordinariamente precaria. Pero los esfuerzos de trabajo mental que hizo, principalmente en la segunda mitad de su vida, fueron tan grandes que unos diez años antes de morir se vio obligado a suspender sus lecciones en la universidad y un par de años antes de morir había perdido la memoria y la inteligencia y se encontraba en un estado de depresión mental y física completamente definitivo. Hasta muy entrado en años no llega Kant a percibir, a intuir claramente su sistema filosófico. Su libro formidable, uno de los libros más grandes quizá, y sin duda el más estudiado, el más comentado, el más discutido de toda la literatura filosófica de todos los tiempos, su Crítica de la Razón pura, lo escribió cuando ya tenía cincuenta y siete años. Hasta entonces había sido un excelente profesor de filosofía; pero sus enseñanzas de la filosofía no se habían destacado en nada de la enseñanza corriente en aquellos tiempos en las universidades alemanas. En las universidades alemanas dominaba en aquel tiempo la filosofía de Leibniz en la forma escolar que le habían dado los discípulos de Leibniz, entre ellos Wolff, Baumgarten, Meier. Y la enseñanza de Kant en la universidad de Königsberg se limitaba a leer y comentar en clase de metafísica de Baumgarten, la ética del mismo y la lógica de Meier. Y así fue durante mucho tiempo un excelente profesor que daba lecciones en la universidad, un poco de todo, porque también enseñaba matemática, además de lógica y metafísica; además dio clases de geografía física. Por cierto que un joven inglés, de esos que ha habido en todos los siglos, un joven rico que a los veinticinco años se dedican a viajar, pasó por Königsberg y le dijeron que allí había un profesor extraordinario. Fue a su clase un día en que estaba explicando geografía física y le había tocado en su lección, precisamente, describir el curso del Támesis. Kant describió con tal minuciosidad, con tal exactitud todas las aldeas y pueblecillos por los cuales atraviesa el Támesis y todos los cultivos que hay en las aldeas y los monumentos en ellas, todo con un detalle y una exactitud tal, que el joven inglés, al final de la clase se acercó a él y le preguntó cuando había estado en Inglaterra y le dijo que tendría mucho gusto, si alguna vez volvía a Inglaterra, en recibirlo. Pero se quedó maravillado al saber que Kant no había salido nunca de Königsberg. Hasta tal punto describía con minuciosidad Kant aquellas partes. Muy tarde en su vida, repito, llega a cuajar en él el sistema filosófico más extraordinario, más profundo, más discutido y más estudiado de todos cuantos existen. Este sistema filosófico está expuesto en una multitud de libros; pero Principalmente en la Crítica de la Razón pura, que publica a los cincuenta y siete años; y luego, a partir de la Crítica de la Razón pura, en otros como Crítica de la Razón práctica, Crítica del Juicio, La Religión dentro de los límites de la Razón, y una porción de libros que fue rápidamente publicando hasta el final de sus días. Vamos a intentar -cosa no fácil- en muy pocas lecciones, definir con cierta exactitud la filosofía de Kant, a la que podemos darle el nombre de idealismo trascendental; el mismo que él ha adoptado para un parte de su filosofía pero que muy bien se puede extender a la totalidad de ella. La filosofía de Kant arranca también, lo mismo que la de Descartes, lo mismo que la de Leibniz, de una previa teoría del conocimiento. Pero mucho más acentuadamente que sus antecesores, es para Kant la filosofía, primeramente, una teoría del conocimiento. El ha expuesto en un librito que quiere ser accesible a todo el mundo, un librito que quiere ser popular, su filosofía con el título de Prolegómenos a toda metafísica futura. Es decir, lo que hay que saber, lo que hay que dilucidar de teoría del conocimiento antes de abordar el problema metafísico. Por consiguiente en Kant, con una precisión, con una claridad y una conciencia plena, la filosofía debuta con una teoría del conocimiento. Pero la diferencia radical, fundamental que hay entre Kant y sus predecesores es que los predecesores de Kant, cuando hablan del conocimiento hablan del conocimiento que van a tener, del conocimiento que se va a hacer, de la ciencia que hay que constituir, de la ciencia que está en constitución, en germen, la que en esos momentos se está fraguando en Galileo, en Pascal, en Newton. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 74 Pero en cambio, cuando Kant habla del conocimiento, habla de una ciencia físico-matemática ya establecida. Cuando habla del conocimiento, se refiere al conocimiento científico matemático de la naturaleza, tal como Newton lo ha definitivamente establecido. Ya les dije a ustedes que una de las tres corrientes que convergen en Kant es la física matemática de Newton. Para él esta física matemática es un hecho que está ahí y que nadie puede conmover. La posibilidad de reducir a fórmulas matemáticamente exactas las leyes fundamentales de la naturaleza, de los objetos, de los cuerpos, del movimiento, de la gravitación, no es ya una posibilidad, es una realidad; lo ha logrado Newton y existe; está ahí, definitivamente establecida la ciencia físico-matemática de la naturaleza. Por lo tanto para Kant la teoría del conocimiento va a significar ante todo y principalmente no teoría de un conocimiento posible, deseable, como en Descartes, o de un conocimiento que se está haciendo, que está en fermentación como para Leibniz, sino la teoría del conocimiento significa para él la teoría de la física matemática de Newton. Eso es lo que él llama el “hecho” de la razón pura. Este hecho es la ciencia físico-matemática de la naturaleza. Pues bien; para Kant esa ciencia físico-matemática de la naturaleza se compone de juicios; es decir, se compone de tesis, de afirmaciones, de proposiciones; en donde, en resumidas cuentas, de algo se dice algo; en donde hay un sujeto del cual se habla, algo del cual se habla, y acerca del cual se emiten afirmaciones, se predican afirmaciones o negaciones; se dice esto es esto, lo otro o lo demás. Estos juicios son el punto de partida de todo el pensamiento de Kant; sobre estos juicios se va a asentar toda su teoría del conocimiento; y no olvidemos ni un solo instante, sino recordemos constantemente, que estos juicios no son vivencias psicológicas. No. No son algo que nos acontece a nosotros; no son hechos de la conciencia subjetiva, sino que son enunciaciones objetivas acerca de algo, tesis de carácter lógico que por consiguiente son verdad o error. Toma, pues, Kant esos juicios, cuya textura o contextura constituye la totalidad del saber científico-matemático, y los considera como enunciados lógicos, como tesis objetivas, afirmaciones acerca de objetos, pero no de ninguna manera como vivencias psicológicas, no como hechos psíquicos. Y entonces encuentra que estos juicios lógicamente considerados pueden todos ellos dividirse en dos grandes grupos: los juicios que él llama analíticos y los juicios que él llama sintéticos. Llama Kant juicios analíticos a aquellos juicios en los cuales el predicado del juicio está contenido en el concepto del sujeto. Todo juicio consiste en un sujeto lógico del cual se dice algo y en un predicado que es lo que se dice de ese sujeto. Todo juicio, pues, es reductible a la fórmula “S es P”. Pues bien; si analizando mentalmente el concepto del sujeto, el concepto de “S” y dividiéndolo en sus elementos conceptuales, encontramos, como uno de esos elementos el concepto. “P” (el concepto “predicado”), entonces, a esta clase de juicios los llama Kant juicios analíticos. Ejemplo de juicio analítico: el triángulo tiene tres ángulos. ¿Por qué es analítico? Pues porque si yo tomo mentalmente el concepto de triángulo y lógicamente lo analizo, me encuentro con que dentro del concepto de sujeto está el de tener tres ángulos; y entonces formulo el juicio: el triángulo tiene tres ángulos. Este es un juicio analítico. Al otro grupo lo llama Kant juicios sintéticos. ¿Qué son juicios sintéticos? Pues juicios sintéticos son aquellos en los cuales el concepto del predicado no está contenido en el concepto del sujeto; de suerte que por mucho que analicemos el concepto del sujeto no encontraremos nunca dentro de él el concepto del predicado. Como, por ejemplo, cuando decimos que el calor dilata los cuerpos. Por mucho que analicemos el concepto de calor no encontraremos en él, incluido en él, dentro de él, el concepto de dilatación de los cuerpos, como encontramos en el concepto de triángulo el concepto de tener tres ángulos. A éstos llama, pues, juicios sintéticos. Porque el juicio consiste en unir sintéticamente elementos heterogéneos en el sujeto y en el predicado. Pues bien. ¿Cuál es el fundamento de la legitimidad de los juicios analíticos? O dicho de otro modo: ¿por qué los juicios analíticos son verdaderos? ¿Cuál es el fundamento de su validez? El fundamento de su legitimidad, de su validez, estriba en el principio de identidad. Como quiera que el Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 75 sujeto contiene en su seno el predicado, el juicio que ha establecido este predicado, contenido en el sujeto, no hará más que repetir en el predicado lo que hay en el sujeto. Es un juicio idéntico, es un juicio de identidad. Pudiera llamarse también una “tautología” (palabra formada de dos palabras griegas “Tauto”, lo mismo y “Logia”, decir); tautología es, pues, un decir lo mismo, un repetir lo mismo. El juicio analítico está fundado en el principio de identidad y no es más que una tautología; repite en el predicado lo que ya está enunciado en el sujeto. ¿Cuál es el fundamento de los juicios sintéticos? ¿Cuál es el fundamento de legitimidad de los juicios sintéticos?, o, dicho de otro modo: ¿por qué son verdaderos los juicios sintéticos? Pues el fundamento de legitimidad de los juicios sintéticos está en la experiencia. Si yo puedo decir con verdad que el calor dilata los cuerpos, como no puede ser que lo diga porque lo extraiga del concepto de calor, puesto que la dilatación de los cuerpos no está contenida en el concepto de calor, no puede ser por otra razón sino porque experimento yo mismo, porque tengo yo mismo la percepción sensible de que, cuando caliento un cuerpo, este cuerpo se hace más voluminoso. Entonces el fundamento de la legitimidad de, los juicios sintéticos está en la experiencia, en la percepción sensible. Muy bien. Pero entonces los juicios analíticos son verdaderos, universales, necesarios. Son verdaderos puesto que no dicen más en el predicado de lo que ya hay en el sujeto; son tautologías. Son universales, válidos en todo lugar, en todo tiempo; válidos en cualquier lugar y en cualquier momento, porque no hacen más que explicitar en el predicado lo que hay en el sujeto y esa explicitación es independiente del tiempo y del lugar. Pero además de universales, son necesarios. No pueden ser de otro modo. No puede ser que el triángulo no tenga tres ángulos. Puesto que estos juicios tautológicos, derivados del principio de identidad, no hacen más que explicitar en el predicado lo ya contenido en el sujeto implícitamente, evidentemente; lo contrario de estos juicios tiene necesariamente que ser falso. Es decir, que estos juicios son necesarios. Son, pues, verdaderos, necesarios y universales. Y como son verdaderos, necesarios y universales, no tienen su origen en la experiencia, sino en ese análisis mental del concepto del sujeto. Son, pues, “a priori” (a priori significa como ya se indicó, “independiente de la experiencia”, que no tiene su origen en la experiencia). Miremos ahora los juicios sintéticos. Estos juicios sintéticos ¿cuándo son verdaderos? Son verdaderos en tanto en cuanto la experiencia los avale. Ahora bien; la experiencia ¿qué es? Es la percepción sensible. Esta percepción sensible se verifica en un lugar: aquí; y en un tiempo: ahora. Por consiguiente, mientras la percepción sensible se está verificando, o sea ahora y aquí, esos juicios sintéticos son verdaderos. Su validez es, pues, una validez limitada a la experiencia sensible. Pero como la experiencia sensible tiene lugar ahora y aquí, es abusivo dar a esos juicios sintéticos un valor que prescinda del “ahora” y del “aquí”. Son juicios que no son verdaderos más que ahora y aquí. Pero desde el momento en que yo dejo de tener la experiencia, en el momento en que dejo de estar percibiendo la dilatación de los cuerpos y el calor al mismo tiempo, ya no sé cuál pueda ser el fundamento que avale estos juicios sintéticos. Son, pues, estos juicios sintéticos unos juicios particulares y contingentes. Particulares, porque su verdad está restringida, constreñida al “ahora” y al “aquí”. Contingentes, por que su contrario no es imposible. Lo mismo pudiera ser que el calor en vez de dilatar los cuerpos los contrajera; no habría más que cambiar los signos positivos en negativos en las dimensiones donde entra el calor. Son, pues, los juicios sintéticos particulares y contingentes, oriundos de la experiencia, o, como Kant dice también, “a posteriori”. Y ahora viene el problema. ¿Cuál de estas dos clases de juicios son las que constituyen el conocimiento científico físico-matemático? ¿Los juicios analíticos o los juicios sintéticos? Los juicios analíticos no son posibles. No es posible que el conocimiento científico esté formado por juicios analíticos, porque si el conocimiento científico estuviera formado por juicios analíticos, no se comprende cómo pudiéramos llamarle siquiera conocimiento. Los juicios analíticos son puras tautologías; no aumentan nada nuestro saber. Cuando explicitamos en el predicado lo que ya está contenido en el sujeto, no hacemos descubrimiento ninguno de realidad; no descubrimos nada real; no Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 76 hacemos más que explicar lo ya conocido. Por eso con razón decía Descartes que el silogismo sirve para exponer verdades ya conocidas, pero no para descubrir verdades nuevas. Del mismo modo los juicios analíticos pueden ser útiles para dar a un conocimiento que ya hayamos adquirido una forma didáctica que satisfaga al pequeño estudiante; pero el conocimiento científico de las leyes de la naturaleza no puede constar de juicios analíticos, puesto que ningún juicio analítico añade un adarme de conocimiento al que ya tuviéramos del concepto del sujeto. Pues, si no está constituida la ciencia por los juicios analíticos, ¿estará constituida por los sintéticos? Pero tampoco eso es posible. Tampoco es posible que la ciencia esté constituida por los juicios sintéticos. Porque, díganme: la ciencia enuncia acerca de sus objetos juicios que son verdaderos universal y necesariamente, ahora y siempre; no juicios particulares o contingentes, sino juicios universales y necesarios. Un juicio cuya legitimidad y validez esté constreñida o limitada al “ahora” y al “aquí”, es un juicio cuya legitimidad y validez no se extiende por encima del momento presente y del espacio actual. Por consiguiente, tampoco puede la ciencia estar constituida por juicios sintéticos. Si la ciencia estuviese constituida por juicios analíticos, si la ciencia fuese como quería Leibniz, verdades de razón (la corriente leibniziana viene aquí a desembocar en manos de Kant), si la ciencia estuviese constituida por juicios de pura razón, la ciencia sería vana; sería una pura tautología, una repetición de lo ya contenido en los conceptos sujetos. No sería nada, sería simplemente una ilusión. Si por otra parte la ciencia estuviese constituida por juicios sintéticos, por enlaces de hechos (aquí la corriente de Hume viene a caer en manos de Kant), si estuviera constituida por meros enlaces casuales de hecho, habituales, puras costumbres, puros actos de pensar, constituidas a fuerza de asociación de ideas y repeticiones concretas de experiencias, la ciencia, como bien decía Hume, no sería ciencia, sería una costumbre sin fundamento; no tendría legítima validez universal y necesaria. Pero la ciencia, la física, la ley de la gravitación universal, que se puede escribir en una fórmula matemática, la física de Newton -aquí la tercera corriente que viene a las manos de Kant-, no es ni una tautología, como sería si fuesen los juicios simplemente analíticos, ni un hábito ni una costumbre sin fundamento lógico, como sería si sus juicios fueran puros hechos de conciencia como quería Hume. Entonces es absolutamente indispensable que esa ciencia de Newton, que no es juicio analítico ni es juicio sintético, tenga un tipo de juicio que le sea propio. ¿Cuál será? Tiene que haber por consiguiente, como esqueleto o estructura de la ciencia físico-matemática, unos juicios que no sean ni los juicios sintéticos, ni los juicios analíticos; o mejor dicho, tiene que haber en la ciencia unos juicios que tengan de los juicios analíticos la virtud de ser “a priori”, es decir, universales y necesarios, independientes de la pequeña o grande experiencia. Lo que quiere decir aquí Kant no es ninguna cosa extraordinaria. Es lo que creen todos los físicos del mundo. Todos los físicos del mundo creen que, con una experiencia bien hecha, basta para fundamentar una ley. Y sin embargo esa ley vale allende esa experiencia concreta, vale para todas las experiencias posibles, pasadas, presentes y futuras. Por consiguiente los juicios de la ciencia son universales y necesarios, lo mismo que los juicios analíticos; son la “a priori”. Pero no son analíticos; porque si fueran analíticos no aumentarían nada nuestro conocimiento. Tendrán que ser, pues, sintéticos, es decir, objetivos, es decir, que aumenten realmente nuestro conocimiento sobre las cosas. Pero entonces tendrían que estar fundados en la experiencia y serían particulares y contingentes. Quitémosles ese fundamento de la experiencia; y digamos que los juicios de la ciencia tienen que ser necesariamente sintéticos y “a priori”, al mismo tiempo. Parece absurdo que un juicio sintético, siendo sintético, no estando fundado en el principio de contradicción, sino estando fundado en la percepción sensible, sea “a priori”. ¿Cómo puede ser que un juicio sintético sea “a priori”? Pues no hay otro remedio. Tienen que ser los juicios científicos a la vez sintéticos y “a priori” El problema consistirá, entonces, en mostrar cómo es posible que existan juicios sintéticos a priori; qué condiciones tienen que darse para que sean posibles los juicios sintéticos a priori. Lo primero que hace Kant es mostrar que efectivamente las ciencias están constituidas por juicios Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 77 sintéticos a priori; y lo muestra por el hecho, enseñándolos, exhibiéndolos. Así, por ejemplo, las matemáticas han pasado siempre por ser el prototipo de la “vérité de raison”. Pero, la matemática ¿es juicio analítico? De ninguna manera. Tomemos un juicio matemático elemental, como éste, por ejemplo: la línea recta es la más corta entre dos puntos. Vamos a ver si es un juicio analítico. ¿Cuál es el sujeto? La línea recta. ¿Qué contiene la línea recta? Analicemos el sujeto línea recta. ¿Encontramos en el concepto de recta incluido algo que se parezca a la magnitud, a la cantidad? No. La línea recta significa una línea cuyos puntos están todos en la misma dirección. Si yo digo: la línea recta es una línea cuyos puntos están en la misma dirección, entonces habré dicho un juicio analítico. Pero si digo que la línea recta es la más corta entre dos puntos, entonces, en el predicado pongo un concepto, el concepto de corto, concepto de magnitud, que no está de ninguna manera incluido en el concepto recta. Aquí, pues, tenemos un ejemplo patente de juicio sintético. Y ese juicio sintético: ¿no es además “a priori”? ¿Quién considera necesario medir con un metro la línea recta para ver si es la más corta entre dos puntos? ¿No es evidente, acaso? ¿No es esto lo que llamaba Descartes “natura simplex”? ¿No se ve por intuición que la línea recta es la más corta entre dos puntos? Pues, por consiguiente, esta intuición evidente es una intuición “a priori”. No es una intuición sensible que tengamos por los ojos, por los oídos, sino que la tenemos mentalmente también. Esa intuición no es un análisis del concepto. Aquí tenemos, pues, un ejemplo claro en matemática de juicio sintético y a la vez “a priori”. La física también está llena de juicios sintéticos “a priori”. Cuando decimos en mecánica racional que en todo movimiento que se trasmite de un cuerpo a otro, la acción es igual a la reacción, ¿no es éste un juicio sintético? Evidentemente es un juicio sintético; y es “a priori”, puesto que a nadie se le ocurre demostrarlo experimentalmente. La ley de inercia y las demás leyes del movimiento que Galileo concibió, ¿cómo las concibió? Pues como él mismo decía: “mente concipio”. Apartó de sus ojos toda experiencia sensible y concibió con los ojos cerrados un espacio, un móvil en ese espacio y de esa pura concepción fue por pura intuición directa sacando las leyes del movimiento. ¿No son estos juicios sintéticos y al mismo tiempo “a priori”? ¿Y en la metafísica? ¿No son juicios “a priori” los que Descartes formula demostrando la existencia de Dios? ¿O es que Descartes y los demás que han demostrado la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, han visto a Dios, han tenido experiencia de Dios? No la han tenido. Son juicios “a priori”; pero además son sintéticos, porque en la noción de parte, por ejemplo, o en la de causa, en la noción de que todo fenómeno tiene que tener una causa y que es preciso detenerse en esa serie de causas hasta llegar a Dios, ¿hay algún análisis del sujeto? No la hay. El análisis del sujeto nos llevaría más bien a afirmar la infinita serie de las causas. Por consiguiente en metafísica también tenemos juicios sintéticos “a priori”. En matemática, en física, en metafísica, todo el conocimiento humano está realmente constituido por juicios sintéticos “a priori”. Pero resulta que no se comprende cómo sean posibles los juicios sintéticos “a priori”. ¿Cómo es posible que un juicio sea al mismo tiempo sintético y “a priori”, es decir, obtenido por intuición, obtenido fuera del razonamiento discursivo, obtenido fuera del análisis conceptual, y al mismo tiempo “a priori”, es decir, independiente de la experiencia? ¿Cómo puede ser eso? Es lo que no comprendemos. Entonces todo el libro de Kant, la Crítica de la Razón pura, está dispuesto en sus setecientas páginas para contestar a estas tres preguntas: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la matemática?; ¿cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la física?; ¿son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la metafísica? Vean ustedes la diferencia en las tres preguntas. La primera pregunta no duda de la posibilidad de los juicios sintéticos “a priori” en la matemática, puesto que existe la matemática. Ese es el hecho de que Kant parte. Se trata, pues, tan sólo de buscar las condiciones en que tiene que funcionar el acto humano del conocimiento para hacer posibles los juicios sintéticos “a priori”, que son posibles puesto que son reales en las matemáticas, que están ahí. Lo mismo la segunda pregunta. ¿Cómo son posibles Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 78 los juicios sintéticos “a priori” en la física? Kant no duda de que sean posibles puesto que existe la física de Newton. Lo que falta es ver, descubrir cómo tiene que funcionar el acto lógico del conocimiento, cuáles son las condiciones de ese acto del conocimiento, para que sean posibles esos juicios sintéticos “a priori” en la física, que son posibles, puesto que la física existe. Pero la tercera pregunta es muy distinta. La metafísica es una ciencia discutida. Es una ciencia que cada vez que viene un filósofo al mundo la vuelve a hacer desde el principio. Es una ciencia donde ninguna verdad está establecida como en las matemáticas. Es una ciencia de la que se duda que pueda existir, como duda Hume, por ejemplo. Se duda por algunos de que sea cierta. Por consiguiente aquí la pregunta no podrá consistir en cómo sean posibles, sino en si son posibles, es decir, si esos juicios son legítimos. Si resulta que son legítimos, entonces se estudiará cómo son legítimos y si resulta que no son legítimos, entonces, o no hay metafísica o la metafísica tiene que tener forzosamente un fundamento que no sea el que hasta ahora ha venido teniendo. A contestar esas tres preguntas acerca de las posibilidades de los juicios sintéticos “a priori”, está destinada toda la filosofía de Kant. 6.1. LA ESTÉTICA TRASCENDENTAL Partiendo de los juicios que componen el conocimiento humano, Kant llega a la conclusión de que las proposiciones de que consta la ciencia no pueden ser ni sintéticas ni analíticas, sino que tienen que estar constituidas por una clase de juicios mixtos, entre analíticos y sintéticos. Por una parte serán juicios que tengan de los juicios sintéticos el carácter de aumentar efectivamente nuestro conocimiento y por consiguiente, de añadir en el concepto del predicado algo que no esté comprendido en el concepto del sujeto. Pero por otra parte, puesto que los juicios sintéticos toman su origen de la experiencia y el conocimiento científico tiene un valor universal y necesario, esos juicios científicos no podrán proceder de la experiencia, siempre particular y contingente, y deberán ser además, como los analíticos, “a priori”. El conocimiento humano está, pues, compuesto de juicios sintéticos “a priori”. Es éste un tipo de juicios bastante extraño en la lógica tradicional; porque en la lógica tradicional, todo juicio sintético es necesariamente empírico y por consiguiente, contingente y particular; y todo juicio analítico es necesariamente formal, tautológico, juicio evidentemente y sin duda “a priori”, pero incapaz de aumentar en nada nuestro conocimiento. La lógica tradicional no preveía la posibilidad siquiera de que el conocimiento humano estuviese compuesto de este tipo de juicio híbrido, que al mismo tiempo es sintético y sin embargo “a priori”. Kant recorre rápidamente las ciencias que constituyen el saber de su tiempo y descubre que en efecto los primeros principios de la matemática, los elementos fundamentales de ella, están compuestos de juicios sintéticos “a priori”; que igualmente la física está basada en juicios sintéticos “a priori”; y también la metafísica. Entonces el planteamiento de la teoría del conocimiento resulta muy claro y muy directo. Se trata de averiguar cuáles son las condiciones que hacen posibles esos juicios tan extraños, que al mismo tiempo aumentan nuestro conocimiento y son, sin embargo, “a priori”. Porque aumentar nuestro saber, añadir a lo que el sujeto enuncia, algo que no esté comprendido en el concepto del sujeto, algo que diga acerca de las cosas una real y verdadera afirmación tética de objetividad, algo que tenga un valor objetivo y que no sea simplemente desenvolver lo que está contenido dentro de una idea, eso es propiamente el conocimiento. El conocimiento no es un enunciar sin sentido, o de puras palabras, sino que es una serie de afirmaciones, cada una de las cuales añade positivamente un nuevo saber objetivo, un nuevo conocer objetivo a los que antes habían sido alcanzados. Esa objetividad, esa realidad del conocimiento, es absolutamente imposible explicarla, si el conocimiento consta únicamente de juicios analíticos. Los juicios analíticos son pura y simplemente, formales; son la aplicación constante del principio de identidad. Pero ese aumento de conocimiento, esa conquista paulatina de nuevas regiones, cada vez más amplias y profundas de la naturaleza, eso, al mismo tiempo no tendría valor científico ninguno, si estuviese solamente fundado en la mísera Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 79 experiencia del ahora y del aquí. Si nuestro saber de la naturaleza no tuviese otro fundamento que el de la percepción sensible inmediata, entonces este saber nuestro estaría colgado de una contingencia radical. Estaría colgado, prendido en el aire; tendría una vida, una validez precaria; no estaríamos nunca absolutamente seguros que las proposiciones científicas enuncien la verdad de los hechos; porque si no tuviesen esas verdades científicas más fundamento que la observación y la experimentación, no tendríamos derecho ninguno a extender la validez de estas afirmaciones científicas más allá del estrecho límite en que son válidas las experiencias y las observaciones. Ahora bien, las experiencias y las observaciones son válidas en un momento y en un lugar determinados. Por consiguiente si no hubiese de la ciencia otro fundamento que las observaciones y las experimentaciones, la ciencia nos permitiría decir exclusivamente que hasta ahora, siempre que se ha observado este fenómeno, se ha percibido este otro fenómeno, como consecuencia; pero no nos permitiría decir, como de hecho decimos, que las leyes de la naturaleza tienen una validez universal y necesaria. Dicho en otros términos: nos encontramos aquí con el problema del fundamento de la inducción. Saben ustedes que los lógicos distinguen dos tipos de inferencia o de conclusión: el tipo de la inferencia por deducción y el tipo de la inferencia por inducción. La deducción se comprende muy fácilmente. Consiste en una serie de razonamientos que son todos de tipo analítico. Dada una premisa se extrae una conclusión que está contenida en la premisa. Deducir es, pues, extraer de unos conceptos básicos lo que está contenido en ellos. Pero esos conceptos básicos, de los cuales se extrae lo que está contenido en ellos, ¿cómo han sido ellos a su vez establecidos? Si yo digo, por ejemplo: el calor dilata los cuerpos, es así que ahora hace calor, luego el volumen de los cuerpos es mayor que cuando no hace calor; ésta es una deducción. Pero la premisa mayor de una deducción “el calor dilata los cuerpos”, ¿cómo ha sido obtenida? ¿Cuál es su fundamento? Los lógicos nos contestan que, esta premisa mayor ha sido obtenida por inducción; y el procedimiento de la inducción lo consideran como lo contrario, lo inverso de la deducción. Si la deducción parte de un concepto general para extraer de él lo que había contenido dentro de su seno, en cambio la inducción parte de hechos particulares, de observaciones, de experimentaciones, para luego amplificar la validez de estas observaciones, todas ellas particulares y contingentes, y extenderla, darle un ámbito y una validez mucho mayor de la que tenían; no ya mucho mayor, sino universal y necesaria. Hemos observado una y varias veces que el calor dilata este cuerpo, aquel otro cuerpo; ello ocurrió ayer, anteayer, en este laboratorio, en este otro; y he aquí que esos casos de observación directa nos bastan para sobre ellos lanzar una especie de proyectil mental que viene a parar en la proposición absolutamente general, universal y necesaria: el calor dilata los cuerpos. De este modo, inversamente al movimiento que sigue la deducción, el movimiento de la inducción va de lo particular a lo general. Ahora bien, la legitimidad de la deducción se comprende muy bien: es simplemente la aplicación del principio de identidad; es la explicitación en las conclusiones de lo que ya está contenido en la premisa. Pero ese otro procedimiento inverso de la deducción, el procedimiento de la inducción en donde resulta que la conclusión contiene mucho más de lo que está contenido en la premisa, en donde resulta que las premisas son particulares y contingentes y conducen sin embargo a una conclusión universal y necesaria, ¿cuál es su fundamento? ¿Cuál es la condición de su legitimidad? Reconocen ustedes aquí, de nuevo, el mismo problema que Kant acaba de plantear: el problema de cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori”. En los juicios sintéticos “a priori” tenemos el mismo problema que en la inducción. El juicio sintético necesita estar fundado en la experiencia; por consiguiente no puede ser “a priori”. El juicio analítico está fundado en el principio de identidad; por con siguiente no aumenta nada nuestro conocimiento. La ciencia, empero, si es verdaderamente ciencia, aumenta nuestro conocimiento: es sintética y al mismo tiempo es mucho más, infinitamente más que la comprobación de un hecho aquí y ahora; tiene carácter universal y necesario; es “a priori”. Por consiguiente es sintética y “a priori” al mismo tiempo. ¿Cómo es esto posible? Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 80 Kant divide este problema en tres partes. Divide el conocimiento humano en tres grandes grupos: primero, el conocimiento matemático; segundo, el conocimiento físico; y, tercero, el conocimiento metafísico. Esta división parece pobre y sin embargo comprende la totalidad del saber, porque el conocimiento matemático -según Kant- nos pone en presencia de las formas universales posibles de todos los objetos, de todo ser, de toda existencia. El conocimiento físico es, en cambio, el conocimiento de la realidad misma, el conocimiento de las cosas; el conocimiento que nos dan la química, la física, la historia natural, la astronomía, la medicina, o cualquier ciencia de cosas que estén en nuestra experiencia. De suerte que aquí la palabra física tiene un sentido mucho más amplio, enormemente más amplio que el que suele tener en las nomenclaturas de las ciencias que se cultivan, por ejemplo, en las universidades. Por física entiende Kant la ciencia de la naturaleza en general, la ciencia del conjunto de todos los objetos reales en general. Y luego, la metafísica es la ciencia de aquellos objetos que no nos son accesibles en la experiencia. Así es que Kant subdivide su problema en estas tres preguntas: ¿como son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la matemática?; ¿cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la física?; y luego ¿son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la metafísica? Vamos a empezar hoy mismo con la primera parte, y anticipo, desde luego, la solución. ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la matemática? La solución es la siguiente: los juicios sintéticos “a priori” son posibles en la matemática, porque ella se funda en el espacio y en el tiempo; ahora bien; el espacio y el tiempo no son realidades metafísicas ni físicas, que tengan una existencia en sí y por sí, sino que el espacio y el tiempo son formas de nuestra capacidad o facultad de percibir; son formas de la intuición, de toda intuición, cualquiera que ella sea. Así, puesto que la matemática está fundada en las formas de la intuición, toda intuición que luego tengamos tendrá que estar sujeta y obediente a las formas de esa intuición, de toda intuición en general, que son el espacio y el tiempo. ¿Cómo llega Kant a este resultado? Es lo que vamos a ver ahora. Para llegar a este resultado Kant tiene que demostrar tres cosas; tiene que aportarnos la prueba, de tres aserciones. La primera, que el espacio y el tiempo son puros, o sea “a priori”, o sea que no proceden de la experiencia. La segunda, que el espacio y el tiempo no son conceptos de cosas reales sino intuiciones. Y la tercera, que ese espacio y tiempo, intuiciones puras, intuiciones “a priori”, son en efecto el fundamento de la posibilidad de los juicios sintéticos en la matemática. Y en efecto, Kant desenvuelve todo su desarrollo ideológico en esas tres cuestiones fundamentales. Las dos primeras las trata juntas; y al tratamiento de ellas le da el nombre de “exposición metafísica”. La tercera la trata aparte y le da el nombre de “exposición trascendental”. Por consiguiente vamos a seguir su misma marcha y a emprenderla con la “exposición metafísica del espacio”. Seguidamente pasaremos a la “exposición trascendental del espacio”, luego a la “exposición metafísica del tiempo”, a la “exposición trascendental del tiempo”, y habremos llegado con ello a la conclusión de todo el primer problema acerca de la matemática pura. Pero ante todo, ¿qué entiende Kant por “exposición metafísica del espacio”? ¿Qué es eso de metafísica? ¿Qué hace aquí la palabra metafísica en una exposición del espacio? Pues sucede que la palabra metafísica tiene en Kant dos sentidos muy claramente distintos. Hay en la palabra metafísica, dentro del vocabulario de Kant, una ambigüedad, un equívoco. Unas veces usa la palabra metafísica en un sentido, otras veces en otro. No quiero yo decir que en su raíz sistemática los dos sentidos de la palabra metafísica no estén perfectamente distinguidos. Pero sí es verdad que Kant, en la redacción de sus obras, era muy poco cuidadoso. Escribía con una gran rapidez y con poca atención y muchas veces usa las palabras después de haber dicho que no las va a usar; y muchas veces sucede que se confunden uno con otro los dos sentidos de la palabra metafísica. Pero si los tenemos bien en cuenta, no incurriremos en graves dificultades. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 81 El primer sentido que Kant da a la palabra metafísica es insólito. Porque Kant entiende por metafísica, en este primer sentido, el conjunto de aquellos conocimientos básicos que sirven de fundamento a la ciencia empírica de la naturaleza, que sirven de fundamento a la física, a las matemáticas. En este sentido, en el sentido de primeros principios de una ciencia, no es habitual la palabra metafísica antes de él. En cambio, el segundo sentido en el cual Kant usa la palabra metafísica es, sí, el sentido tradicional. En el segundo sentido, metafísica significa el conocimiento de aquellos objetos que no están en la experiencia: el conocimiento de aquellos objetos como Dios, la inmortalidad del alma, la libertad de la voluntad del hombre, que no están en la experiencia. Diremos: el conocimiento de las mónadas, que están detrás de la experiencia sensible; la demostración de la existencia de Dios, el cual, Dios, no es un objeto de experiencia, que está aquí, a la mano. En este sentido usa Kant la palabra metafísica como todos los metafísicos la han usado. Es el objeto de la verdadera realidad, de lo que verdaderamente existe. Es la contestación a nuestra pregunta, que viene desde la primera lección ¿quién existe? ¿Quién existe verdaderamente? Pero, repito, además de este segundo sentido clásico, Kant usa la palabra metafísica también en aquel otro sentido de “fundamento de cualquier sistemático conocimiento de la naturaleza”; en el sentido de “primeros principios o cimientos de cualquier conocimiento objetivo”. Entonces ya entienden ustedes ahora por qué llama “exposición metafísica del espacio” a esta primera demostración en que va a tratar del espacio como “a priori” y como intuición. Aquí quiere decir Kant que la exposición metafísica del espacio va a mostrar que el espacio es el fundamento, es el último cimiento sobre el cual se asientan las matemáticas; y en este sentido usa la palabra metafísica. Pasemos ahora, hecha esta advertencia, a la demostración de las dos tesis de que consta esta exposición metafísica del espacio. Primera tesis. El espacio es “a priori”, es decir, absolutamente independiente de la experiencia. Que lo es, no cabe duda ninguna por dos razones fundamentales: la primera, que el espacio lejos de estar derivado de la experiencia, es el supuesto de la experiencia, porque no podemos tener experiencia de nada, sino en el espacio. Si por tener experiencia de algo entendemos tener percepción, intuición sensible de ello, eso de que tengamos intuición sensible, supone ya el espacio. Pues ¿como podemos tener intuición sensible o percepción de una cosa, si esa cosa no es algo frente a mí? Y siendo algo frente de mí, está contrapuesta a mí como un polo a otro polo, y, por consiguiente, está en el espacio que me rodea. El espacio es, pues, el supuesto mismo de cualquier percepción, de cualquier intuición sensible. Si entendemos por experiencia la sensación misma, es ella mención espacial. La sensación misma, o es puramente interna y entonces carece de objetividad, o es externa, es decir, se refiere a algo fuera de mí. Por consiguiente todo acto de intuición sensible, la más mínima sensación si es objetiva, supone ya el espacio. Así, pues, el espacio, por esta razón, es evidentemente “a priori”, independiente por completo de la experiencia, no se deriva de la experiencia, sino que la experiencia lo supone ya. Pero hay otra razón más, y es la siguiente: nosotros podemos perfectamente bien pensar el espacio sin cosas, pero no podemos de ninguna manera pensar las cosas sin espacio. Por consiguiente el pensamiento de las cosas supone ya el espacio, pero el pensamiento del espacio, no supone las cosas. Es perfectamente posible pensar la extensión pura del espacio, el espacio infinito, tendiéndose en sus tres dimensiones, infinitamente, sin ninguna cosa en él. Pero es absolutamente imposible pensar una cosa real, sin que esa cosa real esté en el espacio, es decir, en ese ámbito previo en el cual se localizan cada una de nuestras percepciones. Así pues, el espacio es “a priori”; no se deriva de la experiencia. Kant usa indiferentemente como sinónimos el término “a priori” y el término “puro”. Razón pura, es razón “a priori”; intuición pura, es intuición “a priori”. Puro y “a priori” o independiente de la experiencia, son para él términos sinónimos. Le queda todavía por demostrar que el espacio ése que es puro y “a priori” y que no se deriva de la experiencia, sino que la experiencia lo supone, ese espacio es una intuición. ¿Qué quiere decir aquí Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 82 Kant? Lo entenderemos inmediatamente. Quiere decir que el espacio no es un concepto. ¿Qué diferencia hay entre un concepto y una intuición? El concepto es una unidad mental dentro de la cual están comprendidos un número indefinido de seres y de cosas. El concepto de hombre es la unidad mental sintética de aquellos caracteres que definen a todos los hombres. Por consiguiente, el concepto cubre un número indefinido de cosas, de seres a los cuales se refiere. El concepto de mesa cubre una multitud de mesas. El concepto de astro cubre una multitud de astros. En cambio, intuición es la operación, el acto del espíritu que toma conocimiento directamente de una individualidad. Yo no puedo tener intuición del objeto de un concepto, puesto que el objeto de un concepto es un número indefinido de seres. Puedo tener intuición de este hombre, concreto, particular, uno solo; pero no puedo tener intuición del hombre en general. Por consiguiente los conceptos no son conocidos por intuición sino que son conocidos de otra manera, pero ahora no tratamos de ella. En cambio una intuición nos da conocimiento de un objeto singular, único, y eso es lo que ha sucedido con el espacio. El espacio no es un concepto porque el espacio no cubre una especie o un género de los cuales multitud de pequeñas especies sean los individuos; no hay muchos espacios; no hay más que un solo espacio, el espacio es único. Sin duda hablamos de varios espacios, pero cuando hablamos de varios espacios, cuando nos referimos a los espacios siderales, o decimos que en un edificio complicado hay muchos espacios (cada sala contiene un espacio); cuando decimos eso, es una manera literaria de hablar, porque en realidad sabemos muy bien que cada uno de esos espacios particulares no son mas que una parte del espacio universal, del único espacio. El espacio no es por consiguiente un concepto que cubre una multitud indefinida de objetos sino que es un solo espacio; un espacio único y por eso yo lo conozco por intuición. Cuando tengo la intuición de un sistema de coordenadas de tres dimensiones, tengo la intuición del único espacio