Del Cristo taumaturgo al hacedor de milagros Adriana Mabel Martínez (UBA) Introducción Hablar de imago implica oponer en cierto sentido este término al de signum pues si la imago se relaciona en un campo semántico amplio con species y similitudo, el signo es anicónico. La imagen en cuanto es antropomorfa se convierte en un medio privilegiado para mostrar una realidad visible pero también para representar lo no-visible, lo que se imbrica con la visión neoplatónonica del mundo sensible como reflejo del mundo inteligible. Las imaginis en el medioevo están íntimamente ligadas al cristianismo en cuanto sustentan la antropología cristiana. De hecho, éstas encuentran su justificación plena en la relación que el hombre establece con Dios y que puede definirse a partir de ciertos presupuestos tales como que Dios al crear al hombre se constituye en el “primer hacedor de imágenes”; por otra parte, el hombre al ser creado por Dios, a su imagen y semejanza, es él mismo una imago que participa de la divinidad. Sin embargo, la justificación última está en el concepto de Encarnación puesto que Dios al encarnarse en su Hijo hace que éste se convierta en un ícono del Padre, en un ícono vivo, “el que me ha visto a mí, ha visto al Padre” responde Jesús a uno de sus discípulos (Juan, XIV, 9)1. Ahora bien, partiendo de estos presupuestos los Padres de la Iglesia elaboran un corpus teórico que valida la creación de imágenes desestimando la prohibición judaica de norepresentación. Nuestra propuesta apunta a abordar la identidad de Cristo a través de las representaciones que se elaboraron en la Edad Media, puntualmente en la tardía antigüedad en el momento del surgimiento de las imágenes, período en donde el pensamiento filosóficoreligioso, enriquecido por múltiples vertientes, se plasma en la creación de una determinada iconografía. La construcción de identidad Si el hijo del Dios que se encarnó no tenía una imagen, o al menos una imagen que pudiera ser reconstruida por medio de escritos, pues ni los textos evangélicos, ni la literatura 1 Vide: J.-C., Schmitt, “Imago: de l’image à l’imaginaire” en J.Baschet, et J.-C. Schmitt, Fonctions et usages des images dans l’Occident médiévales, Paris, Le leopard d’or, 1996. apócrifa, ni aún los comentarios de los primeros Padres dan cuenta de algún rasgo fisonómico, había que otorgarle un rostro2, asignarle ciertos gestos, darle una identidad. A comienzos del siglo III en los espacios de enterramiento, en las pinturas parietales de las catacumbas y en los sarcófagos esculpidos, aparecen las primeras representaciones de Cristo, ya sea con una apariencia juvenil, el rostro imberbe y los cabellos rizados, o bien como un hombre adulto, barbado y con una larga cabellera, representado sólo o acompañado de otros personajes, se instala en la centralidad del discurso icónico. Como un hombre de mediana edad, con rostro adusto y barba, con el torso desnudo o cubierto con el exómide, sentado y con un libro o una filacteria en su mano, esta imagen está asociada a quien posee la sabiduría, al filósofo. Esta iconografía utilizada en los primeros momentos fue paulatinamente abandonada y reemplazada por la del maestro que conserva el fundamento de la verdadera sabiduría junto con la capacidad de transmitirla. Así pues como maestro aparece frecuentemente acompañado por los apóstoles. Por otra parte, bajo una apariencia adolescente la figura de Jesús remite al denominado Buen Pastor y al Cristo taumaturgo. El primero presenta a un joven pastor vestido con una corta túnica y sandalias que carga sobre sus hombros una oveja. Esta representación manifiesta una compleja articulación entre el plano del significante y el plano de la significación; si bien el motivo formal remite al Hermes crióforo griego que en el mundo romano estaba asociado al concepto de humanitas, el cristianismo toma el motivo preexistente y lo resignifica. La figura se desliza del pastor a Cristo “en verdad les digo: yo soy el pastor de las ovejas” relata Juan (X, 7), de este modo el texto evangélico sustenta la imagen aunque sin prescindir de su carga simbólica, la filantropía, que se asocia a la figura del Hijo de Dios3. En cuanto al Cristo taumaturgo, el hacedor de milagros, también representado bajo una apariencia juvenil, difiere del modelo anterior en cuanto a su ropaje pues lleva una túnica más larga y tiene en su mano una vara, atributo de su capacidad “mágica”. Pese a que en los textos evangélicos no hay referencia alguna a este objeto, en