Guerra y comercio - Centro de Estudios Interculturales e Indígenas

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Guerre et commerce chez les indiens de l’Amérique du Sud. Renaissance vol.1 janvier-juin fascicules 1 et 2: 122-139, 1943.
Guerra y comercio entre los indios de América del Sur
Pocos aspectos de la cultura de los indios de América del Sur han conmovido tanto la
imaginación de los primeros viajeros como aquellos referidos a la preparación, desarrollo y
consecuencias de la guerra. Pareciera que el contraste entre el nivel primitivo de la vida de los
indígenas de Brasil y el desarrollo de sus técnicas bélicas, la importancia y la frecuencia de las
operaciones militares entre los diferentes grupos, proporcionaron a los cronistas una suerte de
punto de referencia, gracias al cual reproducían la confusa atmósfera europea del siglo XVI en
un paraje lejano y entre pueblos por cierto muy diferentes.
Las obras de autores como Jean de Léry, Hans Staden, Thevet, Yves d’Evreux y algunos otros,
dedican un espacio particular a estas actividades. En efecto, el estudio de las relaciones
intertribales de las poblaciones de la costa brasileña presentaban para los primeros navegantes,
una importancia política de primer orden. Bastaba que los portugueses contrajeran relaciones
amistosas con una tribu, para que sus vecinos hostiles acogieran calurosamente a sus rivales
franceses y los apoyaran en sus disputas. Es más, el carácter dramático de las expediciones
guerreras de los Tupinamba, tal como son reconstruidas por Jean de Léry, bastan para excitar la
imaginación. Desde los adornos suntuosos y terribles de los guerreros coronados de plumas y
peines con tinturas roja y negra del “urucú” y del “genipa”, hasta la sabia utilización de flechas
incendiarias y el humo asfixiante del ají. Todos los pormenores de la preparación bélica
concedían un motivo de horror o admiración. El cuadro de la vida intertribal de Brasil así
reconstruido, ofrece la imagen de una multitud de grupos esencialmente ocupados en
combates sangrientos, librados a veces entre tribus vecinas que hablaban la misma lengua y
cuya división data de pocos años.
Sin duda esta imagen corresponde ampliamente a la realidad. La división de los pueblos
primitivos de América del Sur, su dispersión en una verdadera polvareda de pequeñas unidades
sociales generalmente pertenecientes a las mismas familias lingüísticas y, sin embargo,
confinadas a los extremos de la selva o las mesetas brasileñas, difícilmente se explicaría sin
admitir que en la historia precolombina de la América tropical las fuerzas de dispersión han
prevalecido por sobre las de unión y cohesión. Sin duda que en una época antigua como
también en el presente, los grupos vecinos se temían y evitaban, tratándose más como
enemigos que como aliados. No obstante, de la lectura de los antiguos autores, aparece
también claramente que este comportamiento de los grupos indígenas tenía un límite y que no
todas sus relaciones estaban determinadas por razones negativas. Mencionemos el frecuente
uso de objetos o materias primas cuya proveniencia no puede ser más que foránea y que
atestiguan la existencia de relaciones comerciales entre grupos lejanos: como aquellas preciosas
piedras verdes descritas por Yves d’Evreux y Jean de Léry, que los indios de la costa portaban
en los labios, mejillas y orejas, y que ellos consideraba como su bien más preciado.
Pero si uno lee atentamente a Jean de Léry, se percibe sobre todo que la guerra no era para los
Tupinamba de Río de Janeiro el resultado de un desorden o la expresión de una situación
puramente anárquica. Las guerras tenían un objetivo, que por lo demás impresionaba a los
viajeros: procurar prisioneros que al término de un ritual perfectamente elaborado, eran
consumidos en banquetes antropófagos. Estas comidas que llenaron de horror a Léry quien
fue testigo, y más aún a Staden quien muchas veces arriesgó ser la víctima, asumen en la
sociedad Tupinamba múltiples funciones que explican el lugar esencial que esas ceremonias
ocupan en la cultura indígena. Los ritos antropófagos están ligados a la vez, a las ideas mágicas
y religiosas y a la organización social; refuerzan las creencias metafísicas, garantizan la
perdurabilidad del grupo y es a través de ellos que se define y transforma el status social de los
individuos. Que las guerras libradas por los Indios tengan esencialmente por objetivo asegurar
el funcionamiento regular de este ritual, está suficientemente evidenciado en el desaliento que
les apodera cuando Villegaignon les obliga a venderle sus prisioneros: ¿De qué nos sirve la
guerra, exclaman ellos, si ya no disponemos de nuestros prisioneros para comer? De esta
forma, una imagen completamente diferente de la actividad guerrera se esboza a través de la
lectura de las obras antiguas: no sólo negativa sino positiva; no revelan necesariamente una
crisis o un desequilibrio en las relaciones entre los grupos, sino que al contrario, proporcionan
los medios regulares para asegurar el funcionamiento de las instituciones; oponen sicológica y
físicamente a las diversas tribus; pero al mismo tiempo establecen entre ellas el vínculo
inconsciente del intercambio, quizás involuntario pero en cualquier caso inevitable, de las
prestaciones recíprocas esenciales a la mantención de la cultura.
