Un argumento pragmático para el concepto de lo mental

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Un argumento pragmático para
el concepto de lo mental
Fabrizio Pineda1
Resumen
Este artículo presenta algunas consideraciones sobre el dilema de la ontología de lo
mental descrito por John Searle como la incapacidad de elegir entre considerar lo
mental como un epifenómeno de los fenómeno neurobiológicos o resolver la relación
causal de lo neurobiológico a lo mental a través de un enigmático indeterminismo.
Considero que este dilema adolece de una visión cerrada del marco de realidad de lo
mental. Las razones se presentan como una defensa pragmática de la ontología de lo
mental.
Palabras clave: argumento pragmático, ontología de lo mental, neurobiología,
estados mentales, red de creencias.
Abstract
This paper presents some considerations on the dilemma of the ontology of mind
described by John Searle as the inability to choose between taking the mental as an
epiphenomenon of a neurobiological phenomenon or solve the causal relationship of
the neurobiological to the mental through an enigmatic indeterminism. I consider
this dilemma as suffering from a narrow point of view of the reality frame of mind.
The reasons are presented as a pragmatic defense of the ontology of the mental.
Keywords: pragmatic argument, ontology of mind, neurobiology, mental states,
belief network.
1
Magister en Filosofía – Universidad del Rosario. Profesor Universidad El Bosque – Bogotá,
Colombia. Correo electrónico: faospace@gmail.com.
Un argumento pragmático para el concepto de lo mental - Fabrizio Pineda
La pregunta central que quisiera considerar en este texto es la de la plausibilidad y consecuencias de lo que llamo el ‘argumento pragmático’ de lo mental
para responder al problema de la ontología de lo mental. El argumento pragmático afirma, en términos generales, que aun si los fenómenos mentales no
son más que un epifenómeno, al menos desde el punto de vista físico en el cual
sólo podemos hacer descripciones verificables y nomológicas de los fenómenos
cerebrales, es necesario suponer la existencia de lo mental mientras vivamos en
una comunidad de seres racionales que se comunican e interactúan entre sí. Sin
embargo, asumir este argumento pragmático implica cuestionar la deducción
que precede al punto de vista físico: si la existencia de lo mental es ante todo
una condición necesaria para la comunicación y, empero, no es posible establecer leyes causales entre fenómenos mentales y fenómenos físicos, ¿es suficiente
afirmar que lo mental es, aunque necesario, un epifenómeno? Considero
entonces que un punto de vista pragmático acerca de lo mental da cuenta de
ciertos postulados cuestionables del punto de vista físico: o está exigiendo al
plano de lo mental condiciones que no caben dentro de sus atributos, o dicho
criterio de lo real debería ser reconsiderado y extendido al punto de poner en
niveles más próximos los fenómenos físicos y los mentales, en tanto construcciones sociales de realidad. A fin de considerar las posibilidades que abre el
punto de vista pragmático propongo una lectura de algunos de los desarrollos
conceptuales de Searle y Davidson en torno a la ontología de lo mental y sus
implicaciones respecto al punto de vista físico. De esta manera, 1) consideraré
el dilema planteado por Searle acerca de la libertad y los procesos cerebrales y
trataré de mostrar que 2) el dilema se resuelve una vez cambiamos el punto de
vista acerca de lo mental del físico al pragmático; 3) ello nos permitirá mostrar
cómo la idea de lo mental debe ser ampliada a fin de extenderse más allá de lo
que el dilema ha considerado como tal.
