Muda de piel: novela

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Universidad Nacional de Colombia
Maestría en Escrituras Creativas
Jaime Ignacio Pedraza Forero
TÍTULO DEL TRABAJO DE GRADO
“MUDA DE PIEL”
NOVELA
JAIME IGNACIO PEDRAZA FORERO
03389861
Trabajo de grado presentado para optar al título de
Maestro en Escrituras Creativas
DIRIGIDO POR:
JAIME ECHEVERRI
UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA
FACULTAD DE ARTES
MAESTRÍA EN ESCRITURAS CREATIVAS
Bogotá, 2012
Universidad Nacional de Colombia
Maestría en Escrituras Creativas
Jaime Ignacio Pedraza Forero
“MUDA DE PIEL”
NOVELA
(Resumen)
Se trata de una novela de formación basada en las experiencias vividas por el autor
en el año en que prestó el servicio social obligatorio en un hospital universitario en Bogotá.
El encuentro con otro intruso que vivía una búsqueda parecida a la suya le hizo pensar que
la entrada a la vida adulta podía hacerse en compañía. Lleno de furia y de miedo rompió los
soportes de su mundo en busca de una salida. Quería escapar de una realidad social y
familiar que lo asfixiaba. El contacto con la libertad lo llevó a un estado mental que le hizo
temer por la unidad de su yo y por la salud de su mente y terminó, por fortuna, en sillón del
psicoanalista. Vistas en retrospectiva, esas vivencias fueron un llamado de la vida a
cambiar el rumbo.
Los temas de fondo que toca el autor son la exploración de la unidad del yo y la
búsqueda de la libertad con los terrores que la acompañan, que pueden llevar a la mente a la
ruptura. Vuelve la vista a una época amarga y luminosa, preñada de encuentros y pérdidas,
que lo dejó exhausto y maravillado en el umbral de la vida enrumbado hacia un camino
incierto que asumiría ahora sí con plena conciencia, con los ojos abiertos.
Palabras clave: Escrituras creativas, Narrativa, Novela de formación, Autobiografía
“SHEDDING THE SKIN”
A NOVEL
(Abstract)
This is a coming-of-age story based on the author’s experiences during the year of
his mandatory medical service at a University Hospital in Bogotá, Colombia, as a requisite
for graduation from Medical School. An encounter with another outsider who entertained a
search similar to his own made him think that adulthood could be entered in company. Full
of rage and fear, he smashed out the supports of his own world while in his search for a
way out. He wanted to escape a social and family reality that was smothering him. The
contact with freedom took him to a mental state that made him fear for the unity of his ego
and the health of his mind, and that, fortunately, ended up with him on the Psychoanalyst’s
couch. Seen in retrospective, these experiences were a call for a change of life and path.
The subjects that interest the author are the exploration of the unity of the ego, and
the search for freedom, along with the terrors that accompany it, which may lead the mind
to rupture. He turns his view onto a bitter and luminous time, full of encounters and losses,
which left him exhausted and bedazzled at the threshold of life, en route towards an
uncertain future that he would now undertake in full awareness, with open eyes.
Key words: Creative writing, Narrative, Coming-of-age story, Autobiography
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Jaime Ignacio Pedraza Forero
“It is no measure of health to be
adjusted to a profoundly sick
society”
Krishnamurti
PRÓLOGO
El niñito de 6 años está sentado en la orejona de la sala de su abuela. Balancea los
pies que no le alcanzan para tocar el suelo y hojea un libro. Hace pocos meses aprendió a
leer. Mientras que los demás juegan y se desgañitan, él descubre el mecanismo que le
permite suspender el tiempo, aislarse en una crisálida tibia e insonora y penetrar en el
mundo de las hadas, los gigantes, los héroes y las princesas. Con el paso del tiempo cada
vez se exige más, y cada vez le es más fácil entrar en ese reino de las maravillas.
Tuvo la fortuna de encontrar en los ojos y la voz de su abuela la apreciación y el
estímulo que tanto necesitaba para afirmarse y sentirse aceptado. Ella se dio cuenta de que
este niño no necesitaba juguetes, lo que le gustaba era leer. Entonces en cada cumpleaños y
para navidad, o a veces sin motivo, se aparecía con las manos llenas de tesoros: Verne, Poe,
Dickens, Defoe, las mil y una noches, Salgari, Karl May, Pombo, Marroquín, Dumas. Esta
forma de amor, la primera y la fundamental, le creó un vínculo indeleble con el placer de la
lectura. Leo para que me amen, me aman si leo, parecía sentir. Con el tiempo desarrolló un
lenguaje elaborado, inesperado para sus pocos años, que descubrió que le servía de
pasaporte al mundo adulto y provocaba la envidia de sus pares; envidia que no pocas veces
se vistió de burla. Ansiaba oír el tono apreciativo y ver el brillo en los ojos de su papá
cuando aventuraba una opinión o hacía un comentario inteligente. Escribir le gustaba
menos, pintar, le encantaba.
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Todo lo que leía le despertaba una enorme curiosidad por su universo. Se volvió
preguntón. Quería saber. No perdía oportunidad para acosar a los viejos con preguntas
sobre la historia de la familia que le apasionaba. Estos relatos tenían para él la misma magia
y el mismo encanto que los libros que lo transportaban en el tiempo y el espacio.
Se quedaba traspuesto en la biblioteca infantil del colegio. Esperaba con
impaciencia la hora de lectura porque quería volver a tener en sus manos la bella colección
de Mitos y Leyendas y de Cuentos escogidos de todos los países. Una semana en que
estuvo enfermo su madrina le regaló un tomo de esa colección dedicado a Grecia: Perseo y
la Medusa, Teseo y el Minotauro, Jasón y los Argonautas, los Trabajos de Hércules. Este
regalo le dejó una marca definitiva.
La adolescencia lo encontró mal preparado física y emocionalmente, era muy poca
cosa, creía se iba a quedar enano, lampiño y solo, con sus gafitas, su torpeza y su aparato de
ortodoncia. El sudor de las manos y la maldición del sonrojo que le producían incluso los
pensamientos lo dejaban confundido y exhausto al final del día. Solo en los libros
encontraba descanso. Le robaba horas a la noche, todas las noches. En su mundo sus
pretensiones intelectuales y sus ínfulas de sabelotodo, además de ser una rareza, eran más
un pasivo que un activo. Incluso sintió a veces la necesidad de hacer concesiones y dejar de
indagar. No pudo. La biblioteca de los grandes se convirtió en otra fortaleza encantada,
llena de tesoros insospechados, la gran literatura. Renunciaba a los recreos para leer a
Sholojov, Kafka, Camus, Amado, García Márquez, Vargas Llosa, Borges.
Las tensiones del crecimiento lo dejaron a caballo entre dos mundos. Los grandes
del curso iban a fiestas, a bailar, bebían, fumaban, se drogaban, jugaban al fútbol, se iban de
putas, o se ennoviaban con las niñitas de sociedad, se robaban los carros de los papás y
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echaban carreras por las noches. Los chiquitos leían, oían música, se morían de la envidia,
iban a fiestas, bailaban, bebían, fumaban, se drogaban, jugaban al fútbol, pero para
aparentar, sin verdadero gusto, muertos de miedo y de culpa. Hacia el final del bachillerato
desarrolló una amistad profunda con uno de sus compañeros. Crearon un espacio para
hablar de otras cosas, pues su amigo era otro lector apasionado y sensible, amante de la
música clásica, de la buena mesa, con unos papás generosos y una casa amable, además de
una hermana dos años menor que lo puso a soñar. Hicieron más concesiones de las debidas
al alcohol pensando que era el estimulante de la conversación y la confidencia y que lo
podían controlar. Pareció ser así en un comienzo, pero años más tarde asistieron con dolor a
la muerte de su relación y descubrieron que el estimulante era más bien un tósigo mortal.
A los diecisiete años se vio abocado a decidir lo que iba a hacer con el resto de su
vida. En su mundo a nadie le pagaban por leer, la profesión ideal. Tampoco eran bien vistas
las letras y la filosofía y no contó con el apoyo familiar ni las agallas para defender una
decisión de esta naturaleza. Llevado de su condescendencia habitual y sus ganas de agradar
y de que lo quisieran se resolvió por la profesión de su papá y de su abuelo. Fue un
estudiante pasable, y llegó a ser un profesional mediano.
Durante toda la carrera le sacó tiempo a los textos de medicina para seguir leyendo
lo que le gustaba y le interesaba, en una búsqueda incesante de significado. Tal vez por eso
no llegó al nivel de especialización de sus compañeros con más vocación y menos lastre.
Pronto se dio cuenta de su condición de intruso en un mundo al que no comprendía y al que
no estaba muy seguro de querer comprender.
Recorrió su camino a trompicones, en un estado permanente de duda y desazón,
apenas con lo justo para no desfallecer, equivocándose, haciéndolo todo más difícil. Tal vez
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era una depresión, pero no se daba cuenta. Aunque varias veces creyó haberse enamorado,
siempre fue ajeno a la entrega. Por fin, en un raro arranque de valentía, y aprovechando
una agudización de su estado emocional causada no tanto por una ruptura amorosa, sino por
descubrirse aislado y mal equipado para lo que venía, detuvo su huida segundos antes de
sucumbir a la adicción y comenzó psicoanálisis.
Por fin sentía que podía respirar. El encuentro con otros que compartían las mismas
perplejidades fue un bálsamo. Se aferró como un náufrago a esta línea de vida. Se dio
permiso para la singularidad, para deshacerse de siglos de culpas propias y ajenas, para no
seguirle haciendo el quite al éxito. Pudo ver con mirada crítica sus años en la escuela de
medicina, el ejercicio estéril de una profesión a la que hizo esfuerzos infructuosos por amar,
y sobreponiéndose al horror de contradecir el mandato familiar, rompió con ese mundo y se
lanzó en busca de la libertad y la autoexploración, una gesta no exenta de errores y
angustia.
Gracias a un talento medio olvidado para los idiomas, y a la ayuda de un profesor
que le enseñó castellano y latín, pudo darle un giro definitivo a su profesión. El oficio de
traductor le permitió soltar las amarras de su vieja vida y encontrar la independencia
económica y un sentido recobrado, o tal vez nuevo, de la propia valía, de la libertad. Su
trabajo le permitía vivir más que dignamente. Alcanzó un alto nivel de eficiencia y calidad
y consiguió una vida cómoda.
Durante esos años de crecimiento sintió a veces la necesidad de escribir. Pasó de la
convicción de no tener nada importante que decir a la necesidad de contar(se), para
empezar, algunos episodios de su propia vida. Para entenderlos mejor narrarlos era una
buena vía. Pensaba en un “Bildungsroman”, una novela de formación basada en sus
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experiencias del año en que prestó el servicio social obligatorio en un hospital universitario
en Bogotá. El encuentro con otro intruso parecido a él le hizo pensar que la entrada a la
vida adulta podía hacerse en compañía. Lleno de furia y de miedo rompió los soportes de su
mundo en busca de una salida. Quería escapar de una realidad social y familiar que lo
asfixiaba. El contacto con la libertad lo llevó a un estado mental que le hizo temer por la
unidad de su yo y por la salud de su mente y terminó, por fortuna, en sillón del
psicoanalista.
Vistas en retrospectiva, esas vivencias eran un llamado de la vida a cambiar el
rumbo. Había que darles forma. El primer intento falló. No sabía por dónde comenzar el
relato.
Mucho tiempo después supo de la existencia de la Maestría y vio que ahí estaba la
respuesta. Pasaron otros tres años antes de tomar la decisión porque el miedo a incumplir
los compromisos económicos y familiares era grande y abrazar este sueño con más de
cincuenta años de edad se le aparecía a ratos como una locura adolescente, un “démon de
midi”.
La Maestría representó un quiebre fundamental. Otro umbral preñado de
significado, de entusiasmo por el conocimiento y de la alegría inmensa de compartir con
otros convocados por la misma pasión, por iguales búsquedas. Las clases de teoría y el
taller de narrativa le abrieron las puertas a una nueva forma de ver la literatura y, por qué
no, de vivir. Ya nunca más volvería a leer como antes. Podría revisitar las obras amadas
con una mirada completamente nueva y fresca.
Al comenzar la Maestría, las primeras páginas de la novela daban una impresión
penosa. La escogencia del punto de vista, la voz del narrador, el lenguaje, todo apuntaba al
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desastre. La primera intención fue narrar los sucesos desde una distancia de veintisiete
años, en una suerte de reflexión escrita con una perspectiva lejana y fría. Un fracaso.
Gracias a la acertada guía de Alejandra Jaramillo, los cambios le permitieron avanzar en el
relato con más agilidad.
Alejandra le sugirió leer La pasión según GH de Clarice Lispector y En breve cárcel
de Silvia Molloy; Martín Solares, escritor mexicano invitado a la Maestría, a Sostiene
Pereira de Antonio Tabucchi, y el Palacio de la Luna de Paul Auster. Estas obras le
ayudaron a ingresar en el terreno de lo autobiográfico y a perderle el miedo a la ficción. Al
fin y al cabo, solo somos una colección de recuerdos filtrados. Recordamos lo que más nos
interesa o nos afecta y damos al olvido lo que más nos duele o nos deja indiferentes y a ese
pequeño atado le damos el nombre de Yo. Así, 27 años suponen una distancia demasiado
grande para reconstruir con fidelidad el orden de los sucesos, las minucias de la realidad.
El segundo intento fue narrar en primera persona, en presente, como si el personaje
estuviera viviendo y transmitiendo los sucesos en tiempo real, pero el resultado fue
insatisfactorio. Se trataba de un punto focal demasiado estrecho que no permitía levantar la
mirada y refrescar el panorama.
En el segundo semestre, con la orientación de Marta Orrantia, una cazadora
incansable y capaz que no deja pasar detalle y que destaca con igual tino los aciertos y
desaciertos, el resultado fue un texto mucho más claro y limpio, en el que la anécdota ya
tenía dirección y propósito. Cuando se vio que el protagonista estaba definido y casi
encontrada su propia voz, y que la narración tenía que hacerse desde una perspectiva
cercana, como si el personaje hubiera terminado de vivir su experiencia hacía un tiempo
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relativamente corto, pudo suprimir sin dolor una larga digresión al pasado, con imágenes de
la infancia y la adolescencia que restaban agilidad a la narración.
La clase de estructuras narrativas con Alonso Aristizábal también contribuyó a
aclarar e impulsar el proyecto. En el segundo semestre leyó con sus compañeros obras de
autores fundamentales, Homero, Hemingway, Scott, Kafka, Camus, Faulkner, Coetzee,
Borges, Rulfo, Conrad, Salinger, García Márquez, muchos otros.
Al promediar el tercer semestre la anécdota llegó a su final y comenzó el trabajo de
corrección. El acompañamiento de Jaime Echeverri en los dos últimos semestres estuvo
lleno de afecto, de luz y de humor. La lectura en voz alta hizo que se destacaran algunas
virtudes del texto y muchos de sus defectos, sobre todo una tendencia al barroquismo, al
adorno innecesario, a la retórica. La corrección tuvo tanto de literaria como de psicológica,
porque el autor descubrió que no tenía que impresionar a nadie, que el público de su
narración era él mismo y que la necesidad de contar esa historia no era más que el deseo de
repasar un año que para él había sido fundamental. Ese descubrimiento lo dejó en libertad
de contar su historia en un lenguaje directo. Tal vez le faltó un toque de humor y ligereza.
Echeverri le sugirió leer a Italo Svevo, la Conciencia de Zeno, una obra maestra de la ironía
y el sarcasmo hacia la pomposidad y el psicoanálisis. Sin embargo, no logró alejarse del
todo de un tono un tanto solemne y memorioso.
Los temas de fondo que pretendía tratar en la novela eran la unidad del yo y la
libertad junto con sus terrores, que pueden llevar a la mente a la ruptura. Quería volver la
mirada hacia esa época amarga y luminosa, llena de dudas y búsquedas, a esa línea
divisoria que lo dejó exhausto y maravillado en el umbral de la vida apuntando hacia un
camino incierto asumido con plena conciencia, con los ojos abiertos.
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Al final de los dos años más felices de su vida, se había llevado algunas enseñanzas
cruciales para un escritor. El artista se debe solo a su obra, y se tiene que aproximar a ella
desnudo y sobrio. No puede usar escudos o armaduras ni guantes para tratar los temas. Si
toca algún nervio y le duele, pues que así sea. No es su oficio buscar el alivio o esconderse
del sufrimiento. A nadie le tiene que rendir homenajes; no tiene por qué suavizar el
lenguaje u omitir lo que realmente piensa para no herir susceptibilidades. Tampoco ofender
por el prurito adolescente de sacarse clavos. La solemnidad solamente está al servicio de lo
solemne, el resto de la vida es aire y ligereza. Tenemos a la muerte de compañera
permanente. Mientras reclama su premio final estamos obligados a vivir.
El autor está lleno de gratitud hacia sus maestros y sus compañeros. Es larga la lista
de momentos hermosos, de lecturas compartidas, de conversaciones enriquecedoras. Quiere
destacar la invitación a visitar otros mundos. El mundo de Joyce. Ulises. Lo que a los 28
años del autor había supuesto un deslumbramiento y un esfuerzo se convirtió en un viaje de
exploración y aprendizaje, de descubrimientos lingüísticos y literarios de enorme riqueza.
Poder escalar esta cima hace que el resto de la gran literatura plantee retos que ya no son
imposibles.
El mundo de Beckett. La inteligencia de Joe Broderick y su deferencia personal
crearon otra aventura de enorme profundidad. Si a los 17 años Molloy había sido una
frustración, ahora las obras de teatro, los montajes visuales, los cuentos, las novelas de este
genio del humor y la ternura por los desposeídos, por los quedados al margen del progreso
y de la muerte de la civilización se convirtieron en otro tesoro.
El autor quiere agradecer también a sus compañeros de curso que tanto le enseñaron
con su lectura cuidadosa y sus comentarios acertados y cordiales.
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En el último lugar de la lista, pero en el primero del corazón están Verónica, su
esposa, y Gabriela, su hija. Sin su generoso acompañamiento estos dos años habrían tenido
otro destino. Buena parte del éxito de llegar al final de la Maestría con la tarea hecha se les
debe a ellas. Paciencia, cariño, admiración, complicidad, aliento en todos los recodos del
camino. Gracias.
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MUDA DE PIEL
No sé en qué momento se afincó el rencor.
La casa comenzó a caerse a pedazos.
Era grande, clara, estaba bien situada y no tenía más de diez años de construida.