Hubo sin embargo que esperar hasta fines del siglo XIX y los importantes viajes de Karl von
den Steinen, para ver salir a la luz este hecho apenas sospechado por los viajeros de los siglos
precedentes: la existencia, junto a las luchas y oposiciones, de múltiples factores de cohesión
entre esas menudas unidades sociales que constituían la América indígena. Las condiciones de
la vida social, en las regiones que von den Steinen fue el primero en explorar en 1884 y 1887,
se prestan admirablemente a constataciones de este orden y resulta útil describir su morfología.
El curso superior del Xingu, afluente del margen derecho del Amazonas, se divide en
numerosos brazos que fluyen paralelamente sobre casi la totalidad de su curso. Sobre esta vasta
red fluvial, y aferradas a las orillas de los ríos como a los dientes de un enorme peine, von den
Steinen descubrió una docena de pequeñas tribus pertenecientes a grupos diferentes que
representan las más importantes familias lingüísticas de Brasil. Estas tribus vivían a poca
distancia las unas de las otras, sus afinidades culturales o lingüísticas no determinaban
necesariamente su proximidad geográfica. Al contrario, aldeas que hablan la misma lengua
están frecuentemente separadas las unas de las otras por tribus diferentes, las que desprenden
unidades que instalan en el seno de grupos lejanos. Después de los viajes de von den Steinen,
el Xingu ha sido visitado en muchas oportunidades por otros etnógrafos y viajeros: como
Hermann Meyer, Max Schmidt, Fawcett, Hintermann, Dyott, Petrullo y recientemente Buell
Quain. Los registros de la distribución de los grupos, tal como han sido establecidos por estos
testigos, presentan a veces grandes diferencias en relación a los de von den Steinen, mostrando
así que la localización de las tribus es sólo temporal, al menos en parte. Pero los rasgos
esenciales de la morfología del Xingu han subsistido hasta nuestros días: estamos aún en
presencia de la concentración relativa sobre un territorio limitado, de un número importante de
grupos heterogéneos, ya sea porque pertenecen a familias diferentes o porque se consideren
como tales aunque hablen la misma lengua.
Aunque Petrullo insiste sobre la homogeneidad de la cultura material a través del toda el área
geográfica, lo cierto es que antiguamente reinaba una gran especialización entre las tribus. La
homogeneidad no es más que aparente y se explica sobre todo como resultado del comercio
entre los grupos. Este fenómeno es particularmente manifiesto en lo que concierne la cerámica
que, en la época de von den Steinen, era proporcionada a los Bakari y Nahuqua por los Kustenau
y Mehinaku, así como a los Trumai y a las tribus de lengua Tupi por los Waura. Este sistema de
intercambio subsiste en el presente, al menos en sus rasgos esenciales. En 1887, los Bakari
estaban especializados en la producción de urucú y algodón, en la confección de hamacas y
cuentas de concha, como las de tipo rectangular. Sus vecinos consideraban a los Nahuqua
como los mejores fabricantes de recipientes de calabaza y cuentas de cáscara de nuez y nácar
rosa. Los Trumai y los Suya tenían el monopolio de la fabricación de armas y herramientas de
piedra, y habían desarrollado particularmente el cultivo del tabaco. Asimismo, la preparación
de la sal de lirio de agua1 y cenizas de palmera correspondía, y continúa correspondiendo, a los
Trumai y a los Mehinaku. Las tribus de lengua Arawak intercambiaban sus vasijas por las
calabazas de los Nahuqua y aún en 1938 Quain constata, como lo hiciera von den Steinen, que
los arcos Trumai eran de manufactura Kamayura.
Esta especialización artesanal se acompañaba de diferencias en el nivel de vida: la pobreza de
los Yaulapiti había impresionado a von den Steinen; entre estos indios escaseaban el alimento y
los objetos manufacturados. Tal situación podría ser resultado de una mala cosecha como de
un ataque imprevisto. Pues las relaciones intertribales no son totalmente pacíficas en el Alto
Xingu.
Cada tribu posee su propio territorio, delimitado por fronteras bien conocidas que
generalmente siguen la orilla de los ríos. El curso de esos ríos es considerado ruta libre, no
obstante las represas de pesca construidas a través de ellos constituyen propiedades tribales y
son respetadas como tales. A pesar de estas simples reglas, los grupos vecinos se mostraban
poca confianza, actitud que es ilustrada en la costumbre de los viajeros de encender un fuego
de señalización por varias horas, y a veces varios días, antes de alcanzar la aldea que pretenden
visitar. Las tribus se clasifican en “buenas” o “malas” según se espera de ellas un recibimiento
más o menos generoso, o según la actitud conciliadora o agresiva que presente un vecino
temido. Cuando von den Steinen exploraba el Kuliseu, uno de los afluentes del Xingu, los
Trumai venían de ser atacados por los Suya, quienes previamente habían tomado un gran
número de prisioneros entre los Manitsaua. Los Bakari temían en cambio a los Trumai, a
quienes acusaban de ahogar atados a sus prisioneros de guerra. En 1938 como en 1887, los
Trumai huían de los Suya a quienes tenían gran temor. Estos conflictos se producían a menudo
entre grupos que hablaban la misma lengua, por ejemplo entre las diferentes aldeas del grupo
Nahuqua.