que hay, de todo el espacio. Por consiguiente mi conocimiento del espacio es intuitivo y el espacio no es un concepto sino una intuición. Mas hace un momento hemos mostrado que el espacio es “a priori”, independiente de la experiencia, o, como también dice Kant, puro. Entonces ahora ya podemos decir, con plenitud de sentido y demostrativamente, que el espacio es intuición pura. Ahora ¿qué hacemos con esa intuición pura? Pues aquí viene ahora la segunda exposición que Kant llama “exposición trascendental”. Aquí también debo hacer un paréntesis, porque nos tropezamos con una palabra abstrusa, con una palabra rara, la palabra trascendental. Es una de las palabras más curiosas que hay; y, por lo menos en la lengua española que en España se habla, ha tenido esa palabra, semánticamente en su significación, una suerte bien curiosa, bien extraña, bien rara. Se usa bastante esa palabra en el idioma español actual; se usa bastante, pero se usa en el sentido más absurdo que se pueda nadie imaginar, en el más extravagante que se pueda nadie imaginar; se usa en el sentido de muy importante. Se dice de algo que es trascendental y eso significa que es muy importante. Pero la palabra trascendental no ha significado nunca nada que tenga que ver con la importancia o con la no importancia. Ahora bien, he aquí lo que ha pasado en España con esa palabra. Es un caso curioso de historia contemporánea. Los primeros que usaron en España esa palabra, que la usaron ante el gran público, fueron los grandes oradores republicanos de los años 1870-75-80, en la primera República. Por ejemplo, don Nicolás Salmerón, profesor de metafísica en la Universidad de Madrid; don Emilio Castelar, profesor de historia en la misma universidad; Pi y Margall, gran filósofo también español: Estos hombres usaron mucho esa palabra; la usaban casi siempre en su recto sentido, porque conocían la filosofía kantiana y sobre todo las filosofías alemanas derivadas de Kant, donde esta palabra está empleada en su sentido recto. Pero el pueblo que la oía no sabía lo que ella significaba. Le parecía que sonaba muy bien. Trascendental es una palabra que llenaba el oído. Trascendental es una palabra que suena bien. Y como no entendían bien lo que eso significaba, les parecía que significaba algo muy importante, y poco a poco, rodando esa palabra por bocas indoctas, de mitin en mitin, ya de los grandes labios de los primeros que las pronunciaron: Salmerón, Pi y Margall, pasó a labios menos doctos, a labios de oradores de mítines de segunda, tercera o quinta categoría, y cuando ya llegó realmente a esos Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 83 mítines que se daban en villorrio, la palabra había perdido por completo su significado primitivo y había pasado a significar pura y simplemente “muy importante”. Pero no significa nada de eso. La palabra trascendental no tiene ese sentido. ¿Cuál es el sentido de la palabra trascendental? Vamos a dejar de un lado el sentido que tenga antes de Kant, porque nos llevaría muy lejos; sería muy interesante, pero nos llevaría muy lejos el buscar el sentido de esta palabra en la historia. Nos vamos a fijar en el sentido que tiene a partir de Kant, y ese sentido nos vendrá fácilmente indicado, si ponemos en relación la palabra trascendental con la palabra trascendente, de la cual es derivada. Trascendente es la palabra primitiva de la cual trascendental es derivada. ¿Y qué significa trascendente? Me parece que ya alguna vez, de pasada, he dicho algo acerca de este término filosófico. Trascendente significa lo que existe en sí y por sí, independientemente de mí. Así, por ejemplo, si consideramos las vivencias, sabemos que en una vivencia, como les he dicho a ustedes muchas veces, hay la vivencia misma y luego el objeto al cual la vivencia se refiere, o como ya hemos dicho, el objeto intencional de la vivencia. Si yo tengo la percepción de una lámpara, de ésta, tengo esa percepción como un conjunto de sensaciones en las cuales estoy viviendo, que están viviendo en mí. La vivencia es, pues, inmanente a mí, está dentro de mí; es una modificación de mí mismo, de mi conciencia; pero esa vivencia señala hacia la lámpara que existe independientemente de mí en el mundo real. Esa lámpara señalada por mi vivencia, contenida intencionalmente en mi vivencia, pero hacia la cual mi vivencia señala, esa lámpara, es trascendente. De modo que en toda vivencia hay la vivencia misma que es inmanente al yo, y hay el objeto de la vivencia que es trascendente al yo. Ese objeto, el realismo aristotélico lo tomaba como una cosa en sí misma, de tal suerte que era lo que era, independientemente de que hubiese un sujeto capaz de conocerlo o no. Así, cuando Berkeley suprime ese objeto trascendente de la percepción, cuando lo suprime y no deja más que la percepción pura y simple, la vivencia pura y simple, entonces suprime la materia y su filosofía se llama inmaterialismo. Entonces la vivencia es inmanente al yo y entonces llega Berkeley a una metafísica en donde no existe “en sí” y “por sí” la cosa pensada por mí, sino sólo yo, con mi propio pensamiento. Los yos, los espíritus pensantes son las cosas en sí y por sí, son las únicas que existen. Berkeley anula simplemente el objeto trascendente de la vivencia. Pues bien; si tenemos presente este sentido de la palabra trascendente, van ustedes a comprender fácilmente el sentido que le da Kant a la palabra trascendental. Porque para Kant -y ésta es la enorme y formidable novedad que trae a la historia del pensamiento idealista- el objeto del conocimiento no es un objeto cuya realidad sea en si y por sí, sino que tiene una realidad distinta de mi vivencia, ciertamente, pero no en sí y por sí. El objeto tiene una realidad objetiva, cuya objetividad no es lo que es sino en relación con el sujeto. Recuerden ustedes nuestro análisis fenomenológico del fenómeno del conocimiento, en donde decimos que la estructura fundamental de todo conocimiento es la correlación de objeto y sujeto, de suerte que el objeto es para el sujeto y el sujeto es en tanto en cuanto conoce al objeto. Son correlativos objeto y sujeto. Esta correlación, en la pareja sujeto y objeto, es la que Kant acentúa. Por consiguiente el objeto del conocimiento no tiene para Kant una realidad metafísica en sí y por sí, sino que tiene realidad en cuanto es objeto de conocimiento; nada más. No desaparece como en Berkeley, no se convierte en pura vivencia inmanente a mí, no, sino que es algo más que una pura vivencia inmanente a mí; la vivencia se refiere realmente a él. Pero la objetividad del objeto del conocimiento no es una objetividad fundada en sí misma, sino que está fundada en la correlación del conocimiento, fundada en la necesidad de que para que yo conozca algo, ese algo se me aparezca como distinto y opuesto polarmente a mí. Pues, para designar Kant esta cualidad o propiedad de lo objetivo que no es en sí mismo, pero que es el término al cual va enderezado el conocimiento, usa la palabra trascendental, o sea la palabra trascendente modificada. Trascendental es, pues, lo que antes en el realismo aristotélico llamáramos Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 84 trascendente, pero despojado de ese carácter de intuido metafísicamente, existente en sí y por sí, y convertido en el objeto del conocimiento, dentro de la correlación del conocimiento. Esto es lo que llama Kant, trascendental. Ahora bien; para que algo sea objeto del conocimiento, es preciso que se den ciertas condiciones. Esas condiciones tienen que darse en el sujeto, es decir, que el sujeto tiene que verificar ciertos actos especiales, que confieran al objeto la cualidad o propiedad de ser objeto de conocimiento. Los subpuestos, las condiciones que partiendo del sujeto han de realizarse para que el objeto sea en efecto objeto de conocimiento en la correlación, son lo que llama Kant condiciones trascendentales de la objetividad. En este sentido, ¿en qué va a consistir ahora la exposición trascendental del espacio? Pues va a consistir en que Kant se va a esforzar por demostrar que ese espacio, que el sujeto pone por propia necesidad de las formas de aprehensión, ese espacio “a priori”, independiente de la experiencia -puesto, sub-puesto por el sujeto para que sirva de base a la cosa- es la condición de la cognoscibilidad de las cosas; es la condición para que esas cosas sean objeto de conocimiento; si no fuera por ello, esas cosas no serían objeto de conocimiento, serian cosas en sí, de las cuales no podríamos hablar, porque una cosa en sí es un absurdo radical como decía Berkeley, es una cosa que no es conocida, ni puede ser conocida; ni puedo hablar de ella, en absoluto. Así es que ahora Kant se va a esforzar por demostrar en la exposición trascendental que la posición por el sujeto, la sub-posición (la palabra justa sería la palabra griega “hypóthesis”, pero como tiene otro sentido en la ciencia no la uso, aunque en su sentido legítimo es tesis debajo: poner algo debajo para que no se caiga otra cosa) del espacio es condición de la cognoscibilidad de las cosas. El conjunto de nuestras sensaciones y percepciones carecería de objetividad, no sería para nosotros objeto estante y quieto, propuesto a nuestro conocimiento si no pusiéramos debajo de todas esas percepciones y sensaciones algo que les dé objetividad, que las convierta en objeto del conocimiento. Esas nociones que nosotros ponemos debajo de nuestras sensaciones y percepciones para que se conviertan en objeto del conocimiento, son varias; pero la primera de todas es el espacio. Pues la exposición trascendental va a eso. Consideremos la geometría. La geometría no sólo sub-pone el espacio en el sentido de subponer (poner debajo de ella), no sólo lo supone como punto de partida, sino que constantemente está poniendo el espacio. La prueba está en que los conceptos de la geometría, o sean las figuras, las encontramos constantemente en una intuición pura, “a priori”. Cuando llegamos a definir una figura, a pensar una figura, la definimos pidiéndole al lector o estudiante de geometría, que en su mente, con una intuición puramente ideal, no sensible, construya la figura. Cuando llegamos al círculo, le decimos: el círculo es la curva construida por una recta que gira alrededor de uno de sus extremos. Cuando llegamos a la esfera, le decimos: la esfera es el volumen construido por media circunferencia que gira alrededor del diámetro. Cuando llegamos a cualquiera de las figuras cónicas, ¿cómo las definimos? No las definimos como se define un concepto cualquiera de la naturaleza, sino mediante su construcción. Así, por ejemplo: si queremos definir el círculo como figura cónica, decimos que el círculo es la figura que resulta de cortar un cono por un plano perpendicular a su eje. Pero si cortamos el cono por un plano que sea oblicuo al eje, tenemos la elipse y si cortamos el cono por un plano que sea paralelo al eje, tenemos la hipérbola y si cortamos un cono por un plano que sea paralelo a uno de los lados del cono, tenemos la parábola, etcétera. Todas esas curvas ¿proceden de la experiencia? Todas esas definiciones de curvas ¿son oriundas de las experiencias? De ninguna manera. A cada momento, en cada una de las definiciones hemos tenido que llamar en nuestro auxilio la intuición del espacio y pedirle al lector que cierre los ojos e imagine el espacio puro; el cono puro y un plano cortándolo en una u otra dirección; y la resultante, es la figura. Por consiguiente el espacio puro no sólo es el supuesto primero de la geometría, sino el supuesto constante de la geometría, el contenido constante de la geometría. Por eso dice muy bien Kant, que el espacio puro está latente en toda la geometría, porque los conceptos geométricos no se definen, sino que se construyen. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 85 Pero, además, si nosotros luego pasamos de la geometría pura a la geometría aplicada, nos encontramos con este hecho singular: que esa geometría pura, que hemos estudiado con la mente pura y sin meter para nada la experiencia, cuando la aplicamos a las cosas de la experiencia, encaja divinamente con ellas; vemos que todas las cosas de la experiencia encajan divinamente con la geometría pura, o sea que hay una especie de armonía perfecta entre lo que hemos estudiado cerrando los ojos a la realidad sensible y lo que encontramos en la realidad sensible. ¡Qué cosa más extraña! De modo que nosotros hemos sacado de la pura mente, por puras intuiciones internas toda la geometría; y luego, cuando abrimos los ojos y miramos hacia la realidad nos encontramos con que esta geometría que no hemos sacado de la realidad concuerda divinamente con la realidad y no sólo concuerda bien con la realidad, sino que no podemos imaginar que no concuerde con la realidad. Y si nos encontráramos con una realidad irreductible a la geometría, diríamos que esta realidad ha sido mal vista. Si alguna vez se le ocurriera a algún ser fantástico decir que la realidad no es geométrica, que no hay en la geometría (de antemano estudiada y provista) la forma esa de la realidad, si a alguien se le ocurriera ese absurdo, le contestaríamos: es que usted no ha mirado bien la realidad. No puede ser. Tan seguros estamos que la geometría, siendo “a priori”, no derivándose de la realidad, impone sin embargo su ley a la realidad. ¿Cómo explicar esto? Aquí reconocen ustedes el formidable problema de la relación de las substancias que tanto preocupaba a Leibniz. Ya saben ustedes cómo lo resolvió Leibniz. Leibniz dijo que el alma y el cuerpo coinciden y las substancias todas coinciden por armonía preestablecida. Pero aquí la solución kantiana es muchísimo mejor, infinitamente superior, porque las coincidencias entre la geometría y la realidad proceden de que la realidad forzosamente tiene que tener la forma de la geometría. Y ¿por qué? Porque la geometría, el estudio del espacio, es la forma de toda intuición posible. Resulta que cualquier intuición sensible que venga, a fuer de intuición, tendrá que tener la forma del espacio. El espacio es la forma -dice Kant- de la sensibilidad. Nuestra facultad de tener sensaciones es la que imprime a las sensaciones la forma del espacio. Por consiguiente todo lo que hemos derivado de nuestra facultad de tener sensaciones, del puro espacio, tiene que tener su aplicación, en concreto, en cada una de las sensaciones que tengamos, puesto que el espacio no es una cosa, sino la forma “a priori” de todas las cosas. Aquí llega, pues, a su término la exposición trascendental. ¿Por qué las cosas son objeto del conocimiento geométrico? Pues porque el espacio impreso en ellas por nuestra sensibilidad, el espacio “a priori”, les presta esa forma geométrica y por consiguiente los juicios sintéticos “a priori” en las matemáticas son posibles por todo lo que acabamos de decir; porque se basan en el espacio y en el tiempo, los cuales no son cosas, sino la condición de la posibilidad de las cosas. Retengan ustedes muy bien esta frase que es capital para este punto que hemos tratado y para los que tenemos que tratar en varias otras lecciones; llegamos a esta conclusión: Que las condiciones de la posibilidad del conocimiento matemático son al mismo tiempo condición de la posibilidad de los objetos del conocimiento matemático. Toda deducción trascendental consistirá en eso: en que las condiciones para que un conocimiento sea posible, imprimen al mismo tiempo su carácter a los objetos de ese conocimiento, es decir, que el acto de conocer tiene dos caras. Por una cara consiste principal y fundamentalmente en poner los objetos que luego se van a conocer; y, claro, al poner los objetos, se imprimen en ellos los caracteres que luego, lenta y discursivamente, el conocimiento va encontrando en ellos. Ponemos, pues, a los objetos reales, los caracteres del espacio y del tiempo (que no son objetos, sino algo que nosotros proyectamos en los objetos) y como les hemos proyectado, les hemos inyectado “a priori” ese carácter de espaciales, luego encontramos constantemente en la experiencia ese carácter, puesto que previamente se los hemos inyectado. 6.2. LA ESTÉTICA TRASCENDENTAL Las obras principales de Kant llevan el nombre de Crítica de la Razón pura, Crítica de la Razón práctica y Crítica del Juicio. En ellas, pues, Kant hace una crítica. Pero es muy conveniente que ustedes adviertan el sentido que tiene en Kant la palabra “crítica”. No es el sentido habitual. Es el Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 86 sentido primordial, primitivo, auténtico, de la palabra crítica. La palabra crítica no significa censura, como habitualmente se suele creer. La palabra crítica no tiene nada que ver con lo que pueda llamarse aprobación o desaprobación, sino que crítica significa exclusivamente, en su sentido primordial griego, investigación; significa estudio. La palabra que mejor podría traducirla es: estudio, investigación. De modo que “crítica de la razón pura”, significa estudio o investigación de la razón pura. Pero ya saben ustedes también lo que la palabra “pura” significa. Puro significa, en Kant, independiente de la experiencia o sea “a priori”. En este sentido “puro” es un teorema de geometría, porque no se demuestra mediante experimento sino que se demuestra por mero y simple razonamiento, o sea por medio de una serie de intuiciones internas sin nada que provenga de la percepción sensible, de los sentidos. Si tal es, pues, el significado de la palabra “puro” y el de la palabra “crítica”, ahora comprenden ustedes bien lo que significa “crítica de la razón pura”. Significa estudio, investigación de la razón funcionando independientemente de la experiencia. Si nosotros tomamos una proposición o un sistema de proposiciones de una ciencia cualquiera, por ejemplo la física, nos encontramos con que esas proposiciones físicas contienen elementos de dos clases: unos elementos que proceden de la experiencia, es decir, que nos han sido dados por los hechos percibidos por nuestros sentidos, que hemos obtenido mediante experimentos. Así, por ejemplo, que el calor dilata los cuerpos, es algo que sabemos por experiencia. Pero al mismo tiempo y en esa misma proposición de que el calor dilata los cuerpos, hay otros elementos que no proceden de la experiencia; que no pueden en modo alguno proceder de la experiencia, porque la experiencia no llega a tanto. Así en la proposición física “el calor dilata los cuerpos”, lo que la experiencia nos ha dicho es que hoy, a las seis y cuarto, en el laboratorio, hemos calentado una barrita de platino de una dimensión X y que después de calentada la barrita de platino tiene una dimensión X + N, es decir, es mayor. Eso es todo lo que nos dicho la experiencia. Luego en la proposición: “el calor siempre dilata todos los cuerpos en todas partes”, hay más de lo que la experiencia nos dice. Eso que hay de más, esa universalidad y necesidad que hemos agregado a los datos escuetos, particulares y contingentes de la experiencia, es razón pura. Entonces crítica de la razón pura consiste en la investigación de lo que en todas las ciencias hay de puro, en la discriminación de lo que en las ciencias hay de elementos procedentes de la experiencia y elementos procedentes de otra parte, que no es la experiencia y que es la razón pura. Me parece que ahora comprenden ustedes bien todo el propósito de Kant en la Crítica de la Razón pura. Puesto que la ciencia se compone de esos dos elementos, los elementos empíricos procedentes de la experiencia y los elementos puros que la razón agrega o pone encima de los datos sensibles de la experiencia, el propósito de Kant consiste en hacer el recuento de esos elementos puros de la razón, que, junto con los dados por los sentidos, constituyen la totalidad del conocimiento científiconatural. Esto mismo que se acaba de decir se dijo anteriormente; en otra forma que ustedes ahora recordarán bien. Se dijo analizando los juicios de que la ciencia se compone y mostrando que estos juicios son sintéticos, o sea procedentes de la experiencia; y al mismo tiempo, “a priori”, o sea transformados por la aportación de la razón pura en juicios universales y necesarios. Y el problema para Kant se reduce a preguntar cómo es posible el conocimiento sintético “a priori”; qué condiciones lógicas tienen que acontecer en la ciencia para que los conocimientos científicos sean a la vez sintéticos, o sea particulares y contingentes, y sin embargo “a priori”. Y este problema, recuerden ustedes, lo divide Kant en tres partes. Primera: cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la matemática. Segunda: cómo lo son en la física. Tercera: si lo son en la metafísica. Se ha estudiado ya anteriormente la respuesta a cómo sean posibles los juicios sintéticos “a priori” en la geometría, una de las dos grandes ramas de las matemáticas. Y la respuesta que dio Kant a la pregunta, fue la siguiente: merced al carácter intuitivo y al mismo tiempo apriorístico del espacio, es posible la geometría como conocimiento sintético “a priori”. El espacio es, pues, la condición Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 87 trascendental de la posibilidad del conocimiento geométrico. El espacio, entonces, no es una cosa “en sí misma”, no es una realidad absoluta, sino que es la forma de la sensibilidad externa. Todas nuestras percepciones sensibles, referentes a objetos exteriores, tienen que tener la forma del espacio; porque el espacio no es una cosa más, además de las otras cosas, sino que es la condición que el sujeto impone a la cosa para que la cosa sea cognoscible por nosotros. El espacio es, pues, una forma de la sensibilidad. No es trascendente, sino que, es trascendental. Y por eso es por lo que podemos, sin mirar a las cosas, con los ojos cerrados, los oídos tapados, construir enteramente la geometría y estar sin embargo seguros absolutamente, sin temor a ser desmentidos nunca, que nuestra construcción geométrica va a aplicarse perfectamente a la realidad. Quiere decir que el espacio, siendo una forma de nuestra facultad de percibir objetos, de tener percepciones sensibles de objetos, el espacio imprime a las cosas su propia estructura; y entonces no tiene nada de particular que luego las cosas tengan la estructura del espacio, puesto que el sujeto pensante ha comenzado por imprimir a las cosas la estructura del espacio. Aquí quedábamos en nuestro estudio anterior. Nos falta ahora pasar a la segunda parte, que es la referente al estudio de este mismo problema, pero aplicado a la aritmética, a la segunda gran rama de las matemáticas: ¿cómo son posibles juicios sintéticos “a priori” en la aritmética?, o dicho de otro modo, ¿cómo es posible la aritmética pura?, o dicho de otro modo, ¿cómo es posible que nosotros, con los oídos tapados y los ojos cerrados, o sea “a priori”, haciendo caso omiso por completo de la experiencia, construyamos toda una ciencia que se llama la aritmética y que luego, sin embargo, las cosas fuera de nosotros, los hechos reales en la naturaleza, casen y concuerden perfectamente con estas leyes que nos hemos sacado de la cabeza? ¿Cómo es esto posible? También aquí Kant procede de la misma manera que procedió en el estudio de la geometría. Hace primero una exposición metafísica del tiempo y luego una Exposición trascendental del tiempo. La exposición metafísica del tiempo se encamina a mostrar: primero, que el tiempo es “a priori” o sea independiente de la experiencia; segundo, que el tiempo es una intuición, o sea: no una cosa entre otras cosas, sino una forma pura de todas las cosas posibles. La primera parte, o sea que el tiempo es “a priori”, la demuestra Kant siguiendo, paso a paso, la misma demostración que empleó para el caso del espacio. En efecto: que el tiempo es “a priori”, o sea independiente de la experiencia, se advierte con sólo reflexionar que cualquiera percepción sensible es una vivencia y que toda vivencia es un acontecer, algo que nos acontece a nosotros, algo que le acontece al Yo. Ahora bien; algo que le acontece al Yo, implica ya el tiempo, porque todo acontecer es un sobrevenir, un advenir, un llegar a ser lo que no era todavía; es decir, que ya de antemano está supuesto el cauce, el carril general en donde todo lo que acontece, acontece; o sea, el tiempo. Acontecer significa que en el curso del tiempo algo viene a ser. Por consiguiente, si toda percepción sensible es una vivencia y toda vivencia es algo que sobreviene en nosotros, este algo que sobreviene en nosotros, sobreviene ahora, o sea después de algo que sobrevino antes y antes de algo que va a sobrevenir después: es decir que ya implica el tiempo. Esto se comprueba con el ensayo mental, que Kant nos invita a realizar, y es: que podemos pensar muy bien, concebir muy bien, el tiempo sin acontecimientos, pero no podemos en manera alguna concebir un acontecimiento sin el tiempo. (Del mismo modo que al hablar del espacio, decíamos que podemos concebir el espacio sin cosas en él, pero no podemos concebir cosa alguna que no esté en el espacio). Después de mostrado que el tiempo es “a priori”, o independiente de la experiencia, queda por mostrar que el tiempo es también intuición. ¿Qué quiere esto decir? Quiere decir que no es concepto. Ya dije la vez anterior, al hablar del espacio, que concepto es una unidad mental que comprende una multiplicidad de cosas. El concepto de vaso comprende éste y otros muchísimos iguales o parecidos que hay en el mundo. Concepto es, pues, una unidad de lo múltiple. Pero el tiempo no es concepto en este sentido, ni mucho menos; porque no hay muchos tiempos, sino un solo tiempo. Si nosotros Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 88 hablamos de múltiples tiempos, no es en el sentido de que haya múltiples tiempos, sino en el sentido de trozos, partes de uno y el mismo y único tiempo. El tiempo, pues, es único. La unidad y la unicidad del tiempo lo cualifican como algo de lo cual no podemos tener concepto, sino solamente intuición, nosotros podemos intuir el tiempo, aprehender inmediatamente el tiempo, pero no pensarlo mediante un concepto, como si el tiempo fuese una cosa entre muchas cosas. El tiempo no es, pues, cosa que pueda pensarse mediante conceptos, sino que es una pura intuición. Con esto queda terminada lo que Kant llama “exposición metafísica del tiempo”. Viene después la exposición trascendental, encaminada a mostrar que el tiempo, la intuitividad y el apriorismo del tiempo, son la condición de la posibilidad de los juicios sintéticos en la aritmética. Los juicios en la aritmética son sintéticos y “a priori”, es decir, son juicios que nosotros hacemos mediante intuición. Yo necesito intuir el tiempo para sumar, restar, multiplicar o dividir; y eso lo hacemos, además, “a priori”. La condición indispensable para esto, es que hayamos supuesto, como base de todas nuestras operaciones, eso que llamamos la sucesión de los momentos en el tiempo. Así, pues, sólo sub-poniendo la intuición pura del tiempo a priori” es posible que nosotros construyamos la aritmética, sin el auxilio de ningún recurso experimental. Y precisamente porque el tiempo es una forma de nuestra sensibilidad, una forma de nuestras vivencias; porque el tiempo es el cauce previo de nuestras vivencias, por eso es por lo que la aritmética, construida sobre esa forma de toda vivencia, tiene luego una aplicación perfecta en la realidad. Porque, claro está, la realidad tendrá que dárseme a conocer mediante percepción sensible; la percepción sensible empero es una vivencia; esta vivencia se ordenará en la sucesión de las vivencias, en la enumeración, en el 1, 2, 3 sucesivo de los números y por lo tanto el tiempo, que Yo haya estudiado “a priori” en la aritmética, tendrá siempre aplicación perfecta, encajará divinamente con la realidad en cuanto vivencia. De esta manera llega Kant a la conclusión de que el espacio y el tiempo son las formas de la sensibilidad. Y por sensibilidad entiende Kant la facultad de tener percepciones. Ahora bien; el espacio es la forma de la experiencia o percepciones externas; el tiempo es la forma de las vivencias, o percepciones internas. Mas toda percepción externa tiene dos caras: es externa por uno de sus lados, por cuanto que está constituida por lo que llamamos en psicología un elemento presentativo; pero es interna por otro de sus lados, por cuanto que al mismo tiempo que yo percibo la cosa sensible (esta lámpara, por ejemplo) voy al mismo tiempo, dentro de mí, sabiendo que la percibo; teniendo no sólo la percepción de ella sino la apercepción; dándome cuenta de que la percibo. Así, pues, es al mismo tiempo un salir de mí hacia la cosa real, fuera de mí, y un estar en mí mismo, en cuyo “mí” mismo acontece esa vivencia. Por consiguiente el tiempo tiene una posición privilegiada, porque el tiempo es forma de la sensibilidad externa e interna, mientras que el espacio sólo es forma de la sensibilidad externa. Esta posición privilegiada del tiempo, que comprende en su seno la totalidad de las vivencias, tanto en su referencia a objetos exteriores, como en cuanto a acontecimientos interiores, es la base y fundamento de la compenetración que existe entre la geometría y la aritmética. La geometría y la aritmética no son dos ciencias paralelas, separadas por ese espacio que separa las paralelas. No; sino que son dos ciencias que se compenetran mutuamente. Y precisamente Descartes fue el primer matemático que abrió el paso entro la geometría y la aritmética, o mejor dicho, entre la geometría y el álgebra; porque Descartes inventó la geometría analítica, que es la posibilidad de reducir las figuras a ecuaciones, o la posibilidad inversa de convertir una ecuación en figura. Más adelante Leibniz remacha, por decirlo así, esta coherencia o compenetración íntima de la geometría y la aritmética y el álgebra, en el cálculo infinitesimal. Porque entonces encuentra, no solamente como Descartes, la posibilidad de transitar mediante leyes unívocas de las ecuaciones a las figuras y de las figuras a las ecuaciones, sino la posibilidad de encontrar la ley de desarrollo de un punto en cualesquiera direcciones del espacio. Esta posibilidad de encerrar en una fórmula diferencial o integral las diferentes posiciones sucesivas de un Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 89 punto cualquiera según el recorrido que él haga, es, pues, el remate perfecto de la coherencia entre la geometría y la aritmética. De esta suerte, toda la matemática representa un sistema de leyes “a priori”, de leyes independientes de la experiencia y que se imponen a toda percepción sensible. Toda percepción sensible que nosotros tengamos habrá de estar sujeta a las leyes de la matemática y, esas leyes de la matemática, no han sido deducidas, inferidas de ninguna percepción sensible: nos las hemos sacado de la cabeza, diré usando una forma vulgar de expresión. Y, sin embargo, todas las percepciones sensibles, todos los objetos reales físicos en la naturaleza y los que acontezcan en el futuro, eternamente, siempre habrán de estar sujetos a estas leyes matemáticas que nos hemos sacado de la cabeza. ¿Cómo es esto posible? Ya lo acabamos de oír en todo el desarrollo del pensamiento kantiano. Esto es posible, porque el espacio y el tiempo, base de las matemáticas, no son cosas, que nosotros conozcamos por experiencia, sino que son formas de nuestra facultad de percibir cosas, y por lo tanto son estructuras que nosotros, “a priori”, fuera de toda experiencia, imprimimos sobre nuestras sensaciones para convertirlas en objetos cognoscibles. Si pues no son esas formas más que formas que el sujeto imprime en el objeto ¿qué de particular tiene que el objeto, en todo momento y siempre, y en toda ocasión, haya de ostentar esas formas matemáticas? Toda esta parte de la Crítica de la Razón pura que se acaba de exponer, lleva en Kant un nombre extraño: se llama estética trascendental. Y digo que el nombre es extraño, no porque en sí mismo lo sea (verán que está justificado), sino porque la palabra estética tiene hoy un sentido muy popular, muy difundido, que es el que seguramente ustedes han evocado en su espíritu al oírla. La palabra estética significa hoy, para todo el mundo, “teoría de lo bello”, “teoría de la belleza”; o si acaso “teoría del arte y de la belleza”. Pero adviertan ustedes que la palabra estética en el sentido de teoría de lo bello, es moderna, muy moderna; es aproximadamente de la misma época que Kant. La emplea por vez primera en su sentido de teoría de lo bello, un filósofo alemán, casi contemporáneo de Kant, Baumgarten; pero Kant no tenía por qué tomar esa palabra en el sentido de teoría de lo bello, puesto que era un contemporáneo suyo el que la usaba por vez primera en el mundo en ese sentido. Así es que no la toma en el sentido de teoría de lo bello. Kant la toma en otro sentido muy diferente; la toma en su sentido etimológico. La palabra estética se deriva de una palabra griega que es “aisthesis”, que se pronuncia “estesis” y que es sensación; también significa percepción. Entonces ¿qué quiere decir estética? Estética significa: teoría de la percepción, teoría de la facultad de tener percepciones; teoría de la faculta de tener percepciones sensibles y también teoría de la sensibilidad como facultad de tener percepciones sensibles. La palabra trascendental la usa Kant en el mismo sentido que ya tantas veces se ha dicho; en el sentido de condición para que algo sea objeto de conocimiento. Así la estética trascendental asienta las bases de una profunda renovación en la concepción filosófica del idealismo. La estética trascendental establece los fundamentos para el idealismo trascendental. El idealismo, como ustedes ya saben muy bien, debuta en la época moderna con la filosofía de Descartes, se desarrolla en la filosofía de los empiristas ingleses y en la filosofía del racionalismo de Leibniz. Pero desde que nace en Descartes hasta que llega a manos de Kant, el idealismo adolece de un pequeño vicio de origen; y ese pequeño vicio de origen es un residuo del viejo realismo aristotélico, que permanece incrustado en el pensamiento idealista desde Descartes y que no acaba de desaparecer por completo del pensamiento idealista. Ese viejo residuo del realismo aristotélico es en Descartes muy visible. Cuando Descartes llega, después de debatirse con la duda, a la conclusión “yo existo”, este “yo” que existe para Descartes, existe como una cosa “en sí” y “por sí”. Existe como una substancia absoluta, cuya existencia no depende de ninguna condición. Del mismo modo, cuando Descartes logra transitar del “yo” a Dios y echa el ancla en esta substancia divina, también concibe esta substancia divina como una substancia existente “en sí” y “por sí” sin que Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 90 necesite supeditar su ser a ninguna condición. Y, por último, cuando Descartes transita, en tercer lugar, de la substancia divina a la substancia extensa, a la realidad material geométrica, también considera esta substancia como algo existente “en sí” y “por sí”. Todos estos son otros tantos residuos del viejo realismo, en el cual no consiente Aristóteles llamar real a algo, si no es real “en sí” y “por sí' y sin condición ninguna. Del mismo modo vemos en los sucesores de Descartes, los ingleses, el esfuerzo por desenvolver plenamente el idealismo. Ya Berkeley deshace la existencia “en sí” y “por sí” de la substancia material. Ya Berkeley nos dice: esa substancia material que Descartes considera existente en sí y por sí, no existe en sí y por sí; existe en mí, existe como mi vivencia; no es sino en tanto en cuanto es percibido; su ser consiste en ser percibido. Pero todavía conserva Berkeley un residuo del viejo realismo y es la existencia del yo en sí y por sí; el yo es todavía una substancia en sí y por sí. Tiene que venir Hume para disipar esa substancia yo, para reducir esa substancia yo a un sistema de “impresiones” como él decía, un sistema de puras vivencias. No hay, pues, para Hume un yo substancial y luego las vivencias tenidas por ese yo; no, sino que lo único que hay, lo único que existe son las vivencias. En cambio, el yo es una construcción, el yo es una derivación, es una suposición, que hacemos para explicarnos la coherencia de la cohesión de las vivencias. El yo, pues, ya no tiene para Hume substancialidad en sí y por sí, sino que está convertido en una condición habitual, irracional de la coherencia de las vivencias. Pero todavía queda en Hume un pequeño residuo del realismo aristotélico; y es que esas vivencias, cada una de ellas, las considera como algo en sí y por sí; las considera a su vez como algo que existe por sí mismo y entonces resulta que aplica a las “impresiones” -como él llama a estas vivencias- el criterio de la substancia aristotélica; y entonces las uniones y separaciones de las vivencias no tienen explicación racional. La ciencia entonces para Hume flota en el vacío. Hume desemboca en un escepticismo metafísico y en una concepción psicologista de la ciencia, según la cual, los enlaces, las afirmaciones científicas, que enlazan dos o tres impresiones, son puramente cosa de la costumbre, son enlaces sin razón, irracionales, puramente empíricos, que pueden ser o no ser, son juicios sintéticos, que carecen de universalidad y necesidad. Y de ese escepticismo, en que cae Hume, tiene la culpa el residuo de aristotélico realismo que se ha refugiado en esa minúscula cosita, la “impresión”. Si tomamos la otra serie de antecesores de Kant, en Leibniz nos encontramos con el mismo espectáculo. El residuo del realismo aristotélico, la obsesión de llegar a un ser que sea “en sí” y “por sí”, sin condición alguna absolutamente, lleva también a Leibniz a descubrir (o a creer que descubre) como elemento primario del mundo, del universo, las mónadas. Ciertamente -y éste es un gran progreso- Leibniz concibe las mónadas bajo la especie del espíritu; son pequeños espíritus; son unidades espirituales. Por eso se ha llamado muchas veces a la filosofía de Leibniz “espiritualismo”. Son, pues, unidades espirituales. Esas unidades espirituales tienen un contenido de percepciones y apercepciones. Pero esas unidades espirituales también son substancias en sí y por sí, aisladas, existentes independientemente de la más mínima condición. Y entonces ¿qué resulta? Resulta que para Leibniz es un misterio, un enigma indescifrable la intercomunicación entre esas substancias, y la armonía entre ellas. ¿Cómo es que yo, que pienso y que me saco del pensamiento la geometría y la aritmética, sin tener como dice él “ventana alguna ni puerta alguna” por donde pueda venir el conocimiento de la realidad exterior “porque las mónadas no tienen ventanas” -frase textual de Leibnizcómo es, entonces, que mis pensamientos acerca de lo que no soy yo concuerdan perfectamente con eso que no soy yo? Esto no lo puede resolver Leibniz más que acudiendo a la hipérbole de una armonía preestablecida, es decir, rindiendo las armas ante la dificultad insuperable del problema. Pues todas esas dificultades insuperables, con que tropiezan los sucesores de Descartes, proceden de que permanece en ellos latente ese residuo de realismo aristotélico, que se traduce en el afán de encontrar una “res”, una cosa, algo, ya sea espíritu o no espíritu, que exista “en sí” y “por sí”. Pero precisamente Kant va a realizar un esfuerzo formidable -el más grande que conoce la historia de la filosofía moderna- para superar, precisamente, esa obsesión, para acabar justamente con ese residuo de realismo aristotélico, para llegar a una concepción del ser y de la realidad en donde no se Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 91 exija, ni se pida, ni se acepte, una existencia o substancia “en sí” y “por sí'. Y entonces es cuando Kant llega, merced a este esfuerzo, a lo que él llama “idealismo trascendental”, cuyo primer trámite es la estética trascendental, la teoría del espacio y del tiempo, como formas y bases de la sensibilidad. El idealismo trascendental se propone descubrir las condiciones que el objeto ha detener para ser objeto a conocer, para ser objeto cognoscible. Y esas condiciones que el objeto ha de tener para ser objeto cognoscible, son condiciones que el objeto no podrá tener en sí y por sí, porque si las tuviera “en sí” y “por sí”, el yo, para conocerlos, tendría que estar absolutamente pasivo, y estando absolutamente pasivo, mi conocimiento de ese objeto en sí y por sí, no podría ser más que un conocimiento contingente y particular. Mas es así que el conocimiento de la ciencia, de la física-matemática de Newton, no es contingente y particular, sino universal y necesario; por tanto es absolutamente indispensable que las condiciones de cognoscibilidad latentes en el objeto no le pertenezcan al objeto “en sí mismo”, sino que le pertenezcan en cuanto que el sujeto las ha supuesto en el objeto. Es decir, que por vez primera en el pensamiento moderno aparece con toda claridad y precisión la pareja en correlación indisoluble: objeto-sujeto. Lo que el objeto es, no lo es en sí y por sí, sino en tanto en cuanto es objeto de un sujeto. Lo que el sujeto es, tampoco lo es como un ser absoluto, en sí y por sí, sino en tanto en cuanto es sujeto destinado a conocer un objeto. En esta indisoluble, en esta irreductible, inquebrantable correlación del sujeto y el objeto, está el secreto todo de lo que se llama idealismo trascendental. Lo que Kant llama trascendental, es, pues, la condición que descubro en un objeto, pero que ha sido puesta o supuesta por el sujeto en el objeto, para convertirlo en objeto cognoscible. Y el primer trámite en la posición de esta correlación objeto-sujeto, consiste en que el sujeto imprime en el objeto las formas de espacio y tiempo. Las formas de espacio y tiempo no son, pues, trascendentes; no son, pues, propiedades que las cosas tengan por sí y en sí, sino que son propiedades que las cosas tienen porque el sujeto, con ánimo de conocerlas, las ha puesto en el objeto. El sujeto, pues, para poder conocer, ha convertido las sensaciones en cosas cognoscibles. Y cognoscibles no son las cosas, sino en cuanto que sean extensas, tendidas en el espacio y sucesivas en el tiempo, como acontecimientos de un yo. Las formas de la sensibilidad, espacio y tiempo, son, pues, lo que el sujeto envía al objeto para que el objeto se apodere de ello, lo asimile, se convierta en ello, y luego pueda ser conocido. Entonces, diremos que Kant ha echado sobre las cosas en sí (que vanamente seguían persiguiendo los idealistas desde Descartes) una definitiva sentencia de exclusión. Las cosas en sí mismas no las hay; y si las hay, no podemos de ellas decir nada, no podemos ni hablar de ellas. Nosotros no podemos hablar más que de cosas, no en sí, sino extensas en el espacio y sucesivas en el tiempo. Pero como el espacio y el tiempo no son propiedades que a las cosas “absolutamente” les pertenezcan, sino formas de la sensibilidad, condiciones para la perceptibilidad, que, nosotros, los sujetos, ponemos en las cosas, resulta que nunca jamás, en ningún momento tendrá sentido el hablar de conocer las cosas “en sí mismas”. Lo único que tendrá sentido, será hablar no de las cosas en sí mismas, sino recubiertas de las formas de espacio y tiempo. Y esas cosas recubiertas de las formas de espacio y tiempo las llama Kant fenómenos. Por eso dice Kant que no podemos conocer cosas en sí mismas sino fenómenos. Y ¿qué son fenómenos? Pues, los fenómenos son las cosas provistas ya de esas formas del espacio y del tiempo que no les pertenecen en sí mismas pero que les pertenecen en cuanto son objetos para mí, vistas siempre en la correlación objeto-sujeto. Por esto he dedicado una lección al análisis fenomenológico del conocimiento; en donde vimos que el acto de conocimiento es primera y fundamentalmente la posición de esa correlación, sujetoobjeto. Así ahora comprenden ustedes muy bien el papel de la matemática en la filosofía de Kant. El papel de la matemática es determinar “a priori” las condiciones formales que han de tener todas las cosas, que entren en posible conocimiento. Cualquier cosa que tengamos que conocer, que se nos Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 92 presente para ser conocida, podemos de antemano estar seguros que ha de entrar en alguna de las cuadrículas que la matemática, “a priori” ha dibujado. La matemática es, pues, como teoría del espacio y del tiempo, la serie de las condiciones de todo posible fenómeno. Ahora, una vez que tenemos la serie de las condiciones de todo posible fenómeno, una vez que conocemos las posibles formas de los fenómenos, nos falta por conocer las reales formas de los fenómenos; nos falta conocer, no las figuras que pueden tener las cosas, sino las leyes efectivas y reales a que esos fenómenos, a que esas cosas obedecen, es decir, la física. Entonces, después de la estética trascendental, dedicada a dilucidar lo que el objeto ha puesto (espacio y tiempo) para la cognoscibilidad de las cosas, de los fenómenos, viene la teoría que ha de dilucidar lo que el objeto pone para la cognoscibilidad de las leyes efectivas que rigen estos fenómenos. En suma: viene el problema de cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la física; o dicho de otro modo, cómo es posible un conocimiento “a priori” no ya de las formas posibles de los objetos, sino de los objetos reales llamados fenómenos, que no son cosas en sí mismos, sino cosas revestidas de las formas espacio y tiempo y por lo tanto objetos para el sujeto, el cual es sujeto de conocimiento para ellos. 