Las hipótesis secularistas en Bioética. Una presentación crítica. En

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El punto de vista de las hipótesis secularistas en bioética. Una presentación crítica.
Antonio Pardo
Departamento de Bioética. Universidad de Navarra.
Publicado en Polaino A., ed. Manual de Bioética general. Madrid: Rialp, 1994; pp. 162175.
Introducción
Entre las diversas corrientes que pueden distinguirse en la bioética, hay una que podríamos denominar con el término de bioética secularista o secular. Su nota distintiva
consiste en partir de un planteamiento secular, es decir, no religioso, de las cuestiones
bioéticas. Sería algo así como el equivalente, en el terreno de la bioética, a lo que, en
Ética, se ha dado en llamar ética secular o civil.
Para poder comprender el porqué de la bioética secular, resulta imprescindible hacer
una incursión previa en los planteamientos que le sirven de marco histórico e ideológico. Para ello examinaremos en un primer apartado los orígenes históricos del término
bioética, junto con las implicaciones ideológicas que conlleva. En el apartado siguiente
estudiaremos la evolución que experimentó el concepto inicial de bioética. En un tercer
apartado estudiaremos las notas distintivas de las éticas secularistas que, al combinarse
con los planteamientos bioéticos, darán origen a la bioética secular. En esta última examinaremos sus presupuestos fundamentales y los principios que propone para regular la
vida humana.
Esta exposición no será neutral, sino crítica. En cada apartado iremos observando las
dificultades que tienen los planteamientos bioéticos, tanto en sus orígenes como en las
últimas consecuencias de la bioética secular. Un último apartado, en este enfoque crítico, nos permitirá examinar las causas del auge experimentado por la bioética no secular,
es decir, por la Bioética, entendida como ética aplicada a los problemas biomédicos, y
algunas otras reflexiones finales.
Los inicios
El término bioética es empleado por primera vez por Potter en su obra Bioethics:
Bridge to the future (1971), y surge dentro de un contexto utilitarista (1). En esta obra,
se define la bioética como la parte de la biología que se ocupa de emplear los recursos
de las ciencias biológicas de modo que se obtenga, con su uso correcto, una mejor calidad de vida.
La nueva disciplina que surgía con esta definición fue bien acogida por los médicos y
los científicos que se ocupaban de los problemas biomédicos y, en general, por la mentalidad occidental moderna. La razón de tan benévola acogida reside en buena parte en
la difusión alcanzada por el prejuicio cientifista (2). Cuando se mira la realidad a la luz
de dicho prejuicio, es fácil afirmar que no existe más conocimiento verdadero que el que
proporciona el método científico experimental.
Aunque, a nivel popular, dicho prejuicio no tiene formulaciones estrictas, suele ser
comúnmente aceptado. Sin embargo, a nivel científico, no pueden permitirse prejuicios
de este tipo si no hay razones que los avalen. Estas razones suelen reducirse, por lo general, a una, que podría expresarse como sigue: mientras que la filosofía y la ética han
estado durante siglos defendiendo teorías cambiantes, sin que ninguna hipótesis ética
haya tenido más permanencia o solidez que las demás, en el campo del conocimiento
científico el panorama es muy distinto. Los conocimientos científicos, aunque cambiantes, se modifican siguiendo una línea de claro progreso. Los conocimientos científicos nuevos vienen, no a sustituir, sino a matizar y completar la escena de los conoci-
mientos anteriores. En suma, la ciencia experimental muestra un progreso continuado y
una relativa firmeza en los conocimientos adquiridos, cosa que no acontece en ninguna
filosofía.
Apoyándose en esta evidencia del progreso científico y de las disputas filosóficas, la
mentalidad moderna tiende a aceptar lo conocido por la ciencia experimental sin apenas
una apreciación crítica, a pesar de lo deseable que sería en tantas ocasiones. Una vez
aceptado este principio de supremacía de la ciencia sobre otros modos de conocimiento,
parece razonable que se empleen esos firmes conocimientos que la ciencia proporciona,
en función de la utilidad del hombre. Y esto es lo que pretende, en último término, la
bioética de Potter.
Sin embargo, también esta función ha de realizarse siguiendo un planteamiento que
sea “científico”. A lo que parece, el procedimiento que mejor consigue emplear con rigor estos conocimientos científicos es el utilitarismo (3). Esta doctrina ética procede de
J. Bentham. Su formulación clásica es asequible y atrayente: debe buscarse el mayor
bien para el mayor número de personas. La razón de su atractivo para la mentalidad moderna reside en que, como el resto de la ciencia experimental, puede aplicarse de modo
riguroso, pues admite la cuantificación y medida exactas de los bienes o perjuicios que
se producen.
El Estado moderno ha encontrado en el utilitarismo una doctrina ética capaz de permitirle organizar de modo “científico” el tejido social. Por primera vez en la historia,
gracias a la distribución de recursos que realiza el Estado moderno, por medio de los
sistemas de seguridad social, el ciudadano tiene garantizados casi todos los bienes necesarios, y buena parte de los superfluos: es la aportación del moderno Estado providencia.
No cabe duda de que este modo de organizar la sociedad ha producido sus ventajas.
La mayor de ellas quizá sea la de haber permitido liberar al hombre –en gran parte con
ayuda de la técnica– de muchas de las actividades necesarias para la vida. Antes de la
llegada de la tecnología moderna, las actividades inmediatamente necesarias para la supervivencia consumían la mayor parte de las horas de trabajo de los hombres. En la actualidad, el hecho de que el hombre se halle liberado de dichas actividades necesarias
posibilita el desarrollo de un potencial humano que, de otro modo, se vería abocado a
realizar solamente esas tareas inmediatamente necesarias para la vida (4).
Su principal inconveniente reside, sin embargo, en la mentalidad consumista que el
utilitarismo ha logrado producir en Occidente. La mentalidad utilitaria extrapola la liberación operada respecto a buena parte de las actividades inmediatamente necesarias para
la vida a otros muchos ámbitos de la actividad humana. Así, del mismo modo que se
produjo la liberación y la satisfacción de muchas necesidades humanas, la mentalidad
consumista interpreta que tal liberación y satisfacción se ha de dar en todos los demás
ámbitos. De este modo, y al filo de esta extrapolación, el hombre contemporáneo pasa a
considerar como necesarios bienes que son en realidad superfluos y de lujo: es la sociedad opulenta.
Simultáneamente que esta extrapolación se aplicaba de modo utilitarista a las ciencias de la salud, emergía el concepto de calidad de vida: un conjunto de medidas cuantificables, capaces de medir el grado de bienestar de los enfermos. La calidad de vida es,
para la mentalidad moderna, un bien de consumo más, que la tecnología se encarga de
facilitar al hombre. Y la calidad de vida –no se olvide– es un objetivo básico, el primero
en la historia de la bioética, según la acepción que le da Potter.
Este planteamiento utilitarista de la bioética tiene, sin embargo, dos serios inconvenientes.