1
NdT: Esta planta correspondería al aguapé (Eichhornia crassipes).
A pesar de esto, y aunque los extranjeros en visita fueran a menudo víctimas de robo, los lazos
que unen a las tribus son sin duda más poderosos que las antipatías. Precisamente Quain
remarca el poliglotismo general que reina en toda el área geográfica y nota que en la mayor
parte de las aldeas se encuentra un contingente de visitantes pertenecientes a grupos vecinos.
Generalmente las costumbres intertribales y el funcionamiento normal de las instituciones son
el origen de estas visitas: hemos señalado que los intercambios comerciales entre las tribus a
menudo toman forma de juego, como el “trueque por subasta”. Sesiones de lucha deportiva
tienen lugar también entre miembros de grupos diferentes y las aldeas se invitan
recíprocamente a la celebración de sus fiestas. Puede que estas invitaciones no tengan
únicamente el valor de un gesto de cortesía o un llamado a la apertura de negociaciones
comerciales, sino que presenten una verdadera necesidad ritual: ciertas ceremonias
importantes, como los ritos de iniciación, parecen no poder celebrarse sin la cooperación de un
grupo vecino.
De estas relaciones semi-bélicas, semi-amistosas, resultan a menudo casamientos entre
miembros de grupos diferentes. En la época de von den Steinen, estos matrimonios
intertribales se producían entre los Mehinaku y los Nahuqua; entre Mehinaku y Auetö; entre estos
últimos y los Kamayura; entre los Bakairi por una parte y los Kustenau y Nahuqua por otra.
Cuando estos matrimonios son practicados sistemáticamente por dos grupos, pueden dar
nacimiento a una nueva unidad social: como la aldea Arauiti compuesta de parejas de Auetö y
Yaulapiti.
Vemos entonces que en la región del Xingu, las oposiciones guerreras no son más que la
contraparte de relaciones positivas y que éstas presentan a la vez un carácter económico y
social. La misma constatación se impone en el caso de los indios Tupi-Kawahib que viven en el
Río Machado, afluente del margen derecho del Río Madeira.
Cuando fueron descubiertos por el General (entonces Coronel) Candio Mariano da Silva
Rondon en 1914, estos indios hablaban la misma lengua y se mostraban conscientes de su
homogeneidad lingüística y social. Sin embargo, estaban dispersos en un área bastante amplia y
se dividían en aproximadamente veinte clanes, aliados o enemigos entre ellos. Bajo el impulso
de un jefe particularmente enérgico, uno de esos clanes estaba asegurando la hegemonía sobre
todo el grupo a través de una serie de guerras victoriosas. Esta ambición no se llegó a realizar,
los Tupi-Kawahib cayeron en completa decadencia sicológica y social inmediatamente después
del contacto con los blancos. Pero hemos podido notar aún en 1938, entre sus últimos
sobrevivientes, que una política de matrimonio intertribal era la contraparte de la guerra y que,
en algunos casos, la guerra no intervenía más que cuando los esfuerzos previos por imponer
una alianza de este tipo habían fracasado.
***
Ningún ejemplo, sin embargo, revela mejor la correlación íntima existente entre las actividades
guerreras y las relaciones de otro orden, que aquel de los indios Nambikuara estudiados por
nosotros en 1938-39. Los hechos que recogimos muestran tan claramente el carácter
indisoluble de los diferentes tipos de relaciones intertribales, que es imposible abordar el
análisis sin indicar previamente de forma muy rápida, las principales características del medio
cultural en el cual se sitúan.
Los indios Nambikuara habitan una de las regiones menos conocidas y más desfavorecidas de
Brasil. La meseta de antigua formación, que ocupa todo el este y el centro del continente
sudamericano, se termina hacia el oeste en el vasto meandro formado por la confluencia de los
ríos Guaporé y Madeira. Sobre estas altas tierras, donde la altitud varía de 300 a 800 metros, el
suelo formado por la descomposición de arenisca, ofrece a la vegetación un soporte
frecuentemente estéril. Este rigor es acrecentado por la distribución irregular de las lluvias a
través del año: torrenciales de octubre a marzo y casi ausentes durante los otros meses. La
única vegetación que puede subsistir en estas condiciones se reduce a pastizales quemados por
el sol durante la estación seca y arbustos que crecen a distancias irregulares con espesas
cortezas y troncos deformados. Los escasos animales se refugian en la selva de galería2 vecina a
los cursos de los ríos y en los bosquecillos que se forman en torno a los manantiales. Los
indios Nambikuara ocupan la parte meridional de esta zona y sus pequeñas bandas
seminómades deambulan a través de la meseta, principalmente entre los valles de los afluentes
NdT: la “selva de galería” corresponde a florestas densas que rodean a los ríos ubicados en las llanuras de zonas
intertropicales o de sabana.