el Antiguo Testamento la vara o bastón aparece en varios pasajes. Baste recordar en Éxodo donde Yahvé insta en reiteradas ocasiones a Moisés a tomar el cayado para realizar acciones portentosas como el paso del mar Rojo (Ex. 14,16) o el agua 2 Eusebio (Historiae Ecclesisticae VII XVII) alude a un grupo escultórico que se consideraba representaba a Cristo y la hemorroísa “Dicen que la estatua es un retrato de Jesús. (…) No es extraño que aquellos gentiles de quienes, en los antiguos tiempos, fue bienhechor el Salvador, hayan hecho tales cosas, ya que sabemos que en las pinturas se conserva el aspecto de sus apóstoles, Pedro y Pablo, y del propio Cristo”. Citado en: A. Grabar, Las vías de la creación en la iconografía cristiana, Madrid, Alianza, 1998, p.71. 3 Este pasaje evangélico fue reiteradamente comentado, baste como ejemplo San Cipriano (c.200-258) “El Señor dejó a noventa y nueve ovejas saludables para ir a buscar a una sola perdida y agotada, y, habiéndola encontrado la trajo él mismo sobre sus hombros…” Cartas, LV, 15, 1-2. Citado en: R. Chevallier, Dictionnaire de la littérature latine, Paris, Larousse, 1968, p. 82. brotando de la piedra (Ex. 17, 5-6) y en 2 Reyes (4, 18-37 donde se apoya el bastón de Eliseo sobre el cuerpo del hijo de la sunamita atribuyéndole cierto poder mágico4. Estos textos sustentan la construcción literaria del Jesús taumaturgo pero además algunas imágenes, como la de la catacumba de san Calixto (siglo IV) en donde está representado Moisés realizando el prodigio de hacer brotar agua de una roca, le aportan un modelo iconográfico. De ahí en más, las imágenes de Jesús con su vara se reiterarán en las representaciones de algunos milagros: la transformación del agua en vino, la multiplicación de los panes y los peces o la cura de la hemorroisa y, con mayor frecuencia la escena de la resurrección de Lázaro en donde las palabras de Jesús “¡Lázaro, sal fuera! (Juan, 11, 43) se visualizan a través del gesto de tocar con la vara el sepulcro. Si bien en las primeras representaciones cristianas el mensaje se acota en el concepto de salvación, la selección temática manifiesta una búsqueda de relaciones significantes buscando enlazar el Antiguo con el Nuevo Testamento por medio de interpretaciones simbólicas de las profecías y de los acontecimientos. Escenas como las de los tres jóvenes hebreos en el horno (Dn.3.8-93) o Daniel en el foso de los leones (Dn. 6, 21-23) instalan la presencia del milagro anulando la muerte en el instante mismo de su acontecer. La potencia divina no está representada sino aludida a través de los personajes, Sidrac, Misac, Abdénago o Daniel que con sus brazos en alto elevando su vista hacia los cielos se encomiendan a Dios. Ubicadas en espacios mortuorios entablan un “diálogo” conceptual con las plegarias fúnebres, las commendatio animae. Estos rezos cristianos para los muertos aparecen ya en los primeros siglos. Su construcción textual remite a paradigmas bíblicos que ejemplifican la intervención de Dios en favor de determinados personajes y en circunstancias agónicas a los que se pone en relación con el hecho puntual de la muerte de un fiel. Utilizando frases como “Dios mío, sálvale, como tú has salvado a Jonás, a Daniel…” enlazan las imágenes con las plegarias de intercesión. Sin embargo en la resurrección de Lázaro se manifiesta la capacidad divina de modificar lo acontecido y en ese hecho manifestar la plenitud del milagro. Un milagro que produce la superación de la muerte y prefigura la resurrección de Cristo y de toda la humanidad. Ante tal manifestación la vara como imagen del poder taumaturgo fue la síntesis visiva más acabada pese a las objeciones a la naturaleza del poder de Jesús. Baste como ejemplo la defensa de Orígenes cuando al referirse a Celso nos dice: “identifica las obras de Jesús con las de los hechiceros que, según él, “prometen cosas aún más maravillosas, y con las que realizan lo que han aprendido en 4 C. Frugoni, “Immagini fra tardo antico è alto medioevo: qualche appunto” en Morfologie sociali è culturali in Europa fra Tarda antichità è Alto medioevo, Spoleto, Centro Italiano di studi sull’alto medioevo, 1998, pp. 710711. Egipto…”, dando cuenta de ciertas corrientes de pensamiento que atribuyen el poder de Jesús a la magia y califican al cristianismo de doctrina “oculta”5. A partir de las primeras décadas del siglo IV empiezan a aparecer con mayor frecuencia las imágenes del Cristo adulto que se cargan con el sentido de la maiestas dando