Posconflicto y Fuerzas Militares

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Posconflicto y Fuerzas Militares
(UIS-Bucaramanga, 12 de diciembre de 2014)
El tema asignado para esta presentación en la invitación que recibí de esta Universidad es
complejo y ante todo especulativo, al igual que todos los que se relacionan con un eventual
posconflicto. Sin embargo, trataré de ceñirme a la realidad al tener en cuenta las
posibilidades que existen hacia el futuro y mi conocimieto sobre la materia. Al respecto, la
probabilidad más cercana para el país –ojalá que así sea– es la culminación del proceso
destinado a acabar con la violencia política entre el Estado y las guerrillas.
Esta charla la he dividido en tres partes. La primera se dirige a recordar algunos
acontecimientos puntuales de carácter histórico que han afectado al país –y en especial a la
Fuerza Pública–, ya que han traído consecuencias negativas que es necesario corregir para
abordar nuevas conductas orientadas hacia una paz que sea sostenible, lo que ahorraría
tiempo, recursos y problemas para la solución del conflicto armado y las demás violencias
arraigadas en la sociedad.
La segunda parte se orienta a mirar aspectos que condicionan en forma permanente las
actividades de la Fuerzas Militares, cuya importancia radica en que se convirtieron en
supuestos cuyo contenido no se cuestiona por parte de sus miembros. Si no se encuentra
una manera eficaz de romper con esos condicionantes, el proceso de decantación de las
negociaciones con las guerrillas tendría complicaciones que lo pondrían en riesgo.
La tercera y última parte indica cambios que convendría hacer en la Fuerzas Militares una
vez terminado el conflicto armado interno –que es el que se identifica con la violencia
política–, con el fin de hacer más viable la terminación de las demás violencias
organizadas. En esta parte se consideran también cambios en la Policía Nacional, con el fin
de consolidar un ambiente de convivencia ciudadana en la sociedad.
Inicio la primera parte señalando que la época conocida como “La Violencia”, desde
mediados de los años cuarenta hasta mediados de los sesenta del siglo pasado, en la que se
enfrentaron los dos partidos tradicionales –el Liberal y el Conservador–, involucró también
a los militares. Esta época trajo consigo, de manera caótica, el comienzo de una
modernización capitalista sostenida de la sociedad. Los rezagos inmediatos de La
Violencia, unidos a los efectos de la emergente Guerra Fría, facilitaron el surgimiento de la
subversión guerrillera. Con ella se materializó el “enemigo interno” –término derivado de
las visiones militares del comunismo internacional– con el que se enfrentaron los militares.
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Sucesivas y notorias omisiones y deficiencias en las decisiones políticas de varios
gobiernos –incluida la ausencia de políticas sociales efectivas para disminuir la exclusión
social y sus desigualdades– llevaron a los militares a confrontar a las guerrillas de manera
poco eficiente, lo que permitió su fortalecimiento. Esta situación indujo a que el tradicional
y extendido latifundismo conformara –con el apoyo de sectores castrenses– grupos de
paramilitares para ayudar a enfrentar a la subversión. Los paramilitares ganaron
independencia mediante el respaldo de políticos regionales y la expansión del narcotráfico,
estimulado por las condiciones favorables existentes en la sociedad, lo que llevó a una
mayor degradación tanto de paramilitares como de guerrillas.
La falta de experiencia de los gobiernos en el manejo de los procesos de paz –iniciados en
1982– llevó a que –con contadas excepciones– no tuvieran éxito, con lo cual no sólo se
fortaleció la subversión, sino que la Fuerza Pública quedó atrapada entre decisiones
políticas equivocadas y el auge guerrillero. Un mayor involucramiento de Estados Unidos
en la política colombiana fue el corolario de esta crítica situación, motivada en esencia por
la errada política prohibicionista de ese país contra las drogas, como se ha demostrado en
diferentes estudios. El Plan Colombia fue su consecuencia más visible, con efectos
ambivalentes durante su diseño, aprobación y ejecución. Por una parte, trajo consigo una
positiva reforma militar más adecuada para la guerra irregular, en un territorio
regionalizado como pocos entre los países de Ameerica Latina. Pero, por otra parte, indujo
mayores decisiones políticas internas condicionadas por los gobiernos de Estados Unidos.