El dilema de lo mental
En el texto “Libre albedrío y neurobiología: una relación problemática”
Searle procura definir los términos del problema de lo mental. En principio,
el problema tiene la forma lógica de una disyunción exclusiva: por una parte,
tenemos un conjunto de creencias que dictan que el mundo esta formado por
partículas materiales completamente describibles en términos físicos y, por
otra parte, tenemos otro conjunto de creencias que nos convencen de que hay
fenómenos inmateriales como la consciencia, la intencionalidad y la libertad
que no pueden ser descritos en términos físicos y nomológicos. Searle plantea
la tesis de que el problema mente–cuerpo se resuelve una vez aceptamos que
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nuestros estados mentales están causados por procesos neurobiológicos “realizándose en él como rasgos suyos de orden superior o sistémico” (2005 29). Con
ello, afirma, el problema se desplaza a la neurobiología. Sin embargo, hemos de
cuestionar la plausibilidad de este desplazamiento, en razón de la pregunta con
la cual continúa Searle: ¿sería posible hacer un desplazamiento semejante a la
dicotomía particular entre libertad y procesos neurobiológicos? En este primer
paso de Searle ya se evidencia el punto que quisiera ir resaltando a lo largo de
estas consideraciones: ¿no es acaso parte de lo mental la sensación o la experiencia de libertad? ¿No es la experiencia de libertad una experiencia de tipo
consciente? Allí donde no soy consciente de mis acciones libres —por ejemplo,
en tocarme la barbilla cada vez que leo— no me cuestiono sobre si mi acción ha
sido determinada o no. Si no soy consciente de mi voluntad de acción no he de
sentir que he sido libre de actuar.
Searle no desestima esta cuestión, pero aceptar el primer desplazamiento
supone ya un efecto retórico en su exposición de separación entre consciencia
y libertad. Empero, continuemos con la presentación del dilema. Según Searle,
toda acción en la cual experimentemos la libertad o, en sus términos, libre
albedrío, presenta como rasgo fundamental la experiencia de intervalo entre
las partes de la acción, a saber: “que no tengo la sensación de que las causas
antecedentes de mi acción en forma de razones, como mis creencias y deseos,
establezcan condiciones causalmente suficientes para la acción” (2005 32).
Esta ausencia de sensación es lo que Searle llama intervalo entre las partes de
la acción, a saber, la deliberación, la decisión, la actuación y la continuación de
la acción. “En cada una de las fases se tiene la experiencia de que los estados
conscientes no son suficientes para forzar el estado consciente que viene a
continuación” (Id. 34). Este intervalo se da entre un estado consciente y el
siguiente, más no entre estados conscientes y movimientos corporales.
El dilema empieza a tomar forma una vez Searle postula que otro rasgo
fundamental de nuestra relación con el mundo es que lo vemos sometido a
condiciones causalmente suficientes y que “cuando explicamos algo indicando
la causa, damos por supuesto que la causa que indicamos, juntamente con el
resto del contexto, es suficiente para dar lugar al acontecimiento que estamos
explicando” (Id. 36). Así, pues, la primera parte del dilema, la disyunción inicial,
consiste en que por un lado tenemos la experiencia consciente del intervalo que
nos convence de libre albedrío y, por otro lado, la confianza en la descripción
causalista con la cual comprendemos los fenómenos de la naturaleza. A continuación, nuevamente Searle introduce un sesgo retórico que pretende opacar
la disyunción: “partiendo de la base de que tenemos la experiencia de libertad,
¿es dicha experiencia válida o ilusoria? ¿Corresponde esa experiencia a algo real
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situado más allá de la experiencia misma?” (Id. 38). Esta pregunta ya manifiesta
una cierta medida de lo ‘real’: lo real es aquello que podemos explicar indicando
la causa y ésta no puede ser otra cosa que un fenómeno físico —de lo contrario,
sería ilusorio. Que nuestros actos tengan antecedentes causales no es suficiente
para establecer la dicotomía que supone la pregunta entre experiencia válida e
ilusoria. Sin embargo, Searle parte de la idea de que existe una reducción causal
de lo mental a lo cerebral, es decir, si la conciencia es una característica biológica
superior del cerebro, tendríamos que aceptar, con Searle, que el comportamiento de las neuronas es causalmente constitutivo de la conciencia. Así, que
la conciencia pueda mover el cuerpo significa “que las estructuras neuronales
mueven mi cuerpo, pero mueven mi cuerpo tal como lo hacen debido al estado
consciente en que se hallan” (Id. 44). Con ello, la conclusión obvia sería asumir
que la conciencia “no tiene ningún poder causal más allá de los poderes de las
estructuras neuronales (y otras estructuras neurobiológicas)” (Id. 46).
