José Ángel Valente: la palabra, el silencio y todos sus ecos

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José Ángel Valente:
la palabra, el silencio y todos sus ecos
por M.ª Victoria Reyzábal
En los años en que empiezan a surgir dudas entendibles sobre la función que se
había encomendado a la poesía social, otros poetas seguían escribiendo sin adherirse a
tales postulados: José Hierro, Carmen Conde, Rafael Morales, el creador del “postismo”, Carlos Edmundo de Ory, sucesor del surrealismo, defensor de la imaginación sin
barreras y del juego con el lenguaje, seguido, al menos parcialmente, por Juan Eduardo
Cirlot y Ángel Crespo entre otros junto con Gloria Fuertes y, dentro de diferente
apuesta, todavía más rebelde, pero también con raíces surrealistas, el mismo Miguel
Labordeta. Distinta corriente, también poco valorada en su momento, es la que siguen
los autores del grupo Cántico: Ricardo Molina, Pablo García Baena, Juan Bernier o Julio Aumente; herederos de Guillén y Cernuda, recogen la tradición clásica grecolatina,
ciertas propuestas bíblicas y los modelos de nuestra poesía barroca. Su estilo se caracteriza por el tono íntimo y vitalista dentro de un especial refinamiento estético, que no
impide cierta contradición entre su sensualismo y su honda religiosidad, entre lo pagano y lo cristiano de sus escritos. Los grupos o individuos aquí mencionados revelan que,
de forma paralela a la poesía propia del realismo social, subsistía, más o menos minoritariamente, otra u otras tendencias con diferentes paradigmas.
De todas estas corrientes poéticas arranca la generación del 50, también conocida
como promoción del 60, con escritores como José María Valverde, Ángel González,
Francisco Brines, Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma, María Victoria Atencia, José
Agustín Goytisolo, el propio José Ángel Valente (1) y un largo etcétera. Muchas son las
diferencias, pero los une el deseo de encontrar nuevos cauces para su creación lírica.
Dentro de esta línea subsiste, al menos en parte, la preocupación social, pero los criterios estéticos son nuevos y la
esperanza en los cambios a través de la
poesía declina. La preocupación por el
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ser humano relaciona a estos escritores
con los existencialistas, aunque ahora se
rechaza cualquier plasmación patética. Se
los calificó como “poetas de la experiencia” por su atención a lo personal, encarnada en las circunstancias cotidianas. Este
regreso a la intimidad conlleva el tratamiento del paso del tiempo en cuanto
fugacidad de la vida, la evocación contradictoria y agridulce de la infancia, la idealización de la amistad, las vivencias eróticas… todo ello envuelto en un velo de
soledad y pesadumbre en el que caben las
quejas y las ironías. La búsqueda de nuevos modos de expresión les hace rechazar tanto el patetismo de la poesía desarraigada como el prosaismo de la social,
aunque varios de ellos optan por un estilo
conversacional y antirretórico que no inhibe el cuidado por la depuración de la
palabra y el anhelo de belleza; tampoco
les atraen las vanguardias, su lenguaje es
cercano y cordial. Es el caso de José María Valverde, incluido inicialmente en la
poesía arraigada por su sentida religiosidad (Hombre de Dios, 1945; La espera,
1949 y Versos del domingo, 1954),
quien demuestra sus diferencias con textos como La conquista de este mundo
(1960), Años inciertos (1970) o Ser de
palabra (1976). Por otra parte, Ángel
González calificado de poeta social, es
otro de los escritores que se pasa a las
nuevas propuestas; su denuncia se carga
de sarcasmo y desenfado para enmarcar
lo cotidiano y su tratamiento de lo íntimo
se hace cada vez más sutil y rico, como se
puede comprobar en el volumen Poesía
en el que se recogen Sin esperanzas,
con conocimiento (1961), Tratado de
urbanismo (1967) y Procedimientos narrativos (1976) entre otros libros. Algo similar puede decirse de Gil de Biedma
(Compañeros de viaje, 1959; Moralidades, 1966 y Poemas póstumos, 1968;
los tres reunidos en Las personas del
verbo) y Claudio Rodríguez (con su “poesía del conocimiento”) a través de Don de
la ebriedad, 1954; Conjuros, 1959;
Alianza y condena, 1965 y El vuelo de
la celebración, 1976, por ejemplo.
