Lunes 12 de setiembre de 2016 · Nº 5 DÍNAMO Ilustración: Ramiro Alonso Seguridad / Convivencia Crímenes y castigos 02 LUNES 12·SET·2016 DÍNAMO Por una política criminal de izquierda El debate sobre la seguridad es político y es ideológico. Es político en un sentido general, porque tiene que ver con la política criminal del Estado, es decir, uno de los aspectos de la política (así como hay una política económica, también hay una política criminal). Es ideológico porque la cuestión de la seguridad nos remite a un sistema de creencias o ideas acerca de una cuestión determinada. Desde este ángulo, resulta pertinente preguntarse si es posible encarar este debate en el marco de las coordenadas “izquierda-derecha”. ¿Es posible hablar de una política criminal de izquierda y una de derecha? ¿Es útil plantear el debate en estos términos? Sabido es que en todas las latitudes la derecha resiste esa dualidad. En parte para no cargar con el lastre peyorativo del término “derecha”, pero también porque, al disolver la dualidad derecha-izquierda, “todos son parte de lo mismo”: la política empieza y termina con la elección del mejor administrador dentro de una oferta variada de propuestas entre las que solamente habría matices, pero no sesgos ideológicos. Es una visión donde no hay confrontación de ideas, sino una elección entre los jugadores más hábiles y eficaces para cumplir con los mismos objetivos. Es la no-política, o, más bien, la negación de la política desde la política. Sin embargo, afortunadamente la política sigue gozando de buena salud. Los objetivos de la derecha y la izquierda siguen siendo diferentes, porque tienen visiones del mundo diferentes. Norberto Bobbio1 lo ha planteado de un modo simple: mientras la derecha busca privilegiar la libertad a toda costa, la izquierda coloca a la igualdad como valor central. En los extremos se protege la libertad sin igualdad y del otro lado, la igualdad es capaz de sacrificar cualquier libertad. En la práctica, los modelos puros son propios de las tiranías, mientras que los mixtos son propios de sociedades democráticas. Si analizamos los discursos y las prácticas punitivas bajo esta lupa, observamos que el momento de la igualdad ha sido prácticamente anulado por la política. Y eso es justamente lo que no permite visualizar, en la Realpolitik, diferencias entre las propuestas de seguridad de derecha e izquierda. Es que, realmente, no las hay. Hoy día, nuestro espectro político confluye en un mismo discurso y unas mismas soluciones para la cuestión de la seguridad. Ha habido matices, es cierto, pero el ADN es el mismo: el incremento del delito se resuelve con más castigo. El resultado, cada vez peor: los delitos aumentan y los presos también. Y peor aún: los presos aumentan a una velocidad cuatro veces mayor que el número de delitos. Hoy día tenemos más del cuádruple de presos que los que teníamos en 1985 al recuperarse la democracia, pero no hay cuatro veces más delito. No hay estadística criminal que demuestre que los delitos se incrementaron por cuatro, pero los presos sí. ¿A qué se debe esto? Simple: no hay relación entre delitos y presos. La cantidad de presos es independiente del número de hechos delictivos. Es el Estado el que decide cuántos presos quiere tener. Y ese Estado son los políticos y los jueces, en la medida que le corresponde a cada uno. Hoy el “momento de la política” está decidiendo contar con más de 10.000 presos; está decidiendo más cárcel. Quizá no están dándose cuenta de que no funciona. Ni va a funcionar. No van a bajar los delitos porque tengamos más presos, estén en las condiciones en que estén. No funcionó en ninguna parte, no va a funcionar en Uruguay. Rompe tanto los ojos que resulta difícil entender por qué se sigue aplicando más de lo mismo si más de lo mismo no funciona. Prometieron más seguridad con la ley de seguridad ciudadana en 1995: no funcionó. Prometen lo mismo con el nuevo paquete de seguridad. No va a suceder. ¿En qué se diferencia lo que hicieron los gobiernos de izquierda de lo que haría uno de derecha? Quizá, en el én- fasis. Es lógico esperar que un gobierno de derecha sea aun más punitivista, justamente porque solamente tiene en mente la protección de las libertades individuales y, en especial, la sagrada propiedad. Segundo, porque a la derecha no le interesa cómo se distribuye el castigo, pese a que todos sabemos que el castigo se distribuye en forma desigual (y esa desigualdad recae sobre los sectores más desaventajados). Todos saben de dónde vienen casi todos los presos. Lo saben y no hacen nada para cambiarlo. Como si costara poner a andar la igualdad, como si hubiera que soportar que la injusticia social del castigo fuera algo natural, una ley más del mercado de la seguridad. No hay duda de que la saturación policial en determinadas zonas, la vigilancia electrónica de los espacios públicos, la construcción de cárceles y la compra de armamento y vehículos policiales como nunca antes se había visto (gracias a un incremento exponencial y sostenido de los recursos para el Ministerio del Interior) son medidas que uno no podría calificar seriamente como propias de una política criminal de izquierda. Por el contrario, ha sido la derecha norteamericana –mediante su gurú Rudolph Giuliani desde Nueva York- la que exportó al mundo ideas tan ineficaces y equivocadas como las de saturaciones policiales y vigilancia electrónica de lo público. Esas propuestas vienen acompañadas de una serie de medidas punitivas que retrotraen el discurso criminal al viejo peligrosismo de otrora: los incrementos de pena por reincidencia, la revitalización de la investigación sobre genética criminal y determinismo biológico remiten a una imagen estereotipada del DÍNAMO “hombre delincuente”: un espécimen abominable, feo y desposeído que es capaz de atemorizar al barrio y quizás a poblaciones enteras; un sujeto criminal por naturaleza encarnado simbólicamente en el criminal callejero. Esa galería de sujetos horrorosos creados por Lombroso sigue alimentando -en forma consciente o inconsciente- al discurso político criminal que se escucha hoy día desde filas oficialistas y opositoras. La construcción del discurso de la seguridad desde y hacia la seguridad es otra falacia común entre la derecha y la izquierda. Es una falacia porque la seguridad no es un fin en sí mismo, sino un valor instrumental al servicio de otros fines superiores, fundamentalmente, la vida y la libertad (también la propiedad individual). Construir el discurso desde y hacia la seguridad hace que todo se visualice desde ese valor y no en relación con los fines que busca proteger. Si bien todo ha sido prácticamente lo mismo, también hay diferencias. Por un lado, es probable que la derecha no hubiera puesto el énfasis que puso la izquierda en mejorar las condiciones carcelarias. Si bien eso se logró mediante un incremento de plazas (siempre desaconsejable, pues no hay relación entre el número de presos y el incremento de los delitos), lo cierto es que se trata de una medida de carácter humanitario que difícilmente la derecha hubiera encarado con seriedad. Sin embargo, se trata de una medida difícil de sostener, pues los presos siguen aumentando en mayor medida que el delito y entonces las condiciones vuelven a empeorar, tal como está sucediendo hoy en las cárceles. Dos iniciativas fundamentales generaron distancia entre izquierda y derecha. Por un lado, la ley de humanización del sistema carcelario, con su mecanismo de redención de pena por trabajo y estudio y la liberación de aproximadamente 1.000 presos, dividió las aguas. La derecha anunció el apocalipsis de los delincuentes liberados asolando las ciudades y casi no registró el cambio sustantivo que implica -en términos de igualdad- favorecer oportunidades de participación y reinserción social a los presos, generando fuentes laborales y un mayor acceso a la educación. El segundo quiebre se produjo con el movimiento “No a la baja”, que logró encolumnar a la izquierda detrás de un agrupamiento de organizaciones sociales que se opusieron, con argumentos firmes y una amplia campaña mediática, a la rebaja de la edad de imputabilidad penal. Como era de esperar, los jóvenes nos están sacando de la modorra. Hace pocos días se produjo el Debate Nacional de Seguridad y Convivencia2, una instancia convocada por jóvenes de izquierda, con el apoyo de organizaciones sociales, instituciones estatales y agencias de cooperación internacional. La idea: discutir las políticas de seguridad y generar propuestas. Justamente lo que se necesita. ■ Diego Camaño Viera Abogado, profesor adjunto de Derecho Penal (Facultad de Derecho, Udelar) 1. Bobbio, Norberto: Derecha e izquierda. Razones y significados de una distinción política. Editorial Taurus, 1995. 