Habría entonces que distinguir dos planos: el de la libertad y la experiencia de
los intervalos y el de los procesos neurobiológicos que se explican en términos
deterministas. Searle diría que el problema del libre albedrío es saber si los
procesos del intervalo se realizan en el sistema neurobiológico determinista.
De esta manera, modifica la disyunción inicial planteándola enteramente en
términos neurobiológicos y reduciendo lo mental a procesos cerebrales. Claramente, aceptamos lo que pasa en la consciencia debe pasar en el cerebro, ello no
tiene nada de extraordinario; lo curioso es la transformación que Searle realiza
de una disyunción experiencial y de dificultades descriptivas a una disyunción estrictamente neurobiológica. A partir de aquí, el dilema se desarrolla en
estos términos: ¿cuáles son las consecuencias de asumir como lo existente los
procesos causalistas del cerebro? Y ¿cuáles las de asumir como lo existente la
sensación, con correspondencia en el cerebro, de intervalo?
La primera pregunta deriva, según Searle, en el epifenomenismo. Al aceptar que
el estado cerebral es causalmente suficiente para determinar los estados subsiguientes tendríamos que aceptar que nuestra experiencia del libre albedrío no es
más que ilusoria. Esto es, que la experiencia de la libertad no desempeña ningún
papel causal ni función explicativa de nuestro comportamiento. El epifenomenismo consistiría en reconocer que “la insuficiencia causal de las experiencias del
intervalo y el esfuerzo por superar dicha insuficiencia adoptando decisiones no
es un aspecto causalmente pertinente para determinar lo que de hecho ocurre”
(2005 63). Nuestras decisiones estarían prefijadas por los estados cerebrales, aun
si pensáramos que hemos decidido entre auténticas alternativas.
La respuesta a la segunda pregunta se plantea en términos de que la ausencia
de condiciones causalmente suficientes en el nivel mental debe corresponder
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a una idéntica ausencia de condiciones causalmente suficientes en el nivel
cerebral. Pero tal y como describimos los procesos cerebrales encontramos
que no hay en ellos intervalos. Así, pues, sería necesario establecer tres condiciones para lograr la descripción de dicha correspondencia, a saber: 1) que la
conciencia funcione causalmente como motor del cuerpo; 2) que el cerebro
cause y sustente la existencia de un yo consciente capaz de tomar decisiones y
actuar (el yo sería una especie de campo unificado de conciencia con la capacidad de deliberar, emprender y llevar a cabo acciones); y 3) que tanto el yo
consciente como los procesos cerebrales se expliquen racionalmente por las
razones de la acción del agente. Estas condiciones tienen como motivo explicar
cómo podría ser neurobiológicamente real el intervalo —cómo incorporar el
indeterminismo racional en la descripción del funcionamiento del cerebro.
Searle acude entonces al indeterminismo cuántico como la única forma de
indeterminismo indiscutiblemente aceptada como hecho natural. Afirma que
la segunda pregunta deriva no así en una respuesta como en una ampliación
de problemas, pues además del problema del libre albedrío requeriría la resolución de los problemas de la conciencia (el yo consciente) y del indeterminismo
cuántico. “Ahora nos encontramos con que, para resolver el primero hemos de
resolver el segundo e invocar uno de los aspectos más misteriosos del tercero
para resolver los dos primeros” (2005 88).
De esta manera, el dilema queda planteado así: al asumir que todo lo mental
tiene una correspondencia en los procesos cerebrales, encontramos que surge
una disyunción entre la experiencia consciente del intervalo por la cual creemos
en el libre albedrío y la descripción neurobiológica de los procesos cerebrales
en términos de condiciones causalmente suficientes. Quedarnos con la
descripción determinista de los procesos cerebrales implica aceptar que el libre
albedrío no es más que un epifenómeno. Asumir la experiencia consciente del
intervalo, implica resolver las condiciones de su correspondencia en el plano de
los procesos cerebrales (la existencia neurobiológica del intervalo, la incidencia
de un yo consciente y el papel central en los procesos cerebrales de un indeterminismo cuántico). Por ende, según estas implicaciones, quedamos ante una
disyuntiva aun más problemática entre el epifenomenismo y los misterios del
indeterminismo cuántico en el cerebro.