Con rasgos propios brilla, dentro de
este grupo, José Ángel Valente (19292000). En sus primeras obras se combinan elementos existenciales y sociales
(A modo de esperanza, 1954 y Poemas
a Lázaro, 1960), pero con componentes de mayor complejidad y originalidad
a los de anteriores autores, rasgos que
aumentarían en producciones posteriores. La poesía como conocimiento le
conduce por caminos reflexivos y abstractos de creciente hermetismo y aparente elementalidad, en los que la lengua
se muestra ambigua y llena de sugerencias. Punto cero recoge los libros publicados entre 1956 y 1976 y Material
memoria los editados desde 1977 a
1992. Obras como Mandorla (1982),
El Fulgor (1984), Al dios del lugar
(1989) y No amanece el cantor (1992),
dan paso al “minimalismo” con su aprecio por el poema breve, esencial, conceptualmente denso, dentro de la conocida como “poética del silencio”, proyección que asumirán los autores de los
años ochenta en su rehumanización de
la lírica.
A partir de la más próxima trayectoria poética española y de otra más lejana, como la línea que marca Quevedo o
San Juan de la Cruz (2), junto a Eliot,
Celan, Keats, Ungaretti, etc., crece Valente enmarcando su rigor productivo
con su intuición expresiva y ello aunque
haya querido dejar constancia de su distanciamiento de todos los otros grupos,
ya que se considera un solista. “Pero
siempre nos invita a darnos cuenta de
que la literatura no consta, en últimos
términos, de obras aisladas con significados discretos, sino de un inmenso y continuo diálogo, en el que conceptos, emociones, y sensaciones creadas por diversos textos se van mezclando, modificando, y desarrollando con el tiempo y con
las experiencias de los lectores” (3). Esta
circunstancia de conexiones históricas
no evita que su obra resulte polémica,
dentro de su complejidad multifacética,
por lo atípica y autónoma. No obstante,
Valente es un eslabón clave en la literatura española contemporánea, a pesar
del extrañamiento que suscita en su propio país.
Los poemas de Valente se muestran
densos en significados, además de concentrados expresivamente y presentan
tonos irónicos o sarcásticos, elementalistas y pluridimensionales —con referencias plásticas, literarias, filosóficas, religiosas, mitológicas, musicales, cinematográficas—, fragmentarios en lo textual,
buscadores del punto cero en el lenguaje,
más atentos a lo real absoluto que a la
realidad relativa, peregrinando en la ex-
(1) REYZÁBAL, M.V.: “Valente, testamento sin punto final”, Cuadernos del Lazarillo, abril
2001.
(2) REYZÁBAL, M.V.; MUÑOZ QUIRÓS, J.M.: San Juan de la Cruz para niños, prólogo.
Madrid, Ediciones de la Torre, 1997.
(3) DEBICKI, A.P.: “La intertextualidad en la poesía de José Ángel Valente”, en
HERNÁNDEZ FERNÁNDEZ, M.T.: El silencio y la escucha: José Ángel Valente. Madrid,
Cátedra, 1995, pág. 158.
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periencia mística, la tradición sufí y la
cábala. “La vía purgativa de la ascesis
mística la renueva esta “poesía de la meditación” en el atormentado proceso de
vaciado de sí misma que representa el
anhelo imposible de la página en blanco”
(4). Por eso, a través de su escritura, Valente profundiza en la bruma nocturna
del ser sin la fe de los místicos tradicionales, con una expectativa frustrada pero
encendida en la fascinación del enigma
que encierra toda palabra, pues cualquiera de ellas es una semilla de la que crecerán energías literarias múltiples, en consecuencia “el poema no se escribe, se
alumbra”, lo que lleva al escritor, a su
pesar quizá, a la lírica de la incomunicación. Aquí caben las imágenes de la
noche oscura, las cimas, las tierras y los
mares luminosos, “la aurora/ sólo engendrada por la noche”… entrelazadas mediante una especie de salmodia repetitiva, que por constante remite al acallamiento y hace de los textos de Valente,
la proteica “poesía del silencio”.