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El primer inconveniente consiste en que es erróneo el prejuicio cientifista en que se
basa. Aunque según las apariencias se afirme que la ciencia es el único modo de conocimiento fiable, si se mira la realidad con serenidad, aparece como algo muy distinto. El
hecho de que existan opiniones éticas contrapuestas es, obviamente, indudable. Pero lo
erróneo es deducir de la multiplicidad de opiniones existentes que ninguna tiene razón,
enajenando toda credibilidad en la filosofía y en la ética (5). En caso de que existan opiniones contrapuestas, lo correcto consistiría en intentar averiguar qué opinión es verdadera y cual es falsa, y no en descalificar a todas sumariamente.
Podría argumentarse, incluso, que la multiplicidad de opiniones en ética y filosofía es
manifestación de que existe un punto de referencia fijo alrededor del cual especulamos.
El utilitarismo cientifista, sin embargo, niega que exista dicho punto de referencia en
relación con el razonamiento filosófico.
El segundo inconveniente consiste en la misma limitación intrínseca del planteamiento utilitarista. En efecto, la búsqueda del mayor bien para el mayor número limita la
idea de bien a un tipo de bienes muy concreto: los bienes mensurables y capaces de ser
distribuidos. Dichos bienes, claro está, son solamente materiales.
La pretensión del mayor bien para el mayor número se convierte así en el mayor placer para el mayor número, pues la única bondad material cuantificable consiste en poder
causar placer: el utilitarismo es, según esto, necesariamente hedonista (3).
Y del hedonismo se pasa al subjetivismo. En efecto, cada cual prefiere un placer en
particular respecto de otros, y tal preferencia no tiene por qué ser generalizable a todos
los hombres. Lo bueno –que aquí equivaldría a lo agradable– sería, por tanto, algo que
cada individuo decidiría por sí mismo (2). Pretender decir a otra persona qué es lo realmente agradable y bueno, a partir de estos presupuestos, no tendría sentido.
A pesar de estas debilidades intrínsecas, el planteamiento utilitarista de la bioética es
algo que ha arraigado, de forma que las valoraciones utilitaristas son un lugar común en
las obras de consulta. Dentro de la corriente secular también se encuentran planteamientos utilitaristas, de raíz cientifista, que serían inexplicables sin acudir al origen
histórico de la bioética.
El desarrollo
La perspectiva utilitarista de la bioética tuvo un desarrollo histórico lógico con la
aparición de la sociobiología y de las nuevas corrientes en bioética (1). En este desarrollo se integran los planteamientos cientifistas-utilitaristas (que acabamos de ver en el
apartado anterior) con una visión unitaria del hombre. Los iniciadores, por citar sólo algunos destacados, de esta nueva corriente son Wilson, con su obra Sociobiology: The
New Synthesis (1975) y Dawkins con su obra The Selfish Gene (1976).
Estos autores se plantean el estudio integral del hombre desde el punto de vista científico, pues aceptan la supremacía de la ciencia a la hora del conocimiento riguroso de la
realidad. La bioética, según ellos, sería la disciplina que estudia la conducta humana
desde un punto de vista científico.
Estas obras de bioética tienen el mérito de englobar la conducta humana entre los fenómenos que han de estudiarse por medio de la ciencia (2). Antes de ellas, el comportamiento humano era un elemento extraño en los tratados que estudiaban al hombre.
Mientras que todos los otros fenómenos humanos han sido perfectamente estudiados y
analizados desde el punto de vista científico, o al menos así lo parecía, el estudio de la
conducta aparecía ante los expertos de la bioética como un elemento extraño.
Esta aportación es debida a la psicología, que admite como base de su trabajo no sólo
datos empíricos, sino también hechos de conciencia no directamente objetivables. Por
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esta causa, las nuevas corrientes de la bioética consideran que la psicología participa de
la aparente indefinición que poseen la filosofía y la ética. La psicología, que parece ser
un cuerpo extraño dentro de la ciencia, tiene que ser reducida, según estos autores, a meros conocimientos científicos, es decir, a sólo los obtenidos a partir de los fenómenos
empíricos.
El modo en que la bioética llevó a cabo esta reducción del estudio de la conducta al
nivel de lo “científico” supuso varias transformaciones con respecto al modo clásico de
concebir al hombre. Aunque los diversos autores discrepen en cuestiones de detalle, podrían enunciarse tres transformaciones básicas, en las que todos coinciden.
La primera transformación consistió en reducir la naturaleza humana al conjunto de
propiedades que caracterizan el cuerpo humano. La conducta, por tanto, debería ser reducida, según esta hipótesis, al conjunto de mecanismos orgánicos conocidos por la
biología. Hablar de naturaleza humana después de esta reconducción, no pasaría de ser
un modo de hablar, un prejuicio proveniente de épocas en que la ciencia aún no estaba
desarrollada y no conocía los mecanismos que producen la conducta humana. Según
estos autores, en la conducta humana sólo habría biología, moléculas y propiedades
científicas.
La segunda transformación, íntimamente implicada con la anterior, consistió en limitar los objetivos de la conducta humana a la exclusiva utilidad biológica. Según esto,
el hombre se comporta como lo hace debido a que esa conducta es la que permite una
mayor supervivencia de la especie. Así, la conducta benéfica debería poder explicarse en
términos de altruismo biológico, que reportaría algún bien para la especie. En algunos
casos la utilidad biológica del comportamiento es evidente, como sucede con el cuidado
de la prole mientras que ésta no es capaz de valerse por sí misma. Pero, en otros casos,
no está tan claro, siendo necesarios nuevos estudios para clarificar la utilidad biológica
de dichos comportamientos.
La tercera y última transformación consistió en rechazar el concepto de naturaleza
humana como algo invariable. Estos autores son partidarios del evolucionismo biológico, que se produciría como consecuencia de mutaciones al azar y de la selección de las
más aptas. Si la conducta humana tiene su fundamento en la biología, la conducta deberá estar también sujeta a las leyes del evolucionismo. Por consiguiente, consideran como
algo inadmisible el hablar de la naturaleza humana como un punto de referencia fijo al
que remitir todo criterio de bondad o maldad de las acciones. Considerar que hay una
naturaleza igual para todos los hombres sería, según ellos, un prejuicio que hay que superar.
El comportamiento humano constituye, por tanto, un nuevo estadio, avanzado, de la
evolución biológica: las condiciones que mueven la evolución son las que fomentan un
determinado tipo de conducta humana. Mientras que en el resto de los animales la evolución biológica se ha detenido una vez que se han producido las adaptaciones biológicas al medio, en el hombre el proceso evolutivo continúa y se prolonga a través de la
evolución de la conducta, aunque movido, lógicamente, por los mismos condicionantes
que la evolución de los demás animales, pues, a fin de cuentas, la conducta humana sería también algo sólo biológico. En esta teoría se incluyen las variaciones de conducta,
determinadas genéticamente, y la supervivencia de los genes que condicionen las conductas más adecuadas al medio.
Este planteamiento bioético biologista y evolucionista ha tenido mucha aceptación, y
ha proporcionado también una serie de tópicos que, con frecuencia, se suelen barajar en
los libros de bioética.
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Dificultades de la bioética biologista
La bioética biologista, a pesar del indudable mérito de intentar una explicación integral del hombre desde el punto de vista de la ciencia experimental, tiene también inconvenientes insolubles.