2. El Debate tuvo lugar del 31 de agosto al 2 de setiembre en la Intendencia de Montevideo y la carpa en Plaza Cagancha. LUNES 12·SET·2016 03 Seguridad, cultura y ciudad Una estrategia integral de seguridad y convivencia que tenga vocación de política pública debe articular un conjunto de dimensiones que logren superar una mirada estrictamente policial, coercitiva y punitiva de la problemática. El concepto de seguridad es una referencia permanente en el debate público desde hace al menos una década, cuando se instaló como la mayor preocupación de los uruguayos, según diversos estudios de opinión pública. En general, su abordaje ha transcurrido por dos andariveles que constituyen una visión muy recortada del problema. Por un lado, un enfoque centrado en las respuestas policiales que debate sobre la misión, el despliegue, la infraestructura y el perfil profesional. Por el otro, la agenda de adecuación normativa que promueve reformas legales que con insistencia pretenden aumentar penas. Un esquema de seguridad y convivencia debe contemplar en forma combinada una serie de pilares que en conjunto articulan una política sostenible y democrática. Esos pilares son: 1. Un enfoque conceptual que ubica a la seguridad como un derecho humano y supera la lógica de orden público y seguridad interna. 2. Un análisis compartido sobre las amenazas y los escenarios de riesgos de seguridad existentes en la etapa histórica determinada a nivel nacional y regional. Esto implica una mirada que conceptualice las diversas formas de violencia de la sociedad, la inseguridad y la criminalidad como elementos constitutivos. 3. Una estrategia integral de seguridad de gobierno que tenga como pilar central la cultura ciudadana y la reconfiguración urbana, que garantice planes específicos y transversales, muy particularmente en el área metropolitana fragmentada y con niveles de exclusión persistente éticamente intolerables. 4. Un modelo de gobierno civil de los organismos de seguridad que distinga y articule el mando y el comando. 5. Una política de formación, capacitación y especialización técnica de la Policía Nacional basada en los derechos humanos y el respeto a la ley. 6. Un diseño del despliegue policial orientado a prevenir el delito, que evite, como orientación estratégica, que los hechos sucedan. Esto representa para la Policía una apuesta a la proximidad y a un sistema de patrullaje y respuesta eficiente. 7. Una política de equipamiento, armamento, infraestructura e incorporación tecnológica coherente y sustentable de acuerdo con la misión definida. 8. Un rol, una misión y un alcance precisos de los servicios de inteligencia policial orientados a combatir el crimen y prefigurar escenarios críticos. 9. Un sistema de mecanismos de evaluación y control permanente para combatir la corrupción policial, que es uno de los factores determinantes de procesos consolidados de inseguridad pública. Un shock de ciudad y políticas urbanas en el área metropolitana de Montevideo y una apuesta al desarrollo de políticas de cultura ciudadana son dos factores claves -y aún pendientes- de una estrategia de seguridad y convivencia. 10. Un conjunto de marcos legales modernos que garanticen y efectivicen el acceso a la Justicia junto con una profunda reforma del Poder Judicial, en su composición, funcionamiento y alcances. 11. Una estrategia contundente de desarme civil. 12. Una política y un modelo de gestión orientado a las víctimas de los delitos, a las personas privadas de libertad y a los liberados. 13. Una política estratégica de comunicación pública sobre seguridad y convivencia. 14. Un presupuesto adecuado y consolidado que asegure la estabilidad de las acciones que se definan. Despolicializar la agenda de seguridad El esfuerzo por construir una estrategia de seguridad integral debe revertir dos procesos históricos relevantes: el desgobierno político sobre los asuntos de seguridad pública y policiales y el autogobierno policial de la seguridad pública y del sistema policial mismo. Marcelo Sain ha señalado que “el desgobierno político de la Policía implicó el desentendimiento y la delegación a las agencias policiales del monopolio de la administración de la seguridad pública. Es decir, una esfera institucional controlada y gestionada por la Policía sobre la base de criterios, orientaciones e instrucciones autónoma y corporativamente definidas y aplicadas sin intervención determinante de otras agencias no policiales. En consecuencia, la dirección, la administración y el control integral de los asuntos de seguridad pública, así como la organización y el funcionamiento policial, quedaron en manos de las propias agencias policiales, generando así lo que se ha denominado la “policialización de la seguridad pública”. Como contrapartida, se señala que esto trajo aparejada una autonomización política de la Policía, que permitió que esta definiera sus propias funciones, misiones y fines institucionales, proporcionara sus propios criterios y medios para cumplirlos y en ese marco definiera orientaciones generales de seguridad. Esta lógica fortaleció a la institución en su capacidad de proteger sus logros e intereses autodefinidos y resistir con relativo éxito todo tipo de iniciativas gubernamentales tendientes a erradicar, cercenar o reducir dicha autonomía. Este proceso dual implicó durante muchas décadas una apropiación del saber de la seguridad en la Policía. Esa ajenidad del sistema político se reprodujo en la academia y se multiplicó al infinito en la izquierda política y social, que cuando llegó al gobierno en 2005 tenía un solo párrafo destinado a la seguridad en su programa de gobierno. La esfera de la seguridad ha sido un secreto bien guardado a toda la sociedad. Por eso uno de los desafíos democráticos es fortalecer el gobierno político de la seguridad e incorporar en la agenda acciones estratégicas para construir una comunidad integrada. La apuesta a la cultura ciudadana y al shock de ciudad La cultura ciudadana se define como la promoción activa del conjunto de actitudes, costumbres, acciones y reglas mínimas compartidas por los individuos de una comunidad, que permiten la convivencia y generan sentido de pertenencia. Incluye el respeto al patrimonio común y el reconocimiento de los derechos ciudadanos y los deberes frente al Estado y a los demás ciudadanos. Una acción decidida del Estado que promueva políticas de cultura ciudadana constituye un potente agente regulador, ya que la inseguridad, la violencia y el delito