Relatoría I Hans Ulrich Gumbrecht PRODUCCIÓN DE PRESENCIA: LO QUE EL SIGNIFICADO NO PUEDE TRANSMITIR Universidad Iberoamericana Departamento de Historia Relator: Julián Alberto Giraldo Naranjo Producción de presencia: lo que el significado no puede transmitir, es un esfuerzo de superación de la visión “metafísica” de la tradición occidental, y de una serie de presupuestos filosóficos y epistemológicos derivados de la visión cartesiana del mundo. En contraste con la hegemonía actual de la interpretación en el ámbito de las humanidades y las artes, el libro no sólo se pronuncia a favor de la posibilidad de asumir una relación con el mundo basada en la presencia, sino que también se ocupa de la elaboración y explicación de conceptos en torno a la noción de “presencia” y “producción de presencia”. No obstante el redescubrimiento de los efectos de presencia y el interés por las “materialidades de la comunicación”, lo “no hermenéutico” y la “producción de presencia”, de ninguna manera se elimina la importancia de la dimensión de la interpretación y la producción de significado en el devenir de la cultura. Lo que Gumbrecht plantea, en últimas, es la reconceptualización general de la relación entre el sentido y la presencia a lo largo de la tradición occidental, para lo cual propone el análisis de las culturas como configuraciones a la vez de efectos de significado y de efectos de presencia, en el desarrollo de una tensión intelectual y estéticamente productiva-, que daría lugar a un enriquecimiento del trabajo analítico dentro del campo de las humanidades Atentos a las indicaciones del autor, es preciso considerar algunas definiciones iniciales sobre las palabras presencia y producción. El término presencia se refiere, ante todo, a la relación espacial y no temporal con el mundo de los objetos; por ello se enfatiza en el sentido de la forma latina prae-esse, es decir, lo que está frente a nosotros y tangible para nuestros cuerpos. Asimismo, la palabra producción sigue el significado de su raíz etimológica producere que significa literalmente “sacar a primer plano”, “traer hacia delante” un objeto en el espacio; el término “producción”, en este contexto, no implica ningún tipo de manufactura o elaboración industrial. La fórmula “producción de presencia” alude entonces, a toda clase de eventos y procesos en los cuales se inicia o intensifica el impacto de los objetos “presentes” sobre los cuerpos humanos. Se puede pensar, por ejemplo, en el efecto espacial de tangibilidad de los objetos propios de los medios de comunicación que están sujetos en el espacio a “movimientos de mayor o de menor proximidad, y de mayor o menor intensidad”; cualquier forma de comunicación implica una producción de presencia en la medida en que sus elementos materiales “tocan” los cuerpos de las personas que se están comunicando de las más diversas maneras. Este hecho, relativamente trivial, ha sido progresivamente olvidado por la tradición occidental del cogito cartesiano, que hizo depender a la ontología de la existencia humana, únicamente de los movimientos de la mente humana: res cogitans. En cuanto al término “significado” o a la expresión “atribución de significado” presente en el subtítulo y en el desarrollo de los capítulos, supone que la idea que nos formamos de las cosas en relación con nosotros mismos, atenúa el impacto “que esta cosa pueda tener en nuestros cuerpos y en nuestros sentidos”. La palabra metafísica se refiere tanto a la actitud cotidiana como a la perspectiva académica que da más valor al significado de un fenómeno que a su presencia material; la metafísica pretende ir “más allá”, “o profundizar debajo” de aquello que es físico, a diferencia del término “presencia”, “producción” y “cosas del mundo”. De ahí que en el pequeño drama conceptual del libro, las nociones de “metafísica”, “hermenéutica”, “visión cartesiana del mundo”. “paradigma sujeto/objeto” y, sobre todo, “interpretación”, jueguen el papel de chivo expiatorio. Desde un punto de vista epistemológico cualquier posición filosófica que enfatiza en la presencia del cuerpo humano y el espacio como res extensa, se constituye en una fuente potencial para el desarrollo de la reflexión sobre la producción de presencia; tal postura epistemológica rompe, por una parte, con la convención intelectual “posmoderna” en la que todos los conceptos y argumentos deben ser “antisubstancialistas” y retoma, por otra parte, la tradición filosófica del pensamiento antiguo (Aristóteles) que trata con la substancia y el espacio. Ahora bien, el libro aborda el problema de la producción de presencia desde tres aspectos fundamentales. Primero, a través del contexto histórico; segundo, desde la conceptualización del problema de la producción de presencia, y finalmente, a través de un planteamiento de tipo existencialista en la búsqueda de “estar sincronizado con las cosas del mundo”. Este primer capítulo presenta un recuento personal y generacional de la manera en que se originan algunos cambios epistemológicos, en sintonía con el impulso de teorización heredado de la generación del 68; relata la serie de coloquios llevados a cabo en Yugoslavia (1985-1989), California (1991) y Río de Janeiro (1995), que se constituyen en un evento fundacional para el desarrollo de un pensamiento “no hermenéutico”, y donde se transita de la identificación o atribución de sentido hermenéutico, a la cuestión de las condiciones de emergencia de sentido en la producción de presencia. El autor habla, en primer lugar, de los presupuestos o “trazas” en nuestro lenguaje cotidiano y en nuestra mente, que obedecen a cierta configuración epistemológica de la que es difícil escapar en la cultura occidental. Por ejemplo, el tema de la interpretación en las humanidades obedece al valor positivo que nuestros lenguajes cotidianos le atribuyen –de manera automática- a la noción de “profundidad”, en contraste con la noción de “superficialidad”. Lo profundo sería aquello que se adecúa al fenómeno, mientras que lo superficial es lo que no ha podido ir “más allá” o “más hondo”, respecto de la primera impresión producida por el fenómeno; asimismo, presuponemos que la calidad de la interpretación depende también de la capacidad de “tomar distancia” en relación con el fenómeno del que se ocupa, y a este tipo común de presuposiciones inherentes a nuestro lenguaje cotidiano, el autor lo denomina “metafísica cotidiana”. También los llamados “métodos” de las humanidades asumen como incondicionalmente bueno la idea de ir más allá (meta) de lo puramente material (físico). Por lo tanto, es preciso cuestionar no sólo en nuestro lenguaje cotidiano, sino también en el trabajo académico, esa suerte de sedimentación de las estructuras de conocimiento y de las condiciones de producción de ese conocimiento en la cultura occidental, en lo que se denomina la “historia de la metafísica occidental”. A partir de allí, formula dos preguntas fundamentales: ¿Cuándo y bajo qué circunstancias históricas, la interpretación y sus fundamentos metafísicos se volvieron incuestionables en el conjunto de las humanidades y las disciplinas académicas?, y, ¿por qué durante los últimos treinta años hay una reacción de descontento contra estas disposiciones epistemológicas y disciplinarias? Tales respuestas nos darán la esperanza de superar el estatuto exclusivo de la interpretación en las humanidades e imaginar otros caminos posibles. Para responder al primer interrogante, parte del análisis de la historia de la metafísica en dos momentos históricos puntuales: el Renacimiento y la Modernidad temprana. Mediante el análisis comparativo de estas dos épocas, estudia las formas cambiantes de la autoreferencia humana; por ejemplo, en la autoreferencia dominante en el medievo cristiano el hombre se entendía a sí mismo como parte integrante de un mundo considerado como el resultado de la creación divina; por el contrario, en la modernidad temprana el hombre se asume como observador externo del mundo (cuyas consecuencias se desarrollarían siglos más tarde) y en su excentricidad asume una entidad puramente intelectual, incorpórea. El mundo que el observador interpreta se supone completamente material, de donde deriva la dicotomía entre lo “espiritual” del observador y lo “material” de lo observado, que da lugar a una estructura epistemológica sobre la cual se fundamenta la filosofía occidental, en lo que ha sido denominado el “paradigma sujeto/objeto”. Esta lógica binaria de la modernidad temprana clasifica al cuerpo humano como uno de los objetos del mundo, mientras que en el pensamiento medieval el espíritu y la materia se creían inseparables, tanto en el ser humano como en los demás elementos de la creación divina. En el tipo de autoreferencia que sostiene que los seres humanos son excéntricos al mundo, se torna cada vez más convencional pensar el mundo de los objetos y del cuerpo humano como