El primero y fundamental es que la bioética así concebida niega la experiencia de la
libertad humana (1, 2). En efecto, si se admite que el hombre es el resultado de un conjunto de fenómenos biológicos, en los que rigen unas leyes constantes, la conducta humana forzosamente ha de ser un producto necesario de la biología humana. Por eso, la
experiencia de la libertad sería una mera apariencia. La conducta humana, según esto,
sería el producto que resulta de instintos genéticamente codificados, de los condicionamientos ambientales y de las experiencias previas, pero sin por ello dejar lugar a la originalidad que supone el ejercicio de la libertad.
Obviamente, los partidarios de esta postura se dan cuenta de la dificultad en que incurren e intentan soslayarla. En algunos casos, este intento de salvar la libertad les lleva
a una simple contradicción: afirmar, por una parte, que el comportamiento humano es
sólo biología y afirmar, por otra, que somos libres. En otros casos, se intenta afirmar la
libertad explicándola como un resultado que sobrepasaría la propia biología que la produce, aunque tendría en ésta su explicación más completa (6). Esta afirmación relega a
un segundo plano la contradicción básica entre determinismo biológico y libertad, sin
resolverla. Es como si manifestase un cierto reparo en hablar abiertamente de alma, espíritu y libertad en el contexto cientifista en que surge (7).
El segundo inconveniente de la bioética biologista radica en la evidencia de que hay
comportamientos humanos que no tienen ninguna utilidad biológica. No cabe duda de
que esta bioética aporta tesis explicativas sugerentes, como las que convierten las relaciones de amor maternal en términos de utilidad biológica para la supervivencia. Sin
embargo, es evidente que hay comportamientos humanos que no tienen ninguna utilidad
biológica para la especie, ni fomentan la reproducción del gen egoísta que codifica el
comportamiento altruista (8). Intentar reducir el arte o el cuidado de los ancianos a utilidad biológica es forzar los datos de la experiencia.
Por tanto, si hay conductas humanas que no se pueden relacionar directamente con la
utilidad biológica, la suposición más correcta será que dichas conductas tienen su origen
en algo del hombre que no es biológico. Nuevamente parece que intentar hablar de conducta humana sin hablar de alma, espíritu y libertad es un reduccionismo inaceptable.
El tercer inconveniente de la bioética biologista que podemos mencionar aquí se refiere al modo de explicar el evolucionismo, hipótesis que esta bioética integra en su explicación del hombre. Es indudable que el evolucionismo biológico es la única hipótesis
científica admisible acerca del origen de las especies, pues es la única que da razón de
los hechos observados: todo ser viviente procede de otro por generación (no se ha podido observar la generación espontánea) y, si se mantiene que las especies han sido siempre las que ahora se observan, existen restos fósiles inexplicables.
Pero intentar explicar este evolucionismo en términos de variaciones al azar y selección de las más aptas –sin intervención de otros factores, como se ha hacho desde la filosofía– es lanzar bombas de humo cientifistas sobre un asunto que ha merecido una
gran atención y estudio desde puntos de vista no estrictamente empíricos. De hecho,
desde el punto de vista rigurosamente científico caben serias objeciones al evolucionismo, entendido éste como resultado de variaciones azarosas y de la selección natural.
Así, la frecuencia espontánea de mutaciones es tan baja que, si la evolución depende
sólo de la aparición de nuevos caracteres genéticos, no ha dado tiempo en toda la historia del mundo a que se produzca absolutamente nada. Por otra parte, las mutaciones es-
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pontáneas no suelen aportar nada nuevo y, si aportan alguna novedad, casi siempre suele
ser una variación letal. Además, las mutaciones no aparecen al azar, sino que su frecuencia depende de la estructura genética en la que recaen. Por último, podríamos mencionar que la hipótesis de variaciones al azar y selección de las más aptas produciría una
evolución gradual y constante, mientras que los fósiles muestran épocas muy largas de
estabilidad que alternan con otras épocas de más breve duración en las que se dan grandes cambios.
Existen, en suma, razones suficientes para rechazar con garantías el evolucionismo
entendido como resultado de variaciones al azar y de la selección de las más aptas. En
todo caso, se producirá la muerte o la falta de reproducción del individuo en que se produce una mutación letal. Sin embargo, el estudio de las causas de la evolución biológica,
entendida ésta como adquisición de caracteres nuevos y progreso biológico, es patrimonio de la filosofía y no de la ciencia experimental (2).
Esta conclusión es perfectamente concorde con la inutilidad biológica de muchos
comportamientos humanos. Si no hay selección natural de las conductas más aptas para
la supervivencia, entonces no toda conducta humana ha de tener utilidad biológica. Esto
quiere decir que el origen de esta conducta que no adapta al medio ambiente no puede
ser biológico: nuevamente aparece la espiritualidad humana como única hipótesis válida.
Y si la conducta humana no es debida a la selección natural del comportamiento más
apto para sobrevivir, el lenguaje humano que se refiere a lo bueno y a lo malo no es una
mera convención, sólo útil cuando no existan conocimientos científicos suficientes acerca de la conducta humana. El contenido ético del lenguaje humano tiene, por tanto, un
significado objetivo, por lo que cabe buscar la verdad en lo que se refiere a la ética. Este
lenguaje ético, por consiguiente, no es una mera apariencia que la ciencia debería encargarse de desvanecer, como pretende la bioética biologista.
De modo coherente con el reduccionismo en el que se ha instalado, la bioética biologista suele acusar a la ética de “especiecismo”. Esta acusación se fundamenta en que situar nuestras preferencias en la especie humana por encima de otras especies biológicas
es una preferencia injustificada o, a lo más, justificada sólo por el hecho de que quien
realiza sus preferencias pertenece a la especie humana. Sin embargo, vista esta preferencia con ojos “científicos”, no existen razones válidas para preferir una especie a otra.
Este “descubrimiento” del especiecismo trae como consecuencia la extensión del altruismo biológico a todo ser viviente. La bioética biologista, al negar las cualidades específicamente humanas, reconstruye los deberes del hombre para con los demás animales.
Sin embargo, dado lo erróneo que es reducir el hombre a pura biología, resulta coherente afirmar que la ética debe ser “especiecista”. El hombre tiene algo más que biología
y, por tanto, hay algo en él que permite preferirlo por encima del resto de los seres biológicos.
La ética secular
El punto de partida de la ética secular, que también ha servido de base a la bioética
secularista es, fundamentalmente, político y no propiamente ético. El objetivo que persigue la ética secular es conseguir una serie de medidas que sean aceptables por la generalidad de las personas. Para conseguir esas medidas sean aceptables por todos los implicados en las decisiones públicas, o al menos por la mayoría, la ética secular admite
como presupuesto previo que la sociedad occidental en que vivimos es pluralista (9).
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Para la ética secular, pluralismo significa la existencia de múltiples posturas irreconciliables acerca de lo que es lo bueno. En estas circunstancias, a lo más que se podría
llegar –siempre que se intente un acuerdo– es a afirmar que no existe tal acuerdo.
Junto con este presupuesto, a todas luces evidente en algunos países occidentales,
suele ir otra afirmación más discutible: previamente a esta situación de pluralismo ético,
habría habido en Occidente una coherencia monolítica en lo que respecta a los principios morales. El cristianismo habría sido, durante siglos, esa opinión ética indiscutida e
indiscutible hasta que la época moderna, con su defensa de las libertades, habría permitido el desarrollo del pluralismo en la sociedad occidental.
