ENCUENTROS EN VERINES 1992 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) LAS PALABRAS DE LA TRIBU Carme Riera El pie forzado con que se nos convoca a este encuentro en Verines, o si lo preferís, los deberes que se nos imponen, la tarea que se nos solicita llevar por escrito sobre el tema <<Las palabras de la tribu: escritura y habla>> remiten, naturalmente, a Mallarmé cuando su texto Le tombeau d’Edgar Poe se refiere a que el poeta, el escritor, debe <<Donner un sens plus pur aux mots de la tribu>>, debe devolver —así se ha divulgado en castellano— a la tribu el estricto sentido de las palabras. Esta concepción mallarmeliana enlaza con aquella otra de la que gustaron algunos escritores finiseculares: <<la edad de oro primitiva fue una edad en la que la humanidad hablaba su lengua materna que es la poesía>>, de estirpe claramente romántica y, por descontado, falaz. De todos es sabido el interés y, más que interés, la fe de Mallarmé en la palabra que para él no es una creación casual del hombre sino que responde a la unidad cósmica primigenia y el simple hecho de pronunciarla produce una especie de chispa, un contacto mágico entre quien la pronuncia y aquel origen remoto. Mallarmé escribe: <<Hay en la palabra algo de sagrado que nos impide jugar con ella como un juego de azar. Dominar artísticamente una lengua equivale a ejercer una especie de conjuro mágico>>. El poeta, el escritor no será, pues, sino un loco, un bufón, un prostituto, ni mucho menos un pastor, como esta mañana se dijo, sino una especie de prestidigitador, un deshipnotizador de palabras dormidas que al despertar de su larguísimo sueño se encuentran mucho más revitalizadas y lozanas, como si hubiera pasado por una terapia estricta al cuidado de la <<mano de nieve>> en un centro de recuperación de lujo. Mallarmé en su ensayo Magia asegura: <<Entre los antiguos ritos y el sortilegio, que la poesía será siempre, existe un secreto parentesco; por lo tanto, escribir poesía significa evocar, en una oscuridad expresamente buscada, el objeto no nombrado por medio de palabras alusivas, jamás directas; supone una tentativa cercana a la creación únicamente puesta en juego por el encantador de letras que es el poeta.>> No hace falta recordar, puesto que han sido suficientemente divulgadas —pienso en algunos luminosos estudios de Ricardo Gullón a Octavio Paz— las influencias del ocultismo en el movimiento finisecular europeo del que Mallarmé se hace eco, hasta llegar a considerar a los alquimistas como antepasados suyos. Quizá, en recuerdo a Mallarmé el poeta catalán Josep Palau i Fabra considera que la poesía es alquimia y con este lema el mallarmeliano Barral, disidente, en 1953, de que la poesía sea comunicación, como quería una facción de poetas seguidores del famoso aferismo de Aleixandre, que sirvió de punto de partida al ensayo de Bousoño. Y ya que Barral, como casi siempre, se me ha colocado entre líneas, diré que cuando repetía <<que el lenguaje es el único ámbito del tamaño del pensamiento y no es posible comparar el tamaño del pensamiento y del lenguaje porque no hay pensamiento no verbalizado (...) y que llega un momento en que uno no tiene más vida que lo que tiene escrito y que los estímulos ante la vida son básicamente verbales>>, estaba embozándose en la capa de Mallarmé. Todos sabemos que Mallarmé aseguraba que las palabras encierran fuerzas mucho más poderosas que las ideas, de ahí aquel consejo al pintor Degas cuando éste le consultó su problema poético —a veces cuando escribía se le ocurría demasiadas ideas que no sabía plasmar— <<los versos, la poesía no se hace con ideas sino con palabras>> terció Mallarmé. Es Valery quien en su libro sobre Degas (1938) cuenta la anécdota, muy ilustrativa, para entender las teorías de don Stephan. Mallarmé consideraba que la poesía es el lenguaje por antonomasia, el lenguaje insustituible, el único ámbito en que puede suprimirse todo lo que la realidad tiene de insatisfactorio. Esta práctica de la literatura como forma de salvación personal fue luego muy controvertida. Aún