no son causadas exclusivamente por motivaciones criminales. En muchas ocasiones, nuestra cultura tolera, cultiva y encubre actitudes o conductas contrarias a la ley o al bien común, o incluso celebra y promueve las transgresiones la cultura de la ilegalidad. Pero la apuesta a la cultura ciudadana debe estar acompañada por un shock de ciudad e inclusión en el área metropolitana de Montevideo, para retejer la profunda fractura social y urbana que aún hoy existe. Esto implica desplegar un conjunto potente de intervenciones habitacionales, urbanas y sociales en 40 microcomunidades barriales donde las desigualdades persistentes se han acumulado y donde hoy viven alrededor de 200.000 personas. Esa es una prioridad en la agenda de inversión social, y el gobierno nacional debe cooperar fuertemente con el gobierno de la ciudad. Hay que cambiar el enfoque y concebir el territorio como un factor clave de producción y reproducción de desigualdad y exclusión, razón por la cual intervenir en él para transformar la trama urbana, es decir, el soporte donde se asientan poblaciones, y revertir la desigualdad persistente es una tarea sustantiva. Es ahí donde hay que implementar una estrategia de urbanismo social, para que la arquitectura y el urbanismo tradicional sean herramientas para la inclusión y refuercen estrategias territoriales, estéticas y simbólicas de una transformación física que confieran a la ciudad escenarios dignos para vivir. En suma, un shock de ciudad que logre retejer la inmensa fractura social que aún existe, y que en algunos territorios se profundiza. Seguramente sería movilizador y esperanzador un acuerdo político en esta agenda. Haría creer que los pactos políticos tienen sentido de construcción de ciudadanía, de libertad y de más dignidad. ■ Gustavo Leal Sociólogo 04 LUNES 12·SET·2016 DÍNAMO A ella le gusta “Cada vez que el tipo llega a la casa, se oyen los golpes a través de las paredes. La oigo rebotar contra las cosas”, me cuenta mi compañera. “¡Denuncialo!”, le digo. “¿Y si se la agarra conmigo o con mis hijos?”, contesta. Reconozco la onda expansiva del miedo, la misma que se extiende en el espacio y en el tiempo y sostiene a las dictaduras primero y a la impunidad después. Un poder que se ejerce contra unos, pero les llega a todos. Por eso, no me sorprende cuando oigo a Boaventura de Sousa Santos hablar del fascismo que viven algunas mujeres al volver a sus casas. Pueden ejercer sus derechos civiles, pueden votar, dice, pero viven bajo el poder patriarcal en sus hogares. No se pueden comparar los dramas, pero las cifras también traen a nuestra mente analogías. Se cuentan por centenas las muertes en una década. Es un hecho que las mujeres están subrepresentadas en la política uruguaya, algo que interpela nuestro sistema democrático. Pero también la violencia de género debe interpelarlo. Pensar la calidad de la democracia analizando los datos de violencia de género y generaciones es obligatorio para quienes pensamos que la justicia social no es sólo una cuestión entre los que venden su fuerza de trabajo y los que detentan los medios de producción. Eliminar las desigualdades no supone sólo eliminar las económicas, sino también no considerar como subalterna o de segunda a la mitad femenina de la población y a todo el que no sea blanco ni adulto heterosexual. La democracia no es un estado, es un proceso. De los actores políticos y sociales depende hacia dónde transitamos. Fue gracias a las organizaciones feministas que en la última década se cuantificaron los feminicidios y el problema comenzó a tener dimensión pública. Hasta entonces, la violencia intrafamiliar estaba naturalizada y el imaginario colectivo estaba plagado de frases como “a ella le gusta”, “algo habrá hecho”, “arrimale la ropa al cuerpo que se le terminan las pavadas”, “que se joda por infeliz”. El problema, siempre de “otras”, pertenecía al ámbito de lo privado. Les sucedía a las infelices, a las ignorantes, a las sumisas y, por tanto, a las despreciables. Las víctimas quedaban así bajo sospecha, revictimizadas, no generaban solidaridades ni políticas de gobierno destinadas a respetar sus derechos humanos. Fue necesario estudiar los datos para visualizar que la violencia atravesaba a toda la sociedad y que el lugar más inseguro para muchas y muchos era el propio hogar. Sí, muchos, porque nuestra sociedad no sólo es androcéntrica, sino también adultocéntrica. Sobre los niños, las niñas y los adultos mayores suelen también reproducirse prácticas de violencia doméstica naturalizadas en nuestra cultura, entre otras cosas porque suelen ser colectivos sin voz, con nulas o escasas posibilidades de convertirse en grupos de poder. Recordemos aquello de que la letra con sangre entra. La violencia doméstica tiene características propias, se produce la mayoría de las veces en el ámbito familiar o en el marco de una relación de pareja. En la víctima suele predominar un deseo de transformar al victimario, no de alejarse, mediado por sentimientos de vergüenza, culpa, apego o amor, acompañado por un creciente aislamiento o la destrucción de otros vínculos. Se produce como resultado de un mandato cultural que impone la idea de que la mujer es propiedad del hombre y establece roles a cumplir, una idea de lo femenino y lo masculino basada en las inequidades con fuertes raíces en nuestra cultura. De esto surge que la obligación de denunciar no debe recaer en la víctima solamente. Compete al Estado acompañar las luchas de las organizaciones sociales y reconocer en la violencia doméstica un grave problema de seguridad ciudadana, garantizar los derechos de las víctimas y educar a la población en vínculos no violentos. Ni físicos, ni psicológicos, ni sexuales, ni patrimoniales. En Uruguay, los esfuerzos realizados para concretar una estrategia contra la violencia basada en género y generaciones, unida a la mayor visibilización del problema que han logrado organizaciones como la Coordinadora de Feminismos, que al grito de “Ni una menos” toman las calles a cada nuevo crimen, han tenido como resultado una mejor caracterización del problema, el aumento del número de denuncias, una mayor formación de funcionarios públi- cos y privados, una mayor capacidad de respuesta, una creciente alerta ante casos de violencia y un Plan de Acción del Gobierno. Sin embargo, estamos lejos de generar una contracultura capaz de revertir el número de víctimas. El informe 2015 del Ministerio del Interior registra un aumento sostenido de las denuncias por violencia doméstica. Mientras que en 2005 se registraron 5.612 denuncias, en 2015 se llegó a 31.184. Un promedio de 85 denuncias por día. Si se suman los asesinatos de mujeres a las tentativas de homicidio, resulta que el año pasado cada 11 días se mató o se intentó matar a una mujer mediante violencia doméstica. La mitad de los homicidios de mujeres se da en el ámbito doméstico. Sin morbo, que 35% de las muertes se dieran por golpes con pies y manos o estrangulación denota la brutalidad de la situación. En los últimos tres años, según la misma fuente, suman 61 las mujeres asesinadas por su pareja o ex pareja (22 en 2013, 13 en 2014 y 26 en 2015). Hay una disputa hacia más o menos democracia. Coexisten autoritarismos normativos, sociales y culturales, como el racismo y el patriarcado. En ese marco, la eliminación de la violencia doméstica es ir contra la cultura hegemónica. Tratar de detener un flagelo que promedia las dos muertes mensuales supone una agenda común de organizaciones sociales, partidos políticos y el gobierno. ■ Adriana Cabrera Esteve Infancia y seguridad ciudadana Probablemente, si cada uno de