Junto con el panegírico de las libertades que la modernidad ha traído consigo, la ética
secular suele realizar una detracción, más o menos solapada, de la Iglesia católica, responsable de la ética cristiana, que, en su opinión, dominó la escena anterior a la época
moderna. En algunos casos, esta detracción llega a burdas falsedades históricas, cayendo
en tópicos trasnochados sobre la Inquisición y el caso Galileo.
Según la ética secular, el cambio que se ha producido en Occidente habría partido
desde una ética religiosa, pacíficamente admitida, a una situación de franco pluralismo.
Este cambio de coordenadas –desde una situación de dominio religioso a un pluralismo
sin predominio de ninguna ética religiosa– es el que ha proporcionado a esa ética el
apelativo de “secular” o “civil” que, precisamente, intenta implantarse en el seno del
pluralismo.
A pesar de la claridad de este planteamiento, los intentos de elaboración de una ética
secular o civil suelen tener una nota común: dedicar buena parte de sus argumentos a
atacar la ética cristiana, a pesar de que la misma ética secular manifieste que la ética religiosa está en retirada, desbancada por el pluralismo ético (9). ¿Por qué, entonces, ese
ataque? Tendremos ocasión de estudiarlo.
A pesar de esta curiosa ambigüedad (ataque a la ética cristiana después de afirmar
que está en retirada), la ética secular afirma con constancia que el proceso de secularización de la sociedad occidental es un hecho inevitable e incontrovertible. El ejemplo
histórico que suele aducir es la actual sociedad anglosajona. Según una interpretación
frecuente, Lutero habría sido, más que el provocador de la descristianización y secularización del Occidente cristiano, el abanderado de una corriente histórica que se ve como
un proceso necesario e independiente de las personas.
Para poder ofrecer una ética coherente a la actual sociedad pluralista, la ética secular
aporta como único remedio una solución política: intentar armonizar las distintas posturas discordantes (10). Para llevar a cabo esta armonización, el procedimiento más apto
sería el democrático. Por medio de la votación llegaríamos a un acuerdo sobre los mínimos éticos que deberían regir en la sociedad, a la hora de decidir medidas de política
pública.
De este modo, se da una solución política a un problema ético. Sin embargo, tanto el
resultado político como las medidas que se adopten por decisión democrática, también
constituyen una postura ética. Como es lógico, dada la discordancia de opiniones éticas,
se tratará de una ética minimalista, pues el común denominador entre posturas muy discordantes es necesariamente muy reducido.
A pesar de que el resultado minimalista sería el único que cabría esperar de la ética
secular, la realidad es bien distinta. La ética que se denomina secular es normalmente
una ética progresista, que intenta romper con la tradición ética occidental. Esta ruptura
sistemática con la tradición es la que explica sus ataques al cristianismo y, especialmente, a la Iglesia católica, pues ésta es la principal institución que ha defendido y defiende los valores morales clásicos en la sociedad occidental.
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La razón de este progresismo y de la consiguiente ruptura con la tradición ética occidental, hay que buscarla en el utilitarismo que subyace en el fondo de la mentalidad moderna. La mentalidad utilitarista no sólo ha influido en los planteamientos de las ciencias
de la salud, dando origen a una corriente muy concreta de bioética, sino que ha influido
también en el resto de la sociedad. Debido a esta influencia, es lógico que puedan encontrarse los planteamientos del utilitarismo fuera de la bioética utilitarista, ya comentada.
Para dar un mayor alcance a las ideas utilitaristas, la ética secular se ampara en el
propio mecanismo democrático que le sirve de medio para extraer sus conclusiones ético-políticas seculares. Según este mecanismo democrático, por medio de la votación se
pondrían de manifiesto las preferencias de los ciudadanos, sea dentro de un comité de
ética, sea dentro de un organismo público cualquiera. Estas preferencias no podrían albergar la pretensión de ser universales, pues, dentro del mecanismo democrático, no se
puede atribuir a una postura más peso que a otra. A excepción del mayor número de
votos, no hay nada en un mecanismo de votación que permita hablar de verdad o falsedad de una postura ética.
Por tanto, el relativismo, con el consiguiente subjetivismo, aparece como un elemento intrínseco de la ética secular. Por otra parte, este relativismo y este subjetivismo
se adaptan sin problemas al utilitarismo que late en la sociedad occidental, pues, como
ya vimos, el utilitarismo es, por su propia naturaleza, subjetivista.
Debido al subjetivismo que late soterrado en el mecanismo democrático, ni siquiera
la obtención de mayoría en una votación es garantía de verdad ética. Por tanto, la opción
utilitarista –una postura que es con frecuencia minoritaria en las votaciones– suele aducir que intentar imponer la voluntad de la mayoría significa oprimir a la minoría derrotada por los votos.
Por esto, quienes defienden posturas utilitaristas minoritarias arguyen que su opción
debe ser protegida, a pesar de que todos los demás opinen lo contrario. Impedir la opción utilitarista (y hedonista) en una política oficial sería, a sus ojos, hacer revivir antiguas opresiones, similares a las que ejercía el cristianismo, cuando, con su poder, era
capaz de reprimir estilos de vida que se consideraban oficialmente desviados (11).
De este modo, la mentalidad utilitarista, confundida con los planteamientos de la ética civil, ha conseguido hacer respetar en Occidente, más allá de lo ordinario, el comportamiento homosexual, el aborto, y otras posturas hedonistas inicialmente minoritarias.
Sin embargo, el empuje de esta ética ha llegado más lejos. En buena lógica, una vez
ha conseguido que se respeten las posturas minoritarias, no existe ninguna razón para
que no se les dé el mismo rango que a las demás posturas éticas, “oficialmente” vigentes. Por tanto, de la tolerancia respecto de ciertas posturas extremas se ha terminado por
afirmar el derecho de los ciudadanos a practicar conductas que hasta hace poco eran
consideradas aberrantes.
Amparado en unas formas democráticas que le han servido de punto de apoyo, el utilitarismo hedonista ha ido calando en la política occidental, hasta lograr imponer sus
criterios de bondad a toda la sociedad. Es evidente, a poco que se examine la cuestión,
que la ética secular incurre en contradicción interna y exige una petición de principio.
La ética secular afirma inicialmente, en efecto, que ninguna postura ética se puede
arrogar la pretensión de ser más verdadera que otra, y que las medidas de política pública han de confiarse a una votación democrática. Sin embargo, a la hora de la verdad, los
partidarios de la ética secular defienden acérrimamente la aplicación de una escala de
valores utilitarista y hedonista. La contradicción es aquí patente.
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La ética secular juzga, además, como obsoleta y opresiva la ética tradicional y cristiana de Occidente. Sin embargo, para elaborar este juicio, todo su apoyo es la ética utilitarista que ella misma trata de imponer. En efecto, a la luz de la ética utilitarista, la ética cristiana clásica se encuentra como un elemento extraño, que se podría calificar incluso de irracional, en tanto que no participa de la visión cientifista del utilitarismo. La
ética secular, por tanto, no parte de los hechos para deducir que la ética cristiana está en
decadencia y que hay que sustituirla por otra. Lo que realmente hace es condenar a la
decadencia una ética cristiana, generalmente llena de pujanza, e intentar suplantarla con
los presupuestos utilitaristas y hedonistas que ella aporta.