Este proceso desembocó en el prolongado gobierno del presidente Uribe, el cual –sobre la
base de las acciones criminales de guerrillas degradadas– desconoció el conflicto armado
interno al calificarlo como amenaza terrorista, indujo un odio visceral contra las Farc por
parte de la opinión pública y planteó la necesidad de su exterminio. De esta manera, las
percepciones de la opinión pública nacional quedaron condicionadas a una malsana
polarización política inclinada a favor del Presidente, máxime cuando la promesa oficial de
aniquilar a las Farc no se logró cumplir, aunque sí redujo de manera significativa su
capacidad militar, lo que sirvió de base para promover la reelección presidencial de Uribe.
Aunque la aprobación legislativa de la segunda reeelección presidencial fue declarada
inexequible por la Corte Constitucional, los ocho años de gobierno de Uribe y su intento de
introducir el caudillismo en Colombia –uno de los pocos países de la región excento de
este fenómeno–, además de polarizar a la opinion pública con mayorías a su favor, cautivó
también a los militares. Esta situación indujo al actual gobierno del presidente Santos a
gobernar condicionado por la sombra del neocaudillo –y ahora senador–, en medio de un
peligroso y ambivalente juego soterrado de sectores castrenses que apoyan la agresiva
política contra el proceso de paz por parte de Uribe y su partido el Centro Democrático. La
permanencia del ministro Pinzón en su cargo obedece a que a Santos le conviene tenerlo
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como amortiguador de esta situación crítica, dada su historia personal y profesional. Pero
esta permanencia ha sido ambivalente dados los mensajes contradictorios del Ministro
acerca de las negociaciones de La Habana. Por su parte, el rechazo oficial a negociar un
cese bilateral de ostilidades no sólo es para evitar un eventual fortalecimiento guerrillero y
el peligro que implica para el proceso cualquier ruptura al respecto, sino también para
contrarrestar la andanada uribista y de sus seguidores contra el proceso de La Habana.
Las acciones de la violencia organizada en Colombia no han cesado a lo largo de su vida
republicana, lo que ha impedido que el Estado pueda calificarse de moderno, ya que no ha
logrado el monopolio del uso legítimo de la fuerza de acuerdo con la definición de Max
Weber. La Fuerza Pública siempre ha competido con grupos armados internos de carácter
privado, mientras que –por fortuna– los conflictos armados con otros países no han pasado
de ser meras escaramuzas. Aunque con crecimiento sostenido en tamaño y recursos a partir
del Frente Nacional (1958-1974), el Estado no se ha fortalecido en términos políticos, lo
que se ha convertido en un círculo vicioso.
En las últimas décadas, los conflictos armados entre los países han disminuido, pues a raíz
de los horrores producidos por las dos guerras mundiales fue creado el organismo de
Naciones Unidas con el objetivo de preservar la paz. El ascenso de la diplomacia debilitó la
tendencia a identificar como “enemigos naturales” a los Estados vecinos. En los Estados
democráticos modernos los ejércitos hacen parte del Estado, como garantía para la
seguridad nacional y último recurso para situaciones en las que no opere la diplomacia.
Esta síntesis de acontecimientos puntuales relativos al tema que nos convoca, ocurridos a
lo largo de las últimas seis décadas, es necesaria para mostrar –en la segunda parte de esta
presentación– efectos ideológicos cuasi-estructurales destacados que se desarrollaron
durante este tiempo en la mentalidad militar, en especial en los últimos cinco lustros.
Además, su identidad profesional está condicionada por lo que se conoce como “espíritu de
cuerpo” –propio de todos los ejércitos–, como elemento de cohesión necesario para lograr
mayor eficacia en la lucha armada colectiva, que es inherente a estos cuerpos armados.