superficies que “expresan” significados más profundos. Por lo tanto, el paradigma de la expresión emerge (cronológicamente) con, y pertenece (sistemáticamente) al mismo contexto epistemológico que el paradigma de la interpretación. Así, la interpretación del mundo comienza a ser comprendida como una activa producción de conocimiento acerca del mundo, y el sujeto se establece en un papel activo que no sólo implica la capacidad y el derecho de producir o acumular nuevo conocimiento, sino también la capacidad de esconder y manipular tal conocimiento. Esto explica la fascinación de la temprana modernidad por las estrategias de manipulación como formas de gobierno y el surgimiento de la idea de cambiar y de transformar el mundo, en otras palabras, se origina el concepto moderno de “ideología”. Esquemáticamente la temprana cultura moderna define la relación entre la humanidad y el mundo como la intersección de dos ejes: un eje horizontal que opone al sujeto -como observador excéntrico y descorporeizado-, al mundo como un entramado de objetos puramente materiales, incluyendo el cuerpo humano, y un eje vertical que representa el acto de interpretación del mundo, a través del cual el sujeto penetra la superficie del mundo a efectos de expresar el conocimiento y la verdad, como sus significados subyacentes; Gumbrecht denomina a esta visión de mundo “campo hermenéutico”. El tránsito de la cosmología medieval al paradigma sujeto/objeto, lo ilustra con el tránsito de la teología medieval a la teología protestante. El ejemplo puntual es el Sacramento de la Eucaristía. Celebrar la misa en la teología medieval no sólo era una conmemoración de la última cena de Cristo con sus discípulos, sino también un ritual a través del cual se actualizaba el cuerpo y la sangre de Cristo como sustancias tangibles en la “forma” del pan y el vino. Esta relación entre el cuerpo y la sangre bajo la forma del pan y el vino, se explica en el medioevo desde el concepto aristotélico de signo. Dicho concepto no se basa en la distinción entre un significante material como la superficie y un significado inmaterial como lo profundo (tan común para nosotros en el ámbito hermenéutico), sino que une la sustancia (es decir, lo que está presente porque demanda espacio), y la forma (es decir, aquello a través de lo cual una sustancia se vuelve perceptible), dando lugar a un concepto de “significado” en el que no opera la dicotomía entre “material” e “inmaterial”, es decir, no existe un “significado inmaterial” separado de un “significante material”, lo cual resulta poco familiar en el ámbito de nuestra tradición epistemológica. Pero la teología protestante redefinió la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo en tanto “significado” (Calvino); ahora el pan no es el cuerpo ni el vino es la sangre, sino que significan o están “en lugar de” el cuerpo y la sangre. La última Cena se torna entonces en un mero acto de conmemoración, a la vez que se crea una distancia temporal infranqueable, una “distancia histórica”, que nos permite comprender, además, la íntima conexión entre la concepción emergente de la significación y la noción de historicidad como conquista de la modernidad. Algo similar ocurre en las artes escénicas. Mientras que en el teatro medieval la copresencia de actores y espectadores era una co-presencia “real” en la que no se excluía el contacto físico mutuo, en la modernidad temprana la atención de los espectadores cambia de los cuerpos mismos de los actores a los personajes que estos corporeizan. El telón, como innovación de la escenografía en la modernidad temprana, separa al escenario donde se produce la trama, del espacio reservado a los espectadores de modo que el cuerpo de los actores queda fuera del alcance del público. Todo lo que es tangible, todo lo que pertenece a la materialidad del significante, se torna en secundario mientras el significado en cuestión va siendo descifrado, es decir, interpretado. El drama clásico francés (CorneilleRacine-Moliere) asume la forma “cartesiana” del teatro occidental, cuyo tema fundamental supone que la ontología de la existencia humana depende exclusivamente de la habilidad de pensar res cogitans, y supedita el cuerpo y las demás cosas del mundo como res extensa, a la mente. En relación a ciertos momentos cruciales del contexto histórico, el autor alude a la discusión acerca de la relación entre el presente cultural del siglo XVII y la era clásica grecorromana, ocurrida en la Academia Francesa alrededor de 1700, y que hoy conocemos como la Querella entre los antiguos y los modernos . En este momento el rasgo epistemológico fue la priorización del tiempo sobre la dimensión del espacio en una cultura que ya no estaba centrada en un ritual de producción de “presencia real” (medioevo), sino en el predominio del cogito y la entronización de la razón físico-matemática. Otro momento histórico corresponde a la era de la Ilustración donde la activa intervención humana (agente) en la producción de conocimiento y su pretensión de transformar el mundo, va configurando la esfera política. Este paso es decisivo en el desarrollo de las implicaciones del campo hermenéutico y en la llamada “visión metafísica del mundo” como esquemas dominantes para la autoreferencia humana. Pero aunque ninguna época creyó más profundamente en el poder del conocimiento y el campo hermenéutico (la metafísica), no obstante aparecen las primeras grietas en el edificio de la modernidad, con el propio trabajo de Kant y sus dudas acerca del paradigma sujeto/objeto. De una manera similar se diluye el sueño enciclopedista de poder hallar una estructura básica para todo el mundo de las cosas y su representación a través de los elementos del conocimiento. El conocimiento resultó ser mucho más centrífugo, la creciente fascinación intelectual por el pensamiento materialista, la aparición de la estética como uno de los campos de la filosofía en el siglo XVIII, hizo claro que en contra de las premisas del campo hermenéutico, la apropiación del mundo a través del cuerpo humano, es decir, a través de los sentidos, aparece como una nueva opción epistemológica. Las promesas de la Ilustración -esto es, un orden vital nuevo y más feliz, basado en la perfección del conocimiento humano y el poder de la razón humana para conseguir la libertad- se desvanece, al tiempo que ocurre una crisis completa en la visión metafísica del mundo. Gumbrecht describe este momento, por una parte, desde la crisis de la representación formulada por Foucault en Las palabras y las cosas, y, por otra parte, desde la distinción entre “observadores de primer orden” y “observadores de segundo orden”, planteada por Niklas Luhman. El papel del observador en la modernidad temprana estaba interesado únicamente en encontrar la distancia adecuada respecto de sus objetos, mientras que el observador que dará forma a la epistemología del siglo XIX es un observador condenado a observarse a sí mismo en el acto de la observación. La emergencia de este bucle autoreflexivo en el observador de segundo orden, tuvo dos consecuencias fundamentales. Primero, la observación depende fundamentalmente del ángulo específico de observación de modo que existen una infinidad de formas de dar cuenta para cada potencial objeto de referencia, lo que amenaza la creencia en la estabilidad del objeto. Segundo, se redescubre el cuerpo humano y los sentidos como parte integral de la observación del mundo, lo que pone en cuestión no sólo la pretendida neutralidad de género del incorpóreo observador de primer orden, sino que abre también la posibilidad de compatibilidad entre una apropiación del mundo a través de los conceptos (“experiencia”) y una observación del mundo a través de los sentidos (“percepción”). La filosofía y la ciencia del siglo XIX elabora una fórmula de solución temporaria al pasar de la representación del mundo de tipo espejo, a un estilo en el cual el fenómeno sería identificado a través de una narrativa. Los discursos narrativos abren un espacio en el cual la multiplicidad de representaciones pueden ser integradas y conformadas, pero la propuesta más pesimista a esta suerte de convergencia de las disímiles visiones de mundo, queda ejemplificado en el trabajo de Flaubert, donde las diversas perspectivas que encarnan los protagonistas no terminan nunca de reunirse en una visión homogénea del “mundo”, teniendo en cuenta que el “realismo” literario del siglo XIX persigue tal propósito. El segundo problema epistemológico que surge de la emergencia del observador de segundo orden, esto es, el problema de la no compatibilidad de una apropiación del mundo por conceptos y una apropiación del mundo por los sentidos, puede ser explicada bajo la metáfora de la “desregulación del signo”. Con esto se refiere al intento de modificar la distinción propia del campo hermenéutico, entre la superficie puramente material del significante y la