Las Viejas, las Otras de las Otras1 Elena Fonseca “Hasta que no perdamos la vergüenza de sentirnos viejas, no habrá un pensamiento político de la Vejez”. Jean Franco “El varón es el sujeto, el ser absoluto, la mujer, la Otra”, escribió Simone de Beauvoir en 1948 provocando un escándalo grande entre quienes –Revolución Francesa mediante– se creían iguales, o casi. La noción de otredad se refiere a la relación de amo y esclavo, el primero intentando justificar sus privilegios con “loables” intenciones, o recurriendo al inmutable “estado natural de las cosas”. La imagen de “Otro” frente al “Uno”, al verdadero, da la idea del negativo de algo, de lo falso, de una especie de colonización, de ser en relación a otro, es decir, de no ser. Durante siglos las mujeres ¿acataron? ese estatuto que las privaba de una parte de la vida porque no llenaban el formulario de admisión, tenían el cerebro más chico, el cuerpo más frío, falta de calor vital, menstruaban y eran sucias, tenían una defectuosidad natural, la carne femenina es porosa y húmeda, la hembra es frágil, tiene menos dientes, menos suturas craneanas… padece de una pasividad metafísica (Aristóteles, sic). Solo muy pocas mujeres pudieron sustraerse al poder de esta opinión de filósofos, clérigos que adaptaban las religiones a sus misoginias, monarcas que aprovechaban los vientres reproductivos para poblar sus huestes. Cristina de Pizán en el siglo XV rabió y despreció a estos pensadores pero fue silenciada durante cinco siglos; Olimpia de Gouges en el siglo XVIII proclamó que las mujeres eran tan ciudadanas como los hombres pero acabó en la guillotina. No hubo un movimiento colectivo hasta la mitad del siglo XX. 12 ¿Quién les devuelve a las mujeres lo que no han vivido, las peripecias intelectuales, los encuentros entre pares, las fiestas dionisíacas y las bacanales, las lupercales y saturnales, los libros que no escribieron, las universidades a las que no fueron, los amores que no tuvieron, el sol que no tocó sus cuerpos, el poder, la libertad, la identidad? Encerradas, tapadas, silenciadas, perdieron parte de sus vidas. Es probable que para el próximo milenio la edad sea lo que la raza (y el género y la orientación sexual) han sido para la segunda mitad del siglo XX: un problema de alto perfil y muy divisorio para el cual será extremadamente difícil encontrar soluciones que funcionen. Puesto que no hay homogeneidad histórica sobre esta “edad” o sobre este tiempo de vida ya no la establece la menopausia, ni la jubilación, ni producir o reproducir, ser vieja es un concepto relativo, es decir, depende de cómo se lo mire, desde dónde, con o sin prejuicios, con o sin sentido de dependencia. La nube de negativismo que se cierne sobre las llamadas adultas mayores, o integrantes de la tercera edad, o abuelitas, es espesa y difícil de analizar por la multiplicidad de factores, objetivos y subjetivos que interfieren. Con las viejas, con las mujeres viejas, se produce algo similar, solo que en este caso el sujeto que las convierte en otras es a menudo ella misma como cómplice cruel. Para la antropóloga Bárbara Myerhoff el “edadismo” (o edaísmo), los estereotipos, prejuicios y discriminación hacia las personas mayores, se caracteriza por tener los mismos procesos internos que alimentan al racismo en tanto ideología de superioridad, como el clasismo, el colonialismo, el machismo, la homofobia. La vejez es un fracaso, para los edadistas, y debe suscitar culpa estar vivos como crudamente lo dijo el ministro de Hacienda de Japón que pidió a los ancianos de su país que “se den prisa en morir” para que el Estado no tenga que pagar su atención médica. “Yo me despertaría sintiéndome mal sabiendo que todo [el tratamiento] está pagado por el Gobierno” (22/01/13) afirmó este ¿anciano? de 72 años, que finalmente decía en voz alta lo que muchos piensan. Y que ni siquiera se tomó el tiempo de proponer una dulce eutanasia. Ser vieja es haber dejado de ser joven dice Pero Grullo, pero ¿por qué no hay un imaginario positivo de la vejez? Las otras edades de la vida tienen un momento preciso de iniciación, la niñez, la adolescencia, la adultez, ¿pero qué hecho determina que seamos viejas y que desechemos una franja de vida que por ser la última no tiene que ser una NO vida? ¿Podremos vernos como somos, no como creemos que nos ven? ¿Podremos aprender a vivir con el tiempo subjetivo y olvidarnos del cronológico que existe solo en los almanaques? La sensación de deterioro físico se convierte en un imperativo para muchas víctimas del “señora eso no se dice, eso no se toca, eso no se hace”, deje ya de joder con la pelota que se inmolan en el altar del deber ser. Para los neoliberales la vejez misma es una enfermedad. Sin vacuna por ahora. Y para muchos esa enfermedad incurable solo merece ser tratada como tal para alegría de galenos/as que prescriben pastillas a granel consumidas con devoción y por supuesto con enorme valor lucrativo. Pero ¿dónde está la calidad de vida? Para la Organización Mundial de la Salud es “la percepción que un individuo tiene de su lugar en la existencia, en el contexto de la cultura y del sistema de valores en los que vive en relación con sus objetivos, sus expectativas, sus normas, sus inquietudes y preocupaciones”. Solo que no hay calidad de vida si no hay bienestar subjetivo, que es hoy en día el principal indicador para medir la calidad de vida. Y si analizamos los contextos sociales que traducen e ilustran las vidas de las viejas, difícil llegar a una mínima autoestima. Y no se trata de seguir siendo eternamente joven, pero sí de seguir teniendo una vida válida, una que no suponga ser una paria. Debería ser posible tener un trabajo y contar con las ventajas de ser vieja, con más tiempo libre, más experiencia, más conocimientos. 