Carácter pragmático de lo mental y la realidad
Puede generarse una confusión con la idea del argumento pragmático. Éste no
consiste meramente en afirmar que aún si el epifenomenismo es cierto, nuestra
vida diaria e interacción social, como seres racionales, requiere mantener la
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ilusión. Esta es la idea de Searle cuando en el texto señalado anteriormente
afirma que la experiencia del libre albedrío es tan fuerte que
incluso aquellos de nosotros que piensan que es una ilusión ven que en la
práctica no podemos actuar sobre la base de que es una ilusión […] uno
no puede renunciar a ejercer su libre albedrío, pues la propia renuncia
sólo nos resulta inteligible como tal si la hacemos como un acto de libre
albedrío. […] No podemos pensar haciendo abstracción de nuestro libre
albedrío (2005 34).
Con ello sólo se esta haciendo una concesión a la pragmática de la vida cotidiana,
pero se está omitiendo la importancia y efectos de esta condición pragmática de
la vida para la comprensión de lo mental. Davidson en su texto “Sucesos mentales”
reconoce esta aparente contradicción entre aceptar vivir en un mundo causalmente determinado y la ‘anomalía’ de lo mental que escapa a las explicaciones
nomológicas. En esta sección deseo tomar en consideración algunas de las ideas
que Davidson presenta para disipar esta aparente contradicción.
La propuesta de Davidson es llamada por él como monismo anómalo: “El
monismo anómalo se parece al materialismo en su afirmación de que todos los
sucesos son físicos, pero rechaza la tesis, considerada generalmente esencial al
materialismo, de que los fenómenos mentales admiten explicaciones exclusivamente físicas” (1995 271). Esta posición acepta que las características mentales
dependen de alguna manera de las características físicas, lo que equivale a decir
que “un objeto no puede alterarse en algún aspecto mental sin que se altere
en algún aspecto físico” (Id. 272). La idea central es que lo mental y lo físico o
neurobiológico no pueden ser explicados en el mismo plano descriptivo debido
a la naturaleza de cada uno. Cuando vemos el cerebro como fenómeno físico,
podemos hablar de causalidad en tanto establecemos relaciones entre sucesos
individuales. Esta causalidad permite instanciar leyes en el lenguaje que posibiliten la predicción de sucesos. Pero eso no quiere decir otra cosa sino que “el
principio de interacción causal trata con los sucesos en extensión y por tanto
es ciego a la dicotomía físico–mental” (Id. 273). Mientras que la anomalía de
lo mental concierne a los sucesos descritos como mentales, “porque los sucesos
son mentales sólo si así se describen” (Ibid). Ello no implica que no pueda haber
causalidad entre sucesos mentales, pero las descripciones de lo mental que
incluyan causalidad no puede ser sino un enunciado causal singular verdadero,
mas no uno que recoja relaciones de causa y efecto que permitan instanciar una
ley. Además, aun si puede haber enunciados coextensivos a lo mental y lo físico,
no hay razones para pensar que siempre se puedan identificar las mismas causas
para los mismos efectos entre sucesos mentales. Ello lleva a Davidson a afirmar la
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tesis de que “lo mental es nomológicamente irreductible: puede hacer enunciados
generales verdaderos que relacionen lo mental y lo físico, enunciados que tengan
la forma lógica de una ley; pero no son legaliformes” (Id. 274) en un sentido fuerte.