testimonio de la progresiva inserción del cristianismo en el poder, desde la aceptación de la doctrina con la promulgación en el año 313 del Edicto de Tolerancia hasta su oficialización en el año 380. El emperador de la tierra le presta, de algún modo, sus atributos al emperador de los cielos; entronizado, con la mirada dirigida hacia el fiel, se convierte en una presencia viva6. Sin embargo las imágenes de Cristo realizando milagros con el atributo taumaturgo, la vara mágica, perviven en la iconografía. Entre los pontificados de Celestino I (422-432) y de Sixto III (432-440) se erige en Roma una basílica, Santa Sabina. Es particularmente relevante su puerta de ingreso realizada en madera de cedro y de ciprés cuyos batientes estaban conformados por paneles esculpidos con temas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Pese a que se perdieron algunos de ellos -diez de los veintiocho originales- se cree que estaban colocados uno al lado del otro, los de mayor tamaño en sentido vertical y los más pequeños en sentido horizontal, como en la actualidad. Representando alternadamente escenas del Antiguo Testamento y temas evangélicos se homologan visualmente legitimando la labor exegética de los Padres de la Iglesia. En uno de los paneles se presentan los milagros de Moisés en el desierto: la conversión de las amargas aguas de Marah, la provisión de codornices y maná y el agua manando de la roca. En el panel contiguo los realizados por Cristo: la curación del ciego, la multiplicación de los panes y los peces y la transformación del agua en vino en las bodas de Caná7. Más allá de la lectura veterotestamentaria que se evidencia en la yuxtaposición de motivos es significativa la puesta en imágenes de la acción milagrosa. En el panel dedicado a Moisés aparece en la primera y en la última escena una mano en el ángulo superior derecho, aludiendo a Dios. Pues si el logos encarnado fue ampliamente representado y como vimos fue adquiriendo distintos rasgos distintivos, el Verbo eterno e increado no podía por su misma esencia hacerse visible. No obstante valiéndose de un recurso retórico, la metonimia, los imagineros cristianos introducen la representación de una mano que descendía del cielo señalando de esta manera la omnipresencia y potestad divina. En tanto en el otro panel Cristo portando en su mano la vara realiza los milagros. 5 Orígenes, Contra Celso, Op. cit. J.-C. Schmitt, p.35. Op. cit. A. Grabar, p.42. 7 Ibidem A. Grabar pp. 133-134. 6 Finalizando el siglo V en la ciudad de Rávena el godo Teodorico manda construir una iglesia próxima a su palacio para el culto arriano. Esta basílica palatina puesta bajo la advocación de Nuestro Señor Jesucristo tenía una profusa decoración musiva en la zona absidial y especialmente en los paños murarios de la nave central donde en tres registros, el primero sobre las arquerías hasta la parte inferior del claristorio, el segundo en los muros entre las ventanas y el tercero en la franja superior hasta la techumbre plana, se desarrolla una elaborada iconografía. En este último espacio se representan, en la pared de la derecha escenas de la Pasión y de la Resurrección y en la de la izquierda milagros y parábolas de Cristo. Trece cuadros de cada lado intercalados con un motivo ornamental de fuerte carga simbólica -una venera con una corona en el centro que tiene en la parte superior una cruz flanqueada por dos palomas- alegoría de la muerte, aquí puntualmente del martirio expresado en la corona, y de la resurrección; la vida eterna, la venera y las palomas, y la Pasión de Cristo, la cruz- construyen el relato. En el muro izquierdo, desde el ingreso hacia al ábside se representan variados milagros y algunas parábolas en el siguiente orden: - El paralítico de Betsaida ya curado lleva sobre sus hombros el lecho, -La curación del obseso, -El paralítico de Cafarnaúm, -Cristo separa las cabras de las ovejas, -La limosna de la viuda, -El fariseo y el publicano en el templo -La resurrección de Lázaro, -La samaritana en el pozo, -La curación de la hemorroisa , -La curación del ciego de Jericó, -La vocación de Pedro y Andrés, -La multiplicación de los panes y los peces, -Las bodas de Caná. Cada una de las escenas está enmarcada lo que produce un aislamiento visual subrayado además por el quiebre secuencial producido por la inclusión del motivo ornamental. La selección de episodios parece regirse por fuentes litúrgicas que privilegiarían algunos hechos de la vida de Cristo y no por un interés