profundidad puramente espiritual (o conceptual) del significado. Por ejemplo, los poetas simbolistas (Verlaine-Rimbaud) querían investir de significado –“al menos algunos significados connotativos” a las estructuras de sonidos de sus textos. “Un Coup de dés” de Mallarmé parece sugerir que la diagramación de sus palabras en la página puede corresponder a su significado y a su sonido potencial. La música programática de Wagner, también es otro ejemplo del modo de insertar significado en los sonidos y los ritmos de la orquesta. Durante las últimas décadas del siglo XIX la filosofía, la ciencia y la literatura abundaron en experimentos dedicados a reconectar la experiencia y la percepción. Nietzsche con los valores filológicos de superficie de los textos y con la materialidad superficial de las máscaras; Freud con los esquemas tendientes a integrar la psique y la fisiología humanas; Bergson con la convicción de que la memoria humana era el único fenómeno cuya disección conceptual mostraría las conexiones entre la mente y el cerebro. Pero el mundo académico oficial planteó soluciones que separan radicalmente las dos dimensiones. En el nivel epistemológico, una de tales soluciones es la fenomenología. En la polémica centrada en contra de la creencia de los científicos de “aprehender” las cosas del mundo, Husserl plantea que todos los objetos fuera de la mente humana nos son simplemente inaccesibles. Así, la fenomenología se concentrará en los esfuerzos introspectivos para describir aquellos mecanismos a través de los cuales la mente misma produce (“construye”) miradas sobre el mundo exterior. Esta será la matriz del constructivismo cuya premisa general afirma que sea lo que sea que se analiza o investigue, eso son “construcciones” (o proyecciones) de la mente humana. De otro lado, en la Universidad de Berlín durante la última década del siglo XIX las Ciencias del Espíritu –en razón de la propuesta programática de Dilthey-, se centran en la interpretación hermenéutica y dejan por fuera cualquier tipo de referencia no-cartesiana del mundo. La recepción de la fenomenología y la influencia institucional de Dilthey, hacen que las humanidades se concentren en las dimensiones del significado y el lenguaje, como lugares e instrumentos de construcción del mundo. La fenomenología, el constructivismo, los estudios culturales, el new criticism y el alto modernismo, conforman tan solo una de las ramas en que se dividen las repuestas provocadas por los efectos de largo plazo de la crisis epistemológica del siglo XIX. La otra respuesta se da desde diferentes posturas intelectuales como la filosofía analítica y su deseo de probar que al menos un grado mínimo de referencia al mundo puede ser alcanzado a través del lenguaje. También pensadores como Bataille y Artaud, acusan a la cultura occidental de haber perdido contacto con el cuerpo humano, pero sin duda es Heidegger quien inicia la revisión más aguda de la visión metafísica del mundo. En Ser y Tiempo reemplaza el paradigma sujeto/objeto por el nuevo concepto estar-en-el-mundo, el cual vuelve a poner la autoreflexión humana en contacto con las cosas del mundo. En contra de la visión cartesiana, Heidegger no sólo reafirma la substancialidad del cuerpo y las dimensiones espaciales de la existencia humana, sino también desarrolla la idea del “desocultamiento del Ser” (en cuyo contexto Ser se refiere siempre a algo sustancial) como reemplazo para el concepto metafísico de “verdad”, que apunta a un significado o a una idea. Finalmente, en las décadas que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial, hubo dos tipos paralelos de reacción a la pérdida de la referencia del mundo y de la dimensión de la percepción; por un lado, las diversas formas del constructivismo y, por el otro, los diversos intentos de recuperar referencia y percepción. El contraste y la tensión entre ellos se volvió una alternancias entre lo que el autor denomina estilos intelectuales “blandos” y estilos intelectuales “duros”; estos últimos pertenecen al estructuralismo, la lingüística estructural y el llamado “formalismo ruso”, y al menos en su ambición de superar la subjetividad de la interpretación pura, dichas teorías convergen en un nuevo entusiasmo por las formas de aproximación sociológica, la historia de la recepción literaria y las diversas formas del marxismo. Una década más tarde, en los años setenta y ochenta, la escuela académica literaria “postmoderna” bajo la influencia “ablandante” de la deconstrucción y el new historicism, hace aparecer el deseo de rigor metodológico y teórico de las tendencias precedentes, como lo más naive posible. Para el autor la alternancia entre prácticas “duras” y ”blandas” es una reacción tardía a su trauma de nacimiento como conjunto de disciplinas académicas, cuyo punto de identidad es la exclusión de las dimensiones epistemológicas de la percepción y la referencia. Finalmente, propone dos respuestas a la pregunta por la superación de la visión metafísica del mundo. Desde una perspectiva epistemológica la superación de la metafísica puede ser vista en retrospectiva, como un intento de redimirnos de la alternancia sin sentido entre prácticas intelectuales “blandas” y prácticas intelectuales “duras”, que por lo menos sería un modo de escapar, o de olvidar a la metafísica como un campo de fuerza intelectual. Desde un punto de vista existencial la visión metafísica del mundo está relacionada con la “pérdida del mundo” y con la sensación de que ya no estamos en contacto con las cosas del mundo. Relatoría II Hans Ulrich Gumbrecht Producción de Presencia. Más allá del significado: posiciones y conceptos en movimiento. Universidad Iberoamericana Departamento de Historia Relator: Julián Alberto Giraldo Naranjo En este capítulo el autor quiere poner a prueba y desarrollar conceptos en las humanidades que nos permitan relacionarnos con el mundo de un modo diferente al paradigma de la interpretación. Este esfuerzo por desarrollar conceptos no interpretativos cuestiona las consecuencias y tabúes que surgen de la entronización de la interpretación como práctica exclusiva de las humanidades, y como resultado del dominio de la visión cartesiana del mundo desde la modernidad temprana, y de la hermenéutica desde comienzos del siglo XX. Al inicio del capítulo, Gumbrecht señala una serie de afinidades y desencuentros teóricos, a efectos de mostrar su propia posición dentro del mapa contemporáneo de las humanidades. Inicia con algunos comentarios del libro Más allá de la interpretación de Vattimo, donde se afirma que la interpretación es el modo exclusivo que tiene la humanidad de relacionarse con el mundo como conflicto de interpretaciones. En este orden de ideas, el humanista señala también la divergencia teórica con Vattimo en cuanto al concepto “historia del Ser” de Heidegger; mientras que nuestro autor intenta volver la sustancialidad del Ser en contra del reclamo universal a favor de la interpretación ilimitada, Vattimo quiere que el Ser desaparezca bajo una reiteración infinita de interpretaciones. En esa búsqueda por restablecer nuestro contacto con las cosas del mundo por fuera del paradigma sujeto/objeto, Gumbrecht expresa también su afinidad con el pensamiento de Jean Luc Nancy cuando alude a una concepción de presencia que convoca la dimensión de la cercanía física y la tangibilidad como “el advenimiento que se borra a sí mismo y se retira”; en Bohrer, el tema central de la experiencia estética es el carácter efímero de ciertas apariciones y partidas bajo el concepto de lo “repentino”, y en Steiner son las “reales presencias” y la relación de estratos de significado y estratos de presencia substantiva en la obra de arte. Otro aspecto notable es la crítica al constructivismo que el autor caracteriza como una versión gastada de uno de los puntos de partida de la fenomenología, de acuerdo con el cual sólo los contenidos de la conciencia humana pueden ser objeto de análisis filosófico. El constructivismo postula que sea lo que sea que identifiquemos como “realidad/realidades”, solo puede ser tratado como “construcción” de nuestra conciencia, y en tal construcción podemos identificar una conciencia compartida por todos los seres humanos (“sujeto trascendental”), y también las trazas de aquellos rasgos compartidos en todas las sociedades existentes (“mundos de la vida”), lo que lleva, finalmente, a la conclusión de que todas las realidades que compartimos con otros seres humanos son “construcciones sociales”. Gumbrecht cita a varios pensadores que desafían los postulados del constructivismo, con los cuales también se identifica, de una u otra manera. Por ejemplo, con la propuesta de Judith Butler que en lugar de las concepciones de construcción propone un regreso a la noción de materia; con Michel Tausseg, que analiza la facultad mimética humana, como una capacidad de imitación fundada en el cuerpo, y