nosotros debiera hacer explícito en qué cree que se relacionan la infancia y la adolescencia con las cuestiones de seguridad ciudadana, la gran mayoría nos referiríamos a la cuestión de los adolescentes que infringen la ley penal. Es que los adolescentes que han infringido la ley se han convertido en protagonistas de la agenda mediática y política y son referencia ineludible para quienes pretenden atender el reclamo de la opinión pública de más seguridad y castigo. Menos de un millar de jóvenes ha sido objeto y motor de reformas de la ley y de campañas políticas, han ocupado también muchas letras y miles de minutos en los principales medios de comunicación del país. Sin embargo, y sin pretender quitar trascendencia a este asunto de muchísima relevancia para evaluar la calidad del sistema democrático de Uruguay, voy a colocar algunos argumentos para tratar de ampliar la mirada que los uruguayos tenemos sobre la seguridad y la infancia. El primero de ellos tiene que ver con la realidad más cruda de la seguridad ciudadana: la participación de los niños y los adolescentes en el delito de homicidio. Si bien muchos uruguayos creen que la mayoría de los homicidios son cometidos por adolescentes, los datos del Ministerio de Interior (MI) Con el apoyo de: muestran que en 20141 sólo en 7% de los homicidios se identificaron autores menores de edad, y en 2015,2 sólo en 10% del total de homicidios. En 2015, se identificaron 30 adolescentes autores de homicidio. Del otro lado de la moneda, los datos del MI sobre infancia y homicidio revelan una realidad impactante: en 2014, en 18 homicidios se identificó un autor menor de edad, y alrededor de 47 niños y adolescentes murieron a causa de este delito. En 2015, 30 adolescentes fueron autores de homicidio, y 32 niños y adolescentes murieron por esta razón. En Uruguay, el delito contra la persona con mayor número de denuncias es la violencia doméstica. En 2015, las denuncias por este delito superaron ampliamente a las de rapiña: 31.192 y 21.126, respectivamente. Según la misma fuente, en 2015 murieron 26 mujeres víctimas de sus parejas o ex parejas, muchas de ellas probablemente madres. Los niños y los adolescentes uruguayos están fuertemente expuestos a la violencia de forma indirecta, pero también lo están directamente. Según un estudio realizado por UNICEF y el Ministerio de Desarrollo Social, 54,6% de los niños uruguayos de entre dos y 14 años fue sometido a algún método violento de disciplina en el mes anterior a la encuesta. Esto incluye la agresión psicológica y cualquier tipo de agresión física. 50,1% de los niños sufrió agresión psicológica y 25,8%, castigo físico. La encuesta mostró que sólo 34,4% experimentó exclusivamente disciplina no violenta.3 Los varones son sometidos a métodos de disciplina violentos en mayor medida que las niñas. La pauta de un mayor disciplinamiento violento para los niños es muy evidente en el castigo físico: a los varones se los castiga prácticamente el doble que a las mujeres (34,0% frente a 18,3%). Dentro del castigo físico puede desagregarse el castigo físico severo. En Uruguay, 2,8% de los niños y los adolescentes recibieron de sus cuidadores un castigo físico severo en el mes anterior a la encuesta. Según muestran los datos, la aplicación de métodos de disciplina violenta atraviesa todos los sectores y trasciende las características socioeconómicas de los hogares. El castigo físico es recibido por uno de cada tres niños de 40% de los hogares más pobres y por uno de cada cinco de 60% de los hogares más ricos. Además de los 32 niños y adolescentes víctimas de homicidio, según el informe de gestión del Sistema Integral de Protección a la Infancia y Adolescencia contra la Violencia4, en 2015 hubo 1.908 niños atendidos por situaciones de violencia, 400 de ellos fueron víctimas de abuso sexual. La exposición repetida a la violencia aumenta la probabilidad de que en la adultez se perpetúe un modelo de relación violento. Los niños que crecen con personas adultas autoritarias, que emplean métodos disciplinarios violentos de forma regular, tiendan a mostrar menor autoestima y peores resultados académicos, son más hostiles y agresivos, menos independientes y más proclives al abuso de sustancias peligrosas durante la adolescencia. Por todas estas razones, la violencia sufrida por los niños y los adolescentes merece tanta atención en la agenda de seguridad ciudadana como el tema de los adolescentes que infringen la ley. ■ Lucía Vernazza Oficial de Protección de UNICEF 1. https://www.minterior.gub.uy/observatorio/ images/stories/2014_completo.pdf 2. https://www.minterior.gub.uy/observatorio/ images/pdf/anual_2015.pdf 3. Ministerio de Desarrollo Social, UNICEF (2015). “Encuesta de Indicadores Múltiples por Conglomerados 2013”. Resultados principales: https:// mics-surveys-prod.s3.amazonaws.com/MICS4/ Latin%20America%20and%20Caribbean/Uruguay/2012-2013/Key%20findings/Uruguay%20 2012-13%20MICS%20KFR_Spanish.pdf. 4. http://www.inau.gub.uy/index.php/component/k2/item/1944-sipiav Redactor responsable: Lucas Silva / Edición y coordinación: Marcelo Pereira, Natalia Uval / Diseño y armado: Martín Tarallo / Ilustraciones: Ramiro Alonso / Corrección: Karina Puga / Textos: Gustavo Leal, Lucía Vernazza, Denisse Legrand, Ana Vigna, Diego Camaño, Gustavo Robaina, Adriana Cabrera Esteve DÍNAMO LUNES 12·SET·2016 05 El sexo débil y la ley del más fuerte Las desigualdades en términos de género afectan múltiples aspectos de nuestras vidas. Mientras algunas de ellas han sido señaladas con énfasis e insistencia, tanto desde la academia como desde los movimientos sociales, otras permanecen aún poco visibilizadas. Siendo un ámbito ilícito, el mundo del delito escapa al control y la regulación del Estado. Sin embargo, sería inadecuado pensar que por ello es una esfera donde reina la anarquía o el libre albedrío. Por el contrario, también allí existen fuertes condicionantes que indican, con mayor o menor precisión, qué se puede hacer y qué no, y, en definitiva, cuál es el lugar para cada quien. Así, al igual que el mundo del trabajo legal, el mundo del delito está fuertemente estructurado por el sistema de género. También en el ambiente delictivo predominan los valores patriarcales y las mujeres son generalmente consideradas débiles, menos confiables, o directamente poco idóneas para las iniciativas ilícitas. Excepción de ello son, claro está, los delitos en los cuales se reafirman los estereotipos de género o los que son compatibles con los roles que tradicionalmente se les ha asignado a las mujeres en función de su sexo (básicamente, madres y esposas). Este panorama desigual trae aparejadas diversas consecuencias. Por un lado, las mujeres cometen sustantivamente menos delitos que los hombres (constituyen, por ejemplo, apenas 8% de la población reclusa), y cuando delinquen, sus niveles de reincidencia son claramente inferiores a los de su contraparte masculina. Según el Primer Censo Nacional de Reclusos, mientras más de tres cuartas partes de las mujeres privadas de libertad eran primarias, más de la mitad de los hombres eran reincidentes. Pero, más allá de los niveles diferenciales de delito, la criminalidad femenina se caracteriza por incursionar en modalidades que las distinguen de los hombres. Por un lado, los delitos violentos cometidos por mujeres (si bien viene aumentando su participación en las infracciones contra la propiedad) se encuentran estrechamente vinculados a la esfera doméstica y son, a menudo, respuestas desesperadas a largos procesos de victimización. Por otro lado, los delitos no violentos cometidos por mujeres a menudo apelan a los