7. EL IDEALISMO DESPUÉS DE KANT8 Nos habíamos propuesto el problema fundamental de toda la metafísica: el problema de ¿qué es lo que existe? Habíamos seguido las respuestas que a este problema se han dado en las dos direcciones fundamentales que conoce la historia filosófica del pensamiento: la dirección realista y la dirección idealista. Habíamos visto, pues, primeramente, los intentos que en la antigüedad griega se hicieron para contestar esa pregunta; y que condujeron todos ellos a la forma más perfecta de realismo; la cual se encuentra en la filosofía de Aristóteles. Luego vimos que esa misma pregunta obtiene respuesta completamente distinta en la filosofía moderna que se inicia con Descartes; y que la propensión idealista, que consiste en contestar a la pregunta acerca de la existencia con una respuesta totalmente diferente de la que da Aristóteles, se desenvuelve en la filosofía moderna y llega a su máxima explicitación en la filosofía de Kant. El realismo, cuyo exponente máximo es Aristóteles, nos dio a nuestra pregunta, la contestación espontánea, la contestación ingenua, natural, que el hombre suele dar a esta pregunta. Pero la dio sustentada en todo un aparato de distinciones y conceptos filosóficos que habían ido formándose durante los siglos de la filosofía griega. Aristóteles contestó a nuestra pregunta, señalando las cosas que percibimos en torno de nosotros, como siendo lo que existe. Las cosas existen; y el mundo formado por todas ellas, es el conjunto de las existencias reales. A esas existencias reales se le dio -por Aristótelesel nombre de substancia. Substancia es cada una de las cosas que existen. Las substancias no solamente son en el sentido existencial, sino que, además, tienen una consistencia, tienen una esencia. Y además de la esencia, o sea de aquellos caracteres que hacen de ellas las substancias que son, tienen también accidentes o sea aquellos otros caracteres que las especifican y finalmente las singularizan dentro de la esencia general. Junto a esto Aristóteles estudia también el conocimiento. Nosotros conocemos esas substancias y el conocimiento consiste en dos operaciones. La primera: formar concepto de las esencias, es decir, reunir en unidades mentales, llamadas conceptos, los caracteres esenciales de cada substancia. La segunda operación del conocimiento consiste, cuando ya tenemos conceptos, en subsumir en cada concepto todas las percepciones sensibles que tenemos de las cosas. Conocer una cosa, significa, pues, encontrar en el repertorio de conceptos ya formados, aquel concepto que pueda predicarse de esa cosa. Si a esto luego se añaden los caracteres accidentales, individuales de la substancia, entonces llegamos al conocimiento pleno, total, absoluto de la realidad. En tercer lugar, Aristóteles considera el yo que conoce, como una substancia entre las muchas que hay y que existen; sólo que esta substancia es una substancia racional. Entre sus caracteres Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 93 esenciales, está el pensar, la facultad de formar conceptos y de subsumir las percepciones en cada uno de esos conceptos, la facultad de conocer. Frente a esta metafísica realista de Aristóteles, conocemos ahora la nueva actitud idealista, inaugurada por Descartes, y que llega, en Kant, a su máxima explicitación. Para el idealismo, lo que existe no son las cosas, sino el pensamiento; éste es lo que existe, puesto que es 1o único de que yo tengo inmediatamente una intuición. Ahora bien; el pensamiento tiene esto de peculiar: que se tiende o se estira -por decirlo así- en una polaridad. El pensamiento es, por una parte, pensamiento de un sujeto que lo piensa; y, por otra, es pensamiento de algo pensado por ese sujeto; de modo que el pensamiento es esencialmente una correlación entre sujeto pensante y objeto pensado. Ese pensamiento, así, en esa forma, por ser precisamente correlación, relación inquebrantable entre objeto pensante y objeto pensado, elimina necesariamente la cosa o substancia “en sí misma”. No hay ni puede haber en el pensamiento nada que sea “en sí mismo” puesto que el pensamiento es esa relación entre un sujeto pensante y un objeto pensado. Esto que nos parece tan sencillo, fue, sin embargo, lo que costó dos siglos de meditaciones filosóficas, a partir de Descartes, hasta llegar a una plena claridad acerca de ello. Porque en Descartes, en los ingleses sucesores de Descartes, en Leibniz, durante todo el siglo XVII y gran parte del XVIII, sigue palpitante, inextinguible la idea de la cosa en sí, o sea la idea de la existencia de algo que existe, y que es, independientemente de todo pensamiento e independientemente a toda relación. Así es que la dificultad grande con que tropezaron los primeros lectores de Kant fue comprender esa sencilla cosa de que el pensamiento es, él mismo, una correlación entre sujeto pensante y objeto pensado. Y la dificultad está en que hay que vencer la propensión realista; porque aun tomando la tesis idealista en la forma en que acabo de expresarla, todavía seguramente ustedes tienen esa propensión realista que consiste en creer que el objeto pensado es primero objeto y luego pensado. Y no; no es así; sino que el objeto pensado es objeto cuando y porque es pensado; el ser pensado es lo que lo constituye como objeto. Eso es lo que quiere decir todo el sistema kantiano de las formas de espacio, tiempo y categorías. La actividad del pensar es la que crea el objeto como objeto pensado. No es, pues, que el objeto exista, y luego llegue a ser pensado (que esto sería el residuo de realismo aún palpitante en Descartes, en los ingleses y en Leibniz) sino que la tesis fundamental de Kant estriba en esto: en que objeto pensado no significa objeto que primero es y que luego es pensado, sino objeto que es objeto porque es pensado; y el acto de pensarlo es al mismo tiempo el acto de objetivarlo, de concebirlo como objeto y darle la cualidad de objeto. Y del mismo modo, en el otro extremo de la polaridad del pensamiento, en el extremo del sujeto; no es que el sujeto sea primero y por ser sea sujeto pensante. Este es el error de Descartes. Descartes cree que tiene de sí una intuición, la intuición de una substancia, uno de cuyos atributos es el pensar. Pero Kant muestra muy bien que el sujeto, la substancia, es también un producto del pensamiento. De modo que el sujeto pensante no es primero sujeto y luego pensante, sino que es sujeto en la correlación del conocimiento, porque piensa, y en tanto y en cuanto que piensa. De esta manera Kant consigue eliminar totalmente el último vestigio de “cosa en sí”, vestigio de realismo que aún perduraba en los intentos de la metafísica idealista de los siglos XVII y XVIII. Pero al mismo tiempo que Kant remata y perfecciona el pensamiento idealista, introduce en este pensamiento algunos gérmenes que vamos a ver desenvolverse y dilatarse en la filosofía que sucede a Kant. Esos gérmenes son principalmente dos: primero, esa “cosa en sí” que Kant ha logrado eliminar en la relación de conocimiento, esa cosa “en sí”, si nos fijamos bien en lo que significa, encontramos que su sentido es el de satisfacer el afán de unidad, el afán de incondicionalidad que el hombre, que la razón humana siente. Si en efecto el acto de conocer consiste en poner una relación, una correlación entre el sujeto pensante y el objeto pensado, resulta que todo acto auténtico de conocer está irremediablemente condenado a estar sometido a condiciones; es decir, que todo acto de conocimiento conoce, en efecto, una relación; pero esa relación, puesto que lo es, puesto que es relación, plantea Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 94 inmediatamente nuevos problemas, que se resuelven inmediatamente también mediante el establecimiento de una nueva relación; y en esto de anudar relaciones, de determinar causas y efectos, que a su vez son causas de otros efectos y que a su vez son efectos de otras causas; en esta determinación de una red de relaciones, el afán cognoscitivo del hombre no descansa. Y ¿por qué no descansa? Porque no se hallará satisfecho sino cuando logre un objeto pensado, un objeto que luego de conocido, no le plantee nuevos problemas, sino que tenga en sí la razón integral de su propio ser y esencia y de todo cuanto de él se derive. Este afán de incondicionalidad, o afán de “absoluto”, no se satisface con la ciencia positiva; la cual no nos da más que contestaciones parciales, fragmentarias o relativas, mientras que lo que anhelamos es un conocimiento absoluto, esa “cosa en sí” que ingenuamente creen los realistas captar por medio del concepto aplicado a la substancia. Pero ese afán de “absoluto”, aunque no puede ser satisfecho por la progresividad relativizante del conocimiento humano, representa sin embargo, una necesidad del conocimiento. El conocimiento aspira hacia él; y entonces, ese absoluto incondicionado se convierte para Kant en el ideal del conocimiento, en el término al cual el conocimiento propende, hacia el cual se dirige o como Kant decía también: en el ideal regulativo del conocimiento, que imprime al conocimiento un movimiento siempre hacia adelante. Ese ideal del conocimiento, el conocimiento no puede alcanzarlo. Sucede que cada vez que el hombre aumenta su conocimiento y cree que va a llegar al absoluto conocimiento, se encuentra con nuevos problemas y no llega nunca a ese absoluto. Pero ese absoluto, como un ideal al cual se aspira, es el que da columna vertebral y estructura formal a todo el acto continuo del conocimiento. Esta idea novísima en la filosofía (que podríamos expresar diciendo: que lo absoluto en Kant deja de ser actual para convertirse en potencial) es la que cambia por completo la faz del conocimiento científico humano; porque entonces, el conocimiento científico resulta ahora no un acto único, sino una serie escalonada y eslabonada de actos, susceptibles de completarse unos por otros, y por consiguiente susceptibles de progresar, de progreso. Esta primera idea es, pues, en Kant, fundamental, muy importante. La segunda, es que la consideración de ese mismo absoluto, de ese mismo incondicionado (que el conocimiento aspira a captar y que no puede captar, pero cuya aspiración constituye el progreso del conocimiento) ese mismo absoluto aparece, desde otro punto de vista, como la condición de la posibilidad de la conciencia moral. La conciencia moral, que es un hecho, no podría ser lo que es si no postulase ese absoluto, sino postulase la libertad absoluta, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios. Y esta primacía de la razón práctica o de la conciencia moral, es la segunda de las características del sistema kantiano, que lo diferencia de sus predecesores; y toda la filosofía que ha de suceder a Kant arranca, precisamente, de esas dos características de Kant. La filosofía que sucede a Kant, toma su punto de partida de ese absoluto, que para Kant es el ideal del conocimiento por una parte, y por otra, el conjunto de las condiciones “a priori” de la posibilidad de la conciencia moral. Y así, los filósofos que suceden a Kant se diferencian de Kant de una manera radical y se asemejan a Kant de una manera perfecta. Se diferencian radicalmente de él en su punto de partida. Kant había tomado como punto de partida de la filosofía la meditación sobre la ciencia físico-matemática, ahí existente, como un hecho; y también la meditación sobre la conciencia moral, que también es otro hecho, o, como Kant dice, “factum”, hecha de la razón práctica. Pero, los filósofos que siguen a Kant abandonan ese punto de partida de Kant; ya no toman como punto de partida el conocimiento y la moral, sino que toman como punto de partida lo “absoluto”. Ese algo absoluto e incondicionado es lo que da sentido y progresividad al conocimiento, y lo que fundamenta la validez de los juicios morales. Pero al mismo tiempo, digo que se asemejan a Kant; porque de Kant han tomado este nuevo punto de partida. Lo que para Kant era una transformación de la metafísica antigua en una metafísica ideal, es para ellos ahora, propiamente, la primera piedra sobre la cual tienen que edificar su sistema. Y así, si me permiten ustedes el esfuerzo arriesgadísimo, Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 95 aventuradísimo, de reducir a un esquema claro lo que hay de común en los tres grandes filósofos que suceden a Kant -Fichte, Schelling y Hegel- yo me atrevería audazmente a bosquejarles a ustedes el esquema siguiente. Primero, estos filósofos, los tres, parten de la existencia de lo absoluto. A la pregunta metafísica fundamental: ¿qué es lo que existe? Contestan: existe lo absoluto, lo incondicionado; existe algo, cuya existencia no está sujeta a condición ninguna. Este es para ellos el punto de partida. Algún perito en filosofía puede descubrir aquí la influencia que sobre estos pensadores ejerce Espinosa, que fue descubierto en Alemania precisamente en este momento, en la época de la muerte de Kant. Es, pues, para ellos, lo absoluto, el punto de partida. Segundo, también es común a los tres grandes pensadores que siguen a Kant, la idea de que ese absoluto, ese ser absoluto, que han tomado como punto de partida, es de índole espiritual. Es pensamiento, o bien acción, o bien razón, o bien espíritu. Es decir, que estos tres grandes pensadores consideran y conciben ese absoluto, bajo una u otra especie, pero siempre bajo una especie espiritual; ninguno de ellos lo concibe bajo una especie material; ninguno de ellos lo concibe materialísticamente. En tercer lugar, los tres consideran también que ese absoluto, que es de carácter y de consistencia espiritual, se manifiesta, se fenomenaliza, se expande en el tiempo y en el espacio, se explicita poco a poco en una serie de trámites, sistemáticamente enlazados; de modo que ese absoluto, que tomado en su totalidad es eterno, fuera del tiempo, fuera del espacio, y constituye la esencia misma del ser, se tiende -por decirlo así- en el tiempo y en el espacio. Su manifestación da de sí, de su seno, formas manifestativas de su propia esencia; y todas esas formas manifestativas de su propia esencia fundamental, constituyen lo que nosotros llamamos el mundo, la historia, los productos de la humanidad, el hombre mismo. Por último, en cuarto lugar, también es común a estos grandes filósofos sucesores de Kant, el método filosófico que van a seguir y que va a consistir para los tres, en una primera operación filosófica que ellos llaman intuición intelectual, la cual está destinada, encaminada a aprehender directamente la esencia de ese absoluto intemporal, la esencia de esa incondicionalidad; y después de esta operación de intuición intelectual, que capta y aprehende lo que el absoluto es, viene una operación discursiva, sistemática y deductiva, que consiste en explicitar, a los ojos del lector, los diferentes trámites mediante los cuales ese absoluto temporal y eterno se manifiesta sucesivamente en formas varias y diversas en el mundo, en la naturaleza, en la historia. Por consiguiente, todos estos filósofos serán esencialmente sistemáticos y constructivos. La operación primera de la intuición intelectual les da, por decirlo así, el germen radical del sistema. La operación siguiente, de la construcción o de la deducción trascendental, les da la serie de los trámites y la conexión de formas manifestativas en el espacio y en el tiempo, en que esa esencia absoluta e incondicionada se explicita y se hace patente. Todos estos caracteres, que digo que son comunes a los tres grandes filósofos que suceden a Kant, los ven ustedes perfectamente influidos o derivados por esa transformación que Kant ha hecho en el problema de la metafísica. Kant ha dado al problema de la metafísica la transformación siguiente: la metafísica buscaba lo que es y existe “en sí”. Ahora bien: para el pensamiento científico nada es ni existe en sí, porque todo es objeto de conocimiento, objeto pensado para un sujeto pensante. Pero eso que buscaba la metafísica y que no es en sí, ni existe en sí, es sin embargo una idea regulativa para el conocimiento discursivo del hombre: las matemáticas, la física, la química, la historia natural. Y esa idea regulativa representa lo contrario de los objetos del conocimiento concreto. Si los objetos del conocimiento concreto son relativos, correlativos al sujeto, esa otra idea regulativa, representa lo absoluto, lo completo, lo total, lo que no tiene condición ninguna, lo que no necesita condición. De aquí arrancan, entonces, los sucesores de Kant. De ese absoluto es de lo que ellos parten, en vez de ser, como Kant, a lo que se llega. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 96 Pues, vean ustedes ahora. Voy en breves palabras a esquematizarles el pensamiento de cada uno de esos tres grandes filósofos y van ustedes a reconocer en esto el esquema de los cuatro puntos expuestos. 7.1. Fichte Fichte, por ejemplo, parte de lo absoluto y verifica la intuición intelectual de lo absoluto; y entonces, merced a esa intuición intelectual de lo absoluto, intuye lo absoluto bajo la especie del yo. Bajo la especie del yo absoluto, no del yo empírico, sino del ya en general, de la subjetividad en general. Mas el yo absoluto, que es lo que el absoluto es (el absoluto es el yo), no consiste en pensar, sino que el pensar viene después. Consiste en hacer, en una actividad. La esencia de lo absoluto, del yo absoluto, es para Fichte la acción, la actividad. Y el yo absoluto, mediante su acción, su actividad, necesita para esa acción, para esa actividad, un objeto sobre el cual recaiga esa actividad; y entonces, en el acto primero de afirmarse a sí mismo como actividad, necesariamente tiene que afirmar también el “no yo”, el objeto, lo que no es el yo, como término de esa actividad. Y de este dualismo, de esta contraposición entre la afirmación que el yo absoluto hace de sí mismo como actividad y la afirmación conexa y paralela que hace también del “no yo”, del objeto, como objeto de la actividad, nace el primer trámite de explicitación de lo absoluto. Lo absoluto se explicita en sujetos activos y objetos de la acción. Ya tienen ustedes aquí derivado, deductiva y constructivamente, de lo absoluto, el primer momento de esa manifestación en el tiempo y en el espacio. Por un lado tendremos los “yos” empíricos. Pero del otro lado, tendremos el mundo de las cosas. Pero como el yo del hombre empírico, es fundamentalmente acción, el conocimiento tendrá que venir como preparación para la acción. El conocimiento es una actividad subordinada. En Fichte reconocen ustedes la primacía de la conciencia moral de Kant. El conocimiento es una actividad subordinada, que tiene por objeto el permitir la acción, el proponerle al hombre acción. El yo es plenamente lo que es, cuando actúa moralmente. Para actuar moralmente el yo necesita, primero, que haya un “no yo”. Segundo, conocerlo. Y aquí tienen ustedes cómo en trámites minuciosos, sucesivos, va sacando Fichte deductiva y constructivamente de lo absoluto toda su explicitación, su manifestación, su fenomenalización en el mundo de las cosas, en el espacio, en el tiempo y en la historia. 7.2. Schelling Tomemos ahora a Schelling. Schelling es una personalidad intelectual de tipo completamente distinto de Fichte. Fichte es un apóstol de la conciencia moral, es un apóstol de la educación popular. Fichte es un hombre para quien todo conocimiento y toda ciencia tiene que estar sometida al servicio de la acción moral. En cambio Schelling es un artista; la personalidad de Schelling es la personalidad de un estético, de un contemplativo. Por eso, la filosofía del uno y del otro, son completamente diferentes, dentro de ese mismo esquema general expuesto antes. También Schelling parte de lo absoluto, lo mismo que Fichte; pero si lo absoluto para Fichte era el yo activo, para Schelling lo absoluto es la armonía, la identidad, la unidad sintética de los contrarios, aquella unidad total que identifica en un seno materno, en lo que llamaba Goethe las protoformas, o en la traducción de una palabra griega “las madres” (conceptos madres). Lo absoluto para Schelling es la unidad viviente, espiritual, dentro de la cual están como en germen todas las diversidades que conocemos en el mundo. Y así esa unidad viviente se pone primero, se afirma primero como identidad. Entre todo cuanto es y cuanto existe, hay para Schelling una fundamental identidad; todo es uno y lo mismo; todas las cosas, por diferentes que parezcan, vistas desde un cierto punto, vienen a fundirse en la matriz idéntica de todo ser, que es lo absoluto. El primer trámite de diversificación de este absoluto es el que distingue por un lado la naturaleza, y por el otro el espíritu. Esa distinción pone las primeras dos ramas del tronco común (por un lado, las cosas naturales y por el otro lado, los espíritus, los pensamientos, las almas). Pero la distinción nunca Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 97 es abolición de la identidad. La naturaleza está colmada de espíritus; como el espíritu es a su modo también naturaleza. Schelling tiene una visión extraordinariamente aguda para todos aquellos fenómenos naturales, como son los fenómenos de la vida, de los animales, de las plantas, que patentemente son fenómenos en donde la naturaleza está maridada, casada, unida con algún elemento viviente, trepidante y espiritual. Pero también, fuera de la naturaleza viva, en la naturaleza inerte, inorgánico, encuentra Schelling los vestigios del espíritu, como en esas magníficas reflexiones que hace, sublimemente escritas, con una belleza de lenguaje extraordinaria; esas magníficas reflexiones que hace sobre la cristalización de los cuerpos, en donde muestra que un cuerpo, por pequeño que sea, que se cristalice, por ejemplo en exaedro, lleva dentro de si la forma exaedro; por pequeño que sea, un átomo de cuerpo que cristalice en exaedro, si se machaca y se toma la más mínima partícula es también un exaedro. Tiene pues, alma de exaedro. Hay un espíritu exaédrico dentro de él. Esa fusión o identificación está en todas las diversificaciones de la naturaleza y del espíritu. Y en cualquiera de las formas, y en cualquiera de los objetos y en cualquiera de las cosas concretas que tomamos vemos y encontraremos la identidad profunda de lo absoluto. 7.3. Hegel Pues, si tomamos ahora a Hegel, nos encontraremos con un tercer tipo humano completamente distinto de los dos anteriores. Si Fichte fue un hombre de acción moral, un apóstol; si Schelling fue un delicado artista, Hegel es el prototipo del intelectual puro, el prototipo del hombre lógico, el pensador racional, frío. Cuando era estudiante, sus compañeros le llamaban “el viejo”. Porque realmente era viejo antes de tiempo y fue, toda su vida “el viejo”. Vamos a ver imponerse, en su filosofía, este sentido absolutamente racional, porque, para Hegel, lo absoluto -que es el punto de partida siempre- es la razón. Eso es lo absoluto. A la pregunta metafísica -¿qué es lo que existe?- contesta: existe la razón. Todo lo demás son fenómenos de la razón, manifestaciones de la razón. Pero ¿que razón? Sin duda no la razón estática, la razón quieta, la razón como una especie de facultad captativa de conceptos, siempre igual en sí misma, dentro de nosotros. Nada de eso. Por el contrario: la razón es concebida por Hegel como una potencia dinámica, llena de posibilidades, que se van desenvolviendo en el tiempo; la razón es concebida como un movimiento; la razón es concebida, no tanto como razón, sino más bien como razonamiento. Pensad un momento en lo que significa razonar, en lo que quiere decir pensar. Razonar, pensar, consiste en proponer una explicación, en excogitar un concepto, en formular mentalmente una tesis, una afirmación; pero a partir de ese instante, empezar a encontrarle defectos a esa afirmación, a ponerle objeciones, a oponerse a ella. ¿Mediante qué? Mediante otra afirmación igualmente racional, pero antitética de la anterior, contradictoria de la anterior. Esa antítesis de la primera tesis, plantea a la razón un problema insoportable; es menester que la razón haga un esfuerzo para hallar un tercer punto de vista, dentro del cual esta tesis y aquella antítesis quepan en unidad; y así, continuamente, va sacando la razón, por medio del razonamiento, de sí, un número infinitamente vasto de posibilidades racionales insospechadas. La razón, pues, es el germen de la realidad. Lo real es racional y lo racional es real; porque no hay posición real que no tenga su Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 98 justificación racional, como no hay tampoco posición racional que no esté, o haya estado, o haya de estar en lo futuro realizada. Por consiguiente, de esa razón que es lo absoluto, mediante un estudio de sus trámites internos que llama Hegel lógica, dándole a la palabra un sentido hasta entonces no habitual- mediante el estudio de la lógica, o sea de los trámites que la razón requiere al desenvolverse, al explicitarse ella misma, la razón va realizando sus razones, va realizando sus tesis, luego las antítesis, luego otra tesis superior; y así la razón misma va creando su propio fenómeno, va manifestándose en las formas materiales, en las formas matemáticas que son lo más elemental de la razón, en las formas causales, que son lo más elemental de la física, en las formas finales que son las formas de los seres vivientes y luego en las formas intelectuales, psicológicas, en el hombre, en la historia. Así, todo cuanto es, todo cuanto ha sido, todo cuanto será no es sino la fenomenalización, la realización sucesiva y progresiva de gérmenes racionales, que están todos en la razón absoluta. Corno ustedes ven, estos filósofos no han hecho más que realizar cada uno a su modo y en formas completamente distintas el esquema general que les di a ustedes en un principio. Todos han partido de lo absoluto. No han partido de datos concretos de la experiencia, ni tampoco del hecho de la ciencia físico-matemática, ni del hecho de la conciencia moral, sino que han partido de lo absoluto, intuido intelectualmente y desenvuelto luego sistemática y constructivamente en esos magníficos abanicos de los sistemas, que se despliegan ante el lector, deslumbrándolo con la belleza extraordinaria de su deducción trascendental. Llenaron estos hombres la filosofía de la primera mitad del siglo XIX. Pero estos hombres, que llenaron la filosofía en la primera mitad del siglo XIX, habían exagerado un poco. Su error consistió en que se separaron demasiadamente de las vías que seguía el conocimiento científico; se apartaron demasiado de ellas; no las tuvieron en cuenta ni como punto de partida ni como punto de llegada. Se empeñaron en que su deducción trascendental, esa construcción sistemática que partía de lo absoluto, comprendiera, también, en su seno, la ciencia de su tiempo. Y así se fue labrando, poco a poco, un abismo entre la filosofía y la ciencia. La filosofía, apartándose de la ciencia; y la ciencia, desviándose, apartándose también de la filosofía. Y ¿qué resultó de todo esto? Que a mediados del siglo XIX, esa ruptura, ese abismo entre la ciencia y la filosofía era tan grande, que trajo consigo un espíritu de hostilidad, de recelo y de amargo apartamiento con respecto a la filosofía. Sobrevino el espíritu que llamaríamos positivista. El positivismo está estructurado por un cierto número de preferencias y de desvíos intelectuales, que los voy a enumerar. En primer lugar, la hostilidad radical a toda construcción. Se llama construcción al empeño de estos filósofos románticos alemanes de deducir de lo absoluto, constructivamente, todo el detalle del universo. En broma (siempre hablaba en broma, pero muchas veces con una profundidad muy grande) decía Heine que Hegel era capaz de deducir la racionalidad del lápiz con que escribía, partiendo de lo absoluto, sin solución de continuidad. Pues el espíritu positivista de hostilidad a la construcción, consiste en esa hostilidad a toda deducción, que no esté basada en datos inmediatos de la experiencia. Estos filósofos, no habían tenido la precaución de Kant; Kant había partido de la física de Newton y de la conciencia moral, como un hecho. Su filosofía estaba pegada a las articulaciones de la ciencia. Pero estos filósofos parten de los resultados de la filosofía de Kant; y entonces se alejaron extraordinariamente de los datos mismos de la observación y de las experimentaciones científicas. El segundo punto del positivismo es la hostilidad al sistema. El positivismo dice: la realidad será o no será sistemática. Eso no lo sabemos “a priori”. En cambio estos filósofos construyen su realidad sistemáticamente, como si “a priori” supieran que la realidad es sistemática. Si la realidad es sistemática, lo habremos de saber cuando la conozcamos; lo primero es conocerla tal como es. Tercer punto esencial del positivismo: de los dos puntos anteriores se deriva la reducción de la filosofía a puros resultados de la ciencia. La filosofía no puede ser otra cosa que la generalización de los más importantes y gruesos resultados de la física, de la química, de la historia natural. Otra cosa no Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 99 puede hacerse. El pensamiento humano no puede salirse del círculo en que está encerrado el conocimiento. Por consiguiente, a lo más que puede pretender el pensamiento filosófico, es a tomar esos resultados generales, a que llega la ciencia y estirarlos y darles las formas más o menos sistemáticas posibles. Por último, el rasgo esencial del positivismo es el naturalismo. ¿Qué es naturalismo? Algo muy sencillo. Existen unas ciencias, que estudian la naturaleza. Esas ciencias son: la astronomía, la física, la química, la biología, la historia natural. En esas ciencias, los métodos que ellas emplean han dado unos resultados magníficos. Durante siglos, los métodos experimentales, de observación, de reducción de las formas a leyes o secuencias, han dado unos resultados excelentes. Entonces, naturalismo consiste en decir: todas las demás ciencias, la psicología, la ciencia de la historia, la ciencia del derecho y del espíritu, deben seguir los mismos métodos. Puesto que en éstas han sido tan buenos estos métodos, que sigan también ellas los mismos. Eso es naturalismo. Y ello está implícito en el pensamiento positivista. Pero además, ese naturalismo los lleva a esta otra conclusión o consecuencia: que los objetos de la ciencia del espíritu, la psicología, la historia, el derecho, las costumbres, la moral, la economía política, etc., son objetos que deben poderse reducir a naturaleza. Nos creemos nosotros que son de esencia y de índole diferente; nos creemos nosotros que entre el espíritu, el pensamiento y la materia cerebral hay un abismo. Pues no. Forzosamente, cuando llegue en el progreso el día, se encontrará cómo se vincula el uno al otro y cómo el espíritu puede reducirse a los fenómenos materiales. Naturalismo, tiene pues, dos sentidos; primero la necesidad de extender los métodos de las ciencias naturales a toda la ciencia; y, segundo, reducir a naturaleza los objetos que aparecen irreductibles a la naturaleza. El caso más formidable de naturalismo, lo tienen ustedes en el bellísimo libro de Spengler La Decadencia de Occidente; donde se considera que la cultura es lo mismo que un tigre o un rinoceronte, un ser viviente que tiene su nacer, su desarrollo, su proliferación, su muerte, sus leyes biológicas, a las cuales está sujeto y adherido. Este punto de vista positivista tuvo que tener una consecuencia forzosa: la depresión de la filosofía. La filosofía quedó deprimida. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la filosofía anduvo miserable, pidiendo perdón por su propia existencia, como diciéndoles a los científicos: ustedes dispensen, yo no tengo la culpa. Haré lo que pueda. Pedía perdón por su existencia, renunciando a sus propios problemas. De vez en cuando algún atrevido que se aventuraba a poner en duda las grandes generalizaciones de Haeckel, de Ostwald o de Spencer, recibía en seguida un golpe en los nudillos: ¡usted es metafísico! Y él decía: ¡Pobre de mí! ¡Soy un metafísico! Y entonces se sentía abrumado y desesperado. Este punto de vista no podía subsistir mucho tiempo. El espíritu humano no podía subsistir de esta manera. El positivismo es el suicidio de la filosofía; es la prohibición de tocar aquellos problemas que inextinguiblemente acosan al corazón y a la mente humana. No podía durar mucho tiempo esta prohibición de entrar en ese cuarto, cuando el hombre, desde que es hombre, no tiene más afán que el de entrar en ese cuarto. Por consiguiente había de haber muy pronto una reacción contra el positivismo, y una renovación de la filosofía. Esta reacción contra el positivismo y renovación de la filosofía, tiene en cada país sus formas un poco diferentes. En Europa, estas formas han sido principalmente oriundas de la reacción antipositivista, que se produjo en Alemania; y esta reacción antipositivista, que se produjo en Alemania, se produjo en virtud de algunos fenómenos históricos concomitantes. Hacia el año 1870, empezaron algunos fenómenos de reacción contra el positivismo. Uno de ellos, el más notable, fue el bello libro que publicó en 1865 Otto Liebmann y que se llama Kant y los Epígonos. En este libro sostiene Liebmann que la filosofía tiene que volver a Kant, y que los culpables del decaimiento y miseria de la filosofía habían sido los filósofos románticos alemanes que se habían desatado en la sistematización constructiva y fantástica, que era los que él llamaba los epígonos. Decía que era preciso volver a Kant, volver al sano filosofar Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 100 kantiano, que sin ser naturalmente ni un ápice positivista, sin embargo tiene en cuenta constantemente los objetos y los datos científicos, para sobra ellos y con ellos hacer la filosofía. Entonces Otto Liebmann, parodiando la famosa frase de Catón, cuando para recordarles a los romanos su enemigo secular, terminaba todos los discursos suyos en el Senado, viniese o no viniese a pelo, diciendo: “... y, además, creo que hay que destruir Cartago”; pues, parodiando esta frase de Catón, Otto Liebmann terminaba todos los párrafos de su libro con esta frase: “… y, además, creo que hay que volver a Kant”. Tuvo un éxito grande este libro, y resultó que, en efecto, la juventud estudiosa filosófica alemana se puso a leer a Kant y a trabajar sobre Kant. Y de esto, en combinación con la influencia que tuvo el gran libro de Federico Alberto Lange, surgieron las escuelas filosóficas neo-kantianas que, hasta hoy, hace muy pocos años, han regido en la escuela de la filosofía oficial alemana: las escuelas de Marburgo y Baden, que han sido las dos escuelas kantianas regidas por Cohen y Natorp y por Windelband y Rickert. Este ha sido uno de los motores de la reacción antipositivista. El segundo motor y tan importante como éste, aunque menos conocido, ha sido la influencia de Brentano y de los discípulos de Brentano, sobre la filosofía alemana. Brentano enseña a sus discípulos que el auténtico filosofar no consiste en las grandes generalidades de Fichte, Schelling y Hegel, sino que consiste en la minuciosa y rigurosa dilucidación de los puntos, de los acentos, de los concretos filosóficos. Esta disciplina rigurosa, casi escolástica diríamos, que impuso Brentano a sus discípulos, dio a la filosofía una solidez y textura de razonamiento y demostración extraordinarias. Y discípulos de Brentano son los filósofos que, en Alemania, tienen y han tenido la mayor influencia: la fenomenología de Husserl, la teoría del Objeto de Meinong, etc. En Francia, la reacción antipositivista fue iniciada por la filosofía criticista de Renouvier, Ravaisson, Lachelier, uno de cuyos discípulos más notables ha sido Bergson. Bergson ha sido uno de los grandes luchadores en contra de la tendencia positivista. En suma: que pasado el mal trance del positivismo, la filosofía actual vuelve otra vez a recuperar sus temas eternos: el tema de la metafísica, el tema de la ontología, el tema de gnoseología, de la teoría del conocimiento, de la lógica, de la ética, etc. Y la filosofía actual se encuentra en un momento de renovación extraordinaria; no ciertamente para volver a hacer esos grandes sistemas como los de Fichte, Schelling y Hegel, edificados un poco sobre la arena de lo absoluto. No. Pero sí, para volver de nuevo a plantear las grandes tesis y los grandes temas de la auténtica filosofía, favorecida, además, en estos últimos tiempos, por un muy curioso y extraño caso, a saber: que los científicos, los físicos principalmente, se están adhiriendo a la filosofía, se están metiendo en el campo filosófico, y la filosofía los acoge con mucho gusto, mientras no tiren los pies por alto haciendo estragos en nuestro domicilio particular. 8. EL MARXISMO Si bien los fundadores del marxismo no pertenecen, desde un punto de vista cronológico, al siglo XX, la filosofía de Karl Marx y Friedrich Engels posee en nuestro tiempo plena vigencia, y no sólo dentro de los marcos académicos, sino que ha ido más allá para hacerse conciencia de los pueblos. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 101 Tampoco podemos decir que Marx y Engels sean filósofos académicos a la manera de Husserl, Carnap o Schlick. Empero, esto no impide afirmar la amplia difusión del marxismo, así como la presencia de rigurosos análisis filosóficos en las obras de Marx y Engels. Ambos autores se ocuparon, entre otros múltiples problemas, de la naturaleza de la filosofía en particular y de la teoría en general. Su posición al respecto sufrió modificaciones, transformaciones a través del tiempo, muchas veces atendiendo a las polémicas que hubieron de sostener Marx y Engels con filósofos y pensadores del pasado o de su época. 8.1. El concepto de filosofía de Marx En 1842, Marx adelanta algunas características de la filosofía que posteriormente serán precisadas. La filosofía, concebida en su desarrollo sistemático, es impopular: su actividad misteriosa parece, a los ojos del profano, una agitación tan extravagante como vana: semeja un profesor de magia, cuyos conjuros han de resonar solemnemente porque resultan incomprensibles. Los filósofos no brotan del suelo como los hongos, sino que son los frutos de su época y de su pueblo, cuyas energías más sutiles, más preciosas y menos visibles que expresan en las ideas filosóficas. El mismo espíritu que construye los sistemas filosóficos en el cerebro de los filósofos construye los ferrocarriles con las manos de los obreros. La filosofía no es exterior al mundo. Como toda filosofía genuina es la espiritual quintaesencia de su tiempo; ha de llegar el momento en que la filosofía se ponga en contacto, en recíproca relación con el mundo real de su tiempo, no sólo internamente, por su contenido, sino también externamente, por sus manifestaciones. Entonces la filosofía dejará de ser un oponerse de sistema a sistema para convertirse en la filosofía de cara al mundo, en la filosofía del mundo presente. Cabe destacar en este escrito temprano de Marx, el carácter histórico de la filosofía. Esta no es producto de una actividad misteriosa, mágica, sino fruto de su época, de las necesidades de una sociedad, es decir, de la concurrencia de factores que en el ámbito de la técnica, producen ferrocarriles. De tal suerte, la filosofía se encuentra enraizada a su sociedad, a su tiempo; es hija de ellos, los expresa compendiándolos. Empero, si bien es cierto que la filosofía es “la espiritual quintaesencia de su tiempo”, y lleva siempre la impronta de su origen, los filósofos no siempre se han vinculado conscientemente al mundo de su tiempo; han pretendido colocarse por encima o al margen de la historia. A esa filosofía ahistórica, Marx opone otra vinculada al mundo real cuyas manifestaciones incidan sobre él; es decir, la filosofía ha de tornarse de un quehacer que se mantiene en el nivel de la especulación, en una actividad de cara al mundo. A esta filosofía histórica, Marx le asigna la función de criticar las diversas formas de enajenación, ya que el hombre se ha liberado de la enajenación religiosa: En primer término, la misión de la filosofía, que se halla al servicio de la historia, consiste, una vez que se ha desenmascarado la forma de santidad de la autoenajenación humana, en desenmascarar la autoenajenación en sus formas no santas. La crítica del cielo se convierte con ello en la crítica de la tierra, la crítica de la religión en la crítica del derecho, la crítica de la teología en la crítica de la política. El hombre enajenado vive pasivamente hacia el mundo y hacia sí mismo; fabrica seres ficticios a los cuales termina por atarse. Por ejemplo, el hombre puede esclavizarse a Dios, al Estado, a las mercancías, etc. En la enajenación religiosa, el hombre crea a Dios y a todo un mundo trascendente en el cual reina la justicia y se vive en un estado de realización y felicidad plenas. Empero, escribe Marx, la “religión es el suspiro de la criatura agobiada, el estado de ánimo de un mundo sin corazón porque es el espíritu de los estados de las cosas carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo”. El hombre explotado, agobiado por la miseria, la enfermedad, escala a su mundo deshumanizado y Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 102 deshumanizante por la puerta falsa de la religión; imagina un mundo trascendente en el cual su miseria será recompensada y su humillación premiada, en lugar de combatir aquí y ahora a sus explotadores. Ludwig Feuerbach dio los primeros pasos para desenmascarar la forma religiosa de la enajenación. “Feuerbach demuestra que el Dios de los cristianos no es más que un reflejo fantástico, la imagen refleja del hombre”. Mas a juicio de Marx, no basta demostrar que el hombre es el creador de Dios, es necesario también afirmar que el hombre es el sol o eje del hombre y, por consiguiente, destruir efectivamente todas aquellas formas de opresión, deshumanizantes. En otras palabras, a la tarea de crítica de las formas de enajenación, ha de seguir el derribo de las situaciones generadoras de enajenación. Marx expresa así esta relación entre la teoría o la crítica, y la transformación de la sociedad que hace posible la deshumanización: Es cierto que el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas, que el poder material tiene que derrocarse por medio del poder material, pero también la teoría se convierte en poder material tan pronto como se apodera de las masas. Y la teoría es capaz de apoderarse de las masas cuando argumenta y demuestra ad hominem, y argumenta y, demuestra ad hominem cuando se hace radical. Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz para el hombre, es el hombre mismo. (...) La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el hombre es la esencia suprema para el hombre y, por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el hombre sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable... La crítica de la religión es un primer momento en el proceso de desenajenación; es decir, la acción teórica ha de ser complementada con la acción revolucionaria, pues la explotación no se suprime en el nivel de los conceptos. Empero, la actividad revolucionaria encuentra fundamento en la teoría, siempre y cuando se trate de una teoría radical que tiene como eje de su problemática al hombre, y ella sea asumida por las masas proletarias. De tal suerte, así “como la filosofía encuentra en el proletariado sus armas materiales, el proletariado encuentra en la filosofía sus armas espirituales...” En su trabajo En torno a la filosofía del derecho de Hegel, Marx advierte que la filosofía, concebida como crítica de la realidad, no opera una transformación real del mundo. La teoría por sí sola no modifica las relaciones entre los hombres que hacen posible la explotación. Empero, la filosofía puede convertirse en la cabeza de la emancipación del hombre, si tiene como eje al hombre mismo y puede ser asumida por el proletariado, de suerte que éste sea su corazón. Separados filosofía y proletariado, ni aquélla se realiza ni éste se libera. En el verano de 1844, Marx redacta en París su Crítica de la dialéctica y la filosofía hegelianas en general En este trabajo, Marx considera que ha sido una gran hazaña de Feuerbach: “haber probado que la filosofía no es otra cosa que la religión plasmada en pensamientos y desarrollada de un modo discursivo; (...) que también ella, por tanto, debe ser condenada, como otra forma y modalidad de la enajenación del ser humano...” ¿Acaso no había afirmado Marx que la filosofía tiene como misión desenmascarar las formas no santas de enajenación? ¿A partir del verano de 1844 Marx considera, contrariando sus afirmaciones precedentes, que toda filosofía no es más que otra forma de enajenación análoga a la religión?; ¿Feuerbach demostró que la filosofía en general no es más que una forma más desarrollada de religión? No. Marx aclara que Feuerbach superó la filosofía hegeliana; es a ella a la que se dirigen sus críticas y no a la filosofía en su totalidad. Feuerbach, escribe Marx, “es el único que mantiene una actitud seria, una actitud crítica, ante la dialéctica hegeliana y que ha hecho verdaderos descubrimientos en este terreno; es, en general, el verdadero superador de la vieja filosofía”. Es la filosofía de Hegel así como la de sus epígonos, que pueden ser consideradas formas ideológicas al lado de la religión. El hegelianismo posee una visión deformada del mundo pues ve “en los pensamientos, en las ideas, en la expresión ideológica sustantivada del mundo existente el fundamento de este mundo”. Parece entonces que no toda la filosofía puede equipararse a la religión, a una visión deformada del mundo o ideología. Esta es la posición del marxista checo Karel Kósik. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 103 Ante todo, no es verdad que la filosofía sea sólo una expresión enajenada de una situación enajenada y que tal calificación exprese totalmente su carácter y su cometido. En un sentido absoluto, puede ser falsa conciencia, determinada filosofía histórica que, no obstante, desde el propio punto de vista de la filosofía, de la filosofía en el sentido auténtico de la palabra, no es filosofía, sino sólo una sistematización o una interpretación doctrinaria de los prejuicios y las opiniones de la época, es decir, un ideologismo. Si atendemos la negativa de Kósik a reducir toda filosofía a ideología, es decir, a un conocimiento falso de la realidad bajo el cual la clase dominante oculta sus verdaderos propósitos, La ideología alemana aparecería como el rechazo de Marx a la filosofía alemana, justamente por ser ideología, mas no la desestima de la filosofía en general. La filosofía alemana, expresa Marx en 1845, es ideología, es decir, una ilusión, una imagen en la conciencia humana de algo real, pero puesta de cabeza. En la amplia tradición alemana, los filósofos han considerado, falsamente, la expresión intelectual del mundo existente como su fundamento. Su ilusión ha sido querer cambiar las condiciones existentes, gracias a la buena voluntad de los hombres, así como creer que las condiciones existentes son ideas. Cambiando la manera de pensar de los hombres, razonan los filósofos, cambiará el mundo; para transformarlo, basta que se modifique el pensamiento. Los filósofos afirman el primado del pensamiento sobre la realidad; mas esta “elevación ideal por encima del mundo es la expresión ideológica de la impotencia de los filósofos ante el mundo”. La filosofía alemana, entendida como ideología, indica que los filósofos no pueden modificar las circunstancias; es ella proyección de su impotencia, en vez de expresión de las condiciones reales que privan en el mundo. Esas proyecciones ideológicas, señala Marx, no se eliminan exclusivamente por medio de la crítica, sino gracias a la destrucción de su base material. Los obreros de Manchester y Lyon no creen que pueden eliminar a sus explotadores mediante el pensamiento; la relación de explotación sólo puede ser destruida de un modo práctico, material. Los filósofos, al no poder transformar real y efectivamente el mundo, sueñan que ese cambio se da a nivel de ideas, de pensamiento. Así, para “el ideólogo todo el desarrollo histórico se reduce a las abstracciones teóricas del desarrollo histórico, tal como se han plasmado en las 'cabezas' de todos los 'filósofos y teólogos de la época'...”. Para Marx, el hombre debe rebasar el estadio de compensación de sus frustraciones por la invención de religiones y filosofías con las cuales sustituye aquello que busca. El hombre ha de darse cuenta de que crea la imagen de Dios, especula y sueña porque se encuentra desposeído. Mediante la religión y las filosofías meramente especulativas, el hombre ha procurado vencer su infelicidad y buscar algún alivio a los males que le agobian. Mas la cancelación de la infelicidad real no puede lograrse en la fantasía, sino transformando las condiciones que hacen posible la explotación, la miseria. Para la consecución de esa meta, empero, es indispensable una filosofía de signo distinto a la que han recurrido las clases opresoras para justificar su dominio. La exigencia de esa nueva filosofía se hace expresa en las Tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversos modos, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Marx, al enunciar su Tesis XI, no afirma sin más que todos los filósofos que le precedieron hayan adoptado una actitud pasiva ante el mundo, sino que los cambios que propugnaban en la sociedad se fundaban en la transformación de la concepción del mundo y del hombre, sin llevar a cabo una acción directa sobre la sociedad. La filosofía que se ve cumplida en las transformaciones a nivel de conceptos, ha de ser rechazada; ella no es sino una quimera. Toda teoría que no sea al mismo tiempo praxis (práctica), ha de ser recusada. Ello no significa, por ende, que Marx haya negado la filosofía en general en su Tesis XI; si hubiera querido decir esto, no sería comprensible su dedicación, buena parte de su vida, a explicar intelectualmente los acontecimientos sociales. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 104 Marx impugna la filosofía meramente especulativa, que intenta comprender al mundo y al hombre con un mínimo de referencia a los hechos. Rechaza la filosofía que tiende a justificar el estado de cosas existente, aquélla que no transforma el mundo y sólo lo interpreta. Pero Marx no invalida toda filosofía; por el contrario, destaca el valor de aquélla que sirve a las fuerzas avanzadas de la sociedad. Una filosofía radical, de cara al mundo y a las necesidades y problemas del hombre, es inseparable de la labor revolucionaria que tiende a transformar el mundo. El Manifiesto del Partido Comunista expresa cabalmente la importancia que atribuye Marx a la filosofía revolucionaria, misma que será asumida por Lenin al afirmar que sin “teoría revolucionaria, no puede haber tampoco movimiento revolucionario”. En efecto, Marx considera que el movimiento obrero requiere la intervención de una teoría revolucionaria; éste, librado a su propia suerte produce concepciones anarquistas, anarcosindicalistas y reformistas en su lucha económica y política. La orientación general del movimiento obrero queda determinada por la representación que se hace de la naturaleza de la sociedad y de su evolución, de la naturaleza de los fines y de los medios a emplear para llevar a cabo correctamente la lucha. De aquí la importancia de guiar ese movimiento emancipador de acuerdo con una teoría radical, revolucionaria. Una filosofía que deviene teoría del proletariado, su arma espiritual deja de ser mera interpretación del mundo para convertirse en instrumento de su transformación. Así pues, Marx no desechó la filosofía, sino en la medida en que ésta constituye una mera interpretación del mundo, en cuanto que, como la hegeliana, sólo aspira a dar razón de lo que es. Si se trata de transformar el mundo, es preciso impugnar las teorías que lo justifican, que se limitan a dar razón de él. De tal suerte, y para decirlo con palabras de un marxista de habla hispana: La Tesis XI no entraña ninguna disminución del papel de la teoría y menos aún su rechazo o exclusión. Se rechaza la teoría que, aislada de la praxis, como mera interpretación, está al servicio de la aceptación del mundo. Reconoce y eleva hasta el más alto nivel la que, vinculada a la praxis, está al servicio de su transformación. La teoría así concebida se hace necesaria, como crítica teórica de las teorías que justifican la no transformación del mundo, y como teoría de las condiciones y posibilidades de la acción. Así pues, ni mera teoría ni mera praxis: unidad indisoluble de una y otra. Tal es el sentido último de la Tesis XI. 8.2. El concepto de filosofía de Friedrich Engels La obra de Engels constituye otro de los grandes veneros de los marxistas de nuestro siglo. Parte, al igual que Marx, de una crítica de la filosofía de su tiempo, para proponer, como contrapartida, la filosofía genuina o dialéctica. Engels destaca el valor de la filosofía hegeliana y posthegeliana, a la vez que ve en ellas el fin de la filosofía tradicional. Con Hegel llega a su término la filosofía tradicional, especulativa; con él: se acaba toda filosofía, en el sentido tradicional de esta palabra. La “verdad absoluta”, imposible de alcanzar por este camino e inasequible para un solo individuo, ya no interesa, y lo que se persigue son las verdades relativas asequibles por el camino de las ciencias positivas y de la generalización de sus resultados mediante el pensamiento dialéctico. En general, con Hegel termina toda la filosofía; de un lado, porque en su sistema se resume del modo más grandioso toda la trayectoria filosófica; y, de otra parte, porque este filósofo nos traza, aunque sea inconscientemente, el camino para salir de este laberinto de los sistemas hacia el conocimiento positivo y real del mundo. Hegel viene a significar el fin de la filosofía entendida como un sistema acabado, definitivo, enciclopédico. Con su obra, mostró indirectamente que la filosofía no podía ser más un sistema especulativo, por grandioso que éste fuese; es decir, la filosofía no debía ser concebida más como una construcción perfecta, armoniosa, coherente, pero desvinculada del conocimiento empírico del mundo natural y de la historia. Las ciencias, natural y de la historia, debían ocupar el sitio de esas construcciones especulativas, a la manera de la hegeliana. Engels afirma la necesidad de que desaparezca la filosofía de la naturaleza, entendida como la visión de conjunto de la concatenación del universo; ante el desarrollo de las ciencias naturales, aquélla Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 105 aparece tan innecesaria como imposible. Mientras que la filosofía de la naturaleza suplanta las concatenaciones reales por otras imaginarias, las ciencias naturales explicitan las relaciones efectivas entre los fenómenos. Asimismo, la filosofía de la historia, del derecho y de la religión, en tanto que sustituyen la ligazón real que se da entre los fenómenos, por otra, producto de la invención del filósofo, han de desaparecer. De tal suerte: A la filosofía desahuciada de la naturaleza y de la historia no le queda más refugio que el reino del pensamiento puro, en lo que aun queda en pie de él: la teoría de las leyes del mismo proceso de pensar, la lógica y la dialéctica. Ante el desarrollo de las ciencias, la filosofía no puede seguir conservando los problemas y soluciones que le fueron propios en el pasado. Ya no es posible imaginar las relaciones entre los fenómenos a la manera hegeliana; ahora tenemos conocimientos cada vez más precisos al respecto gracias a la investigación de los hechos mismos. De la filosofía tradicional no resta sino un método de investigación; todo lo demás se resuelve en la ciencia positiva de la naturaleza o de la historia. En efecto, para Engels, los tiempos de la filosofía, concebida en sentido tradicional, pasaron ya; ella cumplió su misión, ahora debe ceder su puesto a las ciencias, ha de retroceder ante el embate de las ciencias de la naturaleza y de la historia. Empero, una nueva filosofía reducida a su problemática epistemológica puede prestar inapreciables servicios a las ciencias en la medida en que la: lógica formal es, ante todo, un método para descubrir nuevos resultados, para progresar de lo conocido a lo desconocido, y esto mismo, sólo que en un sentido más elevado, es la dialéctica que, por lo mismo que sale del estrecho horizonte de la lógica formal, contiene, además, el germen de una concepción mas amplia del mundo. El método dialéctico constituye un instrumento decisivo en la investigación científica ya que, al considerar los fenómenos dialécticamente, nos percatamos que: los dos polos de la contradicción -lo positivo y lo negativo-, son tan inseparables como opuestos y se penetran recíprocamente a pesar de la contradicción que entre ellos existe; así hallamos que causa y efecto son ideas que no valen como tales sino aplicadas al caso particular; mas desde el momento que consideramos ese caso particular en sus relaciones con el todo universal, causa y efecto se identifican, se resuelven en la consideración de la acción y la reacción universales, en que causa y efecto cambian constantemente de lugar, de tal suerte que lo que aquí, y en este momento es efecto, deviene por otra parte causa, y recíprocamente. Por otra parte, en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Engels apunta una clasificación de las filosofías que tendrá gran relevancia dentro del marxismo: filosofía Idealista o filosofía materialista. El criterio de clasificación lo sitúa Engels en la respuesta que se da al gran problema cardinal de la filosofía, que es la cuestión de la relación entre el pensar y el ser. Los filósofos serán idealistas o materialistas según qué consideren primario, el espíritu o la naturaleza. Los que afirman el primado del espíritu frente a la naturaleza y que por tanto admiten, en última instancia, la creación del mundo, son filósofos idealistas. Por el contrario, aquéllos que reputan a la naturaleza como lo primario, son filósofos materialistas. Para la filosofía idealista, lo espiritual se hizo principio activo, creador. Por ejemplo, Fichte afirmaba que el creador del mundo era el “yo” cósmico. En cambio, para los filósofos materialistas, el hombre no es más que un producto del mundo exterior, y éste mundo exterior no es más que un objeto, materia de percepción, que se refleja en las impresiones sensoriales. Lenin asume la división que de la historia de la filosofía hace Engels. En Materialismo y empiriocriticismo escribe Lenin: hemos encontrado dos líneas fundamentales, dos direcciones fundamentales en la manera de resolver las cuestiones filosóficas: ¿Tomar o no por lo primario la naturaleza, la materia, lo físico, el mundo exterior, y conceptuar la conciencia, el espíritu, la sensación (la experiencia, según la terminología en boga de nuestros días), lo psíquico, etc., como lo secundario? Tal es la cuestión capital que, de hecho, continúa dividiendo a los filósofos en dos grandes campos. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 106 Lenin replantea, pues, la tesis de Engels en el sentido de clasificar las filosofías en materialistas o idealistas. Asimismo echa por la borda todos los matices, distinciones, delicadezas, sutilezas teóricas, para afirmar que ellas ocultan, en última instancia, la lucha de clases. En filosofía se manifiesta, a nivel de la teoría, la lucha de clases, de partidos, “lucha que expresa, en última instancia, las tendencias y la ideología de las clases enemigas dentro de la sociedad moderna. La filosofía contemporánea es tan partidista como la filosofía de hace dos mil años”. Lenin declara, con toda precisión, que en filosofía hay una toma de partido; ella representa la lucha de clases, la política, en el campo de la teoría. Empero, la inmensa mayoría de las filosofías afirman que no toman partido, que son apolíticas. A grandes rasgos, hemos abordado los puntos nodales del concepto de filosofía que afirman Marx y Engels. De ellos se darán en nuestro siglo las más variadas interpretaciones, según se quiera destacar éste o aquél aspecto en el pensamiento de los fundadores del marxismo, según la lectura que se haga de sus obras.9 9. FENOMENOLOGÍA Edmund Husserl, fundador de la escuela fenomenológica, se propone llevar a cabo una reforma en la filosofía a fin de elevarla a la categoría de la ciencia rigurosa o estricta. Bajo la influencia de Franz Brentano aspira a constituir una filosofía científica, depurada de las afirmaciones de la filosofía especulativa, pero también de la confusión que identifica ciencia con ciencia natural y, a la vez, liberarla de cualquier reducción a la psicología. Husserl entiende que la cientificidad de la filosofía no estriba, como considera el positivismo, en aplicar a este dominio los métodos de las ciencias experimentales. La posibilidad de una filosofía científica tampoco reside, como sostiene el psicologismo, en hacer de la psicología el fundamento de la filosofía. La empresa de Husserl de sentar las bases de una filosofía científica se enfrenta, en primer término, con la tarea de invalidar el concepto de ciencia según el cual, ésta se identifica con las ciencias positivas o bien con la psicología. El programa de Husserl tiene presente, en un intento por superarlos, tanto al positivismo como al psicologismo. 9.1. La crítica al positivismo La fenomenología intenta superar una crisis en la filosofía y en las ciencias. Los diez últimos años del siglo XIX, período en que aparecen los primeros trabajos de Husserl, se caracterizan por el desmoronamiento en Europa de los grandes sistemas filosóficos tradicionales. La ciencia aparece como la realización más importante del momento y ella ocupa el vacío que ha dejado la filosofía especulativa. En el ámbito de la ciencia destacan especialmente las matemáticas y la psicología. Esta última intenta construirse como ciencia exacta, según el modelo de las ciencias de la naturaleza. En este horizonte de preocupaciones eminentemente científicas se inscribe la filosofía positivista que exige rechazar la etapa de la filosofía especulativa para, en su lugar, construir una filosofía que encuentre su fundamento en la ciencia. Esta filosofía conlleva una teoría de la ciencia, así como un profundo rechazo a la metafísica y a cualquier pretensión de una intuición directa de realidades trascendentes. El positivismo exige, pues, atenerse a lo dado en la experiencia y jamás rebasar ese límite. Para el positivismo, la ciencia se limita a comprobar con rigor los hechos, es decir, se circunscribe a la experiencia; fuera de ella dice nada puede aspirar a la categoría de un saber auténtico. A esta concepción se opone Husserl. La ciencia positiva no agota el ámbito del conocimiento auténtico. La experiencia constituye tan sólo un momento en el trabajo del científico, pero de hecho, éste, en el curso de su investigación continuamente rebasa ese marco. Los fenomenólogos, escribe Husserl “sustituimos el concepto de experiencia por el más general de intuición, y por ende rechazamos la identificación entre ciencia en general y ciencia empírica”. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 107 Al igual que los positivistas, Husserl quiere atenerse a las cosas mismas; de hecho, la divisa de su filosofía es la vuelta a ellas. Más se opone a la posición positivista por cuanto que ésta considera que las cosas se ofrecen en la experiencia, es decir, a la percepción sensible. Volver a las cosas mismas no significa fundar todo conocimiento en la experiencia. La experiencia no es el único acto en que se dan los objetos; en ella sólo se muestra la realidad natural. Hay objetos que se escapan a una intuición sensible, pero que se revelan gracias a un esfuerzo intelectual. La experiencia sensible proporciona un conocimiento limitado; no todo objeto puede conocerse cabalmente por esta vía, de suerte que los datos sensibles que se obtienen en la intuición empírica no pueden constituir el fundamento de la filosofía pues ésta no se reduce a la aprehensión de objetos materiales. La ciencia positiva que afirma a la experiencia como el tribunal supremo de todo conocimiento objetivo, no puede operar como el modelo de un conocimiento de objetos que no se dan a la intuición sensible. La ciencia positiva no agota el dominio de la ciencia, del conocimiento fundamentado, universal, objetivo. Cabe hablar de un conocimiento científico de objetos no sensibles, sin que éste tenga que ajustarse a los lineamientos de las ciencias experimentales. Husserl afirma la posibilidad de una filosofía científica, es decir, de un conocimiento riguroso, objetivo, de objetos no sensibles, sin que esto signifique que esa filosofía sintetice o reúna los resultados de las ciencias particulares o bien, que aplique los métodos de esas ciencias. Husserl propone una filosofía científica en cuanto que aspira a realizar en la filosofía la idea de ciencia, de conocimiento riguroso, metódico, y no porque encuentre en las ciencias experimentales su fundamento. Se ha desarrollado advierte Husserl la tendencia a no considerar como estricta más que a una ciencia positiva, y como científica, a una filosofía fundada en semejante ciencia. Esto dice no es más que un prejuicio. 9.2. La crítica al psicologismo En el ambiente intelectual que vive Husserl, la psicología experimental es considerada la filosofía exacta aunque poco desarrollada. Se ve en ella el fundamento científico de la lógica, teoría del conocimiento, estética y ética, así como de la metafísica y en general de todas las ciencias del espíritu. El psicologismo argumenta así: la lógica se ocupa del pensamiento correcto, la psicología del pensamiento en su totalidad. Para determinar aquél, es preciso conocer antes éste. Lo mismo puede decirse con respecto a la ética y la estética; la primera deriva de la psicología de la voluntad y la segunda de la psicología del gusto. Contra la posición psicologista se eleva la crítica de Husserl: los principios lógicos que son rigurosos, formales, no tienen nada que ver con las fórmulas vagas e imprecisas de la psicología. Esta nada puede decimos acerca de la verdad o falsedad de los objetos juzgados. Las leyes de la lógica poseen una exactitud absoluta; son a priori, irreductibles a las ciencias empíricas cuyas leyes son imprecisas y jamás pueden quedar definitivamente aseguradas pues dependen de una experiencia siempre imperfecta. La lógica, la epistemología, en suma, la filosofía, no puede descansar en la psicología: “la psicología en general, como ciencia de hechos, es inadecuada para fundar esas disciplinas filosóficas...” ya que se basa en la experiencia. La constitución de la filosofía científica que propugna Husserl entraña el rechazo del psicologismo. La psicología es una ciencia experimental y por tanto conlleva las limitaciones de toda ciencia así fundamentada. La lógica, por ejemplo, no participa de la falta de rigor, de precisión, que es imputable a una ciencia que hace de la experiencia su tribunal supremo. Ni la psicología ni las ciencias naturales cuestionan la validez de la experiencia. Más si queremos una ciencia estricta es indispensable una crítica de esta vía de conocimiento que la ponga en duda como tal, así como el conocimiento obtenido por ese medio. Esta tarea es imposible tanto para las ciencias naturales como para la psicología, pues en la medida en que manejan la experiencia, no pueden preguntarse por la validez de ella. En relación a este problema, ni pueden resolverlo ni aportar premisas Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 108 para solucionarlo. La psicología y las ciencias naturales no pueden ser consideradas ciencias radicales, pues su piedra de toque, la experiencia, no es cuestionada. 9.3. La filosofía como ciencia La filosofía, en tanto que pretende construirse como ciencia radical, no puede tomar de modelo a ninguna ciencia particular, pues es propio de éstas la limitación y la falta de radicalismo en su fundamentación, rasgos que no cumplen con la idea de ciencia. Husserl se opuso a la identificación de la ciencia con las ciencias experimentales a partir de su concepto de ciencia. La idea de ciencia entraña las notas de universalidad y fundamentación absoluta, es decir, conocimiento intemporal y sin supuestos. Las ciencias particulares no dan cumplimiento a esa idea. Toda ciencia particular es ingenua en la medida en que no fundamenta su punto de partida. Al saber científico particular le bastan fundamentaciones relativas y limitadas; su crítica no es radical, no lleva a cabo fundamentaciones absolutas. Este tipo de ciencias no puede erigirse, por ende, en paradigma. La filosofía científica ha de buscar ajustarse a la idea de ciencia y no a las ciencias particulares pues no cumplen las exigencias contenidas en ella. En primer término, una filosofía, en tanto que ciencia rigurosa, se opone a la concepción del mundo en virtud de la nota de temporalidad que conlleva. La idea de cosmovisión es distinta para cada época; la idea de ciencia “es, por lo contrario, supratemporal, lo que aquí quiere decir que no está limitada por ninguna relación con el espíritu de una época”. La idea de ciencia se refiere a valores absolutos, intemporales, los cuales, una vez descubiertos, se incorporan al acervo del saber de toda la humanidad. El hombre de ciencia aspira a un saber objetivo al alcance de todos. La filosofía, como ciencia rigurosa, participa de la exigencia de objetividad propia de la idea de ciencia así como del ideal de una investigación impersonal en la cual puedan trabajar todos los hombres. En segundo término, la filosofía ha de realizar la exigencia de fundamentación radical contenida en la idea de ciencia. La filosofía, en la medida en que aspira a dar cumplimiento a la idea de ciencia, ha de remontarse a las primeras evidencias, al punto de partida de todo saber ulterior. Ella no puede tomar nada por garantizado, nada por supuesto. Mas este modelo de filosofía científica, es decir, objetiva y radicalmente fundamentada, aún no se ha realizado. Más que con una filosofía que cumpla la idea de ciencia, nos encontramos con una “sabiduría” o cosmovisión; es decir, la filosofía ha sido concebida como guía para la acción humana. Se le ha asignado la función de resolver el problema del destino y misión del hombre. Para Husserl, la cosmovisión depende de la comunidad cultural en la cual surge y de la época en que se produce. Asimismo, la “sabiduría” carece de claridad teórica, es imprecisa y vaga; a menudo contiene contradicciones y se organiza en función de las exigencias de la vida, variables según el momento y de acuerdo con las necesidades de cada grupo humano. Estas características indican que la “sabiduría” o cosmovisión no reúne los requisitos de la idea de ciencia a la cual aspira la filosofía. Una filosofía científica no puede identificarse, por ende, con la cosmovisión. La cosmovisión lleva aparejada la nota de “oscuridad” o “profundidad”. Mas la: profundidad es un síntoma del caos que la verdadera ciencia debe ordenar en cosmos, en un orden simple, completamente claro y resuelto. La verdadera ciencia, en todo el alcance de su doctrina real, ignora la profundidad. Todo fragmento de ciencia acabada es un todo compuesto de elementos del pensamiento, cada uno de los cuales es comprendido de inmediato, o sea, no es profundo. La profundidad pertenece a la sabiduría; la distinción conceptual y la claridad pertenecen a la teoría estricta. La filosofía como ciencia estricta no se reduce a la cosmovisión; ella ha de buscar la completa claridad, la certeza apodíctica, por lo menos para los puntos iniciales de su investigación. La filosofía Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 109 científica no es oscura o profunda, este rasgo es propio de la cosmovisión y de la confusa amalgama que con frecuencia se ha hecho de “sabiduría” y conocimiento científico. Por otro lado, la idea de una filosofía científica excluye las direcciones o escuelas en el seno de la filosofía. Se ha considerado que es un constitutivo de la filosofía la imposibilidad de hablar de una filosofía sino más bien de filosofías. A juicio de Husserl, esto es un error y si hasta ahora, al revisar la historia de la filosofía, nos encontramos con una pluralidad de filosofías, muchas de ellas contradictorias, ello se debe no a que en este terreno necesariamente haya de darse la diversidad. Si en filosofía hay pluralidad de puntos de vista, es resultado de un defecto y no se trata de una nota inherente a la esencia de la filosofía. En filosofía tienen cabida los sistemas más disímbolos porque hasta ahora sus bases han sido endebles, porque carecen de solidez, de objetividad. Una filosofía con bases problemáticas, con paradojas que descansen en la falta de claridad de los conceptos fundamentales, no es una filosofía, se contradice con su propio sentido como filosofía. Sólo en radicales reflexiones sobre el sentido y la posibilidad de su propósito puede echar raíces una filosofía. Mediante ellas tiene que apropiarse por primera vez y espontáneamente el sentido absoluto y peculiar a ella de la experiencia pura; luego, crearse espontáneamente conceptos originales que se ajusten exactamente a este terreno, y seguir avanzando así con un método absolutamente transparente. Entonces no puede haber conceptos oscuros, ni problemáticos, ni paradójicos. La falta absoluta de semejantes reflexiones, realmente radicales; el no haber visto o el haberse ocultado rápidamente las enormes dificultades de un acertado comienzo, tuvo por consecuencia el que hayamos tenido y tengamos muchos y siempre nuevos “sistemas” o “direcciones”, pero no la filosofía una que tiene por base como idea todas las pretendidas filosofías. La pluralidad de sistemas contradice, a juicio de Husserl, la idea de una filosofía científica. Tal diversidad obedece justamente a la falta de realización de esa idea. El ideal de filosofía como ciencia estricta no se ha cumplido por la ausencia de rigor en el establecimiento de los fundamentos, por no haber procedido radicalmente. La filosofía no ha llegado a constituirse en ciencia rigurosa, no ha logrado realizar la idea de ciencia, porque todavía se carece de problemas, métodos y teorías nítidamente deslindados y cuyo sentido haya sido cabalmente aclarado. La filosofía no ha comenzado a ser ciencia, pues en ella todo es discutible, cada actitud es cuestión de convicción personal, de interpretación de escuela, de punto de vista; rasgos incompatibles, todos ellos, con la idea de ciencia. El que hasta ahora no se haya realizado el ideal de una filosofía científica, no ha de llevarnos a concluir la imposibilidad de fundar tal filosofía. Cualquiera “que sea la dirección que tome la nueva marcha de la filosofía, está fuera de duda que no debe renunciar al deseo de ser ciencia estricta...”. No importa, expresa Husserl, que hasta el momento no hayamos encontrado una filosofía científica; la historia no puede invalidar su posibilidad. Nada decisivo puede aportar la historia contra la posibilidad de valideces absolutas en general, ni en particular contra la posibilidad de una metafísica absoluta, es decir, científica, ni ninguna otra clase de filosofía. Ni siquiera puede demostrar la historia la afirmación de que hasta el presente no ha existido ninguna filosofía científica; sólo puede demostrarlo en base a otras fuentes de conocimiento, y éstas ya son filosóficas. 9.4. La elaboración de una filosofía científica ¿Cómo fundar una filosofía rigurosa que se ajuste a la idea de ciencia? ¿Cómo proceder para que en la actividad filosófica no tenga cabida el punto de vista, por ser subjetivo y circunstancial? La filosofía como ciencia rigurosa requiere elaborar un método que permita a los hombres alcanzar verdades válidas intemporalmente y que, asimismo, se constituyan en fundamento de cualquier conocimiento. La filosofía como ciencia rigurosa sólo es posible “mediante la elaboración sistemática del método que pregunta retroactivamente por los últimos supuestos concebibles del conocimiento”. Si la idea de ciencia conlleva la exigencia de fundamentación rigurosa, la posibilidad de una filosofía como ciencia reside en poner en marcha un procedimiento gracias al cual se cumpla esa condición. El método que cuestione los datos, los conocimientos que proporcionan las ciencias, la religión, la cosmovisión, etc., garantiza la existencia de una filosofía científica. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 110 Ese método, condición de posibilidad de la filosofía científica, no ha de dar nada por supuesto, ya que justamente busca la fundamentación absoluta. La filosofía como ciencia rigurosa exige la eliminación de todo supuesto, de todo saber no fundamentado; no admitir nada sin examen es la condición sin la cual no es posible cumplir el ideal de filosofía científica. Husserl espera del ejercicio del método que propone o método fenomenológico: a) rechazar todo conocimiento no fundamentado y, b) conocer los objetos cara a cara, “en persona”, de modo que se alcance la verdad, el saber objetivo. De tal suerte, la filosofía científica sólo será asequible: no aceptando, con el radicalismo que es propio de la esencia de la auténtica ciencia filosófica, nada preconcebido, no admitiendo como comienzo nada tradicional, no dejándonos cegar por ningún hombre, por grande que sea y más aún, buscando los principios y entregándonos voluntariamente a los problemas mismos y a las exigencias provenientes de ellos. Cumplir esa exigencia significa que la filosofía-científica no puede partir de una actitud ingenua, cotidiana, pero tampoco de los datos que ofrecen las ciencias. Estas poseen supuestos, no cumplen cabalmente la idea de la ciencia. La “filosofía no puede empezar en forma literalmente ingenua o como las ciencias positivas que se instalan en la experiencia del mundo previamente dado y presupuesto como existiendo en forma comprensible de suyo”. La filosofía científica requiere cuestionar tanto aquello que se nos ofrece en la actitud natural como en las ciencias: sólo así será realmente radical, es decir, científica. Se trata de fundar, por primera vez en la historia, una filosofía verdaderamente libre de supuestos, que brote del radicalismo. Esta es la empresa que acomete Husserl en sus Ideas: frente al pensar rico en supuestos que tiene por premisas el mundo y la ciencia y variados hábitos metódicos procedentes de la tradición entera de la ciencia, se pone aquí por obra un radicalismo de la autonomía del conocimiento en que se deja sin validez todo cuanto se da como existente en forma comprensible de suyo... El método fenomenológico exige pues, en primer término, emanciparse de interpretaciones previas, procedan éstas del hombre común y corriente o del científico. Es preciso no tener en cuenta ninguna opinión por muy autorizada que parezca para, mediante una intuición intelectual, por conocimiento directo -aprehensión inmediata o visión no enturbiada por prejuicios-, alcanzar las cosas mismas. Este momento del método es el de la epojé. Epojé significa abstención o suspensión del juicio para que se nos revelen los objetos. El método fenomenológico exige poner en juego la epojé en diversos niveles. En primer término se da la epojé filosófica, la cual consiste en abstenernos por completo de juzgar acerca de las doctrinas de toda filosofía anterior y en llevar a cabo todas nuestras descripciones dentro del marco de esta abstención. Al poner en práctica este tipo de epojé, se prescinde de todas las doctrinas filosóficas. Al fenomenólogo no le interesan las opiniones de los otros; en tanto que su meta es fundar una filosofía científica, no puede dar por supuestos los conocimientos que se expresan en la historia de la filosofía. Después de haber puesto entre paréntesis las opiniones de los filósofos con el fin de acceder a un saber sin supuestos, aún queda en nosotros una convicción, quizá la más arraigada: la creencia en la existencia del mundo. La actitud natural asume la existencia de un mundo entorno; en ella, tengo conciencia del mundo, es decir, lo encuentro ante mí. En la actitud natural “encuentro constantemente ahí delante, como algo que me hace frente, la realidad espacial y temporal una, a que pertenezco yo mismo, con todos los demás hombres con que cabe encontrarse en ella y a ella están referidos de igual modo”. Mientras permanecemos en la actitud natural, el mundo nos aparece como una realidad que existe por sí misma, en la cual todas las cosas se hallan incluidas; concebimos a cada objeto ahí delante, al lado de otras cosas, entre las cuales tiene su sitio determinado. Cada cosa está contenida en el mundo espacio-temporal uno del cual yo mismo formo parte, estoy inserto en él. Soy una cosa entre cosas, un hombre al lado de otros hombres, de objetos naturales y culturales, pues en la actitud natural el mundo no sólo se me revela como un mero mundo de cosas, sino también como un mundo de valores y bienes. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 111 El hombre en actitud natural afirma la existencia de los objetos, y es esta tesis de realidad la que ha de ser puesta entre paréntesis. Si queremos llegar a constituir una filosofía científica, sin supuestos, es preciso abandonar la actitud ingenua y sustituirla por una crítica que se ejerza sobre esa arraigada convicción en la existencia del mundo. Este es el segundo momento del método fenomenológico o epojé fenomenológica, que consiste en sustituir la actitud natural ante los objetos, por una peculiar disposición de abstención. Al poner entre paréntesis la tesis de realidad, no se pone en duda ni niega la realidad del mundo, tal como lo hacen los escépticos. Suspender la creencia en la existencia de los objetos no es dudar de ella. Quien duda, dice Husserl, lo hace de algún ser de ésta o aquella manera. La epojé fenomenológica no entraña la negación del mundo o poner en duda su existencia. No se trata de negar ni de destruir, sino simplemente de poner entre paréntesis, de suspender el juicio acerca de la existencia espaciotemporal del mundo. El poner entre paréntesis la tesis de realidad, no significa abandonarla ni cambiar en nada nuestra convicción en la existencia del mundo; simplemente la ponemos “fuera de juego”, la “desconectamos”. La creencia en la existencia del mundo sigue en nosotros, como lo colocado entre paréntesis, como lo desconectado sigue existiendo en el paréntesis y fuera de la conexión. Podemos seguir aceptando para los usos de nuestra vida cotidiana esa tesis de realidad, pero no en la reflexión filosófica; la tesis subsiste pero neutralizada, fuera de acción. En la epojé fenomenológica no sólo queda desconectada la tesis de realidad, la creencia del hombre ingenuo, sino también todas las ciencias relativas al mundo de la actitud natural. En la epojé fenomenológica se ponen entre paréntesis también las creencias del científico que tienen como fundamento la tesis de realidad. Las ciencias positivas tratan de conocer el mundo que se nos ofrece en la actitud natural de manera más completa y segura de lo que puede hacerlo la experiencia ingenua, pero al fin, también como ésta, parte de la creencia en la existencia del mundo. La epojé fenomenológica exige desconectar el saber que proporcionan las ciencias; ella me cierra completamente todo juicio sobre existencias en el espacio y en el tiempo. Así pues, desconecto todas las ciencias referentes a este mundo natural, por sólidas que me parezcan, por mucho que las admire, por poco que piense en objetar lo más mínimo contra ellas; yo no hago absolutamente ningún uso de sus afirmaciones válidas. Al desconectar la tesis de realidad, se ponen fuera de juego todas las afirmaciones que tienen por fundamento esa tesis. Sucumben todas las ciencias de la naturaleza y del espíritu, pues requieren de la actitud natural. Asimismo, todos nuestros ideales y esperanzas, todo lo que nos es habitual en el mundo natural y cultural es puesto entre paréntesis, a fin de realizar en la filosofía el ideal de ciencia. La epojé filosófica y fenomenológica nos colocan en vías de elaborar la filosofía científica, pues para efectos de la reflexión filosófica han quedado fuera de juego nuestra creencia en la existencia del mundo, así como las opiniones de los filósofos y de los científicos. Al poner en práctica la epojé, estamos en trance de construir una filosofía sin supuestos. No consideramos nuestra arraigada convicción en la existencia del mundo ni ningún saber que en ella halla su fundamento. Hasta este momento, el método fenomenológico ha cumplido su fase negativa. Gracias a la epojé, filosófica y fenomenológica, hemos despejado el camino para obtener un conocimiento verdadero, objetivo. Ya no enturbian nuestra mirada los prejuicios, pues han quedado encerrados en un paréntesis. Ahora, es preciso enfrentarnos a los objetos cara a cara. Las reducciones filosófica y fenomenológica desempeñan un papel negativo. No sirven para aprehender las cosas “en persona”, sino que ambas preparan el camino indispensable para llegar a ellas. Es preciso dar un paso más, a fin de encontrar el fundamento último de todo conocimiento. Después de poner entre paréntesis las opiniones de filósofos y científicos, todo el saber que aporta la tradición, ya que se ha dejado fuera de juego la tesis de realidad, estamos en condiciones de Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 112 acceder al fundamento de toda verdad: la visión directa de las cosas mismas. Cuando se ofrecen los objetos a la intuición intelectual y nos atenemos a lo que así nos es dado, no hay posibilidad de error, de edificar un sistema sobre bases falsas o endebles; lo que se ofrece en esta intuición es el principio o fundamento de todo conocimiento. De suerte que no hay teoría concebible capaz de hacemos errar en punto al principio de todos los principios: que toda intuición en que se da algo originariamente es un fundamento de derecho del conocimiento; que todo lo que se nos brinda originariamente (por decirlo así, en su realidad corpórea) en la intuición, hay que tomarlo simplemente como sé da, pero también sólo dentro de los límites en que se da. La intuición intelectual que propone Husserl como vía para aprehender los objetos, exige reducir, poner entre paréntesis la existencia individual de los objetos, de modo que en ellos se revelen las esencias. Este es el momento de la reducción eidética (eidos-esencia). Ponemos entre paréntesis todo cuanto hay de puramente individual en los objetos, a fin de que se nos revele su esencia. La esencia de un individuo es lo que él es, de aquí que todo hecho posea una esencia. Mas las esencias tal como las concibe Husserl no existen por sí ni se bastan a sí mismas; sólo se dan en los objetos, entendiendo por objeto un algo cualquiera (la nota do, el número dos, el círculo, un árbol, un Pegaso, etc.). De tal modo, todo objeto individual alberga una esencia, y a toda esencia corresponden hechos individuales. La esencia sólo se revela en el hecho; pero mientras que los hechos coexisten en el espacio y se modifican en el tiempo, es decir, son contingentes; lo contrario ocurre con las esencias. Estas son objetivas, no son creaciones arbitrarias del sujeto cognoscente. Constituyen la estructura fundamental del hecho; se caracterizan por su idealidad, nota que involucro los rasgos de intemporalidad, identidad, inalterabilidad, universalidad y necesidad absolutas. La esencia excluye lo accidental, es decir, los predicados que no pertenecen forzosamente al hecho. Si el conocimiento científico es universal, objetivo, intemporal, sólo puede darse en tanto que los objetos a que se refiere no sean mudables, cambiantes; en otras palabras, en tanto que sea conocimiento de esencias. La filosofía que realice la idea de ciencia, ha de proponerse como objetos de conocimiento no a los hechos individuales y contingentes, sino a las esencias. Sólo en la medida en que la filosofía aprehenda esencias, podremos considerarla una filosofía que da cumplimiento a la idea de ciencia. De tal modo, la reducción eidética o descubrimiento de esencias en los hechos individuales constituye, a juicio de Husserl, una condición indispensable para fundar la filosofía científica. En el acto de captar esencias descansa la posibilidad de una filosofía como ciencia rigurosa, pues la esencia es aquello que da objetividad y universalidad al conocimiento, notas estas constitutivas de la idea de ciencia. La reducción eidética nos pone frente a las esencias, nos sitúa frente a las cosas mismas, por esto constituye un elemento capital para construir una filosofía rigurosa. Sólo la intuición de esencias, la aprehensión de lo que está ahí, de manera evidente, sin intermediarios, de lo que es inmutable y objetivo, puede suministrar un conocimiento necesario, es decir, científico. El procedimiento para conocer las esencias, fundamento de la filosofía científica, a juicio de Husserl, no tiene nada de extraordinario o extraño. Para llegar a la esencia a partir de los hechos no hay que comparar y concluir, inducir o deducir, sino reducir, es decir purificar el hecho de todo aquello que sea inesencial. Descubro la esencia ejercitando una reducción eidética, por un esfuerzo de pensamiento aplicado a lo individual y contingente. Husserl da un ejemplo de la inteligibilidad de las esencias en la esfera de los objetos matemáticos, campo con el cual estuvo estrechamente vinculado. Demuestro las propiedades del triángulo sobre un triángulo particular cualquiera, ya sea isósceles, escaleno o rectángulo, que dibujo en el pizarrón. Este triángulo así trazado, sirve de base para pensar el triángulo en general, exacto, perfecto, como no pueden serlo los triángulos particulares dibujados, pintados. El triángulo particular lo veo con los ojos, en una intuición empírica; el triángulo en general lo aprehendo con la razón, en un acto de intuición eidética. Este es un triángulo que está fuera del tiempo y del espacio físico, que existe Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 113 como objeto permanente, siempre igual a sí mismo, independiente de factores subjetivos, y por lo mismo, fundamento de un conocimiento intemporal, objetivo, universal, es decir, científico. La intuición eidética se vale de un procedimiento para acceder a las esencias: el de las variaciones. Para llegar a la determinación de la esencia, es preciso partir de un objeto particular; en presencia de él y haciendo abstracción de su existencia, lo someto a una serie de manipulaciones mentales. Puedo modificar sus atributos, aumentarlos, disminuirlos, formarlos, deformarlos. Cuando pongo en práctica el procedimiento de las variaciones, sobre la base de la descripción de un objeto, transformo esa descripción agregando o borrando uno a uno los predicados contenidos en ella. En cada adición u omisión me pregunto si el objeto descrito sigue formando parte de su clase. Por ejemplo, si partimos de un triángulo rectángulo que se ofrece a una intuición empírica, que ha sido dibujado con tinta negra sobre papel blanco, en el procedimiento de las variaciones voy eliminando notas y me pregunto si aún puedo considerar que se trata de un triángulo; me pregunto si el trazado con tinta negra es una nota que ha de tener todo triángulo, si el ser rectángulo es condición para que el objeto sea triángulo, etc. Así desecho aquellos rasgos accidentales e irrelevantes para quedarme con la esencia del triángulo: aquello que hace que sea triángulo. La esencia es aquello que permanece idéntico a través de las variaciones; los predicados que no pueden sufrir modificación sin que se destruya el objeto. Si elimino la nota de tres lados y tres ángulos en el ejemplo considerado, el objeto deja de ser triángulo, no así si la característica rectángulo la sustituyo por la isósceles. El hecho de que el procedimiento de las variaciones se detenga en un momento dado, supone que conozco la esencia pues si no, seguiría variando las notas del triángulo al infinito. El reconocimiento de un objeto como perteneciente a una clase después de haber llevado a cabo las variaciones, presupone un trato previo con las esencias, pues no podría reconocer a un triángulo si lo veo por primera vez. Pero si puedo registrar los rasgos esenciales de un triángulo o de un objeto cualquiera y destacarlos de aquellos que son accesorios o accidentales, entonces ya conocía de algún modo la esencia de ese objeto. Parecería inútil poner entre paréntesis la tesis de realidad el saber que aportan la filosofía y la ciencia, así como efectuar las variaciones, pues ya conocía la esencia del objeto. Mas ese conocimiento previo, no es de la misma calidad que aquél que se obtiene después de poner en obra el método fenomenológico. Ahora ha salido a la luz aquello que era oscuro en nuestras representaciones; se da con perfecta claridad lo que flotaba en una oscuridad fugitiva. A nivel de la reducción eidética, no estamos aún en disposición adecuada para elaborar una filosofía como ciencia estricta, aunque muchos factores que impedían su constitución han sido eliminados ya. Husserl dará al efecto un paso más, en el cual no lo acompañan otros integrantes de la escuela fenomenológica, acusándola de haber traicionado su propia posición, de haber olvidado la promesa de una filosofía objetiva. La última condición para fundar la filosofía científica, a juicio de Husserl, es la reducción trascendental. Esta reducción fija su atención en el yo trascendental o conciencia pura, en el yo en cuanto absolutamente existente en sí y para sí. Para esta conciencia pura, ningún ser real es necesario; su propia existencia quedaría intacta así se aniquilase el mundo de las cosas. Tiene el sentido de ser absoluto; es irrelativa. La corriente de vivencias lleva en sí misma la garantía de estar ahí. Lo flotante en la conciencia podrá ser algo meramente fingido, pero la conciencia fingidora no es ella misma una ficción. Así, para encontrar el conocimiento absolutamente cierto. Husserl sigue la vía cartesiana: el objeto puede no existir, pero la conciencia es dada a sí misma en la evidencia más absoluta. La vivencia mientras se realiza, es un dato absoluto. Toda cosa dada en persona puede no existir, ninguna vivencia dada en persona puede no existir... Husserl, a la búsqueda de una filosofía científica, tras la fuente originaria de la inteligibilidad de donde brota la certidumbre del saber, se remonta a la conciencia pura. Puedo suponer que todas las percepciones del mundo sean una ilusión, pero es verdad que yo tengo percepciones, que mi conciencia Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 114 recuerda, percibe, juzga, imagina, etc. Volviéndose reflexivamente hacia esta conciencia, el fenomenólogo describe lo que hay en ella, lo que queda después de haber practicado las reducciones precedentes, después de haber desconectado el mundo tal como se ofrece en la actitud natural. Mas la reducción trascendental no entraña una pérdida del mundo. La totalidad del mundo se halla sumergida en el flujo de lo vivido, pues la conciencia se define en términos de intencionalidad, de su referencia a un objeto. La conciencia no tiene realidad alguna fuera de la relación que establece con un objeto. Todo su ser se agota en el hecho de ponerse en relación con algo que no es ella misma; su existencia consiste en la intencionalidad, en dirigirse, en tender hacia un objeto. Es ahora, con la reducción trascendental que hemos accedido al conocimiento sin supuestos, críticamente fundamentado; ningún perjuicio enturbia la visión de las esencias. Nos encontramos cara a cara con las esencias tal como se ofrecen a nuestra conciencia; están ahí, no resta sino describirlas. De tal suerte, las sucesivas reducciones que entraña el método fenomenológico nos han llevado a no suponer nada, a deshacemos de cualquier saber no justificado o infundamentado. Nos ha colocado también frente a las esencias, en las cuales reposa la posibilidad de un conocimiento objetivo, es decir, científico. El método fenomenológico aparece como el intento decidido por alcanzar el ideal de filosofía como ciencia rigurosa. Así pues, la “filosofía sólo puede empezar y sólo puede desarrollarse en toda ulterior actividad filosófica como ciencia, en la actitud fenomenológico-trascendental”. El conocimiento, fruto del método fenomenológico, es verdaderamente científico, da cumplimiento pleno a la idea de ciencia: es objetivo, universal y sin supuestos. Su rango se convierte en conocimiento fundante de cualquier otro. La fenomenología o conocimiento de esencias constituye la base indispensable al trabajo de las ciencias empíricas. Estas requieren de un conocimiento de esencias, pues antes de estudiar los hechos es preciso definir la esencia que constituye su ser. Sólo mediante el conocimiento de esencias es posible saber qué y cómo son los objetos. Por ejemplo, la física no es posible si antes no se sabe qué es un hecho físico; tampoco puede darse la psicología empírica si no se ha captado la esencia de lo psíquico. Cualquier ciencia requiere una determinación de esencias, de suerte que hace referencia a la fenomenología, en tanto que conocimiento de esencias. Mientras que toda ciencia descansa en último término en la fenomenología, ella “es una ciencia absolutamente independiente, más aún, la única absolutamente independiente”. De tal suerte, la fenomenología es para Husserl la ciencia suprema, la ciencia fundamental y fundamentante de cualquier otra. No es ella una ciencia junto a otras; representa la cúspide de las ciencias, su coronamiento. Por ello puede llamarse una filosofía primera. 9.5. Transformaciones en el concepto de filosofía de Husserl Si bien Husserl persiguió siempre el ideal de una filosofía científica, definido en 1911 en La filosofía como ciencia estricta, es posible encontrar en su obra modificaciones posteriores. En su curso de invierno de 1923 que dictó Husserl bajo el título “La filosofía primera”, supera el dilema planteado en 1911 entre ciencia y “sabiduría”. La dedicación al cultivo de un saber radical no es sólo una postura teórica, sino que entraña la elección con responsabilidad plena, de una forma de vida. El filósofo orienta su existencia a la consecución de la verdad última. La decisión de convertir a la filosofía no en especulación vacía sino en ciencia radical, conlleva, ella misma, la consagración personal a un valor absoluto y, asimismo, la realización de la más alta forma de vida. Una nueva transformación en el concepto de filosofía como ciencia rigurosa se hace expresa en unas conferencias que impartió Husserl en Viena, en mayo de 1935, bajo el título “La filosofía en la crisis de la humanidad europea”. Las ciencias de la naturaleza, advierte Husserl, no han develado el misterio de la realidad actual, ésta, en la que somos, vivimos y actuamos. Su prosperidad se ha traducido en un abandono de los Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 115 problemas de capital importancia para la humanidad. Por principio, las ciencias excluyen de su dominio los problemas más candentes del hombre, las cuestiones del sentido o sinsentido de su existencia. Estas nada pueden decir acerca de la angustia vital, ya que en virtud de sus métodos, se excluye la subjetividad. En el mundo de la ciencia ha triunfado la razón, más esto no lleva aparejado el triunfo de la razón en el mundo. La objetividad de las ciencias ha degenerado en objetivismo, es decir, en la ilusión de que la ciencia puede descubrir el misterio de la realidad, ya que ella puede decir lo que es. El discurso objetivo del físico acerca del mundo, adquiere preeminencia absoluta; frente a él, cualquier otro modo de aprehenderlo debe ser relativizado, devaluado. Por ser objetivo ese discurso, se encubre en el anonimato; no es pronunciado por nadie, aparece como el discurso del ser sobre sí mismo y, por tanto, como la verdad absoluta. Husserl denuncia cómo en nombre de la objetividad, las ciencias naturales han postergado al sujeto humano junto con cualquier modo subjetivo de aprehensión de la realidad. El objetivismo, en virtud de la identificación del ser con el lenguaje del científico sobre el ser, olvida que la ciencia es una actividad del hombre, que no se encuentra perfectamente acabada, hecha desde la eternidad como un bloque inmutable. La ciencia, expresa Husserl en sus conferencias de Viena, es una construcción del hombre en función de una tradición y proyecto también humanos. En nombre de la objetividad, signo de la ciencia, las formas puras, cuerpos, rectas, etc., aparecen como realidades autónomas y más objetivas y reales que el mundo sensible: la realidad queda reducida a magnitudes mensurables. La medida se erige reina en el mundo del ser. Mas la deshumanización que el objetivismo entraña no puede, empero, atribuirse a la ciencia. Culpable de la existencia de una concepción del mundo según la cual éste se encuentra dominado por el pensamiento matemático, deductivo, axiomático, no es tanto la ciencia, expresa Husserl, cuanto la filosofía subyacente. Desde Platón, la filosofía se ha dejado arrastrar por una tendencia general a buscar, bajo las apariencias, la verdadera realidad, accesible sólo al pensamiento. De ahí, el paso siguiente fue considerar a la ciencia, especialmente físico-matemática, el único modo de aprehensión objetiva, el acceso legítimo al mundo frente al cual otros modos de aprehensión son reputados ilegítimos, espurios, ilusorios. Así, señala Husserl, a partir de esa tradición filosófica se consuma el divorcio entre el mundo de la ciencia y el de la vida. Aquél es un mundo sin vida pues la ciencia excluye las necesidades prácticas del hombre, sus valoraciones, es decir, todo aquello que tiene interés para nosotros. Una nueva filosofía ha de reintegrar el mundo de la ciencia al de la vida. Aquél no es otro que el mundo en que vivimos. Las expresiones más teóricas y abstractas tienen por base una experiencia antepredicativa, es decir, anterior a toda formulación en conceptos y en juicios. Esta experiencia es la de la percepción sensible, percepción del mundo en que vivimos. Las fórmulas más abstractas de la ciencia arrastran la impronta de su origen. La ciencia, concluye Husserl, no habla de otro mundo, invisible, más real y por detrás o por debajo del mundo cotidiano; si pretende decir algo, será acerca de nuestra experiencia viva. Las reflexiones filosóficas liberarán al hombre del fetichismo de la ciencia y de la técnica, pues el filósofo insta al científico a descubrir que su ciencia descansa sobre el mundo de la vida. Así, en 1935, Husserl atribuye a la filosofía una misión distinta de aquélla que le había asignado años atrás. Si bien el fundador de la fenomenología nunca modificó su convicción de que sólo un cuerpo de verdades objetivas e indubitables puede ser llamado ciencia, y que la filosofía se opone a construcciones especulativas, en el curso de las conferencias de Viena, la filosofía aparece dotada de una función rectora, la cual había sido impugnada en 1911: En esta sociedad total, dirigida por el ideal, la propia filosofía conserva su función conductora y su peculiar tarea infinita; la función de reflexión teórica, libre y universal, que abarca también todos los ideales y el Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 116 ideal total: por tanto, el sistema de todas las normas. La filosofía tiene que ejercer constantemente, en el seno de la humanidad europea, su función como rectora sobre toda la humanidad. 9.6. El concepto de filosofía de Max Scheler Max Scheler, uno de los integrantes más destacados de la escuela fenomenológica, se ocupa también, al igual que Husserl, de definir el ámbito y función de la filosofía, en buena parte siguiendo al propio Husserl. En su obra, La esencia de la filosofía y la condición moral del conocer filosófico, Scheler aborda el tema de la definición de la filosofía. Descubrir la esencia del quehacer filosófico es difícil, apunta Scheler, no por incapacidad humana sino en virtud de la índole del asunto. Buscar la esencia de la filosofía a partir de los ejemplos de filosofar que se han dado en la historia es imposible, ya que, destacar de entre los tipos de conocimiento que aparecen en el tiempo, el filosófico, supone poseer de antemano una idea de la filosofía. Es decir, Scheler, al igual que Husserl, invalida la pretensión de la historia de determinar qué es la filosofía. La vía adecuada para descubrir la esencia de la filosofía es, a juicio de Scheler, partir del tipo de persona que hace filosofía. Para encontrar la esencia de la filosofía es necesario aprehender la actitud espiritual básica que nos hace llamar filósofos a determinadas personas. De tal suerte, preguntar qué es el filósofo para determinar la esencia de la filosofía, es el único acceso legítimo que se opone al histórico. Para descubrir el objeto propio de la filosofía no podemos recurrir al análisis de los ejemplos de filosofar que se han sucedido en el tiempo; éste se nos revela en la actitud que adopta el filósofo. El acto que se halla a la base de todo filosofar, expresa Scheler, es un acto determinado por el amor de participación del núcleo de una persona humana finita en lo esencial de todas las cosas posibles. El filósofo adopta ante el mundo una actitud de búsqueda de lo esencial, y sólo lo es en la medida en que va al encuentro de las esencias. Su meta es el conocimiento de la esencia de los objetos. Cabe distinguir en la actividad del filósofo su trato con las esencias, pero también que se trata de una relación cognoscitiva. De tal suerte, los objetos de la filosofía son las esencias; la filosofía es conocimiento de esencias, ya que el filósofo es un ser cognoscente que va en pos de ellas. Mas para que se de el conocimiento filosófico, Scheler juzga necesaria una actitud moral determinada. Una cierta fuerza moral es responsable del impulso, de la magnitud y pureza de la energía que nos sitúa en relación de conocimiento con los objetos de que se ocupa la filosofía. El conocimiento filosófico requiere un impulso especial, pues éste más bien apunta a una esfera del ser, distinta de la cotidiana. Los actos morales básicos que hacen posible el conocimiento filosófico, es decir, que nos permiten acceder a las esencias son: a) El amor de toda la persona espiritual al valor y al ser absolutos. b) La humillación del yo y del ego natural. c) El autodominio y, por su medio, la objetivación de los impulsos instintivos que condicionan siempre, necesariamente, la percepción sensorial natural de la vida dada “somáticamente” y vivida sobre base somática. Para filosofar, Scheler afirma la necesidad de abandonar la esfera de lo simplemente vital. A fin de filosofar, de captar las esencias, es preciso aflojar en el espíritu cognoscente los lazos que unen esos objetos con el mundo circundante. Los tres actos morales mencionados cumplen esa función. El amor al valor y al ser absolutos rompe la fuente de la relatividad de todo aquello que es mundo circundante. La humillación quiebra el orgullo natural y constituye el supuesto moral del desposeimiento simultáneo y necesario para el conocimiento filosófico. El autodominio destruye la concupiscencia general, el apego a lo biológico. Estos actos poseen una cara negativa, de depuración, y otra positiva. En este Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 117 segundo sentido, el amor nos conduce hacia el ser absoluto, nos lleva por tanto allende y por encima de los objetos que existen relativamente respecto de nuestro ser; la humildad nos conduce del existir contingente de algo, hacia la esencia; el autodominio nos lleva de lo inadecuado hacia la plena adecuación del conocimiento intuitivo. De tal suerte, según Scheler, para acceder al dominio de las esencias es preciso, por decirlo así, poner entre paréntesis la relación del sujeto cognoscente con su mundo vital, llevar a cabo una práctica ascética, de desprendimiento. Las tres actitudes morales básicas de amor a lo absoluto, humillación del yo y autodominio, a la vez que definen al filósofo, permiten contrastarlo con el científico. Tanto el científico como el filósofo requieren autodominio de los impulsos instintivos mediante la voluntad racional. Aquél se encuentra animado primariamente por una voluntad de dominio y de orden frente a la naturaleza. La meta suprema del científico es el descubrimiento de leyes para dominar la naturaleza; su autodominio está en función de un posible dominio del mundo. Más no se dan en el científico la humildad y el amor a lo absoluto. Su amor al conocimiento sólo es amor al conocimiento de las cosas en general; al filósofo le guía el amor al ser de los objetos, el amor a su esencia. El autodominio orienta al filósofo para despojar al ser del objeto del existir contingente, mediante una plena humillación de su ser volitivo y para alcanzar exclusivamente la esencia. Así, si Scheler define a la filosofía por el filósofo, es decir, por su auténtico representante, ésta aparece como conocimiento de esencias, mientras que la ciencia se ocupa de hechos. La filosofía pretende tener una amplia e ilimitada visión de las esencias; es por su esencia convicción rigurosamente evidente, no multiplicable ni revocable por inducción, válida “a priori” para todo lo contingentemente existente, convicción de todas las esencias y complejos de esencias de lo existente accesible para nosotros en forma de ejemplos... Una nota más que permite distinguir la filosofía de la ciencia, la descubre Scheler analizando las facultades del sujeto que interviene en una y otra tarea. Pertenece a la esencia de la filosofía el hecho de que en ella el hombre entero se encuentra en plena actividad, haciendo uso de la totalidad de sus facultades espirituales superiores. Por su parte, las ciencias exigen en cada caso la aplicación y ejercicio de funciones parciales, especiales del espíritu humano; por ejemplo, mayor reflexión o arte de observación, mayor pensar discursivo o intuitivo-inventivo. Las ciencias requieren formas especiales, unilaterales, de conocimiento correspondientes a los tipos de existencia de sus objetos. La diferencia de funciones espirituales que exige la tarea filosófica frente a las que requiere la ciencia, impide identificar filosofía y ciencia. Es imposible, expresa Scheler, reducir una a la otra. La filosofía no es una ciencia, por más que sea la reina de las ciencias en virtud de constituir una disciplina básica, un conocimiento evidente de esencias. Empero, la filosofía como reina de las ciencias, no está incluida entre éstas. Scheler precisa sus discrepancias con la concepción de Husserl, según la cual la filosofía es una ciencia, la ciencia suprema. Se trata, expresa Scheler, de diferencias terminológicas. Como Husserl, no sólo exige rigor para la filosofía (con lo que estoy plenamente de acuerdo), sino además le asigna el título de “ciencia”; en primer lugar, está obligado a emplear la palabra ciencia con un significado fundamentalmente distinto: en un caso para la filosofía, como conocimiento evidente de esencias; luego, para las ciencias formales positivas de los objetos ideales y, finalmente, para toda ciencia inductiva de la experiencia. Puesto que ya poseemos el digno y antiguo nombre de filosofía para lo primero, no vemos por que hemos de emplear innecesariamente un nombre en dos sentidos. La discrepancia pues, a este respecto, entre Scheler y Husserl reside sólo en el uso de las palabras “ciencia” y “filosofía”, ya que ambos autores entienden que la filosofía ha de elaborar un conocimiento sin supuestos. La filosofía, expresa Scheler, es “el conocimiento más exento de supuestos...”. 23 Esas pretendidas filosofías que asumen sin crítica ciertos elementos, son contrarias a la esencia misma de la filosofía, son pseudofilosofías. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 118 En cambio, a una filosofía que se constituye a sí misma auténticamente, sin supuestos, y que evita tales faltas, la llamaré en adelante filosofía autónoma, es decir, filosofía que busca y encuentra su esencia y su legitimidad exclusivamente por sí misma, en sí misma y en sus elementos. De tal suerte, la filosofía auténtica, llamémosla científica o no, ha de cumplir para los fenomenólogos, las notas de un conocimiento fundamental, es decir sin supuestos. La filosofía cabal, asimismo, para ser objetiva ha de dirigirse al conocimiento no de los hechos mudables, variables, sino de las esencias, al qué de esos hechos contingentes. A fin de fundar tal filosofía, tanto Scheler como Husserl coinciden en la necesidad de ejercitar el método fenomenológico, es decir, un procedimiento gracias al cual ponemos entre paréntesis o nos desembarazamos, mientras se realiza la reflexión filosófica, de todas las creencias no criticadas vengan éstas del hombre común y corriente o del científico. En virtud de este método, estaremos en condiciones de constituir una filosofía que no asuma nada acríticamente y nos colocaremos, asimismo, frente a las cosas mismas, en este caso, cara a cara de las esencias. Esta manera de entender la filosofía abrió horizontes prometedores. Algunas de las concepciones de Husserl no fueron aceptadas por todos los fenomenólogos. Empero, su método se aplicó a las regiones más diversas del quehacer humano: psicología, religión, arte, derecho, ética, epistemología, etc. Max Scheler pone en juego el método fenomenológico en el terreno de la psicología y de la metafísica. Mas su empleo culminante en esta última región lo lleva a cabo Heidegger. En ¿Qué es metafísica? este autor da un ejemplo de investigación fenomenológica del problema de la nada. Mas a pesar de la vasta influencia que ejerció Husserl en la filosofía de nuestro siglo, no se puede afirmar que exista un sistema fenomenológico ni incontestables verdades fruto del método fenomenológico. El mérito que Husserl reclama para sí, es el haberse propuesto el problema de la constitución de una filosofía críticamente fundamentada, el haber por primera vez abierto y recorrido en su parte inicial el camino por el que tienen que llegar gradualmente a formularse y resolverse con genuina originalidad todos los problemas concebibles de la filosofía, en un trabajo que se ha de llevar a cabo con un espíritu científico de la más radical seriedad. 9.7. Crítica al método fenomenológico como procedimiento para fundamentar una filosofía científica Al tiempo que los fenomenólogos afirmaban la necesidad de que la filosofía científica se fundara en un conocimiento de esencias, otros filósofos, continuadores de la tradición positivista, si bien exigían también una filosofía de cuño científico, negaban que la aplicación del método fenomenológico hubiera dado el fruto apetecido. Desde la perspectiva de los nuevos positivistas, por ejemplo el trabajo, de Heidegger, Qué es metafísica, no puede verse como expresión de una filosofía científica. El neopositivista Rudolf Carnap analiza las tesis de Heidegger, acerca de la nada, las cuales tuvieron, en su momento, importantes resonancias en el campo de la filosofía. Heidegger, concluye Carnap, después de ese examen, no sólo no elaboró una filosofía científica, sino ni siquiera una lógicamente correcta. Tras la pretendida profundidad de la pregunta “¿cuál es la situación en torno a la nada?” se halla un burdo error lógico: el empleo del término “nada” como sustantivo. El propio Heidegger, en Qué es metafísica, consideró la incompatibilidad que existía entre la lógica y su filosofía. En efecto, señala Carnap: El autor del tratado está claramente al tanto de la oposición que surge entre sus interrogantes y respuestas por una parte, y la lógica por la otra. 'Tanto la pregunta como la respuesta con respecto a la Nada en sí mismas son igualmente un contrasentido... La norma fundamental del pensamiento a la cual se apela comúnmente, el principio de no-contradicción, la 'lógica' general, rechaza esa pregunta.’ ¡Tanto peor para la lógica! (comenta Carnap). Debemos abolir su soberanía. De tal suerte, Heidegger rehúsa someter su filosofar a las exigencias de la lógica; la idea de la lógica se disuelve en ese preguntar originario por la nada. Pero, pregunta Carnap “¿estará de acuerdo la sobria ciencia con el torbellino de un preguntar antilógico?” 27 Definitivamente, no. Las afirmaciones Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 119 de Heidegger, en tanto que metafísico, “sus interrogantes y respuestas son irreconciliables con la lógica y con las formas del pensamiento de la ciencia.” Así pues, a juicio de Carnap, el método fenomenológico no desembocó en una filosofía científica; su posibilidad reposa en el ejercicio no de un método que permita ponernos cara a cara con las esencias, sino en un procedimiento que, antes de intentar la solución de cualquier problema filosófico, determine inicialmente que nos encontramos, en efecto, ante un problema. La posibilidad de constituir una filosofía científica tiene como condición el análisis lógico del lenguaje. Tal es la tesis de Rudolf Carnap y con él, de un vasto movimiento filosófico conocido con el nombre de positivismo lógico.10 10. Existencialismo Conjunto de tendencias filosóficas modernas, que, pese a sus divergencias, coinciden en entender por existencia, no la mera actualidad de unas cosas o el simple hecho de existir, sino aquello que constituye la esencia misma del hombre. El hombre, en esta perspectiva, no es la especie humana o una noción general, sino el individuo humano considerado en su absoluta singularidad. Los comienzos del existencialismo moderno -prescindiendo de referencias a la singularidad del individuo o de la existencia humana individual en autores como, por ejemplo, Agustín de Hipona, Pascal, Kierkegaard, quizás el único antecedente propiamente existencialista, Dostoievski, Nietzsche, Miguel de Unamuno- se sitúan, a comienzos del s. XX, en el período entre las dos guerras mundiales, pero su momento de mayor influencia se sitúa hacia los años cincuenta. Sus autores fundamentales son: Gabriel Marcel, Karl Jaspers, Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre; a éstos acompañan sus discípulos: Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty, Karl Löwith, Hans G. Gadamer, Hannah Arendt, y otros, y aquellos además que, aunque pertenecientes a otros campos de investigación, han sentido la influencia de las ideas existencialistas, como Albert Camus, en literatura, L. Binswanger, en psicología, O. Bollnow, en pedagogía, R. Bultmann, P. Tillich, R. Guardini y K. Rahner, en teología, y E. Mounier en una filosofía cristiana, llamada personalismo. La mayoría de autores se remiten a Søren Kierkegaard (1813-1855), como punto de referencia inicial. Señala éste el momento de la rebelión contra el idealismo de Hegel y su espíritu de sistema, frente al cual esgrime el valor del pensamiento subjetivo y del «singular». No son puntos de referencia existencialista menores su sentido de la angustia y de la soledad humanas. Al hombre singular, al modo de existir el individuo, llama el existencialismo sin más «existencia». Analizar esta existencia es labor de la filosofía existencialista o de la existencia. El hombre -Dasein, «ser ahí», Existenz, «ser para sí»es el único que propiamente existe, o el único cuya esencia consiste en preguntarse por su existencia. No es ésta algo dado y acabado, sino sólo proyecto, o posibilidad que se cumple a lo largo del tiempo, no sin la angustia que proviene del desamparo en el que se siente el hombre para lograr hacerlo; la temporalidad y la historicidad son esa misma existencia. La concepción de la esencia del hombre como existencia individual se complementa bien con la idea de subjetividad: el hombre, conciencia que se hace a sí misma en total libertad. Y esto explica también el enlace y la referencia con la fenomenología de Husserl. El existencialismo, el de Heidegger y el de Sartre por lo menos, deja claro que no hay más ontología que la fenomenología. Significa esto que a la filosofía de la existencia le interesa el fenómeno, no el ser o las cosas en sí, puesto que aquel que se pregunta por el ser -en palabras de Heidegger, aquel a quien «en su ser le va este su ser»- se sitúa en el terreno, no de lo real, sino de lo posible, del descubrimiento continuado, de la interpretación. En esto es tributario el existencialismo de la fenomenología: toma de ella sus métodos de análisis aplicados a la existencia humana. Existen, por otra parte, diferencias fundamentales entre las distintas corrientes de existencialismo. Unas se refieren ya a la manera misma de entender la existencia, distinta para cada uno de los autores; otras permiten hablar, quizás superficialmente, de un existencialismo ateo y un existencialismo cristiano: Marcel es teísta, como lo es Kierkegaard; Jaspers, sin serlo, habla de una trascendencia; Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 120 Sartre sostiene que el existencialismo representa un ateísmo consecuente; Heidegger, aparentemente ateo, no excluye en su sistema, sobre todo en sus últimas obras, oscuras y enigmáticas alusiones a Dios. Las obras fundamentales del existencialismo son El ser y el tiempo (1927), de Heidegger, y El ser y la nada (1943), de Sartre. Sartre escribe esta obra durante el paréntesis en que se halla la filosofía alemana por causa de la guerra, y este existencialismo francés, con la rama cristiana representada por G. Marcel y M. Mounier, muy influido por lo demás por Heidegger y Jaspers, es el que logra ser predominante y extenderse a otros ámbitos culturales, ya no expresamente filosóficos, como son la literatura y el cine. A ello han contribuido determinados elementos conceptuales del existencialismo, particularmente chocantes, procedentes de la situación histórica en que se desarrolla, el período de entre guerras, y el periodo en que se propaga, la posguerra: la angustia, el fracaso, el absurdo, la muerte o la culpa. 10.1. Nietzsche, Friedrich. Filósofo alemán, nació el 15 de octubre de 1844 en Röcken, en la Turingia, en el seno de una familia profundamente protestante (tanto sus abuelos como su padre fueron pastores protestantes). Él era el primogénito, pero tuvo una hermana, Elizabeth, que jugó un destacado papel en su vida. En 1849 murió su padre, y la familia se trasladó a Naumburgo, donde realizó sus primeros estudios. A partir de 1859 estudió en la prestigiosa escuela de Pforta (la misma en la que habían estudiado Fichte, Klopstock, Schlegel y Novalis), donde recibió una esmerada educación y comenzó a experimentar la influencia de Schopenhauer. Posteriormente estudió filología clásica y teología en Bonn durante el curso académico de 1864-1865, aunque abandonó la teología para dedicarse solamente a la filología clásica, cuyos estudios prosiguió en Leipzig, donde fue el protegido del eminente y prestigioso filólogo Ritschl, y donde trabó amistad con Erwin Rhode, que llegaría a ser otro eminente filólogo. Durante esta época se acentuó la influencia de Schopenhauer, y en 1868 conoció a Richard Wagner, con quien durante unos años estuvo unido por una estrecha amistad. También parece que fue durante este período que contrajo la sífilis, posible causa de su posterior enfermedad cerebral, aunque al parecer ya antes había experimentado problemas de salud. En 1869 fue nombrado profesor extraordinario en la Universidad de Basilea. Debido a sus méritos y a las alabanzas que Ritschl había hecho de su discípulo, la Universidad de Leipzig le concedió el grado de doctor sin necesidad de examinarse, basándose en sus publicaciones filológicas. En 1870 fue nombrado catedrático en la Universidad de Basilea de la que ya era profesor. Participó brevemente en la guerra franco-prusiana, aunque llevado por su antigermanismo, renunció a la ciudadanía alemana para nacionalizarse suizo. Durante estos años trabó amistad con el famoso historiador Burkhardt y con Overbeck. En 1872 publicó El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, libro que fue recibido con entusiasmo por Wagner y Rhode, pero que fue duramente criticado por los filólogos más académicos. A partir de este momento, por presiones académicas, las clases de Nietzsche se fueron quedando sin alumnos. Entre 1873 y 1876 publicó sus Consideraciones intempestivas, que constan de cuatro textos críticos con la cultura europea contemporánea. También en 1873 escribió Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, escrito que solamente fue publicado póstumamente, y en el que ataca el cientifismo y el positivismo. Entre tanto, en 1875, trabó amistad con el compositor Köselitz, a quien Nietzsche llamaba Peter Gast. Aunque Nietzsche había demostrado una gran admiración por Wagner -de quien esperaba el renacimiento del espíritu trágico griego-, y durante los años de Basilea pasaba muchas temporadas con este compositor y su familia en Tribschen (en la ribera del lago de Lucerna), a partir de 1876 empezó su distanciamiento. El enfriamiento de su relación se empezó a hacer patente en 1878 con la publicación de Humano, demasiado humano (que en 1880 se completó con El viajero y su sombra), texto en el que Nietzsche marca también sus diferencias con Schopenhauer. En 1876 obtiene una licencia por enfermedad, pues su salud se fue haciendo cada vez más precaria, y pasó el año en Sorrento. Aunque reanudó sus clases en 1877 tuvo que abandonar la docencia debido a sus problemas de salud y acogerse a una jubilación voluntaria. Por esta época, en la que ya estaba casi ciego, la ayuda de Peter Gast fue decisiva, puesto que le ayudaba a escribir, e incluso escribía directamente al dictado del filósofo. Probablemente el estilo aforístico de Nietzsche no es ajeno a esta enfermedad, ya que le Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 121 era materialmente imposible escribir durante largos lapsos de tiempo. A partir de este momento su vida fue un constante viajar por diversas ciudades: Génova, Sicilia, Rapallo, Riva, Sils María, Roma, Marienbad, Niza, Naumburgo, Turín, etc. (En general, pasaba los inviernos en Italia y el sur de Francia, y los veranos en las zonas alpinas). En 1881 publicó Aurora, pensamientos sobre los prejuicios morales, y en 1882 publicó La gaya ciencia, obras en las que efectúa una crítica de la religión, la metafísica y la moral. Por esta época conoció en Roma a Lou Andreas von Salomé, de la que se enamoró y, aunque no fue correspondido, siguió manteniendo con ella una larga relación de amistad. Entre 1883 y 1885 publicó su monumental obra: Así habló Zaratustra; en 1886, Más allá del bien y del mal y al año siguiente, La genealogía de la moral. Entre tanto su hermana Elisabeth se casó con un notorio antisemita y racista llamado Förster. En 1888 Nietzsche publicó El caso Wagner, Nietzsche contra Wagner y Ditirambos de Dionisos, y en 1889, El crepúsculo de los ídolos. En este año sufrió un ataque en Turín, del que ya no se repondría. Trasladado a un hospital se le diagnosticó «reblandecimiento cerebral». Permaneció un tiempo ingresado en Basilea, después le trasladaron, primero a Jena junto con su madre y después de la muerte de ésta en 1897, a Naumburgo y Weimar donde estuvo cuidado por su hermana y por Peter Gast. Hasta su muerte, acaecida el veinticinco de agosto de 1900, permaneció completamente mudo y prácticamente inactivo, limitándose a la redacción de unas pocas cartas, escritas en los primeros días después de su ataque, que mostraban signos de una grave enfermedad mental. Nietzsche había dejado algunas obras listas para publicar: El Anticristo: maldición al cristianismo; Ecce Homo -texto autobiográfico- y un conjunto de apuntes manuscritos, todavía sin preparar ni revisar para ser publicados, cuyo título genérico era La Voluntad de poder. La publicación de estos escritos estuvo mediatizada por su hermana, quien los falsificó suprimiendo partes enteras que desvirtuaban su significado, destacando aquellos aspectos que luego serían reivindicados por la barbarie nazi. De hecho, en 1934 se celebró un solemne acto de conmemoración del noventa aniversario del nacimiento de Nietzsche en el que estuvo presente el mismo Hitler, lo que muestra hasta qué punto varias de las tesis nietzscheanas -falsificadas por su hermana- estuvieron apoyadas por el nazismo. Después de la Segunda Guerra Mundial y de la división de Alemania en dos, el archivo Nietzsche (ubicado en Weimar) pasó a depender de la República Democrática Alemana, y solamente pudo empezar a ser consultado a partir de 1954. En base a estos archivos, Karl Schlecta, que examinó la obra completa de Nietzsche, demostró en 1956 las falsificaciones y manipulaciones del pensamiento nietzscheano. A partir de 1964 empezó la edición crítica de sus obras a cargo de los filósofos G. Colli y M. Montinari, que solamente han empezado a ser conocidas íntegramente a partir de 1967. 