Martin Seel, que propone una estética de la apariencia asociada a la presencia, y bajo esta noción subsume las condiciones a través de las cuales nos es dado el mundo y se presenta a los sentidos. Pero la afinidad más sorprendente la encuentra en Hans Gerorg Gadamer, quien en una entrevista al final de su vida sugirió una comprensión más grande de lo no semántico, esto es, de los componentes materiales de los textos literarios. La lectura del poema no debe estar concentrada exclusivamente en el significado, pues también existe una verdad en su realización. Gadamer llama Volumen a esta dimensión no hermenéutica, e iguala la tensión entre sus componentes semánticos y no semánticos con la tensión entre “mundo” y “tierra”, de Heidegger. Es el componente de “tierra” “el que permite a la obra de arte o al poema “mantenerse en sí mismo”; es la “tierra” la que da a la obra de arte su existencia en el espacio. En Ser y Tiempo se hace visible una ontología en el sentido más amplio del término, y sin ninguna afinidad con las direcciones y tendencias ontológicas existentes. Desde la perspectiva de Heidegger, la fenomenología de Husserl es el punto de llegada de una tradición filosófica milenaria en la que el paradigma sujeto/objeto, -es decir, la configuración conceptual de la divergencia creciente entre la existencia humana y el mundo, basada en el contraste entre la existencia humana como puramente espiritual y el mundo como una esfera puramente material- había llevado a la cultura occidental a un estado extremo de alienación respecto del mundo. Pero más que una crítica a Husserl, es a la fundamentación cartesiana de la existencia humana en el pensamiento (Cogito), adonde se dirige expresamente su crítica. El concepto “Estar-en-el-mundo”, por ejemplo, trata de recuperar los componentes de presencia en nuestra relación con las cosas del mundo escindidas en la filosofía cartesiana. El autor enfatiza en el concepto de Ser como la posibilidad de pensar más allá de los límites de nuestra tradición metafísica, para lo cual establece cuatro perspectivas diferentes que dan cuenta de la complejidad de tal noción filosófica. Primera Tesis: Ser en la filosofía de Heidegger toma el lugar que antes ocupaba la noción de verdad (o más precisamente el lugar de contenido de verdad) que había sido ocupada por las “ideas” desde los tiempos de Platón. El Ser no es algo conceptual puesto que no solo sustituye a la verdad, sino que es algo que ocurre (ein Geschehen); lo que ocurre es un doble movimiento de ocultamiento y des-ocultamiento: “Ser es aquello que está a la vez oculto y no-oculto en el acontecer de la verdad”. Por ejemplo, el Ser, en su ser desocultado en una obra de arte, no es algo espiritual o algo conceptual; el Ser no es un significado sino que pertenece a la dimensión de las cosas. Dice Heidegger: “Las obras de arte presentan universalmente un carácter de cosa, si bien de un modo completamente peculiar”. Ahora bien, si el Ser tiene el carácter de una cosa, esto significa que tiene sustancia y, por lo tanto, ocupa espacio e implica también la posibilidad del movimiento: “el Ser como physis es impulso que emerge”. Segunda tesis: El movimiento del Ser en el espacio resulta ser multidimensional (tridimensional, para ser precisos) y en su total complejidad es el “acontecer de la verdad”. Este triple movimiento implica una dirección “vertical” (oscilación), una dirección “horizontal” (“idea”, “apariencia”), y un movimiento de retirada. La dimensión vertical del movimiento del Ser apunta a su emergencia, al estar ahí y ocupar espacio, mientras que la dimensión horizontal apunta al Ser como ser percibido: el ser ofreciéndose a la mirada de alguien (como una apariencia, como un “ob-yecto”, como algo que se mueve “hacia” o en “contra” de un observador). La tercera dimensión en el movimiento, es una dimensión de retirada: El Ser se retira en lugar de ofrecérsenos, de suerte que las cosas que aparecen en el despejarse del Ser no tienen ya el carácter de objetos. Pero, ¿por qué consiste el acontecer de la Verdad en un movimiento doble cuyos vectores van en direcciones opuestas? Gumbrecht asume que más allá de tener una sustancia, una articulación en el espacio y un triple movimiento, el Ser se refiere a las cosas del mundo independientes de (o antes de) su interpretación y estructuración a través de cualquier red de conceptos histórica o culturalmente específicos. Ser refiere a las cosas del mundo antes que se vuelvan parte de una cultura, o para decirlo de un modo paradójico, El Ser refiere a las cosas del mundo antes que se vuelvan parte de un mundo. La Tercera Tesis, se relaciona con el término Dasein con el que Heidegger denomina a la “existencia humana” en el acontecer de la verdad. Dasein no es sinónimo de sujeto o subjetividad, como conceptos propios del contexto epistemológico del paradigma sujeto/objeto, sino un ser o estar-en-el-mundo, esto es, la existencia humana en contacto tanto espacial como funcional con el mundo. El estar-en-el-mundo es contrario al estar frente al mundo como si fuese un sujeto, porque el Dasein contribuye al desocultamiento del Ser como serenidad o compostura (Gelassenheit), esto es, la capacidad de dejar ser a las cosas; dicha serenidad implica el abandono de cualquier “imaginación o proyección trascendente”, con lo cual se aleja de la idea de manipular, transformar o interpretar el mundo. Finalmente, aborda la propuesta de Heidegger de presentar la obra de arte como un sitio privilegiado para el acontecer de la verdad, es decir, para el des-ocultamiento (y la retirada) del ser: “El arte es, pues, la llegada y el acontecer de la verdad”. En el Origen de la obra de arte, Heidegger desarrolla otros dos conceptos: “mundo” y “tierra”, en un intento por caracterizar el concepto de Ser. Por tal motivo se detiene en su recuerdo del templo griego antiguo, para señalarnos que la relación entre el templo como obra de arte y el desocultamiento del Ser no es una relación de representación, pues “un templo griego no retrata nada”. El templo contribuye a que ocurra el des-ocultamiento de una serie de cosas que lo rodean, y que aparecen en sus cualidades primordialmente materiales; el templo descansa sobre el suelo rocoso y extrae de la roca el misterio del apoyo, y mantiene su fundamento contra la tormenta que por primera vez se manifiesta en su violencia: “El lustre y brillo de la roca, aunque aparentemente sólo brillando por gracia del sol, trae sin embargo a la luz por vez primera la luz del sol, la amplitud del cielo, la oscuridad de la noche”. De este modo, el concepto de “tierra” se refiere al Ser como sustancia, es decir, al Ser como presencia. De otro lado, el concepto de “mundo” es una articulación integradora, una dimensión que reúne las cosas: “Por medio del templo, el dios se hace presente en el templo”; su presencia es “en sí misma la extensión y delimitación” del recinto sagrado. “Es el temploobra lo que primero se reúne y al mismo tiempo reúne él mismo la unidad de aquellos caminos y relaciones en las cuales el nacimiento y la muerte, el desastre y la bendición, la victoria y la desgracia, la resistencia y el declinar, adquieren la fuerza de un destino para el ser humano”. Es claro pues, que el concepto de “mundo” tiene una articulación espacial, una dimensión integradora que reúne las cosas: “El templo en su resistir allí da primero a las cosas su apariencia y a los hombres su punto de vista sobre sí mismos. Esta visión permanece abierta mientras la obra es una obra, mientras el dios no ha volado de ella.” A manera de síntesis, podríamos afirmar que el concepto de Ser está muy cercano al concepto de “presencia”. Ser y presencia implican sustancia; están relacionados con el espacio y con el movimiento; pero quizás el punto de convergencia más importante es la tensión entre significado (es decir, aquello que hace específicamente cultural a las cosas) por un lado, y Ser o presencia (es decir, las cosas vistas con independencia de sus situaciones culturales específicas), por el otro. Asimismo, “tierra” y “mundo” se corresponden con la idea de una tensión u oscilación entre los conceptos de presencia y significado, respectivamente. Vemos pues, cómo la exploración del concepto de Ser en Heidegger es un intento de desarrollar nociones dentro del campo de las humanidades que nos permitan comprender y aprehender los fenómenos de presencia (y experimentar con ellos). Otro recurso estratégico es volver sobre las culturas del pasado pre o no-metafísicas, para señalar la distinción entre “culturas de significado” y “culturas de presencia”, vistas fundamentalmente en sus tipologías, aunque ninguno de estos Ideal typen (Max Weber) aparezcan nunca en su forma pura. Todas las culturas pueden ser analizadas como configuraciones complejas cuyos niveles de autoreferencia reúnen componentes de la cultura de presencia y de la cultura de significado. La