como hombre y como escritor se reacomoda con la poesía de sus mayores:
Quevedo, San Juan, Miguel de Molinos,
Bécquer, Rosalía, hasta los cabalistas
que más concentran su atención son los
de León y Córdoba. “Reconocer la voz
de nuestros místicos más cobijadamente
íntimos, o incluso creer redescubrir ecos
de sermonarios y de las catequesis españolas para confesionario en los poemas
de Donne, seguir la heterodoxia de Miguel de Molinos hasta su humillación definitiva en Santa María sopra Minerva,
reasumir las viejas canciones galaicas y
castellanas y las voces de nuestros más
grandes clásicos, desdecirse de ritmos y
de imágenes de los predecesores inmediatos desembocando en las anticadencias necesarias de su español poético;
todo eso es una afirmación posible y válida, atrevida y estimulante, por la que
ha optado la libertad de Valente…” (6);
elige diferenciarse sin negar nuestra mejor tradición, incorporándola desde innovadoras perspectivas.
Como ya hemos señalado, el misticismo de Valente es abstracto, desencarnado, esencial y por ello más formal que
representativo. Este no es el misticismo
cristiano de Santa Teresa o San Juan,
por ejemplo, ni siquiera el de la cábala
judía, a pesar de Tres lecciones de tinieblas (1980) que resulta más un deslumbramiento provisional que una asunción
existencial definitiva. La misma Teresa,
que prevenía a sus monjas contra la fantasía y las imágenes engañosas, llenó sus
obras de arrebatos, imaginería y símbolos, algo común a casi todo el misticismo
tradicional español y completamente
opuesto al de Valente, camino de ceros
sin rayos lumínicos, voz sin voces ni
imágenes celestiales, sin el abrazo de
ningún referente sobrenatural, pasión
carente de éxtasis y, por lo tanto, más
dura senda (5).
Todos nuestros poetas contemporáneos, desde Machado a los de la crítica
social de los 50, sin dejar de lado a Valente, han escrito condicionados por la
problemática de la España desgarrada
por la guerra y la posguerra. A pesar de
ello, o quizá por ello, la contextualización en la lírica española elegida por Valente para su obra, su lealtad a ciertos
elementos propios empleados para que
navegue por ellos su repertorio austero y
escueto de imágenes y símbolos, como
puede comprobarse en Material memoria, indican su enraizamiento. El primer
Valente, romántico y cernudiano (A modo de esperanza, Poemas a Lázaro y
La memoria y los signos), se deconstruye revisionista con Treinta y siete fragmentos o en El fulgor, libros en los que
rechaza influencias (si bien no tanto como se supone) de los poetas cercanos
cronológicamente y de los coetáneos
para adentrarse en genealogías más antiguas (“albadas” de trovadores, reflexiones de Jorge Manrique, mensajes morales de Francisco de Quevedo, concepciones de la mística castellana).
Debido a su conocimiento de otras
lenguas, Valente pudo transitar por la
poesía de los mejores autores extranjeros: los visionarios románticos ingleses y
los revisionistas norteamericanos, junto
a los que representan las tendencias alemanas y francesas del momento. Tradujo a Cavafis y a Celan, comentó a
Lautréamont y a Rilke, sin embargo, como ya se ha anotado, su maduración
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Luego, en algunas composiciones,
por ejemplo, como Al dios del lugar y
No amanece el cantor se recoge la tensión del deseo metafísico y su meta de
alcanzar la satisfacción-dolorosa de la
nada, hasta lograr la cima de Mandorla.
Lo suyo no es un ascenso, sino un nocturno descenso óntico, hundimiento en
su memoria y en la de la humanidad, en
su carne y en la materia del universo. La
verticalidad del descenso conforma una
característica de la imaginación espacial
de Valente, quien la toma del simbolismo dinámico de la poesía mística. En
Valente la “seducción de la caída” demuestra la necesidad de un retorno al
origen para recuperar la esencia del ser.
La proyección de los descensos en el
poeta, genera las imágenes de la caída
en lo profundo, acompañada de la concepción del hundimiento e inmersión en
el antes del yo interior, pero no designa
la propia antipresencia, sino la ausencia
como referente válido en su positividad.
Si la verticalidad imaginaria se orienta,
según A. García Berrio al dinamismo ascendente, diurno y positivo o al descendente, nocturno, disolución y caída, la
de Valente se podría decir que asciende
por lo oscuro hacia lo profundo de la disolución que deviene positiva. Existe
sentimiento de sosiego en el refugio de
la luminosa sombra, donde acaba y renace la materia:
Ahora entramos en la penetración,
en el reverso incisivo
de cuanto infinitamente se divide.