10.2. La filosofía de Nietzsche El conjunto de la filosofía de Nietzsche es, por una parte, una crítica radical a los fundamentos de la cultura occidental basada en una metafísica, una religión y una moral que han suplantado e invertido los valores vitales; por otra parte, es un intento de superación de esta cultura a la que califica como producto del resentimiento contra la vida. Por ello debe verse en Nietzsche, no sólo un perspicaz crítico y «psicólogo» (a menudo se refería Nietzsche a sí mismo con este calificativo), sino que su pensamiento también intenta una superación de la decadencia y del resentimiento de la cultura que critica. En este empeño suelen distinguirse tres períodos que caracterizan el desarrollo de su pensamiento: a) El primer período va hasta 1883, pero dentro de él pueden todavía señalarse dos etapas, la primera de las cuales (hasta 1876) se caracteriza por una labor de interpretación crítica de la cultura muy influida por Schopenhauer y por Wagner. De Schopenhauer tomó la noción de fenómeno como representación cuya raíz estaría en la voluntad; de Wagner, al que durante esta primera etapa consideró como un regenerador del pathos trágico clásico, tomó el entusiasmo creador y el proyecto del arte total. La obra más representativa de esta primera etapa es El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872). En dicha obra examina no sólo el origen de la tragedia (lo que sería tema para un filólogo), sino los aspectos generales que han dado lugar al nacimiento de la cultura occidental, que analiza a partir de dos categorías complementarias de análisis estético: lo apolíneo y lo dionisíaco. Lo apolíneo es lo que da lugar a la figura, al orden, a la medida y la razón (y se expresa fundamentalmente Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 122 en la epopeya y en la escultura); lo dionisíaco expresa la embriaguez, la desmesura, la renovación, la fuerza, la vitalidad, el ímpetu (y se expresa fundamentalmente en la música y en la poesía lírica). Pero la fuerza, la profundidad y la grandeza del arte griego antiguo procede de la íntima unión de estos dos aspectos. Tal es el caso de la tragedia, que posee un elemento apolíneo (lo escénico, lo figurativo) y un elemento dionisíaco (el coro, la música). No obstante, esta unidad se romperá a partir de Sócrates, cuya filosofía es la artífice del sometimiento de la vida a la razón; de lo dionisíaco a lo apolíneo y, por tanto, de la disolución de los dos aspectos, ya que en la cultura antigua ambos eran correlativos. De ahí surge la base degradada de la cultura occidental y de la metafísica, que pone el mundo real del devenir en función de un falso mundo estático y suprasensible; que pone la vida en función de la razón, en lugar de poner la razón al servicio de la vida y convierte lo real en aquella copia de una pretendida realidad «más verdadera» que, según Nietzsche, ya había denunciado Heraclito. La segunda etapa dentro de este período está más marcada por los intereses científicos de Nietzsche, que se interesa por las ciencias positivas (física, biología, antropología, astronomía y paleontología), y en la que desarrolla finos análisis psicológicos y defiende a los que él llama los espíritus libres, en la tradición de los pensadores ilustrados (como Voltaire, por ejemplo), que se rebelan contra un mundo atenazado por los prejuicios. A pesar de su interés por las ciencias, Nietzsche combate especialmente el cientifismo, aliado de la metafísica y de la inversión de los valores, al sustentar como verdad objetiva un hipotético orden eterno que la ciencia puede descubrir. Este orden eterno es el que se fija en el lenguaje conceptual que se pretende inequívoco y que aprisiona el pensamiento en conceptos acabados, fijos o estáticos, creadores de trasmundos eternos. (Esta será una tesis generalmente compartida por los autores vinculados a la corriente llamada vitalismo, en la que generalmente se encuadra a Nietzsche. También Bergson proclamaba esta misma crítica al cientifismo y al positivismo). En esta etapa Nietzsche se distancia de su primera actitud excesivamente esteticista y comienza a desmarcarse de Schopenhauer y de Wagner, cuyo Parsifal le desagradó profundamente y lo consideró como una recaída en el cristianismo. Las obras de Nietzsche más características de esta época son: Humano, demasiado humano (1878) -en que comienzan a aparecer los temas que desarrollará posteriormente-, Aurora (1881) y La gaya ciencia (1882). En conjunto, este período está marcado por la crítica a la racionalidad socrática, desarrollada por el platonismo y por la tradición judeo-cristiana. La tarea que se propone Nietzsche es la de destruir el edificio de la metafísica, la religión y la moral basadas en la inversión de los valores. Por ello, dice de sí mismo que es dinamita, o que hace filosofía con el martillo, pues ataca los cimientos mismos que surgen del socratismo y el platonismo, corrientes a partir de las cuales la virtud se coloca del lado de la representación, y se declara que la idea es lo auténticamente real, contra el instinto, contra el sentimiento y contra la vida. Es decir, aparece el nihilismo (en un sentido negativo, como negación de lo verdadero que caracteriza a la metafísica y la cultura occidental), que se desarrolla y se amplifica con el cristianismo: la negación de la vida, el desprecio hacia el cuerpo y el concepto de pecado. b) El segundo período está marcado por la aparición de Así habló Zaratustra, la obra más importante, en la que reemprende la crítica de la metafísica, la moral y la cultura de occidente, y formula sus grandes tesis: el nihilismo, la transmutación de los valores, la doctrina de la voluntad de poder, del eterno retorno y la del superhombre, y en el que elabora una visión que pueda conducir a la superación del espíritu de venganza o del resentimiento contra la vida que ha engendrado la metafísica occidental y su gran aliada: la religión (especialmente el cristianismo, al que califica de platonismo popular, moral de esclavos y metafísica de verdugos). El Zaratustra toma este nombre del mítico moralista persa, que en esta obra aparece como el alter ego del mismo Nietzsche que predica el inmoralismo, entendido como la patentización de la inversión de los valores y manifestación de la necesidad de su transmutación. A su vez, todo el libro está escrito como una parodia de los escritos religiosos, especialmente de los evangelios, apareciendo Zaratustra como la figura opuesta a Cristo. 10.3. La muerte de Dios Ya en La gaya ciencia aparece el tema de la muerte de Dios, que representa el fin de toda concepción idealista y el fin de la metafísica occidental, y que Nietzsche retoma en el Zaratustra. La Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 123 frase «Dios ha muerto» (que fue Hegel el primero en utilizar), representa para Nietzsche la negación de todos los trasmundos inventados por la religión, gran mentira que convierte la vida en una mera sombra. La idea de Dios, entendida como el fundamento del mundo verdadero, es la gran enemiga. El espíritu libre es aquél que es capaz de perderle el respeto, capaz de asumir que «Dios ha muerto», es decir, capaz de asumir que se debe acabar con el «mundo verdadero» (lo que también significa acabar con la dicotomía entre mundo verdadero y mundo de las apariencias), acabar con la metafísica y aceptar que nada debe ponerse en su lugar (de nada serviría sustituir la idea de Dios por las de humanidad, ciencia, racionalidad, técnica u otros sustitutos. Como más tarde diría Ortega: de nada vale matar al príncipe para entronizar en su lugar al principio). 10.4. El último hombre, el superhombre y el nihilismo Pero la muerte de Dios, que es un hecho histórico consumado fruto de un largo proceso de laicización, puede engendrar un movimiento ambiguo: por una parte, es la condición del nacimiento del superhombre pero, por otra parte, es también la condición de la aparición del último hombre. Este último, es ese «pulgón inextinguible» que es el más duradero y el más despreciable, aquél que se contenta con un mero pragmatismo, cientifismo o tecnocracia; el que ha sustituido a Dios por su comodidad, el que ya no es capaz de despreciarse a sí mismo y cree que ha inventado la dicha; un hombre cuya vida, sin Dios, carece de sentido, y que representa la ruina de la civilización y es la culminación de la decadencia. Asumir la muerte de Dios implica saber que se está sin brújula, sin valores. Esto es el nihilismo que, en su aspecto negativo, es el movimiento histórico propio de la cultura occidental en cuanto cumplimiento de la esencia de la metafísica, que había puesto lo verdaderamente ente como un más allá y, por tanto, conduce a una aniquilación de los valores vitales. Pero, por otra parte, en la medida en que se muestra que no hay realmente valores fundados fuera de la vida, el nihilismo es positivo, pues sólo en ausencia de todo valor se hace patente la necesidad de distanciarse de los antiguos valores y acometer su transvaloración. El reconocimiento pleno de la ausencia de sentido es la condición para que pueda surgir un sentido, para que pueda surgir la presencia del devenir que no ha de justificarse fuera de sí. Esta es la base que permite la aparición del superhombre: un dios terrenal capaz de recuperar los predicados divinos para el hombre. El superhombre es el que asume con todas sus consecuencias la muerte de Dios y no lo sustituye por otros valores (la ciencia, el Estado, la comunidad, la técnica, etc.), sino que asume plenamente la vida. En este sentido, es propiamente el más fuerte, el más noble, el señor, el legislador, el auténtico filósofo, en cuanto que no precisa de unos falsos valores; es el que supera la prueba del eterno retorno. Es el creador de «otro sentido», no meramente el inversor del sentido de lo decadente, sino creador de nuevos valores, razón por la que aparece como un demente para los últimos hombres. El superhombre es el capaz de superar y transvalorar los valores reactivos y contrarios a la vida que han caracterizado la historia de la cultura de occidente. No se trata, pues, de un hombre biológica o racialmente superior, sino que el superhombre, que es «el sentido de la tierra», es el más real de los hombres, el que se opone al «último hombre», es decir, el que se opone al hombre caracterizado por el resentimiento contra la vida. En la medida en que «el hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre», este último es solamente anunciado, ya que actualmente vivimos la etapa del último hombre. El proceso de generación del superhombre es el que expone Nietzsche en la metáfora de las tres transformaciones: el camello, que toma sobre sí la pesada carga de la moral invertida, se transforma en león, que critica la moral del deber-ser, para transformarse a su vez en un niño, creador espontáneo de su propio juego. Los nuevos valores no son conmensurables con los establecidos ni con ningún criterio externo a ellos mismos, pues ellos son precisamente la nueva norma. 10.5. La voluntad de poder (der Wille sir Macht) La muerte de Dios como reconocimiento de ausencia de sentido es la condición para que pueda surgir la presencia del devenir que no ha de justificarse fuera de sí por ningún sentido trascendente. Esta nueva perspectiva, que es la del superhombre, es la que se expresa como voluntad de poder o Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 124 esencia de la vida, y como pluralidad de perspectivas. De ahí que, metafóricamente, Nietzsche defienda al politeísmo, ya que es expresión de pluralidad contrapuesta al ideal de unidad del monoteísmo. Pero la voluntad de poder de Nietzsche se opone a la mera voluntad de vivir de Schopenhauer. Para este último autor la voluntad (de vivir) es un ciego impulso cósmico irracional que domina toda la naturaleza y se manifiesta en todos sus dominios, persiguiendo solamente su perpetuación. Por ello, Schopenhauer considera la necesidad de apartarse de este impulso y renunciar a él a la manera del ascetismo budista. Para Nietzsche la posición pesimista de Schopenhauer es todavía expresión de una actitud reactiva y resentida contra la vida. El impulso vital es expresión de la voluntad de poder, que siempre aspira a más. La vida, entonces, es un caso particular de este vasto impulso que es la voluntad de poder, concebido por Nietzsche, a la vez, como biológico, orgánico y -en la medida en que la cultura no sea ya reacción contra la vida- expresión de la consumación y superación del nihilismo. Toda fuerza impulsora es voluntad de poder que, en este sentido, es la esencia misma del ser, y que, como principio afirmador, está situado más allá del bien y del mal. Esta noción, pues, carece de cualquier clase de connotación política. No se trata de un deseo de poder político, o de un afán de dominio social, sino que expresa solamente el dinamismo del cual la vida es su manifestación, no sometido a ningún poderío exterior, a ningún dios, ni a ningún valor superior al de la propia vida. La voluntad de poder no consiste en ningún anhelo ni en ningún afán de apoderarse de nada ni de dominar a nadie, sino que es creación; es el impulso que conduce a hallar la forma superior de todo lo que existe y afirmar el eterno retorno, que separa las formas superiores, afirmativas, de las formas inferiores o reactivas. 10.6. La verdad y el devenir La realidad aparece como devenir y perspectiva. Contra la ontología estática que veía el devenir como apariencia, y contra la concepción de la verdad de la metafísica, aparece la voluntad de poder: el mundo como cambio, como proceso; la verdad como lo que favorece la vida. La verdad, tal como es entendida por las ideologías y la metafísica, no existe. Toda verdad es interpretación, y la propensión a considerar alguna proposición como verdadera es más bien fruto de una mejor correspondencia, no con el ser de las cosas, sino con las condiciones sociales y psicológicas que nos dominan, pues la misma conciencia a la que se impone esta verdad, ya es fruto de influencias sociales y culturales. Por ello, en contra de la visión religiosa y metafísica del mundo, la verdad es solamente lo que favorece la vida (tesis que, en cierta forma, se asemeja a la sustentada por algunas formas de pragmatismo, corriente no alejada de las tesis vitalistas). El devenir no se puede apresar con los conceptos del entendimiento, sólo se deja entender mediante alusiones, con aforismos y metáforas, ya que los conceptos pretenden explicar una multiplicidad que nunca es igual: son la manifestación de la parálisis del entendimiento que no puede captar el devenir. La capacidad de asumir plenamente el nihilismo es lo que caracteriza al superhombre, y la prueba que éste debe pasar es la del eterno retorno de lo mismo. 10.7. El eterno retorno (die ewige Wiederkehr) El tema del eterno retorno lo desarrolla Nietzsche en el capítulo del Zaratustra titulado De la visión y el enigma. Según él mismo, se trata de su pensamiento «más profundo», y también del más difícil de captar, ya que el tratamiento que da Nietzsche de este tema es bastante ambiguo. El «eterno retorno de lo mismo» no significa, al modo de las antiguas cosmologías que predicaban la doctrina del gran año, la repetición de las cosas individuales, aunque en los textos conocidos como La voluntad de poder formula su tesis como si se tratase de una doctrina cosmológica (al suponer que el número de átomos y la cantidad de energía que forman el mundo son finitos y, al ser el tiempo infinito, sólo son posibles un número determinado de combinaciones, por lo que el estado actual debe repetirse infinitas veces. Pero más bien debe entenderse (especialmente, en El gay saber y en el Zaratustra) como doctrina moral: es el sí trágico y dionisíaco a la vida pronunciado por el propio mundo, unido a la noción del amor fati. Esta doctrina moral o, mejor, prueba selectiva moral, supone una importante reflexión sobre el tiempo que Nietzsche expone de forma metafórica. Contra el sentimiento de un tiempo destructor y aniquilador (representado en el Zaratustra por un enano o «espíritu de la pesadez») de las Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 125 potencialidades de la voluntad de poder, Nietzsche reivindica la destrucción del sentido trascendente del tiempo lineal judeo-cristiano (un tiempo orientado hacia un fin que trasciende cada uno de sus momentos). Esto supone una crítica profunda de la oposición habitual entre pasado y futuro: el instante no es un simple tránsito desde un pasado hacia el futuro, sino que en él mismo se muestra el tiempo eterno. Pero esto tampoco supone afirmar la circularidad del tiempo, como acaba confesando el enano del Zaratustra: «todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo», ya que dicha circularidad, sin más, implica el hastío y la parálisis, en la medida en que tiende a la plena determinación (ya que todo cuanto sucede debe volver a suceder). Por ello, Zaratustra tampoco acepta la mera concepción cíclica del tiempo, que todavía se basa en categorías de análisis tomadas del transcurso temporal fragmentador. El eterno retorno es el fin de toda finalidad trascendente: tanto de un fin en sentido escatológico -como el predicado por las religiones que hablan de un juicio final-, como del fin de una conflagración universal al final del ciclo del gran año. Este pensamiento Nietzsche lo expone, nuevamente, de manera metafórica, en el capítulo titulado De la visión y el enigma, en el que Zaratustra tiene una visión en la que aparece la figura de un pastor atenazado por una serpiente, y ante cuya situación el mismo Zaratustra le conmina a morder la cabeza de la serpiente. El pastor está aterrorizado y paralizado por el asco, pero cuando finalmente corta la cabeza de la serpiente con sus propios dientes se libra de la opresión. Esta imagen representa la liberación tanto de lo opresivo de un tiempo que está en función de un eschaton, como la de la opresión del tiempo circular que produce hastío; y la decisión de morder la serpiente es la representación de afrontar valientemente lo vital. La repetición de lo mismo, si es realmente de lo mismo es lo equivalente a afirmar que no se repite, pues en la repetición lo mismo no sería lo mismo. Por ello significa que cada instante es único, pero eterno, ya que en él se encuentra todo el sentido de la existencia. Es por esto que la doctrina del eterno retorno no es descriptiva, sino prescriptiva: el eterno retorno debe instituirse por medio de una decisión humana para que realmente cada momento posea todo su sentido. El resentimiento contra la vida nace de la incapacidad de asumirla plenamente, y asumirla plenamente es aceptar que todo lo que fue, fue porque así lo hemos querido, es decir, querer el eterno retorno. Desde esta perspectiva, la concepción nietzscheana del eterno retorno ha sido considerada por Gilles Deleuze como la base para la plena inversión del platonismo. c) El tercer período de la filosofía nietzscheana es el que corresponde a la etapa posterior al Zaratustra, en el que prosigue las mismas líneas, pero con carácter más amargo, más centrado en la crítica de la moral y la necesidad de la transvaloración de todos los valores. Las obras más representativas de este período son: Más allá del bien y del mal (1886), La genealogía de la moral (1887) y El crepúsculo de los ídolos (1889). En estas obras Nietzsche prosigue la crítica a la tradición emprendida por Sócrates que considera que debe explicar lo verdaderamente ente a partir de «lo verdadero», «lo bello», «lo bueno», es decir, a partir de un hipotético verdadero ser contrapuesto al falso mundo de las apariencias; que pone lo suprasensible como condición de lo sensible, que pone el ser más allá del ser; que pone a lo Uno como condición de lo Múltiple, es decir, que sitúa a Dios como fundamento. Esta metafísica se caracteriza, según Nietzsche, por la venganza o el resentimiento contra la vida, que se manifiesta tanto en el pesimismo, como en la moral, en la ontología o en la epistemología. En la moral, porque ha engendrado unos falsos valores que proceden de la negación radical del valor de lo sensible, y los ha puesto en función de lo suprasensible más allá de la vida, es decir, en función de la muerte; en la ontología, porque sitúa la verdadera realidad más allá de la realidad verdadera del devenir; en la epistemología, porque pretende conocer mediante conceptos del entendimiento que sólo pueden conocer lo inerte, lo inmóvil, lo fragmentario, porque son presas de unas estructuras gramaticales que tienden a convertir en estático todo lo que es dinámico. Especialmente importante es su crítica de la moral, a la que considera profundamente antinatural al alzarse contra los instintos primarios de la vida y promulgar falsos valores (la modestia, la pobreza de espíritu, etc.) que tienen en el cristiano sermón de la montaña su mejor ejemplificación. La base filosófica de este resentimiento contra la vida, aunque fue instaurada por Sócrates, encuentra en el Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 126 platonismo su mejor formulación, y en el cristianismo (religión de débiles y esclavos que ponen su vida en función de otra vida futura que es negación de la vida auténtica, una religión que es una metafísica de verdugos) a su mejor difusora. En La genealogía de la moral, además de inaugurar el método genealógico en filosofía, Nietzsche rastrea los orígenes de los prejuicios morales fundamentales de nuestra cultura, examinando nociones como las de «bueno», «malo», «mala conciencia», «culpa», etc. Así, por ejemplo, lo «bueno», en su origen significaba lo noble, lo fuerte y espontáneo, se fue transformando, por mediación de la casta sacerdotal -los peores enemigos - llena de resentimiento, en todo lo contrario. De noble y fuerte, «bueno» pasa a significar resignación, debilidad, pobreza de espíritu. Es la base de una moral de esclavos, débiles, enfermos y resentidos contra la vida, culpabilizadores y culpabilizados que ensalzan la autonegación. 10.8. Nietzsche: uno de los «maestros de la sospecha» A pesar de las grandes diferencias que los separan, se ha señalado una afinidad entre los pensamientos de Marx, Nietzsche y Freud, ya que los tres, desde tres perspectivas distintas, muestran la insuficiencia de la noción fundante de sujeto, que había sido el punto de partida sobre el cual (en base al modelo del cogito cartesiano), se había elaborado la filosofía moderna. Tanto Marx (que opone a la noción clásica de conciencia como ser del hombre, la noción de hombre concreto que trabaja y produce su propia realidad en un determinado modo de producción), como Freud (que recusa la idea de conciencia como determinante de la conducta humana, que está más bien regida por el inconsciente), como Nietzsche, que denuncia la falsedad de los valores que fundan la noción misma de sujeto, coinciden en señalar que, más allá de dicha noción clásica de sujeto se esconden unos elementos condicionantes, lo que permite sospechar la falacia que representa modelar una filosofía o una interpretación, y sobre la también sospechosa noción de conciencia. Por ello, estos tres pensadores han sido denominados por Paul Ricoeur, los «maestros de la sospecha». 11. LA ESCUELA DE FRANCFORT11 11.1. GÉNESIS, EVOLUCIÓN Y PROGRAMA DE LA ESCUELA DE FRANCFORT La escuela de Francfort tuvo su origen en el Instituto para la investigación social fundado en Francfort a principios de la década de 1920, gracias a un legado de Felix Klein, hombre adinerado y progresista. Karl Grünberg, marxista austriaco e historiador de la clase obrera, fue nombrado director del Instituto. Más tarde le sucedió Friedrich Pollock, y luego en 1931 Max Horkheimer. Justamente gracias al nombramiento de Horkheimer como director, el Instituto fue adquiriendo cada vez más importancia y asumió los rasgos de una escuela dedicada a elaborar aquel programa que ha pasado a la historia de las ideas con el nombre de «teoría crítica de la sociedad». La revista del Instituto era el «Archivo para la historia del socialismo y del movimiento obrero». En él no sólo aparecieron estudios sobre el movimiento obrero, sino también escritos de Karl Korsch (entre ellos su trabajo sobre Marxismo y filosofía), György Lukács y David Riazanov, director del Instituto Marx-Engels de Moscú. En 1932 Horkheimer comienza a publicar la «Revista para la investigación social», que se propone recuperar y desarrollar los temas propios del «Archivo», pero asumiendo un planteamiento socialista y materialista, sin duda, cuyo acento se coloca no obstante sobre la «totalidad» y la «dialéctica». La investigación social es «la teoría de la sociedad como un todo»; no se limita a efectuar indagaciones especializadas y sectoriales, sino que tiende a examinar las relaciones que vinculan recíprocamente los ámbitos económicos con los históricos, los psicológicos y los culturales, partiendo de una visión global y crítica de la sociedad contemporánea. Es así como se instaura el nexo entre hegelianismo, marxismo y teoría freudiana que será un rasgo típico de la escuela de Francfort y que, dentro de las variantes aportadas por los diversos pensadores de la escuela, se convertirá en constante punto de referencia para la teoría crítica de la sociedad. La teoría crítica de la sociedad surge -en la intención de Horkheimer- para «promover una teoría de la sociedad existente, considerada como un todo»; pero se trata de una teoría crítica, capaz de sacar a la luz la contradicción fundamental de la sociedad capitalista. Horkheimer escribía: «Existe una actitud Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 127 humana que tiene por objeto la sociedad misma. No se halla dirigida a “algún inconveniente secundario”, sino que se presenta en necesaria conexión con la organización total de la estructura social.» Los objetivos de esta actitud «van más allá de la praxis social predominante». El teórico crítico es «aquel teórico cuya única preocupación consiste en un desarrollo que lleve a una sociedad sin explotación». La teoría crítica de la sociedad «persigue de modo plenamente consciente un interés por la organización racional de la actividad humana». La teoría crítica quiere ser comprensión totalizante y dialéctica de la sociedad humana en su conjunto, y para ser más exactos, de los mecanicismos de la sociedad industrial avanzada, con el fin de estimular una transformación racional que tenga en cuenta al hombre, su libertad, su creatividad y su armonioso desarrollo en una colaboración abierta y fecunda con los demás, en vez de que exista un sistema opresor que se vaya perpetuando. Para entenderlas correctamente, hay que enmarcar de forma adecuada las teorías de la escuela de Francfort en el período histórico en el que fueron elaboradas. Fue la época de posguerra de la primera conflagración bélica mundial, el período que pasó por la experiencia del fascismo y del nazismo en Occidente, y del estalinismo en la Unión Soviética; más tarde conoció el vendaval de la segunda guerra mundial y asistió al desarrollo generalizado e irrefrenable de la sociedad tecnológica avanzada. Por eso, en el centro de las reflexiones de los miembros de la escuela de Francfort hallamos tanto las cuestiones políticas más importantes como también aquellos problemas teóricos sobre los cuales había reflexionado el marxismo occidental (Lukács, Korsch), en contraste con pensadores como Dilthey, Weber, Simmel, Husserl o los neokantianos, contraste que los miembros de la escuela ampliarán hasta el existencialismo y el neopositivismo. El fascismo, el nazismo, el estalinismo, la guerra fría, la sociedad opulenta y la revolución pendiente, por una parte; y por la otra, la relación entre Hegel y el marxismo, y entre éste y las corrientes filosóficas contemporáneas, así como también el arte de vanguardia, la tecnología, la industria cultural, psicoanálisis y el problema del individuo en la sociedad de hoy, son los diversos temas que se entrecruzan en el seno de la reflexión de la escuela de Francfort. ¿Quiénes son estos representantes de la escuela de Francfort? Los primeros miembros del grupo fueron los economistas Friedrich Pollock (autor de la Teoría marxiana del dinero, 1928, y de Situación actual del capitalismo y perspectivas de un reordenamiento planificado de la economía, 1932) y Henryk Grossmann (autor de Ley de la acumulación y de la quiebra en el sistema capitalista, 1929), el sociólogo Karl-August Wittfogel (famoso autor de Economía y sociedad en China, 1931, y del escrito sobre El despotismo oriental, 1957), el historiador Franz Borkenau y el filósofo Max Horkheimer, al que poco después se unirá el filósofo, musicólogo y sociólogo Theodor W. Adorno. A continuación entrarán el filósofo Herbert Marcuse, el sociólogo y psicoanalista Erich Fromm, el filósofo y crítico literario Walter Benjamin (autor de El origen del drama barroco alemán, 1928, y de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, 1936), el sociólogo de la literatura Leo Löwenthal (autor de Sobre la situación social de la literatura, 1932) y el politicólogo Franz Neumann. Cuando Hitler tomó el poder, el grupo de Francfort se vio obligado a exiliarse, primero en Ginebra, luego en París y finalmente en Nueva York. A pesar de los desplazamientos y las dificultades, fue en aquellos años cuando aparecieron algunos de los trabajos más relevantes de la escuela de Francfort: por ejemplo, los Estudios sobre la autoridad y la familia (París 1936) y La personalidad autoritaria (obra que fue acabada en 1950). Este último trabajo colectivo -de Adorno y colaboradoreses un desarrollo muy agudo de los Estudios sobre la autoridad y la familia. Sin embargo, dado que la muestra de campo elegida sólo se componía de estudiantes norteamericanos, resulta un trabajo bastante menos estimulante que el anterior, donde la gama de temas característicos de la escuela de Francfort halla un tratamiento muy preciso. Allí se debaten la centralidad y la ambigüedad del concepto de autoridad; la familia como lugar privilegiado para la reproducción social de consenso; la aceptación por los seres humanos de condiciones insoportables, que son consideradas como algo natural e inmodificable; la crítica de la racionalidad tecnológica; la necesidad de un planteamiento metodológico que logre neutralizar los defectos de las investigaciones sectoriales positivistas, etcétera. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 128 Después de la segunda guerra mundial, Marcuse, Fromm, Löwenthal y Wittfogel permanecieron en Estados Unidos, mientras que Adorno, Horkheimer y Pollock regresaron a Francfort. En 1950 renació el Instituto para la investigación social, donde han surgido sociólogos y filósofos como Alfred Schmidt, Oskar Negt, y el más conocido de todos, Jürgen Habermas (entre cuyas obras hay que recordar por lo menos La lógica de las ciencias sociales, 1967, y Conocimiento e interés, 1968). 11.2. ADORNO Y LA «DIALÉCTICA NEGATIVA» En Dialéctica negativa (1966) Adorno (1901-1969) opta con claridad por el Hegel «dialéctico», contrapuesto al Hegel «sistemático»; elige el potencial crítico (o negativo) de la dialéctica expuesta en la Fenomenología del espíritu y rechaza la dialéctica en cuanto sistema, tal como se bosqueja en la Lógica y en la Filosofía del derecho. Contra la dialéctica de la síntesis y la conciliación, Adorno centra su interés en la dialéctica de la negación, en la «dialéctica negativa», en la dialéctica que niega la identidad entre realidad y pensamiento, y que de este modo descarta las pretensiones de la filosofía con respecto a aferrar la totalidad de lo real, revelando su sentido oculto y profundo. Ya en su lección inaugural de 1931 (La actualidad de la filosofía) Adorno había afirmado que «quien elige hoy el trabajo filosófico como profesión, debe renunciar a la ilusión con la que antes se iniciaban los proyectos filosóficos: que sea posible aferrar, con la fuerza del pensamiento, la totalidad de lo real. Ninguna razón justificadora podría hallarse a sí misma dentro de una realidad cuyo orden y cuya forma rechaza y reprime cualquier pretensión de la razón». El hecho de que los sistemas filosóficos se jacten de «escrutar las intenciones ocultas y evidentes de la realidad» es una ilusión fundada en el supuesto indemostrado según el cual «el ser se corresponde estrictamente con el pensamiento y se muestra accesible a él». Esto constituye una ilusión, como lo atestigua el fracaso de las metafísicas tradicionales, la fenomenología, el idealismo, el positivismo, el marxismo oficial o la ilustración. Aunque tales teorías se presentan como teorías positivas, se transforman en ideologías: «la filosofía, en la forma en que hoy se practica, sólo sirve para disfrazar la realidad y para eternizar su estado actual», escribe Adorno. Sólo si se defiende la no identidad entre ser y pensamiento puede garantizarse que la realidad, que no se nos ofrece como algo armónico o dotado de sentido, no quede camuflada: vivimos después de Auschwitz y «el texto que la filosofía debe leer está incompleto, lleno de contradicciones y de lagunas, y buena parte de él puede ser atribuido al hado ciego». Sólo afirmando la no identidad de ser y pensamiento podemos aspirar a desenmascarar los sistemas filosóficos que pretenden eternizar el estado presente de la realidad y bloquear toda acción transformadora y revolucionaria. La dialéctica es una lucha contra el dominio de lo idéntico, es la rebelión de los particulares ante lo malo universal. En realidad, escribe Adorno en Tres estudios sobre Hegel (1963), «la razón se vuelve impotente para aferrar lo real no por su propia impotencia, sino porque lo real no es razón». Debido a ello, la tarea de la «dialéctica negativa» consiste en sacudir las falsas seguridades de los sistemas filosóficos, poniendo de manifiesto lo no-idéntico que reprimen, y prestando atención a lo individual y a lo diferente que dejan a un lado. En Dialéctica negativa se puede leer lo siguiente: «lo singular es algo más que su determinación universal»; lo singular no se deja apresar dentro de las redes de un sistema: «lo que es, es siempre más que él mismo». Para Adorno, en definitiva, «la filosofía tradicional se engaña al conocer lo desemejante convirtiéndolo en semejante». Pero lo real no es la razón y esto demuestra que «la crítica formulada a la identidad va en dirección al objeto». La dialéctica negativa, en otros términos, no es una dialéctica idealista que disfraza la realidad con armónicos esquemas conceptuales, sino más bien una dialéctica materialista para la cual la realidad no es en absoluto racional y según la cual una realidad desgarrada, no apaciguada e irreductible quiebra y desmitifica todos los intentos filosóficos, cualquier «totalidad» tanto teórica como práctica, y por lo tanto, política: «La primacía del objeto se ve demostrada por la impotencia del espíritu en todos sus juicios, así como en la organización de la realidad. El elemento negativo, que el espíritu no logre la conciliación junto con la identificación, se convierte en motor de la propia desmitificación.» Adorno continúa: «Con el primado del objeto la dialéctica se convierte en materialista.» Los idealistas -y no sólo ellos- buscan acallar la realidad mediante la prepotencia de las ideas. Adorno, en cambio, trata de que hable la realidad contra la Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 129 prepotencia de los sistemas filosóficos, contra su cerrazón y su abstracción. Intenta modificar las categorías cognoscitivas e invertir aquellas esquematizaciones que ya han decidido qué es lo importante y qué no lo es, qué es actual y qué no lo es. En Minima Moralia (1951) Adorno escribe: «La noción de lo importante se inspira en criterios organizativos y la idea de lo actual se corresponde con la tendencia objetiva que es cada vez más poderosa. La esquematización en importante y secundario repite formalmente la jerarquía de valores de la praxis dominante [...]. La división del mundo en cosas principales y accesorias [...] siempre ha contribuido a neutralizar -en cuanto meras excepciones- los fenómenos en clave de la extremada injusticia social.» En pocas palabras, la «dialéctica negativa» de Adorno trata de resquebrajar las «totalidades» en filosofía y política. Constituye una salvaguardia de las diferencias, de lo individual y lo cualitativo. Aspira a ser una defensa contra la cultura «culpable y miserable» puesto que nadie puede ocultar el hecho de que –afirma Adorno en Dialéctica negativa«toda la cultura después de Auschwitz, incluida la crítica urgente que se realiza contra ella, no es más que escoria». 11.3. ADORNO Y HORKHEIMER: LA DIALÉCTICA DE LA ILUSTRACIÓN Una vez que se haya comprendido el propósito fundamental de la dialéctica negativa, ya no es difícil de entender el modo en que Adorno se enfrenta con las distintas tendencias de la filosofía moderna y contemporánea, y con las concepciones políticas, los movimientos artísticos y los cambios sociales de nuestra época. La dialéctica negativa se transforma en las manos de Adorno en una crítica de la cultura, o mejor dicho, en una «teoría crítica de la sociedad». En lo que respecta al idealismo, su «aspiración filosófica a la totalidad [...] se ha desvanecido»; el neokantismo se ha visto reducido a formalismos vacíos; en lo que concierne al neopositivismo, «hay que decir que la tesis de la asimilabilidad de principio de todos los interrogantes filosóficos por las ciencias particulares hoy no es algo incontrovertible, a salvo de dudas, y tampoco se halla tan carente de bases filosóficas como se suele afirmar». La fenomenología de Husserl, aunque ambiciosa y refinada, sigue siendo un programa irrealizable; el existencialismo de Heidegger no es más que primitivismo irracionalismo. El positivismo se reduce a una aceptación acrítica de los hechos, de lo existente, y no se da cuenta de que los hechos no son datos inamovibles sino problemas. Adorno le debe mucho a Hegel, pero en opinión de aquél, Hegel también propuso un sistema que falseaba la realidad, y por otra parte mostró una clara tendencia positivista a ceder ante los hechos. En una clara postura de proximidad al marxismo, Adorno rechaza sin embargo todas aquellas formas dogmáticas de éste, que saben a priori en qué lugar hay que clasificar a un fenómeno, pero sin conocer nada acerca de él. Contrario a la sociología de tipo humanista («La sociología no es una ciencia del espíritu», porque sus problemas no son problemas de lo consciente o inconsciente, sino problemas referentes a «la relación activa entre el hombre y la naturaleza, y las formas objetivas de las asociaciones entre seres humanos, que no se identifican con el espíritu como estructura interior del hombre»), Adorno criticó con dureza la sociología de cuño empirista (o positivista), que no logra descubrir la peculiaridad típica de los hechos humanos y sociales, en comparación con los naturales. Este ataque frontal -a veces violento e injusto, pero por lo general poco interesante- contra la cultura contemporánea constituye un ataque contra lo que Adorno considera imágenes desviadas de la realidad, donde vuelven a encontrarse todas las cosas; imágenes que sólo desempeñan la función de servir al poder, en lugar de actuar como portavoz de una realidad desquiciada, como es el caso de la sociedad capitalista. En la conocida obra Dialéctica de la ilustración (1949) Adorno y Horkheimer nos ofrecen su juicio sobre la sociedad capitalista o, mejor dicho, sobre la sociedad moderna, ya sea capitalista o comunista, dado que dicha obra se presenta como un análisis de la sociedad tecnológica contemporánea. Por «ilustración» ambos autores no entienden sólo aquel movimiento de pensamiento que caracterizó la llamada época de las luces, sino que piensan en el trayecto recorrido por la razón que, partiendo de Jenófanes, ha tratado de racionalizar el mundo, convirtiéndolo en algo manipulable y sometido a la dominación del hombre. «En este sentido más amplio de pensamiento en continuo progreso, la ilustración ha perseguido desde siempre el objetivo de quitar temor a los hombres y Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 130 convertirlos en amos. Sin embargo, la tierra completamente iluminada resplandece como símbolo de triunfal desventura.» En efecto, la ilustración se opone a la autodestrucción y esto ocurre porque ha quedado «paralizada por el miedo a la verdad». En, ella ha prevalecido la idea de que el saber es más técnica que crítica. Y el temor a alejarse de los hechos «se hace uno con el temor a la desviación social». De esta manera se ha perdido la confianza en la razón objetiva, lo que importa no es la verdad de las teorías sino su funcionalidad, en vista de los fines sobre los cuales la razón ha perdido todo derecho. En otras palabras, la razón es pura razón instrumental. Es totalmente incapaz de fundamentar o de poner en discusión los objetivos o finalidades que sirven para orientar la vida de los hombres. La razón es razón instrumental porque únicamente puede individualizar, construir o perfeccionar los instrumentos o medios adecuados al logro de fines establecidos y controlados por el sistema. Vivimos en una sociedad totalmente administrada, y en ésta «la condena natural de los hombres se muestra hoy inseparable del progreso social». «El aumento de la productividad económica, por una parte, genera las condiciones de un mundo más justo, pero por otro lado otorga al aparato técnico y a los grupos sociales que disponen de él una superioridad inmensa sobre el resto de la población. Ante las potencias económicas, el individuo se ve reducido a cero. Al mismo tiempo, dichos poderes llevan a un nivel jamás alcanzado antes el dominio de la sociedad sobre la naturaleza. El individuo desaparece ante el aparato al cual sirve, y éste le reabastece mejor que en ningún momento anterior. En el estado injusto, la impotencia y la dirigibilidad de las masas crece al mismo tiempo que la cantidad de bienes que se le asignan.» 