así nadie niega a Mallarmé su buen gusto al desdeñar la inspiración y referirse a que el poema surge del trabajo de experimentación verbal, del laboratorio en el que el poeta es un técnico, un experto en la magia del lenguaje, que busca la palabra más connotadora, la más exacta y sugestiva para no nombrar directamente sino para aludir. A este comportamiento mallarmeliano se opone el que será característico de la información que ya no usa la palabra poética sino la palabra comunicadora. Mallarmé se horroriza ante los periodistas que <<se ven obligados por las masas a asignar a cada cosa su carácter ordinario>> y deben, además, escribir a toda prisa sin detenerse en aquilatar qué palabra resulta la más adecuada. Si he traído la cuestión hasta aquí, sin salirse del contexto de Mallarmé, ha sido para dejarlo precisamente centrado en esa disyuntiva. Para Mallarmé, su elaboración lingüística podía considerarse escritura literaria, mientras que el habla periodística sólo emplearía el soporte de la escritura, en el hecho de ser impresa, pero en cambio ambos aspectos, escritura y habla, se nutren de las mismas palabras, sólo que las empleadas en la escritura han sido restituidas a su significado primigenio. Cuando Regnier en la famosa Enquête (sur l’evolution litteraire) de Jules Huret contesta que para escribir sus poemas tiene bastante con las palabras del Petit Larousse a las que, sin embargo, pretende <<les restaurer dans leur signification vraie>> está apuntando hacia el mismo blanco. En cuanto a la materia, escritura y habla se nutren de la misma, la manipulación de esta materia es lo que varía. Así, por ejemplo, la presencia en la escritura de las jergas, el específico lenguaje de las tribus urbanas, del habla canalla, de las expresiones empleadas a la mala hora de las más infames madrugadas por las gentes de mala vida y que Manuel Machado plasmará, como no, en El mal poema inundando de una marea vivificada la lírica española que, hasta entonces, no había aprovechado la lección de Baudelaire, modificará la poesía dotándola de un aire conversacional innovador y abrirá una vía bien distinta a la hasta entonces más usual hecha de retórica, sonora en exceso, con soniquete, sin embargo, de calderilla... En coincidencia con Manuel Machado, pero también —y no hay que olvidarlo porque ellos insisten especialmente— con Eliot y Auden que usan muchos elementos del habla, juegos privados y referencias coloquiales, un grupo de poetas catalanes autodenominados <<Escuela de Barcelona>> —Barral, Gil de Biedma, Agustín Goytisolo, al que cabría añadir el poeta en lengua catalana Gabriel Ferrater— incluyen en sus poemas un sinnúmero de elementos que proceden de un habla que es fruto de la amistas, de las conversaciones y de las copas en noches infinitas, hasta que el habla hostil arañaba con sus zarpazos burdos la ventana. Fue esta tribu quizá, junto a la representada por la hermandad modernista, una de las más significativas en el empleo de ese habla particular que vivifica de elementos comunes la escritura, y a los que me referí por extenso en otro lugar, lo que me exime, creo, de tener que insistir aquí, especialmente por si, entre vosotros, se encontrara algún raro, pero posible lector —el editor asegura haber vendido dos o tres ejemplares— a quien después de haber tenido la gentileza de comprar el mamotreto, publicado por Anagrama, y la paciencia de leerlo, no voy a premiar con el castigo de lo que ya conoce. De manera que acabo. Las palabras, decía Lewis Carroll, tienen dueño y quedan ya muy pocas tribus por colonizar. El lenguaje verbal, escritura y habla, ya no es el canon que ordena la realidad como lo fue hasta el siglo XVIII. Hoy existe una realidad que no podemos aprender sin la comprensión de otros lenguajes científicos. La matriz que da las claves para el enfoque de la realidad ha dejado de ser exclusivamente verbal. Por todas partes se vislumbra el caos. El mundo camina hacia el desmadre. Basta asomarse a los telediarios. Dios ha muerto. Y como decía aquél, yo tampoco me encuentro bien.