Entramos en la sombra partida,
en la cópula de la noche
con el dios que revienta en sus entra/ ñas
en la partición indolora de la célula
en el revés de la pupila,
en la extremidad terminal de la materia
o en su solo comienzo.
Constructo que requiere un estilo otro
que es el que Valente rebusca entre el
lenguaje, por eso dice: “El estilo no es
más que la capacidad del medio verbal
para producirse en cada momento en
función de un determinado contenido de
realidad y para no existir en la obra más
que en función de ese contenido…” Por
lo tanto, no plantea un uso especial o
una desviación lingüística, sino el acople
justo entre fondo y forma, la concepción
de que ambas facetas posibilitan una sola concreción. En voz del escritor: “La
corrupción del lenguaje público, del dis-
curso institucional, falsifica todo el lenguaje. Sólo la palabra poética, que por
el hecho de ser creadora lleva en su raíz
la denuncia, restituye al lenguaje su verdad. He ahí uno de los ejes centrales de
la función social (tan debatida y tan poco
entendida entre nosotros) del arte: la restauración de un lenguaje comunitario deteriorado o corrupto, es decir, la posibilidad histórica de “dar un sentido más
puro a las palabras de la tribu” (7).
El texto poético debe proclamar
aquello que desde el origen continúa
siendo primigenio y, quizá, silente. Ante
ello, una y mil veces se eleva la palabra
del poeta “Palabra que renace de sus
propias cenizas para volver a arder…”,
luego volver a ser ceniza y comenzar
nuevamente el proceso de indagación:
“Porque hermoso es caer, tocar el fondo
oscuro… saber más tarde lo que he sido”. En esta lucha, toda verdadera senda
poética, como la de Valente, demuestra
que el conocimiento no se alcanza exclusivamente a través de los métodos científicos, lo que equipara el proceso artístico
al de las conceptualizaciones más complejas y el poético al del despliegue como logos del lenguaje; ciertamente para
el ser humano no existe tanto la realidad
cuanto la realidad que el lenguaje
nombra; el saber, por consiguiente, es
lenguaje en sí mismo y el poema aparece como la caja china de la palabra que
debe decir lo indecible, subsistiendo en
la “morada desierta del ser”, y realizando su peregrinar místico a pesar de la
duda o, incluso, la certeza de su “muerte”, de esos ríos que van a dar a la mar:
Tiene la noche ríos,
avenidas que arrastran
una espesa materia
dolorosa y ardiente.
El pulso, la palpitación, el ritmo del
mar, el temblor de la naturaleza, el án-
gel, las gargantas de la luz, el aire, la respiración conllevan la musicalidad y ésta
el silencio del no hacer sino del ser, así:
Escribir —para Valente— no es hacer,
sino aposentarse, estar”, algo que no
siempre se logra. El mismo autor dice en
Mandorla: “Aguardábamos la palabra.
Y no llegó, no se dijo a sí misma. Estaba
allí y aquí aún muda, grávida. Ahora no
sabemos si la palabra es nosotros o éramos nosotros la palabra. Mas ni ella ni
nosotros fuimos proferidos. Nada ni nadie en esta hora adviene, pues la soledad
es la sola estancia del estar. Y nosotros
aguardamos la palabra”. Esta “poesía
del silencio”, que se erige en metaliteratura, remite a la mística por el vigor formal con que intenta adentrarse en lo informe, por eso se realiza tal despliegue
verbal para nombrar lo innombrable y
de ahí la intertextualidad de Valente con
respecto a San Juan, a pesar de que su
poética sea una apuesta postmetafísica,
se podría decir postmística. En esta línea, señala el escritor en Variaciones
sobre el pájaro y la red (8): “Palabra
inicial o antepalabra, que no significa
(4) GARCÍA BERRIO, A.: “Valente: descensos antiguos a la memoria”, en HERNÁNDEZ
FERNÁNDEZ, M.T.: Ob. Cit., pág. 17.
(5) REYZÁBAL, M.V.: “El doloroso deseo de la palabra poética: José Ángel Valente”, Postdata, nº 8, 1988.
(6) GARCÍA BERRIO, A.: Ob. Cit., pág. 23.
(7) VALENTE, J.A.: “Ideología y lenguaje”, en Las palabras de la tribu. Madrid, Tusquets,
1994, págs. 53-54.
(8) VALENTE, J. A.: Variaciones sobre el pájaro y la red, precedido de La piedra y centro.