estereotipos de género (fragilidad, sensualidad, docilidad), que utilizan como recursos específicos para moverse dentro de un contexto claramente desventajoso. Estas modalidades están presentes en los delitos contra la propiedad cometidos sin el uso de la violencia, pero también, y sobre todo, en los ilícitos que las mujeres cometen en mayor medida: los vinculados al tráfico y la venta de estupefacientes. Así, la mayor parte de las mujeres recluidas lo está debido a delitos de drogas, a diferencia de los hombres, que son encarcelados principalmente por delitos contra la propiedad. Y es que las actividades de narcomenudeo y microtráfico permiten a las mujeres continuar desempeñando tareas domésticas y de cuidados, de las que son frecuentemente responsables, y generar ingresos extras. Pero esta incursión en el delito no debe ser entendida como producto de iniciativas de personas aisladas que actúan individualmente. Por el contrario, la participación de las mujeres en el comercio ilegal de estupefacientes forma parte de una cadena mucho más compleja, donde los puestos ocupados por ellas son generalmente los de menor jerarquía y mayor visibilidad. Así, el accionar delictivo de las mujeres no responde necesariamente a ninguna de las dos representaciones simplificadoras que a menudo aparecen en el debate público. Por un lado, las provenientes de las visiones más conservadoras, que describen a la mujer que ha cometido delitos como un ser masculinizado, que rompe no sólo con la conformidad con la ley, sino también con los ideales de feminidad y los deberes propios de su género. Por otro, las de ciertas versiones del feminismo, que a menudo la conciben como simple víctima de la opresión patriarcal y cuyo accionar se entiende como mera reacción ante esta situación. No se trata de victimizar a las mujeres que incurren en el delito. Pero sí resulta necesario comprender que los condicionantes que limitan sus oportunidades de desarrollo en el mundo de la legalidad también se reproducen e intensifican en el ambiente delictivo. Esta constatación cobra especial relevancia en un contexto como el actual, en el que los pedidos punitivos tienden a homogeneizar el trato hacia quienes se han involucrado en ciertos hechos delictivos, más allá de sus niveles de participación en la actividad. Y, sobre todo, tienden a olvidar que las consecuencias negativas del castigo y, en particular, del encierro, no quedan acotadas a quienes han infringido la ley, sino que impactan asimismo en las personas que dependen de ellas, básicamente, sus hijos e hijas. ■ Ana Vigna Socióloga 06 LUNES 12·SET·2016 DÍNAMO “Se matan entre ellos” Para Zaffaroni, juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la violencia es funcional a un modelo de capitalismo financiero que “se come a la política” Estados debilitados, poder policial, potenciación de contradicciones entre sectores excluidos que los hace matarse entre ellos. Un “genocidio por goteo” en la región. Y la prohibición de la droga, que “ha causado muchos más muertos por concentración de plomo que los que hubiese podido causar por sobredosis”. Sobre algunos de estos temas conversó Dínamo con Eugenio Raúl Zaffaroni, juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, destacado penalista y criminólogo argentino. –¿Existen – violencias específicas en América Latina que distinguen a la región de otros lugares del mundo? ¿Cuáles son, cómo se caracterizan y cómo se han abordado a nivel político y teórico? -Tenemos formas específicas de violencia. En principio, tenemos en América Latina los índices más altos de homicidios del mundo (los compartimos con cinco países africanos). Nos salvamos sólo los tres países del extremo sur: Argentina, Uruguay y Chile. Estos indicadores coinciden con los más altos índices mundiales de injusta distribución de la riqueza (medida con los coeficientes de Gini). A nivel político se producen medidas contradictorias: se libera el poder policial, con lo cual se corrompen las Policías; se introducen fuerzas armadas en esta confusión, con lo cual se termina arruinando y afectando la defensa nacional; las medidas contradictorias son impulsadas por los monopolios de medios de comunicación, que marcan la agenda de los políticos. En el plano teórico se observa un proceso de debilitamiento de los Estados, de pérdida de control territorial y caos, que afecta la seguridad jurídica y la integridad física de la población. Coincide con la política de destrucción de Estados de otras áreas del planeta. –Usted – ha dicho que existe un “genocidio por goteo” en la región. ¿Quiénes son sus ejecutores y quiénes son sus víctimas? ¿Qué papel les cabe al Estado y a las políticas públicas para combatirlo? -El genocidio por goteo es producto del subdesarrollo. La violencia institucional (crímenes de Estado) existe, pero no es la principal causa de muerte violenta. La forma de producir muertes violentas es la potenciación de contradicciones entre los sectores excluidos, para que se maten entre ellos, de forma que no puedan dialogar ni coaligarse y, por ende, les sea imposible coordinar un papel coherente en el plano político y social. Victimizados, criminalizados y policializados pertenecen a los sectores humildes de nuestras sociedades. Pero, además de los muertos por violencia abierta, tenemos los otros muertos del subdesarrollo (o colonialismo, si se prefiere): deficientes campañas sanitarias, selectividad en la atención de la salud, carencias alimentarias e higiénicas, inseguridad laboral, inadecuación de los caminos a los vehículos, etcétera. En la medida en que el Estado se achica y omite y la estratificación social se incrementa o no disminuye, todos estos fenómenos letales aumentan. –¿La – violencia es funcional a un modelo de capitalismo excluyente? -Obviamente, esto es funcional a un modelo de capitalismo financiero que se come a la política. El debilitamiento de los Estados es lo que buscan: nuestros recursos naturales y otros quedan en posición de mayor vulnerabilidad ante Estados destruidos, en que se puede tratar con bandas, o en Estados debilitados, que no pueden oponer condiciones de negociación favorables a los intereses nacionales. El caos violento, por otra parte, facilita la exclusión, que no se controla con violencia estatal directa, sino mediante las violencias entre los propios excluidos. –¿Qué – rol han jugado los grandes medios masivos de comunicación en la conceptualización de la violencia? -Los monopolios mediáticos son parte del capital financiero. Por ende, “normalizan” la violencia en los países en que esta es alta, con argumentos que vuelven al racismo del siglo XIX: “somos violentos porque somos inferiores, incultos, mal educados”, o cosas parecidas. Somos inferiores a los pueblos del norte. En los países en que la violencia no es tan alta, como en nuestro extremo sur, crean una realidad mucho más violenta televisivamente cuando les conviene (cuando hay gobiernos populares) y la ocultan cuando hay gobiernos como el que actualmente padecemos [se refiere al gobierno de Mauricio Macri, en Argentina]. –¿Deberían – legalizarse todas las drogas? -Es claro que la cocaína es un oro artificial producido por la prohibición, y la violencia que genera el tráfico es funcional al caos y al debilitamiento de los Estados. Cualquier basura que tenga demanda rígida o creciente, si se reduce la oferta por vía de la prohibición, inmediatamente produce una plusvalía del servicio de distribución ilícita, con lo cual se logra el objetivo de la alquimia, es decir, se la convierte en oro. Cuando vemos cómo se distribuye geográficamente la violencia del tráfico y quién