siguiente tipología sugiere, ante todo, la posibilidad de existencia de un repertorio no hermenéutico de conceptos de análisis cultural. Primero. La autoreferencia humana en una cultura de significado es la mente (res cogitansconciencia), mientras que la autorreferencia dominante en una cultura de presencia es el cuerpo. Segundo. En la autoreferencia dominante de la mente, el ser humano se concibe a sí mismo como excéntrico al mundo de modo que la subjetividad ocupa el lugar de la autoreferencia humana, mientras que en las culturas de presencia los seres humanos consideran el cuerpo como parte de una cosmología. No se trata de una relación excéntrica con respecto al mundo sino como estar-en-el-mundo de un modo espacial y físico; pero además de su ser material las cosas tienen un significado inherente y no un significado conferido por la interpretación. Tercero. En las culturas de significado sólo es legítimo el conocimiento que deriva del sujeto en un acto de interpretación del mundo y bajo las condiciones del denominado “campo hermenéutico”, es decir, a través de la penetración de la superficie “puramente material” del mundo, a efectos de encontrar una verdad espiritual a través o más allá de él. Para una cultura de presencia, en contraste, el conocimiento es revelado por el (los) dios (es) o por diferentes variantes de “eventos de auto-des-ocultamiento del mundo”. La revelación y el des-ocultamiento no provienen del sujeto sino que ocurren. De acuerdo con Heidegger el “conocimiento revelado o desocultado” puede ser substancia que aparece, que se presenta a sí misma ante nosotros y no requiere de la interpretación como el modo de transformarse en significado. Estas tres diferencias hacen plausible, Cuarto, que estos dos tipos de cultura operan con diferentes concepciones de signo. Una cultura de significado se sustenta en la estructura metafísica que según Saussure, es la condición universal del signo: el significante “puramente material” y el significado “puramente espiritual”. Es fundamental agregar que en la cultura del significado, el significante “puramente material” deja de ser un objeto de atención tan pronto su significado “subyacente” ha sido identificado. En contraste, la definición aristotélica de signo empareja la substancia (algo que requiere espacio) con la forma (algo que hace posible a la substancia ser percibida), con lo cual se evita la distinción entre lo puramente espiritual y lo puramente material “para ambos lados de lo que es reunido en el signo”. Además, no hay un lado de este concepto-signo que se desvanezca una vez que un significado ha sido asegurado. Quinto. El mundo de una cultura de presencia es un mundo donde los humanos quieren relacionarse con la cosmología circundante inscribiendo sus cuerpos en los ritmos de tal cosmogonía, y el deseo de alterar tales ritmos es considerado un signo de la perfidia humana. Por el contrario, la cultura de significado supone la transformación (o el mejoramiento, o el embellecimiento) del mundo como su vocación principal. Lo que en una cultura es acción en la otra es magia, no como conocimiento producido, sino como conocimiento revelado que forma parte de una cosmología. La abolición del tiempo en el ritual y la actualización del mito son ejemplos claros de la intensificación del sentido, en contraste con la conmemoración del significado, como distancia en el tiempo. Sexto. El tiempo es la dimensión primordial para las culturas del significado porque parece haber una asociación inevitable entre la conciencia y la temporalidad, pero sobre todo, porque insume tiempo desarrollar aquellas acciones transformativas a través de las cuales las culturas del significado definen la relación entre los seres humanos y el mundo. Ahora bien, si el espacio es la dimensión dominante en una cultura de presencia, la relación entre humanos, esto es, entre cuerpos humanos, tal relación, Séptimo, puede transformarse constantemente en violencia –es decir, ocupar y bloquear espacios con cuerpos- contra otros cuerpos. Las culturas de significado excluyen la violencia como una extrema potencialidad del poder y confunden las relaciones de poder con relaciones definidas por la distribución de conocimiento. Octavo. En una cultura de significado el concepto de evento está ligado al valor de la innovación y, como consecuencia, con el efecto de sorpresa. En una cultura de presencia el equivalente de una innovación es el -necesariamente legítimo- apartamiento de las regularidades de una cosmología y sus códigos inherentes de conducta humana. Imaginar una cultura de presencia implica el desafío de pensar un concepto de evento desligado de la innovación y la sorpresa; tal concepto de evento implica un momento de discontinuidad. Por ejemplo, sabemos que en la noche la orquesta tocará un concierto que hemos escuchado muchas veces; no obstante la discontinuidad que marca el momento en el cual suenan los primeros acordes nos “golpeará” produciendo un efecto de “evento” que no por ello implica sorpresa ni innovación. El ejemplo de un evento en el escenario nos lleva, Noveno, al juego y la ficción como conceptos a través de los cuales las culturas de significado caracterizan interacciones cuyos participantes tienen una conciencia vaga, limitada o inexistente, respecto de las motivaciones que guían su comportamiento. Esta es la razón por la cual, en situaciones de juego o ficción, reglas –ya sean prexistentes o que están siendo hechas a medida que se desarrolla el juego- toman el lugar de las motivaciones de los participantes. Al no tener las acciones, -definidas como comportamiento humano estructurado por motivaciones conscientes-, las culturas de presencia no pueden producir su equivalente a los conceptos de juego y ficción, ni la seriedad de las interacciones cotidianas. Las culturas de presencia necesitan suspenderse a sí mismas, cada vez que quieren permitir una excepción a los ritmos de la vida cosmológicamente fundados. Esta es la estructura que académicos inspirados por Bajtin llaman, metonímicamente, “carnaval”. Diez. Gumbrecht concluye su tipología binaria con algo de imaginación histórica. Por ejemplo, las discusiones parlamentarias si bien cuentan con la presencia física de los participantes, no obstante son definidas por la calidad intelectual de las visiones y argumentos en competencia. En contrate, la Eucaristía es un ritual de magia que hace que el cuerpo de Cristo se vuelva físicamente presente; el ritual no sólo mantiene sino que intensifica la ya existente presencia real de Dios. Para las culturas de presencia puede ser usual cuantificar los sentimientos o las impresiones de cercanía o ausencia o los grados de aprobación o resistencia. En síntesis, este capítulo se dedica a imaginar una relación con los textos, con los objetos culturales y con el mundo en general, que no sea exclusivamente una relación interpretativa, y concluye con una nueva tipología que se concentra en los diversos modos de apropiación humana del mundo (el concepto de mundo incluye aquí a los otros seres humanos). Esta tipología distingue cuatro clases diferentes de apropiación del mundo, cuyo orden se explica como un movimiento que va de un modo de apropiación del mundo que corresponde a un tipo ideal de cultura de presencia, hacia la polaridad opuesta de la cultura de significado, esto es, con la esperanza de sugerir e inspirar imágenes y conceptos que podrían ayudarnos a aprehender componentes no interpretativos en nuestra relación con el mundo. 1) Comer las cosas del mundo (antropofagia-teofagia) “volverse uno con las cosas del mundo en sus presencias tangibles”. “Masticar a Madame Bovary” como imaginó una vez Nietzsche. Pero el agente de tal apropiación experimenta el miedo de volverse objeto del mismo tipo de apropiación. Esto explica por que la mayor parte de las sociedades humanas hacen un tabú del comer carne humana. 2) Penetrar las cosas y los cuerpos, es decir, contacto corporal y sexualidad, agresión, destrucción y asesinato. La mezcla de cuerpos con otros cuerpos o con cosas inanimadas es siempre transitoria, y abre por lo tanto un espacio de distancia para el deseo y la reflexión. 3) Hay un modo de apropiación del mundo en el cual, por un lado, la presencia del mundo o de los otros es aún sentida físicamente aunque, por otro lado, no hay percepción de un objeto real al cual atribuir tal sensación. Esto es lo que el autor llama misticismo. Aunque el misticismo se categoriza entre las formas de vida espiritual no hay que olvidar que a menudo los estados de rapto místico son producidos por prácticas corporales altamente ritualizadas y se acompañan con la percepción de algún impacto físico. 