Barcelona, Tusquets, 1991.
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aún porque no es de su naturaleza el
significar sino el manifestarse. Tal es
el lugar de lo poético. Pues la palabra
poética es la que desinstrumentaliza
el lenguaje para hacerlo lugar de la manifestación”:
Todo lo que existe tiene su origen en la
combinación de esas letras, se podría
decir que Dios es, porque efectúa esas
combinaciones que conjugan su epifanía, pues “convertirse al Señor es convertirse a las letras”.
Y todo lo que existe en esta hora
de absoluto fulgor
se abrasa, arde
contigo, cuerpo,
en la incendiada boca de la noche.
Valente, el heterodoxo, el devoto de
la palabra, esculpe otra mística distinta a
la de nuestra tradición. Indagadora, rebelde, extrema, aconfesional. “La gran literatura mística española —la de la tríada
compuesta por Santa Teresa, San Juan
de la Cruz y Miguel de Molinos— fue
abolida por decreto tras la condena y abjuración solemne del último en Roma en
1686. La Iglesia católica no podía aceptar ya por aquellas fechas una expresión
religiosa que escapaba a su control y
prescindía de su aparato y jerarquías. Serán necesarios casi tres siglos para que el
lenguaje extremo de la experiencia extrema reaparezca en nuestras letras en la
obra madura de Valente. No pretendo
restar con ello valor a la poesía religiosa
de Unamuno, por citar un ejemplo: pero
su médula —su angustia existencial— no
alcanza nunca la radicalidad que funda el
espacio poético místico sin distinción de
climas ni épocas” (9).
Progresivamente, cuando el ego se
agota, aparece el no-yo, la disolución, la
renuncia a la propia historia:
mi historia debe ser olvidada,
mezclada en la suma total
que la hará verdadera.
Ni la individualidad del yo, ni la colectividad del nosotros con su subjetividad habituales aparece en las últimas
composiciones de Valente. Cuando habla del sí mismo, se puede observar que
ese retrato no aspira a la autorrepresentación sino , quizá, a una anulación que
lo despersonaliza, lo des-identifica:
Objeto
ciego de mi propia visión, petrificado
perfil de niño tenebroso,
el hombre que contemplo no desciendede la memoria sino de su olvido.
Esta trayectoria conduce al autor a
la sublimación del yo biográfico en un
“vacío” trascendente, donde lo “sobrenatural” inunda al sujeto, despojándolo
de sí mismo:
Desde el límite extremo
del respirar huí.
Una vez más huí y vi mi cuerpo
en la malla tenaz.
Ya desde sus primicias poéticas, Valente se siente otro:
…y quién me mira
desde este rostro, máscara de nadie?
El lenguaje conduce al poeta a los límites de su “singular” experiencia, en
los que persisten la soledad y el extrañamiento, allí se produce la abolición del
tiempo y del espacio, allí el saber se despliega ajeno a la razón y la lógica y luce
el poder de la palabra divina, como sucede con las veintidós letras del alfabeto
hebreo en Tres lecciones de tinieblas.
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Sin embargo, a pesar del distanciamiento de otras manifestaciones líricas,
Valente llega, proponiéndoselo o no, al
lenguaje universal de la mística. Así,
aunque las teofanías sean múltiples según sus fieles, la visión de la divinidad se
unifica en el verbo de los poetas, en su
perplejidad y anonadamiento expresivo.
Ante la instrumentalización persuasiva
del discurso publicitario y propagandístico, por ejemplo, se erige el decir de la
poesía sustanciada, intemporal y plural,
milenaria y contemporánea, occidental y
oriental, ajena a modas, subterránea y
aérea, pues, como proclama el Evangelio según San Juan: “En el principio
era la Palabra y la Palabra estaba cerca
de Dios y Dios era la Palabra” o “Y la
palabra se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria”. Así, en
“el verbo se hizo carne” se resume la
creación de la materia y, si se me permite, en la “carne se hizo verbo” podríamos afirmar que se proyecta la poesía,
pues. “El espíritu es la metáfora de la infinitud de la materia” (10).