2
del Tapajoz y Roosevelt. Fue el General Rondon quien los descubrió en 1907 durante la
construcción de la línea telegráfica estratégica del Matto Grosso al Amazonas.
Los Nambikuara poseen uno de los niveles culturales más elementales actualmente existentes
en América del Sur. Durante la estación de lluvias, se establecen en aldeas compuestas por
chozas primitivas, a veces sólo un refugio, en las proximidades de un curso de agua. Se dedican
a algunos cultivos por tala y quema, principalmente de la mandioca en campos circulares
realizados al interior de la selva de galería. Estos cultivos aseguran su subsistencia durante el
período de vida sedentaria y parcialmente también durante la estación seca, en la medida en
que consiguen conservar la mandioca enterrada en grandes tartas. Cuando llega la estación
seca, la aldea es abandonada y su contingente se dispersa en pequeñas bandas nómades que no
superan las 30 o 40 personas. Cada familia transporta en uno o varios cestos, todos sus bienes
terrestres que consisten en tartas de mandioca, recipientes de calabaza, algodón hilado, bloques
de cera o resina y algunos instrumentos de piedra y/o hierro actualmente. Durante siete meses
del año, estas bandas deambulan a través de la sabana en busca de pequeños animales,
lagartijas, arañas, serpientes u otros reptiles, frutos y granos silvestres, raíces comestibles y todo
los que los pueda salvar de morir de hambre. Sus campamentos instalados por uno o varios
días y a veces por algunas semanas, se reducen a una decena de refugios sencillos formados de
palmas o ramajes en semicírculo enclavados en la arena. Cada familia construye su refugio y
enciende su propio fuego.
La vida en esos campamentos, donde compartimos la intimidad con los indígenas, merece ser
rápidamente evocada. Los Nambikuara se levantan con el día, reaniman el fuego y entran en
calor del frío de la noche, luego se alimentan ligeramente de los restos de tarta de mandioca de
la víspera. Un poco más tarde, los hombres parten juntos o separadamente a una expedición de
caza. Las mujeres se quedan en el campamento donde se dedican a las labores de la cocina. El
primer baño se toma cuando el sol comienza a calentar. Las mujeres y niños se bañan
generalmente juntos por diversión y a veces se enciende un fuego delante del cual se acuclillan
para entrar en calor al salir del agua, exagerando placenteramente el estremecimiento natural.
Las ocupaciones del día varían un poco. La preparación de la comida es lo que toma más
tiempo y dedicación. Cuando la necesidad se hace sentir, mujeres y niños parten en expedición
de cosecha o recolección. Sino las mujeres hilan acuclilladas en el suelo, tallan cuentas de
cáscara de nuez o de concha, se despiojan, pasean o duermen.
En las horas más cálidas, el campamento está mudo; los habitantes silenciosos o dormidos
disfrutan de la precaria sombra de los refugios. El resto del tiempo, las ocupaciones se
desarrollan en medio de animadas conversaciones. Casi todos los días, alegres y risueños los
indígenas intercambian bromas y a veces también, con gestos inequívocos, charlas obscenas o
escatológicas que son aclamadas por grandes carcajadas. El trabajo es interrumpido a menudo
por visitas mutuas o de consulta. Los niños pasean gran parte del día, por momentos las niñas
se dedican a las mismas labores que las mayores y los niños permanecen ociosos o pescando al
borde de los cursos de agua. Los hombres que se quedan en el campamento se dedican a
trabajos de cestería, fabrican flechas e instrumentos musicales y a veces prestan pequeños
servicios domésticos. Un gran acuerdo reina generalmente en el seno del hogar. Después de
tres o cuatro horas, los demás hombres vuelven de la caza, el campamento se anima, las charlas
se vuelven más vivas y se forman grupos distintos a los familiares. Se alimentan de tartas de
mandioca y de todo lo que se ha encontrado durante la jornada: pescado, raíces, miel silvestre,
murciélagos, bichos capturados y pequeñas nueces azucaradas de la palmera “bacaiuva”. A
veces un niño llora y rápidamente es consolado por uno mayor. Cuando cae la noche, algunas
mujeres designadas diariamente van a recoger o talar en la sabana vecina la provisión de leña
para la noche. En un rincón del campamento son amontonadas las ramas y cada uno se provee
conforme sus necesidades. Los grupos familiares se forman en torno a sus respectivas fogatas
que comienzan a brillar. La velada se pasa en conversaciones o bien en cantos y danzas. A
veces estas distracciones se prolongan bien avanzada la noche, pero en general después de
algunas caricias y luchas amistosas, las parejas se unen más estrechamente, las madres abrazan a
sus hijos ya dormidos, todo se vuelve silencioso y la fría noche no es animada más que por el
crujido de un tronco, el paso ligero de un vigilante, los ladridos de los perros o el llanto de un
niño.