en desarrollar un discurso narrativo 8. De todos modos podemos agrupar los milagros de acuerdo con sus particularidades: -exorcismos: la curación del obseso -curaciones: el paralítico de Betsaida; el paralítico de Cafarnaúm; la curación de la hemorroisa; la curación del ciego de Jericó. -resurrecciones: la resurrección de Lázaro. - manipulaciones de objetos: multiplicación de los panes y los peces; las bodas de Caná. En ellos aparece la figura de un Jesús joven presentado como en las primeras imágenes cristianas aunque portando un nimbo crucífero que alude a su Pasión y realizando determinadas 8 Ibidem A. Grabar, pp. 99-100. acciones9. La vara, atributo de su poder taumaturgo, desaparece y su mano, ya sea por imposición o por un gesto indicial, se convierte en el instrumento del milagro. Por otra parte, este Cristo aparece representado en cada una de las escenas de manera frontal o ligeramente de soslayo estableciendo un diálogo con otros personajes como en la curación del ciego de Jericó o con el fiel en la multiplicación de los panes y los peces. Ya no es una figura que se separa, pensemos en la distancia que impone el cayado entre la divinidad y los hombres, sino un Cristo hombre entre los hombres. Conclusión Cabría pues preguntarnos por qué los imagineros cristianos eligieron presentar a Cristo como un taumaturgo. En las primeras imágenes hacia el año 200 ubicadas en los espacios de enterramiento, Cristo aparece representado con distintas formas alegóricas, el Buen Pastor, el filósofo o maestro y el taumaturgo. Si bien los rasgos individuales son mínimos y se privilegian sus acciones, en el caso del taumaturgo el “hacer milagros”, le confiere una imagen más personal, lo acerca a los fieles. El hecho de otorgarle una apariencia joven busca entablar una relación de empatía, basada en la emotividad. Esta imagen al igual que la del pastor responde a una religiosidad popular10. En el siglo IV luego del Edicto de Tolerancia la imagen de Cristo se acercará cada vez más a la figura imperial. Una maiestas Christi que toma los atributos de la maiestas domini ocupará los espacios litúrgicos más importantes, los paños murarios y los ábsides de las iglesias. La exaltación de Jesús a partir de la simbología imperial tiene como fundamento una elaboración filosófica-teológica; la imagen entonces revelaría una construcción doctrinal, su mensaje se dirigiría a un público más amplio, letrados e iletrados que en mayor o menor grado accederían a su comprensión. 9 En el muro derecho donde están ubicadas escenas de la Pasión y la Resurrección, Cristo aparece representado como un hombre mayor, barbado y con nimbo crucífero. Los temas siguen un orden cronológico pero se suprimieron ciertos episodios especialmente relevantes como la Anunciación, la Natividad y el Bautismo entre otros. Ibidem A. Grabar, p. 99. 10. R. M. jensen, Understanding Early Christian Art, Londres/Nueva York, Routledge, 200, p. 200. El hecho de que la figura del taumaturgo siga vigente y ocupe como en san Apolinario Nuevo el espacio eclesial, pone de manifiesto la pervivencia de una imagen que recurrentemente reiterada trascendió los espacios funerarios. Tan sólo su vara mágica desaparece para ser reemplazada por su mano, instrumento de su capacidad de realizar milagros. Pues bien, en la tardía antigüedad se elaboró un repertorio iconográfico que puso en imágenes la teología de la Encarnación y además resolvió visualmente la problemática de la imagen y la semejanza planteada desde san Pablo hasta Agustín. Hasta aquí hemos esbozado como los imagineros medievales intentaron poner en imágenes la historia sagrada y sus fundamentos doctrinales. En cuanto la imagen reenvía no sólo a una pluralidad de textos sino también de imágenes materiales y mentales, de sistemas simbólicos e ideológicos, se nos presenta siempre como una constelación de sentidos, una red de significaciones. Pero además si se enfrenta a una problemática nodal como es la de la singularidad, podemos decir haciendo nuestro el concepto de Pierre Francastel10 que las imágenes son actos de pensamiento y que los procesos formales no están restringidos a un discurso o a doctrinas preelaboradas sino que significan y participan en la producción del sentido. El Cristo taumaurgo no sólo significó sino que traspasó su primer sentido y se instaló en la centralidad del discurso. 10 Vide P. Francastel, La figura y el lugar, Barcelona, Monte Avila Editores, 1888; La realidad figurativa, Barcelona, Paidós, 1998.