Entre los aspectos presentes en la mentalidad militar sobresalen los siguientes. El más
visible es la percepción de casi cualquier situación que se relacione con la profesión militar
–no solamente en el combate, que es connatural a la profesión, sino también en otras
situaciones– a través de una lente amigo-enemigo. En otras palabras, se creó un enemigo
virtual que persiste en casi toda situación de la vida militar. En este sentido, existe una
visión polarizada que percibe dos bandos antagónicos permanentes: uno, que es el de los
demás, y otro, que es el propio. Esta polarización se considera, además, como si se
estuviera siempre en un ambiente bélico, al expresarse con el término de “guerra”. De esta
manera, hay una “guerra política”, que se percibe en muchas decisiones de política pública.
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En todas ellas se escudriña –de manera prevenida– para indagar si incorpora elementos
cuyo objetivo sería afectar a las instituciones castrenses. Es obvio, por su naturaleza, que
toda decisión política no es neutra y por consiguiente tiene efectos diferenciales en el
conjunto de la sociedad. Pero de ahí a ver con frecuencia una distorsión en contra de la
institución hay una notoria diferencia.
Este caso no es sino uno entre varios. En efecto, se afirma también que hay una “guerra
jurídica” –aún en este campo donde prima casi siempre el Estado de derecho–, pues existe
una tendencia a ver una inclinación en contra del estamento militar. Además, se percibe
una “guerra mediática”, que es más fácil de detectar en campos como el de opinión, ya que
en ellos predominan las ideologías y sus posiciones críticas, con frecuencia calificadas
como de izquierda por los militares. Entre sus opiniones –y en la de sus intelectuales
orgánicos, tanto civiles como militares– también aparece la “guerra no armada” y otras
cuantas, que tienen como común denominador un escenario mental bélico de opinión
polarizada, no sólo en ambientes privados y profesionales, sino también en los públicos.
Pero el problema va aún más allá, que es lo que permite definirlo como situación cuasiestructural, es decir, con tendencia a permanecer en el tiempo, lo que hace más difícil que
pueda modificarse para el caso que nos ocupa, como preludio necesario –aunque no
suficiente– para tener un ambiente propicio para la finalización del conflicto armado. Por
eso es indispensable trabajar de manera colectiva y en forma sistemática en esta dirección,
si queremos tener un país en el que la ciudadanía de una misma sociedad no se vea entre sí
como enemigos sino como compatriotas.
Este ambiente bélico se proyecta también en términos institucionales. Por eso se habla de
“guerra de organizaciones”, en la que unas pertenecen al bando contrario (¿el enemigo?) y
otras al propio. Un ejemplo pertinente es el del revivido Consejo Nacional de Paz. Como
esta entidad fue producto de una ley –la 434 de 1998– expedida durante el gobierno de
Ernesto Samper, sectores castrenses consideran que en la composición de este Consejo
predomina la ideología comunista, representada por ONG y otras instituciones de la
sociedad civil (habría que recordar acá la férrea oposición militar al gobierno de Samper).
La decisión del actual gobierno de revivir este consejo, para darle mayor participación a la
sociedad en el proceso que se adelanta en La Habana –y en el que podría comenzar con el
ELN– es vista –en general– de manera negativa por los militares.
Pero hay un caso particular que sobresale en la polarización del pensamiento políticoideológico predominante en el ambiente castrense. Se trata del sensible y, en buena parte,
incontrolado sector de la inteligencia militar, que es uno de los efectos negativos del rápido
crecimiento de la Fuerza Pública durante los últimos tres lustros. El ejemplo más conocido
por la opinión pública de esa falta de control son las contradicciones en que cayeron
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distintos sectores del Gobierno Nacional cuando se denunció el escándalo en el caso de la
oficina de inteligencia “Andrómeda”.
En diferentes sectores de inteligencia militar se evalúa la “guerra de inteligencia
estratégica”, en la que los actores se dividen en amigos y enemigos. Naturalmente que los
amigos son los de las propias instituciones y –con frecuencia– los demás son del bando
opuesto, es decir, los enemigos. Tal maniqueísmo limita sobremanera la lectura de
cualquier situación que se estudie, con consecuencias peligrosas por sus efectos
distorsionantes sobre decisiones que se tomen para adelantar operativos armados sobre
tales bases de análisis e información.