se queda con el máximo de renta, resulta meridianamente clara la funcionalidad. No se toma en cuenta para nada la salud; eso es un pretexto, pero, en la realidad, a nadie le importa. La prohibición de la droga ha causado muchos más muertos por concentración de plomo que los que hubiese podido causar por sobredosis. Si alguien lo duda, que les pregunte a los mexicanos. ■ Natalia Uval Malas noticias y buena gente Crónica delincuencial, política, regulaciones y ética periodística: algunos apuntes desordenados • Ricardo Patán Ragendorfer es un buen periodista argentino. Si fuera necesario catalogarlo de alguna manera, se podría decir que es un cronista del género policial, pero tal vez eso no sea suficiente. “Yo fui atravesando una etapa en la que me dediqué a pintar retratos de vida de los delincuentes hasta llegar a un trabajo de investigación profunda, sólo que en vez de botonear delincuentes, botoneamos policías”, le dijo hace unos años a Enrique Symns, en una entrevista publicada por la revista Cerdos y Peces, con la que él colaboraba. Ragendorfer prefiere hablar de “periodismo delincuencial” como una forma de zafar, desde la propia denominación del género, de la excesiva dependencia que tiene la denominada “crónica roja” de los partes policiales. Este periodista argentino -que además trabajó en las redacciones de El Porteño, Sur, Tiempo Argentino y Página 30publicó en 1997, junto con Carlos Dutil, el libro La bonaerense, una de las investigaciones más completas sobre la corrupción de la Policía de la provincia de Buenos Aires y sus vínculos con el sistema político, sobre todo durante los períodos en que fue gobernador Eduardo Duhalde. Resulta imposible imaginar cómo sería ese libro si sus autores se hubieran limitado a trabajar exclusivamente a partir de informes policiales; Ragendorfer considera que para abordar periodísticamente fenómenos sociales tan complejos se necesitan contactos con todos los actores involucrados, y por eso reivindicaba sus fuentes en “el misterioso mundo del hampa”. La incansable prédica de Ragendorfer también está presente en otros proyectos periodísticos en los que participó; tal vez los más recordados sean los programas El otro lado y El visitante, que se emitieron a principios de los años 90 en la televisión argentina. En ambos ciclos -conducidos por el notable entrevistador Fabián Polesecki, que lamentablemente falleció muy joven, a los 32 años-, se marcaba un rumbo: al final de cuentas era posible buscarle otra vuelta de tuerca a la llamada “crónica roja” y narrar buenas historias, sin caer en falsas moralidades o simplismos sociológicos. La necesidad es antiquísima, tal vez primitiva: para saber qué nos está pasando colectivamente, los individuos necesitamos que nos lo cuenten bien, y las posibilidades son muchas. Otros dos ejemplos periodísticos y porteños, que vienen al caso: a comienzos del siglo XX el diario Crítica publicaba las noticias policiales como versos DÍNAMO (“Don Juan Bautista Meneses / a raíz de una discusión / recibió un par de reveses / de Don Pérez, Pantaleón. Y se armó una gresca tal / que un “chafe”, al verles la pinta / los llevó a la seccional; / pernoctaron en la 5ta”), y en 1957 -casi una década antes de la aparición de A sangre fría, de Truman Capote- el periodista Rodolfo Walsh llevaba a su máxima expresión el cruce entre investigación policial, literatura y política, con la publicación de Operación masacre. El periodismo argentino, o al menos una parte importante de él, tiene mucho camino recorrido en estos asuntos, en los que vale la pena profundizar. De este lado del charco, en mi opinión, la venimos corriendo demasiado de atrás, en todos los niveles. Quiero plantear algunas interrogantes, tal vez con ánimo de encaminar una autocrítica. Minimizar la presencia de las noticias policiales de nuestras agendas informativas ¿sirvió como contrapeso al tono sensacionalista de los informativos televisivos que tanto nos indigna? ¿No deberíamos construir relatos propios que expliquen mejor cosas que suceden (sí, suceden)? ¿No estaremos, medio siglo después, cometiendo un error similar al de aquellos medios que despreciaban las noticias deportivas, aunque sus periodistas se pasaran todo el lunes hablando de los partidos? • Hace pocos días, en el debate sobre seguridad al que convocaron organizaciones sociales en la Intendencia de Montevideo, se trataron muchos temas interesantes; en una de las mesas, por ejemplo, se habló del papel que juegan los medios de comunicación en la construcción de la imagen pública de los jóvenes que cometen delitos. Cuando se discuten estos temas, siempre recuerdo algo que planteó en 2011, y con mucha claridad, Milton Romani, que por entonces era director de la Junta Nacional de Drogas: “Los informativos presentan noticias de carácter violento que no cumplen ninguna función social y que estimulan la violencia. He visto noticias que prácticamente son un manual de uso de la pasta base [...]. Esos pibes que vienen de cuatro generaciones de exclusión tienen otros códigos. En Cerro Norte, a los gurises que aparecen en la televisión vinculados a delitos los festejan en el barrio. Es una estupidez lo que hacen los canales de televisión, lo único que hacen es promover el delito y que los gurises salgan a robar como quien anda buscando cámara”. Tenía razón Romani, es una estupidez, pero no es la única. “Cuatro encapuchados robaron 200.000 pesos en un supermercado”, dice el locutor del informativo, mientras se ven las imágenes que registraron las cámaras de la empresa de seguridad. Es difícil comprender cuál es el valor informativo de la difusión de esos materiales, que configuran los hechos delictivos como un espectáculo (y aun menos comprensible resulta que el Ministerio del Interior contribuya a esa lógica desde su comunicación institucional, en espacios como In fraganti). • A fines de agosto, el periodista George Almendras fue entrevistado en el programa Suena tremendo, de El Espectador. Los conductores del programa, Diego Zas y Juanchi Hounie, lo consultaron por una de las coberturas informativas más polémicas de los últimos tiempos. Hace unos años, la hija de una familia de un barrio pobre de Montevideo murió por una infección respiratoria; a partir de un diagnóstico médico y un parte policial equivocados, varios periodistas, incluyendo a Almendras, responsabilizaron al padre de la bebé de un abuso sexual que no cometió, y eso le costó, entre otras cosas, que sus vecinos prendieran fuego su casa. El periodista se defendió diciendo que, además de los periodistas policiales involucrados, los respectivos mandos gerenciales de los canales resolvieron dar la noticia y que todo el procedimiento realizado “estaba dentro de las reglas del juego”. También esgrimió que los periodistas corren estos riesgos cuando están “en el campo de batalla” y advirtió que si esta profesión se manejara exclusivamente por el “espíritu del autocontrol” no habrían existido casos como el de Watergate. Más allá de Almendras, cuando aparecen estas discusiones de inmediato se empieza a plantear la necesidad de regular ciertas prácticas periodísticas o reformular la letra chica de los códigos de ética que rigen nuestra actividad. No digo que sea una mala opción, pero tiendo a pensar estos asuntos de una manera más llana, en línea con lo que planteaba Ryszard Kapusinski: “las malas personas no pueden ser buenas periodistas”. Es exactamente eso: no conocí a Walsh ni a Polosecki, y nunca hablé con Ragendorfer, pero cuando miro sus trabajos periodísticos me termino de convencer de que los hicieron buenos tipos. ■ Lucas Silva LUNES 12·SET·2016 07 El