Entre las numerosas bandas que han sido descritas, es necesario distinguir aquellas
emparentadas por lazo familiar y que a menudo representan los efectivos de una aldea -o de un
grupo de aldeas- que ha “estallado” en pos de la vida nómade. Estas bandas mantienen
relaciones normalmente pacíficas, aunque lo opuesto se produce a veces por algún problema
comercial o amoroso. Otras bandas, por el contrario, están compuestas de individuos que no
son parientes ni aliados; son originarias de territorios muy alejados y pueden también estar
separadas por diferentes dialectos, el Nambikuara no es un lenguaje homogéneo. Estas bandas
se perciben entre sí de forma ambigua. Se temen y al mismo tiempo se necesitan. Es en efecto
durante su encuentro que ellas podrán procurarse artículos anhelados, que una sola posee o es
capaz de producir o fabricar. Estos artículos se reparten esencialmente en tres categorías: están
primero las mujeres, que solo expediciones victoriosas permiten arrebatarlas; luego están las
semillas, especialmente las de poroto; y finalmente la cerámica, incluso fragmentos utilizados
para hacer torteras de huso. Precisamente los Nambikuara orientales, que desconocen la
alfarería y cuyo nivel cultural es claramente inferior al de sus vecinos occidentales y
meridionales, habían conducido recientemente por mandato de su jefe varias campañas
guerreras con el único objetivo de procurarse granos de poroto y fragmentos cerámicos.
También el comportamiento de dos bandas que se saben en las cercanías es particularmente
remarcable. Los indígenas temen el encuentro y al mismo tiempo lo desean. Ahora bien, es
imposible que éste sea resultado del azar: durante varias semanas, las dos bandas pueden vigilar
el humo vertical del fuego de sus campamentos, visible a kilómetros en el cielo claro de la
estación fría. Es uno de los espectáculos más impresionantes del territorio Nambikuara aquel de
los humos inquietantes que pueblan repentinamente hacia el anochecer, un horizonte que se
creería desierto. Los indígenas lanzan miradas ansiosas al nítido cielo del crepúsculo: “Esos son
Indios que acampan…” pero ¿qué Indios? La banda que se aproxima ¿es amistosa u hostil? Se
discute ampliamente junto al fuego la conducta a seguir.
El contacto puede aparecer como inevitable y en ese caso sin duda vale la pena tomar la
iniciativa. Si el grupo se siente suficientemente fuerte o si le faltan ciertos productos
considerados indispensables, el encuentro será deseado y buscado. Durante semanas, los
grupos se evitan y mantienen una distancia razonable entre sus fogatas. Luego un día la
decisión es tomada, se da la orden a las mujeres y niños de dispersarse en la sabana y los
hombres parten a enfrentar lo desconocido.
Participamos de uno de estos encuentros que constituyen el acontecimiento más memorable de
la vida Nambikuara. Las dos bandas reducidas a sus elementos masculinos, se aproximan con
indecisión la una a la otra y repentinamente se entabla una larga conversación. Los líderes de
cada grupo libran cada uno a su turno, una suerte de prolongado monólogo cortado de
exclamaciones y en un tono a la vez quejumbroso y lastimero, donde la voz se arrastra de
forma nasal al final de cada palabra. El grupo animado de intensiones bélicas se queja, los
pacíficos protestan al contrario de sus buenas intenciones. Es lamentablemente imposible
reconstituir después el texto exacto de esos discursos parlamentarios, pronunciados según el
impulso del momento. Pero he aquí un fragmento que ilustra su estructura y su tono
específico: “¡Nosotros no estamos enojados! ¡Somos sus hermanos! ¡Estamos bien dispuestos!
¡Amigos! ¡Buenos amigos! ¡Nosotros los comprendemos! ¡Hemos venido amistosamente!”
etc.… El mismo estilo oratorio es también empleado para las invocaciones preliminares de una
declaración de guerra.
Después de estos intercambios de protestas pacíficas se reúne a las mujeres y niños, los grupos
vuelven a formarse y se organiza un campamento. Cada grupo conserva no obstante su
individualidad, reuniendo sus fogatas. A menudo se da la señal de cantos y danzas (estas dos
actividades de hecho inseparables, son designadas en el vocabulario indígena por la misma
palabra); y cada grupo de acuerdo al protocolo, menosprecia su propia exhibición y exalta
aquella de sus compañeros de encuentro: “¡Los Tamandé cantan bien! ¡Pero para nosotros,
cantar bien se acabó!” Así mismo cada equipo, cuando termina una canción o baile, exclama en
tono penetrante y con un dejo de tristeza: “¡Que feo canta!” mientras el auditorio protesta:
“¡No! ¡No! ¡Era lindo!”.
