Secando el agua Eran las nueve y diez de un jueves cuando decidí nacer. Me parecía bien nacer ese día con un cielo azul, sin nubes y el viento moviendo las hojas de las palmeras. Además, tenía muchas ganas de ver la cara que pondría mi madre al verme aparecer con aquellos tres pelos, todo mojado y desnudo ¡Qué susto se iba a llevar! Lo primero que hice nada mas nacer fue llorar fuerte y darles un susto a todos los médicos que casi no se caen al suelo, tendrías que haberles visto. Pero pronto sus caras cambiaron y se pusieron muy serios. Mi mamá también me miraba seria y eso me puso triste ¿Qué estaba pasando? ¿No querían verme? ¿Tan feo era? ¿Qué pasaba? Pero yo no quería que nadie estuviera triste, tenían que estar contentos, ya había nacido, ya estaba aquí. Tenía que hacer algo para que volvieran a reír y se me ocurrió estirar los brazos. Primero el brazo derecho, lo levanté todo lo alto que pude, casi toco las gafas de la enfermera, luego el izquierdo cogiendo la oreja de mi padre y la apretaba entre mis dedos. Eso me hizo reír y a todos. Intenté luego mover una pierna pero no podía, quería dar una patada, estirar el pie pero no sabía cómo, con lo fácil que fue hacerlo con los brazos. Debe de ser que como nací tan temprano, esa pierna aún estaba dormida. Me dije, voy ver si la otra ya se despertó. Entonces con una enorme sonrisa, con los brazos abiertos, volví a intentar dar una patada con la otra pierna, pero tampoco sabía cómo. Miraba hacia abajo y veía mis muslos gorditos, mi pequeña rodilla, mis pies tan diminutos que casi no veía los dedos. Esperé un ratito y nada. ¿Qué pasa, también llega tarde la otra pierna? Quizás este dormida, luego las despierto ahora sólo quería abrazar a mi mamá que me miraba con agua en los ojos pero sentía tanto amor por mi llegada que no le importó que mis piernas no estuvieran despiertas aún. Me abrazó, me llenó de besos, me acarició, me repitió mil veces mi nombre, me lo iba a desgastar. Estar en su pecho era maravilloso, sabía que nunca estaría sólo, que nunca pasaría frío, que nunca me faltaría su cariño, que todo mi mundo estaría siempre donde ella estuviera. Cuando me miraba me daba tranquilidad. Y así fueron pasando los días, y mis piernas seguían dormidas, vaya par de piernas dormilonas. Con mis padres hacíamos un juego todos los días, ellos las cogían para despertarlas y yo les sonreía para que no se aburrieran, aunque cada día que pasaba, sabía que mis piernas no se iban a despertar. Pero a mí no me importaba, mientras mis padres me llenaran de besos, me animaran, me acariciaran, me contaran cuentos, me llevaran de paseo. Para qué quiero las piernas si sentado es más cómodo. Me iba haciendo mayor y cada vez pesaba más y mi madre no tenía muchas fuerzas en sus brazos, y eso la ponía triste y le volvía el agua a los ojos. Me preguntaron si quería una silla con ruedas. Iría sentado a todos sitios, mientras los demás estaban de pie. Les dije que sí, claro, siempre de pie, en la guagua, en el tranvía, buff que fastidio. Un día fuimos a una casa donde había muchos más niños con piernas dormidas y entonces todo cambió. Conocí a muchos amigos, jugábamos a escribir cuentos, a video juegos y las horas se pasaban volando, o mejor dicho rodando, porque también jugábamos a la pelota, a básquet en silla de ruedas. ¡Guau, qué gran descubrimiento! mis brazos tiraban tan alto la pelota que siempre la metía en la canasta. Me encantaba ir a jugar con mis amigos. Un día al salir del colegio, mientras esperaba que viniesen a buscarme, oí un pequeño lamento. Parecía un bebe llorando. Busqué en todas las direcciones y allí lo ví, estaba detrás de una caja de cartón, apenas se distinguía. Al principio no sabía lo que era, una bola, un papel arrugado, un trozo de tela usado, ¿Qué era aquello que lloraba de ese modo tan triste? ¿Por qué estaba tirado en el suelo al sol? ¿Sólo yo oía su llanto? Pero no había nadie cerca, así que puse encima de mis piernas dormidas la mochila, quité el freno de la silla y me acerqué a ver que era aquello. A medida que me aproximaba, más escuchaba su lamento, pero ya no parecía un niño pequeño ¿qué era? De repente, algo se movió detrás de una caja, es una oreja, sí, sí, un oreja de perro. Apreté mis puños lo más fuerte que pude y allí estaba. Cuando me vio movió con más fuerza su cabeza, que golpeaba una lata vacía. Hacía un ruido similar a un Clin, clin, clin. ¿Dónde está tu mamá? ¿Quién te ha dejado aquí solo? Lo llamé, le hice gestos para que se acercara, le decía que yo no podía, que mis piernas no se despertaron cuando nací. Entonces levantó su pequeño cuerpo con sus dos patitas delanteras, y arrastrándose consiguió moverse un poco hacia a mí. A él tampoco se le despertaron sus patitas traseras. Mis ojos se llenaron de agua, como cuando mi madre me vio por primera vez. Alargué mis brazos y lo cogí, lo abracé, lo besé, lo acaricié y le repetí su nombre, CLIN, CLIN ¡que guapo eres! ven conmigo, te cuidaré, te daré cariño, ¿porqué te dejaron aquí tirado? ¿ no te cuidaron como a mi? te haré una silla de ruedas para que veas lo cómodo que estarás y que no tengas que arrastrarte más por el suelo. CLIN se hacía mayor, sus patas delanteras eran tan fuertes que jugábamos a hacer carreras en sillas de ruedas, lástima que no pudiera jugar al básquet conmigo. CLIN se convirtió en mi mejor amigo, inseparable, siempre estábamos juntos. Dábamos largos paseos junto al mar, hablábamos, bueno, hablaba yo, que CLIN no podía, aunque me entendía como si fuera un humano y yo lo entendía a él. Estamos tan unidos que hay veces que solo con mirarnos ya sabemos lo que vamos a hacer. Que bueno es tener un amigo igual que tu, que te quiera desde el corazón, que no le importe si vas en silla de ruedas o en monopatín, que si eres feo o guapo, que si eres gordo o flaco, que si puedes ver o no, que si puedes oír o no, que sabe estar siempre a tu lado, que necesita tanto de tu compañía como tu la de él, y que aunque pasen los años siempre estará animándote, llenándote de besos, abrazándote y secando el agua de tus ojos.