Como todo proceso, fue gradual, pero no puedo establecer en qué momento empezó a
pudrirse. Mugre, olor a suciedad, a desidia, a abandono, la pintura desconchada, la loza fina
y los cubiertos de plata acumulando polvo, los muebles de la sala cubiertos con forros de
tela desvaídos por el sol. Todo frío y desangelado. Los libros de arte de la biblioteca
quedaron perdidos después de un par de inviernos. A nadie le dio la gana de mandar a
arreglar el techo.
Nos alejamos de la casa y unos de otros.
No sé cuánto tiempo llevaba con esta sensación rara, un dolor sordo en un lugar
indefinible. Tal vez la agudización de una incomodidad vieja. Una dificultad tremenda para
relacionarme. Sin saber cómo ni para dónde, sin tener con qué, una sola idea se iba
aclarando en mi mente, tenía que irme de ahí antes de que todo ese frío, ese silencio y ese
rencor terminaran por matar la esperanza de una vida normal.
No hay gritos. Es peor. Desprecio, miedo, silencios que duran meses, mucho peor.
—Necesito…
—Dígale a su papá…
—Necesito…
—Dígale a su mamá…
—Tenemos que hablar,
—Yo con usted no tengo nada de qué hablar.
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De dónde viene todo esto
Mi papá decidió casarse cuando se enteró de que a su mamá le quedaban pocos
meses de vida. Sin eso, quizá habría aplazado más la decisión. Él mismo decía en son de
chanza que traía vivo su complejo de Edipo. Muy joven, comenzando la carrera, tuvo que
hacerse cargo de ella y de sus hermanos menores cuando mi abuelo los abandonó.
Mi abuela y su mamá, una de las jóvenes viudas de la Guerra de los Mil Días, eran
dueñas de tierras en la Sabana de Bogotá. Pertenecían a las generaciones de mujeres solas
que se hicieron cargo de los campos durante todo el Siglo XIX colombiano. Los hombres se
dedicaban a la política y, por supuesto, a la guerra. Se movían por todo el país al vaivén de
los conflictos civiles y cada cierto tiempo regresaban a tomarse un descanso. Hacían un
hijo, daban órdenes, compraban y vendían, y se volvían a ir llevándose los ahorros, los
caballos, el ganado y los peones. Cuando mi abuela llegó a la edad de casarse, las tierras
daban apenas lo necesario para vivir, y el pater familias era un abuelo, ya viejo y cansado,
que había visto reducir el patrimonio original en ventas sucesivas para poder comer.
Huyéndole a la pobreza y a la violencia de las tierras duras de Santander vino mi
abuelo, un muchachote rubio y sonrosado, negociante de ganado y de tierras, tramposo y
encantador que la cortejó, la enamoró y se quedó con ella y con sus tierras y le hizo ocho
hijos. A los hombres, sobre todo a mi papá, el primogénito, los trató como animales, a las
físicas patadas. A las mujeres, salvo la mayor, con la que también fue un patán, con cierta
curiosa caballerosidad. Mi abuela lo quiso con furor demoniaco, le perdonó todas las
infidelidades y el abuso con sus hijos, e incluso años después del abandono seguía
suspirando por él.
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Tras la separación mi papá tuvo que combinar los estudios de medicina recién
empezados en la Nacional con un trabajo como visitador médico para complementar los
magros ingresos familiares y terminar de educar a los menores. Con grandes exigencias y
dificultades terminó la carrera y se quedó en el hospital universitario bajo la tutela de uno
de sus profesores que lo convirtió en su alumno predilecto y lo enfiló hacia el éxito en la
academia y en la práctica privada.
A los treinta y cuatro años, la sentencia de muerte de su mamá le remeció los
cimientos. Era hermoso, brillante y ambicioso. Con su trabajo en el hospital y en el
consultorio, la vida pintaba bien. Por primera vez vivía con cierta abundancia y tenía un
sentido de futuro.
***
Mi mamá era hija única de un matrimonio de viejos. Mi abuela pertenecía a una
familia prestante de Medellín y en la adolescencia vivió cuatro años en Bogotá mientras su
papá desempeñaba un alto cargo en el Gobierno. Aquí conoció a mi abuelo, nacido en el
Tolima pero de ancestro santandereano, médico, diez años mayor que ella, encargado de su
mamá viuda, dos hermanas solteronas y de otra mal casada. Los presentaron en un paseo y
se enamoraron. El abuelo le propuso matrimonio y le pidió que lo esperara unos años
mientras organizaba sus asuntos. Ella aceptó y al terminar el encargo de su papá regresó
con toda la familia a Medellín. Él se fue a Europa al terminar la Primera Guerra Mundial y
pasó siete años entre Londres y París estudiando y trabajando. Mantuvieron el noviazgo por
carta. Al regresar a Colombia ejerció un tiempo en Girardot, donde hizo unos pesos, y
luego se radicó en Bogotá. Lo nombraron profesor en la Universidad Nacional y comenzó a
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ejercer con éxito. Montó su casa con todas las comodidades, incluso con lujos, y cumplió su
promesa. Habían pasado veinte años, la abuela tenía treinta y seis y él cuarenta y seis.
Un año más tarde nació mi mamá y dos años después tuvieron otra niñita,
prematura, que murió a las pocas horas de nacida. Y ahí quedó la hija, sola, entre el par de
adultos dedicados a compensar los años perdidos entre las cartas perfumadas y la
larguísima espera. Puede que le hayan puesto poca atención. Ella hablaba de soledad e
insomnio casi desde la cuna. No tenía primos de su edad en Bogotá, ni hijos de
contemporáneos. Esperaba con ansia las vacaciones que pasaba en Medellín, con sus
primos y sus tíos. La educaron las monjas de la Presentación pero en una insólita muestra
de autonomía adolescente pidió que la cambiaran de colegio los dos últimos años del
bachillerato y se graduó en un colegio de niñas de clase alta en donde fue capaz de crear
unos vínculos estrechos que le durarían toda la vida.
Cuando dijo que quería ir a la universidad mi abuela se opuso, pero el abuelo la
apoyó. Ingresó a Enfermería en la Universidad Nacional y a los dos años se cambió a
Instrumentación Quirúrgica. Una vez graduada, de nuevo enfrentándose a mi abuela a la
que le causaban pavor esas muestras de modernidad e independencia, entró a trabajar a la
clínica privada más importante de Bogotá, de la cual el abuelo era accionista y miembro de
la junta. Dice que allí fue feliz.
Mi papá la deslumbró. Le pareció perfecto. Solo le veía dos problemas, la fama de
conquistador y su propia cortedad que la hacía pensar que él no se iba a fijar en ella. Pero se
fijó. No era la más bella pero tenía buen porte y una hermosa melena de cobre nuevo, la
piel blanquísima llena de pecas y los ojos verdes. Su nariz era grande y la acomplejaba,
pero al tiempo que le restaba belleza le daba carácter.
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En el dolor de la pérdida ya próxima de su mamá, mi papá decidió que esta
muchacha tímida y callada era la candidata ideal para el matrimonio. En sus últimos días la
futura suegra dio su anuencia. El noviazgo fue corto e incluyó un viaje a Medellín para
presentárselo a la familia. Causó sensación. Además de su presencia era un buen lector,
tenía una buena cultura, sabía de historia y de música. Había leído y admiraba a Fernando
González, y cuando los presentaron se sumergieron durante varias horas en una animada
conversación con exclusión de todos los presentes. Después del matrimonio mi mamá
nunca volvió a trabajar.
No sé si hubo cálculo de parte de él. Económico no, porque el abuelo era
acomodado, pero no rico y cargaba a rastras una rémora grande a la que tenía que mantener.
Político, tal vez, ambos eran liberales de familia y convicción, habían sufrido persecución
en los años de la violencia partidista; además, estaban las conexiones familiares…
Profesional, de pronto, el abuelo tenía un puesto de privilegio en la sociedad bogotana y en
la academia. Además, habían sido maestro y alumno y se caían bien.
***
Nueve meses exactos después del matrimonio nació mi hermana. Un parto difícil.
En la semana siguiente mi mamá entró en una depresión profunda que se convirtió en una
crisis sicótica aguda. Hubo que dejar a niña recién nacida al cuidado de una pariente. La
enfermedad duró cuatro meses y mi mamá regresó de las tinieblas con unos recuerdos
borrosos que nunca quiso revivir. Dos meses más tarde me estaba esperando a mí. En los
siguientes cuatro años nacieron mis dos hermanos, y por último, la chiquita, con síndrome
de Down.
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Los primeros ocho años de matrimonio, salvo la crisis, transcurrieron en apariencia
sin grandes dificultades. Mi papá recibió la herencia de tierras de su mamá y comenzó a
combinar su profesión con la agricultura y la ganadería, su otra obsesión. Algunas veces
con mala suerte, otras con peor. Tomó decisiones equivocadas, invitó a sus hermanos
menos afortunados e inteligentes a invertir en sus negocios, se quebró un par de veces, y
terminó asumiendo las pérdidas propias y las ajenas. Producía grandes cantidades de dinero
en su práctica médica. La mayoría de la plata terminaba en el saco roto de los malos
negocios, y otra parte en aupar a sus hermanos que no despegaban y a sus hermanas que se
habían casado mal. A él parecía no importarle, se le veía contento, progresando, siendo el
bueno de la familia, cargando con todo.
Malbarató muy pronto la herencia de su mamá y por primera vez en su vida se
quedó sin un pedazo de tierra. Casi se enloquece. Durante un tiempo dedicó los fines de
semana a una búsqueda ansiosa con un comisionista que le mostraba las propiedades, no
importaba si en tierra fría o en tierra caliente. Nosotros, chiquitos, nos montábamos en el
carro con él, y nos lanzábamos al camino, comiendo en fondas de camioneros, durmiendo
en hotelitos de pueblo, encantados, recibiendo lecciones prácticas de geografía e historia.
Mi papá viajaba con el dedo extendido señalando los hitos, los sitios, los árboles, los
cultivos, los animales.
Condolidas, las dos hermanas menores de mi papá nos regalaron un lote en la finca
de la sabana que heredaron de la abuela. Mi papá consiguió unos pesos y levantó una casita
de campo bella y cómoda, prendida al cerro, llena de ventanales. Nada de lujos, lo
necesario. Allí era la vida. Poco después hicieron la casa de Bogotá, que quedó solo para
estudiar y dormir de lunes a viernes.
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***
Cuatro años más tarde murió mi abuelo paterno. Mi papá y él se odiaban desde
siempre. Yo nunca lo conocí, su nombre ni siquiera se pronunciaba en mi casa. En su
último encuentro, el viejo se apareció en la clínica en donde estaba recluida mi abuela
pocos días antes de morir. Mi papá lo echó de la habitación sin miramientos, pero ella le
pidió que lo dejara entrar, porque se quería despedir.
Dejó de herencia una finca grande que en la vejez había dejado casi abandonada y
no producía nada. Era un terreno quebrado y pedregoso en la cara de la cordillera oriental
que mira hacia el valle del Río Magdalena. La adquirió en su juventud y en su origen fue un
bosque de niebla, de árboles maderables que él mismo explotó en un aserradero y que luego
convirtió en potreros para levantar ganado. El clima era frío y neblinoso pero unos pocos
cientos de metros más abajo ya había café y plátano. Cuando se levantaba la niebla el
paisaje quitaba el aliento. Estaba llena de quebradas de agua pura que corrían todo el año y
los potreros pastaban bien. Algunas zonas habían comenzado a erosionarse por la falta de
los árboles y era frecuente que el ganado se despeñara cuando el suelo o las piedras cedían
bajo las patas.
Desde su infancia, mi papá y sus hermanos habían detestado esta tierra porque el
abuelo los ponía a trabajar en las vacaciones como peones, sin sueldo. En un arranque,
decidió comprar los derechos de la herencia y quedarse con la finca. Todos sus hermanos le
vendieron, menos uno, que se negó porque estaban peleados. Esta herencia sí la conservó.
Nos reunió a mis hermanos y a mí para comunicarnos su decisión y preguntarnos si
queríamos ayudarle a ponerla a producir. Aceptamos entusiasmados.
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Al comienzo era toda una aventura. Los sábados llegábamos muy temprano y los
caballos ya estaban ensillados. El recorrido usual para contar el ganado, cambiarlo de
potrero, llevar sal a los lamederos y revisar las cercas tomaba cuatro o cinco horas. Si había
que ir a los potreros lejanos, donde se levantaban los novillos pequeños, el recorrido era de
seis o siete horas. Al terminar se hacían las cuentas con el mayordomo, se pagaban los
jornales y nos devolvíamos para la casa de campo en la sabana. Yo tenía quince años. Me
emocionaban el paisaje, los caballos, los perros, el agua y los árboles. Las faenas del
ganado, en cambio, me aburrían. Con el paso de los años comenzaron a pesarme todavía
más cuando me di cuenta de que nos habían enganchado como peones, sin sueldo.
Además, mis papás iban con su guerra a cuestas a todos los ambientes. Estar cerca
de ellos era detestable.
Papá
― ¿Qué quieres que te pinte?
― Un caballito
Unos pocos trazos mágicos sacan de la nada un potro brioso con las crines al viento.
Oigo el galope y el relincho.
― ¿Y ahora?
― Un elefante
Enorme, una verdadera montaña. Eleva la trompa y se abanica con sus grandes
orejas, en los colmillos carga algo que se parece al tronco de un árbol. De mi garganta sale
un ruido que no sé si es una carcajada o un sollozo. Estamos solos en la sala de la casa de
mi abuela materna. Perfectamente acomodado en su regazo, envuelto en el olor de su
colonia y en su voz grave que me hace cosquillas en la oreja. Me rodea con su brazo
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izquierdo y con esa mano sostiene la libreta. Luego, me da un beso en la coronilla y una
palmada en el trasero.
― Anda, ve a buscar a tus hermanos.
Me detengo a echar gasolina, y cuando bajo la ventana para entregar el dinero lo veo
en la isla contigua, reconcentrado, serio, con ambas manos apoyadas en el timón. El pelo
ahora gris, los hombros todavía erguidos. Se voltea al sentir mi mirada. Desde aquí alcanzo
a ver el bulto de los maceteros contraídos, las aletas de la nariz dilatadas, los ojos de hielo,
la boca sin labios, los nudillos exangües. Vuelve la mirada al frente, pone primera y
arranca.
Abuela
Tatata, luz de mi infancia, sigue yéndose de este mundo en la habitación de al lado.
Sin ella no sé qué habría sido de mí. Poco dada a los abrazos y a los besos, era chistosa y
ocurrente, se sabía unas canciones ridículas del año de upa y las cantaba haciendo unas
voces que nos hacían morir de la risa. Su versión de la Marsellesa en un francés
incomprensible y haciéndose la seria era encantadora. Recitaba poemas raros que no sabía
de dónde había sacado y tenía mil anécdotas de su juventud en Medellín y de su noviazgo
de veintitantos años con mi abuelo al que había amado con pasión. El bus del colegio nos
dejaba en su casa para tomar las onces y hacer las tareas. Nos hacía dictados de ortografía y
luego asábamos masmelos en el radiador del calentador de ambiente.
Lo que no me dio en caricias lo compensó dándose cuenta muy pronto de mi amor
por la lectura. Se dedicó a regalarme libros. Le gustaba leer pero su vista no era buena y se
cansaba pronto; tenía un olfato fantástico y se aparecía con unas joyas que, aunque podrían
ser demasiado avanzadas para mi edad, ella sabía que estaban a mi alcance. De sus manos
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recibí toda la dulzura, la emoción y la fantasía, los universos que desde entonces se
convirtieron en la fuente principal de significado. Todavía puedo ver y oler las bellas
ediciones ilustradas de las Mil y una noches y de Robinson Crusoe que a los siete u ocho
años me sacaron de este mundo a otro lleno de maravillas y emociones desconocidas, y las
Narraciones extraordinarias de Poe que tenía que leer de a poquitos para evitar los
estremecimientos del terror y el asombro, y mis héroes preferidos de la mitología griega y
los de Verne, Salgari y Karl May, por supuesto.
Una madrugada, yo debía tenía seis años, se despertó porque echó en falta las
rutinas de sus últimos treinta años. Mi abuelo se murió durante la noche en la cama gemela.
Los espejos y los cuadros se cubrieron con paños negros, los vestidos y los abrigos se
mandaron a teñir para el año de luto riguroso. Silencio cerrado y púrpura, solo interrumpido
por lloros, suspiros y rezos. Prohibidas las risas y los juegos. Luego, pedazo a pedazo se
desmontó su casa, se hizo una venta en la que se dieron a menosprecio, regalados, los
muebles de madera tallada, los candelabros de cristal, la victrola de cuerda, las alfombras,
los adornos, las cortinas de terciopelo, todos los tesoros que mi abuelo reunió durante su
noviazgo y su vida en común, el nido perfecto que le había tomado años armar.
Mis papás decidieron que la abuela se viniera a vivir con nosotros. Le hicieron un
apartamento en la casa nueva con todas las comodidades. Al poco tiempo de enviudar, con
apenas 70 años de edad, esta mujer vital, simpática, dueña de su mundo, que después de
más de treinta años en Bogotá no había abandonado el habla ni las costumbres de Medellín,
comenzó a perder la cabeza. Despacio, insidiosamente, al principio parecía una depresión.
Lloraba, se quería morir. Yo la abrazaba, llorando en su regazo y le pedía el favor de que
no se fuera, que yo no podía vivir sin ella. Luego, el olvido. Primero la memoria reciente,
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las gafas, el periódico, la cartera. El deterioro lento e imparable de la demencia senil tardó
años y años, y la fue agotando hasta dejarla reducida a un guiñapo humano que apenas si
respiraba. La pérdida más dolorosa de mi existencia.
Al principio la llevábamos con nosotros a la finca los fines de semana y las
vacaciones, pero más tarde hubo que dejarla en la casa al cuidado de las empleadas y de
una enfermera permanente. Desde cuando entré a la universidad comencé a usar mi carrera
como excusa para quedarme en Bogotá, y convertí la sala contigua a su cuarto en mi lugar
de estudio. Durante varios años la acompañé en silencio y con dolor, sacando resúmenes,
leyendo, con la idea de que si alguna parte de esa mente ya casi del todo sumida en la
oscuridad fuera capaz de percibir, no se sintiera tan sola.
La chiquita de la casa
La chiquita nació un año después de muerto el abuelo. Mis papás no nos dijeron
nada y pasó mucho tiempo hasta cuando pude darme cuenta de que algo no andaba bien con
este ser dulce y sereno, que se demoraba en sentarse, en gatear, en hablar, en cumplir todas
las etapas del desarrollo. Me nombraron padrino de bautizo y a los siete años tuve la certeza
de que me la habían encargado. Deseé muchas veces encontrar alguna forma de que su
mente atrasada se despertara un día normal, un golpe, un susto, un milagro, no sé.