offside del mundo “La cárcel es la espera La espera es lo más parecido a la muerte La cárcel es lo contrario al juego La cárcel es el offside del mundo”. Agustín Lucas Cuando una persona es privada de libertad tiene que aprender a estar presa. Aprender a vivir y sobrevivir en un contexto regido por la violencia y el desprecio. Contra natura, acostumbrar el cuerpo al encierro y olvidar la libertad de pensamiento y movimiento. Y sobrevivir (las chances de morir aumentan 20% en el momento en que se cruza la primera reja). Vivir en la cárcel es ir a contramano del mundo. Es perder la autonomía de todas las formas posibles, desde depender de un otro para las necesidades básicas -como comer o ir al baño- hasta dejar de decidir cuándo se prende y se apaga la luz. Las cárceles alteran la vida y la toma de decisiones. Ponen en jaque la sexualidad y su ejercicio, llevan al filo todo lo que las personas creen ser. Y las transforman. Las degradan y uniformizan con la violencia como único mecanismo. Lejos están las cárceles de pensar en el después. El uso irresponsable de la privación de libertad es un castigo que recae sobre toda la sociedad, y empeora su seguridad. En Uruguay, tres de cada 1.000 uruguayos están privados de libertad. 10.000 personas viven tras las rejas, y la cifra trepa a 11.000 si consideramos los adolescentes y los pacientes psiquiátricos encerrados. La situación jurídica de la población carcelaria es impactante: 65% está recluido sin sentencia. Por otra parte, los más afectados son los jóvenes: 70% de las personas privadas de libertad tienen menos de 30 años. Políticas que apunten contra el problema real La crisis carcelaria está más que diagnosticada. La crisis de seguridad también. Sin embargo, como si estas crisis no tuvieran una relación directa, “las soluciones” que surgen desde el sistema político no hacen más que contribuir al problema. La discusión se limita al aumento de penas, que demuestra fracasar en todo el mundo. Como si más tiempo en un entorno criminal pudiera hacer que las personas abandonaran el delito. El Poder Judicial es uno de los grandes responsables. Los jueces determinan la privación de libertad aun para quienes cometieron delitos leves. La discrecionalidad de las políticas que se construyen poco aporta para enmarcar al Poder Judicial y lograr que “la privación de libertad sea el último recurso”. Es necesario rever el Código Penal y adecuarlo a la sociedad actual, implementar políticas públicas para reducir la reincidencia y medidas alternativas a la privación de libertad. Las 10.000 personas que están encarceladas pueden dividirse en tres grupos. En un extremo -representando a 10% de la población-, están quienes tienen más de diez antecedentes, con escasas o nulas posibilidades, según la estadística, de cambiar su trayectoria delictiva. En el otro -otro 10%-, están las personas recluidas circunstancialmente o por un error, como puede ser un accidente de tránsito o una reacción violenta aislada. Se dice que en estos casos “hay delito, pero no hay “Promover la educación en la cárcel es difícil El sistema penitenciario mencionemos está en crisis El hacinamiento es la gran consecuencia Y a muchos funcionarios no les importa su cadena. Cada prisión muestra una clara situación crítica Es evidente que el preso es peor en condiciones físicas Esto lo mostraron estudios al respecto El estrés del personal crece contra los internos. La sobrepoblación da consecuencias negativas El odio de los presos se genera por requisa Vemos el error, falla el sistema de Justicia Elementos esenciales no buscan perspectiva. La criminalidad ocupa espacios importantes La política, comunicación pa’l ignorante ¿Dónde está el humano y dónde está el respeto? Queremos un cambio o por lo menos conocerlo. Las cárceles son focos de violencia Las autoridades compran más tecnología La educación es paz Y esa es la ciencia Así que piensen no tanto en la política ¿Por qué castigar a un culpable y no enseñarle que la víctima puede ser hasta su propia madre? Que las herramientas que te brinda este sistema Sirven para mejorar y no vivir en delincuencia. Política de materia en atenciones penitenciarias En América Latina las penas son muy exageradas. Te procesan por las dudas ¿Tenés antecedentes? Para adentro, por las dudas; sos un delincuente. El proceso es lento Falla el sistema de Justicia Las filas crecen y la población avanza La manera preventiva hace que muchas familias Gocen de la prisión y de toda esta porquería. Muchos lo cometemos y no queremos más Muchos se equivocaron y no quieren más. Algunos lo hacen y quieren seguir en esa Y en el medio hay inocentes pagando una condena”. MC Kung Fu Usina Cultural Matices, Unidad Nº 6 Punta de Rieles delincuente”, y esas personas difícilmente vuelvan a cometer delitos. En el medio está un enorme grupo, que ronda 80% del total y es el que tiene incidencia real en la seguridad pública. Estas personas están encerradas por diversas circunstancias, y aunque la mayoría de ellas no quiere volver a la cárcel cuando salga, no sabe si podrá evitarlo. Para esta población es determinante el camino alternativo, la rehabilitación. Dotar de herramientas a estas personas y acompañarlas en su proceso seguramente las alejará de las cárceles y mejorará la calidad de la seguridad pública. Los acuerdos políticos actuales deberían ser más cuidadosos cuando engloban a todos los reincidentes como irrecuperables. Resignarse con respecto a esta enorme porción de la población carcelaria repercute directamente sobre la seguridad pública. Nuevas soluciones para viejos problemas Hay una ecuación que no está dando. Las altas tasas de reincidencia y el aumento de los delitos dan cuenta de que las cárceles no están solucionando el problema de seguridad. Las condiciones de encierro no aportan a la promoción de procesos de desis- timiento -alejamiento del mundo del delito-, sino que consolidan a las cárceles como escuelas del crimen. Las cárceles deben parecerse al afuera para que la vuelta a la vida en sociedad sea lo menos traumática posible, tanto para las personas que pasaron por la privación de libertad como para la sociedad que las recibe. Se deben priorizar modelos de convivencia y rutinas diarias que imiten la vida en sociedad, que fomenten el estudio, el trabajo y, por sobre todo, la autonomía de las personas privadas de libertad. Actualmente, el sistema uniformiza a todas las personas que cometen delitos y no genera condiciones para que haya cambios en los comportamientos que los llevaron al encierro. Es necesario instalar abordajes diferenciados según el delito, para que cada persona recomponga su conducta y pueda volver a vivir en sociedad sin representar un riesgo. Sobrevivir en una cárcel no implica solamente disminuir las chances de morir. Es pensar que existe el después, una libertad que algún día volverá. Sobrevivir es plantearnos que vivir en sociedad es jugar en una cancha en la que todos estamos habilitados. ■ Denisse Legrand 08 LUNES 12·SET·2016 DÍNAMO Seguridad y drogas, una política ¿de qué Estado? El 31 de agosto y el 1 y 2 de setiembre se llevó a cabo el Debate de Seguridad y Convivencia en Montevideo. Entre la nutrida agenda de mesas, talleres y asambleas, dos frases quedaron rondando en mi cabeza. Ambas fueron dichas en la mesa de drogas y seguridad. La primera fue esbozada por un investigador de la ONG colombiana Dejusticia, quien abogaba por que la política de drogas “dejara de ser hija de la política de seguridad”. Hacía referencia a la triste historia reciente de nuestros países latinoamericanos, que bajo la excusa de la “guerra contra las drogas” justificaron