La petición de principio aquí no puede ser más evidente: el argumento que se toma
como punto de partida para postular la necesidad de una ética secular (la sociedad se encuentra en proceso de secularización) es, en realidad, el resultado que se pretende mediante la aplicación de dicha ética secular (12).
Este modo viciado de argumentar de la ética secular permite reconsiderar el juicio
histórico que dicha ética hace del cristianismo. En ningún momento se hace un riguroso
estudio histórico del cristianismo, sino que se parte de una visión de la historia observada bajo el prisma del utilitarismo hedonista.
Por desgracia, esta visión deforme de la historia sintoniza bien con la mentalidad
moderna, pues la sociedad tecnificada en que vivimos tiende a moverse, en muchos de
sus contextos, impulsada por el utilitarismo hedonista. A este impulso utilitarista ha
contribuido, en buena medida, la mentalidad consumista, fruto de la revolución industrial. Una vez arraigada esta mentalidad moderna, al ciudadano occidental le resulta fácil
apoyar su pensamiento en esquemas utilitaristas y hedonistas. Esta facilidad para razonar con esquemas utilitaristas impide observar la petición de principio en que incurre la
ética secular cuando se sirve del utilitarismo para valorar las circunstancias históricas.
La ética secular, en efecto, encuentra un medio adecuado para su desarrollo en la moderna sociedad de consumo. Aquí se tiende a valorar todo en función de su utilidad. Y
esta tendencia, necesaria a la hora de plantear la elaboración de productos industriales y
otras actividades, termina haciéndose connatural al hombre moderno. Tal connaturalidad con el sistema de valoración utilitarista acaba por impedir su objetivación. Sin embargo, cuando la ética secular lo aplica, incurriendo en petición de principio, el oyente
no suele advertir que se está aplicando dicha valoración utilitarista y hedonista.
Por esto, cuando la ética secular hace una valoración utilitarista de la historia y del
cristianismo, el ciudadano occidental suele entender, sin embargo, que está haciendo un
estudio propiamente histórico, sin que advierta cuáles son los criterios de valoración de
que parte.
La bioética secular
En el marco de la bioética utilitarista y de la bioética biologista (desarrollo lógico de
la anterior) es donde aparece la bioética secular.
El razonamiento básico de la bioética secular no se basa exclusivamente en los planteamientos bioéticos anteriores, sino que toma también como punto de partida los razonamientos que sirvieron al desarrollo de la ética civil o secular.
El nombre de bioética lo recibe por adoptar los puntos de vista de la bioética biologista, y no tanto por ser una ética que se refiera solamente a temas relativos al ámbito
biomédico. Para la bioética secular, el ámbito biomédico es solamente un ámbito particular de aplicación. La bioética secular, siguiendo la corriente de la bioética biologista,
se presenta como algo omniabarcante, que se refiere a toda la conducta humana, y no
sólo a los problemas éticos biomédicos en particular. La bioética secular se refiere a
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asuntos sanitarios de modo puramente circunstancial. En este caso concreto, el nombre
de bioética no hace referencia a las disciplinas de la salud.
La bioética secular es la corriente de pensamiento que, dentro del marco de las bioéticas biologista y utilitarista, asume la ética secular como método de trabajo para elaborar medidas de política pública. Es, por tanto, una bioética inevitable y simultáneamente
política.
Las bioéticas biologistas y utilitaristas se llevan bien con la ética secular, a la que
añaden una nueva argumentación que refuerza el planteamiento secularista, argumentación que examinaremos a continuación.
La bioética biologista, al implantarse en el contexto de un planteamiento cientifista,
busca fundamentar la conducta con una certeza igual a la acostumbrada por la ciencia
experimental, apoyándose únicamente en la biología. Sin embargo, además del principio
básico de que parte –toda la conducta humana tiene una utilidad meramente biológica–,
tal bioética encuentra serias dificultades para fijar un elenco de deberes concretos que
deban ser perseguidos.
La razón de esta dificultad reside en la teoría evolucionista que la inspira. De este
modo, también la conducta humana estaría inmersa en el proceso evolutivo de la naturaleza. Así, es frecuente encontrar obras de bioética que afirmen que la moderna y relativa difusión de las conductas homosexuales seguramente tiene alguna utilidad para la
especie humana, como evitar la superpoblación y la carestía de recursos. Desde este
punto de vista, y siendo coherentes, no se puede pretender que haya una conducta sexual
propiamente humana, pues dicha conducta, como todo en el hombre, estaría sometida al
proceso de evolución. Por tanto, intentar extraer de la propia naturaleza en evolución
una regla fija de conducta constituye una empresa imposible. La única certeza que se
podría extraer de la bioética biologista es la inevitabilidad del pluralismo (13).
De este modo, la bioética biologista proporciona un argumento que viene a reforzar
la consideración que la ética secular tiene respecto del pluralismo. Este pluralismo, y la
consiguiente secularización de la sociedad occidental, no se ofrecen como un mero dato
histórico, sino que tendrían su profundo fundamento en la biología, que, según la bioética biologista, es la única base de la naturaleza humana.
Sin embargo, el inevitable pluralismo no puede estar más en contraposición con el
intento inicial de la bioética biologista: dar un fundamento firme a la ética y, al mismo
tiempo, terminar con las eternas disputas que desde siempre se han dado en el ámbito de
la ética. Por eso, una vez que se afirma la inevitabilidad del pluralismo, la bioética biologista intenta la utópica empresa de elaborar un método que permita llevar a la práctica,
dentro de ese mismo pluralismo inevitable, una serie de medidas de carácter público capaces de aglutinar a la sociedad. En esto consiste, en buena medida, el método de la ética secular.
Una vez hecha la afirmación de que es inevitable el pluralismo ético, la bioética biologista considera que no está resuelto el problema que la llevó a estudiar la conducta
humana. En efecto, lo que intentaba era elaborar una serie de principios éticos de aplicación universal, principios que, además, gozaran de la certeza de las ciencias empíricas.
En primera aproximación, tal intento resulta fallido. Por consiguiente, la bioética biologista se ve obligada a profundizar en las raíces biológicas del comportamiento, que son
las únicas que admite, para, a partir de ellas, elaborar sus reglas de conducta.
Llegado este momento, el problema que le surge a la bioética biologista consiste en la
insuficiencia de los conocimientos biológicos sobre los que desea apoyar las reglas de la
conducta humana. No se sabe de qué mecanismos exactos pueden depender las variadísimas conductas que el hombre muestra. El único camino que le queda a la bioética
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biologista para elaborar una ética “científica” consistirá en examinar las diversas tendencias del hombre y deducir, a partir de ellas, qué conducta es la más adecuada.
Sin embargo, este examen de las tendencias del hombre no puede ser objetivo. La
bioética biologista no trata de hacer un estudio estadístico acerca de cuáles sean las conductas más propias del hombre para deducir, a partir de ellas, sus tendencias. Este modo
de elaboración podría dejar de lado tendencias que no se manifiestan exteriormente, o
aquellas tendencias que han sido reprimidas por las circunstancias externas. El único
modo que le queda a la bioética biologista para examinar las tendencias del hombre reside en que cada hombre comunique cuáles son sus tendencias, que exponga abiertamente su intimidad. De los datos obtenidos a través de esta exposición, sí se podrá llegar
a elaborar la ética “científica” que se pretendía.