4) La interpretación y la comunicación como vías exclusivamente espirituales de apropiación del mundo que corresponden a las culturas de significado. Relatoría III Hans Ulrich Gumbrecht Producción de Presencia:Epifanía, presentificación, deixis Universidad Iberoamericana Departamento de Historia Relator: Julián Alberto Giraldo Naranjo La última parte del libro vuelve sobre los recuerdos académicos de los años setenta y ochenta, en un intento por mantener vivo el debate teórico en las humanidades que había comenzado a finales de los años sesenta. Este intento generó una nueva perspectiva académica centrada en las “materialidades de la comunicación”, cuyo análisis y definición los llevó a repensar la tradición epistemológica de las humanidades que nos ha separado de todo lo que no pueda ser descrito en términos de una “configuración de significado”. En este sentido, el autor trata de establecer una posición dentro de las artes y las humanidades que contraste con la tradición metafísica y con los paradigmas epistemológicos derivados de ella. Parte de la tripartición tradicional de las disciplinas humanísticas en estética, historia y pedagogía, para enunciar tres conceptos tentativos que permitan imaginar las prácticas futuras de las humanidades y las artes: Epifanía, presentificación ydeixis. Inicia con una reflexión sobre los diferentes tipos de experiencia estética llevados a cabo en la Introducción de un curso de Humanidades en la Universidad de Stanford, a partir de tres premisas básicas: 1) apuntar a diferentes modalidades de disfrute de la belleza de las cosas, sin hacer de la experiencia estética ningún tipo de obligación; 2), no se argumentaría sobre la experiencia estética por vía de aludir a ningún valor, más allá del sentimiento de intimidad que ella pueda deparar; 3), abrir nuevas posibilidades por la vía de transgredir el canon de las formas tradicionales de la experiencia estética. A partir de allí, Gumbrecht inicia la descripción y la elaboración de la noción de epifanía, como acontecimiento propio de la experiencia estética: 1) Los momentos de intensidad como resultado de un nivel alto de funcionamiento de algunas de nuestras facultades cognoscitivas, emocionales y físicas; la intensidad parece ser un concepto cuantitativo, que aparece o desaparece de un modo no confiable. 2) El encanto específico que los momentos de intensidad estética tienen para nosotros y las razones que nos motivan a buscar dicha experiencia. Gumbrecht propone la hipótesis de que la “experiencia estética” despierta sentimientos de intensidad que no podemos encontrar en los mundos cotidianos, y distingue entre “momentos de intensidad” o de “experiencia vivida”, del concepto “experiencia estética”, ya que la tradición asocia a éste último con la interpretación o con actos de atribución de significado. La “experiencia vivida” la usa en el sentido estricto de la tradición epistemológica, esto es, el estar concentrados en ciertos objetos de la experiencia estética. 3)Si la experiencia estética siempre es algo evocado por, y que siempre refiere a, momentos de intensidad que no pueden ser parte de los mundos cotidianos respectivos en los que tiene lugar, entonces se sigue que la experiencia estética estará necesariamente localizada a cierta distancia de tales mundos cotidianos. Esto nos lleva al marco situacional dentro del cual ocurre típicamente la experiencia estética; este marco situacional explica el doble aislamiento inherente a la intensidad estética: “lo repentino” y “la despedida” (Bohrer). Gumbrecht emplea también el concepto de “insularidad” de Bajtin, para la descripción general de esta condición situacional. 4) La disposición específica de la condición estructural de “insularidad” mediante dos modos: el ser “impuesta por su relevancia” y el alcanzar un estado de serenidad, de “intensidad concentrada”, que anticipa la presencia energizante de un objeto de experiencia por venir. 5) ¿Qué es eso que nos fascina en los objetos de experiencia estética? Nos fascinan los fenómenos e impresiones de presencia. La presencia y el significado siempre aparecen juntos, sin embargo, y siempre están en tensión, de modo que no son compatibles ni constituyen una estructura fenoménica. Los objetos de la experiencia estética están caracterizados por una oscilación entre efectos de presencia y efectos de significado. Bajo las condiciones culturales contemporáneas necesitamos un marco específico (es decir, la situación de “insularidad” y la disposición a la “intensidad concentrada”) a efectos de realmente experimentar esa tensión productiva, esa oscilación entre significado y presencia. La tensión/oscilación entre efectos de presencia y efectos de significado dota al objeto de experiencia estética con un componente de provocativa inquietud e inestabilidad; ésta es la razón por la cual la experiencia estética necesita, por un lado, un signo-concepto semiótico para describir y analizar su dimensión de significado; pero, por otro lado, necesita un signo-concepto diferente –el acoplamiento aristotélico de “sustancia” y “forma”- para la dimensión de presencia en la experiencia estética. La tesis de Gumbrecht acerca de la oscilación entre efectos de presencia y efectos de significado es cercana a la propuesta de Gadamer cuando afirma que, además de la dimensión apofántica del poema que puede y debe ser redimida a través de la interpretación, también hay un “volumen”, una dimensión que demanda de nuestra voz, que pide ser cantada. Dentro de esta constelación específica es esencial que el significado no anule ni ponga entre paréntesis la presencia física de las cosas, -un texto, un lienzo, una voz- y que la presencia física no reprima en definitiva, la dimensión del significado. Si bien todo contacto con las cosas del mundo contiene tanto componentes de presencia como componentes de significado, la experiencia estética se especifica en la medida en que vivimos la tensión que tienen ambos componentes entre sí, sin implicar que su peso sea equivalente. Por el contrario, siempre hay distribuciones específicas que dependen de la materialidad (es decir, de la modalidad mediática) de cada objeto de experiencia estética. Por ejemplo, en la lectura predomina la dimensión de significado, no obstante los modos en que el texto literario trae la dimensión de presencia de la tipografía, el ritmo del lenguaje y hasta el olor del papel. Al revés, la dimensión de presencia domina cuando escuchamos música, aunque algunos tipos de estructuras armónicas puedan evocar ciertas connotaciones semánticas. 6) La “epifanía” no se refiere a la simultánea tensión /oscilación de significado y presencia, sino a tres rasgos que dan forma al modo en que la tensión entre presencia y significado se nos presenta: sobre la impresión de que la tensión entre presencia y significado viene de la nada; sobre la emergencia de esta tensión como en una articulación espacial; y sobre la posibilidad de describir su temporalidad como un “evento”. Si asumimos que no hay experiencia estética sin efecto de presencia y no hay presencia sin que haya sustancia en juego: si asumimos luego que para que una sustancia sea percibida se necesita una forma; y si finalmente asumimos que el componente de presencia en la tensión u oscilación que constituye la experiencia estética nunca puede ser mantenido estable, entonces de allí se sigue que cada vez que un efecto de experiencia estética emerge y nos produce momentáneamente tal sensación de intensidad, éste parece haber salido de la nada. Pues tal sustancia y forma no estaban presentes para nosotros antes. Gumbrecht reafirma su tesis en diálogo con algunas afirmaciones de Heidegger en “El origen de la obra de arte: “El arte es, pues, la llegada y el acontecer de la verdad. ¿Surge, pues, la verdad de la nada? Por cierto que lo hace, si por nada se entiende el mero no de lo que es, y si pensamos aquí en lo que es como en un objeto presente del modo ordinario”. Ahora bien, como aquello que parece surgir de la nada tiene una sustancia y una forma es inevitable para su epifanía el que requiera de la existencia de una dimensión espacial. Este es otro tema desarrollado por Heidegger en relación con el concepto de “tierra” que transcribiremos totalmente por la belleza del párrafo: “El firme elevarse del templo hace visible el invisible espacio del aire. La solidez del trabajo contrasta con el surgir de la espuma en las olas, y su propio reposo destaca el rugir del mar. Árbol y hierba, águila y toro, grillo y serpiente entran por vez primera en sus formas distintivas y llegan a aparecer como lo que son. Los griegos llamaron phusis a esto que emerge y se eleva en sí mismo y en todas las cosas. Ella aclara e ilumina, también, aquello sobre o cual y en lo cual el hombre basa su habitar. Llamamos a esto la tierra”. Otro ejemplo se encuentra en los dramas de Calderón, específicamente en el género del auto sacramental, cuyas instrucciones escenográficas disponen que determinadas formas materiales “emerjan”, se “eleven” o se “desvanezcan”. También en el No y el Nabuki del teatro japonés, la dimensión espacial de la epifanía es el elemento central de la actuación. Los actores llegan al escenario cruzando un puente que atraviesa el sitio donde están los espectadores, y en la complicada coreografía de pasos adelante y atrás, esta llegada al escenario a menudo ocupa más tiempo (y más atención de los espectadores) que la actuación real de los actores sobre el escenario. Finalmente hay tres aspectos que dan al componente de epifanía dentro de la experiencia estética el estatuto de un evento: 1) Nunca sabemos si, ni donde, esa epifanía va a ocurrir: 2) Si ocurre no sabemos qué forma tomará ni que tan intensa será 3) La epifanía dentro de la experiencia estética es un evento debido a que se deshace a sí misma al emerger. Por ejemplo, ninguna estructura de significado ni ninguna impresión de un patrón de ritmo está presente nunca por más de un momento en el proceso real de lectura o escucha: nada ilustra mejor este evento de la epifanía estética que una hermosa jugada en un deporte de equipo (a propósito del Mundial y de la belleza del juego de nuestra Selección). 