Desde pequeña estuvo en instituciones de educación especial en donde logró
aprender a leer y a escribir con ortografía perfecta y a hacerse autónoma para las tareas de
la vida diaria, pero no para la calle. Los libros le fascinaban, podía pasarse tardes enteras
copiando artículos de enciclopedias. Tenía pasión por la televisión, la música y el radio, el
arequipe y el bocadillo. Nunca pudo con las matemáticas. Yo traté de enseñarle las
operaciones sencillas pero fracasé, igual que todos los que alguna vez lo intentaron.
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Su trato era dulce y amable pero podía ser impaciente e irritable. Al rato estaba
como si nada, no tenía memoria para ofensas o dolores. Nunca aprendió a decir groserías.
Mi hermana mayor era su modelo para todo lo femenino y yo era su objeto máximo de
curiosidad. Nunca me llamó por mi nombre, desde cuando aprendió a hablar fui su
“Padrino”. Cuando no la estaban viendo hacía incursiones secretas a mi mesa de noche y se
llevaba para su cuarto mis libros, las chucherías que guardaba, el radio en el que oía música
por las noches o el cable con el que lo conectaba a la pared, y más adelante mis cigarrillos o
el encendedor. Algunos objetos nunca volvían a aparecer. Espiaba mis reacciones, no
siempre amables. El libro podía durar desaparecido un par de días. Ella no sabía dónde
estaba, nunca lo había visto, no tenía idea de lo que yo le estaba hablando. Me podía
enloquecer buscándolo, pero jamás pude dar con sus escondrijos. Y de pronto, ahí estaba
otra vez.
No sé si su nacimiento fue el detonante del desastre o si hubo algo más. Tal vez se
culparon uno al otro, o se ofendieron más allá de lo que podían perdonar. Primero fue el
silencio, la hostilidad larvada. Luego las palabras hirientes, el trato duro. Mi mamá cerró la
casa, no volvió a invitar a nadie y se negó a acompañarlo a los eventos sociales. Vendió las
acciones de los clubes sociales que le había dejado mi abuelo. Nos dejó a cargo de las
empleadas del servicio y se apoyó en sus amigas de infancia, cada cual con una historia
más desgraciada, y comenzó a dedicar mucho tiempo a labores de voluntariado y
beneficencia. Mi papá, en plena madurez, estaba comenzando a figurar y a sonar para
cargos altos, tenía el consultorio lleno de clientela importante, se había abierto camino en la
academia, y de pronto se quedó sin apoyo ni representación. El círculo de la venganza se
cerró cuando los hijos comenzamos a temerle y a tomar distancia. Él reaccionó con
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arrogancia y violencia, casi siempre verbal, muy pocas veces física. Y luego otra vez el
silencio. La separación no era una opción, por lo menos por ahora.
La finca
La casa de campo fue otra excusa para no seguir en Bogotá. Comenzamos a pasar
allí todos los fines de semana, los puentes festivos y las vacaciones. Allí vivimos el final de
la infancia. Durante las vacaciones mi papá vivía solo en Bogotá y venía los fines de
semana. Aquí la chiquita estaba protegida, no disonaba, no causaba vergüenza. Con cinco o
seis años se iba de paseo con un pastor alemán que no se le quitaba del lado a visitar a
alguna de las tías que por diversas circunstancias se fueron a vivir a la finca. Allí se
mantenían los rituales antiguos de la hospitalidad y la solidaridad del campo. Todas las
casas eran su casa. Todas las familias eran su familia. Igual que sucedía con todos los
niños, la recibían con afecto, le daban un bocado, le prestaban libros o cuadernos y lápices
de colores, le enseñaban canciones.
En este núcleo guardado y protegido crecimos con una ilusión de normalidad
mientras los adultos sumergían las tardes en alcohol. Días azules sin nubes en enero. Lluvia
tras los cristales en abril. Agua pura del monte, alisos, sauces, cerezos y eucaliptos. El
ordeño y la huerta. Caballos y bicicletas. Mazorcas asadas a la brasa en la chimenea. La
ruana que tapó los primeros besos con la primita que comenzó a mirarme con ganas, el
primer amor prohibido. La edad crítica para adquirir las gracias sociales, ir a fiestas, salir
con las hermanas o las primas de los compañeros de colegio, enamorarse, la pasamos en
este exilio interior. Nos volvimos todos un poco subnormales y así el retardo se hizo menos
notorio.
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Pese a todo, este universo estaba poblado por una veintena de primos, todos nacidos
en el curso de una década, o un poco más y tenía un encanto particular. Era una comunidad,
había competencia física e intelectual, y el entorno natural era privilegiado y bello. Algunos
de los primos que vivían en la finca tenían talento para la música, tomaban clases de piano
y otros instrumentos y con ellos montábamos los villancicos de diciembre a varias voces.
Otros pintaban o escribían, y las bibliotecas de todas las casas, a las que yo tenía acceso
libre, estaban bien surtidas, incluso con obras en inglés y francés.
Juegos interminables al aire libre hasta cuando la noche era oscura, fogatas y
acampadas, historias de miedo, paseos de luna, comedias, charadas, los primeros
cigarrillos, los primeros tragos, los primeros besos. Libros, libros, libros, de noche y de día,
en las tardes de lluvia. En el fondo Bach, Beethoven, Mozart, Bartok, Chopin, Los Panchos,
José Alfredo Jiménez, Serrat, Sosa.
En la adolescencia todo se fue al diablo. Los adultos perdieron el control del
ambiente que ellos mismos habían creado y se les volvió pedazos entre las manos. Los
pequeños romances entre primos los aterrorizaron. Era apenas natural que en este ambiente
cerrado con la entrada en la pubertad los niños comenzáramos a sentirnos atraídos por
nuestros pares del otro sexo, o del propio. Nunca supe si le tenían miedo o ganas al incesto,
pero terminaron peleados. Todos los intentos por entender o resolver el asunto fueron
torpes y terminaron por confundir a todo el mundo. Obviamente el alcohol empeoraba las
cosas y les hacía decir y hacer cosas sin sentido.
Para mí fue una bendición que el estallido coincidiera con la entrada a la
universidad porque me liberó de las ataduras con la familia grande y la obligación de la
finca. Sin embargo, había quedado mal preparado.
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Patricia
Antes de entrar a clase de siete, la temperatura en el parqueadero del hospital es
gélida. De pronto siento dos puntos duros clavados en mi espalda, dos brazos que me
rodean y una oleada de perfume de efecto fulminante. Al dar la vuelta me la encuentro
muerta de la risa tapándose los senos con los brazos y haciendo pucheros:
— Es que tengo mucho frío…
No era bella en el sentido habitual pero era impresionante, tenía conciencia de su
atractivo y sabía sacarle partido a sus atributos. Como no era muy alta, no se bajaba de unos
tacones enormes que le daban estatura y porte, para no decir nada del balanceo. La ropa con
los detalles pensados para dejar ver poco, pero lo suficiente. No tendría dificultad para
encontrarla entre una multitud por el perfume, la risa y una especie de emanación
magnética poderosa y vital. También tenía unos melindres de niña chiquita que podían ser
enloquecedores. Cuando entramos a la universidad me sorprendió la facilidad con que me
dejó acercarme y al poco tiempo iniciamos una relación que pronto se hizo estrecha,
fraterna. Estoy seguro de haber fantaseado con algo más, pero la reacción que producía en
los hombres me hacía sentir inseguro. Ella nunca me vio con ojos distintos de los de la
amistad, y poco tiempo después se ennovió con un compañero nuestro, que para mí no tenía
otra gracia que una familia estable y rica.
Estaba fascinado con su personalidad, su inteligencia y su humor. Gozaba y sufría
en su compañía y con la forma como se enfrentaba a este mundo masculino que se rendía
ante ella.
Marta
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Era su hermana, cuatro años menor. Seria, no sé si triste, inteligente, trascendental,
tenía un temperamento fuerte. Cuando yo iba a su casa a estudiar con Patricia
terminábamos conversando horas. Desde el comienzo sentí que se interesó por mí. Estar
con ella era fácil y físicamente me atraía; bajita, el cuerpo bello y armonioso, el pelo
negrísimo, los ojos almendrados y una sonrisa preciosa. Me encantaba como se vestía y se
maquillaba, siempre bien cuidada, con una femineidad natural poco estudiada, sin histeria
ni manipulación. Un toque discreto de perfume y podía estar lista en dos minutos con todo
en su sitio. Cuando comenzamos el noviazgo yo estaba en tercer semestre y ella tenía
dieciséis años, estaba terminando el bachillerato.
Era directa en su conversación y tenía opiniones firmes. Compartíamos el gusto por
los libros, la música y el cine. Pasábamos horas hablando de todo y de nada, o estudiando
uno al lado del otro, callados sin que nos pesara el silencio. Sabía reírse conmigo y de mí.
Si teníamos con qué, íbamos a cine, a comer o a bailar, si no, nos reuníamos con los amigos
o nos quedábamos en su casa. Era una bailarina deliciosa, llena de gracia y soltura. Yo
aprendí a hacerlo bien para camuflar mis complejos y evitar hablar idioteces a gritos. En mi
mente un buen bailarín que no habla es superior a uno pasable pero locuaz; además, a las
mujeres les gusta que las hagan lucir en la pista.
Me encantaba oírla hablar y cantar en inglés. Había vivido parte de su infancia en
Estados Unidos y no tenía acento. De esa época su familia conservaba una relación con un
matrimonio sin hijos conformado por un médico de Carolina del Sur que fue profesor de su
papá, un gentilhombre sureño y su esposa, que adoptaron a esta familia colombiana y que a
pesar del tiempo y la distancia no rompieron el vínculo y se mantenían pendientes. Yo
conocí al viejo doctor en una visita que hizo a Bogotá y nos sorprendió la corriente de
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simpatía y complicidad que surgió entre los dos. Lo acompañamos a una corrida de toros
porque quería volver a ver el paseíllo que abre la plaza; nos hizo salir apenas se terminó, las
siguientes suertes no le interesaban.
Poco antes de que nos conociéramos, el matrimonio de sus papás había terminado
en malos términos. El adulterio del padre fue una traición personal. A pesar de la adoración
que desde niña sentía por él, se resistía con furia y dolor al chantaje económico y moral al
que las había sometido. No soportaba la idea de tener que frecuentarlo y acatarlo si quería
recibir como un regalo lo que era una obligación. Tenía que tragarse el orgullo y la rabia e
ir a visitarlo en su nuevo hogar en donde tenía instalada a la amante que le había dado un
hijo muerto. Era duro el contraste entre el apartamento del papá, soleado y amplio, en el
que todo olía a nuevo y se respiraba abundancia, junto a mil detalles de mal gusto, con la
casa materna, en donde se pasaban trabajos y el mobiliario dejaba ver el paso de los años.
Él era un cirujano prestigioso y controvertido, que no podía con el narcisimo. No
concebía la vida sin una corte de aduladores que lo trataban como a un genio incomparable
e incomprendido, lo más grande que había parido la medicina al sur del Río Grande. Así
como esperaba su pleitesía, pretendía que sus hijas y quienes en esa época éramos sus
parejas nos plegáramos a sus caprichos, inclinados ante su grandeza. Yo reconocía su
talento y preparación, pero me parecía de un mal gusto que bordeaba la ordinariez.
Además, los rasgos indígenas de esta familia de origen provinciano siempre causaron
resistencia en la mía, que se preciaba de ancestros blancos. Yo mismo llegué a sentir
escalofríos al descubrirme preguntándome por qué no había sido capaz de escoger distinto.
La relación tuvo efectos sanadores. Ella parecía sentir menos dolor por la traición de
su papá, y yo por la hostilidad y el desapego de mi familia. No me avergonzaba mi ternura
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y era capaz de expresarle lo bella que me parecía, lo mucho que me gustaba su compañía.
Podía ser dulce sin sentirme ridículo. Nunca dejé de sorprenderme ni de agradecerle que me
buscara para el beso y el abrazo, que me hablara con voz amorosa, que fuera cariñosa y
atenta, que me hiciera sentir deseado, o que yo le pareciera el tipo más querido e interesante
que había conocido.
***
Durante los primeros tres años la intimidad no pasó de unas sesiones de besos y
caricias que nos dejaban exhaustos y hambrientos, y a mí adolorido, lleno de frustración y
fantasías. Ninguno de los dos se atrevía a darle voz al deseo. Con el tiempo la exploración
se volvió más atrevida y cada vez era más evidente que nos estábamos muriendo de ganas.
Yo tenía mucho miedo de proponer y de que me dijera que sí, porque sabía que nuestra vida
iba a dar un vuelco definitivo y a entrar en un territorio desconocido y peligroso. Su
virginidad tenía peso. La mía era un estorbo.
***
Entre semana la casa de la finca estaba sola, y los mayordomos vivían aparte.
Salimos de Bogotá en el carro poco después del anochecer y atravesamos la Sabana casi sin
hablar. Llevábamos algunas cosas de comer, nada muy elaborado. No pensábamos pasar la
noche.
— ¿Estás segura?
— Sí ¿y tú?
— También
— ¿Por qué preguntas?
— Pues, es que no hay afán. Si quieres, podemos aplazarlo.
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— No, ya lo pensé.
Me enredé con la abotonadura de su blusa, con las botas y los bluyines. No pude con
el broche delantero del brasier, con el que había soñado tanto.
— Déjame, mira, si es facilísimo.
Me envolví en su pelo, me perdí en su olor, la suavidad, la calidez, la humedad. Nos
abrazamos temblando, con la respiración entrecortada, sin decir nada, buscando a tientas.
Una ligera resistencia y luego una sensación cálida y hermosa. Por favor, que dure un poco
más, otro segundo, otro, pero no, no es posible, no puedo aguantar.
No hubo los fuegos artificiales ni los desvanecimientos del placer de las novelas y
las películas malas. Tampoco risa ni complicidad, todo solemne y silencioso. Nos miramos
a los ojos tratando de definir la verdad de lo que sentíamos. Nos besamos con ternura, nos
vestimos y nos devolvimos otra vez sin hablar.
— ¿Te dolió?
— Un poquito, pero mucho menos de lo que pensé, no te preocupes.
Unos días más tarde revisamos su ciclo menstrual y se nos paró el corazón cuando
nos dimos cuenta de que no habíamos calculado bien las fechas y no nos habíamos
protegido. Con el miedo la regla se le atrasó y pasmos unos días terroríficos.
En las semanas siguientes buscamos los momentos adecuados para volverlo a
intentar, esta vez con más cuidado. No era fácil, en su casa y la mía siempre había gente.
Unas veces disfrutábamos más, pero por alguna razón no había entrega. Nos acercábamos
al sexo con ternura pero sin alegría, con el empeño y la seriedad de dos exploradores
antárticos. Yo la veía distraída y sentía que no gozaba, que fingía para no hacerme sentir
mal, nunca tomaba la iniciativa. Aunque la intimidad nos dio una nueva dimensión y nos
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enriqueció en muchos aspectos, al poco tiempo parecíamos un matrimonio largo. Sexo en
silencio, a escondidas, casi siempre de afán. Dos seres que guardan una apariencia de
castidad, con un miedo terrible a aceptarlo y a que los demás se enteren, que sacrifican el
gozo para pagar las culpas.
***
Hasta ese momento de mi vida estaba convencido de que la deslealtad no era parte
de mi naturaleza. Al final del semestre en que Marta y yo hicimos el amor por primera vez,
organizamos con Juan y Jose, mis mejores amigos, una excursión a la costa atlántica, en
Córdoba, a un lugar que otros compañeros solían visitar para hacer pesca submarina con
arpón. Llegamos a Montería y pedimos instrucciones para llegar a Puerto Escondido, pero
la carretera estaba cerrada por las lluvias. En la búsqueda alguien nos presentó a Gaspar, un
muchacho de nuestra edad, estudiante de medicina de la Universidad de Cartagena, que
también estaba de vacaciones. Era de un pueblito de la costa cordobesa en donde su papá,
médico también, era el jefe político. En un gesto de hospitalidad que nos sorprendió nos
invitó a quedarnos donde su mamá en Montería. Ella se mostró encantada y nos abrió las
puertas de su casa.
Esa tarde Gaspar estaba invitado a una fiesta de quince años en casa de unos vecinos
e insistió en que lo acompañáramos. Aunque nuestra pesada educación andina nos hacía
sentirnos cohibidos con tantas atenciones, terminamos aceptando.
Entramos a un recinto grande a cielo abierto, lleno de gente, que conversaba bajo un
sol ardiente de esta tarde que ya iba muriendo. Olía a fritanga y a pescado. Pasaban mujeres
ofreciendo aguardiente o ron Córdoba, “ron tornillo” le decían por la forma retorcida del
pico de la botella, mezclado con agua de coco biche que dejaba un sabor cremoso en la
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boca y hacía que no se le sintiera el alcohol. Un peligro. Una banda de cobres y redoblantes
tocaba porros. Al principio nadie bailaba.
― Ven acá, Mireya, enséñales a los cachacos a bailar el porro.
Hermosa, jovencita, el pelo y los ojos zenúes, y el cuerpo y el olor de África. Mis
dos amigos se hicieron los desentendidos porque no sabían bailar. Un par de tragos de un
tirón para callarle la boca al guardián interior que me decía que iba a hacer el ridículo y me
lancé a la pista. En el porro cordobés los cuerpos no se tocan. Es una danza de cortejo en la
que la mujer va adelante invitando y coqueteando con el cuerpo y con los ojos, sonriendo y
moviendo las caderas. Le seguí el paso sin perderme. Una delicia.
Después cambiaron la música. Bebimos, nos reímos, bailamos hasta que se hizo la
noche cerrada. Exhaustos y mareados buscamos un banco debajo de un árbol. Nos
quedamos callados un rato oyendo los ruidos de la fiesta y la noche y en un movimiento
coordinado como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos dimos un beso profundo y nos
enlazamos llenos de furia y deseo. Me cogió de la mano y me llevó a un lugar oscuro donde
habían tendido unas hamacas. Tuvimos sexo vestidos y en silencio porque sentíamos otras
presencias y no queríamos llamar la atención.
― No me cojas los senos que luego dicen que se ponen aguachentos y se caen…
El trago, el censor, un orgasmo rápido y soso. Al día siguiente viajamos al pueblito
de la costa y jamás la volví a ver. Juan también había hecho una conquista y se despertó
sonriente y contento. Jose se había quedado dormido después de un par de tragos.