Las razones de ello es que lo mental está relacionado con la manera en que atribuimos inteligiblemente actitudes proposicionales a un agente, a saber, atribuir
una creencia a un agente “sólo es posible en el marco de una ‘teoría’ de sus creencias, deseos, intenciones y decisiones” (1995 280). Las creencias particulares sólo
tienen sentido en tanto son coherentes con otras creencias, preferencias, intenciones, expectativas, miedos, esperanzas, etc. Cuando conocemos a una persona,
su conducta verbal y sus acciones nos son comprensibles por la coherencia de la
teoría que tenemos acerca de las personas en determinados contextos. Esta coherencia de las creencias es lo que impide la existencia de leyes psicofísicas estrictas,
pues muestra los compromisos dispares de los esquemas físico y mental: en la
realidad física el cambio físico se explica mediante leyes y condiciones descritas
físicamente; en lo mental la atribución de actitudes proposicionales responde
al trasfondo de razones, creencias e intenciones del individuo. Por ello, afirma
Davidson, “no puede haber conexiones estrechas entre las áreas si cada una
mantiene fidelidad a su propia fuente de evidencia” (Id. 282). No hay forma de
establecer leyes estrictas cuando los conceptos de creencia y deseo se ajustan
constantemente según la evidencia —esto es, el trato con los otros— se va
acumulando. Así, pues, mientras la teoría física aporta un sistema comprehensivo cerrado que garantiza descripciones únicas del patrón de un suceso físico,
los sucesos mentales, expresados en actitudes proposicionales, escapan a tal
esquema de descripción porque constituye primeramente un sistema abierto que
se modula tanto por sucesos mentales como físicos. Si encuentro que un suceso
mental causa un suceso físico, y deseo describir esta relación en términos físicos,
debo tomar el suceso mental como particular e identificable en una zona del
cerebro; ello no instancia una ley pero permite hacer ese tipo de descripción. Pero
si lo tomo sólo como suceso mental mi explicación ya no es suficiente si recurre a
términos físicos ni la causalidad puede ser estricta, pues sólo será inteligible si lo
pongo en relación con otros sucesos mentales.
Explicamos, por ejemplo, las acciones libres del hombre apelando a sus
deseos, hábitos, conocimiento y percepciones. Tales explicaciones de la
conducta intencional operan en un esquema conceptual fuera del alcance
directo de las leyes físicas al describir la causa y el efecto, la razón y la
acción, como aspectos del retrato de un agente humano (1995 284).
Ante esto podría decirse que sólo se está mostrando la complejidad de la
ilusión de lo mental, pero que aun no se establece por qué deberíamos asumir
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que ello provee una explicación de lo mental que no deba poder reducirse a
una explicación física. El problema radica en que gran parte de la realidad de
la vida de las personas esta constituida por estas posibilidades pragmáticas de
descripción de lo mental, y ello no debe tomarse a la ligera. De hecho, la red
de creencias no sólo describe el funcionamiento y las posibilidades de atribuir
actitudes proposicionales, sino que, por esto mismo, constituye un plano de
realidad que, de manera integral y global, no puede tampoco reducirse a una
descripción física. Curiosamente, este hecho es ilustrado por el mismo Searle
en su texto Mente, lenguaje y sociedad. Aunque sigue afirmando su tesis de que
la mente es esencialmente un fenómeno biológico, reconoce el potencial de
sus características fundamentales: la conciencia y la intencionalidad. Estas
características son fundamentales de la naturaleza de lo mental, no porque
estén aisladas de lo físico sino porque son esencialmente constitutivas de un
plano pragmático de realidad o, en sus términos, un plano institucional de
realidad. La ontología de lo social y de lo institucional como realidad objetiva,
de las condiciones pragmáticas de comunicación e interacción entre agentes
racionales, se explica a través de las capacidades de estas características generalmente tomadas como ontológicamente subjetivas.