13 En la literatura y el cine la representación de las viejas trasmite una imagen que suma lo asqueroso y perverso a lo inútil. Las brujas en los cuentos infantiles son todas viejas, feas y malas. Celestina, la vieja por excelencia es tuerta, alcahueta, cerda, esposa del cerdo, cochina, sucia, arrugada, fea, loca, bruja, ministra del demonio… (sic). ¿Quién quiere ser esa vieja? No vamos a encarar aquí el tema de las políticas públicas frente al envejecimiento de la población, la necesidad de un sistema nacional de cuidados y las enormes carencias que presenta en nuestro país. Tampoco el peso de la pobreza sobre las mujeres más vulnerables a través de otras desigualdades, etnia, discapacidad. No ahora. En una encuesta telefónica reciente sobre la situación del país se le preguntó a una mujer por el barrio, por su profesión, etc., y al llegar a la pregunta sobre la edad la encuestadora dijo muy amablemente “perdone señora, pero con 81 años no entra en nuestros intereses”. ¿Quién quiere ser esa vieja? No se trata tampoco de contar una historia ejemplar, ni de dar una clase de autoayuda para ser felices. Es una lucha política que las feministas damos para recuperar ese pedazo de vida que la sociedad patriarcal nos saca, aunque nos regale espejitos de colores, “casas de salud” cerradas a candado para proteger de los peligros de la ciudad, medicamentos para dormir que impiden posibles amenas vigilias. Y a veces halagos baratos. Placebos. Y cuando aparece una visión positiva de la vejez, es la abuelita de la lata de Mazzawattee que refleja calma, serenidad, armonía con su nietita, pronta para recibir cuidados y cariños. Siempre que no moleste. Es una visión pasiva, negativa ¿Quién quiere ser esa viejita? La cabeza de las viejas está habitada por miedos: a la soledad, al mundo exterior, a la carencia, a la dependencia (a veces cuidadosamente provocada), a romper los tácitos acuerdos familiares conservadores que obligan a seguir con los estereotipos. A la muerte. A una posible presencia de la sexualidad tan postergada. Los medios masivos tienen un poder simbólico, construyen la imagen de las mujeres reales a través de la ausencia, borrándolas del mapa en primer lugar y luego, enfrentándolas a la híper representación de lo sensual, corporal de la mujer/tipo, blanca, rubia, joven, 90-60-90 y lo rematan con el lenguaje sexista no inclusivo. Las viejas no tienen otro espejo que ese que muestra el retrato de Dorian Grey, el cuadro. Y cuando se trata de posibles consumidoras los medios edulcoran las imágenes de viejas lindas si consumen las ofertas de remedios, residenciales, cremas anti arrugas, viejas geniales, alegres juveniles. ¿Cuándo se es vieja? ¿A los 60, los 70, a los 80, cuando la práctica de la sexualidad se enrarece? ¿Pero de qué sexualidad? ¿La nuestra o la que decreta el patriarcado? ¿La de la penetración obligatoria, castigo merecido para los varones de 50 que no diversificaron sus hábitos sexuales desde la adolescencia y que necesitan la masturbación de un pene en una vagina para sentirse machos? Muchas mujeres no saben qué hacer con los 20 o 30 años de vida que les queda cuando se jubilan. O se quedan solas y los tiran a la bartola, los rellenan con símiles de vida, hacen como que viven en un mundo del que han borrado los conflictos, las pasiones, los deseos, las aventuras, con una relación con el cuerpo al que solo se le deja expresar dolores y que no existe más que para cuidarlo. Es una tajada de vida entregada a la pira del “terrorismo estético” reflejado por los jóvenes, hasta por niños, pero sobre todo por los adultos en la plenitud de la vida –esos que alguna vez fuimos –expresada en imágenes, silencios, sin pudor y con falsa piedad, pero acatados con sumisión por las titulares del genérico “abuela” de los hospitales y de los ómnibus. Nos referimos al uso libre de la libido, a tener deseos, a vivir con erotismo todos los momentos posibles. Sin trabas, con fantasías, con irreverencia. Y también con un proyecto de muerte amable, sin terrores del más allá ni del más acá, sin futuros engaña pichanga, pero sin dolor. Es decir, con dignidad. A veces, en un grupo de viejas se oyen carcajadas, seguramente se ríen de sí mismas, demostrando que lo que se ha dado en llamar resiliencia, es decir, la capacidad de enfrentar la adversidad y salir fortalecida de la experiencia, es posible. A pesar de todo. ¡A la vejez, viruelas! Se envejece según se ha vivido, es un proceso. Las mujeres que en sus vidas apuestan a una sola carta, un compañero/a, hijos, una carrera, al físico, etc., deben saber que al fallar uno de esos elementos, se “rompen”, el mundo se les viene abajo. 1 Taller realizado en el XII Encuentro Feminista en Bogotá, noviembre 2011. 14