Cuando volvimos a Bogotá tres semanas más tarde yo venía atenazado por la culpa.
Lo que más miedo me daba era que a alguno de mis amigos se le saliera el cuento y que
Marta se enterara por otra boca que no fuera la mía. Por eso terminé contándole, con pocos
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detalles, apenas lo suficiente. No hizo escándalo, no lloró, no me insultó. Estuvo callada y
triste varios días y de pronto, sin mediar palabra, volvió a ser la misma de antes. O por lo
menos eso creía yo.
***
En los meses que siguieron la atracción que siempre había sentido por Patricia
aumentó de pronto, con una intensidad que me llenó de asombro. De un día para otro su
compañía se volvió perturbadora, me dejaba sin respiración. Sabía que ella no iba a poner
en riesgo su noviazgo para meterse en una aventura complicada, porque había invertido
mucho en un matrimonio conveniente que sentía próximo, y en el que sabía que iba a
obtener la seguridad y la estabilidad que necesitaba. Por eso, y porque ya sabía que la
deslealtad sí estaba en mi naturaleza, comencé a evitarla y a rechazar su compañía con un
apasionamiento que podría resultar sospechoso para cualquiera, pero que yo disfracé con
cualquier excusa.
Juan
Nos conocíamos desde el kínder y teníamos mucho en común. Su papá, ginecólogo
y profesor de la facultad de medicina como el mío, era un tipo querido, con un sentido del
humor malicioso y una leve tartamudez que se le exacerbaba después del segundo whisky.
Su mamá era una mujer hermosa y elegante, una anfitriona generosa. En su casa yo era
bienvenido, aceptado, incluso admirado por mis logros académicos y por mis modales,
siempre cuidadosos en su presencia. “Muchas gracias”, “por favor”, “un poquito más, está
delicioso”. Un rico modelo de mujer y de casa para para buscar en el futuro.
Siempre vivimos cerca y durante toda la infancia fuimos amigos, con los altibajos
naturales del crecimiento. Al comienzo de la adolescencia nos apartamos, porque él se
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desarrolló antes. Llegó de unas vacaciones con veinte centímetros más de estatura,
afeitándose todos los días, los zapatos tres tallas más grandes, la voz gruesa, lleno de vellos
y de músculos, una tortura. Yo envidiaba de lejos su independencia y aguardaba con
ansiedad el relato de los lunes, sin saber qué tan cierto era, de cómo con sus amigos de
ahora recogían a las muchachas fáciles que salían los viernes por la tarde en busca de plan
en la carrera 15 y que a cambio de cualquier cosa se entregaban en el asiento de atrás del
carro o en un motel cuando había con qué pagarlo. Más de una vez quiso que me uniera a
su grupo pero yo me moría del miedo, se me salía el corazón y terminaba por dar cualquier
disculpa idiota, la usual, que tenía que irme con mis papás para la finca durante el fin de
semana.
Hacia el final del bachillerato, una vez mis hormonas hicieron su trabajo y supimos
que nos íbamos a presentar a la misma facultad de medicina, retomamos la amistad y
durante toda la carrera volvimos a formar un equipo inquebrantable que ni siquiera mi
noviazgo con Marta logró debilitar. No coincidíamos en todo, los gustos eran distintos y
cada uno tenía amigos que no eran compatibles, pero nuestra relación se mantuvo firme. A
él le costaba trabajo hablar de sus perplejidades, sus miedos, sus esperanzas, sufría una
timidez dolorosa que le dificultaba relacionarse con las niñas decentes. Se escudaba detrás
de una fachada de simpatía y de su afición por los chistes obscenos y escatológicos y la
fotografía.
Internado
Juan, Patricia y yo decidimos hacer el primer semestre del internado fuera de
Bogotá y nos inscribimos en un hospital de la zona cafetera del Tolima con un grupo de
seis compañeros. Ella y yo tuvimos un acuerdo tácito de cuidarnos las espaldas y respetar
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las relaciones que se quedaban en Bogotá. Mi problema era doble. Por una parte, en este
momento compartir este espacio con ella me parecía complicado, pero por otra me moría de
ganas de irme de mi casa esos seis meses.
—Ignacio, le toca el turno de urgencias el 24 de diciembre.
Lo trajeron casi inconsciente a las 11 de la noche; no tendría más de 17 años, venía
cosido a machetazos, más de 20, en la cabeza, los brazos, el pecho y la espalda y yo no
sabía si no respondía por la pérdida de sangre, por la borrachera o porque tenía una lesión
cerebral. Al rato comenzó a despertarse y a pelear, agitando brazos y piernas, escupiendo
obscenidades e incoherencias. Cuando dije que había que remitirlo al hospital
departamental la enfermera de urgencias se atacó de la risa y me dijo:
—Hoy 24 de diciembre a las 11 de la noche ¿Está loco, doctorcito? No hay ambulancia, y
si la hubiera, a ese borracho no lo lleva nadie.
Lo terminé de suturar a las 6 de la mañana. No se sabía cuál de los dos estaba más
enfermo y asqueado. Al mediodía, después de que le dieron el almuerzo, se voló…No volví
a saber de él. Qué paradoja, no sé nada del destino de aquellos que alguna vez estuvieron en
mis manos para que los curara o me equivocara, pero no puedo olvidar las heridas, el olor,
el miedo, el asco.
***
A pesar de estar en el Tolima, este pueblo de montaña fue fundado por colonos
caldenses. La comida, los apellidos, las costumbres, todo hacía referencia a la zona
cafetera. Paisaje hermoso y quebrado, ríos, guaduales y plataneras. En las mañanas claras
se alcanzaba a ver la cima del nevado del Ruiz. El clima era suave y el aire tenía la
fragancia intensa de la tierra templada. El invierno era durísimo, aguaceros torrenciales y
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tormentas eléctricas, derrumbes e inundaciones. Nos enteramos de que las lluvias de la
pasada temporada habían dañado la floración de los cafetos y que se esperaba una cosecha
pobre, que traería problemas a la comunidad porque no iba a haber dinero suficiente para
los recogedores y los campesinos que vivían del beneficio del café.
A los pocos días nos dimos cuenta de la violencia de la región. Supimos que los
niños andaban armados con un machete desde los nueve años y se prometían la muerte bajo
los efectos del aguardiente. Las niñas se embarazaban a los doce y les hacían abortos con
gajos de cebolla o con agujas de tejer y llegaban al hospital muriéndose desangradas o a
causa de la infección. Las mujeres que vivían en las zonas rurales alejadas del hospital
todavía se morían de parto como en la Edad Media. Si lograban arrimar al hospital, las
complicaciones que traían eran aterradoras, mucho más para nosotros, con los diez
semestres de la carrera pero con poca experiencia práctica.
Las carreteras terciarias de las veredas montañosas se habían trazado sobre antiguos
caminos de herradura y en el invierno se convertían en lodazales intransitables.
— Todos los internos a urgencias. Acaban de avisar que se rodó un camión lleno de obreros
a un abismo y que hay más de veinte heridos.
Esperamos. Unas horas más tarde llegó una volqueta del Ministerio de Obras y se
estacionó frente a la morgue; traía veinte cadáveres arrumados unos encima de otros. La
gente mayor tenía grabada en la retina la misma escena que en la época de la violencia
política se había repetido hasta la náusea. Con las cabezas agachadas, todos callamos
mientras descargaron los cuerpos.
***
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Jaime Ignacio Pedraza Forero
La vieja enfermera de la sala de partos sabía más obstetricia que todos los médicos
de la región. Para mí era una bendición coincidir con ella en el turno de noche.
— Anita ¿no le parece que ese muchachito se está demorando mucho en nacer?
— Ya llamé al anestesiólogo para la cesárea.
— Anita ¿usted cree que ese bebé sale por ahí?
— Si quiere, puede ponerle las espátulas.
— Anita, esta niña está sangrando mucho…
— Eso es un aborto. Si no la raspa rápido se le muere desangrada.
***
Casi desde la llegada nos dimos cuenta de que esta pequeña comunidad de médicos
jóvenes, internos y rurales que también vivían en el hospital, despertaba el apetito de las
mujeres del pueblo, las que trabajaban en el hospital y las que tenían alguna conexión con
él. En los años que llevaba la rotación se habían establecido unos rituales de cortejo
ostensibles y hasta burdos por lo evidentes. No habían pasado dos semanas y mis
compañeros comenzaron a desaparecerse por las noches y en el tiempo libre y a cruzarse
miradas cómplices y sonrisas divertidas.
A los que buscaban sexo ocasional, por diversión, se les daba casi sin esfuerzo, ahí,
regalado. Las muchachas se prestaban al juego. A los que les gustaban las apuestas más
altas apuntaban a las mujeres casadas, separadas, o las profesionales de la comunidad
dispuestas a ceder a los encantos de la carne joven, algunas con la expectativa de conseguir
un marido que las sacara del pueblo, promesas que nunca se concretaban.
Patricia y yo nos encontramos aislados, gravitando uno alrededor del otro mientras
los demás disfrutaban de su libertad sin importarles si en Bogotá habían dejado otras
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relaciones estables, incluso uno que otro compromiso de matrimonio. Una parte de mí se
moría de ganas de entrar en el juego, pero no podía permitírmelo, por más oportunidades
reales o fantaseadas que se me presentaran. No quería volver a engañar a Marta porque mi
relación con ella todavía estaba viva, no se había apagado la ternura.
Para un observador externo Patricia y yo éramos pareja. A todas partes íbamos
juntos, pendientes uno del otro. Cuando se sentía sola, venía a buscarme. Si le pasaba algo
interesante o divertido corría a compartirlo conmigo, y yo hacía lo mismo. Los paseos, las
invitaciones, las salidas a comer. Nuestra larga relación siempre había sido estrecha, pero
ahora se le sumó un elemento de necesidad y una proximidad física que a mí me mantenía
en un estado de excitación permanente y que ella parecía buscar y disfrutar. Más de una vez
terminamos bailando abrazados, rojos, felices, jadeando, sin decir nada. Cuando no
estábamos de turno nos íbamos con todo el grupo a un Club Campestre en la zona plana del
valle del Magdalena. Una noche que estábamos en la piscina conversando y tomándonos
unas cervezas, me buscó y se abrazó a mi cuerpo como una enredadera. Por la noche,
subiendo para el pueblo en el carro, me dejó acariciarle el cuello y la espalda. Ni una
palabra.
***
— ¿Puedo pasar?
— Entra ¿Qué tienes?
— Me siento sola ¿Puedo quedarme un ratico contigo mientras pasan los truenos?
— Claro, recuéstate aquí
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Se tendió vestida a mi lado y me pidió que la abrazara, había llorado. Hablamos un
rato largo, fumamos. Después, silencio. Al rato sentí su respiración rítmica y supe que se
había dormido.
Perfume, Eau de Métal, delicioso, ya leve a esta hora; crema humectante; aliento a
yerbabuena; los vellos dorados en el cuello y los brazos; en el pelo, el tabaco rubio que
ambos fumábamos, los hermosos senos al compás de la respiración, un átomo o dos de su
sexo, nada más.
Pasaron las horas. Inmóvil, dejé de respirar para no turbar el encanto y la tortura. Su
cuerpo perfecto acunado en mis brazos sin soñar ni moverse. Al filo del alba se despertó
descansada y contenta, había dormido toda la noche. Me dio las gracias con un suave beso
en los labios y se fue a comenzar su jornada. Nunca hablamos de esa noche. Todavía siento
su olor.
***
Por las noches el ruido de sus tacones acercándose y alejándose una y otra vez y
rebotando por los pasillos no me dejaba dormir. Solo imaginarla recorriendo el ala del
hospital en la que estaban nuestros dormitorios me producía una mezcla tal de deseo y de
furia que me dejaba aterrado; le rogué que no usara esos malditos zapatos por la noche,
pero se negó, con su risa burlona, diciendo que a ella le encantaban porque eran
comodísimos. Por fin, en un arranque súbito y aprovechando un descuido, entré a su
habitación, le robé los zapatos y los tiré desde el quinto piso del edificio.
***
Cuando regresé a Bogotá a hacer el segundo semestre del internado intenté retomar
lo que aquí se había quedado en suspenso, pero algo no encajaba. No tenía que ver con mi
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familia. Ahí seguían mis papás odiándose en silencio, mis hermanos con la misma
hostilidad de siempre, mi abuela cada día más deteriorada, la casa cayéndose a pedazos. Era
que no encontraba la llave de mi relación con Marta. En los meses pasados había visto unos
aspectos míos que no conocía, y había empezado a experimentar una inquietud que me
confundía.
El segundo semestre del internado me sirvió de excusa para poner algo de distancia
porque el trabajo era agotador, con turnos cada segundo o tercer día y muy poco tiempo
para los dos. Marta también estaba ocupada. El afecto y la costumbre seguían intactos y
pasábamos juntos el poco tiempo libre que nos quedaba y de vez en cuando hacíamos el
amor. Sentíamos el placer que dan la ternura y el conocimiento, pero no íbamos más allá.
Yo no sabía qué hacer para complacerla y ella nunca me dijo qué le gustaba y qué no,
nunca logré estar seguro de si tenía orgasmos, la mayoría de las veces me parecía que no.
Rural
Pocos días después del grado, fuimos Juan y yo al hospital a recoger unos
documentos. Cuando pasamos por el Departamento de Cirugía el Jefe de Residentes nos
llamó a su oficina.
— ¿Ya saben dónde van a hacer el rural? ¿Se van o se quedan?
— No estamos seguros, estamos viendo si nos podemos quedar en Bogotá, en un hospital
del distrito.
— Necesito médicos recién graduados para atender las urgencias, los pacientes
hospitalizados y ayudar en cirugía en una clínica privada. Se paga por los casos
atendidos, por los turnos y las ayudantías; la plata puede ser interesante. Si ven que
pueden combinar este trabajo con el “rural”, están invitados.
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Quedamos de volverlo a llamar. A los pocos días firmé el contrato para prestar el
servicio obligatorio en un hospital en los cerros surorientales, a gran distancia de la casa de
mis papás, con turnos de Urgencias de 6 de la tarde a 6 de la mañana cada tercera noche.
Hice los cálculos del tiempo y suponiendo que podía cumplir, acepté los dos trabajos.
***
— Otro apuñaleado, doctor, pero estamos sin agua, y sólo lo puede coser si el paciente
compra la sutura, la gasa, los guantes y el antibiótico por fuera y trae todo aquí porque en el
hospital no hay.
— Si no remitimos a ese niñito deshidratado se nos va a morir aquí; la mamá dice que no
tiene plata para el equipo de venoclisis y el suero.
Agua helada por las mañanas cuando había. La comida no estaba incluida en el
contrato. Una comunidad trasplantada del campo por la violencia, sin cohesión,
desarraigada y triste. El personal del hospital lejano, duro, ajeno. Tal vez por necesidad,
porque en estas circunstancias prestar una buena atención era casi imposible. Los turnos de
noche en Urgencias eran atendidos por enfermeros porque las mujeres se convertían en
blanco fácil de los depredadores y sentían pavor de caminar por el barrio después del
atardecer. Además, la gente sospechaba que el personal del hospital se robaba los insumos
y se los vendía a los dueños de las farmacias para que los negociaran y que esta era la causa
de la escasez.
Otra vez la misma impotencia, las ganas de dejar todo tirado, de no volver nunca
más, de no sentir este dolor en la piel, este nudo en la garganta. Completaba ya seis años en
este mundo desposeído y violento, con la gente triste y desolada. Demasiado peso para mis
hombros, ya no los podía cargar. No era la vida que yo quería.
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Hice mil malabares para cumplir los turnos de cuarenta y ocho seguidas con una
mañana de descanso, atravesando la cuidad de sur a norte varias veces al día al timón del
viejo Land Rover de la finca que llevaba 17 años en la familia y le había dado la vuelta al
mundo varias veces; consumía tanta gasolina y repuestos que amenazaba con arruinarme,
pero en este momento era la salvación. Cargaba una maleta con tres mudas de ropa porque
era imposible ir hasta la casa a cambiarme. Me bañaba y afeitaba en la clínica y comía
cualquier cosa a cualquier hora. Vivía con náuseas. A las tres semanas me di cuenta de que
no aguantaba más. Tenía que buscar dónde hacer el rural sin renunciar a la clínica porque la
plata que me podía ganar allí me permitía hacer planes, soñar con algo distinto, largarme.
***
— Papá, quiero aplazar seis meses la especialización.
— ¿Para qué?
— Quiero parar un rato
— ¿A hacer qué?
— No sé, pensar, viajar, quiero ir a Inglaterra.
— Me parece una imbecilidad.
—Mi hermana acaba de pasar seis meses en Europa y usted la apoyó.
— Es muy distinto.
— ¿Distinto?
— Sí. Primero termine la especialización y después se puede ir para donde quiera.
***
Comencé a dudar incluso de lo que hasta ahora pensaba que tenía claro. En un
momento me apareció un recuerdo recurrente, como esos sueños que se repiten noche a
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noche, sin variación. Estaba en quinto de bachillerato, en clase de Literatura con el profesor
Iriarte, el poeta pálido y enjuto de maneras aristocráticas y pausadas que hablaba
saboreando las palabras.
Yo no entendía cómo, sin alzar la voz ni perder jamás la compostura, era capaz de
controlar a este grupo de machos cabríos, algunos de los cuales le sacaban una cabeza o lo
doblaban en el peso. Era tal la energía que emanaba que nos quedábamos lelos oyéndolo.
Nos hizo escribir. Y de pronto, hasta los más dispersos, los futbolistas intoxicados de
testosterona pasaron a ser poetas, ensayistas, narradores. Había que ver el espectáculo:
Flores y pájaros, abrazos, cordilleras, perfumes y sombras largas. Música de alas. El amor y
las palabras. A los tres o cuatro de nosotros que mostramos algo de talento nos estimuló a
seguir, a ahondar, a insistir.
En un almuerzo de domingo, ante una sonda tímida sobre la posibilidad de estudiar
Filosofía y Letras:
— Yo no voy a mantener muertos de hambre.
Cuando llegó el momento de decidir, no fui capaz. Quizás después… quién sabe.
Alfredo
Varios años atrás a mi papá le habían encargado la creación del Departamento de
Ginecología y Obstetricia de este hospital afiliado a mi facultad y todavía lo dirigía. Había
sacado varias promociones de especialistas en un ambiente un poco menos viciado que el
de otros hospitales universitarios, pero en donde la mediocridad era casi la norma. Su
equipo estaba formado por un grupo de talentos menores elegidos con gran cuidado. Él era
el sol. Despertaba admiración y lealtad, pero también temor por su lengua acerada que
levantaba ampollas. Su hermosa figura, su inteligencia y el poder de su personalidad atraían
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a hombres y mujeres por igual, pero ellas además se lo comían con los ojos. A mí, que tenía
más información, y lo había sufrido en privado, me provocaba matarlo.