En los casos que fuimos testigo, esas reglas de cortesía no fueron observadas por largo tiempo.
Al contrario, el tono general se elevó rápido en la excitación suscitada por el encuentro y la
velada no estaba aún muy avanzada cuando las discusiones, mezcladas con los cantos,
comenzaron a producir un extraordinario alboroto cuya significación se nos escapó
completamente al principio. Se esbozaban gestos de amenaza y a veces también estallaban
riñas, mientras ciertos indígenas se interponían como mediadores. Sin embargo, estas
manifestaciones hostiles no lograban dar la impresión de desorden, en tanto se desarrollaban
pausadamente y en medio de cierto decoro a pesar del ruido. La cólera Nambikuara se expresa
a través de gestos simples, involucrando a menudo las partes sexuales. De esta forma el
hombre se agarra con las dos manos su propio “sexo” y apunta hacia el adversario, inflando el
vientre y doblando las rodillas. Una segunda etapa consiste en una agresión sobre la persona
del enemigo, para arrancar el manojo de paja enganchado al delgado cinturón de cuentas sobre
el bajo-vientre. Pues la paja “cubre el sexo” y se lucha por “arrancar la paja”. Aún suponiendo
que esta operación se logre no tendría más que un carácter simbólico, pues el taparrabo (que a
menudo descuidan portar) está hecho de una materia tan frágil que no podría asegurar la
protección ni la ocultación de los órganos. Finalmente, el máximo insulto es apoderarse del
arco y las flechas que se han depositado en la sabana vecina. En esas circunstancias los
indígenas conservan una calma aparente, pero su actitud es tensa como si estuvieran (y lo están
probablemente) en un estado de cólera violenta y contenida. Estas dificultades degeneran a
menudo en un conflicto generalizado, pero en esta ocasión disminuyeron llegando el alba.
Siempre en el mismo estado de irritación aparente y con gestos poco amables, los adversarios
se miran hasta inspeccionarse mutuamente, palpando rápidamente los aretes, los brazaletes de
algodón, los pequeños adornos de plumas, todo balbuceando palabras rápidas: “Eso… eso…
ver… es lindo…”.
Esta inspección de reconciliación marca la conclusión normal del conflicto. Es quien introduce el
nuevo aspecto que tomarán las relaciones entre los dos grupos: los intercambios comerciales.
Por más sencilla que sea la cultura material Nambikuara, los productos manufacturados por los
diferentes grupos son altamente preciados por sus vecinos. Los grupos orientales necesitan
cerámica y semillas; los septentrionales y centrales consideran que sus vecinos del sur hacen
collares particularmente preciosos. Del mismo modo, cuando el encuentro de dos grupos
puede desarrollarse de forma pacífica tiene por consecuencia una serie de regalos recíprocos: el
conflicto siempre latente cede lugar al mercado. Pero ese mercado presenta notables
características. Si las transacciones se consideran como una sucesión de presentes, hay que
reconocer que la recepción de éstos no comporta ningún agradecimiento o demostración de
satisfacción; y si se miran como intercambios, estos se efectúan sin ningún regateo, sin ningún
intento de poner en valor el artículo o por el contrario, de depreciarlo por parte del cliente, y
sin manifestar desacuerdo entre las partes. En verdad, cuesta admitir que los intercambios
están en curso: cada indígena se ocupa en sus tareas habituales y los objetos o productos pasan
silenciosamente de uno a otro, sin que quien da haga notar el gesto por el cual proporciona su
presente y sin que el que recibe preste atención aparente a su nuevo bien. De esta forma se
intercambian algodón desmenuzado y pelotas de hilo; bloques de cera o resina; panes de
tintura de urucú; conchas, aretes, brazaletes o collares; tabaco y semillas; plumas y astiles de
bambú destinados a la confección de flechas; madejas de fibra de palma; espinas de erizo;
vasijas enteras y fragmentos de cerámica; calabazas.
Esta misteriosa circulación de mercancías opera sin prisa durante medio día o una jornada
entera. Después los grupos retoman sus diferentes rutas y posteriormente cada uno hace el
inventario de lo que recibió y recuerda lo que ha dado. Los Nambikuara se entregan entonces
completamente, por la equidad de las transacciones, a la buena fe o generosidad del camarada.
La idea que uno pueda estimar, discutir o regatear, exigir o cobrar, les es totalmente extraña.