En el plano de la realidad pragmática o institucional caben todo tipo de
funciones y objetos. Por ejemplo, una silla, desde un punto de vista físico, no es
más que una masa y una configuración molecular determinada que existe con
independencia del agente; pero ello no ‘hace’ la silla. Ésta es ante todo el resultado de interacciones entre los diversos agentes que la diseñaron, la fabricaron,
la vendieron, la compraron y la utilizaron como silla, es decir, su definición y
existencia en el mundo social depende del observador o agente. Para que esto
sea posible, Searle identifica tres condiciones:
1) Existe una intencionalidad colectiva que no se reduce a la intencionalidad
individual (sumada a ésta la creencia en la intención de las otras personas), pues
aunque esté en mi cabeza siempre puedo tener la actitud proposicional ‘tenemos
la intención de’, de la cual puedo pasar a derivar mi intención individual. “El
requisito de que toda intencionalidad resida en las cabezas de agentes individuales […] no exige que toda intencionalidad se exprese en la primera persona del
singular. No hay nada que nos impida tener en la cabeza intencionalidad del tipo,
por ejemplo, ‘creemos’, ‘tenemos la intención de’, etc.” (2001 110). En las prácticas
cotidianas es normal encontrar intencionalidad colectiva siempre que haya gente
cooperando, pues es el fundamento de todas las actividades sociales.
2) En este plano también encontramos la asignación de función, por ejemplo,
utilizar un objeto como herramienta para alcanzar un fin; “toda función es
relativa al observador […] Sólo existe en relación con los observadores o
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agentes que les asignan la función” (2001 112). De hecho, la asignación de
función siempre presupone una noción de propósito o teleología que adscribe
algo más que meras relaciones causales y se conecta de diversas maneras con
múltiples creencias e intenciones; por ejemplo, decir que el corazón tiene la
función de bombear sangre sólo tiene sentido porque consideramos valiosa la
creencia en la supervivencia y la salud.
3) También encontramos normas constitutivas, es decir, normas que no sólo
regulan la acción sino que su cumplimiento constituye el tipo de actividad que
regula; aunque hay normas que regulan acciones preexistentes —conducir en
una vía—, otro tipo de normas llevan a la existencia de un tipo de acción. Este
es un efecto pragmático de construcción de realidad que es distintivo del mundo
institucional frente a los fenómenos del mundo físico o natural, pues “los hechos
institucionales sólo existen dentro de sistemas de normas de ese tipo” (2001 113).
A partir de estas tres condiciones, puede comprenderse cómo es posible que
lo mental instituya un plano de realidad distinto y cómo este plano no puede
reducirse a una explicación física y, en consecuencia, por qué pensar lo mental
en estos términos no es meramente una ilusión. El resultado de la realización de
estas tres condiciones es la posibilidad de asignar una “función de estatus”, y el
paso de la física a la aceptación colectiva está siempre mediada por esta función.
Las estructuras institucionales en la vida cotidiana de los individuos no desempeñan su función en virtud de sus características físicas; siempre requieren la
aceptación colectiva que nace de su función de estatus. Un claro ejemplo es el
dinero: “el paso del dinero mercancía al papel moneda es el paso de la asignación
de una función en virtud de la estructura física a un caso puro de función de
estatus” (Id. 117). Claramente no se trata de que si no hubiera una condición
física podríamos vivir de mero estatus, pero la primera no es suficiente para
comprender la realidad de la segunda. Más aun, el propósito de la estructura
institucional es crear y establecer condiciones para controlar los hechos en bruto.
Podría decirse entonces que el mundo pragmático o institucional de la vida de
las personas, fundamentado en las capacidades de lo mental de crear realidad
entre las mismas, hace que la naturaleza de esta misma realidad pragmática sea
esencialmente holista en su relación con el mundo físico en que se establece.
Por ello, no es suficiente afirmar que lo mental es meramente ilusorio. El
punto de equívoco está en asumir que el plano de realidad en el que puedo
comprender lo mental es el plano de lo físico o neurobiológico. Cuando hago
este desplazamiento ya estoy introduciendo en las premisas las consecuencias
dilemáticas que me obligarían a asumir la ilusión de lo mental o la incapacidad
de su explicación indeterminista. La realidad de lo mental no es meramente
una conciencia e intencionalidad aislada y ontológicamente subjetiva; lo que
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no implica que sea metafísica e inabarcable, sino esencialmente pragmática
y generadora de realidad en el mundo de la interacción social. Y ello hace de
lo mental tan epistémicamente objetivo como el mundo físico, sólo que uno
y otro sólo pueden ser inteligibles en el plano de realidad que les corresponde.