11.4. LA INDUSTRIA CULTURAL Para llegar a ser funcional, el sistema constituido por la sociedad tecnológica contemporánea ha puesto en funcionamiento -entre sus principales instrumentos- un poderoso aparato: la industria cultural. Ésta se halla formada esencialmente por medios de comunicación de masas (cine, televisión, radio, discos, publicidad, revistas, etc.). A través de estos medios de comunicación de masas el poder impone valores y modelos de conducta, crea necesidades y establece el lenguaje. Estos valores, necesidades, conductas y lenguaje resultan uniformes porque deben estar vigentes para todos; son amorfos, asépticos; no emancipan, no estimulan la creatividad; al contrario, la obstaculizan porque acostumbran a que los mensajes se reciban de manera pasiva. «La industria cultural ha realizado pérfidamente al hombre como ser genérico. Cada uno es, cada vez más, sólo aquello por lo cual puede sustituir a otro: algo perecedero, un mero ejemplar. Él mismo, en cuanto individuo, es lo absolutamente sustituible, una pura nada.» Esto también ocurre con la diversión, ya no constituye el lugar de recreo, de la libertad, la genialidad, la alegría auténtica. La industria cultural es la que fija las diversiones y sus horarios. El individuo continúa padeciendo. Al igual que padece las reglas del «tiempo libre», que es tiempo programado por la industria cultural. «La apoteosis del individuo medio pertenece al culto de aquello que se halla a buen precio.» De este modo, la industria cultural no se limita a servir de vehículo a una ideología, sino que ella misma se convierte en ideología: la ideología de la aceptación de los fines establecidos por «otros», es decir, por el sistema. De este modo, la ilustración se ha llegado a convertir en su opuesto. Quería eliminar los mitos, pero, por el contrario, ha creado una cantidad innumerable. En la definición de Kant, «la ilustración constituye el abandono por parte del hombre de un estado de minoría de edad del cual él mismo es culpable. La minoría consiste en la incapacidad de valerse del propio intelecto sin ser guiado por otro». Hoy en día, el individuo está reducido a la nada y es guiado por «otros». En determinado momento se llegó a decir que el destino del individuo estaba escrito en el cielo; hoy podemos decir que está fijado y establecido en el sistema. Así son las cosas en opinión de Adorno y de Horkheimer, que no desesperan pero sí advierten que «si la ilustración no acoge en su seno la conciencia de este momento regresivo, firma su propia condena». Esto no debe suceder, puesto que hay que «conservar, extender, desplegar la libertad, en vez de acelerar [...] la carrera hacia el mundo de la organización». Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 131 11.5. MAX HORKHEIMER: EL ECLIPSE DE LA RAZÓN 5.1. El lucro y la planificación como generadores de represión Horkheimer (1895-1973) afirmó en 1939 que «el fascismo es la verdad de la sociedad moderna». Añade enseguida, sin embargo, que «quien no quiera hablar del capitalismo debe callarse también acerca del fascismo». La razón es que el fascismo, en su opinión, está dentro de las leyes del capitalismo: detrás de la pura ley económica, que es la ley del mercado y del beneficio, está la pura ley del poder. «La ideología fascista enmascara, al igual que la vieja ideología de la armonía, una misma realidad: el poder de una minoría que se basa en la posesión de los instrumentos materiales de producción. La tendencia al lucro acaba en lo que ha sido desde siempre: la tendencia al poder social.» Horkheimer sigue las etapas del desarrollo del capitalismo desde el librecambismo clásico (basado en la competencia de mercado) hasta el capitalismo monopolista (que destruye la economía de mercado y avanza, crece y vive de manera totalitaria). Al mismo tiempo que este desarrollo del capitalismo, se produce una terrorífica expansión del aparato burocrático en todos los sectores de la vida, dado qué, «el orden que inició su camino como algo progresista en 1789 llevaba en sí mismo desde un principio las tendencias hacia el fascismo». El intercambio «igual y equitativo se ha internado en el absurdo: tal absurdo es el orden totalitario». El comunismo, que es un capitalismo de Estado, no es más que una variante del Estado autoritario. Incluso las organizaciones proletarias de masas se han dado una estructura burocrática y en opinión de Horkheimer nunca han ido más allá de la perspectiva del capitalismo de Estado, en este capitalismo el principio de la planificación ha sustituido al del beneficio, pero los hombres continúan siendo objetos de administración, de una administración centralizada y burocratizada. El lucro, por un lado, y el control efectuado por la planificación por el otro, generan una represión cada vez mayor. Por lo tanto, la sociedad industrial se haya estructurado por una lógica cruel. La obra de Horkheimer titulada Eclipse de la razón instrumental (1947) se propone «examinar el concepto de racionalidad que se halla en la base de la cultura industrial moderna, y tratar de establecer si dicho concepto contiene defectos que implican una tara esencial». (Como ya hemos visto, este análisis continuará en la Dialéctica de la ilustración, donde se investiga la lógica con la que se ha pensado el proceso histórico de la civilización occidental, y donde se ve que el sueño de una humanidad emancipada e ilustrada ha llegado a invertirse dentro de la nueva barbarie.) 11.5.2. La razón instrumental Según Horkheimer, el concepto de razón que se halla en la base de la civilización occidental está enfermo desde su propia raíz: «Si quisiéramos hablar de una enfermedad de la razón, habrá que entender tal enfermedad no como un mal que haya afectado a la razón en un momento histórico determinado, sino como algo inseparable de la naturaleza de la razón dentro de la civilización, tal como la hemos conocido hasta ahora. La enfermedad de la razón reside en el hecho de que ésta nació de la necesidad humana de dominar la naturaleza». Esta voluntad de dominar la naturaleza, de comprender sus leyes para someterla, ha requerido la implantación de una organización burocrática e impersonal que, en nombre del triunfo de la razón sobre la naturaleza, ha llegado a reducir al hombre a mero instrumento. Sin duda alguna, las posibilidades de hoy resultaban inimaginables en épocas pasadas; hoy en día el progreso tecnológico pone al alcance de todos aquellos objetos y bienes que antes sólo se encontraban en los sueños de los utópicos. Sin embargo, Horkheimer afirma que «pesa sobre todos un sentido de temor y de desencanto, y hoy en día las esperanzas de la humanidad parecen más lejanas de su puesta en práctica de lo que estaban en aquellas épocas bastante más sombrías, en que fueron formuladas por vez primera». Este sentido de temor y de desencanto surge del hecho de que «en el preciso momento en que los conocimientos técnicos ensanchan el horizonte del pensamiento y de la acción de los hombres, disminuyen en cambio la autonomía del hombre como individuo, la fuerza de su imaginación y su independencia de juicio. El progreso de los recursos técnicos que podrían servir para iluminar la mente del hombre se ve acompañado por un proceso de deshumanización, con lo que el progreso amenaza con destruir precisamente aquello que debería llevar a cabo: la noción de hombre». Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 132 Y la noción de hombre, su humanidad, su emancipación, su poder de crítica y de creatividad, se ven amenazados porque el desarrollo del sistema de la sociedad industrial ha sustituido los fines por los medios, ha convertido la razón en un instrumento para alcanzar fines de los cuales la razón ya no sabe nada. Desde el momento en que nace -constata Horkheimer con amargura- «el individuo oye que se le repite continuamente la misma lección: sólo hay un modo de abrirse camino en el mundo y consiste en renunciar a sí mismo. El éxito sólo se consigue a través de las limitaciones [...]. Por lo tanto, el individuo debe la salvación al más antiguo artificio biológico de supervivencia, al mimetismo». La filosofía de la civilización industrial no es la filosofía de la razón objetiva, según la cual «la razón es un principio inmanente a la realidad», se trata más bien de una filosofía de la razón subjetiva. Tal filosofía sostiene que la razón es únicamente «la capacidad de calcular las probabilidades y de coordinar los medios adecuados para determinado fin», y afirma también que «ningún fin es razonable en si mismo y que no tendría sentido intentar establecer entre dos fines cuál será el más razonable». Según dicha filosofía «el pensamiento puede servir para cualquier propósito, bueno o malo. Es un instrumento para todas las acciones de la sociedad; sin embargo, no debe tratar de establecer las normas de la vida social o individual, que se suponen establecidas por otras fuerzas». La razón no nos ofrece verdades objetivas y universales a las que poder aferrarse, sino únicamente instrumentos para lograr objetivos ya establecidos. No es ella lo que fundamenta y establece qué son el bien y el mal que sirven para orientar nuestra vida; hoy en día es el sistema, es decir, el poder, quien decide qué es lo bueno y lo malo. La razón se ha convertido en ancilla administrationis y, «al renunciar a su autonomía, la razón se convierte en instrumento. En el aspecto formalista de la razón subjetiva, subrayado por el positivismo, se puso de relieve su independencia con respecto al contenido objetivo; en el aspecto instrumental subrayado por el pragmatismo, se ha puesto de relieve su obediencia a contenidos heterónomos. La razón se encuentra completamente sometida al proceso social; su valor instrumental, su función de medio para dominar a los hombres y la naturaleza se ha transformado en único criterio». De este modo, el sistema, la administración, la civilización industrial coloca al hombre en una casilla y allí circunscribe su destino. Transforma las ideas en cosas, a partir del momento en que «la verdad ya no es un fin que se baste a sí mismo». Degradada la naturaleza a pura materia, que «hay que dominar sin otro propósito que no sea precisamente el de dominarla». 11.5.3. La filosofía como denuncia de la razón instrumental Ante este vacío espantoso, se trata de buscar remedio apelando a sistemas como la astrología, el yoga o el budismo; también se ofrecen adaptaciones populares de filosofías objetivistas clásicas o incluso «se recomiendan las antologías medievales [...] para su uso moderno». Sin embargo, comenta Horkheimer, «el paso desde la razón objetiva hasta la subjetiva no se produce por azar», y si aquellas filosofías se han derrumbado, ha sido porque sus cimientos eran demasiado débiles. No obstante, el resurgir de estas filosofías -que hoy no son más que filosofías auxiliares- no nos salva y tampoco el arte logra captar el significado de la realidad u otorgarle uno específico. Horkheimer escribe: «En una época, el arte, la literatura, la filosofía se esforzaban por expresar el significado de las cosas y de la vida, por dar una voz a todo lo que está mudo, por dotar a la naturaleza de un órgano gracias al cual pudiese dar a conocer sus sufrimientos o, cabría decir, llamar a la realidad por su propio nombre. En la actualidad a la naturaleza se le ha quitado la facultad de hablar. En una época se creyó que cada frase, palabra, grito o gesto poseían un significado intrínseco; hoy sólo se trata de un accidente.» Ni el arte ni las filosofías como el neotomismo logran su objetivo, pero tampoco lo hace el neopositivismo, puesto que la ciencia, que avanza victoriosa sobre las ruinas de la filosofía, permanece en silencio acerca de los fines, y por lo tanto, acerca de los temas que son más importantes para el hombre. Además, «al igual que los demás credos, la ciencia puede ponerse al servicio de las fuerzas sociales más diabólicas, y el cientificismo muestra perspectivas tan restringidas como las de la religión militante». Las panaceas no son más que panaceas. La realidad, en cambio, es que: 1) «la naturaleza es concebida, hoy más que nunca, como mero instrumento del hombre; es objeto de una explotación total, a la que la razón no asigna ningún objetivo y por lo tanto no conoce límites»; Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 133 2) «se considera como algo inútil y superfluo aquel pensamiento que no sirve a los intereses de un grupo constituido a los objetivos de la producción industrial»; 3) tal decadencia del pensamiento «fomenta la obediencia a los poderes establecidos, representados por los grupos que controlan el capital o los que controlan el trabajo»; 4) la cultura de masas «trata de vender a los hombres el género de vida que ya llevan y que odian inconscientemente, aunque lo alaban de palabra»; 5) «no sólo la fábrica adquiere la capacidad productiva del obrero y la subordina a las exigencias de la técnica, sino que los dirigentes sindicales establecen sus dimensiones y la administran»; 6) «la deificación de la actividad industrial no conoce fronteras. El ocio es considerado como una especie de vicio, cuando va más allá de la medida en que es necesario para restaurar las fuerzas y permitirnos reemprender el trabajo con más eficacia»; 7) el significado de la productividad se mide «a través de su utilidad con respecto a la estructura del poder, y no con respecto a las necesidades de todos». En esta situación desesperada, «el favor más grande que la razón podía hacerle a la humanidad» consiste en «la denuncia de lo que habitualmente recibe el nombre de razón». Horkheimer continúa: «Los verdaderos individuos de nuestro tiempo son los mártires que han pasado a través de infiernos de sufrimiento y de degradación en su lucha contra la conquista y la opresión; no se trata de los personajes de la cultura popular, hinchados gracias a la publicidad. Aquellos héroes, a los que nadie ha cantado, arriesgaron conscientemente su existencia individual a la destrucción que otros padecen sin ser conscientes de ellos, víctimas de los procesos sociales. Los mártires anónimos de los campos de concentración son los símbolos de una humanidad que lucha por llegar a la luz. La tarea de la filosofía consiste en traducir lo que aquéllos han realizado a palabras que los hombres puedan oír, aunque sus voces mortales hayan sido reducidas al silencio por la tiranía.» 11.5.4. La nostalgia de lo «completamente otro» Marxista y revolucionario en su juventud, Horkheimer se fue apartando paulatinamente de sus posturas juveniles. No podemos absolutizar nada (recordemos que Horkheimer es de origen judío), y por lo tanto no podemos absolutizar ni siquiera al marxismo. «Cualquier ser finito -y la humanidad es finita- que se jacte de ser el valor último, supremo y único, se transforma en un ídolo, que tiene sed de sacrificios de sangre.» Horkheimer escribió estas palabras en 1961. Pocos años más tarde, en 1970, en una entrevista sobre la religión y la teología (publicada con el título de La nostalgia de lo «completamente otro»), Horkheimer confiesa haber sido marxista y revolucionario «porque el peligro del nacionalsocialismo era algo obvio. Creía que sólo a través de una revolución, y una revolución de tipo marxista, podría eliminarse el nacionalsocialismo. Mi marxismo y mi ser revolucionario eran una respuesta a la tiranía del totalitarismo de derecha». Sin embargo, Horkheimer ya en aquella época experimentaba ciertas dudas sobre el hecho de que «la solidaridad del proletariado querida por Marx fuese de veras el camino para llegar a una sociedad justa». En realidad, las ilusiones de Marx pronto quedaron en evidencia: «la situación social del proletariado mejoró sin revolución, y el interés común ya no es el cambio radical de la sociedad, sino una mejor estructura material de la vida». En opinión de Horkheimer, existe una solidaridad que va más allá de la solidaridad de una clase determinada: es la solidaridad entre todos los hombres, «la solidaridad que surge del hecho de que todos los hombres deben sufrir, deben morir y son finitos». En tales circunstancias, «todos tenemos en común un interés originariamente humano, el de crear un mundo en el cual la vida de todos los hombres sea más hermosa, más prolongada, más libre del dolor y, me atrevería a añadir aunque no lo puedo creer demasiado, un mundo que sea más favorable al desarrollo del espíritu». Ante el dolor del mundo, ante la injusticia no se puede permanecer neutral. Sin embargo, los hombres somos finitos, y por lo tanto, aunque no podamos resignarnos no podemos pensar tampoco que algo histórico -una política, una teoría, un Estado- sea algo absoluto. Nuestra finitud, nuestra precariedad no demuestra la existencia de Dios. Sin embargo, existe la necesidad de una teología, entendido no como ciencia de lo divino o de Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 134 Dios, sino como «la conciencia de que el mundo es algo fenoménico, no es la verdad absoluta, que es la única que constituye la realidad última. La teología es -debo expresarme con mucha precaución- la esperanza de que, a pesar de la injusticia que caracteriza al mundo, no puede ser que la injusticia se convierta en la última palabra». Para Horkheimer la teología es «expresión de una nostalgia, según la cual el asesino no puede triunfar sobre su víctima inocente». Por lo tanto, «nostalgia de una justicia perfecta y consumada». Según Horkheimer, ésta jamás podrá realizarse en la historia. En efecto, «cuando la mejor sociedad logre sustituir el actual desorden social, no se reparará la pasada injusticia y no se eliminará la miseria de la naturaleza circundante». Sin embargo, esto no significa que debamos rendirnos ante los hechos, como por ejemplo ante el hecho de que nuestra sociedad se vuelve más opresiva cada día. Horkheimer afirma: «Todavía no vivimos en una sociedad automatizada [...]. Todavía podemos hacer muchas cosas, aunque más adelante se nos quitará esta posibilidad.» El filósofo debe criticar «el orden constituido», para «impedir que los hombres se pierdan en aquellas ideas y en aquellos modos de comportamiento que la sociedad les impone mediante su organización». 11.6. HERBERT MARCUSE Y EL «GRAN RECHAZO» 6.1 ¿Es imposible una civilización no represiva? Eros y civilización (1955) desarrolla uno de los temas más importantes del pensamiento de Freud: la teoría según la cual la civilización se basa en la permanente represión de los instintos humanos. Freud escribió: «La felicidad no es un valor cultura.» Marcuse (1898-1979) comenta que esto es así en el sentido de que «la felicidad se halla subordinada a un trabajo que ocupa toda la jornada, a la disciplina de la reproducción monogámica, al sistema establecido de las leyes y del orden. El metódico sacrificio de la libido, su desviación inexorablemente impuesta, hacia actividades y expresiones útiles desde el punto de vista social, son la cultura». La historia del hombre, en opinión de Freud, es la historia de su represión. La cultura o civilización impone al individuo condicionantes sociales y biológicos, pero tales condiciones son el requisito previo del progreso. Libres para perseguir sus objetivos naturales, los instintos fundamentales del hombre serían incompatibles con cualquier forma duradera de asociación: «Los instintos, por lo tanto, deben ser desviados de su meta y ser apartados de su objetivo. La civilización comienza cuando se ha renunciado con eficacia al objetivo primario, a la satisfacción integral de las necesidades.» Tal renuncia tiene lugar en la dirección de un desplazamiento De a Satisfacción inmediata satisfacción diferida Placer limitación del placer Alegría (juego) fatiga (trabajo) Receptividad productividad Ausencia de represión seguridad «Freud -dice Marcuse- describió este cambio como la transformación del “principio de placer” en “principio de realidad”», y las vicisitudes de los instintos son las vicisitudes del aparato psíquico dentro de la civilización. «Al instituirse el principio de la realidad, el ser humano que bajo el principio de placer era poco más que una maraña de tendencias animales, se convirtió en un “yo” organizado». Para Freud, la modificación represiva de los instintos es una consecuencia «de la eterna lucha primordial por la existencia [...] que continúa hasta nuestros días». Sin modificar -o mejor dicho, sin desviar los instintos- no se vence en la lucha por la existencia, y no será posible ninguna sociedad humana duradera. Según Marcuse, Freud «considera “eterna” la lucha primordial por la existencias y cree en un antagonismo perpetuo «entre el principio de placer y el principio de realidad [...]. La convicción de que resulta imposible una civilización no represiva es una piedra angular de la construcción teórica freudiana». Precisamente contra esta eternización y absolutización de la oposición entre el principio de placer y el principio de realidad van dirigidos los ataques de Marcuse. En opinión de éste, no se trata de una oposición metafísica o eterna, debida a una misteriosa naturaleza humana, considerada de un modo esencialista. Por el contrario, tal oposición es producto de una determinada organización histórico- Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 135 social. Freud demostró que la ausencia de libertad y la coacción fueron el precio que hubo que pagar por lo que se ha realizado, por la civilización que se ha construido. Sin embargo, de ello no se deduce que este precio que hay que pagar sea algo eterno. En la teoría del propio Freud -señala Marcuseexisten grietas que resquebrajan la consistencia y la fuerza del carácter metafísico que otorga a la oposición entre el principio de placer y el de realidad. En efecto, al desvelar la amplitud y la profundidad de la coacción, Freud «defiende las aspiraciones reprimidas de la humanidad» y las defiende a través de su teoría de lo inconsciente. Lo inconsciente es la memoria donde se conserva «el impulso hacia una satisfacción integral que es ausencia de necesidad y de represión». En lo inconsciente «el pasado continúa haciendo valer sus propias exigencias de futuro y hace nacer el deseo de un paraíso recreado con base en las conquistas de la civilización». En la teoría psicoanalítica la memoria ocupa una posición central, y «la función terapéutica de la memoria procede del valor de verdad que posee. Éste reside en su función específica de conservar promesas y potencialidades que han sido traicionadas o incluso declaradas fuera de la ley por el individuo maduro y civilizado, pero que en un momento de su pasado nebuloso fueron llevadas a la práctica y jamás han sido olvidadas del todo». Por lo tanto, retroceder en la memoria, explorar lo inconsciente y sus productos, mirar a la cara a los ensueños y a los frutos de la imaginación, significa descubrir verdades rigurosas, cuyo peso «deberá acabar por romper los límites dentro de los cuales fueron elaboradas y confinadas». 11.6.2. El Eros, liberado En esencia, Marcuse viene a decirnos que la liberación del pasado no acaba en su reconciliación con el presente y «la recherche du temps perdu se convierte en vehículo de una liberación futura». Por otro lado, «todo el progreso técnico, la conquista de la naturaleza, la racionalización del hombre y de la sociedad, no han eliminado ni pueden eliminar la necesidad del trabajo alienado, del trabajo mecánico, desagradable, que no representa una autorrealización individual». Sin embargo «la misma progresiva alienación aumenta el potencial de libertad: cuanto más externo permanece el individuo al trabajo necesario, menos implicado se halla en el reino de la necesidad». Esto quiere decir que el progreso tecnológico ha engendrado las premisas para una liberación de la sociedad con respecto a la obligación del trabajo, para una ampliación del tiempo libre, para una inversión de la relación entre tiempo libre y tiempo ocupado por el trabajo socialmente necesario (de modo que éste se convierta únicamente en un medio para la liberación de potencialidades actualmente reprimidas): «El reino de la libertad, expandiéndose cada vez más, se transforma realmente en el reino del juego, del libre juego de las facultades individuales. Así liberadas, éstas crearán nuevas formas de realización y de descubrimiento del mundo, y a su vez estas últimas otorgarán una nueva forma al reino de la necesidad, a la lucha por la existencia». El reino de la necesidad (centrado en el principio de prestación y de eficiencia que consume todas las energías humanas) se ve sustituido por una sociedad no represiva que reconcilia la naturaleza con la civilización y donde se afirma la felicidad del Eros libertado. El Eros será una alegría de la praxis, que ya no se perderá en el trabajo mercantilizado. El Eros se hallará a sí mismo como poder creativo; absorberá en su seno el sexo, considerándolo como juego y como fantasía. La actividad práctico-sensible del hombre manifestará una tendencia a gozar libremente de sí misma. Y la imaginación y la fantasía devolverán al hombre aquella dimensión estética, haciendo que redescubra el gozo desinteresado que el principio de prestación había rechazado y ocultado. En definitiva, el Eros significa la lógica de la satisfacción contra la lógica de la represión. Por lo tanto, en el progreso tecnológico se dan las condiciones objetivas para una radical transformación de la sociedad. Sin embargo, el progreso tecnológico no queda abandonado a sí mismo; es controlado y guiado. El poder, consciente de las posibilidades que existen de hundimiento del sistema, ahoga las potencialidades liberadoras y perpetúa un estado de necesidad que ya no es necesario. De este modo, la utopía, que resulta técnicamente posible, permanece inalcanzable. Esto justifica la importancia de la filosofía que, aunque no dice cómo será el reino de utopía, lo anuncia, al mismo tiempo que denuncia los obstáculos que aparecen en su camino: los obstáculos que le plantea el poder, pero también los obstáculos que le ponen los revisionistas freudianos que, en vez de contemplar Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 136 los hechos sociales en clave psicológica, interpretan los hechos psicológicos en términos sociológicos. No obstante, la ciencia -es decir, el psicoanálisis- no ha logrado sofocar al Eros, y el sistema de la civilización ha creado brechas a través de las cuales puede abrirse camino una civilización no represiva, donde «la lucha por la existencia se convierte en cooperación para un libre desarrollo y realización de las necesidades individuales, la razón represiva cede el paso a una nueva racionalidad de la satisfacción, en la que convergen razón y felicidad». A pesar de todo, escribe Marcuse, «ni siquiera el advenimiento definitivo de la libertad puede redimir a aquellos que han muerto sufriendo. El recuerdo de éstos, el cúmulo de culpas de la humanidad contra sus víctimas, obscurece la perspectiva de una civilización sin represiones». 11.6.3. El hombre unidimensional El escrito más conocido de Marcuse es El hombre unidimensional, de 1964. En 1958, sin embargo, Marcuse había publicado el escrito Soviet Marxism, donde se reconstruye la involución burocrática del partido y del Estado soviéticos. Se pone allí en evidencia el carácter mágico de la ideología, que en este caso no es tanto una falsa conciencia como una conciencia de falsedad objetiva. El Diamat no es más que una fría escolástica y una cruel «teología». El Estado soviético, Estado totalitario, se halla en manos de una casta burocrática que ejerce un poder incontrolado sobre la población. El hombre unidimensional se publicó, como ya hemos dicho, en 1964. El hombre unidimensional es el que vive en una sociedad unidimensional, sociedad justificada y estructurada según una filosofía con una sola dimensión. La sociedad unidimensional es una sociedad sin oposición, esto es, una sociedad que ha congelado la crítica mediante el establecimiento de un control total. La filosofía con una sola dimensión es la filosofía de la racionalidad tecnológica y de la lógica del dominio; es la negación del pensamiento crítico, de la «lógica de la protesta», es la filosofía positivista que justifica la racionalidad tecnológica. En la sociedad tecnológica avanzada «el aparato productivo tiende a convertirse en totalitario en la medida en que no sólo determina las ocupaciones, las habilidades y las actitudes socialmente requeridas, sino también las necesidades y las aspiraciones individuales». En cuanto universo tecnológico, la sociedad industrial avanzada «es un universo político, el último estadio de la realización de un proyecto histórico específico, esto es, la experiencia, la transformación, la organización de la naturaleza como mero objeto de dominio». Tal proyecto tuvo su inicio con la libertad de pensamiento, de palabra, de conciencia y de libre iniciativa. Sin embargo, «una vez institucionalizados, estos derechos y libertades compartieron el sino de aquella sociedad de la cual formaban parte. La realización elimina las premisas». Resulta una realidad indiscutible el que la sociedad industrial con sus rasgos «de estado del bienestar y de estado beligerante»- es una sociedad que «está organizada para conseguir un dominio cada vez más eficaz sobre el hombre y sobre la naturaleza, para utilizar de un modo cada vez más eficaz sus propios recursos». Alcanza la más elevada productividad y la utiliza para perpetuar el trabajo y la fatiga, y en ella la industrialización más eficiente puede servir para limitar y manipular las necesidades. Marcuse escribe: «Al llegar a este punto, la dominación, bajo el aspecto de opulencia y de libertad, se extiende a todas las esferas de la existencia privada y pública, integra en sí toda auténtica oposición y absorbe en su seno cualquier alternativa.» En resumen: la sociedad tecnológica avanzada crea un verdadero universo totalitario; «en una sociedad madura la mente y el cuerpo se mantienen en un estado de movilización permanente para la defensa de este universo mismo». Esta sociedad, afirma Marcuse, es capaz de reprimir cualquier cambio cualitativo durante el tiempo que lo desee, y sus refinadas técnicas de control le dan al hombre una ilusión de libertad: «En la civilización industrial avanzada prevalece una confortable, tersa, razonable, democrática no libertad.» Por eso, la sociedad industrial no crea en su interior las fuerzas que deberían superarla; anula la posibilidad del pensamiento negativo, esto es, del pensamiento crítico, y con ello deja en nada la posibilidad de cambio. Sin duda, en el mundo capitalista continúan existiendo las clases sociales fundamentales. Sin embargo, el desarrollo del capitalismo ha alterado la estructura y las funciones de las clases, la clase trabajadora se halla integrada en el sistema y ya no es un factor de la transformación Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 137 histórica. Por todo ello, la lucha en favor del cambio debe seguir otras sendas y ya no la indicada por Marx: «Las tendencias totalitarias de la sociedad unidimensional convierten en ineficaces los caminos y los medios tradicionales de protesta.» En todo caso, sin embargo, la cuestión no se presenta como algo desesperado, dado que «por debajo de la base popular conservadora se encuentra el substrato de los marginados y los extranjeros, los explotados y los perseguidos de otras razas y de otros colores, de los sin empleo y los incapacitados. Permanecen fuera del proceso democrático; su presencia demuestra, mejor que nada, la necesidad inmediata y real de poner fin a condiciones e instituciones intolerables. Por eso, su oposición es revolucionaria, aunque su conciencia no lo sea. Su oposición ataca al sistema desde fuera, y por lo tanto el sistema no la desvía; se trata de una fuerza elemental que viola las reglas del juego, y al hacerlo muestra que es un juego trucado. Cuando se reúnen y avanzan por las calles, sin armas, sin protección, para exigir los derechos civiles más elementales, saben que se están enfrentando con perros, piedras y bombas, cárcel, campos de concentración, e incluso la muerte [...]. El hecho de que comiencen a negarse a tomar parte en el juego puede ser el hecho que señale el inicio del fin de un período». Esto no quiere decir, en absoluto, que las cosas vayan a producirse así. Lo que se quiere afirmar es que «el espectro se halla presente una vez más, dentro y fuera de las fronteras de las sociedades avanzadas». Esto es todo lo que puede hacer la teoría crítica de la sociedad: «no posee nociones que puedan llenar la laguna que existe entre el presente y su futuro; al no tener promesas que hacer ni éxitos que mostrar, permanece negativa. De este modo, quiere mantenerse fiel a aquellos que, sin esperanza, dieron y dan la vida por el Gran Rechazo». 11.7. Erich Fromm y la «Ciudad del Ser» 11.7.1. ¿La desobediencia es realmente un vicio? En opinión de Fromm (1900-1980), el hombre nace cuando «es arrancado de la unión originaria con la naturaleza, característica de la existencia animal». Cuando se produce este acontecimiento, empero, el hombre permanece fundamentalmente solo. Para huir de este aislamiento el hombre ensaya diversos caminos: 1) se somete a una autoridad (ya sea una persona, un gobierno, una institución o una divinidad); 2) o bien intenta la solución opuesta y trata de dominar a los demás. Sin embargo, tanto el masoquismo (intento de sumisión) como el sadismo (intento de dominio) constituyen formas patológicas de relación humana, escribe Fromm en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea (1955). El fracaso de estos modos de relacionarse con los demás nos indica que la forma de relación sana es la relación productiva, el amor. Éste «permite al hombre que conserve su libertad y su integridad, aunque al mismo tiempo se halle unido a sus semejantes. Sin embargo, no es cosa fácil que el hombre se aparte de la naturaleza, ya sea física o social (por ejemplo, el propio clan). Se trata de un apartamiento doloroso y por eso se suelen constatar intentos de negarlo a través de un apego incestuoso al propio suelo, al propio grupo o a la autoridad constituida, que actúa como guía y protege al hombre de los riesgos de la libertad y del peso de la responsabilidad». Lo cierto es que -como Fromm puso en evidencia en El miedo a la libertad (1941)- el hombre que se separa del mundo físico y social, el hombre que se vuelve libre y responsable de sus propios actos, de su propia elección y de sus propios pensamientos, no siempre logra aceptar la carga de la libertad, cediendo entonces al conformismo gregario: obedece ciegamente las normas establecidas y se suma a un grupo (considerando como enemigos a los demás y a los demás grupos). De este modo, el hombre que va a la búsqueda de su propia identidad sólo encuentra sucedáneos, se pierde y pierde la salud mental. En efecto, ésta «se caracteriza por la capacidad de amar y de crear, por la liberación de los vínculos incestuosos con el clan y con la propia tierra, por un sentido de identidad basado en la experiencia que el individuo tiene de sí mismo en cuanto sujeto y agente de sus potencias, por la capacidad de asir la realidad tanto dentro como fuera de nosotros mismos, es decir, por el desarrollo de la objetividad y de la razón». Durante siglos los reyes, los sacerdotes, los señores feudales, los magnates industriales y los progenitores han proclamado que la obediencia es una virtud y que la desobediencia es un vicio, afirma Fromm en La desobediencia como problema psicológico y moral (1963). Sin embargo, a esta actitud Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 138 Fromm contrapone la perspectiva según la cual «la historia del hombre comenzó con un acto de desobediencia y no es nada improbable que concluya con un acto de obediencia». Adán y Eva «se hallaban dentro de la naturaleza igual que el feto se encuentra en el seno de su madre». No obstante, su acto de desobediencia cortó el vínculo originario con la naturaleza, convirtiéndolos en individuos: «El pecado original, lejos de corromper al hombre, lo hizo libre; fue el comienzo de su historia. El hombre tuvo que abandonar el paraíso terrenal y aprender a depender de sus propias fuerzas, convirtiéndose en plenamente humano.» Como nos enseña el mesianismo de los profetas, el delito de Prometeo (que roba el fuego a los dioses y echa las bases de la evolución humana) o la senda histórica seguida por el hombre, «el ser humano ha continuado evolucionando mediante actos de desobediencia. No se trata sólo de que su desarrollo espiritual haya sido posible por el hecho de que nuestros semejantes osaron decir “no” a los poderes vigentes en nombre de su propia conciencia o de su propia fe, sino que incluso su desarrollo intelectual ha dependido de la capacidad de desobedecer: desobedecer a las autoridades que trataban de reprimir las ideas nuevas y a las autoridades de creencias subsistentes desde mucho tiempo atrás y según las cuales todo cambio carecía de sentido». Una persona se vuelve libre y crece mediante actos de desobediencia. En consecuencia, la capacidad de desobedecer es la condición de la libertad. Por otro lado, no obstante, la libertad representa la capacidad de desobedecer: «Si tengo miedo a la libertad no me atreveré a decir “no”, no tendré valor para ser desobediente. En efecto, la libertad y la capacidad de desobedecer son inseparables.» Están en la base del nacimiento y del crecimiento del hombre en cuanto tal. Por otra parte «si la humanidad se suicida, será por obedecer a quienes ordenen apretar los botones fatales; por obedecer a las arcaicas pasiones del miedo, el odio y el ansia de posesión; por obedecer a los obsoletos criterios de soberanía estatal o de honor nacional». Resulta aterrador que el mundo contemporáneo comparta el proyecto de oponerse a la capacidad de desobedecer: «Los dirigentes soviéticos hablan mucho de revolución, y nosotros, en el “mundo libre”, de libertad. Pero tanto ellos como nosotros desalentamos la desobediencia: en la Unión Soviética, de manera explícita y con el recurso de la fuerza; en el “mundo libre”, de forma implícita y mediante los sutiles métodos de la persuasión.» La consecuencia es que «en la fase histórica actual, la capacidad de dudar, de criticar y de desobedecer puede ser lo único que se interpone entre un futuro para la humanidad y el final de la civilización». 11.7.2. ¿Tener o ser? Fromm dedicó uno de sus libros más conocidos, ¿Tener o ser? (1976) -donde examina las «dos modalidades básicas de existencia: la modalidad del tener y la modalidad del ser»- al análisis de la crisis de la sociedad contemporánea y la posibilidad de solucionarla. De acuerdo con la primera modalidad, se afirma que la verdadera esencia del ser es el tener, y «si uno no tiene nada, no es nada». Basándose en esta idea los consumidores modernos se etiquetan a sí mismos mediante la expresión siguiente: yo soy = lo que tengo y lo que consumo. Frente a esta modalidad de existencia individual y social, Fromm recuerda a Buda, quien enseñó que no debemos aspirar a las posesiones; a Jesucristo, que afirma que al hombre no le aprovecha ganar todo el mundo y luego perderse a sí mismo; al maestro Eckhart, que enseñaba a no tener nada; a Marx, cuando afirma que «el lujo es un vicio, exactamente igual que la pobreza, y hemos de ponernos como objetivo el ser mucho y no el tener mucho. Hago referencia aquí -advierte Fromm al auténtico Marx, al humanista radical, no a la vulgar caricatura representada por el “comunismo” soviéticos. Para la modalidad de tener, un hombre es lo que tiene y lo que consume, mientras que los requisitos previos de la modalidad del ser son «la independencia, la libertad y la presencia de la razón crítica». La característica fundamental de la modalidad del ser consiste «en ser activo», que no hay que entender en el sentido de una actividad externa, en afanarse mucho, sino en el sentido de una actividad interna, que utilice de modo productivo nuestras potencias humanas. Ser activos significa dar un cauce de expresión a las propias facultades y talentos, a la multiplicidad de dones que posee cada ser humano, en grados diversos. Significa renovarse, crecer, expandirse, amar, trascender la cárcel del propio «yo» aislado, estar interesado, prestar atención, dar. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 139 Después de bosquejar estas dos modalidades del tener y del ser, Fromm afirma: «La cultura antigua y medieval tenía Como centro motor la visión de la Ciudad de Dios; la sociedad moderna se constituyó porque los hombres se hallaban impulsados por la visión del desarrollo de la Ciudad Terrena del Progreso. En nuestro siglo, sin embargo, esta visión ha ido deteriorándose, hasta reducirse a la Torre de Babel, que ahora empieza a derrumbarse y puede que hunda a todos entre sus ruinas. Si la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena constituyen la tesis y la antítesis, la única alternativa al caos está representada por una nueva síntesis: la síntesis entre el núcleo espiritual del mundo tardomedieval y el desarrollo del pensamiento racional y de la ciencia, que tuvo lugar a partir del renacimiento. Tal síntesis constituye la Ciudad del Ser.» Esta Ciudad del Ser será la ciudad del hombre nuevo, cuya estructura caracterológica poseerá, entre otras, las cualidades siguientes: «Disponibilidad a renunciar a todas las formas de tener, para ser sin fisuras. Seguridad, sentimiento de identidad y de confianza, fundadas en la fe en aquello que se es, en la necesidad de relaciones, intereses, amor, solidaridad con el mundo circundante, y no en el deseo de tener, de poseer, de controlar el mundo, haciéndose así esclavo de nuestros propios intereses. Aceptación del hecho de que nadie, y nada, fuera de nosotros mismos puede conceder un significado a nuestra vida [...]. Estar de veras presente en el lugar en que uno se encuentra. La alegría que procede del dar y del compartir y no del acumular y del explotar. Amor y respeto por la vida en todas sus manifestaciones, siendo conscientes de que las cosas, el poder y todo lo que es muerte no posee un carácter sagrado, sino que lo posee la vida y todo lo que pertenece a su crecimiento [...]. Vivir sin adorar ídolos y sin falsas ilusiones [...]. Desarrollo de la propia identidad de amar, además de la capacidad de pensar de manera crítica, sin abandonarse a sentimentalismos [...]. Convertir en supremo objetivo de la existencia el pleno crecimiento de uno mismo y de sus semejantes [...]. Desarrollar la propia fantasía, no como huida de circunstancias insoportables, sino como una anticipación de posibilidades concretas, como medio para superar circunstancias insoportables [...]. Darse cuenta de que el mal y la destrucción son consecuencias necesarias del fracaso en el propósito de crecer. » La Ciudad del Ser es aquella sociedad que está «organizada de manera que la naturaleza social y amante del hombre no queda separada de su existencia social, sino que se convierte en una sola cosa, junto con ella», escribe Fromm en El arte de amar (1956). 11.8. LA LÓGICA DE LAS CIENCIAS SOCIALES: ADORNO CONTRA POPPER La Sociedad Alemana de Sociología dedicó al tema de la lógica de las ciencias sociales el congreso que tuvo lugar en Tubinga en octubre de 1961. Dicho congreso fue inaugurado con las intervenciones de Popper y de Adorno, y allí fue donde tuvo lugar el choque, que prosiguió después del congreso, entre la escuela epistemológica del racionalismo crítico y la escuela dialéctica de Francfort. En su comunicación sobre Lógica de las ciencias sociales, Popper se propuso reiterar la tesis de la unidad del método científico: «El método de la ciencia social, igual que el de las ciencias naturales, consiste en la experimentación de intentos de solución de sus problemas, aquellos problemas de los que toma pie. Se proponen soluciones y se las critica. » En esencia, se lleva a cabo la investigación con el propósito de solucionar problemas, y éstos se solucionan dando a luz conjeturas y comprobándolas más tarde de acuerdo con sus consecuencias observables. La prueba puede conducir a la confirmación (siempre provisional) de la teoría que se está comprobando. Tanto en las ciencias naturales como en las sociales, aprendemos gracias a nuestros errores, y toda teoría, además de resultar falible por principio, es siempre parcial. Se trata de una perspectiva acerca de un acontecimiento, perspectiva (sociológica, biológica, psicológica, económica, etc.) que capta la totalidad del acontecimiento desde ese punto de vista, pero nunca todo el acontecimiento. La objetividad de las teorías -insistió más adelante Popperequivale a su controlabilidad o falsabilidad. La objetividad es un atributo que se predica de las personas, pero también constituye un rasgo de las teorías. En las personas, es un hecho privado, y en las teorías, un hecho público, bajo el control público. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 140 Respondiendo a Popper, Adorno ha manifestado de inmediato que concebía la lógica en un sentido más amplio que Popper: como «modo concreto de proceder la sociología y no como conjunto de reglas generales del pensamiento y de la disciplina deductiva». 1) Ante todo, Adorno señala tres cosas: a) en todos los casos, la sociología debe recordar que «hasta ahora no ha construido un sistema de leyes reconocidas, que puedan compararse a las de las ciencias naturales»; b) «si se considera que la sociología comienza con Saint-Simon y no con su padrino Comte, tiene ya más de 160 años. Por lo tanto, no es cuestión de que siga actuando como una tímida jovencitas; c) sería vano pensar en remediar esta separación entre ciencias sociales y ciencias físicas a través de un avance de tipo metodológico. 2) Sería vano por un motivo muy sencillo: «el ideal cognoscitivo de la explicación coherente, lo más simple posible, elegante desde un punto de vista matemático, se manifiesta como algo inadecuado porque la cosa misma, la sociedad, no es coherente, no es simple y tampoco es neutral, no susceptible de cualquier estructuración categorial, sino que es distinta de lo que el sistema de categorías de la lógica discursiva considera a prior como sus objetos. La sociedad es contradictoria, y sin embargo determinable; al mismo tiempo, es racional e irracional, sistemática e irregular, es naturaleza ciega pero está vinculada a la conciencia. El método de la sociología debe tener en cuenta esto. Si no es así, en virtud de un celo purista contra la contradicción, acaba en la más fatal de las contradicciones: la que existe entre su estructura y la estructura de su objeto». En substancia, según Adorno el método no es indiferente al objeto. «Los métodos no dependen del ideal metodológico, sino de la cosa.» 3) «El momento especulativo no es una enfermedad de la conciencia social.» Y «sin la anticipación del momento del todo, que casi nunca se deja traducir mediante adecuadas observaciones particulares, ninguna observación singular podría hallar su posición y su valor adecuados». 4) Adorno, al igual que Popper, es partidario de la crítica. Sin embargo, Adorno terne confiar la crítica a los hechos. Según él, en cambio, lo que hay que criticar son los hechos, es decir, las contradicciones y la sociedad. «En la sociedad, los hechos no son la realidad última, en la que el conocimiento hallaría su propio fundamento y criterio, porque dichos hechos no llegan a través de la sociedad. No todos los teoremas son hipótesis; la teoría es el objetivo, no el vehículo de la sociologías En definitiva, Adorno considera que «el camino crítico no sólo es formal, sino también material; la sociología crítica -según su propia idea y en el caso de que sus conceptos se ajusten a la verdades siempre y necesariamente una crítica de la sociedad, como ha explicado Horkheimer en su trabajo sobre la teoría tradicional y la crítica». 5) «La sociología del saber que elimina la distinción entre conciencia verdadera y conciencia falsa se jacta de representar un avance en él sentido de la verdadera objetividad; en realidad, es un retroceso con respecto al concepto totalmente objetivo de ciencia que propuso Marx. No se trata de determinaciones objetivas, sino de simples charlatanería y neologismos (por ejemplo, perspectivismo), que permiten al concepto total de ideología distanciarse del relativismo vulgar, de sus frases hechas que se convierten en concepciones del mundo. Esto explica el subjetivismo explícito o implícito de la sociología del saber, que Popper denuncia y en cuya crítica coinciden la gran filosofía y el trabajo científico concreto.» 6) El verdadero conocimiento versa sobre la totalidad. «La experiencia del carácter contradictorio de la realidad social no es un punto de partida igual que los demás, sino que constituye la única probabilidad de la sociología en general. La sociedad se convierte en problema (según la expresión de Popper) sólo para aquel que pueda pensar una sociedad distinta de la existente; sólo a través de lo que no es, se revelará tal como es, que sería lo único que habría de interesar a una sociología cuyas finalidades no se limiten a la administración pública y privada (como ocurre de hecho en la mayoría de sus problemas).» En realidad, «la renuncia de la sociología a una teoría de la sociedad tiene carácter de resignación; ya no se atreve a pensar el todo porque desespera de transformarlos. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 141 7) La sociología, según Adorno, no puede reducirse a una administrative research, porque «toda visión de la sociedad en su totalidad trasciende necesariamente a sus hechos dispersos». Por otro lado, Adorno está convencido de que «con respecto al postulado de la comprensión de la esencia de la sociedad moderna, las aportaciones empíricas no son más que gotas de agua sobre un hierro candente». Las aportaciones de la sociología empírica son investigaciones objetivas sobre opiniones subjetivas: se interesan, porque el mercado así lo exige, por lo que piensa la gente, pero no se preguntan por qué las personas piensan de un modo determinado. De esta forma, mediante una arbitraria elección de sus objetos, se dejan a un lado los problemas objetivos que presionan desde fuera. 8) «El núcleo de la crítica al positivismo, escribe Adorno, es la consideración según la cual éste veda la experiencia de la totalidad ciegamente dominante, así corno también el impulso y la aspiración a que las cosas puedan acabar cambiando, y se contenta con futilidades carentes de sentido, que continúan existiendo después de la desaparición del idealismo, sin buscar una interpretación de tal desaparición y de lo que ha desaparecido, llevándolos a su verdad.» 9) Como se puede apreciar, el pensamiento de Adorno versa sobre los conceptos de totalidad y de dialéctica. La totalidad es una dialéctica. Y la dialéctica es una teoría descriptiva de las contradicciones objetivas, es decir, reales, de la sociedad. La totalidad es una conciencia de la ciencia, para que ésta no se reduzca a razón instrumental. La totalidad es conciencia de los infinitos aspectos de la sociedad y, por lo tanto, una noción reguladora. La totalidad es también una categoría crítica, un ataque a las prohibiciones que una metodología crasamente positivista le impone a la fantasía. La totalidad, por último, es una teoría de las estructuras económicas de la sociedad, estructuras objetivas que olvida intencionadamente la mentalidad sociológica de investigación, debido a los intereses creados. 11.9. EL «DIALÉCTICO» JÜRGEN HABERMAS CONTRA EL «DECISIONISTA» HANS ALBERT Más adelante, la controversia entre Adorno y Popper prosiguió a través de la disputa entre el dialéctico J. Habermas (alumno de Adorno) y el racionalista crítico H. Albert (discípulo de Popper). Ahora bien, Habermas está convencido de que el desarrollo de las ciencias sociales las aproxima al ideal positivista de la ciencia, de modo que llegan a asemejarse a las ciencias naturales, sobre todo en el sentido de que en ellas predomina un interés cognoscitivo de carácter puramente técnico. No obstante, afirma Habermas, si las ciencias sociales se enfocan así, ya no podrán brindarnos puntos de vista normativos e ideas que sirvan como orientación práctica. La ciencia se reduce a ciencia de los medios. Nos indica cuáles son los medios para alcanzar los fines, pero los fines siguen siéndole extraños. La razón es impotente ante los fines: no puede fundamentarlos. «Una razón desinfectada se ha visto purificada de todo momento de voluntad ilustrada; extraña a sí misma, ha alienado su propia vida. Y la vida privada del espíritu lleva una existencia fantasmal, basada en el capricho, bajo el nombre de “decisión”.» Los juicios científicos constituyen el conocimiento y los valorativos se fundamentan en la decisión. «Al dualismo de hechos y decisiones le corresponde la separación epistemológica entre el conocer y el valorar, y la exigencia metodológica de limitar los análisis de las ciencias experimentales a las uniformidades empíricas que se encuentran en los procesos naturales e históricos. La ciencia no puede solucionar los problemas prácticos que se refieren al sentido de las normas; los juicios valorativos jamás pueden asumir legítimamente la forma de aserciones teóricas o unirse a éstas mediante una conexión válida desde el punto de vista lógico.» De este modo, afirma Habermas, «el dualismo de hechos y decisiones obliga a reducir el conocimiento legítimo a las ciencias experimentales en sentido estricto, y por lo tanto, a eliminar los problemas de la vida privada del horizonte de las ciencias en general». Habermas concluye: «No obstante, si hay que eliminar los problemas prácticos del conocimiento sometido a un reduccionismo empirista, substrayéndolos del debate racional; si las decisiones referentes a los problemas de la vida práctica deben quedar dispensados de cualquier instancia que posea carácter racionalista, no sorprenderá tampoco el último y Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 142 desesperado intento: el intento de garantizar institucionalmente una solución previa y socialmente vinculante de los problemas prácticos, retornando al mundo cerrado de las imágenes y las potencias míticas.» De este modo, al positivismo del conocimiento le corresponde el decisionismo de las elecciones en el campo de la praxis. «El precio de la economía en la elección de los medios es un decisionismo absolutamente libre en la elección de los fines más elevados.» Se trata, por tanto, de una racionalización de la técnica y de una «remitificación» del reino de los fines. Ante una situación de este tipo, el objetivo declarado de las indagaciones de Habermas consiste en superar las limitaciones de las ciencias sociales, en la dirección de una orientación normativa, con la ayuda de un análisis histórico global, cuyas intenciones prácticas puedan «liberarse del puro arbitrio y legitimarse a su vez dialécticamente con base en el contexto objetivo». En otros términos «busca una justificación objetiva del actuar práctico, en nombre del sentido de la historia, Una justificación que la sociología, que posee el carácter de ciencia real, no le puede suministrar, por supuesto». En realidad, la finalidad explícita de los trabajos de Habermas consiste precisamente en una «filosofía de la historia orientada prácticamente». Es muy cierto que Habermas se halla persuadido de que «la crítica del derecho natural ha demostrado sin duda que las normas sociales no están fundadas, ni pueden fundarse, en la naturaleza, en aquello que es. Sin embargo, se pregunta ¿es ésta una razón suficiente para substraer el sentido normativo a un debate racional acerca del contexto de vida concreto del que surgió aquél y sobre el cual se refleja ideológicamente o reacciona críticamente?» El positivismo cae en la trampa de la «mitología», de la cual sólo lo podrá liberar la «dialéctica», poniendo de manifiesto su profunda ironía. La concepción dialéctica pretende eliminar la dicotomía entre hechos y elecciones. Habermas escribe: Las condiciones que definen las situaciones del actuar práctico se comportan como momentos de una totalidad, que no pueden subdividirse dicotómicamente en vivos y muertos, en hechos y valores, en medios desprovistos de valor y fines dotados de valor, sin que desaparezca esta totalidad en cuanto tal. Aquí hace valer sus propios derechos la dialéctica hegeliana de medios y fines: dado que el contexto social es literariamente un conjunto vital, en el que la partícula más insignificante es tan viviente e igualmente vulnerable como el todo, los medios poseen una finalidad para determinados objetivos, así como en los objetivos mismos se incluye una correspondencia con determinados medios. Por lo tanto, no es suficiente para resolver los problemas prácticos una elección racional de medios axiológicamente neutros para llegar al objetivo. Los problemas prácticos exigen una guía teórica, que indique cómo una situación puede convertirse en otra; exigen -tal como reza la propuesta de Paul Streeten- no sólo un pronóstico sino también programas. Los programas aconsejan estrategias que dan lugar a situaciones no problemáticas, y por lo tanto, de manera paulatina, a la conexión -que sin duda puede dividirse con propósitos analíticos, pero que es indisoluble en la práctica- inherente a una determinada constelación de medios, objetivos, y consecuencias secundarias. Ahora bien, Habermas cree haber devuelto las normas al ámbito de la razón, cuando afirma que los medios poseen una finalidad para determinados objetivos y que en los objetivos se incluye una correspondencia con determinados fines. Habermas nos advierte que fines y medios no se encuentran unos más acá y otros más allá de la razón. Son inseparables. Esta inseparabilidad, incomprensible para los pensadores analíticos, aparece con toda limpidez al dialéctico que toma en consideración la totalidad de la vida social. Sin embargo, el analista (epistemólogo) continúa insistiendo: es verdad, los fines y los medios no están separados, pero se trata de una cuestión diferente: la cuestión de la inderivabilidad lógica de las prescripciones desde las descripciones. Además, ¿qué querrá decir Habermas cuando afirma que su tarea consiste en «una filosofía de la historia orientada prácticamente»? Habermas parece no superar el siguiente dilema: hacer de profeta que prescribe el camino de la historia o hacer de teólogo que interpreta la voluntad de Dios. Al parecer, aquí tertium non datur. Finalmente, señala Albert, mediante los conceptos de «totalidad» y «dialéctica» se cree informar (y se busca dar a entender que informan), pero en el fondo sólo poseen una fuerza pragmática. Por lo tanto, sigue diciendo Albert, «me parece que existe una estrecha conexión entre el hecho de que Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 143 los intentos de interpretación de la realidad en contraste con el positivismo criticado por Habermas a menudo resultan populares dentro de las sociedades totalitarias, y el carácter peculiar del pensamiento dialéctico. Una de las funciones fundamentales de estas formas de pensamiento consiste en que se prestan a disfrazar de conocimiento -y por lo tanto, a legitimar- todas las decisiones posibles, substrayéndolas así al debate en la medida de lo posible. Sin embargo, una decisión que se enmascara de este modo no debe parecer mejor que aquella decisión pura que se cree superar así, ni siquiera a la luz de una razón que sea lo más comprensiva y universal que se establezca. En consecuencia, difícilmente se podrá criticar en nombre de la razón el enmascaramiento mediante el análisis crítico». 12. La corriente modernizante (Conductista o de la tecnología educativa) En la década de los 30's surge la corriente modernizante, o de la tecnología educativa; en la búsqueda de la eficacia y mejor funcionamiento del sistema social y como una contrapartida a la corriente tradicionalista. Esta corriente, le asigna a la institución escolar la función de conformar en los sujetos destrezas, habilidades y conocimientos que le permitan contribuir al “progreso industrial” de las sociedades avanzadas. La enseñanza es un proceso sistemático, de aplicación de modelos para la exposición de modelos de procedimientos y patrones de conducta. El aprendizaje y la evaluación se confunden. Para esta corriente pedagógica, el aprendizaje se entiende como la modificación de la conducta observable a partir de determinados estímulos en situaciones específicas. El profesor imprime conductas, y maneja estímulos en sus técnicas para asegurar el cambio esperado en los alumnos. El papel del alumno es el de responder a los estímulos con las conductas preestablecidas. La teoría epistemológica del conductismo se sustenta en el asociacionismo, esto es, un estímulo E exterior al organismo produce una respuesta observable R del organismo, y por repetición se imprime en el organismo una asociación E-R tal que un estímulo E determinado lleva casi inevitablemente asociada una determinada respuesta observable R. Esta teoría con base experimental tiene mucho paralelismo con la Teoría de los reflejos condicionados desarrollada para animales por el científico ruso Pavlov. La base experimental y las respuestas observables del asociacionismo o conductismo, le valió a este el apoyo de un grupo de los filósofos empiristas y positivistas del “Círculo de Viena”. Los epistemólogos de los años treinta y cuarenta, trabajaron arduamente para establecer la hegemonía del positivismo en las concepciones del conocimiento y la investigación. La corriente conductista, o de la tecnología educativa, tubo una efímera existencia de relativa fuerza de solo unos 20 años. Surgida en los Estados Unidos de Norte América contó con B. F. Skinner (Skinner: 1938, 1958) un notable pensador para sus fines industriales y bélicos. En su momento -los años treinta-, en que el mundo entero se preparaba para la guerra, el modelo conductista encontró una tierra fértil para propagarse con gran rapidez en muchas naciones además de EE.UU. El modelo conductista o de la tecnología educativa respondía a las necesidades del momento, gran producción en el mínimo tiempo; el costo social se incrementaba con riesgo, pero era mayor el riesgo de perder la guerra. En la práctica, la directriz de la actividad educativa reside en el aparato productivo. “La escuela es vivida como una agencia que debe producir insumos y tecnología para enriquecer el desarrollo del sistema. Por ello el docente es un agente socializador y fundamentalmente un ingeniero, un técnico que planifica sistemáticamente el tipo de conductas adecuadas y funcionales para lograr los objetivos conductuales preestablecidos”. Las conductas producto deben ser observables y medibles objetivamente. Aunque en el discurso la tecnología educativa se propuso superar los defectos de la corriente tradicionalista, lo cierto es que en general recrudeció las condiciones del proceso educativo. Terminada la Segunda Guerra Mundial, el conductismo pierde fuerza; este, aunque disminuido no ha interrumpido su vigencia; en la actualidad de los 90's, con la propuesta de "educación basada en Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 144 competencias" recobra nuevo impulso con relativa intensidad en el NMS, es notable su presencia en los sistemas sociales altamente industralizados por su efectividad en la producción industrial. En general carece de una credibilidad que la sustente. El fracaso de las ideas asociacionistas para describir, explicar y predecir cómo producen conocimiento los escolares ha dado paso a las nuevas ideas sobre el conocimiento: las llamadas corrientes cognoscitivas. 12.1. La corriente crítica La corriente crítica parte del supuesto teórico de que tanto docentes como alumnos son sujetos sociales que interaccionan con su respectiva historia afectiva, con una serie de expectativas y temores, y con una carga cultural e ideológica. La escuela es reconocida como una institución social regida por normas referentes a la obligación escolar, normas que se derivan de una determinada comprensión de la realidad del entorno social y del mundo, de una intención definida de influir en la formación de las generaciones futuras y de una concepción acerca de la actividad educativa, esto es, de como influir en la formación de las personas; por consiguiente, la intervención pedagógica del docente sobre los educandos, se sitúa siempre dentro de un marco institucional, ... “se requiere que el maestro reconozca el conflicto y la contradicción como factores de cambio para buscar a partir de ello caminos de superación y tranformación de la escuela”. En la enseñanza se promocionan diversas opciones de trabajo y técnicas que propicien en los alumnos la reflexión y el análisis crítico de las experiencias sociales y conocimientos organizados. El aprendizaje se convierte en un proceso individual, inmerso en lo social (grupal), a través del diálogo, del planteamiento y esclarecimiento de ideas acerca de los contenidos de aprendizaje. La evaluación es una tarea compleja, con serias implicaciones sociales, inherente a todo proceso educativo, condicionada por las características, tanto históricas del grupo (alumnos-maestro), como las propias del aquí y ahora en que está inmerso dicho proceso. Esta corriente es en cierto modo un rescate de la praxis, de la experiencia acumulada durante la búsqueda de mejores condiciones para la actividad educativa y de un mejor entendimiento de ésta. La corriente crítica, con raíces tan antiguas como la praxis educativa, bien podríamos conceptualizarla como una corriente pedagógica con bases empíricas, que en general supera las deficiencias de las corrientes pedagógicas tradicionalista y conductista, que es resultado del ensayo y el error en la actividad educativa, pero carente de un marco teórico. La corriente crítica como corriente pedagógica, tiene la fortuna de surgir paralela a los estudios psicopedagógicos de varios grupos importantes. La paulatina fusión de estas contribuciones se han venido manifestando en las escuelas llamadas activas, modernas etc. El súmmun de estos encuentros es el constructivismo, que aunque no es una propuesta pedagógica, sino una propuesta epistemológica científicamente fundamentada, da pie al surgimiento de nuevas corrientes pedagógicas ahora con un enfoque constructivista, con un marco teórico confiable, al menos en la dimensión epistemológica de la actividad educativa global, que ofrecen mejores niveles en el proceso educativo que el hasta hoy logrado por las corrientes pedagógicas dominantes. Por la reelevancia que tiene el constructivismo en las nuevas corrientes educativas, y en el corpus del presente trabajo, le dedicaremos a su desarrollo y comentario el siguiente capítulo. 12.2. El Constructivismo12 El constructivismo, de alguna manera nos remite “a la idea de que tanto los individuos como los grupos de individuos construyen ideas de como funciona el mundo. Se admite también que los individuos varían ampliamente en el modo en que extraen significado del mundo y que tanto las concepciones individuales como las colectivas sobre el mundo cambian con el tiempo”. Entenderemos el constructivismo como “una perspectiva epistemológica desde la cuál se intenta explicar el desarrollo humano y que nos sirve para comprender los procesos de aprendizaje, así como las prácticas sociales formales e informales facilitadoras de los aprendizajes”. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 145 Para el constructivismo los conocimientos de los individuos, como los de los grupos de individuos, evolucionan, cambian con el tiempo como producto de la actividad de estos, a la ves que la actividad se ve modificada por los conocimientos. Este resultado completamente contrastable está en franca divergencia con el positivismo, el que por su parte sostiene que el conocimiento verdadero es universal y permanente. Hay evidentes diferencias conceptuales entre el constructivismo y el positivismo su principal oponente. Ya en 1962 con el trabajo de Kuhn sobre la construcción de paradigmas (Kuhn, 1962) y el de las poblaciones evolutivas de Toulmin (Toulmin, 1972), el positivismo como teoría del conocimiento quedó seriamente fracturado. Los trabajos de Joseph Novak contra el asociacionismo (Novak, 1961) y de David Ausubel sobre el aprendizaje significativo (Ausubel, 1963) culminan en 1978 con la obra conjunta Ausubel-Novak-Hanesian “Psicología educativa: un punto de vista cognoscitivo” (Ausubel-Novak-Hanesian, 1983). En la construcción de este trabajo conjunto, jugó un papel determinante la adaptación de las técnicas de entrevista del método clínico de Jean Piaget; dando entrada al constructivismo como corriente epistemológica y para dar respuesta a una necesidad social más general, la educación. Jean Piaget y el Centro de Epistemología Genética de Ginebra, con su creación, la psicología genética, con método propio (método clínico) y resultados contrastados por el experimento científico (Piaget e Inhelder, 1966), Coll, 1997), proporcionan a las corrientes didácticas constructivistas una propuesta de marco epistémico muy rico, fructífero, abierto en todo momento y circunstancia a la contrastación empírica. Aunque hay ciertas discrepancias entre los constructivistas del grupo norteamericano encabezado por Novak y los constructivistas del Centro de Epistemología Genética de Ginebra, creemos que no hay un verdadera contradicción en las ideas generales. Desde los trabajos primarios de Piaget quedó expresada la no necesaria universalidad de algunos resultados, y también la necesidad de abundar en la investigación psicogenética en diversos entornos sociales. No es de extrañar que los trabajos del grupo norteamericano difieran de cualquiera otro del mundo, sin menoscabo de los fundamentos del constructivismo. Los investigadores educativos han recogido los avances de la epistemología Piagetiana e insertándolos en un esquema pedagógico constructivista general. A continuación y a manera de resumen, se listan las premisas teóricas del modelo constructivista más apegadas al grupo de Ginebra (Coll, 1997), “1. Los posibles efectos de las experiencias escolares sobre el desarrollo personal de el alumno están fuertemente condicionados, entre otros factores, por su competencia cognitiva general, es decir, por su nivel de desarrollo observatorio, La psicología genética ha estudiado este desarrollo (cf. Piaget e Inhelder, 1969; Delval, 1983; Coll y Gilliéron, 1985) y ha puesto de relieve la existencia de unos estadios que, con algunas fluctuaciones de los márgenes de edad, son relativamente universales en su orden de aparición. Sensoriomotor: 0-2 años aproximadamente; Intuitivo preoperatorio: 2- 6/7 años aproximadamente; Operatorio concreto: 7- 10/11 años aproximadamente; Operatorio formal: 11 - 14/15 años aproximadamente) A cada uno de los grandes estadios de desarrollo corresponde una forma de organización mental, una estructura intelectual, que se traduce en unas determinadas posibilidades de razonamiento y de aprendizaje a partir de la experiencia. 2. Los posibles efectos de las experiencias escolares sobre el desarrollo personal de el alumno están igualmente condicionados en gran medida por los conocimientos previos pertinentes con los que inicia su participación en las mismas (Ausubel, 1977). El alumno que inicia un nuevo aprendizaje Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 146 escolar lo hace siempre a partir de los conceptos, concepciones, representaciones y conocimientos que ha construido en el curso de sus experiencias previas (conocimientos de origen no perceptivo), utilizándolos como instrumentos de lectura y de interpretación que condicionan en un alto grado el resultado del nuevo aprendizaje. 3. La conformación del curriculum exige tener en cuenta simultáneamente los dos aspectos mencionados. 4. La actividad escolar debe tener en cuenta lo que el alumno es capaz de aprender por si solo y lo que es capaz de aprender con el concurso de otras personas (Vygotsky, 1977) 5. “si el nuevo material de aprendizaje se relaciona de forma sustantiva y no arbitraria con lo que el alumno ya sabe, es decir, si es asimilado a su estructura cognoscitiva, estamos en la presencia de un aprendizaje significativo”, “Mediante la realización de aprendizajes significativos, el alumno construye la realidad atribuyéndole significados” 6. “Para que el aprendizaje sea significativo, deben cumplirse dos condiciones. En primer lugar, el contenido debe ser potencialmente significativo, tanto desde el punto de vista de su posible asimilación, como desde el punto de vista de su estructura interna. En segundo lugar se ha de tener una actitud favorable para aprender significativamente, es decir, el alumno debe estar motivado para relacionar lo que aprende con lo que ya sabe.” “..si el alumno tiene una predisposición a memorizarlo repetitivamente (el contenido) (¡ a menudo requiere menos esfuerzo y es más sencillo hacerlo de este modo!), los resultados carecerán de significado y tendrán un escaso valor educativo.” 7. La significatividad de los aprendizajes (hechos, conceptos, destrezas o habilidades, valores, actitudes, normas, etc.) esta fuertemente vinculada con su funcionalidad, esto es, que puedan ser efectivamente utilizados cuando las circunstancias en las que se encuentra el alumno así lo exijan. Cuanto mayor sea el grado de significatividad del aprendizaje realizado, tanto mayor también será su funcionalidad. 8. El proceso mediante el cual se produce el aprendizaje significativo requiere una intensa actividad por parte del alumno, que debe establecer relaciones entre el nuevo contenido y los elementos ya disponibles en su estructura cognoscitiva; juzgar y decidir la mayor o menor pertinencia de éstos; matizarlos, reformularlos, ampliarlos o diferenciarlos en función de lo aprendido; etc. Esta actividad es de naturaleza fundamentalmente interna. 9. Considerando que “la memoria no es solo el recuerdo de lo aprendido, sino el punto de partida para realizar nuevos aprendizajes” es de más interés la "memorización comprensiva" que la "memorización mecánica y repetitiva". La memorización comprensiva, componente fundamental del aprendizaje significativo, integra el contenido potencialmente significativo con estrechas conexiones a la estructura cognoscitiva del alumno, y al evocarlo vía memoria, se tornan funcionales cuando las circunstancias lo exigen y operativos para el aprendizaje de nuevos contenidos. La memorización mecánica no integra los contenidos de aprendizaje a la estructura cognoscitiva, sus conexiones, si las hay, son tan endebles que podemos considerarlos aislados. En el mejor de los casos, quedan en línea esperando la actividad interno-estructurante del alumno (punto 8). Un contenido aprendido por memorización mecánica y que finalmente no es integrado a la estructura cognoscitiva, temporalmente termina por diluirse y perderse. La memoria, la evocación de un aprendizaje hecho vía una memorización mecánica, por su inherente falta de significado, no favorece el proceso de nuevos aprendizajes, es de baja funcionalidad, no es creativo, a lo más duplica, reproduce. La memorización mecánica es de bajo interés para el aprendizaje significativo. 10. Aprender a aprender, sin lugar a duda el objetivo más ambicioso pero irrenunciable de la educación escolar, equivale a ser capaz de realizar aprendizajes significativos por si solo en una amplia gama de situaciones y circunstancias. Como estrategia cognoscitiva buena es la exploración y el descubrimiento. Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 147 11. La estructura cognoscitiva del alumno, puede concebirse en términos de esquemas de conocimiento. Los esquemas son estructuras de datos para representar conceptos genéricos almacenados en la memoria. La nueva información aprendida se almacena en la memoria mediante su incorporación y asimilación a uno o más esquemas. 12. la modificación de los esquemas de conocimiento del alumno -revisión, enriquecimiento, diferenciación, construcción y coordinación progresiva-, es el objetivo de la educación escolar. Inspirándonos en el modelo de equilibración de las estructuras cognoscitivas de Piaget (1975), podemos caracterizar la modificación de los esquemas de conocimiento en el contexto de la educación escolar como un proceso de equilibrio inicial-desequilibrio-reequilibrio posterior (Coll, 1983b). No basta, sin embargo, con conseguir que el alumno se desequilibre, tome conciencia de ello y esté motivado para superar el estado de desequilibrio. Este es únicamente el primer paso hacia el aprendizaje significativo. Para que llegue a término, es preciso además que pueda reequilibrarse modificando adecuadamente sus esquemas o construyendo unos nuevos. 13. Una interpretación constructivista del aprendizaje escolar, exige una interpretación igualmente constructiva de la intervención pedagógica, cuya idea directriz consiste en crear las condiciones adecuadas para que los esquemas de conocimiento que inevitablemente construye el alumno en el transcurso de sus experiencias sean lo más correctos y ricos posibles. Bajo esta posición no se renuncia a planificar cuidadosamente las actividades de enseñanza aprendizaje, a plantearse las cuestiones del Diseño Curricular: objetivos, contenidos, secuencias de aprendizaje, métodos de enseñanza, evaluación, etc. La actividad cognitiva del alumno que está en la base del proceso de construcción y modificación de esquemas se inscribe de hecho en el marco de una interacción-acción o interactividad, en primera instancia profesor-alumno, pero también alumno-alumno. Las pautas interactivas profesor-alumno con mayor valor educativo e instruccional son las que respetan la llamada “regla de la contingencia” (ver punto 4); y las pautas interactivas alumno-alumno las más favorables son las de tipo tutorial y las de tipo cooperativo. El Curriculum escolar debe tener en cuenta estas posibilidades no solo en lo que concierne a la selección de los objetivos y los contenidos, sino también el la manera de planificar las actividades de aprendizaje de forma que se ajusten al funcionamiento propio de la organización mental del alumno. Índice PRESENTACIÓN.……………………………………………………………………………………………………………2 Introducción……………………………………………………………………………………………………..…….2 OBJETIVO GENERAL………………………………………………………………………………………………............2 OBJETIVOS ESPECÍFICOS………………………………………………………………………………….…………..….2 CONTENIDOS PROGRAMÁTICOS……………………………………………………………………………………......3 1. Síntesis del Renacimiento……………………………………………………………………………………….….4 1.1. La filosofía del Renacimiento se compone de diversos elementos…….................................................................5 Francis Bacon………………………………………………..........................................................................................7 2. El filósofo de la era industrial………………………………………………………………………………….……7 2.1. Su vida y su proyecto cultural……………………………………………………………………………….…….7 2.2. Los Escritos de Bacon y su significado……………………………………………………………….……...8 2.3. Anticipaciones e interpretaciones de la naturaleza………………………………………………………………10 2.4. La teoría de los ídolos………………………………………………………………………………………...10 2.4.1. Los ídolos de la tribu…………………………………………………………………………………………10 2.4.2. Los ídolos de la cueva………………………………………………………………………………………...11 2.4.3. Los ídolos del foro o del mercado…………………………………………………………………………….11 2.4.4. Los ídolos del teatro…………………………………………………………………………………………..12 2.5. Sociología del conocimiento, hermenéutica y epistemología, y su relación con la teoría de los ídolos………………………………………………………………………………………………………............12 2.6. El objetivo de la ciencia: el descubrimiento de las formas………………………………………………………….12 Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 148 2.7. La inducción por eliminación………………………………………………………………………………….……13 DESCARTES:………………………………………………………………………………………………………….15 3. «El fundador de la filosofía moderna»……………………………………………………………………………....15 3.1. La unidad del pensamiento de Descartes…………………………………………………………………..……15 3.2. Su vida y sus obras……………………………………………………………………………………………….17 3.3. La experiencia del hundimiento cultural de una época…………………………………………………………..19 3.4. Las reglas del método…………………………………………………………………………………………….21 3.5. La duda metódica…………………………………………………………………………………………………23 3.6. La certeza fundamental: «cogito ergo sum»……………………………………………………………...………24 3.7. La existencia y el papel de Dios……………………………………………………………………………...…..26 3.8. El mundo es una máquina……………………………………………………………………………………..…29 3.9. Las revolucionarias consecuencias del mecanicismo……………………………………………………..……..32 3.10. La creación de la geometría analítica………………………………………………………………….……….33 3.11. El alma y el cuerpo…………………………………………………………………………………….……….34 3.12. Las reglas de la moral provisional…………………………………………………………………….……......36 4. EMPIRISMO INGLÉS……………………………………………………………………………………….……….38 4.1. Locke…………………………………………………………………………………………………….……..…38 4.2. Berkeley…………………………………………………………………………………………………..…….…40 4.3. Hume……………………………………………………………………………………………………..…….….42 4.4. CRÍTICA DEL EMPIRISMO INGLÉS………………………………………………………………..…………45 4.5. Leibniz………………………………………………………………………………………………………….…49 4.6. LA METAFÍSICA DEL RACIONALISMO………………………………………………………………….….52 5. La Ilustración……………………………………………………………………..………………………………..…61 5.1 La razón en la cultura de la ilustración…………………………………………………………………………61 5.2. El lema de la ilustración: « ¡ten la valentía de utilizar tu propia inteligencia!»……………………………….61 5.3. La razón de los ilustrados………………………………………………………………………………………62 5.4. La razón ilustrada contra los sistemas metafísicos………………………………………………………..…...63 5.5. El ataque contra las supersticiones de las religiones positivas……………………………………………...…64 5.6. Razón y derecho natural………………………………………………………………………………….…....66 5.7. Ilustración y burguesía…………………………………………………………………………………………68 5.8. Cómo difundieron las «luces» los ilustrados………………………………………………………………......69 6. KANT………………………………………………………………………………………………………………....71 6.1. LA ESTÉTICA TRASCENDENTAL…………………………………………………………………………79 6.2. LA ESTÉTICA TRASCENDENTAL…………………………………………………………………………86 7. EL IDEALISMO DESPUÉS DE KANT.…………………………………………................................................…93 7.1. Fichte……………………………………………………………………….…………………………………..97 7.2. Schelling………………………………………………………………………………………………………..97 7.3. Hegel……………………………………………………………………………………………………..…….98 8. EL MARXISMO…………………………………………………………………………………………..………..101 8.1. El concepto de filosofía de Marx…………………………………………………………………….………102 8.2. El concepto de filosofía de Friedrich Engels…………………………………………………………….…..105 9. FENOMENOLOGÍA…………………………………………………………………………………………….....107 9.1. La crítica al positivismo………………………………………………………………………………….…..107 9.2. La crítica al psicologismo………………………………………………………………………………..…...108 9.3. La filosofía como ciencia…………………………………………………………………………………..…109 9.4. La elaboración de una filosofía científica………………………………………………………………..…...110 9.5. Transformaciones en el concepto de filosofía de Husserl………………………………………………..…..115 9.6. El concepto de filosofía de Max Scheler…………………………………………………………………..…117 9.7. Crítica al método fenomenológico como procedimiento para fundamentar una filosofía científica……………………………………………………..................................................................................119 10. Existencialismo…………………………………………………………………………………………………….120 10.1. Nietzsche, Friedrich.………………………………………………………………………………………...121 10.2. La filosofía de Nietzsche…………………………………………………………………………………....122 10.3. La muerte de Dios………………………………………………………………………………………...…123 10.4. El último hombre, el superhombre y el nihilismo………………………………………………………..…124 10.5. La voluntad de poder……………………………………………………………………………………..…124 Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 149 10.6. La verdad y el devenir…………………………………………………………………………………..…..125 10.7. El eterno retorno.............................................................................................................................................125 10.8. Nietzsche: uno de los «maestros de la sospecha»………………………………………………………..…127 11. LA ESCUELA DE FRANCFORT……………………………………………………………………………..…127 11.1. Génesis, evolución y programa de la Escuela de Francfort…………………………………………………………………………………………………………..127 11.2. Adorno y la «dialéctica negativa»……………………………………………………………………….….129 11.3. Adorno y Horkheimer: la dialéctica de la ilustración………………………………………………….…...130 11.4. La industria cultural…………………………………………………………………………………….…..131 11.5. Max Horkheimer: el eclipse de la razón……………………………………………………………………132 11.5.1. El lucro y la planificación como generadores de represión………………………………………..132 11.5.2. La razón instrumental………………………………………………………………………………132 11.5.3. La filosofía como denuncia de la razón instrumental……………………………………………...133 11.5.4. La nostalgia de lo «completamente otro»………………………………………………………….134 11.6. Herbert Marcuse y el «gran rechazo»……………………………………………………………………….135 11.6.1 ¿Es imposible una civilización no represiva?....................................................................................135 11.6.2. El Eros, liberado……………………………………………………………………………………136 11.6.3. El hombre unidimensional……………………………………………………………………...….137 11.7. Erich Fromm y la «Ciudad del Ser»…………………………………………………………………………138 11.7.1. ¿La desobediencia es realmente un vicio?........................................................................................138 11.7.2. ¿Tener o ser?.....................................................................................................................................139 11.8. La lógica de las ciencias sociales: Adorno contra Popper……………………………………….…..140 11.9. El «dialéctico» Jürgen Habermas contra el «decisionista» Hans Albert…………………………….142 12. La corriente modernizante (Conductista o de la tecnología educativa)……………………………………….144 12.1. La corriente crítica…………………………………………………………………………………...145 12.2. El Constructivismo…………………………………………………………………………………...145 Lic. Ángel Martínez Rocha Enero de 2006 1 Tanto esta presentación como los Contenidos Programáticos se han tomado literalmente de los Programas de estudios de la Escuela de Bachilleres “Dr. Salvador Allende” de la Universidad Autónoma de Querétaro, en sus páginas 27 a 29. Por otra parte, es de hacer la aclaración de que, un servidor, sólo ha trascrito el material bibliográfico que se cita, sin hacer aportación alguna al texto que se presenta para esta asignatura, por supuesto que los errores que aparezcan serán míos y no de los textos consultados. De igual manera, el presente material es una compilación para efectos didácticos y pedagógicos no comerciales. 2 Diccionario de filosofía en CD-ROM. Copyright © 1996. Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona. Todos los derechos reservados. ISBN 84-254-1991-3. Autores: Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu. 3 GIOVANNI REALE y DARIO ANTISERI: Historia del pensamiento filosófico y científico; Tomo segundo: Del Humanismo a Kant; Editorial Herder, Segunda Edición, Barcelona 1992, páginas 283-304. 4 Ibídem, páginas 305-338. 5 GARCÍA MORENTE, MANUEL: Lecciones preliminares de filosofía; Editorial Porrúa, 18ª edición, México 2005, páginas 136-170. 6 GIOVANNI REALE y DARIO ANTISERI: Opus cit., páginas 563-576. 7 GARCÍA MORENTE, MANUEL: Opus cit., páginas 171-205. 8 Ibídem: páginas 239-251. 9 VERA, MARGARITA: Qué es filosofía; ANUIES, Editorial Edicol, S. A. Primera edición, México 1977; páginas 70-83. 10 VERA, MARGARITA: Opus cit., páginas 11-40 11 GIOVANNI REALE y DARIO ANTISERI: Opus cit., Tomo tercero: Del romanticismo hasta hoy; Segunda Edición 1992, páginas 737-759. 12 MAURO RICARDO PINTLE MONROY: Secuenciación en la enseñanza de la física (un enfoque constructivista) hemeroteca virtual ANUIES http://www.hemerodigital.unam.mx/ANUIES: Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 150