La bioética biologista denomina valores a los objetos hacia los que el hombre se
mueve, atraído por sus impulsos biológicos, los únicos que, según su concepción, cabe
considerar. Este planteamiento, aunque aparentemente objetivo, no es sino la consagración del subjetivismo, pues el único modo de conocer los valores hacia los que se mueve cada hombre consiste en que el hombre mismo informe acerca de ellos. Según esto,
no existiría una escala de valores objetivos, sino que imperarían el relativismo y subjetivismo más absolutos.
De este modo, la bioética biologista viene a engranar con uno de los puntos clave de
la ética secular: el relativismo y el subjetivismo. Del mismo modo que para la ética secular, su problema consiste en intentar coordinar los distintos valores que expresan los
individuos, de manera que pueda establecerse una serie de medidas de pública aceptación que permita el funcionamiento adecuado de la sociedad. La bioética biologista se
transforma así en bioética secular, pues le parece inadmisible la pretensión de la ética
religiosa, y especialmente la cristiana, de que existan unos principios éticos objetivos y
universales.
La bioética secular tiene serias dificultades para elaborar, a partir de los valores que
manifiestan los individuos, unos principios generales de bioética. Con espíritu de rigor
científico, elabora un elenco de valores, clasificándolos según la gradación de un criterio
concreto (13). Esta clasificación tiene una principal utilidad pues, aunque no pueda llegar a conclusiones ciertas, permite clarificar el panorama y facilitar las decisiones que
posteriormente se tomen.
Sin embargo, si se examina críticamente este modo de proceder para llegar a soluciones éticas, hay que afirmar que el elenco de valores elaborado por la bioética secular no
orienta en absoluto respecto a qué valores deben ser elegidos. Esta elección queda siempre a merced de las personas concretas. Por tanto, a efectos de conseguir reglas éticas
“científicas” que sirvan para la orientación del comportamiento personal, hay que concluir que la clasificación de valores propuesta por la ética secular no sirve para nada.
Por esta razón, la bioética secular no puede limitarse a clasificar y ordenar los valores, sino que precisa un método de decisión que elija entre los valores en liza. Y este
método de decisión viene a ser, en último término, la ética secular, con su procedimiento democrático y utilitarista.
La bioética secular termina siendo, por tanto, un procedimiento político que busca
soluciones éticas a los problemas, extremo en el que coincide con la ética secular, a pesar de partir de planteamientos biologistas que le son propios. La ausencia de criterios
objetivos para elegir entre los diversos valores que se proponen, hace que los debates en
el ámbito de la bioética secular sean algo penosos y muy pobres los resultados. Sin embargo, el panorama cambia notablemente cuando se llevan al extremo las implicaciones
del sistema democrático y el utilitarismo como sistema de valoración. Examinaremos a
11
continuación las consecuencias del desarrollo de la democracia y el utilitarismo en la
bioética secular.
Autonomía, beneficencia y justicia
Una vez que la bioética secular ha hecho sus planteamientos básicos, pasa a sistematizarlos en una serie de principios: autonomía, beneficencia y justicia. Estos principios
son empleados con un sentido distinto por autores que no se inscriben dentro de la corriente secular de la bioética, especialmente desde que en la ética médica estadounidense
se ha hecho lugar común fundamentar en ellos el comportamiento de los profesionales
de la salud. Sin embargo, la bioética secular da a estos principios un significado propio.
Para examinar este significado es conveniente observar el fundamento que la bioética
secular les da.
Una vez que la bioética secular ha admitido que los valores son sólo subjetivos, sea
por el procedimiento que hemos mostrado en el apartado anterior, sea por otros razonamientos filosóficos (11), el mismo procedimiento democrático se ve modificado en su
naturaleza. Clásicamente la democracia se concibe como un procedimiento práctico que
orienta acerca de lo que es bueno por naturaleza con respecto al hombre y permite emprender la acción política (14). Sin embargo, la bioética secular, al negar la existencia de
un bien propio del hombre, cambia el sentido de la democracia. Esta sería apenas un
sistema para entenderse, dentro del inevitable pluralismo.
La democracia, entendida al modo clásico, puede y debe obligar a las minorías a seguir las leyes dictadas por la mayoría, pues supone que la votación de la mayoría es una
cierta garantía de que la ley se adecúa a la naturaleza espiritual del hombre. De este modo, la democracia clásica es capaz de llegar a elaborar normas públicas de obligado
cumplimiento, porque tienen como punto de referencia la naturaleza humana, entendida
ésta como algo fijo para todos los hombres.
La democracia propuesta por la bioética secular, sin embargo, no admite esta referencia a una naturaleza humana que sea fija. Bajo su punto de vista, los votos no son más
que votos, iguales a otros votos, y unos resultados mayoritarios no tienen fuerza para
obligar a las minorías discordantes.
Cuando la bioética secular llega a un acuerdo por votación, y este acuerdo es completo, entonces no hay problemas. Pero lo normal es que sea incompleto, y que exista
una minoría discordante. En el caso de que haya un acuerdo incompleto, que es mucho
más frecuente, la bioética secular opina que obligar a la minoría a obedecer lo que ha sido refrendado por la mayoría es, sin más, una opresión para las minorías. Esto es coherente con su opinión, que niega la referencia a una común naturaleza humana.
La consecuencia inmediata de esta visión de la democracia es el respeto a ultranza de
toda autonomía personal (11). En efecto, si los votos son todos iguales, pisotear a las
minorías es opresión y causa de desórdenes sociales. Por tanto, las decisiones personales
–siempre que no afecten desfavorablemente a los demás y se mantengan dentro del ámbito personal– deberán ser respetadas. Este es el principio de autonomía, básico en el
contexto de la bioética secular.
Apoyándose en este principio de autonomía, la bioética secular defiende el derecho al
suicidio voluntario, al aborto, a la conducta homosexual, a las operaciones transexuales,
al uso de contraceptivos, etc. Todas estas acciones pertenecen, según esta visión de la
bioética, al ámbito de lo privado, y no podrían ser conculcadas por el Estado en virtud
de ninguna votación.
Hay que reconocer, no obstante, que algunas de estas opciones privadas afectan al no
nacido. La bioética secular oculta sistemáticamente este aspecto, que variaría sustan-
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cialmente el análisis ético de dichas acciones. Cuando la bioética secular no oculta que
se lesiona la vida del no nacido, el valor ético de esa vida es considerado irrelevante,
magnificando los motivos que llevan a eliminarla y deformando expresamente los datos
de que dispone la biología respecto del desarrollo embrionario (11). Acontece aquí lo
mismo que sucedía con la ética secular en su afán de deformar la visión histórica de la
ética cristiana. En esta magnificación y deformación ha intervenido decisivamente el
utilitarismo, cuya influencia en la bioética secular examinaremos a continuación.
Líneas atrás hicimos notar, al hablar de la ética secular, que la posición secularista
lleva de la mano a la aplicación indiscriminada del utilitarismo hedonista como método
de valoración moral. Este fenómeno también acontece en la bioética secular.