Para no extenderme más de lo necesario, menciono sólo un concepto adicional utilizado en
el argot militar, que podría ser ambivalente. Se trata de la denominada “construcción de la
defensa prospectiva”. En efecto, sería ideal si se planteara desde ahora una defensa hacia el
futuro en una situación de posconflicto. Pero si se mira dentro del contexto que se ha
expuesto –que es lo más lógico de pensar–, es decir, con actores similares a los de ahora,
sería una limitación adicional para cambiar la mentalidad sesgada que se discute. ¿Cómo
hacer, entonces, para ambientar el anhelo ciudadano de paz en un sector esencial del
Estado, que es el encargado de llevar a cabo las acciones armadas, si el problema descrito
completa ya seis décadas de desarrollo?
Todo lo que ha acontecido durante este largo tiempo parece indicar que la mejor ruta para
tomar este camino es eliminando la violencia política, sin que esto lleve a que desaparezca
la violencia en general. Pero habría que tener en cuenta al respecto que en el país la política
ha estado mediada por la violencia a lo largo de su historia republicana. En otras palabras,
la política ha sido el factor principal de reproducción de la violencia organizada y por eso
hay que acabar con esta mediación malsana. Y la mejor manera de hacerlo es fortaleciendo
el Estado en términos politicos, es decir, logrando que monopolice el uso legítimo de la
fuerza, acabando inicialmente con la violencia política.
A partir de ese primer paso, sería más viable que el Estado se enfocara con éxito en acabar
con las demás violencias organizadas. Por más arraigadas que estén en la sociedad es
factible eliminarlas, ya que carecen de esa constante de reproducción que es la política.
Pero lo que no es posible es acabar con la política –como pretenden quienes se consideran
anti-políticos–, ya que esta actividad es la esencia misma de cualquier sociedad, pues jamás
se acabarán las desigualdades sociales, que son las que han nutrido la política a lo largo de
la historia universal. Naturalmente que esas desigualdades sí pueden –y deben– estrecharse
para lograr una mejor democracia, además de limitar así la corrupción.
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La tercera y última parte de esta presentación es la que se refiere en forma directa al tema
que nos convoca: “posconflicto y Fuerzas Militares”, al que se le ha adicionado la Policía
Nacional, como mencioné al comienzo. En otras palabras, conviene plantear más bien el
problema como “posconflicto y Fuerza Pública”.
Se puede iniciar el tema afirmando que desde hace varios años el gasto militar viene en
ascenso. Este rubro aumentó poco a poco al unísono con las mayores derrotas de los
militares frente a las guerrillas, ocurridas en los dos últimos años del gobierno de Samper,
y con la reestructuración militar forzada por Estados Unidos y la ayuda de ese país a través
del Plan Colombia durante el gobierno de Pastrana. Pero, luego, ese gasto se encumbró.
Según datos del Ministerio de Defensa, de 2.8% del PIB en 1994, se pasó a 5.2% en 2009.
Gran parte de ese crecimiento se debe al aumento de efectivos de la Fuerza Pública. Al
comenzar el prolongado gobierno de Uribe, en 2002, sus efectivos eran de 313.406. De
éstos, 203.283 correspondían a las Fuerzas Militares y 110.123 a la Policía Nacional. Al
finalizar ese gobierno, en 2010, la Fuerza Pública había aumentado a 426.014 efectivos:
267.629 en las Fuerzas Militares y 158.385 en la Policía Nacional. En 2010, tales cifras
fueron superadas en la región por poco margen solamente por Brasil.
El problema de los recursos militares volvió a ventilarse en el presente año por motivo de
un informe del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI).
Según este organismo, en 2012 el gasto militar en el país fue poco más de 21 billones de
pesos, y en 2013 aumentó 13%, hasta llegar a 24 billones. Esa cifra duplica y supera los
10.6 billones de pesos gastados en 2004.