Alfredo se especializó aquí. Poco después de graduarse se fue a Europa a hacer
estudios avanzados y había regresado hacía cerca de tres años. Yo lo conocí durante mi
rotación de noveno semestre y nos entendimos bien. No sé si fue por agradecimiento con
mi papá, pero fue amable conmigo, y me dio a entender que yo tenía mis propios méritos
para ser su amigo.
Era intenso y ambicioso, bordeaba la genialidad y tenía sus rarezas. Echaba unos
chistes malísimos que solo él entendía. Entonces se quedaba mirando a su víctima con los
ojos salidos, balanceando la cabeza como un pájaro con Parkinson y soltaba una risita
demente. Estaba empeñado en hacer investigación clínica, cosa poco usual y casi
desconocida en nuestro medio. Mi papá hizo que lo recibieran en el hospital y lo apoyó en
su proyecto, e incluso le ayudó a comenzar su práctica privada. Buscaron por todas partes
los recursos para montar un laboratorio de hormonas y una unidad de investigación clínica
en reproducción.
En este momento de desespero me enteré por mis compañeros de que algunos
hospitales universitarios estaban certificando el servicio social obligatorio. A la primera
mañana que tuve libre me fui a hablar con él. Después de oírme me contó que la semana
anterior la Secretaría de Salud le había aprobado dos cupos para médicos y dos para
bacteriólogos. El problema era que el hospital no tenía cómo pagarles un sueldo y por eso
podía certificar el cumplimiento con solo medio tiempo. Uno de los cupos para médicos ya
se lo había dado a uno de mis compañeros de curso y el otro estaba vacante.
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Era exactamente lo que necesitaba. Esto me permitiría conservar el trabajo de la
clínica y hacer algo que de todas maneras me interesaba. Renuncié al día siguiente al
hospital del distrito.
Arturo
Cada uno sabía de la existencia del otro desde la infancia. Nuestras mamás fueron
juntas al colegio y seguían siendo íntimas. Su papá había muerto hacía muchos años en un
accidente de aviación dejando tres hijos pequeños. Arturo era el mayor. La mamá era una
mujer batalladora, amante de la música y la literatura, que se movía en el círculo intelectual
de los amigos que dejó su esposo. Después de enviudar le tocó ponerse a trabajar para
educar a sus tres hijos y mantener su hogar, con dificultades, pero con dignidad.
Además de algunos encuentros sociales en la infancia de los que ninguno de los dos
se acordaba, Arturo y yo nos volvimos a ver al entrar a la universidad y no nos entendimos.
Él era dos años mayor, y nuestros mundos nunca se habían tocado. Era arrogante, lejano,
con un aire de descuido que yo pensaba que era medio inventado. Las botas de gamuza, los
jeans desteñidos, los sacos de lana virgen, la flauta dulce en la mochila, un cigarrillo sin
filtro detrás de otro y un discurso sobre arte y música que parecía auténtico, pero que a mí
me causaba desconfianza.
Tenía en su casa un cuarto oscuro bien equipado y se suponía que era un excelente
fotógrafo de paisajes, de naturaleza y de cuerpos de mujer; decían que tenía una bella
colección de fotos de desnudos de sus amigas.
Incluso el cuento de que su perro dóberman, que solo le hacía caso a él, había
intentado saltarle al cuello varias veces, causaba cierta admiración. En las vacaciones hacía
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viajes largos en motocicleta con un grupo de amigos del colegio. Habían visitado casi toda
Colombia, y habían llegado hasta Ecuador, Perú, Chile y Bolivia.
Las mujeres lo encontraban atractivo y misterioso, las hacía suspirar. Les gustaban
su sonrisa y su barba descuidada, el pelo largo y rizado con grandes entradas y unos ojos
oscuros, profundos, enmarcados por unas pestañas casi femeninas. En cuanto veía a una
muchacha que le gustaba se le iba de frente y le soltaba un comentario directo y agresivo.
Les invadía el espacio y aprovechaba su estatura para imponérseles, muy cerca, a
centímetros del cuerpo. Tenía un olfato especial para los puntos débiles. Perseguía sobre
todo a las que se las daban de independientes y liberadas, le parecía divertidísimo ponerlas
en evidencia. Uno se quedaba esperando la cachetada o el desplante, pero no…Pocas se
resistían.
La novia era compañera de colegio de mi hermana mayor. Se rumoraba que la
relación era caótica, que las peleas eran terribles, que había infidelidad, lágrimas y ruegos.
Hasta las familias habían tenido que intervenir. Nunca supe si fue cierto, pero decían que la
niña había amenazado con matarse.
La razón del deslumbramiento era un misterio para mí. A las pocas semanas de
entrar a primer semestre dos de mis compañeros que lo conocían desde el colegio se fueron
a gravitar a su alrededor como satélites, y de pronto los vimos llegar vestidos como él,
hablando de los mismos temas, con la misma mirada lejana, fumando cigarrillos sin filtro,
tirándoselas de peligrosos y apasionados. De pronto se habían vuelto expertos en Bach y en
fotografía, en motos, en viajes, en montañas, en mujeres. El Réquiem de Fauré les
provocaba ideas de suicidio. A diferencia de sus imitadores, nadie oyó jamás de su boca la
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identidad de sus conquistas. Una reserva tan grande solo podría ser interpretada como
evidencia de que eran ciertas.
***
A mediados del primer semestre murió su hermano menor. No tenía más de 16 años.
Tenía una enfermedad degenerativa del corazón, pero no le habían contado a nadie. Se
decía que los tres hermanos estaban afectados.
Hicieron de la pérdida un espectáculo bochornoso. Los amigos lo tenían que sacar a
rastras del lado de la tumba de su hermano a donde se iba a tocar la flauta y a llevarle
música en una grabadora por las noches. Yo no tenía nada en contra de esas expresiones de
dolor, pero el exceso de publicidad…
***
Durante los seis años de carrera habíamos hablado muy poco. Nos saludábamos con
un levantamiento de cejas. Las escasas veces que coincidimos para estudiar para los
exámenes trimestrales o finales hablamos apenas lo necesario y solo sobre el tema que
estábamos preparando.
Cuando llegué al hospital a comenzar el rural él ya llevaba unos días trabajando. El
saludo fue frío, pero tal vez por la familiaridad que dan seis años de verse todos los días no
fue incómodo. La proximidad nos llevó a conversar, al principio sobre cosas triviales, pero
luego comenzamos a profundizar. Extraño.
— Tenga, Ignacio, mire lo que le grabé.
Me alargó un casete de 120 minutos marcado con varias de sus obras preferidas de
Bach.
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— Son las partitas y sonatas para piano tocadas por Glenn Gould. Si le pone cuidado lo
puede oír respirar y tararear mientras toca…es impresionante.
El gesto me tomó por sorpresa. Al principio no supe si era por fanfarronear o si
genuinamente quería transmitirme la pasión que sentía por el pianista canadiense que había
causado un tumulto en la escena musical reinterpretando la obra para teclado de Bach de
una manera única y revolucionaria. También me grabó unos preludios de corales y un par
de obras para órgano.
En los días siguientes oí el casete una y otra vez en el equipo de mi carro y la
experiencia me trastornó; sobre todo las piezas para piano que nunca antes había oído con
tanta atención; elevadas, exactas, espirituales, bellas; nunca pude volver a oírlas sin sentir
ganas de llorar.
***
Nuestro grupo incluía a dos bacteriólogas jóvenes, casadas y con hijos, que
aprovecharon la oportunidad para quedarse a hacer el servicio obligatorio en Bogotá, y se
encargaron del laboratorio de hormonas y reproducción y a una psicóloga dedicada a dar
apoyo a las parejas con problemas de fertilidad. Además del trabajo de laboratorio, Arturo y
yo debíamos acompañar a Alfredo y a los residentes de Ginecología a la consulta y a los
procedimientos de la clínica de infertilidad y endocrinología ginecológica. Había en marcha
varios proyectos sobre anticoncepción, menopausia, trastornos del ciclo menstrual, unos
temas que casi nada se habían estudiado en el hospital por falta de conocimiento y rigor, y
también por pereza intelectual. Me volví a encontrar con un área que me interesaba de
verdad.
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Mi proyecto principal era montar un examen de laboratorio para definir con algún
grado de precisión la madurez del pulmón fetal, una variable crítica para la supervivencia
de los bebés prematuros. Durante los primeros meses debía buscar la bibliografía, reunir los
materiales y comenzar a desarrollar la técnica. La tarea no fue fácil, pero el primer
resultado visible compensó todos los esfuerzos. Por primera vez en mi carrera (¿en mi
vida?) sentí que tenía un lugar. El laboratorio era un poco rudimentario pero se podía
trabajar. Alfredo orientaba sin interferir, reconocía los esfuerzos, estaba enterado del
trabajo de cada uno. Aunque la universidad no me había preparado para ser investigador,
poco a poco fui llenando los baches. Leí una enormidad, discutí los problemas, hice un
ensayo tras otro hasta cuando pude dominar la técnica.
Había poco tiempo, pero Arturo y yo podíamos tomar un descanso para el café a
media mañana. Después de los tanteos iniciales, un poco cautelosos, la conversación
comenzó a fluir, y de pronto nos dimos cuenta de que teníamos más en común de lo que
jamás hubiéramos imaginado.
Hablábamos de música. A él le apasionaban los compositores del barroco, por
encima de todo la obra para teclado, las cantatas y los oratorios de Bach. Desde la muerte
de su hermano menor la Pasión según San Mateo se le había vuelto una obsesión. Sentía
que le permitía mantener fresco el sentimiento y poner a prueba su corazón. También Satie,
Debussy, Fauré, Ravel. Tenía una devoción particular por Stravinski, la Petrushka lo
llenaba de ternura. Una buena colección de discos y un equipo de sonido muy avanzado.
Un amigo de su mamá, gran conocedor, lo orientaba y le regalaba grabaciones difíciles de
encontrar. Mi gusto era parecido al suyo. Yo había sido un oyente menos dedicado y por
eso aprendía y disfrutaba.
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Hablábamos de libros. Casi todos mis compañeros de universidad se habían volcado
sobre la carrera, y respiraban, digerían, sudaban medicina. Yo no concebía la vida sin la
literatura. Me habría vuelto loco si no hubiera dejado un espacio para los libros, mi
principal fuente de significado, mi refugio, mi casa. Nunca permití que el estudio me
apartara de ellos más de unos pocos días. Arturo nunca fue un lector ávido, pero apreciaba
mi búsqueda de esa época. Capra, los Upanishads, el Bhagavad Gita, Castaneda, Alan
Watts, el I’Ching.
A raíz de la muerte de su hermano menor, Arturo había comenzado a hacer
psicoanálisis con un terapeuta freudiano ortodoxo, de diván. No discutíamos las sesiones,
pero yo entendía su interés, que también era mío. Después de ver el seminario de
psicoanálisis en el último semestre de la carrera se me había metido en la cabeza que algún
día yo iba a explorar ese mundo. Como en tantas otras cosas, mis conocimientos eran solo
teóricos, pero la mente, la última frontera, su funcionamiento y sus anomalías, siempre
había sido para mí un imán. Incluso durante la carrera me había interesado mucho por la
neurología y la psiquiatría.
***
Hablábamos de viajes y excursiones y de su afición por la fotografía. Por esta época
su interés estaba centrado en el campo abierto, las imágenes de la naturaleza, lo grande y lo
pequeño. Sus amigos del colegio habían sido excursionistas toda la vida, y eran
apasionados por los viajes y la aventura. Al norte de la ciudad, en Suesca, en un estrecho
valle en donde el río Bogotá todavía joven se encañona y sus meandros se enmarcan en una
bella formación de roca caliza, crearon un campo de entrenamiento y una escuela para
principiantes bajo la guía de unos alpinistas europeos establecidos en Colombia. Fueron
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abriendo las rutas, a las que calificaron por grados de dificultad. Algunos de ellos,
impulsados por la emoción que les producían sus logros cada vez mayores, ya habían
comenzado a escalar los picos más altos de Colombia, algunos de Suramérica, y todos
soñaban por esa época con el Himalaya. Arturo entrenaba con ellos desafiando su problema
cardiaco que supuestamente no le permitía las excursiones de largo aliento ni las grandes
alturas. La compañía de sus amigos le daba sentido a su vida. Pasaban la mayor parte de su
tiempo libre colgados de la pared de piedra aprendiendo las técnicas, abriendo rutas,
retándose a superar dificultades cada vez mayores. Incluso pensaban adquirir un terreno en
los alrededores para construir casas de recreo y estar siempre cerca de este lugar que los
obsesionaba.
***
Con raras excepciones, mis amistades de la universidad fueron escasas y
superficiales, con pocos lazos duraderos. Pasado el primer deslumbramiento, en primer
semestre supe que podía comunicarme con mujeres de mi edad con las que no mediaba un
interés romántico. Entendí que además de encantadoras y generosas, podían ser ferozmente
competitivas y aprovecharse de su condición femenina para conseguir calificaciones más
altas, mejores rotaciones, horarios más favorables.
La escuela de medicina era una isla. Solo de nombre pertenecía a una universidad
porque toda la carrera transcurría en los hospitales sin ningún contacto con los estudiantes
de otras carreras. El ambiente era cerrado y malsano. Gente compleja, llena de mañas,
alcohólicos, drogadictos, promiscuos. El suicidio no era raro.
***
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Crecí entre alcohólicos y terminé por aficionarme. Obviamente, nadie lo reconoció
jamás; éramos “bebedores sociales”, de fin de semana. Adicción permitida, entroncada sin
costuras en el tejido social, como el cigarrillo. Hacia el final del bachillerato cualquier
reunión de primos o de compañeros de colegio tenía que acompañarse de trago, siempre
había un motivo. En la universidad se hizo más frecuente para poder sostener la mentira de
la vocación. Nunca me faltaban buenas excusas, los buenos y los malos resultados
académicos, el final de las rotaciones, la presentación de los exámenes trimestrales o
finales, cualquier cosa. Quería soltarme, desanudarme, bailar, hacer avances en los que
sobrio no podía ni pensar. Me mentía sintiendo que tenía el control, pero con frecuencia no
podía detenerme a tiempo. Pasé muchos malos ratos abrazado al inodoro, enfermo y
asqueado.
Las desventajas acumuladas durante el crecimiento me dificultaban establecer
relaciones y sentir que tenía un lugar. Mi vida giraba alrededor del empeño de pasar los
semestres y aguardar con ansia las vacaciones para darme un atracón de libros. Tratar de
encontrarle algún sentido a lo que estaba haciendo. Con desesperante regularidad descarté
las especializaciones que no me atraían y esperé sin éxito a que surgiera una conexión con
algo que por fin lograra entusiasmarme.
Mi larga relación con Marta me sirvió de excusa para creer que tenía un mundo
propio, cuando en realidad me había sumergido en el suyo. En este momento el noviazgo
había entrado en un periodo de calma tensa. En los últimos meses me había encontrado
fantaseando con la libertad cada vez con más frecuencia. Los casi cinco años comenzaron a
antojárseme largos y pesados y veía aproximarse una encrucijada. Aunque Marta no había
abierto su boca, yo tuve la clara sensación de que hacia el final de este año me iba a tocar
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tomar una decisión. Sin saber muy bien por qué, comencé a sentir que la idea del
matrimonio aparecía en el horizonte, y venía con unas dudas tenaces ¿Y si Marta no fuera
la indicada? ¿Estas ganas de conocer a otras mujeres, o de suspender la carrera e irme para
Europa, no eran indicios de que yo no estaba preparado? ¿Qué tan justo era sostener un
noviazgo de tantos años con una promesa que al final uno no está dispuesto a cumplir?
***
Arturo y yo casi no hablábamos de cosas personales. Su vida privada estaba rodeada
de silencio. Sin embargo, cuando la conversación entraba en otros terrenos, la transmisión
de emociones nos sorprendía; llegábamos a un lugar en donde nos reconocíamos como
iguales, en sintonía con lo que nos interesaba o nos conmovía. Lo que en realidad nos unía
era una sensación de extrañamiento, de no pertenencia. Intrusos en un mundo que no
acabábamos de comprender y al que no estábamos muy seguros de querer comprender. Nos
identificaba la lucha por encontrar significados en el arte, la música, los libros, la montaña.
Cualquier aspecto que tocábamos nos llevaba a descubrir que después de los años
desérticos de la universidad, no estábamos solos ni éramos únicos o extraños. Aunque no
hablamos abiertamente de la vocación, ambos sabíamos que nuestros intereses se centraban
en otras búsquedas. Por primera vez en años volví a sentir que la amistad era posible, que
yo era capaz de tender puentes, y que la llegada al mundo adulto podía hacerse en
compañía.
Abril
Mientras recogía unas muestras de líquido amniótico en la sala de partos me
avisaron que Arturo me necesitaba en el teléfono.
— Se acaba de morir mi otro hermano.
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La misma enfermedad del corazón que había matado al menor hacía seis años. La
misma que él tenía y que también lo iba a matar.
— ¿En dónde está? ¿Necesita algo?
— Nada, solamente quería avisarle.
Diego, de mi edad, acababa de graduarse en Derecho con honores. Unas pocas
señales en las últimas semanas, nada grave. Se derrumbó esa mañana y se apagó en un
instante. El entierro fue impresionante, todos los compañeros de colegio y universidad, la
familia, horrorizados, mudos. Nadie entendía nada.
Cuando a los pocos días Arturo volvió al hospital, venía callado, contenido, con los
dientes apretados. Hizo el esfuerzo de sentarse conmigo pero sin conexión. Sin lágrimas,
aislado, con una ira reconcentrada mezclada con desolación y miedo, y un dolor que no
quiso dejar salir. Silencio.
Se dedicó a acompañar a su mamá, y se apoyó en sus amigos de la infancia y en su
novia, una muchacha un poco mayor que él, con quien tenía una relación problemática y
dura. Ella hablaba de dejarlo, y él se resistía como un animal. Un domingo, yendo hacia
Suesca, en medio de una gritería espantosa perdieron el control del automóvil y se
estrellaron de frente contra un camión. A ella no le pasó nada, pero él sufrió una lesión
grave en un ojo, se le clavó una esquirla del espejo retrovisor; se pensó por un momento
que podía perderlo. Sin embargo, lograron salvárselo en cirugía y al poco tiempo regresó al
trabajo. Venía rodeado de un aura de muerte.