La aplicación del utilitarismo hedonista ha conducido a la generalización de ciertos
valores en el ámbito de la política, a pesar de que no hayan obtenido la mayoría de votos
en la lid democrática. Por esta causa, la bioética secular defiende la búsqueda de la eutanasia como la posición más correcta ante casos de sufrimiento, pues es la deducción más
correcta desde el punto de vista utilitarista. Por la misma causa, la bioética secular defiende el aborto selectivo de los fetos con malformaciones, el infanticidio de los recién
nacidos en los que no se haya llegado a tiempo con el diagnóstico prenatal, y la libertad
en el uso de la sexualidad, al tiempo que niega todo significado natural a su ejercicio
(11).
La bioética secular agrupa estas “buenas” acciones –desde el punto de vista utilitarista– bajo la denominación de principio de beneficencia. Según este principio, el modo
de que funcione la sociedad es hacer el bien (en sentido utilitarista y hedonista) a los
demás. Ese intercambio mutuo de acciones benéficas mantendrá la cohesión de la sociedad. Las conclusiones a que lleva esta beneficencia resultan sorprendentes para quien no
esté influenciado por el hedonismo, pero terminan por arrastrar y hacerse evidentes para
quienes están por él influidos (15). Así, desde el punto de vista de la bioética secular, la
acción más benéfica ante un enfermo que sufre sería matarle, practicar la eutanasia, y la
acción más benéfica ante un no nacido con malformaciones sería abortarle.
La bioética secular apela y establece otro principio que hace respetar las posturas minoritarias dentro de la sociedad que se organiza bajo los postulados hedonistas. Se trata
del principio de justicia. Dentro de la bioética secular, el principio de justicia afirma que
no puede ser conculcada la autonomía del individuo. Este principio es la garantía institucional de que se mantendrá un estado de cosas que permita vivir según los esquemas
utilitaristas y hedonistas que propugna la misma bioética secular.
Secundariamente, la bioética secular observa el principio de justicia como una garantía de que la beneficencia podrá ser practicada sin trabas. Y, para un cristiano que viva
en un ambiente en que impere la bioética secular, este principio de justicia puede ser una
garantía de que se le permitirá vivir sin violar sus opciones personales. Sin embargo, según este modo de concebir el principio de justicia, el cristianismo y la religión en general quedan reducidos a la intimidad de la persona. La bioética secular considera que la
pretensión de organizar la vida pública con principios no utilitaristas y hedonistas constituye un modo de opresión para las otras posibles opciones. De este modo, la bioética
secular excluye otras perspectivas de la vida que también están llamadas a conformar la
sociedad (11).
Los tres principios de autonomía, beneficencia y justicia implican ciertas dificultades
insalvables que impiden su aceptación. Cabe objetarles, por ejemplo, que son incapaces
de explicar muchas de las conductas que son comunes en la experiencia clínica cotidiana. El cuidado de los enfermos en estado de coma, de los ancianos dementes o de los enfermos mentales es algo inexplicable desde estos principios, pues estos enfermos no
13
pueden satisfacer su necesidad de autonomía. Y la autonomía, según se nos ha dicho, era
necesaria para la vida en la sociedad regida por los principios de la bioética secular. Llevando el argumento hasta el extremo, los principios de la bioética secular no pueden
fundamentar ni siquiera el respeto a las personas dormidas (11). Por tanto, si se aceptan
estos principios, es imposible que funcione la sociedad. De donde se concluye que la
bioética secular es una utopía.
Los mismos autores que defienden la aplicación de los principios de la bioética secular se dan cuenta de su insuficiencia, e intentan paliarla admitiendo otras argumentaciones que permitan enfrentarse de modo más realista con las relaciones interpersonales.
Este es, en efecto, el único camino que queda a las éticas individualistas para dar coherencia a su postura (16). Por desgracia, la admisión de otros principios éticos complementarios a éstos, a lo que parece, no es posible, pues, como ya vimos, la mentalidad secular es excluyente. Intentar hacerlos convivir con otros principios éticos supone caer
inmediatamente en graves contradicciones internas. Así, pretender que se emplee la prudencia en ciertas situaciones especialmente conflictivas puede suponer la negación del
principio de autonomía.
Gracias a la mentalidad utilitarista y hedonista vigente hoy en Occidente, los principios de la bioética secular han tenido gran aceptación, a pesar de sus contradicciones
internas. De hecho, su influencia es responsable de bastantes medidas concretas de política sanitaria, de otra forma inexplicables. Así, la Asociación Médica Mundial afirma
que el médico que esté en contra del aborto no tiene obligación de practicarlo, pero tiene
obligación de remitir a la mujer que lo solicita a otro médico que sí esté dispuesto a realizarlo (17).
De este modo, el médico que defiende la vida ve su postura reducida al estricto y recortado ámbito personal. En sintonía con el principio de beneficencia tiene obligación
de proporcionar a la mujer lo que ella desea. De esta forma, el aborto, de hecho, deberá
realizarse en la sociedad, siguiendo el principio de justicia, que defiende las posturas
minoritarias, con tal de que la autonomía de la mujer sea siempre respetada. El feto, por
el contrario, aquí no cuenta.
Volver a la contemplación
Mientras se desarrollaba esta corriente de bioética secular, la palabra bioética hacía
fortuna entre los cultivadores de la ética clásica. Para ellos, la bioética sería la ética aplicada a los problemas biomédicos, hoy día tan en boga (18). La razón del predicamento
actual de la ética de los problemas biomédicos hay que buscarla también en la mentalidad moderna.
Un elemento característico de esta mentalidad consiste en la reducción de toda la
realidad a la sola materia. Desde el siglo XVII se encuentra esta idea claramente expresada por filósofos ingleses y franceses. Aunque en esa época, en que comienza la mentalidad moderna, se admitía que, en el caso del hombre, habría que considerar además
un elemento espiritual que se une a la materia, el paso del tiempo ha sido implacable
con ese residuo de espiritualidad. De hecho, como ya hemos visto, siguiendo la mentalidad vigente en nuestra sociedad, la bioética secular reduce el hombre a pura biología.
Esta reducción de la realidad a mera materia ha facilitado en Occidente la revolución
industrial. El hombre moderno, al considerar la realidad como algo puramente material,
ha perdido de vista el sentido natural de las cosas. Este sentido, en la modernidad, viene
dado por el hombre mismo cuando modifica la materia que se encuentra a su alcance. El
hombre moderno sabe lo que es algo cuando sabe lo que puede hacer con ello. Modifi-
14
car la realidad es lo más humano que puede hacer el hombre de mentalidad moderna (2,
4).
Las repercusiones que esta concepción ha tenido para la vida ordinaria han sido extraordinariamente grandes. Su consecuencia más llamativa ha sido, seguramente, la aparición del moderno Estado del bienestar. Pero quizá de más importancia ha sido el cambio mismo de mentalidad que se le ha asociado. Mientras que en la mentalidad clásica
jugaba un gran papel la contemplación de la realidad, la mentalidad moderna no se
preocupa de esta contemplación. Y este cambio –como observaremos– no es algo meramente accidental, sino sustancial y grave.