Ampliación del concepto de lo mental
Todavía no hemos dicho de manera positiva qué es lo mental. Nuevamente
Davidson parece ofrecernos la manera de dar una respuesta tentativa. En su
texto Subjetivo, intersubjetivo, objetivo Davidson afirma que lo característico de
un animal racional es tener actitudes proposicionales como creencias, deseos,
intenciones y demás. Ello en virtud de que por la naturaleza de las actitudes
proposicionales tener una significa siempre tener un amplio complemento
cohesionado. De esta manera, la tesis de Davidson es que “solamente cuando
podemos ubicar los pensamientos dentro de una densa red de creencias relacionadas, identificamos pensamientos, hacemos distinciones entre ellos y los
describimos según lo que son” (2003 145). Podríamos decir que el ‘lugar’ del
pensamiento no está en una mera posición subjetiva sino en el normal ejercicio
de tener y atribuir actitudes proposicionales. Esto lo podemos ver en todo lo
que implica este concepto.
Una creencia tiene siempre un contenido proposicional, tal que tener una
creencia sobre un gato significa que dominamos los conceptos involucrados
en este juicio o creencia. Pero a la vez significa que somos conscientes de la
posibilidad de aplicar erróneamente ese concepto —creer o juzgar que algo
es un gato cuando no lo es. Al comprender que las creencias se individúan e
identifican por sus relaciones con otras creencias, comprendemos también que
estas relaciones apoyan y dan el contenido de las creencias. Por ende, es necesario que exista un grado mínimo de consistencia entre creencias para que sea
posible identificar los contenidos de las mismas. Cuando esta consistencia falla,
podemos llegar a la conclusión de que una o un conjunto de mis creencias ha
sido aplicado erróneamente. Es connatural a lo mental el ajustar constantemente un grado de consistencia que define su red de creencias.
Además de relaciones entre creencias, también Davidson señala las relaciones
entre creencias y actitudes evaluativas: deseos, intenciones, convicciones
morales. Todas estas también son actitudes proposicionales. Estas actitudes
evaluativas sirven para asignar funciones y establecer rumbos de acción:
“las creencias y los deseos conspiran para causar, racionalizar y explicar las
acciones intencionales. Actuamos intencionalmente por razones, y nuestras
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razones siempre incluyen tanto valores como creencias” (2003 179). A partir
de nuestras creencias podemos pasar a evaluarlas y a evaluar nuestras acciones,
individuales o de conjunto, tal que se podría afirmar, con Davidson, que sin
ellas no habría lugar para las demás actitudes proposicionales y, por ende, para
el proceso de ajustamiento de la consistencia en la red de las mismas, es decir,
la racionalidad. Pues de esta manera podemos establecer una creencia sobre las
creencias; el concepto de creencia permite pasar a dominar las demás actitudes
proposicionales. Así, pues, dentro de ‘lo mental’ también está el concepto de
creencia y con ello el de la evaluación de las creencias. Lo cual, además, supone
la posibilidad de falsear una creencia, esto es, supone que “tener el concepto de
creencia es tener el concepto de verdad objetiva” (Id. 153).
Pero no hay forma de elaborar esta densa y ascendente red de actitudes proposicionales que definen lo mental, si no estuviera incorporada la posibilidad de
la comunicación lingüística de las creencias. Falsear una creencia necesariamente implica la posibilidad de contrastar su contenido proposicional. Ello no
sería posible sin la comunicación, es decir, sin la posibilidad de compartir el
mundo en que vivo con otras personas que puedan llegar a entender mis juicios:
[P]ara poder estar en desacuerdo debo abrigar las mismas proposiciones,
que traten de lo mismo, y tener el mismo concepto de verdad. La comunicación depende de que cada uno de quienes se comunican tengan, y
piensen correctamente que el otro tiene, el concepto de un mundo
compartido, un mundo intersubjetivo (2003 154).