Pasando por Rosalía, María Zambrano, Lezama Lima (11) y muchos
otros se eleva la palabra del origen, espermática de nuestro poeta. El verso comienza donde empieza la respiración,
donde el ver la realidad es deletrearla para que comparezca re-conocida. Escribir
implica dejar en suspenso la vida, su
transcurrir, para penetrar en la experiencia de lo inmóvil, ya que lo que es, fue y
será, coexiste. Esta percepción distorsiona los actos cotidianos, los subvierte, se
introduce en el hundimiento de lo profundo por la noche oscura, en el descondicionamiento de las convenciones como
sucede en el koan zen, en un suspender
el mundo en el vacío de sus infinitos espejos, en su transparencia. El propio Valente cita el comentario de Michel de
Certeau en La piedra y el centro: “Ver
a Dios es, finalmente, no ver nada, no
percibir ninguna cosa particular, participar en una visibilidad universal que no
supone ya recortar las escenas singulares, múltiples, fragmentarias y móviles
de que está hecha nuestra percepción”.
Así, “La dimensión propia del místico, el
instrumento con el cual la mística hace
estallar ciertas conexiones tradicionales
que fundan lo religioso como institución,
es el silencio […] El silencio es el lugar
por excelencia de la paradoja y del oxímoron […] la conexión entre mística y
poesía consiste en el hecho de que ambas son artes del silencio; en el sentido,
sin embargo, no de cesación física de la
palabra, sino de experimentación radical, hasta los límites de la palabra” (12).
Porque “Un poema no existe si no se
oye, antes que su palabra, su silencio”.
El mismo Valente caracteriza la poesía
como “explosión de un silencio”.
El poder de la palabra es tal que
“bastaría para arrasar el mundo”, porque “La palabra ha de llevar el lenguaje
al punto cero, al punto de la indeterminación infinita, de la infinita libertad”.
No hemos llegado lejos, pues con ra/ zón me dices
que no son suficientes las palabras
para hacernos más libres.
Te respondo
que todavía no sabemos
hasta cuándo o hasta dónde
puede llegar una palabra…
La seriedad de esta apuesta poética,
se matiza y suaviza mediante la ironía
que aparece como actitud recurrente en
este escritor y eje de vertebración para
construir y destruir con fría rotundidad
las referencias extra-textuales. La imagen del pez en el limo que “antecede a
la vida”, o el sapo, la sierpe, los moluscos y las branquias, del negro pozo, del
pájaro de fuego, del pájaro-pez, del ave
solitaria, de la paloma, la muerte (las elegías en Valente son múltiples y originales), la resurrección de Lázaro... todo
ello permite un tono desenfadado aunque primigenio para manifestar cuestiones fundamentales, facilita la descodificación del idioma más allá de innecesarias
solemnidades.
El poeta encuentra el lenguaje ya
hecho y se siente constreñido por sus
posibilidades. Pero sólo puede trasncurrir, transitar por ese lenguaje hasta que
llegado a la madurez expresiva, al alumbramiento de su preñez, lo destruye, lo
retuerce, lo transforma, lo acalla. Entonces, extrañado de su grupo como hablante y de sí mismo, en cuanto humano, pierde contacto con la apariencia de
la realidad que únicamente es lenguaje
convencionalizado, degradado, y queda en blanco, hundido en la negrura de
todos los silencios albos que implica la
creación. He aquí el punto cero, la nada
del decir. Cada poeta debe por tanto
buscar su idolecto para universalizarlo,
su penetración en el magma de la verdad personal y literaria, en consecuencia
cósmica, mística, pues encontrar, pronunciar la palabra esencial y verdadera
es crear/se, residir en la divinidad del
origen, ser divinidad que al enunciar
provoca la existencia. Por ello, Valente
se hace carne en el verbo y convierte
esa carne en fuego espiritual, transubstanciado. “Sólo se llega a ser escritor
cuando se empieza a tener una relación
carnal con las palabras” (13). Escribir
así, conlleva un morir para nacer y un
morir, al fin, para no-nacer nunca más,
para residir en la atemporalidad del noser que puede requerir la vida verdadera.
En este sentido, Valente se origina y se
destruye, se objetiva ya que nada biográfico es válido ni siquiera real, elabora un
universo propio desubjetivizado, sin
identidad personal, disiente de lo estandarizado por engañoso. Exiliado de concesiones fáciles, renuncia a las equivalencias literarias, aunque en aparente
contradicción, asume la intertextualidad,
sin embargo aquellas voces de las que se
apropia implican la cadena de un decir
(9) GOYTISOLO, J.: “Experiencia mística, experiencia poética”, en HERNÁNDEZ
FERNÁNDEZ, M.T.: Ob. Cit., pág. 110.