En los dos meses siguientes el trabajo continuó su curso. Yo intenté restablecer la
comunicación, pero él se mantuvo en un aislamiento duro. La conversación comenzó a
derivar hacia superficialidades, y ya no fue posible penetrar ese muro de silencio y dolor.
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Lo dejé estar porque sentí que todo esfuerzo por indagar más, por acercarme, por buscarle
una salida a esa pena iba a fracasar.
***
Por las tardes en la clínica nos veíamos con Juan. Junto con otros compañeros que
estaban en circunstancias parecidas nos encargaron el servicio de Urgencias, los pacientes
hospitalizados y las ayudantías de cirugía. Cada cuarto día hacíamos turnos de doce horas
los días de semana y veinticuatro los sábados, domingos y festivos. La experiencia era
interesante, nos servía para tener una idea de cómo se ejercía la profesión en una clínica
privada alejada casi del todo del rigor universitario que nosotros comenzamos a aportar.
Esto causaba roces y conflictos con los médicos que no estaban acostumbrados a que les
opinaran o les indicaran opciones de tratamiento para sus pacientes privados. Había de
todo, clínicos talentosos, cirujanos hábiles de los que se podía aprender mucho, otros menos
expertos, e incluso unos burros sin preparación ninguna con conductas que rozaban la
negligencia o el dolo. La clínica estaba estrenando una administración que vio la necesidad
de hacer cambios cuando se dio cuenta de que estos últimos eran un peligro incluso legal y
de que tenían que encontrar la forma de salir de ellos. Nosotros éramos la punta de lanza de
ese esfuerzo y la esperanza de tener en el futuro un grupo médico preparado y ético capaz
de cambiar esta situación.
Un lunes encontré a Juan envuelto en la cortina de la sala de médicos cuchicheando
por el teléfono. Cuando colgó tenía una actitud rara, que yo nunca antes le había visto.
— ¿Qué le pasa?
— Nada
— ¿Cómo así que nada?
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Pocos días después me la presentó. Era una belleza, con los ojos azules más
hermosos que yo hubiera visto, una risa de niño chiquito capaz de enamorar a cualquiera,
llena de simpatía. Me dio una alegría inmensa ver a Juan enamorado por primera vez. Pero
saber que estas delicias ya se habían apagado para mí me dejó un sabor triste.
La noche
Un viernes, a comienzos de junio, al despedirse para el fin de semana Arturo me
dijo que al día siguiente era su cumpleaños y que había decidido pasarlo con sus amigos en
Suesca. Iban a pasar la noche en unas hamacas colgadas en la pared de roca. Tuve una
sensación desagradable, pero no le dije nada.
El lunes me desperté con la noticia. Arturo estaba en cuidados intensivos
debatiéndose entre la vida y la muerte, y las posibilidades de que sobreviviera eran muy
pocas. Salí corriendo para la clínica a averiguar lo que había pasado. Sus amigos me
contaron que Arturo y sus dos compañeros iniciaron la escalada al atardecer, guiados por el
más experto. Paso a paso, fueron metiendo los seguros en la roca, probando las cuerdas,
tanteando el terreno con manos y pies. Parece que eligieron una ruta inexplorada en una
parte de la pared en donde sabían que las rocas no estaban muy firmes y podía haber
desprendimientos. Por confiados o por evitarse la incomodidad no usaban cascos.
Pasadas las diez de la noche, faltando pocos metros para alcanzar el lugar que
habían definido para armar el campamento, el líder de la cordada sintió ceder un trozo de la
pared en donde tenía apoyado el pie y gritó para advertirles que se había soltado una piedra.
Como no recibió respuesta gritó cada vez más fuerte llamando a Arturo. Le pidió a su
compañero que iba detrás de él que bajara y los dos se quedaron espantados al verlo
desgonzado, colgando de la cuerda, inconsciente, con la cabeza llena de sangre.
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No sabían si estaba vivo y en la oscuridad comenzaron a descender los más de
cincuenta metros que los separaban de la base de la pared. No estaban seguros de que la
cuerda alcanzara a llegar al suelo. Llorando de miedo le pedían en todos los tonos que no se
les fuera a morir, le prometieron que lo iban a sacar de ahí. Las lámparas de cabeza no
alcanzaban a alumbrar sino una pequeña fracción del mundo. Abajo los esperaba un
matorral de moras silvestres llenas de espinas que les desgarraron la ropa y la carne.
Hubo unos segundos de pánico cuando llegaron al campero de Arturo y ninguno se
acordaba de dónde había dejado escondidas las llaves. Por fin las encontraron debajo del
guardafangos y como un peso muerto lo montaron en la parte de atrás y recorrieron un par
de kilómetros en reversa por entre las traviesas de la vía férrea abandonada que pasa por la
base de la pared. Ya en la carretera corrieron a lo que les daba el motor. Cuentan que se
tragaron la distancia con la sensación de que se les había vuelto infinita. Dejaron a Arturo
en el servicio de urgencias de la clínica a cargo del neurocirujano que en minutos lo tuvo en
el quirófano. Sacaron de la cama a un amigo médico para que los acompañara a darle la
noticia a la mamá.
Días después el neurocirujano, buen amigo de mi papá, me contó la intervención.
Arturo llegó a la sala de cirugía casi muerto, con la tensión arterial muy baja y el corazón
bombeando débilmente. Tenía una fractura deprimida en el cráneo y todas las señales de
una hemorragia masiva que le oprimía el cerebro. Sentí como si yo mismo hubiese
presenciado la operación. Pude palpar el pesado silencio que en estas ocasiones se cierne
sobre la sala de cirugía. Apenas los ruidos acompasados del respirador de la máquina de
anestesia, y las órdenes rápidas y cortantes:
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— Bisturí; separador; pinza hemostática; cauterio; tijera de tejido; trépano; sierra de
alambre; gasa; tijera…
Pasaron varios minutos y, cuando separó los fragmentos de la fractura entre el hueso
parietal y el temporal e incidió la duramadre, salió un chorro de sangre oscura, venosa, que
venía de un desgarro del seno longitudinal.
Los senos que recogen la sangre del cerebro y la sacan del cráneo confluyendo hacia
las venas yugulares están hechos del mismo material de la duramadre, la más externa de las
meninges, que es semirrígida, se parece a un pergamino. Cerrar un desgarro en uno de estos
senos venosos es casi imposible, la cantidad de sangre que transcurre por ellos es
impresionante y las paredes no se pueden cerrar con puntos, cada vez que se pasa una aguja
queda un hueco y las suturas desgarran la membrana, lo cual agrava el problema; entonces
hay que afrontar las paredes con agrafes de plata, una especie de grapas parecidas a las de
las cosedoras de papel, colocándolas prácticamente a ciegas con una pinza dentro del lago
de sangre que es imposible achicar del todo.
Un segundo neurocirujano entró al quirófano a ver si podía ayudar en algo. El
primero había comenzado a desesperarse al darse cuenta de que el seno estaba sangrando
demasiado. Minutos angustiosos. El anestesiólogo ordenó bolsa tras bolsa de sangre y suero
para reponer las pérdidas. El neurocirujano no podía ver nada dentro del charco de sangre y
a pesar de que trataba de mantener la calma comenzó a desesperarse. Recuerda haber
pensado: No puedo cerrar esto. Se me va a morir este muchacho…yo no sé qué le voy a
decir a la mamá…No puedo hacer nada más…
Al sentir la desesperación en la voz de su colega, el recién llegado que se había
cambiado para ayudar le sugirió que le pusiera otro agrafe.
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El neurocirujano le contestó:
— No veo nada entre toda esa sangre…no puedo hacer más.
Su colega le rogó que hiciera el último intento.
Sin esperanza, accedió y con este último agrafe la hemorragia se detuvo. Con las
manos temblando comenzó el cierre del cráneo y luego dejó al ayudante que terminara la
operación. En la sala de espera abrazó llorando a su amiga de tantos años, que sintió la
muerte. Sin embargo, alcanzó a oír al cirujano que le decía que su hijo había salido vivo.
Sabiendo cómo es el cerebro no era posible predecir cómo o cuándo se iba a despertar, con
qué problemas neurológicos iba a quedar, o hasta dónde se podía recuperar, pero lo
importante era que estaba vivo y que tenía posibilidades.
***
Salió de cirugía en muy malas condiciones y tuvo que permanecer varios días en la
unidad de cuidados intensivos en un coma inducido a la espera de que cediera el edema
cerebral. Luego de unas leves señales de mejoría comenzó a recuperar el conocimiento.
Cuando lo pasaron a una habitación de cuidado intermedio y se le pudo visitar daba una
impresión penosa. Estaba en otro planeta, no recordaba nada de su vida pasada. La mente
trastabillaba con el lenguaje y las tareas más sencillas
¡Qué vaina…! fue lo primero inteligible que dijo al despertar.
Tres semanas más tarde le dieron de alta y salió de la clínica caminando con sus
propios pies. Empezó a reconocer a las personas más cercanas y poco a poco a darle el
nombre correcto a las cosas, a los sentimientos y a las emociones. Todavía era muy pronto
para saber si podría llenar las lagunas de la memoria, cada día una nueva esperanza y un
nuevo retroceso.
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Extrañamente, yo, que nunca fui su íntimo y que apenas había empezado a
relacionarme con él en los últimos meses, terminé sirviéndole de lazarillo en el proceso de
recuperación. Un mediodía salí del hospital con una hora medida antes de comenzar mi
turno de la clínica y decidí pasar a verlo.
— Hola, Posadita, gracias por venir…, me dijo esa primera vez que fui a visitarlo.
El apellido que me dio al saludarme era el de uno de sus amigos de la
infancia…Aterrador.
Fatigado, macilento, con la mirada perdida y la atención dispersa, una terrible
cicatriz en el cráneo en el que apenas comenzaba a apuntar el pelo, un cigarrillo tras otro,
toleraba apenas la compañía de sus amigos más cercanos cuyos rostros y nombres
comenzaban a formarse en la nube de ese cerebro lesionado y lento, transmitía lejanía y
vacío.
La casa estaba casi en penumbras, no demasiado limpia. Al llegar al segundo piso
buscando a Arturo entré por error en la habitación de su hermano muerto hacía unos meses.
Estaba tal como él la había dejado el día de su muerte. Los libros, el estilógrafo y unos
papeles en el escritorio, el vestido de la víspera colgado en un solterón con las mancornas,
un paquete de cigarrillos empezado con un encendedor de plástico en la mesa de noche,
unas pocas monedas y billetes en un platillo, la corbata y los zapatos como si se los acabara
de quitar, el resto de la ropa en el armario, los vestidos colgados en sus ganchos…todo en
perfecto orden como si su dueño estuviera por ahí. Salí del cuarto sintiendo que había
profanado un secreto o violado un santuario.
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Después de hacerle compañía a Arturo me senté un rato con su mamá. Triste y
perpleja, todavía indagando los porqués. Me dio las gracias por la compañía y yo le dije que
iba a hacer todo lo posible para ayudar a Arturo a recuperarse.
Le dije a Alfredo que pensaba dedicar la hora del almuerzo a visitar a Arturo y
acompañarlo en su mejoría mientras pudiera. Me dijo que si quería podía irme un poco
antes del mediodía, tan pronto terminara lo que tenía programado para la mañana. A partir
de ese momento todos los días lo acompañaba durante una hora o algo más. Al poco tiempo
ya sabía quién era yo y comenzó a hacerme unas preguntas vacilantes, de tanteo,
interesándose por el trabajo, los conocidos, los amigos. Algunos términos médicos le
causaban curiosidad y los seguía, al principio con vacilación. Comencé a repasar con él las
materias de la carrera, aprovechando que había reunido bastante material de estudio para el
examen de admisión a la residencia que ya se aproximaba. Lo estimulé con preguntas,
ejemplos y casos usando mis cuadernos de apuntes y los libros que él tenía en su biblioteca.
Al principio se cansaba rápido y ponía la mirada perdida. Yo lo dejaba en paz y al día
siguiente repetía el proceso. La conversación fue ganando en coherencia y duración, incluso
con algunos rasgos de humor entreverados con el entusiasmo que a ambos nos producían
los progresos.
El ritual duró cerca de dos meses. Con el tiempo cada vez fue más evidente que
Arturo iba a recuperar del todo la memoria, la cognición y algunas destrezas motrices. A
medida que iba haciéndose la luz en los rincones más olvidados y que iba recuperando los
recuerdos más lejanos y puntuales, tuve la sospecha de que algo en él había sufrido una
lesión más profunda. Los demonios que habían sido la fuente de esa identidad única e
irrepetible, con su borde de genialidad y de locura, las cualidades más seductoras y las más
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irritantes de su personalidad, las zonas de más sombra, no habían vuelto a aparecer. El
Arturo que había regresado del olvido y la muerte era otro, mucho más dulce y sereno, con
el fuego de la pasión convertido en una brasa, menos atosigado por el dolor y la muerte,
más terreno, mucho menos interesante …amable y chato, pero funcional.
Cuando vi que era poco más lo que podía hacer le dije a su mamá que sentía que
había terminado mi tarea. Nos abrazamos y nos despedimos.
¿Y Marta?
Llegó agosto y al ver que faltaban dos meses para el examen de admisión para la
residencia, Juan y yo decidimos renunciar a la clínica para dedicar las tardes a prepararnos.
Trazamos un plan de estudio y cuando le conté mi idea de entrar al Consejo Británico a
estudiar inglés, él también se animó y nos presentamos. Mis resultados en la clasificación
fueron muy buenos y logré ingresar a un nivel preparatorio para el examen de certificación
de la Universidad de Cambridge. En secreto sabía que si pasaba esta prueba podría viajar a
Inglaterra sin más requisitos de idioma. Nos reuníamos para repasar para el examen todos
los días a las dos de la tarde y después nos íbamos a la clase de inglés.
Durante todo este tiempo había visto poco a Marta. Hablábamos por teléfono todos
los días, y nos esforzábamos por vernos de vez en cuando así fuera un rato. Yo la visitaba
en su casa por la noche o ella venía a la clínica cuando yo estaba de turno y me hacía
compañía si no estaba ocupado. Una mañana de domingo llena de sol pasó a recogerme
para ir a desayunar. Venía hermosa, recién bañada, el pelo mojado, manejando mi Land
Rover. Se veía tan chiquita y tan valiente encaramada en ese carro tan grandote que no
quise cambiar de puesto para seguirla viendo…
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Durante semanas le estuve dando vueltas a la idea de terminar el noviazgo y por fin
decidí hablar con ella. Sentados en la sala de su casa le dije que no podía más, no quería
seguir. Dentro de pocos meses iba a comenzar los tres años de la residencia, sin un peso,
obligado a vivir en la casa de mis papás y a depender de ellos para lo indispensable, con
todo lo que odiaba la idea. No estaba en mis planes independizarme y que nos casáramos.
Esto no se lo dije, pero todavía pensaba en aplazar la especialización y viajar a Europa sin
ella. Mil excusas para justificar el fin de la relación. En el fondo, estaba cansado. No más
compromisos.
La frialdad inicial de Marta me sorprendió. Ni una lágrima, ni un reclamo. Dijo que
no se le hacía raro, porque me venía sintiendo distante, aburrido, desinteresado.
— Tengo dos preguntas
— Dime
— ¿Hay otra persona?
— No
— ¿Ya no me quieres?
— Te quiero mucho, pero no te puedo ofrecer nada.
Tenía que irme porque si no iba a odiar en ella mi falta de agallas. A pesar de la
enorme ternura que me despertaba, y de la cercanía afectuosa que todavía estaba viva, no
era suficiente para mí.
Una hora. En una hora deshicimos lo que habíamos construido en cinco años. Me
fui de su casa sintiéndome triste pero sin la menor duda de que esto era lo que quería hacer.
En los días siguientes saqué de mi closet los recuerdos, rompí las cartas, le hice llegar sus
libros, sus fotos y sus discos y me dispuse a enfrentar el futuro sin su compañía, ya tan
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habitual. Al comienzo tuve una sensación de asombro cuando vi que podía respirar en paz
por primera vez en muchos años, tal vez en la vida. Sentí que estaban abiertos todos los
caminos.
Los dos meses siguientes fueron de trabajo intenso en el hospital por las mañanas,
con un rato para almorzar y reposar en la casa, y las tardes de estudio con Juan. El primero
de octubre presentamos el examen y la entrevista para la residencia y pocos días más tarde
nos avisaron que habíamos ocupado los dos primeros puestos entre 64 aspirantes a cuatro
cupos. La especialización estaba asegurada. Teníamos por delante tres meses de tardes
libres que Juan pensaba dedicar a disfrutar de su noviazgo y yo a leer, a descansar, a
estudiar inglés y a experimentar la libertad recién ganada. Las perspectivas eran deliciosas.
Desasosiego
Pocos días después de conocer los resultados del examen me enteré de que Marta
me había encontrado remplazo. Un compañero suyo, al que yo conocía de vista pero con el
que no había tenido trato. Su papá se había hecho rico con un negocio de parqueaderos.
Tenía fama de ser un estudiante dedicado, un tipo serio e inteligente.
La noticia me dejó helado. Tenía que enterarme por mí mismo. Una noche salí del
Consejo Británico en el Land Rover y decidí pasar por su casa, y allí, en el garaje, otro
Land Rover de modelo mucho más reciente que el mío. Yo sentí un chasquido en la parte
de atrás de mi cabeza y en ese instante la ilusión de tener una mente mía, sólida, única, sin
resquicios, en la cual podía confiar incluso para los errores habituales de la percepción se
rompió y sentí que perdía mi identidad y mi forma.
En los días que siguieron una parte de mí continuó funcionando con normalidad,
mientras que otra divagaba, daba saltos, del hueco más profundo del dolor y la desolación a
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una furia fría, sólida. De la obsesión a la fantasía del perdón. Deseos de reconciliación y
olvido. Pasé muchas noches por la casa de Marta para verificar desde lejos con las luces del
carro apagadas que era verdad, que yo ya no existía, que no era irreemplazable, que no era
único. Regresaba a mi casa cuando mi sustituto terminaba su visita, casi siempre entre diez
y once de la noche, a veces mucho más tarde. Horas y horas de tortura imaginándolos
sentados conversando, comiendo, riéndose, tocándose, gozando. Pasaba la noche en blanco
garabateando una especie de diario lleno de ideas circulares en las que trataba de
encontrarle algún sentido a mi situación.