Con ello, parte de la constitución de lo mental radica en esta relación intersubjetiva que Davidson denomina triangulación: “cada criatura aprende a
correlacionar las reacciones de las otras con los cambios o los objetos del mundo
a los cuales también ella reacciona” (2003 183). Según este autor, esta triangulación explica la objetividad del pensamiento. No tendría sentido afirmar
que el pensamiento tienen un contenido que es verdadero o falso independientemente del pensamiento o del sujeto sin la interacción. Sólo cuando las
reacciones sociales son compartidas se hace asequible la objetividad del contenido de las creencias. Por ello, el lenguaje, en su capacidad de asignación de
funciones de estatus, es esencial a lo mental y a la posibilidad de crear y ajustar
la red de creencias en un mundo socialmente compartido.
Estas consideraciones nos permiten reiterar que la naturaleza de lo mental
es necesariamente holista. No se puede considerar lo mental desde un punto
de vista meramente subjetivo. Este no es el plano de su realidad. Lo mental es
un fenómeno esencialmente intersubjetivo. En este sentido, el concepto de lo
mental es ampliado al punto de encontrar que el plano de realidad de lo mental es
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precisamente el plano de su realización en el mundo de la pragmática entre seres
racionales: personas que tienen creencias, las evalúan, actúan intencionalmente,
las contrastan en la comunicación y ajustan su red de creencias por su interacción
con otros y con el mundo. La posibilidad de asignar funciones de estatus puede
ser revertida para identificar que lo mental también es un fenómeno pragmático
y social —por lo menos, hasta donde podemos comprenderlo. Ello no lo hace
una ilusión, sino una realidad en el mundo de nuestra vida cotidiana. De hecho,
según Davidson, si no hay creencias sin tener muchas creencias, ni deseos sin
creencias, ni intenciones sin las anteriores, hemos de asumir que, conceptualmente, “las propias acciones pertenecen al reino de lo mental, puesto que un
comportamiento cuenta como una acción solamente si hay alguna descripción
en la cual es intencional, y por ello se puede explicar como algo que se hace por
una razón” (2003 180). Por ende, el ámbito de los aspectos mentales es comprendido mediante esta ampliación de los aspectos mentales de la vida comunitaria
de los individuos y que no se presentan sino de manera holista. Cuando Searle
identificaba en el dilema inicial una línea en la acción, estaba desestimando el
holismo de lo mental. Ello porque pretendía comprender lo mental en términos
del lenguaje de la física; pero esto sólo puede llevar al planteamiento de un falso
dilema, dadas la amplitud y naturaleza divergente de los medios de comprensión
y descripción de lo mental ante lo físico. Describir un proceso neurobiológico no
es dar cuenta de un proceso mental.
De esta manera, deseo concluir afirmando que lo mental es esencialmente holista,
no sólo en su descripción sino en su constitución y, por ello, en sus capacidades
de constituir un plano pragmático de realidad que, a su vez, es el mismo plano de
realidad de lo mental. Decir que algo es social es, desde este punto de vista, decir que
es mental; y decir que lo mental es intersubjetivo —que se establece en un plano
pragmático— no es otra cosa que decir que es nuestra capacidad de crear realidad
y actuar en el mundo para controlar el espacio de lo físico. Pretender explicar o
comprender lo mental en términos físicos no es sino una imposibilidad conceptual
dados nuestros actuales medios de conocimiento de la realidad natural y nuestras
capacidades de creación de realidad en un nivel pragmático.
Trabajos citados
Davidson, Donald. “Sucesos mentales”. Ensayos sobre acciones y sucesos. Trad. O.
Hansberg, J. A. Robles & M. Valdés. Barcelona: Crítica, 1995. 263–287.
—. Subjetivo, intersubjetivo, objetivo. Trad. O. Fernández. Madrid: Cátedra, 2003.
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Searle, John. “Libre albedrío y neurobiología: una relación problemática”.
Libertad y neurobiología: reflexiones sobre el libre albedrío, el lenguaje y el poder
político. Trad. Miguel Candel. Barcelona: Paidós Ibérica, 2005. 25–87.
—. Mente, lenguaje y sociedad: la filosofía en el mundo real. Trad. Jesús Alborés.
Madrid: Alianza, 2001.
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