El mismo organismo señala además que el país de la región que destina más dinero al
sector militar como porcentaje del PIB es Colombia, seguido por Chile, Ecuador, Brasil,
Venezuela y Uruguay. Y añade que los gastos militares incluyen compras e inversiones en
rubros como Fuerzas Armadas, agencias gubernamentales de defensa, entrenamiento y
equipos para operaciones militares. También tiene en cuenta pensiones y seguridad social
a miembros activos y en retiro y sus familias, mantenimiento de equipos, construcciones e
investigaciones militares y servicios médicos.
Por su parte, las guerrillas de las Farc y el ELN cuentan hoy con el menor número de
efectivos en las últimas dos décadas. Por eso, para combatirlas no se necesita del aparataje
militar que surgió a partir de la reforma adelantada durante el gobierno de Pastrana. Y
tampoco se requieren ajustes estratégicos para enfrentarlas, ni incremento de recompensas
por información y dádivas por deserciones, como ocurrió hace algunos años.
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Pero lo que sí necesita la actual situación, sobre todo en un eventual posconflicto, es una
reducción de las finanzas y los efectivos de las Fuerzas Militares, amén de la supresión del
servicio militar obligatorio. Sin embargo, con sólo mencionar esa necesidad de reducción
aparecen variadas y enconadas resistencias. Sin embargo, esas resistencias se moderarían
si las negociaciones con las Farc –y ojalá con el ELN– culminaran de manera exitosa.
Entre los gastos que podrían reducirse se destaca el equipamiento militar que requiere
ahora una guerra irregular, pues sus costos son enormes dada la sofisticación del
instrumental en que desembocó la confrontación armada, como son los helicópteros, los
aviones y los numerosos aditamentos de última generación para el combate.
Quienes defienden el tamaño que ostenta el campo militar no tienen en cuenta el espiral de
gastos si el conflicto armado se prolonga más allá de un plazo prudencial, pues
aumentarían las dificultades para su solución. El problema mayor, por supuesto, sería el
aumento de muertos provocado por el conflicto. Pero al mirar tal espiral de gastos, basta
mencionar un par de ejemplos. Crecerían más los enormes costos de prestaciones sociales
acumuladas durante los tres lustros de crecimiento del número de militares –en servicio
activo y en retiro– y también el número de jóvenes pensionados por causa de lesiones
producidas por las “minas quiebrapatas” usadas por las guerrillas. Además, si el conflicto
se prolonga, se profundizarían aún más las resistencias que provocaría una decisión de
reversar –o tan siquiera frenar– el crecimiento militar.
La resistencia más vociferante es la promovida por la actitud recalcitrante de militares de
la reserva activa –o en uso de buen retiro–, que han sido alborotados por el radicalismo
uribista. Y en el campo de quienes están en servicio activo, habría que considerar también
las resistencias soterradas, en especial el “juego sucio” que se ha detectado en los servicios
de inteligencia militar con la filtración de información. También, el peso que ostenta la
ideología distorsionadora del “espíritu de cuerpo”. De por sí, esta ideología es de
naturaleza conservadora en cualquier ejército del mundo.
Pero este conservadurismo se ha incrementado con la prolongación del conflicto armado.
Los mandos expresan la necesidad de mantener el pie de fuerza y su equipamiento para
garantizar la seguridad de la patria en todos sus rincones. Es una forma de considerarse la
esencia misma del Estado. Además, la destructiva polarización del país –inducida por el
gobierno anterior y alimentada por el fanatismo derivado de la orfandad del poder–
continúa pesando en el imaginario nacional. Por eso, la ubicación tradicional de la
ideología política del país hacia la derecha se ha inclinado aún más en los últimos años.
Al entrar a mirar ahora el problema de la seguridad en términos globales, puede afirmarse
que, si se prolonga el conflicto armado, sería más complicado someter los rezagos de los
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‘paras’ y las guerrillas reacias a desmovilizarse, además de las bandas que se alimentan del
narcotráfico, la minería y el clientelismo político y su corrupción. Así mismo, se
dificultaría aún más la esquiva solución del problema de la inseguridad ciudadana.