Cuando una persona con mentalidad clásica contemplaba la naturaleza, encontraba en
ella algo que debía ser respetado en su integridad, en mayor o menor medida según se
tratase de personas o de otro tipo de seres. La idea de manipular el medio circundante de
modo sistemático para la propia utilidad es algo lejano a dicha mentalidad clásica. Buena prueba de ello es el escaso desarrollo tecnológico de la edad antigua, a pesar de que
en dicha época el hombre estaba provisto de todos los medios que, más tarde, hicieron
posible tal desarrollo en la edad moderna.
Con la desaparición de la mentalidad que podríamos llamar contemplativa y la aparición de la moderna mentalidad manipuladora se cierne un peligro sobre el hombre, especialmente si se le considera solamente materia. Fundamentalmente, dicho peligro consiste en la manipulación del hombre por el hombre. La mentalidad moderna, al manifestar que la única realidad del hombre es su biología, considera indirectamente que el
hombre es solamente materia, capaz de ser manipulada para beneficio propio. La mentalidad moderna tiende a cosificar al hombre.
El hombre que vive en esta sociedad de mentalidad manipuladora se da cuenta de
esta cosificación de la que, en mayor o menor medida, él mismo puede ser objeto, por lo
que reacciona defendiéndose. Una de esas reacciones defensivas –más fuerte cuanto más
manipuladora se hace la técnica moderna– consiste en llamar en su auxilio a las consideraciones éticas para evitar la manipulación. Aparecen así los límites éticos de la ciencia
(19), límites de los que nadie, a lo largo de la historia, tuvo ninguna necesidad de hablar,
pues antes no existía mentalidad manipuladora que intentase manejar a su antojo al
hombre.
Esta reacción defensiva explica en buena medida el resurgir de la ética en los últimos
tiempos. Y la explica ante situaciones que por su propia naturaleza son especialmente
manipuladoras, como suele acontecer en el ejercicio de la Medicina. Esta disciplina
pretende como objetivo básico manipular el cuerpo humano para hacerle recobrar la salud (20). Si la Medicina perdiera de vista el sentido natural de lo que es el hombre, se
convertiría en el instrumento manipulador por excelencia de la época moderna. Es precisamente el intento de recuperar el respeto al fin natural del hombre, como orientador
de la Medicina, algo que la bioética ha generado, entendida ésta disciplina como rama
de la ética que se aplica a los problemas biomédicos. En esta misma línea defensiva cabe integrar bastantes planteamientos ecológicos que, aunque quizá teóricamente poco
articulados, intentan defender la entera naturaleza de la febril actividad manipuladora
del hombre.
Sin embargo, esta postura defensiva del hombre ante la mentalidad manipuladora
moderna está abocada al fracaso si la mentalidad general, incluso la del hombre que se
cree manipulado, no sale de sus planteamientos hedonistas y cesa de considerar la naturaleza como material que puede ser empleado, con tal de que lo desee en su beneficio y
utilidad. En efecto, mientras que el hombre considere que toda relación humana se establece en búsqueda de una utilidad, no se podrá recuperar el sentido natural de las cosas,
15
pues este permanecerá siempre oculto detrás del interés particular de la mentalidad manipuladora y utilitarista.
Además, aunque sean correctos los razonamientos clásicos que se arguyen para evitar
la manipulación del hombre por el hombre, éstos no encontrarán el eco adecuado como
consecuencia de una mentalidad que les es contraria. En efecto, la bioética secular suele
englobar las razones de la ética clásica dentro del grupo general de las éticas religiosas,
las cuales son consideradas como minorías toleradas en una vida pública organizada alrededor de planteamientos utilitaristas.
Aunque la bioética secular garantiza la supervivencia en su seno de posturas éticas
clásicas, ésta es una supervivencia reducida al estado de gueto. Así, amparándose en los
propios principios de la bioética secular, cualquier ética religiosa puede reclamar para sí
un espacio en el que poder sobrevivir en la sociedad. En este debate, los principios de la
ética cristiana han de ser afirmados como principios subjetivos e indemostrables y, sin
embargo, dignos de respeto dentro de la sociedad pluralista y secular.
Pero, si se desea recuperar el valor absoluto de cada hombre como motor de todo trabajo médico, es necesario inculcar de nuevo en los profesionales de la salud la idea de
que el hombre es algo más que un ser biológico, manipulable sin más. Y, para que esta
idea no sea observada como una pretensión particular del cristianismo –sin otro fundamento que la subjetividad del creyente– el respeto al hombre debe fundamentarse filosóficamente, sin miedo a enseñar nociones elementales sobre la naturaleza del alma a estudiantes de Medicina.
Se precisa, además, una labor educativa más profunda que devuelva al hombre moderno –y especialmente al médico– la mentalidad contemplativa de los antiguos. Esta
labor educativa, con el correspondiente cambio de mentalidad, permitirá que arraigue en
terreno fértil la idea de que el hombre es un ser espiritual digno por sí mismo de todo
respeto, y no, como afirma la bioética secular, un ser meramente biológico, que puede
manipularse a voluntad.
Notas
1. Solís M. Fundamentación moral de la bioética. Pamplona: Universidad de Navarra, 1984. 84 pp. Tesis de licenciatura.
2. López Moratalla N, Ruiz Retegui A, Llano A, et al. Deontología Biológica. Pamplona: Facultad de Ciencias. Universidad de Navarra, 1987; 409.
3. MacIntyre A. Tras la virtud. Barcelona: Crítica, 1987; 350.
4. Arendt H. La condición humana. Barcelona: Seix Barral, 1974; 432.
5. Spaemann R. Etica: Cuestiones fundamentales. Pamplona: Eunsa, 1987; 124.
6. Gehlen A. El hombre. Salamanca: Sígueme, 1987; 475.
7. Ruiz de la Peña JL. Las nuevas antropologías. Santander: Sal Terrae, 1983; 232.
8. Dawkins R. El gen egoísta. Barcelona: Salvat, 1986; 303.
9. Vidal M. Bioética. Madrid: Tecnos, 1989; 239.
10. Gillon R. Philosophical Medical Ethics. Chichester: John Wiley & Sons, 1986;
189.
11. Engelhardt HT, Jr. The Foundations of Bioethics. New York: Oxford University
Press, 1986; 398.
12. Canavan F. The Civil Rights Game. The Human Life Review 1989; 15: 44-51.
13. Kieffer GH. Bioética. Madrid: Alhambra, 1983; 495.
14. Spaemann R. Crítica de las utopías políticas. Pamplona: Eunsa, 1980; 340.
15. Fenigsen R. A Case Against Dutch Euthanasia. Hastings Center Report 1989; 19
(supl): 22-30.
16
16. Messner J. Etica social, política y económica a la luz del derecho natural. Madrid: Rialp, 1967; 1575.
17. World Medical Association. Declaration of Oslo: Statement on Therapeutic
Abortion. En: World Medical Association. Handbook of Declarations. s/l, 1985: 16.
18. Reich WT, ed. Encyclopedia of Bioethics, T. I. New York: The Free Press, 1978;
484.
19. Herranz G. Los límites éticos de la Investigación Científica. Revista de Medicina
de la Universidad de Navarra 1983; 27: 51-5.
20. Vogelsanger P. Die Würde des Patienten. Bull Schweiz Akad Med Wiss 1980;
36: 249-58. Nuestro agradecimiento al Prof. Herranz por la traducción de este artículo al
castellano.
17
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