De esta forma, le prometimos a un indígena un machete en pago por una misión que debía
cumplir por nosotros ante un grupo vecino. Al regreso del mensajero, olvidamos darle
inmediatamente la recompensa convenida, pensando que vendría el mismo a buscarla. El
nunca vino y al día siguiente no pudimos encontrarlo; había partido muy enojado, nos dijeron
sus compañeros, y nunca más lo volvimos a ver. En esas condiciones, no es sorprendente que
terminados los intercambios, uno de los grupos parta descontento de su lote y al hacer
inventario de sus adquisiciones y recordar sus propios presentes, acumule durante semanas o
meses un resentimiento que se volverá más y más agresivo. Al parecer las guerras de bandas no
tienen otro origen. Causas diferentes también existen: como la venganza de un asesinato o un
rapto de mujeres, ya sea que se decida tomar la iniciativa o que se pretenda vengar un ataque
precedente. Pero en general una banda no se siente colectivamente obligada a represalias por el
daño causado a uno o varios de sus miembros. Más a menudo, dada la viva y permanente
animosidad que reina entre los grupos, estos pretextos sirven a caldear los espíritus y se acogen
fácilmente, sobre todo si se sienten con fuerza. La propuesta bélica es presentada por un
individuo particularmente exaltado, quien expone ante sus compañeros las quejas especiales
que el alimenta. Su discurso es construido en el mismo estilo y debilitado sobre el mismo tono
que el de aquellos apóstrofes entre grupos extraños que se encuentran: “¡Hola! ¡Vengan!
¡Escúchenme! ¡Estoy enojado! ¡Quiero flechas! ¡Grandes flechas!”.
Pero antes de decidir la expedición, hay que consultar los presagios por intermedio del jefe o
del hechicero, en los grupos donde éstos constituyen personas distintas. Vestidos con adornos
consagrados, manojos de paja abigarrados de rojo y gorros de piel de jaguar, los hombres
ejecutan los cantos y danzas de guerra, acribillando a flechas a un poste simbólico. Enseguida
el oficiante esconde solemnemente una flecha en un rincón de la sabana, la cual debe ser
encontrada al día siguiente machada de sangre para que los auspicios sean considerados
favorables. Muchas de las expediciones guerreras así decididas se terminan después de algunos
kilómetros de marcha: la excitación y el entusiasmo decaen y el pequeño ejército regresa al
campamento. Otras guerras llegan a realizarse y pueden ser muy mortíferas. Los Nambikuara
atacan habitualmente al alba y esperan la hora del asalto dispersos en la sabana. La señal de
ataque es dada por el pequeño silbato doble que los indígenas portan asidos a un cordel
alrededor del cuello y que se llama “grillon” por la similitud del sonido que emite con el grito
de ese insecto. Las flechas de guerra son las misma que se utilizan normalmente para la caza de
grandes animales; pero antes de emplearlas contra el hombre, se aserra el borde de su larga
punta lanceolada. Las flechas envenenadas con curare, que son de uso corriente para la caza,
jamás son empleadas para la guerra.
Muchos de los detalles de estas técnicas guerreras evocan las descripciones de los antiguos
viajeros y de otros más recientes, pero en tanto se refieren a tribus distintas se hace difícil
generalizar a partir de los hechos que hemos relatado y cuya observación ha sido menos
frecuente. Entre los Nambikuara, como sin duda entre las numerosas poblaciones de la
América precolombina, la guerra y el comercio constituyen actividades que son imposibles de
estudiar aisladamente. Los intercambios comerciales representan guerras potenciales resueltas
pacíficamente y las guerras son el desenlace de transacciones desafortunadas. En el siglo XVI,
se reconocen objetos de proveniencia incaica en manos de los más primitivos habitantes de la
selva y costa de Brasil. Más tarde, el hierro procurado por los primeros colonizadores les
permitió avanzar varias decenas de años en las regiones recónditas del continente. Estos
hechos demuestran que las relaciones positivas entre los grupos, como la colaboración social
para asegurar el funcionamiento regular de las instituciones y los intercambios económicos,
equilibran ampliamente los conflictos; y que estos últimos por su espectacularidad hayan sido
los únicos destacados inicialmente. El carácter profundamente heterogéneo de la mayoría de
los dialectos sudamericanos, cuyos vocabularios revelan orígenes tan diversos que a veces no es
posible vincularlos a tal o cual familia lingüística más que mediante el azaroso juego de
porcentajes, aporta un índice adicional a la multiplicidad de contactos e intercambios que
debieron producirse en el pasado próximo o lejano.
Otros indicios son proporcionados por el estudio de los complejos sistemas de organización
que contrastan de forma impresionante con el bajo nivel económico y las técnicas elementales
de las tribus que los han desarrollado. En América del Sur, se comienza a descubrir que estos
sistemas no son inferiores en modo alguno a los refinamientos sociológicos de las sociedades
australianas3. Tribus con pocos miembros y cuya estructura no suponía ningún misterio,
revelan a una investigación más exhaustiva un extraordinario número de clanes, clases etarias,
sociedades y fratrías, entre las cuales los individuos se distribuyen acumulando naturalmente
varios títulos. Casi todas estas sociedades presentan una división en dos mitades cuyo rol es
asegurar alternadamente la ejecución de las ceremonias y a veces también regular los
casamientos. Pero en América del Sur, esta institución tan expandida en otras regiones del
mundo, presenta un carácter adicional: la asimetría. Al menos por el nombre que portan estas
mitades en un gran número de tribus, son desiguales. De esta forma tenemos las parejas de
“Fuertes” y “Débiles”, “Buenos” y “Malos”, “Los de río arriba” y “Los de río abajo”, etc.…
Esta terminología es muy cercana a la que utilizan tribus diferentes para designarse entre ellas.