Pero si se llega a una solución negociada del conflicto, podrían diseñarse estrategias en las
que el componente represivo sea uno entre muchos que se consideren necesarios. Allí, la
Policía tendría un papel más acorde con su naturaleza. Y con respecto a los militares,
podrían evaluarse mejor las funciones que más les convendría cumplir en la nueva
situación, además de la tradicional de mantener la seguridad nacional hacia el exterior.
Pero en este campo hay que tener en cuenta que, ahora, las amenazas son más difusas y
trasnacionales, y por lo tanto más difíciles de ubicar en un plano nacional definido. Sin
embargo, la disminución de efectivos militares podría ser pausada, a medida que se acabe
con las bandas organizadas –bacrim– que recibirían el peso de operaciones coordinadas
entre militares y policías. Y, además, con los recursos liberados sería más factible
encontrar nuevos campos de ocupación estable, en especial para los numerosos mandos.
En cuanto al problema de la Policía Nacional, el asunto es distinto. Pese a tener alrededor
de 170.000 efectivos, no cuenta con capacidad suficiente para cumplir con la tarea de
garantizar la seguridad ciudadana, lo que requeriría un aumento de su pie de fuerza, pero
no de cualquier manera. Un eventual rediseño policial se centraría en el álgido problema
de la seguridad ciudadana, que es propio de una policía moderna por su carácter cívico y
urbano. La delincuencia común, tan extendida a causa del desempleo y la exclusión social,
sería su objetivo central. Pero en el posconflicto subsistiría la delincuencia organizada, que
podría aumentar si no se maneja de manera adecuada la desmovilización de las guerrillas.
Para ello, un rediseño de los Escuadrones Móviles de Carabineros, ampliándolos y
fortaleciéndolos, se orientaría hacia la seguridad de las dispersas y abandonadas áreas
rurales, con eventual apoyo de las FF.MM. según requieran las circunstancias.
No obstante, la Policía arrastra el lastre de su militarización, que no se ha subsanado tras
reformas parciales durante varias décadas. Esta situación ha impidido que la Policía tenga
una identidad acorde con lo que de manera adecuada señala la Constitución: un cuerpo
armado de naturaleza civil. Además, la Policía es en gran medida una “rueda suelta”
institucional del Estado con gran poder. Este hecho plantea un problema que requiere de
una solución duradera que genere efectos políticos eficaces de integración nacional.
Para corregir esta ambivalencia de la Policía, habría que adelantar profundos cambios.
Sería conveniente entonces suprimir su dependencia del ministro de Defensa, como se
estableció en 1960, –no del Ministerio, como se cree– y adscribirla al Ministerio del
Interior para que deje de ser esa “rueda suelta”. Esta reforma sería el paso más importante
para continuar con el proceso de desmilitarización de este cuerpo civil armado, lo que
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permitiría redefinir sus funciones sin interferencias de sectores castrenses que, pese a
menospreciar a la Policía, se sienten con mayor fortaleza al considerar que cuentan con
mayor pie de fuerza al ver que esta institución hace parte de su entorno profesional.
Pero el Ministerio del Interior es una institución débil en términos políticos, lo que
contradice su razón de ser: es el ministerio de la política. Este problema contribuye a
debilitar aún más la frágil y ambigua relación entre el nivel nacional del Estado en el
Ejecutivo y los niveles regionales y locales. En varias regiones, estos dos niveles han sido
“capturados” por grupos delincuenciales con vínculos políticos, limitando su posibilidad
de mostrar siquiera el funcionamiento formal de una democracia liberal. Por eso, el
autoritarismo sobresale en los niveles regional y local del Ejecutivo en buena parte del
territorio nacional. Y la mejor manera de comenzar a corregir esta anomalía es reformando
el Ministerio del Interior para fortalecerlo, con el fin de que puedan articularse de manera
eficaz esos tres niveles, e incluso que su articulación se proyecte en asambleas
departamentales y concejos municipales, como entes coadyuvantes de la administración.