(10) VALENTE, J.A.: “Cómo se pinta un dragón”, en Obra poética, 2. Madrid, Alianza,
1999, pág. 12.
(11) REYZÁBAL, M.V.: “Lezama Lima, recreador de mitos”, La Cultura, septiembre 2000.
(12) VALESIO, P.: “El contorno de la ausencia (Reflexión sobre la poesía valentiana)”, en
HERNÁNDEZ FERNÁNDEZ, M.T.: Ob. Cit., págs. 222-223.
(13) VALENTE, J.A.: “Cómo se pinta un dragón”, Obra poética, 2, 1999, pág. 11.
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que va más allá de cualquier autor, que
traspasa tiempo y espacio y continua
siendo saeta certera del saber supraindividual. Por eso, Valente es el mito griego, es Quevedo, Cervantes, Rosalía, el
Evangelio, la Cábala… memoria y olvido
colectivos e individuales. Desde esta óptica, el poeta es un ser privilegiado para
“ver” y para “nombrar”, un iniciado que
conoce el lenguaje de los dioses.
Valente llega a la mística por el lenguaje, su dios es la palabra órfica y prometeica, misteriosa, inefable o rebelde,
que él persigue por sendas oscuras, que
él desea iluminar en sus formalizaciones.
Un lenguaje ambiguo, desgastado, creador del mundo y del ser humano que el
poeta debe anular, silenciar, acotar, purificar para que pueda hablar por primera
vez, para que sea capaz de re-generar lo
real de la realidad. Esta ascesis lingüística transforma la experiencia en vivencia
idiomática, la percepción en sabiduría,
las limitaciones en libertad espiritual.
Dios no está al final de un ascenso, sino
en el principio de la hondura, en el
nombre que nombra por primera vez la
nada del todo, la inmensidad de la contemplación metafísica: “Y busqué en lo
hondo/ la palabra…” para alzar, entonces, la súplica de A modo de esperanza:
“que la palabra sea verdad”.
Conocer, conocerse por y para
la palabra, enigma no resuelto por el escritor, desde A modo de esperanza
(1955), pasando por No amanece el
cantor (1992), Nadie (1996), Cantigas
de alén (1996); Fragmentos de un libro
futuro (2000) o hasta Anatomía de la
palabra (2000):
Cruzo un desierto y su secreta
desolación sin nombre…
Todo yo poético es una aventuraquimera lingüística, un renacer mortal a
cada paso, sediento y oscuro, laberíntico: “Si hundo mi mano extraigo/ sombra;/ si mi pupila,/ noche;/ si mi palabra,/ sed.”, sostiene en A modo de esperanza, pues:
Ni una lágrima
cae
ni una palabra, como
si todo hubiese sido consumado.
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Para Valente, el verdadero hallazgo
es la palabra justa (asume “Debe haber
muchas palabras que yo todavía no sé”.
Voz que al encontrarse se identifica con
la del colectivo, la anónima: “la compartida”, “la convivida”, la “habitada y
usada como el aire del mundo.” Ciertamente, la palabra poética es aire, respiración, aliento vital y se opone a lo trivial, superficial y por ello ruidoso. Sólo
la palabra revelada al poeta por su propio indagar, intuye lo que el ser es, a diferencia de la de aquellos “que hablan en
representación/ de la tierra, de la cultura
occidental, del Pacto Atlántico…”
Para la empresa místico-poética, el
ser humano está solo, la ayuda de Dios
es imposible, utópica, pues su existencia
únicamente se hace evidente en cuanto
ausencia, por ello, en vía purgativa, el
poeta se constata en la obligación de erigir la última palabra como en Poemas a
Lázaro: “Nunca un ángel;/ yo mismo/
pronunciará la última palabra/ en esta
soledad”. Aparece así el desierto, la dolorosa purificación del espíritu en atroz
soledad, la noche. Valente necesita habitar sus palabras, ser nombrado por sí
mismo y por el otro en la piedra de la
escritura, en cada sonido o grafía perpetuadora y ello, a pesar del desnudamiento bautismal que ha hecho de su identidad: “Al fin me diste un nombre”. Alcanzar esa nominación no produce orgullo ni vanidad, no conlleva ambición
sino humildad, pero también entusiasmo. Fascinación, por ejemplo, ante la
mujer, el amor y el lenguaje, en cuanto
enigma procreador, pues “Crear lleva el
signo de la feminidad”, de ahí también la
concepción del “padre-hembra”:
Desde el umbral me llega, tibia y sola,
la voz de la mujer envuelta en sueño,
caída aún en la última caricia…
Se deshacen
lentamente la luz y las palabras.