El sistema mismo evoca tan directamente a la organización dual del Imperio Inca y su
dicotomía entre “Los de arriba” y “Los de abajo” cuyas fuentes atestiguan suficientemente el
origen histórico, como para que se dude reconocer en estas jerarquías, los vestigios de un
estado donde los grupos fundamentales constituían unidades aisladas. Entre los Nambikuara,
observamos la existencia de dos bandas que hablaban dialectos diferentes y que, fusionadas de
común acuerdo, establecieron un sistema de parentesco artificial que resultó en relaciones
idénticas a las que existirían entre los miembros de mitades exogámicas de una misma
sociedad4. Desde del descubrimiento de las Antillas, habitadas en el siglo XVI por los
indígenas Carib y cuyas mujeres atestiguaban entonces sus orígenes Arawak en base a su
especial lengua, resulta también indudable que procesos de fusión y fisión social no son
incompatibles con el funcionamiento de sociedades centro y sudamericanas. Posteriormente,
von den Steinen fue testigo del mismo fenómeno en la aldea Arauiti del Alto Xingu. Pero
como en el caso de las relaciones entre guerra y comercio, los mecanismos concretos de esas
articulaciones se mantuvieron inadvertidos por largo tiempo.
Curt Nimuendaju, The Apinayé, The Catholic University of America, Anthropological Series No.8, Washington,
1939, y los otros trabajos de este admirable etnólogo sobre los Serenté y los Ramkokamekran.
4 Estos hechos son objeto de un estudio especial, The Social Use of Kinship terms among Brazilian Indians, que debe
aparecer próximamente.
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En este artículo hemos intentado mostrar que los conflictos bélicos y los intercambios
económicos no constituyen en América del Sur sólo dos tipos de relaciones coexistentes, sino
más bien dos aspectos opuestos e indisolubles de un mismo proceso social. El ejemplo de los
indios Nambikuara revela las modalidades según las cuales la hostilidad da paso a la cordialidad,
la agresión a la colaboración, o al contrario. Pero la continuidad propia de los elementos del
todo social no se detiene aquí. Los hechos señalados en el párrafo precedente muestran que las
instituciones primitivas disponen de medios técnicos para hacer evolucionar las relaciones
hostiles más allá del estadio de las relaciones pacíficas y saben utilizar éstas para integrar al
grupo nuevos elementos, modificando profundamente su estructura.
Ciertamente no pretendemos asegurar que todas las organizaciones duales en América del Sur
sean resultado de la fusión de grupos. Procesos inversos –de fisión en vez de fusión - pueden
igualmente intervenir en el seno de un grupo ya constituido. Uno de esos procesos podría por
ejemplo resultar de la coexistencia entre numerosas tribus sudamericanas, del matrimonio
avunculado (tío materno y sobrina) y de aquél entre primos cruzados (descendientes de un
hermano y una hermana). Del hecho que dos individuos pertenecientes a generaciones
distintas entren en competencia por la misma mujer, podría surgir una dicotomía entre “Los
Mayores” y “Los Menores” del grupo. En efecto, estos son los nombres con los que los TupiKawahib designan sus mitades, sin que de ello resulte necesariamente que la hipótesis que viene
de ser formulada como una posibilidad teórica deba encontrar en este caso su aplicación. Pero
si así fuera, sería interesante notar que el sistema dual citado al último, presente diferencias
considerables en relación a otros conocidos. Independiente de las reservas que uno deba
expresar ante toda interpretación exclusiva sobre el origen de las organizaciones duales, es muy
probable que la explicación por integración procure una respuesta satisfactoria a ciertos casos.
La guerra, el comercio, el sistema de parentesco y la estructura social deben ser estudiadas en
íntima correlación. Hasta qué punto es posible impulsar el estudio de esas correlaciones, es
otro asunto. Un esfuerzo demasiado sistemático de síntesis conduciría fácilmente a intolerables
abusos de interpretación funcionalista. Si no dudamos, por ejemplo, al ver en ciertas
estructuras duales el dichoso resultado de la integración dinámica de un antiguo sistema de
alianza, es mucho más dudoso que la diferenciación de clanes por privilegios técnicos, como la
que mostramos entre los Bororo5, pueda ser interpretado como la supervivencia de una
especialización artesanal de tribus como existe actualmente en el Xingu. El sociólogo debe sin
embargo conservar siempre en mente que las instituciones primitivas no son sólo capaces de
conservar lo que son, sino también de elaborar audaces innovaciones, aunque las estructuras
tradicionales deban resultar profundamente transformadas.
(Traducción Gloria Cabello Baettig)
Contribution à l’étude de l’Organisation Sociale des Indiens Bororo; Journal de la Société des Américanistes de Paris, 2,
1936.
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