7) La cuestión si la epifanía estética envuelve necesariamente un elemento de violencia. Esto presupone dos definiciones: “poder” y “violencia”. “Poder” como el potencial de ocupar y bloquear espacios con cuerpos, y ”violencia” como la actualización del poder, es decir, el poder como actuación o como evento. Si asumimos el carácter de epifanía de la experiencia estética, y si la epifanía implica la emergencia de una sustancia que parece aparecer de la nada, entonces no puede haber genuina experiencia estética sin un momento de violencia, esto es, sin el evento de una sustancia ocupando espacio. Aún en aquellas formas de experiencia estética donde –desde un punto de vista estrictamente físico- no es sino una ilusión debido a que no hay sustancia ni espacio tridimensional en juego; por ejemplo, cuando nos volvemos adictos al ritmo de un texto en prosa que leemos en silencio o un cuadro que nos atrapa; por ello la experiencia estética se ha asociado con el riesgo de perder el control sobre uno mismo, al menos temporariamente. 8) Si no hay nada positivo que aprender en la experiencia estética ¿Cuál es el efecto de perderse en la fascinación que, la oscilación entre efectos de presencia y efectos de significado, puede producir? La experiencia estética puede ayudarnos a recuperar la dimensión espacial y corporal de nuestra existencia, de estar-en-el-mundo, en el sentido de ser parte del mundo de cosas físicas. El autor denomina estar en sincronía con el mundo a ese grado extremo de serenidad y compostura existencial al que la experiencia estética puede transportarnos, esto es, experimentar las cosas del mundo en su “cosidad” preconceptual, lo cual reactivará un sentido para lo corporal y para la dimensión espacial de nuestra existencia. Este des-ocultamiento del Ser puede ocurrir tanto en la modalidad de lo bello como en la modalidad de lo sublime, es decir, en la claridad de lo apolíneo o en el rapto dionisíaco. Presentificación Para describir este segundo concepto, parte de la idea de que el estudio del pasado puede ser un maestro de vida (historia magistra vitae). A partir de allí muestra los cambios dramáticos operados en esta concepción en la tradición occidental. En la Edad media, por ejemplo, el pasado era un factor potencial de orientación en la construcción del presente y el futuro, pues aún no se creía que el mundo humano estuviese en transformación permanente. En contraste, la cultura del renacimiento tomó solo algunos ejemplos del pasado griego y romano (no el mundo medieval precedente) para orientar con ejemplos de relevancia sus propias vidas. Desde finales del siglo XVII y durante el XVIII emergió un cronotopo temporal definido como “tiempo histórico”, a través del cual se establecieron los criterios para “aprender del pasado” identificando las “leyes” que habían informado el cambio histórico en el pasado, y extrapolando su movimiento hacia el futuro a fin de controlar los desarrollo por venir. Pero recientemente hemos perdido la autoatribución de ese activo moverse en el tiempo (“dejar atrás el pasado” y “entrar en el futuro”) que había permeado el tiempo histórico. Al mismo tiempo, estamos más ansiosos que nunca (y mejor preparados, en los niveles de conocimiento y tecnología) para llenar el presente con artefactos del pasado, y reproducciones basadas en tales artefactos. Entre el nuevo “futuro” inaccesible, y el nuevo pasado que ya no queremos dejar atrás, hemos comenzado a sentir que el presente se está haciendo más ancho, y que el ritmo del tiempo se está haciendo más lento. Gumbrecht se pregunta: ¿Qué tiene que ver esta concepción del tiempo con el concepto de “presencia” y su posible impacto en nuestras formas de enseñar historia y hacer investigación histórica? El deseo de presentificación puede asociarse con la estructura de un presente ancho en donde ya no sentimos que dejamos atrás el pasado, y donde el futuro está bloqueado. Tal presente ensanchado terminará por acumular diferentes mundos pasados y sus artefactos en una esfera de simultaneidad; este cambio de relación con el pasado sugiere el nacimiento de una nueva cultura histórica, correspondiente a este nuevo cronotopo. Un punto de partida para entender esta fascinación básica por el pasado es el concepto fenomenológico de “mundo de la vida” en el que Husserl subsume la totalidad de aquellas operaciones intelectuales y mentales que esperamos que todos los humanos, de todas las culturas, sean capaces de realizar. Los “mundos cotidianos” históricamente específicos pueden, luego, ser analizados como selecciones múltiples dentro de un rango de posibilidades ofrecido por el mundo de la vida. Un rasgo sorprendente del mundo de la vida es la general capacidad humana de imaginar posibilidades más allá del mundo de la vida, superar, por ejemplo, la doble limitación temporal del nacimiento y de la muerte mediante el deseo de presentificación del pasado. Este deseo de presentificación del pasado, ha desarrollado un tipo de técnica que tiende a enfatizar la dimensión del espacio, como una suerte de “escaparate espacial” que nos permite experimentar la ilusión de tocar los objetos que asociamos con el pasado, esto es, como una manera de tratar con las cosas que nos precedieron como si estuviesen en nuestro mundo, lo que explica también el renovado interés por la arqueología o por la institución del museo; por el contrario, la historiografía, como medio textual, sólo nos aproxima de manera conceptual a la interpretación del pasado. Ahora bien, ¿Qué consecuencias puede tener en la práctica de la enseñanza el concepto de presentificación y epifanía estética? En estas modificadas concepciones de “estética” e “historia” se da una doble convergencia. La primera, es la afirmación de una marcada distancia respecto de nuestros mundos cotidianos pues la experiencia estética impone sobre nosotros una “insularidad” tanto situacional como temporal, mientras que la historización presupone una capacidad de descubrir y un deseo de reconocer el estatuto disfuncional que ciertos objetos de nuestra atención tienen en sus entornos. La segunda, es la suspensión de atribución de significado “si tratamos de hacer quedarnos quietos por un momento, antes de comenzar a hacer sentido, y si nos dejamos luego atrapar por una oscilación en la que los efectos de presencia permean los efectos de significado”. Lo interesante para la pedagogía es la posibilidad de asociar la distancia respecto de las situaciones cotidianas, que está implicada tanto en nuestras concepciones de la estética como de la historia con la clásica autoreferencia al mundo académico como a una “torre de marfil”; esta distancia de la torre de marfil abre posibilidades al pensamiento de riesgo, es decir, a la posibilidad de pensar lo que no puede ser pensado en nuestros mundos cotidianos. Se debe además practicar la enseñanza en la modalidad de experiencia vivida (Erleben), esto es, como una puesta en escena de la complejidad más que prescribir como deben entenderse tales problemas y como, en últimas, debe manejarse con ellos. La enseñanza académica debe ser deíctica más que interpretativa u orientada a soluciones. Ahora bien, ¿cómo hacer que tal estilo deíctico de enseñanza no termine en el silencio, en una contemplación cuasimística de tal complejidad? Para dar respuesta, el autor vuelve sobre un concepto de lectura –tanto lectura de libros como lectura de mundo- que no consiste solamente en la atribución de significado, sino en un movimiento sin fin –doloroso y placentero- entre la pérdida y la recuperación del control y la orientación intelectual que puede ocurrir en la confrontación con cualquier objeto cultural, siempre que ocurra bajo condiciones de baja presión temporal, es decir, sin que haya una “solución” o “respuesta” requerida de inmediato. De otro lado, argumenta a favor de la co-presencia real