Mujer, sueño, palabra, luz, conceptos que generan un espacio de placidez,
cercano al que provoca el mar y el aire,
la voz-silencio: “Alguien ha dicho una
palabra/ como silencio en un hondo
mar,/ mientras el aire iba y volvía/ de
eternidad a eternidad.”. La eternidad del
aire, la permanencia del mar remiten
nuevamente a la relación entre lenguaje
y silencio. Sin embargo, tal silencio per-
turba cuando es negación del enunciar y
no fertilidad: “Dadme un día,/… para
que pueda así/ escoger la palabra, el
adiós, el silencio:/ para que pueda hablaros.” Hay una necesidad de diálogo
en el fondo de este decir y de este callar,
que insistentemente deviene en despojamiento: “Despojado de mí busco mi
cuerpo en vano,/ sigo en vano mi voz”.
Cuerpo que es voz, no-cuerpo si no se
puede nombrar, espíritu-ave que vuela
por encima del lenguaje, vocablos que
viven en el origen del limo como el sapo
“de húmeda palabra”. Lo inaceptable
consiste en “caer de tus palabras”, esas
que son reconciliación de poetas a través de las distintas épocas y corrientes,
ensueños comunes o “comunales sueños” “con idéntica fe”.
Valente, el místico del decir y del callar, el místico ajeno a dioses, elabora
constante un desacato al poder hipócrita
del lenguaje prostituido en intereses
mezquinos. Hace y deshace su mudez en
el canto desnudo de sus versos, a pesar
de residir entre mercaderes, preparado
ante la muerte que reconoce triste:
Difícil es partir
cuando arrancarse a todo lo que ama/ mos
duele tanto en los labios.
Amargas son entonces las palabras.
Porque la muerte implica el fin del
pronunciamiento, el jamás retornar al
decir y producen tristeza las “palabras
que no pronunciamos”. El yo poético
sólo es signo lingüístico, como ya se ha
dicho, así su desaparición desdice el lenguaje, lo protoverbaliza de manera
opuesta a cómo lo silencian las incursiones místicas. Ambas nociones coexisten
en la poesía de Valente, su pretendido
no-ser y su temido “dejar-de-ser”, su silencio sonoro y la imposibilidad amarga
de renacerse a través del lenguaje que
crea el mundo, pero no puede resucitar
al poeta, renacerlo más que en otro poeta. Por eso, del poematizar intemporal
de la historia literaria se puede hablar
desde los propios versos:
Si supieras cómo ha quedado
tu palabra profunda y grave
prolongándose, resonando…
Cómo se extiende contra la noche,
contra el vacío o la mentira,
su luz mayor sobre nosotros.
Este es el triunfo de Valente, ser eslabón de la cadena, no confundible con
ningún otro. Haber tenido el coraje de
buscar las últimas causas sin rendirse a
las divinidades, asumir los condicionamientos de la propia lengua para trastocarlos y reforzarlos en aras de volver a
nombrar por primera vez las cosas y su
nada. “Multiplicador de sentidos, el poema es superior a todos sus sentidos posibles. Y aunque todos ellos nos hubieran
sido dados, el poema habría de retener
aún de su naturaleza lo que en rigor lo
constituye, la fascinación del enigma”
(14). Valente ha logrado desposeerse de
sí, en la “oscura luz del fondo”, pero con
la certeza de que “Mientras pueda decir/
no moriré”, desrazón maravillosa del
amor al verbo, donde “Caer fue sólo/ la
ascensión a lo hondo”, el “propio desenganchamiento” que conduce a otra vida,
aunque el autor asuma que “No pude
descifrar, al cabo de los días y los tiempos, quién era el dios al que invocara entonces”, pero sabe que subsiste la esperanza mientras algún poeta amase/beba
con pasión el pan/vino de la palabra para revelar esencias con el eco de sus versos.
(14) VALENTE, J.A.: “Cómo se pinta un dragón”, Obra poética, 2, 1999, pág. 9.
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