Tras de un par meses de asombro y gozo con una independencia que parecía posible
y un camino que se veía despejado, de repente, un día, la fantasía de la libertad se volvió
añicos. Me mató saberme prescindible, remplazable. Narciso con los pulmones llenos del
agua de su pozo que tan bien lo reflejaba.
Yo ocasioné la separación, sin dudar un instante de que esa era la decisión correcta.
Yo forcé la salida, yo era quien buscaba la libertad y quien había vivido dos meses
saboreándola lleno de planes y futuro. Y ahora estaba aquí hecho un imbécil, muerto de
ganas de mandar todo al diablo, de recuperarla, sin dormir, sin ganas de seguir. Un esclavo
llorando en el dintel de la puerta de su amo clamando por las cadenas porque no puede vivir
sin ellas.
De repente, por primera vez en la vida me di cuenta de lo solo que estaba. Arturo
seguía incapacitado. Juan, en su nube rosada, me sacaba el cuerpo. No lo podía culpar, me
había vuelto un plomo con el sonsonete y mi compañía tenía que ser insoportable. Patricia
se solidarizó con su hermana y rompió la comunicación conmigo. Con mi familia no había
contado nunca, menos en este momento. Cuando les conté que el noviazgo se había
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acabado respondieron con indiferencia que bueno, que estaba bien, que al fin y al cabo
Marta nunca les había parecido gran cosa.
De vez en cuando hablaba con Fernando, otro de mis amigos de la universidad, al
que también usé como confidente. Me enteré de que hacía poco tiempo había comenzado
psicoanálisis supuestamente para arreglar el desastre de matrimonio que arrastraba desde la
universidad y que se le estaba acabando a pedazos, pero en realidad detrás de las faldas de
una médica mayor que él a la que quería como amante.
En un papelito que todavía conservo me anotó el número de teléfono de su
psicoanalista.
Agustín
En ese 26 de noviembre, con veinticuatro años de edad, no tenía ni idea de qué
hacer. Todo en lo que había creído se me estaba desarmando entre las manos. No podía
confiar en las decisiones que había tomado en los últimos meses pensando en el futuro. Mi
capacidad de discernir se nubló. Los nudos que tenía en la garganta y en la boca del
estómago estaban también en mi mente, se habían convertido en mi mente.
Una mañana, después de otra noche de vueltas y revueltas, supe que sin ayuda no
iba a poder armar el rompecabezas. Marqué varias veces el número, y otras tantas colgué
antes de que me contestaran. Por fin me decidí y la secretaria me pasó de inmediato a
Agustín porque él manejaba su agenda de citas. Me saludó con una voz cálida, con un
inconfundible acento antioqueño y después de un par de comentarios me citó para el día
siguiente.
Llegué al consultorio con temblores en todo el cuerpo y las manos empapadas de
sudor. Me dolía el estómago, tenía la espalda rígida y no lograba inhalar todo el aire que
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necesitaba. Entré en la sala de espera y traté de calmarme. El lugar era confortable, con el
suelo cubierto por un tapete de lana virgen y los muebles tapizados en cuero. A un lado, un
acuario grande con cuatro o cinco bailarinas. Las puertas, de anchura superior a la normal,
tenían un sistema de aislamiento de sonido. El techo era un bello artesonado de madera que
daba una sensación acogedora. En la mesita auxiliar una cafetera y varias tazas grandes y
pequeñas; en unos platos medianos servidas unas porciones de ponqué blanco. Pensé que
tal vez se estaba celebrando algo.
Al poco tiempo abrió su puerta, me invitó a seguir y me dio la mano sin quitarme la
mirada de los ojos. Me señaló un sillón situado frente al suyo. De estatura mediana y
complexión atlética, se movía con agilidad. La frente amplia con entradas profundas, una
mirada franca y penetrante y una sonrisa mitad cálida, mitad divertida. Acababa de cumplir
51 años y su claridad mental era apabullante.
A pesar de que no ha pasado mucho tiempo, no podría reconstruir la entrevista, nada
de lo que él me preguntó ni de lo que yo le contesté. Apenas unas sensaciones mezcladas de
miedo y emoción. La impresión definitiva me la dio su risa cuando nos despedimos. Por
una parte, me quedó claro que no se estaba riendo de mí, se estaba burlando de la
importancia que yo le estaba dando a mi problema, y en ese instante tuve la certeza de que
este tenía solución. Por otra parte, además del humor, percibí en su voz un tono afectuoso
genuino. El cambio en mi estado emocional fue tan rápido que me sorprendió. En unos
instantes pasé de la angustia y la desolación a la emoción del descubrimiento de esta nueva
vida, de esta puerta. Y en ese momento supe que me iba a quedar, sin importar el costo,
porque aquí era donde iba a poder entender, crecer, vivir.
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Cuando yo lo conocí Agustín estaba rodeado de un grupo de médicos jóvenes
interesados en el psicoanálisis como disciplina profesional. Llevaba más de 20 años de
ejercicio independiente, tenía una clientela numerosa e interesante y vivía con holgura,
incluso con lujo. Había cortado toda relación con el establecimiento psiquiátrico y
psicoanalítico local y había decidido formar su propia escuela y empezar a transmitir sus
experiencias.
Su idea era formar personas que se aguantaran la libertad, que no le tuvieran miedo
al éxito. No era un discurso, era una práctica. Igual que Erich Fromm, quien fue su maestro
en México en los años sesenta, aunque respetaba la teoría de Freud, no compartía muchos
aspectos de la ortodoxia que habían convertido a esta disciplina en un desierto árido y
ajeno, bueno solo para los conflictos de los burgueses de la Viena de finales del siglo XIX.
Me recetó tres sesiones de terapia de grupo a la semana, dos de psicoanálisis
didáctico y seminario de teoría los sábados por la mañana. Había comenzado su
experimento educativo con el grupo de médicos y algunos de sus pacientes que se habían
mostrado interesados. Consiguió un profesor de castellano y latín, y pidió a uno de sus
discípulos que hablaba perfecto francés y a otro que tenía nociones de griego, que nos
enseñaran lo que sabían. Él se encargaba de dirigir los seminarios sobre la obra de Fromm y
sobre Platón y Aristóteles, su interés de esa época. Además, encargó a su esposa que nos
enseñara a cocinar. Se reía diciendo que el psicoanálisis del colombiano es de “huevo
frito”. Si se tiene en cuenta el pánico que nos produce la persona que nos cuida o nos da de
comer, ya sea la mamá o la empleada del servicio, la curación comienza por aprender a
cocinar, a pegar botones, a planchar una camisa o un pantalón porque así se acaba la
dependencia enfermiza y se obtiene la libertad.
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El aspecto económico, fundamental en toda relación terapéutica, lo tenía cubierto
por el momento pues había logrado hacer un buen ahorro durante los meses de trabajo en la
clínica. Si hacía economías, era frugal, y seguía arrimado en la casa paterna, podía hacerla
durar un año, o un poco más. Después, ya vería.
Casi de inmediato se me ocurrió que debía renunciar al cupo de residencia en
Ginecología y presentarme a Psiquiatría al semestre siguiente. Cuando se lo mencioné,
Agustín me paró en seco y me dijo que esa no ese tipo de decisiones no se deben tomar
apenas comenzando la terapia. Con su modo risueño me llevó a preguntarme si no sería
más bien un acto suicida para ponerle zancadilla al nuevo comienzo. No pasa nada con
esperar, calmarse, respirar, contar hasta 100, tomar agua… Haga la residencia y vaya
buscando su camino, aquí también se va a formar como psicoanalista por si alguna vez le
interesa ejercerlo. Me abrió la puerta de su biblioteca, llena de tesoros. Todos los clásicos,
todo el psicoanálisis, toda la literatura moderna. No podía pedir más.
***
Una revelación. Las personas que llegan por primera vez a una terapia de grupo
avanzada saben lo intensa y aterradora que puede ser la experiencia. Todo es nuevo,
extraño. Dolor y alegría, angustia y liberación. Miedo. En el grupo la gente abre su vida, se
desgarra, y expone sus secretos, y termina por sentirse mejor, a veces sin querer. Es
emocionante. Sombras chinescas; una mirada, una respiración, un comentario desatan una
tempestad de recuerdos y sentimientos. Miles de asociaciones y sueños que nos llenan de
asombro. Nace la conciencia de la sincronía, en que los hallazgos y los encuentros dejan de
parecer casuales. Todo adquiere significado. Tanto, que uno vive lleno de sobrecogimiento
y entusiasmo. Si esto no era llegar a puerto no sé qué pueda serlo.
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Retroceso
Entrado el mes de diciembre Agustín se fue de vacaciones. Casi al mismo tiempo
terminé el año del servicio social obligatorio y dejé el hospital. Tenía vacaciones hasta el
día en que debía comenzar la residencia, el primero de febrero. En ese instante toda mi
familia estaba ocupada en Bogotá, y yo era el único que tenía asueto. Resolví irme para la
finca, llevarme mi música y mis libros y pasar unos días solo. Tenía mucho que reflexionar.
Pensé en Arturo, el otro intruso con el que había forjado un vínculo de soledades
que nos había hecho creer que podíamos cruzar acompañados el umbral de la edad madura.
Con el accidente su mente volvió a barajar. Puede que en realidad no hubiera querido
morirse, sino ser otro al que la vida le doliera menos. También para eso es la libertad.
Pensé en Marta, en la terminación del noviazgo y en la crisis que me había causado
la ruptura, o mejor, la sustitución. Todavía no entendía qué había pasado. Tal vez quería
dejar de estar suspendido y supuse que me había soltado. La mente, la consciencia, el yo, se
habían quedado momentáneamente al otro lado de una membrana al que yo no tenía acceso.
Una pantalla de látex que deja traslucir los cuerpos que se mueven detrás, pero no los deja
pasar; se pueden tocar a través de esta sustancia elástica, viscosa y neutra pero no hay
conexión. Los sonidos están amortiguados, apenas un murmullo suave y lejano. Lo único
que queda son las ganas de acurrucarse en un lugar oscuro, dejar de sentir, dejar de pensar,
dejar de ser. Que crezca otra vez el cordón umbilical y se conecte a una placenta, a
cualquiera, para volver a ser solo silencio. Había pretendido cambiar el futuro y creí por un
momento que tenía la fuerza para intentarlo. Como pude, había reunido los pedazos y se los
había llevado a Agustín para que me los ayudara a armar. El resultado había sido esta nueva
esperanza de una vida que prometía llegar a ser plena.
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Sin embargo, a los pocos días de estar en la finca volví a las estupideces. Marta se
me apareció bajo una luz diferente. Entonces, se me ocurrió que la solución más inteligente
para todos los problemas era casarme con ella y convencerla de que hiciéramos juntos la
terapia.
Con una foto que había conservado le hice un retrato a carboncillo para llevárselo de
regalo de Navidad. Una tarde me monté en el Land Rover y me fui a buscarla. A las cinco,
saliendo apenas de la finca, el cielo se volvió de tinta china. En segundos se desgajó una
tormenta eléctrica de una magnitud que yo jamás había visto en la sabana de Bogotá. En
medio del diluvio, cegado por los rayos y las luces de mercurio, atravesé la ciudad. Había
averiguado la dirección del hospital en el que Marta acababa de comenzar el internado. Lo
encontré a tientas. Cuando llegué acababa de oscurecer y ya no llovía. Alguien me indicó
que llamara al pabellón de Maternidad en donde estaba de turno. Sorprendida y fría.
— ¿Qué haces aquí?
— Me equivoqué, Marta. Vengo a pedirte que me perdones y te cases conmigo.
Le entregué el regalo. Le conté mis planes, traté de sonar convincente, decidido. En
mi fantasía había previsto una escena de reconciliación de película.
— Me da mucha pena, no pienso volver contigo.
— ¿Por qué?
— No tienes ni idea de lo que me hiciste.
Su mirada dura me confirmó que hasta aquí habíamos llegado y que no debía
insistir. A medida que recorría el camino de regreso a la finca, sin saber muy bien de dónde
ni por qué, comencé a experimentar una sensación de liviandad, un extraño cosquilleo en
donde comienza la risa ¿Alivio? Sí, alivio. También miedo cuando comprendí la enormidad
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del error que había estado a punto de cometer ¡Qué bestia! ¿Qué tal que me hubiera dicho
que sí? ¿A dónde habríamos ido a parar? Cuando atravesé la portada de la finca iba lleno de
claridad y excitación. Ahora sí sabía sin la menor sombra de duda que el capítulo se había
cerrado para siempre. Resolví pasar las fiestas de fin de año en la finca con mi familia
siguiendo el ritual de todos los años.
La montaña
El cuatro de enero, una llamada inesperada. Marco, uno de los amigos de infancia
de Arturo, quería saber si los podía acompañar a la Sierra Nevada del Cocuy. En su
preparación para el Himalaya habían planeado un entrenamiento en tres frentes. Él y Luis
iban a intentar la pared de roca del Ritak u’wa Blanco, Christian y Ricardo la pared de hielo
del Ritak u’wa Negro y Pablo la travesía de la sierra en solitario, tres días de caminata de
roca y nieve. Querían que Arturo fuera con ellos porque pensaban que el viaje le podía
hacer bien. Quizás abrigaban la idea de que la montaña podría devolverlo a la normalidad.
Sabían que la salud de Arturo todavía era delicada y que su estado físico no era el
mejor. Por eso, él y yo iríamos a un paso mucho más relajado, con tiempo para tomar
fotografías, empaparnos del paisaje, respirar el aire frío de la sierra y reunirnos con ellos en
el campamento base desde donde emprenderían sus expediciones separadas.
Durante los meses que pasaron después del accidente mis sentimientos hacia Marco
y los otros los amigos de Arturo habían sido ambivalentes. Pensaba que podrían haberlo
evitado; me parecía que habían pecado de imprevisión por no usar cascos para escalar, por
haber elegido una ruta desconocida para hacer el vivac, sabiendo que podía haber piedras
sueltas. En fin, nada que ellos mismos no sintieran y que no hubieran expresado con dolor
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durante este tiempo. Les tenía incluso resentimiento por haber matado la que en mi
imaginación prometía ser una amistad profunda y duradera.
Sin embargo, había visto el cariño y la ternura con que lo habían cuidado. Era
evidente que la que los unía era una amistad real, de las eternas e indestructibles. Esto me
acercaba a ellos, no sin envidia. Si en los pocos meses de nuestra relación yo había llegado
a querer a Arturo, a encontrar el lado amable y gracioso de este ser complejo, podía
entender lo que sentían estos que habían sido como sus hermanos desde los cuatro años.
La invitación además de sorprenderme, me halagó y la acepté de inmediato. Me
parecía interesante compartir la experiencia con estos excursionistas expertos. Los
acompañé a comprar las provisiones y a preparar los equipos de alta montaña que conocían
como si fueran prolongaciones de sus sentidos, y me impresionaron la diligencia y el orden
casi militar de sus preparativos. Los vi tomar decisiones en un estilo curiosísimo, lleno de
humor y ligereza, de sobreentendidos y dobles sentidos, pero totalmente centrados, con una
determinación imperturbable. Pasión bajo control. Realmente había algo místico en esta
combinación de deportistas de alto rendimiento con monjes tibetanos y adolescentes
desquiciados a cual más particular y excéntrico. Tal vez la estrecha proximidad con la
muerte les hacía apreciar la vida de una forma diferente. La anticipación del viaje los ponía
eléctricos pero no perdían el foco. Habían logrado conservar el entusiasmo que se siente a
los catorce años cuando uno se va de excursión con los amigos, y el recuerdo genético de
las expediciones de caza, el atavismo de la caverna.
Al caer la tarde tomamos la carretera central del norte en tres carros cargados de
equipos y víveres y durante el trayecto cambiamos varias veces de carro y compañía. Yo
hice los turnos dobles en el campero de Arturo porque su visión nocturna no era buena y el
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viaje por estas carreteras en gran parte destapadas era bastante peligroso. En mitad de la
noche atravesamos el páramo de Guantiva en Boyacá a casi 4000 metros de altura, al
amanecer bajamos hasta el cañón ardiente del río Sogamoso en Capitanejo, Santander, y
volvimos a subir por la falda de la cordillera oriental hacia los pueblos de El Espino y
Güicán de nuevo cerca de los 3500 metros. Toda una prueba de resistencia para los carros y
sus ocupantes.
Desde que tenían sus carros propios habían diseñado este estilo de viaje nocturno en
el que turnaban el piloto y el copiloto cada dos horas, dormían a ratos y llegaban todos más
o menos descansados para aprovechar el día. Yo, que los conocía poco, pasé de un
descubrimiento a otro, cada cual más interesante.
Marco y Pablo eran los líderes. El primero era un muchacho delgado y taciturno,
con una cara de apóstol como salida de una pintura de El Greco y manos de picapedrero
deformadas por los muchos años de fricción con las rocas. El genio vivo y la determinación
inquebrantable, sumada a la idea fija de la montaña. El estratega, el planificador, el que
permanece frío cuando los demás pierden la calma.
Pablo ejercía una autoridad basada en el carisma y la simpatía. Sus proezas de
fuerza y resistencia física y psicológica casi sobrehumanas lo habían convertido en la voz
indispensable a la hora de solucionar dificultades y tomar decisiones complejas. Gracias a
la amistad que los unía desde niños habían logrado que el poder de sus individualidades y
sus dotes de liderazgo no chocaran sino que se complementaran y esto los convertía en una
unidad de enorme eficiencia, una máquina de logros. Parecían haber desarrollado una forma
de comunicación extrasensorial, telepática.
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Christian, Luis y Ricardo eran simpáticos, descentrados, con las perplejidades de la
adolescencia sin acabar de resolver. El primero tenía una chispa impresionante. Sus amigos
lo importunaban solo por el placer de recibir sus réplicas, magníficas como trallazos, la
respuesta perfecta en un destello de tiempo. Era un estupendo contador de chistes y de unas
anécdotas loquísimas de sus expediciones que sonaban inverosímiles pero que al
confrontarlas con los otros habían sucedido en verdad. Los otros dos eran difíciles de
concretar, buenos conversadores y ocurrentes, y cerrados a la hora de una indagación más
profunda.
En todos era evidente la pasión. Detrás de la apariencia desenfadada y deportiva
eran unos alucinados. Obraban bajo los efectos de un encantamiento. La montaña se había
apoderado de ellos desde la infancia y no los iba a soltar nunca. Era su único tema de
conversación, su forma de vida. No había espacio para nada más. A alguno de ellos le oí
describir lo que sentía frente al reto físico de la escalada: “Se sienten cosquillitas en las
pelotas”. La montaña era un objeto de deseo, y además les permitía vencer el miedo. El
romance no era con la muerte. Como todos los adictos, la adrenalina que les corría por las
venas cuando coqueteaban con el peligro era el juego previo, la conquista física de la meta
era el orgasmo y las endorfinas del final del esfuerzo la relajación posterior al coito. Había
más. Lo que nos identificaba a todos era que estábamos llenos de miedo y de furia.