planes de seguridad nacional cuyo costo humano todavía estamos tratando de establecer. La segunda fue comentada por integrantes de la mesa y el público al recordar los orígenes del Ministerio de Salud Pública (MSP) en su ley orgánica de 1953, que refería al organismo como “policía de los vicios sociales”. Ello a cuento de la visión que prima hoy en el abordaje por parte del MSP de los temas de drogas y su rol en el proceso de regulación. Cuando en 2012 el gobierno de José Mujica elaboró la “Estrategia por la vida y la convivencia”, se inició uno de los mayores ensayos de políticas alternativas al modelo prohibicionista. La regulación del consumo de cannabis busca debilitar el narcotráfico y reducir la violencia causada por la vinculación con las redes clandestinas para acceder a la sustancia. A dos años y ocho meses de aprobada la Ley 19.172, se han realizado importantes avances en su concreción. Principalmente, la creación del organismo responsable de ejecutarla (Instituto de Regulación y Control del Cannabis) y la habilitación de las modalidades de clubes de cannabis y autocultivo materializaron una iniciativa que, a medida que transcurre su implementación -a los tiempos de Uruguay-, demuestra la complejidad que implica, para un país con escasa masa crítica en el tema, llevarla a cabo. También demuestra la gran oportunidad que tenemos de mejorar la salud de las personas al permitirles acceder a productos de uso médico derivados del cannabis cuando la medicina tradicional fracasa o es insuficiente. Desarrollar una industria con posibilidades de exportación que incluya a productores locales en la cadena productiva es un sueño largamente anhelado. Ante la inminente implementación -luego de un tiempo más que considerable- de la distribución en farmacias para uso recreativo, podemos prestar atención al desarrollo de esta iniciativa y observar si contribuye -o no- a mejorar la seguridad, que es uno de sus cometidos. Sin embargo, las políticas de seguridad tienen bastante más que ver con las políticas de drogas que lo que la regulación del cannabis y su implementación nos puedan decir. El del cannabis es uno de los mercados de drogas que se regulan, por lo que esperamos generar incentivos suficientes para eliminarlo del mercado ilegal. De hecho, podemos advertir que en estos últimos años muchas personas hemos pasado del consumo del “prensado paraguayo” al mercado de flores. Según la encuesta de hogares sobre drogas, en 2014 47% de los usuarios había consumido flores en los últimos 12 meses. Claro, debido a los retrasos en la implementación en las farmacias, cambiamos un mercado clandestino por otro: el llamado “mercado gris”. Ahora sólo esperamos que quienes se encuentran más vulnerables a la violencia de los mercados ilegales tengan la chance de acceder al cannabis a igual precio que el prensado paraguayo, y se generen los incentivos necesarios para un pasaje “natural” a las farmacias. Para hacerlo posible, deberíamos tener farmacias dispuestas, información y la confianza de los usuarios. Ahora bien, la política de drogas es bastante más que la regulación del cannabis, y la Ley 19.172 parecería inaugurar otro paradigma del Estado en el abordaje de estos temas. De hecho, otro de sus objetivos manifiestos es mejorar el acceso a la Justicia, eliminando las inseguridades y las contradicciones legales, respetando los derechos humanos de quienes somos usuarios y la proporcionalidad de las penas para delitos de drogas. Reducir el costo del Estado en la “guerra contra las drogas”, reducir el número de personas encarceladas por cantidades mínimas y atender a los eslabones más débiles de la cadena eran algunos de los efectos deseados. Fortalecer el combate al macrotráfico fortaleciendo los juzgados de crimen organizado, tecnificar a la Policía y desarrollar una estrategia de inteligencia parecían los caminos que se inauguraban en materia de seguridad vinculados con drogas. El paradigma de reducción de riesgos y daños tomaba la delantera. Sin embargo, esto no se corresponde con el estado actual de la discusión pública sobre el tema, que está a punto de confirmar vía el Parlamento la inflación punitiva que atraviesa el país y consolidar una serie de medidas legislativas que vuelven -una vez más, luego de un siglo de fracasos sistemáticos- a priorizar la cárcel y las penas como respuesta del sistema político. El combate al narcotráfico es la excusa -siempre lo fue - para justificar la medida represiva como receta para solucionar los problemas de seguridad. ¡Qué pereza! De 1990 a 2012 los delitos por estupefacientes pasaron de representar entre 1% y 2% del total de delitos a representar 12%, y de ser el quinto motivo de procesamiento a ser el segundo, luego de los hurtos. Este aumento también se puede confirmar con los datos del Ministerio del Interior. Para 2015, el aumento es de 3,4% respecto del año anterior para todos los delitos en Montevideo y Canelones. Si consideramos sólo los delitos por estupefacientes, este aumento es de 28,5%. Los temas de drogas se incrustan en la agenda de seguridad. Pero la respuesta represiva posee sesgos que encienden luces de alarma por sus efectos sobre los eslabones más débiles. La proporción de mujeres procesadas por delitos de drogas pasó de 7% en la década de los 90 a 25% en 2012. Este crecimiento tuvo dos picos: uno en 2010, con un aumento de 163% respecto del año anterior, y otro en 2014, con un aumento de 110% con respecto a la misma referencia. Las mujeres, como responsables o coautoras por microtráfico, son el nuevo escudo humano de un negocio que sigue vigente y en constante cambio adaptativo. Ello, sumado al encarcelamiento de jóvenes pobres por delitos de drogas, no evidencia otra cosa que los graves efectos sociales que tiene esta acción. ¿A quiénes estamos llevando presos como “narcotraficantes”? ¿A quienes han optado por introducirse en las redes informales del tráfico ilegal de drogas como estrategia de supervivencia? ¿A quienes tienen consumo problemático? ¿Es la cárcel la única respuesta a este problema? Entender las dinámicas de las redes informales de comercio y de la eco- nomía moral de las comunidades hoy denominadas “puntos calientes” nos invita a pensar si no son necesarias inversiones en infraestructura, en desvinculación de las redes más próximas y en relocalización que aborden la integralidad de la vida de las personas. Considerar víctimas de trata a las mujeres vinculadas al microtráfico -propuesta esbozada por Corina Giacomello- es una de las alternativas para no seguir engrosando los depositarios. La incongruencia del Estado y sus elencos profesionales en cuanto a cuál debe ser el rumbo de la política de drogas jaquea fuertemente a las iniciativas en desarrollo, como la de regulación del mercado de cannabis. Tenemos la posibilidad histórica de dar un salto cualitativo como sociedad en la resolución de los problemas de seguridad, salud y derechos humanos. Ensayamos un experimento que dependerá enteramente de nosotros, pero lo nuevo requiere cambios, arriesgarse y tomar decisiones que orienten la implementación de esta alternativa. Que no nos gane la inercia. El último libro de Luis Astorga, autor mexicano que ha historiado la guerra contra las drogas, se titula ¿Qué querían que hiciera?, en relación con la frase de Felipe Calderón al evaluar su política de seguridad de guerra al narcotráfico a mano de los militares. 150.000 personas muertas o desaparecidas es el saldo, por ahora, de esa catástrofe humana. Otras opciones deben ser posibles. La regulación de los mercados de drogas se nos impone como alternativa. ■ Gustavo Robaina Proderechos