en clase en la que el profesor no sólo propicia el encuentro con la complejidad, sino también la interacción en el evento. La función del profesor es la de un catalizador cuya condición está asociada a la presencia física, es decir, a la producción de presencia. Quedarse quieto por un momento: acerca de la Redención. Para concluir esta relatoría, tomaré algunos pensamientos existenciales que me llamaron la atención del diálogo final del autor consigo mismo, y que han sido motivo de reflexión en los días previos a este seminario. La literatura no se trata sólo de significado. Deberíamos hacer una pausa, a veces, y quedarnos quietos en silencio (pues la presencia no va bien con el exceso de palabras). Presencia es el sentimiento de ser la corporeización de algo. El día perfecto es el día recorrido “del mismo modo en que un lago es recorrido progresivamente por una ola, por ese único y en sí breve momento de intensa felicidad que me golpea, mi cuerpo incluído, en determinado momento”. La presencia nunca puede llegar a ser perfecta si se elimina el significado. Pues mientras que el significado nunca emerge, tal vez, sin producir efectos de distanciamiento, también es verdad que no podría estar “ahí” en el sentido pleno de mi existencia, si el significado fuese dejado completamente fuera de la cuestión. Cuando me pregunto cómo llegar al intenso silencio de la presencia, la palabra redención viene a la mente. Imagino la redención como un estado a ser alcanzado a través de la paradoja del éxtasis, es decir, al forzar una relación inicial, una situación de distancia dada, con la esperanza de alcanzar una unión –o mejor aún una presencia-en-el-mundoque al principio parecía estar tan fuera de nuestro alcance como cualquier otro sueño “¿Cómo podemos llegar allí? Acaso eligiendo, preferiblemente en uno de esos días perfectos fuertes sentimientos individuales de alegría o tristeza, y concentrándonos en ellos, con nuestros cuerpos y nuestras mentes; dejando que presionen sobre la distancia entre nosotros (el sujeto) y el mundo( el objeto), hasta un punto en que la distancia pueda volverse, súbitamente, un estado inmediato de estar-en-el-mundo.” Las tecnologías contemporáneas de la comunicación están sin duda cerca de cumplir el sueño de la omnipresencia, que es el sueño de hacer experiencia vivida con independencia del lugar que nuestros cuerpos ocupan en el espacio (y en este sentido, es un sueño “cartesiano”). Pero cuanto más nos acercamos a nuestros sueños de omnipresencia, y cuanto más definida parece ser la subsiguiente pérdida de nuestros cuerpos y de la dimensión espacial de nuestra existencia, más grande se vuelve la posibilidad de volver a encender el deseo que nos atrae hacia las cosas del mundo y nos enreda en su espacio. Nuestro entorno mediático nos ha alienado de las cosas del mundo y su presencia, pero al mismo tiempo, tiene el potencial de traer algunas de las cosas del mundo de vuelta a nosotros. Y si se vuelve de nuevo claro que sentarse a la mesa para la cena (o hacer el amor) no es meramente algo relacionado con la comunicación, no es solamente algo relacionado con “intercambios de información”, entonces puede sin duda volverse importante y ser de ayuda –y no solo para algunos intelectuales románticos- disponer de conceptos que puedan permitirnos señalar aquello que es irreversiblemente no-conceptual en nuestra existencia. A veces me pregunto si nuestras epistemologías predominantes, nuestras epistemologías cotidianas y nuestras epistemologías académicas, no nos afectan con una lógica similar a la de los efectos especiales. La contribución de este pensador es la de afirmar que la herencia cartesiana de nuestra cultura (o culturas) contemporánea (s) no cubre (y nunca cubrirá) la entera complejidad de nuestra existencia. “Quedarse quieto por un momento”, “estar en sincronía con las cosas del mundo” como deseo de la presencia de reconectar con las cosas del mundo y ser sensible, por ejemplo, a las maneras en las que mi cuerpo se relaciona con un paisaje (mientras estoy recorriéndolo a pie) o con la presencia de otros cuerpos (mientras estoy bailando). Finalmente algunas reflexiones del autor sobre el efecto aquietante de las formas escénicas clásicas del teatro japonés: No y Nabuki. Alude a la relación entre estas formas escénicas y el budismo zen, y entre el budismo zen y el concepto de Ser en Heidegger. El zen entiende la “nada” como una dimensión en la que las cosas no son realizadas en formas o conceptos, y por lo tanto como una esfera que está fuera del alcance de la experiencia humana. Los maestros zen enseñan a sus discípulos a resistir a la tentación de pensar la transición de lo que tiene forma, desde la nada hacia lo que cierta tradición occidental llamaría “el mundo cotidiano”, esto es, hacia un mundo estructurado por formas y conceptos; pues si lo informe cruzase jamás tal frontera, entonces tendría que adoptar formas. El No y el Nabuki ponen en escena tal transición y causan un efecto de presencia que impacta directamente en el espectador. Cinco temas (o preguntas) de reflexión, a raíz de la propuesta teórica de Gumbrecht. 1) A la pregunta explícita de Gumbrecht, de ¿por qué la yuxtaposición de ambos tipos de concepto-signo, no se unen en una estructura semántica de mayor complejidad?, no responderíamos que “es un signo de fracaso que prueba que aún no hemos superado la duplicidad ontológica característica de la metáfísica”, sino que propondríamos otras respuestas, afines, obviamente, a nuestros intereses literarios. En lugar de los terceros excluidos en los conceptos de Gumbrecht, propondríamos un paralelo con el tercero incluído de signo, alegoría y símbolo, propuesto en Las estructuras antropológicas del imaginario de Gilbert Durand. Esto nos permitiría reflexionar sobre diversas tomas de distancia con relación al concepto-signo, pues la relación entre significante (lo material) y significado (lo espiritual), o la relación sustancia-forma (Aristóteles), -en términos de lo expuesto por Gumbrecht-, tiene también otras connotaciones. Por ejemplo, la tradición de pensamiento francesa, (por la línea de Bergson, Bachelard, Durand y la denominada Escuela de Eranos), sustituye la arbitrariedad del signo por una similitud interna, por un cierto “aire de familia” que no solo cohesiona al significante y el significado, sino que crea también una coherencia interna entre la imagen y el sentido, o entre lo que Gumbrecht denomina el componente de presencia y el componente de significado. También podríamos pensar en la formulación de otro autor leído en el seminario (Ryan) cuando afirma –refiriéndose a Saussure- que “esta visión de la arbitrariedad ha alimentado la negación posmoderna de que el lenguaje tenga poder para describir una realidad externa”. Esta sería una primera propuesta de reflexión. 2)En contraste con la formulación del Cogito y con la hegemonía de la metafísica en las humanidades y las artes, hay otras teorías que han tratado de devolverle la dignidad ontológica y epistemológica a otras “facultades del alma” o funciones psíquicas, como por ejemplo, la imaginación, con lo cual se abre la posibilidad de poner en primer plano el tema de la sensibilidad corporal de la experiencia estética (tan relevante en la propuesta de Gumbrecht), para ser más específicos, con la tesis de que existe una estrecha concomitancia entre los gestos corporales, los centros nerviosos y las representaciones simbólicas, en la teoría de los imaginarios. La propuesta sería, en últimas, crear un paralelo de afinidades y desencuentros teóricos, que pueda enriquecer el campo de nuestros intereses literarios. 3) ¿Por qué no mirar más atrás en el contexto histórico, y regresar a la fuente, es decir, al modelo de mundo de los griegos? Pensar, por ejemplo, que el modelo antiguo integra la visión sensible (los sentidos) y la abstracción inteligible (el ojo espiritual o el Nous) en la configuración del fenómeno. La oscilación/tensión de Gumbrecht entre efectos de sentido y efectos de significado ¿acaso no se corresponde con la configuración de modelo de mundo de los griegos? Algunos temas para pensar: soma-sema(cuerpo-alma); microcosmos/macrocosmos; la teoría de la armonía de las esferas. 4) Sugerir y comentar imágenes y conceptos que puedan ayudarnos a aprehender componentes no interpretativos de nuestra relación con el mundo. El efecto de presencia en las formas cambiantes de las nubes mientras se observa el paisaje; el espacio de fuga de un animal en la proximidad de nuestro cuerpo, la coreografía en la danza, las asanas en el yoga, el don de la ubicuidad en la literatura, el efecto anímico y corporal de la música…. 5) La poesía como efecto de presencia. Ya se citaba el poema de Mallarmé… pensar en Girondo, por ejemplo, o en los poemas que según Gadamer deben ser cantados, o en el Arte poética de Borges como efecto de presencia y efecto de significado.