Valorar, valorarnos Sección: Recursos Pastorales Autor: Jorge A. Blanco / Depto. de Audiovisuales Editorial SAN PABLO audiovisuales@san-pablo.com.ar No siempre valoramos lo que somos y lo que tenemos. No me refiero solo a cuestiones materiales, sino que también a los seres humanos que nos rodean y conviven con nosotros. Nos puede ocurrir tanto en la familia, como en la parroquia, en el grupo o la comunidad, en el estudio, en el trabajo, etcétera, cuando nos comparamos con los demás y sobrevaloramos a otros por lo que hacen o tienen. ¿En qué momento solemos darnos cuenta de ese error? Generalmente, tomamos conciencia de eso cuando aquello o aquél que era menospreciado nos falta o ya no se encuentra a nuestro lado. Por eso, les propongo compartir un relato atribuido al poeta y escritor Khalill Gibran, que nos puede motivar a seguir reflexionando al respecto: Para leer: Cierta vez, entre las colinas, vivía un hombre poseedor de una estatua cincelada por un anciano maestro. Descansaba contra la puerta de cara al suelo. Él nunca le prestaba atención. Un día pasó frente a su casa un hombre de la ciudad, un hombre de ciencia, quien, al advertir la estatua, preguntó al dueño si la vendería. Riéndose, el dueño respondió: ─¿Y quién desearía comprar esa horrible y sucia estatua? El hombre de la ciudad dijo: ─Te daré esta pieza de plata por ella. El otro quedó atónito, pero agradado. La estatua fue trasladada a la ciudad al lomo de un elefante. Luego de varias lunas, el hombre de las colinas visitó aquella ciudad. Mientras caminaba por las calles, vio una multitud ante un negocio y a un hombre que a voz en cuello gritaba: ─Acérquense y contemplen la más maravillosa estatua del mundo entero. Solamente dos piezas de plata para admirar la más extraordinaria obra maestra. Al instante, el hombre de las colinas pagó dos piezas de plata y entró en el negocio para ver la estatua que él mismo había vendido por una sola pieza de ese mismo metal. Para la reflexión personal o grupal: -Iniciemos la reflexión situándonos en el ámbito en el que transcurre la historia, en el tiempo y el lugar en que sucedió, en los personajes, etcétera. -¿Cómo era la estatua que poseía aquel hombre? ¿Qué valor le daba? ¿Qué espacio ocupaba? ¿Cuáles fueron las reacciones que este experimentó al recibir una oferta y el pago por la estatua? -¿Qué suponemos que pudo haber encontrado en la estatua el hombre de ciencias? ¿Por qué su mirada habrá sido tan distinta de la del dueño? -¿Qué opinión nos merece el final de la historia? ¿Qué enseñanza nos deja? -¿Vivimos algo similar a lo que le aconteció al dueño de la estatua?, ¿conocemos algún caso parecido?, ¿con qué consecuencias finales. -¿Acostumbramos a aguzar nuestra mirada y sobrevalorar lo que otros (personas, grupos, comunidades, etc.) tienen, compran, etcétera? ¿Idealizamos a los demás?, ¿en qué momento? -¿Somos capaces de valorar lo que somos y lo que poseemos? ¿Sabemos estimarnos y amarnos, realmente, para poder así amar a los demás? -¿Qué nos sucede con los seres humanos que son parte de nuestra vida? ¿Les damos el valor y el lugar que se merecen? ¿Estamos abiertos y disponibles a descubrir todo lo bueno y diferente de nuestro prójimo? -¿Solemos descubrir y valorar lo que somos y tenemos ante el dolor y el sufrimiento ajeno? ¿Cuándo nos ocurre esto y por qué? -Establecer alguna consigna personal o grupal para cumplir, a partir de lo reflexionado, señalando cuáles deben ser las actitudes y las cualidades que debemos ejercitar para lograrlo. Para profundizar nuestra reflexión: Cualquier ser humano es un mundo que vale la pena descubrir. A lo largo de su vida, una persona ha visto y ha sentido muchas cosas, y puede mirar las cosas desde un punto de vista único y diferente. Vale la pena explorar esa experiencia, como quien bucea en un mar desconocido. Para escuchar a otro, es necesario alimentar esta valoración de su persona, lograr aceptarlo. Eso no significa que tenga que estar de acuerdo con todo lo que él diga, sino reconocer su inmensa dignidad como ser humano y aceptar que él puede haber vivido experiencias que yo no tuve y que podrían enseñarme algo. Creer que ya conozco bien lo que el otro es y lo que puede decir: esto es clausurarlo, encasillarlo para siempre, como si el otro no pudiera cambiar. Pero todos pueden sorprenderme. Hasta los defectos de una persona toman otro color con el paso de los años, porque aunque él siga teniendo defectos, ya no es el mismo. (Fragmentos del libro Para mejorar la comunicación con los demás, Víctor Manuel Fernández, SAN PABLO) En una sociedad en la que el individualismo se ha convertido en epidemia, en donde las personas se miden, cada vez más, por lo que tienen y por lo que hacen antes que por lo que son, el registro del otro se va desenfocando hasta perderse. Para poder valorar a otra persona por lo que es, se necesita tiempo. Tiempo para conocerla, para registrar sus diferencias respecto de nosotros, sus sentimientos, sus pensamientos. Un vínculo de cualquier tipo (pareja, amistad, paternidad, familiaridad, etc.) requiere tiempo y presencia. La otra persona es siempre un territorio virgen que se abre ante nosotros para ser explorado. Si estamos enfocados de un modo excluyente en nuestros objetivos personales e individuales (económicos, profesionales, políticos, deportivos, sociales), no dispondremos de ese tiempo y esa presencia. Como en los locales de comida rápida, necesitaremos que el otro llegue a nosotros “listo” y que se adecue inmediatamente a nuestras necesidades. Lo empezaremos a percibir como un medio, como un fin. Este es el corazón de la cuestión. En los vínculos humanos, el otro debe ser siempre un fin, nunca un medio. No está para servirnos, sino para construir juntos una relación, la que fuere. Ya en el siglo dieciocho, el filósofo alemán Emanuel Kant había postulado que tomar al otro como fin debía ser una de las máximas que guiaran la vida y las acciones humanas. Eso es válido hoy. Y necesario. Y urgente. (Sergio Sinay, fragmentos de su columna “El prójimo no es un artefacto”, tomada de diferentes sitios de internet que la divulgan) Para rezar: Crear una oración espontánea, personal o grupal, a partir de lo que hemos reflexionado, sobre la base de estas premisas: -Señor, gracias por todo lo que nos das. -Te pedimos un corazón abierto y agradecido que sepa amar, -que nos permita valorar lo que somos y tenemos, -y que no nos haga falta el dolor del hermano para darnos cuenta de eso y ayudarlo con lo que seamos y tengamos.