Miraba con curiosidad a Arturo, que iba callado, fumando. Aunque nunca lo había
visto interactuar con su grupo, sabía que su excentricidad había hecho el case perfecto aquí.
Esta era, o había sido, su manada, no cabía duda. Hacía un esfuerzo notorio por seguir el
ritmo de la conversación, y de vez en cuando aventuraba algún comentario, más bien una
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pregunta, un minero que avanza a tientas en la oscuridad con un pequeño foco. Me daba un
gran dolor y pensé que si mi pérdida había sido terrible, la de ellos era espantosa.
Luego de desayunar en Güicán seguimos hasta una finca en las afueras del pueblo
en donde se iban a quedar los carros. Organizamos los equipos en los morrales y cargamos
lo más pesado en unos caballos alquilados. Los cinco de la avanzada sabían que de aquí a la
Laguna del Avellanal, en el corazón de la Sierra Nevada, se gastarían unas seis horas a
buen paso, el tiempo exacto para llegar todavía con luz de día a instalar el campamento
base.
Desde el comienzo habíamos planeado que Arturo y yo iríamos a otro ritmo. Los
trayectos de ida y vuelta que ellos harían en una sola jornada, nosotros los recorreríamos en
dos, con una parada a mitad de camino para pasar la noche en la Laguna Grande de los
Verdes. Apartamos las provisiones, los avíos de cocina, una carpa y dos sacos de dormir,
armamos los morrales y comenzamos a caminar.
Tenía reservas por el estado físico de Arturo y los posibles efectos que la altura, el
problema cardiaco y los muchos años de cigarrillo podían tener en su cerebro lesionado.
También me preocupaban los baches de la memoria. Al poco tiempo de comenzar a
caminar me di cuenta de que los recuerdos de sus excursiones pasadas, de los tiempos y
accidentes del camino y su orientación en la trocha, estaban intactos. Parecía tener la
memoria en los pies.
Muy pronto el grupo se dividió. Todos comenzamos haciendo el mismo esfuerzo,
pero estos tipos sabían caminar de una forma impresionante ¡Qué pulmones! Yo llevaba
nueve meses sin fumar, y siempre había sido un buen caminante, pero el año del rural casi
sin actividad física me había dejado en una condición lamentable. A los cinco minutos nos
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llevaban varios cientos de metros de ventaja y los dos resollábamos y jadeábamos como
locomotoras. A los veinte minutos ya no los volvimos a ver y entendimos que había que
tomarlo con calma, caminar despacio, sacar fotos, y disfrutar de la hermosura del paisaje.
***
Nueve años atrás, en quinto de bachillerato, yo había venido a la sierra con mis
compañeros de colegio. Llegamos por otra ruta que comienza en el pueblo de El Cocuy, y
caminamos unas seis horas hasta unos pocos metros de la nieve, en un punto desde donde
se divisaba el Púlpito del Diablo, una torre cilíndrica de piedra de 150 metros de altura y
treinta o cuarenta de diámetro. Las diferencias entre las dos excursiones eran abismales.
Aquella vez subimos con unos equipos insuficientes y reunidos de cualquier
manera, con carpas de lona, sacos de dormir de algodón que no eran impermeables, cobijas
o ruanas y medias dobles de lana para el frío, lentes ahumados para evitar el reflejo de la
nieve y sogas de fique para amarrarnos en el ascenso. Mi mamá me tejió un gorro de lana
de alpaca del que estaba orgullosísimo, pero me daba tanta rasquiña en la cabeza que no lo
podía soportar sino unas pocas horas por la noche. Estrené unas botas de cuero Grulla de
obrero que lucían fantásticas pero tenían unas suelas lisas que eran un peligro y me sacaron
unas ampollas de miedo. Pasamos dos noches en un roquedal al borde de la nieve, una
verdadera tortura, con las medias, la ruana y el saco de dormir mojados, la temperatura bajo
cero y un dolor en los pies que me hacía llorar. La única solución fue descalzarme y darme
fricciones con una toalla seca hasta que pude volverlos a sentir. De comida, salchichón,
panela, galletas de soda, café instantáneo, enlatados. Poquito y malo. Al regreso, una
borrachera espantosa con aguardiente, con vomitada en el bus.
***
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Arturo y su grupo habían adquirido mucha experiencia en sus años de
excursionistas, y con esfuerzo habían conseguido equipos de alta montaña de buenas
especificaciones. Algunos de los escaladores europeos que entrenaban con ellos en las
rocas de Suesca les dejaron de herencia, además de cientos de trucos del oficio, cuerdas
sintéticas, crampones, piolets, seguros de roca y nieve, botas de escalar, morrales de diseño,
ropa interior térmica, rompevientos, gorros, medias impermeables, sacos de dormir de
plumas y carpas como iglús para la alta montaña, capaces de conservar el calor en su
interior a pesar de temperaturas externas de muchos grados bajo cero.
Se habían hecho expertos en nutrición. La comida estaba pensada para ser de poco
volumen y peso, rica en carbohidratos y proteínas, tener buen sabor y aguantar sin
descomponerse. Nueces, huevos deshidratados, carnes en conserva, frutos secos, leche
condensada, panela, bocadillo de guayaba, arroz preparado, y unas estufitas de gas de una
sola hornilla que se podían usar dentro o fuera de la carpa para calentar agua y cocinar. Era
la primera vez en toda mi vida de excursionista en que todo estaba previsto, no se dejaba
nada al azar y se tenían las herramientas indispensables para la supervivencia y la
comodidad en las duras condiciones del páramo.
***
Nuestra jornada, de unos diez kilómetros, comenzó a las afueras de Güicán, a cerca
de 3900 metros de altura. El ángulo de ascenso era tan exigente que nos obligaba a
detenernos para recobrar el aliento cada pocos cientos de metros. La vista sobre la
cordillera oriental era para quedarse sin aliento, con su colcha de retazos que abriga las
paredes y el abismo que se precipita hasta el Río Sogamoso, que se había convertido en el
motivo recurrente de mis sueños de caída libre desde mi excursión anterior.
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Cuando comenzó a ralear la vegetación, aparecieron los frailejones y pajonales y la
trocha se fue despejando con tramos cada vez mayores de piedras desnudas. Luego de un
par de horas nos detuvimos para almorzar a la orilla del río Cardenillo que discurre por un
estrecho valle y recoge las aguas dulces y transparentes del deshielo de la sierra. Dejamos
al lado izquierdo la impresionante morrena, el río de piedras que deja un glaciar que ya no
existe, y subimos hasta los 4450 metros del Boquerón del Cardenillo para descolgarnos
desde allí hasta la Laguna Grande de los Verdes. Vista desde arriba la laguna tiene tonos de
verdes oscuros que aclaran en las orillas, y está rodeada por una franja de pasto que usan
los campesinos para apacentar ovejas. Allí reposamos un rato y luego armamos el
campamento. El sol de la tarde calentaba tanto el interior de la carpa que nos tuvimos que
salir después de un rato. Aprovechamos para recorrer la orilla y tomar algunas fotos.
Cuando por fin se puso el sol tras las paredes de piedra la temperatura bajó en segundos y
nos obligó a abrigarnos después de comer algo caliente. Las once horas de carretera
sumadas a las seis de la caminata nos dieron un mazazo en la cabeza.
Nos despertó el sol. Desayunamos y desmontamos el campamento para emprender
la segunda jornada hasta la laguna del Avellanal, otra vez en ascenso hasta el alto de los
Frailes y el Boquerón de la Sierra a 4650 metros. Desierto de rocas y agua, donde solo unos
pocos frailejones anémicos aguantan la altura y el frío. Piedras lunares, jadeo, piedras y
piedras, jadeo. El morral talla por todos lados, cada cinco minutos hay que cambiar el lugar
de apoyo de las correas que empieza a arder y a adormecerse. La falta de oxígeno hace que
incluso los esfuerzos pequeños se vuelvan dolorosos. No dan ganas de hablar. La trocha no
tiene pierde, está marcada por huellas de caminantes y aquí y allá torrecitas de piedras.
Después de unas horas se adquiere un ritmo particular. El cuerpo se adapta y responde casi
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automáticamente a los accidentes del camino y la mente se aquieta. La turbulencia del
pensamiento cesa y da lugar a baches largos de silencio. Solo me volteo para comprobar
que Arturo me sigue, a paso lento pero firme. Las miradas se encuentran, me sonríe, sus
ojos me dicen “tranquilo, vamos bien…” Después de cuatro horas bajamos hasta la laguna
del Avellanal, un precioso espejo redondo en el corazón mismo de la sierra rodeado por los
dos Ritak u’was, los dos San Pablines, el cerro de El Castillo, el pico la Aguja y los picos
Sin Nombre.
A pocos metros de la orilla de la laguna estaba el campamento base dentro de un
abrigo rocoso, una caverna natural hecha por dos lajas inmensas inclinadas en ángulo recto
que crean un espacio protegido. En el suelo varias expediciones habían hecho una
plataforma con troncos y hojas de frailejón sobre la cual se armaban las carpas y servía de
aislante para el frío. A esta hora ya los compañeros lo habían abandonado. A lo lejos
pudimos ver a Marco y Luis al final de la base del Ritak u’wa Blanco, una pared de roca de
ochocientos metros en vertical desnuda hasta la cumbre que iban a intentar escalar en tres
días. Las rutas de los otros iban por la otra pared que desde aquí no era visible. Nos habían
dejado comida preparada.
El silencio se apodera de nosotros de forma natural. La propia pequeñez nos hace
enmudecer y el alma solo quiere contemplar. Cielo de índigo profundo, apenas unos jirones
de blanco a gran altura, siluetas recortadas de los picos rocosos, toda la paleta de la piedra,
y la luz sobre la nieve que cambia por minutos. Pequeñas formas se aferran a la vida,
insectos, plantas, algas, cojines de musgo que aguantan el peso de una persona y emanan
una capa iridiscente encima del agua, agua quieta, agua que corre, agua que canta, reflejos
del cielo y la montaña en la laguna rizada por un soplo leve de viento.
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Arturo y su cámara buscan la luz, el color y las formas. Aquí no hay dolor, ni
pérdida, todo es sencillo y claro, nítido como el filo de un cuchillo. Noche de luna. Al
comienzo, un leve resplandor por encima del pico de la Aguja, cuya silueta de pronto se
recorta límpida. La luz juega sobre la nieve alta en los picos. Luego, sueño sin sueños, hoyo
negro, silencio nocturno casi completo, solo el viento. No hace tanto frío. Al despertar voy
a la orilla de la laguna por agua para el café. Con pesar fracturo la capa de hielo de colores,
prismas y cristales formados antes de salir el sol.
No he podido leer, me cuesta trabajo concentrarme, solo quiero mirar, el silencio me
sirve tanto…no sé siquiera si estoy pensando, me parece que no.
Marco y Luis regresaron al atardecer del segundo día. Después de la primera noche
en la pared de roca decidieron no continuar. Luis no estaba en muy buena forma y el miedo
resolvió por él. Le comenzaron unos retorcijones que pronto se convirtieron en una diarrea
incontrolable. A pesar de las sales hidratantes y el antidiarreico, comenzó a perder fuerzas.
Seguir era una locura, y la bajada era problemática. Llegaron al campamento base, Luis
avergonzado y descompuesto, y Marco haciendo esfuerzos por ocultar su molestia porque
sabía que estaba bien preparado y le dolía perder la oportunidad de este entrenamiento. De
todas maneras lo tomó con filosofía, al fin y al cabo la montaña es así y los escaladores se
tienen que volver expertos en miedos y frustraciones. El silencio dominó el resto del día.
Luego de una noche de reposo Luis amaneció mucho mejor.
Entrada la mañana del día siguiente un sol esplendoroso caía sobre la laguna y
reproducía el anillo de los cerros y el cielo. Lucía tan hermosa el agua que resolví darme un
chapuzón. Me metí desnudo y sentí el impacto del agua gélida en todo el cuerpo. Al
comienzo es una tortura, no se puede respirar, duele el contacto, después va pasando. De
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todas formas uno no aguanta mucho rato. Me sequé al sol tendido sobre una roca. Al volver
al campamento con risa me di cuenta del error. Después de cuatro días de viaje, caminata,
escalada, miedo, hoguera, el hedor de mis compañeros era insoportable. Hasta el momento
no me había dado cuenta porque olía igual, pero después del baño la diferencia era notoria.
Al día siguiente regresaron Ricardo y Christian, felices, parloteando como loras.
Ellos sí habían conseguido su propósito. En un instante cambió el estado de ánimo del
campamento. Cómo nos reímos con el relato de la angustia y el pavor que habían
experimentado las dos noches que estuvieron colgados de la pared de hielo. Es un misterio
la diversión que nos causa el sufrimiento nuestro o de otros cuando ya es pasado. Última
noche. Después de comer nos quedamos un rato largo alrededor del fuego. Una sola
carcajada, un ataque de risa incontrolable. Magia antigua, conjuro, candela, noche, caverna,
tribu, palabra, las voces rebotando en la montaña.
Después de almorzar Arturo y yo armamos los morrales y desanduvimos el camino
hasta la Laguna Grande de los Verdes, despacio y en silencio. La sierra nos despidió con
una tarde nublada y fría que hacia el final se despejó y nos regaló la vista de la laguna
desde el boquerón, esmeralda engastada en su estrecho valle. Cuando llegamos estaba
atardeciendo. Arturo se acordó de un abrigo rocoso en el lado norte de la laguna que había
usado en excursiones anteriores. Un espacio en forma de embudo. El talud de la montaña
formaba una pared y el techo era una losa grande de piedra inclinada. La otra pared daba al
valle, estaba hecha de troncos de frailejones y forrada, al igual que el suelo, con sus hojas
vellosas y fragantes. La entrada, de un metro de altura, no tenía puerta. Había que meterse
reptando y cabían dos personas acostadas una a los pies de la otra. Lo usaban los
campesinos y excursionistas para pasar la noche o protegerse de las nevadas o los
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aguaceros. Decidimos pasar la noche allí. Después de comer nos metimos en los sacos de
dormir y encendimos una vela. Conversación adormilada y superficial, unas pocas
impresiones de la montaña y los amigos, bostezos sonoros. Cuando se hizo el silencio
intenté leer un rato, pero no me pude concentrar. Estuve un rato largo oyendo los ruidos
nocturnos, el leve chapaleo del agua en la orilla, el viento que baja silbando de las rocas
altas a juguetear sobre el pasto.
Los sucesos de este año raro daban vueltas y vueltas, y supe que mi vida había
llegado a un umbral definitivo. La idea de la huida había comenzado a achicarse. Al llegar a
Bogotá iba a comenzar la residencia en Ginecología y mi psicoanálisis, sin importar el
esfuerzo ni el costo. Tenía clara la decisión de recorrer ese camino. Por primera vez en mi
vida, una especie de certeza. En el duermevela miré hacia el techo renegrido por el humo a
pocos centímetros de mi cabeza. Mi tumba.
Nos levantamos temprano, desayunamos y comenzamos a bajar hacia la finca donde
habían quedado los carros. Tres horas más tarde, atravesando el río Cardenillo, nos
alcanzaron los demás y apretando un poco el paso llegamos todos juntos.
Al final
Accedí a acompañarlos en esta excursión porque todos, sus amigos y yo, teníamos
la esperanza de que el viaje, las privaciones, el esfuerzo físico y mental, la belleza y la
dureza del paisaje le iban a ayudar a Arturo a recuperar lo que le hacía falta para volver a
estar completo. El último jalón en esta jornada hacia su curación que habíamos emprendido
juntos al poco tiempo de su accidente hacía ya siete meses. No podía saber que el contacto
con la montaña iba a ser profundo y definitivo para mi propia alma, y leve para esa mente
trocada al parecer ya sin regreso.
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Después de estas noches alucinadas, con la luna por encima de los picos nevados, de
estos días de exaltación ante la enormidad de este lugar casi desprovisto de vegetación
salvo los últimos frailejones y los cojines de musgo entre las rocas desnudas, al lado de las
lagunas de cielo, volvimos al pueblo de Güicán, sentado en frágil equilibrio sobre los
contrafuertes de la sierra y nos fuimos a buscar las aguas termales.
Despacio, en silencio, con torpeza y dolor en cada uno de los músculos, me quité la
ropa y la dejé en orden al lado del morral. Once de la mañana de un día perfecto, el cielo
azul sin una sola nube, el aire frío y enrarecido del páramo en lo más hondo de los
pulmones, el sol en la piel, los ojos llenos de las montañas de colores y el viento cantando
en los eucaliptos.
Casi desnudo me acerqué a la boca del tubo que sobresalía del barranco y del que
brotaba con fuerza un chorro de más de dos pulgadas de agua azufrada muy caliente y dejé
que mi cuerpo agradecido gozara la caricia. A este lugar acudían siempre mis compañeros
al final de sus expediciones en un ritual de purificación. Guerreros prehistóricos que
celebran la amistad, con amor y gratitud por la montaña por haber cuidado de sus pasos en
esta nueva visita. Nos turnamos el chorro y el jabón que se resistía a hacer espuma hasta
quedar relucientes y rojos, con los ojos brillantes. Ellos gritando y parloteando y yo callado,
saboreando el silencio recién inventado.
La muda limpia que había reservado para el viaje de regreso me dio la sensación de
estar estrenando la vida. De pronto, comenzaron a formarse en mi mente las imágenes del
sueño que tuve la noche anterior en el abrigo rocoso. Llevaba años sin recordar mis sueños,
pero este había sido tan vívido, tan claro. Vi un caballero en una armadura negra y oro que
se aproximaba en un enorme caballo de batalla. Sentí la enorme presencia de la bestia. El
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jinete se apeó y se agachó para recoger del suelo un bulto pesado, un hombre desnudo al
que cargó sin esfuerzo como a un niño dormido. Se dirigió con pasos de autómata hacia una
especie de altar de piedra, depositó su carga con delicadeza y se alejó. El muerto era yo. En
la bruma oí que una voz recitaba a gritos un poema antiguo en un idioma desconocido. Está
bien, pensé, no hay mejor lugar que esta montaña para dejar el cadáver expuesto. Que se
pare el corazón, que ya no corra más la sangre por mis vasos, que se congele la linfa que
baña mis entrañas, que no vean más mis ojos, que se desprenda de una vez mi piel de
serpiente.
FIN
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