Pero para que tenga “dientes”, esta reforma debe incluir la de la Policía Nacional, lo que
permitiría que esta institución comience también a corregir sus problemas.
Según la Constitución, los alcaldes de los municipios son los jefes de policía en sus
localidades. Con el traslado de la Policía al Ministerio del Interior habría la posibilidad de
articular en forma directa al Ejecutivo central con los niveles regionales (departamentos y
gobernaciones) y con los locales (municipios, alcaldías e inspecciones de policía). La
Policía tendría así menos autonomía relativa con respecto a estos dos niveles, pero ante
todo frente al nivel nacional del cual dependería. Ello facilitaría el cumplimiento de su
función primordial de garantizar la seguridad ciudadana.
Para finalizar esta presentación retomo el eje inicial de la discusión. No hay duda de que
las Fuerzas Militares constituyen el problema central de los necesarios cambios
institucionales de la Fuerza Pública para una nueva situación. Su proceso de solución será
largo y complejo, aún después de decantarse una eventual desmovilización guerrillera. De
ahí que sea fundamental que el gobierno central busque abandonar sus ambivalencias,
sobre todo frente a las discimiles y dispersas organizaciones de la sociedad civil, para que
tengan un norte que no sea el de los intereses corporativos que han sido los predominantes.
Al respecto, el gobierno central debe implementar una política unificadora, pues sin ella la
refrendación de los eventuales acuerdos a que se llegue con las guerrillas podría colapsar.
Por su parte, la dispersa acción de los medios de comunicación, que van al vaivén de “la
chiva”, debería concentrarse en unificar el camino hacia la convivencia ciudadana, con el
fin de contrarrestar la maleabilidad propia de la opinión pública. Y en este proceso es
importante no dejar como ruedas sueltas a las redes sociales, que van al ritmo de intereses
de quienes se consideran poseedores de verdades reveladas.
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Buena parte de la política de unificación de las dispersas tendencias que afectan a la
opinión pública debería orientarse hacia las Fuerzas Militares, con el fin de frenar al menos
las prevenciones sobre su futuro una vez solucionada la violencia política. Por eso es
indispensable recordar las transformaciones que han comenzado a operar en su entorno
inmediato. Es el caso de los cambios estratégicos por innovaciones en armamentos,
crecimiento acelerado de la población, urbanización desbocada, amplia globalización y
realce de la diplomacia y los organismos multilaterales. Sin la existencia del conflicto
armado esos cambios no serían traumáticos sino progresivos y fluidos.
Además, la necesidad de reorientar la política económica neoliberal, frente a los inmensos
recursos que requiere un posconflicto que pretenda ser sostenible, podría entenderse mejor
sin el conflicto armado y su derroche presupuestal incontrolado. En esta tarea prospectiva
cabrían funciones militares alternativas que comiezan a vislumbrarse. Un ejemplo al
respecto es la defensa de la naturaleza, cada vez más amenazada y –lo más grave– con
tendencia a que se extienda a la especie humana. Además, la defensa nacional es un
concepto que, para los tiempos que se vienen, tendrá que redefinirse para beneficio del
estamento militar. Un camino sosegado, sin violencia política, es el que sin duda le
conviene más a nuestra Fuerza Pública y, naturalmente, a la población colombiana.
El conjunto de problemas señalados en esta presentación es en su esencia de carácter
político, es decir, de manejo de discímiles poderes presentes en la sociedad. Pero en ellos
hoy no cuentan cientos de sectores sociales excluidos. Sin embargo, para que algún día
esos sectores tengan “voz y voto” en una nueva nación incluyente, es necesario primero
acabar con la vigencia de la violencia política –hoy degradada–, que ha traspasado la
historia republicana de este país descoyuntado en términos geográficos, económicos,
políticos y culturales. Por eso, se requiere comenzar desde ya este arduo y largo proceso
de integración nacional.
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