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CIUDADANÍA, IDENTIDADES NACIONALES, INMIGRACIÓN Y
RESPUESTA DEMOCRÁTICA
José Antonio Sanz Moreno
Resumen:
El Estado constitucional-democrático ya no puede aferrarse a la identificación entre
ciudadanía y nacionalidad. Los desafíos de los nacionalismos minoritarios y de la
inmigración masiva precisan una ciudadanía multinivel que busca la inclusión de una
pluralidad identitaria consustancial a las sociedades del siglo XXI. No sirve de nada
seguir inmersos en un reduccionismo doctrinal que postula que cada nación, como
titular de la soberanía, necesita tener su Estado, y, su correlato, cada Estado debería
estar conformado por una única nación. Ni la nación es un sujeto político, vivo y
volitivo, ni la soberanía ese poder irresistible en el interior e independiente en el exterior
que postularan los clásicos. De ahí la necesidad de respuesta, desde el Estado
constitucional, a los retos de identidades plurales en individuos y comunidades: de un
lado, autodeterminación interna, como autogobierno y/o autonormación, para los
nacionalismos minoritarios, y, en su caso, posible articulación de la llamada
autodeterminación externa, como camino a transitar hacia la secesión; de otro, derechos
de los inmigrantes, en especial el acceso a los derechos políticos, y, con ello,
modulación incluyente del concepto de ciudadanía y de la atribución de la nacionalidad.
Y todo esto teniendo presente que una visión meramente procedimental del modelo no
sólo pone en peligro la resolución de los desafíos identitarios a la homogeneidad
nacional dominante, sino que impide el desarrollo de una “sociedad democrática
avanzada”.
Palabras clave:
Ciudadanía democrática, Estado constitucional, autodeterminación interna y externa,
inmigración, nacionalidad, democracia procedimental y democracia sustantiva.
Sumario:
1. Concepto moderno de ciudadanía y su identificación nacional; 2. La nueva
ciudadanía y sus desafíos; 3. Minorías nacionales y derecho de autodeterminación
(interna y, en su caso, externa); 4. La inmigración extranjera y su inclusión; 5.
Respuesta democrática.
1. Concepto moderno de ciudadanía y su identificación con la nacionalidad.
El concepto de ciudadanía debe ser revisado desde su correcta plasmación
democrática. Para ello, tenemos que analizar su vinculación con la idea de nacionalidad
y, también, su reciente transformación. Pero antes necesitamos formular una pregunta
previa: ¿realmente tiene sentido seguir utilizando el concepto de ciudadanía? La
respuesta no puede ser más que afirmativa. Si en la teoría política y el derecho
constitucional seguimos manejando categorías tan discutibles como soberanía e
independencia, nación y voluntad popular, cómo vamos a poder prescindir, aún con sus
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diferentes dimensiones y contradicciones, de un término tan cargado de acentos
positivos como el de ciudadanía.
La presión sobre el Estado-nación, tanto por arriba (globalización e integración
en organizaciones transnacionales) como por abajo (recuperación de lo local y cesión de
soberanía), sigue sido muy fuerte, y, sin embargo, a pesar de sus prematuras
defunciones doctrinales, el modelo nacional continúa siendo el paradigma dominante.
Con todo, mantener inalterables los conceptos del siglo XIX para explicar los cambios
del XXI oculta una realidad que no pueden describir. Pero ¿significa esto que podemos
superar el modelo de ciudadanía nacionalizada? Incluso admitiendo la necesidad de
rechazar los reduccionismos que enlazan excluyentemente la ciudadanía con una
concreta nación, no lo creo. De ahí nuestra apuesta: definir cuál sea el concepto
moderno de ciudadanía, reformular su acepción, en su comprensión de la realidad
plurinacional y del crecimiento exponencial de la población inmigrante, y, tras ello, ver
su incidencia para la mejor realización de la democracia.
Vayamos por partes. Hoy, el concepto de ciudadanía nos sirve: a) para repensar
el pasado y sus diferentes formas de dominación: relaciones entre gobernantes y
gobernados, los que mandan y los que obedecen; b) para modular el presente de los
Estados-nación en su adecuación a los nuevos tiempos: nacionalidad y ciudadanía como
términos identificados o su desvinculación; c) y, también, para vislumbrar cómo
afrontar el futuro en un mundo más solidario y justo. En el pasado no nos vamos a
detener: dejando a un lado los modelos clásicos y el legado medieval (Pocock 1995: 2952), nos referiremos únicamente a la ciudadanía del Estado moderno y a su
determinación paradójica dentro de un modelo liberal que también se concibe en su
construcción nacional. Respecto al presente, destacaremos como la ciudadanía se
convierte en el centro de todas las miradas: los desvaríos del siglo XX con su alianza de
sangre y tierra hacen imprescindible romper con el nacionalismo más étnico y
recomponer un nacionalismo de valores cívicos. De ahí que las propuestas de
reconstrucción de la ciudadanía rechacen la vuelta a la caverna de la nación biológica.
Pero, para proyectarnos hacia el futuro, debemos preguntarnos si podemos avanzar
hacia un modelo de democracia que permita la inclusión de todos y la búsqueda de su
participación política.
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Los desafíos a los que nos enfrentamos, y dejando al margen otros 1, podrían
centrarse en dos: 1.º Grupos de dentro que anhelan más autogobierno e incluso una
parte, más o menos significativa, de sus miembros, puede buscar un fuera (minorías
nacionales territorializadas y su derecho de autodeterminación interna y, en su caso, vías
para proceder a la autodeterminación externa, es decir, a la secesión del Estado anterior
y los cauces para la formación del propio); 2.º Grupos que se mantienen fuera (en
especial, de los derechos políticos), cuando ya se encuentran dentro (inmigrantes
extranjeros con residencia, estable y continuada, y sus derechos individuales, colectivos
y multiculturales). Pero veamos, primero, el concepto de ciudadanía manejado y su
revisión, para después afrontar los problemas planteados en la transformación de la
democracia.
La ciudadanía moderna se consolida junto al proceso de formación del Estado,
liberal y nacional. De ahí que nazca como el status personal que confiere derechos y
obligaciones, pero también como la respuesta a la legitimidad política que establece la
pertenencia e identificación de todos sus miembros dentro de la comunidad nacional. La
naturaleza dual del Estado, liberal (derechos inviolables del hombre por el hecho de
serlo), y nacional (reconversión de la idea de hombre universal en ciudadano particular
y, con ello, su determinación identitaria dentro de una concreta nación), se funden en un
proceso de construcción institucional y política que persigue la unidad del poder y del
derecho a partir de la homogeneidad de la población que encuentra bajo su dominio
territorial. Esta fusión logra su doble objetivo: a) del lado liberal, la limitación del
poder, que no busca definir pero que dice dividir en la triple distribución clásica con el
silogismo racional kantiano (el Estado tiene como fin la salvaguarda de los derechos del
individualismo, aislado y propietario); b) del lado nacional, el vinculo inexorable entre
ciudadanía y nacionalidad, que busca ocultar las diferencias, negando su existencia a
través de la asimilación de todos los miembros dentro de la nación homogénea (o
técnicas aún más rápidas y execrables) 2.
1
Dejamos fuera otros muchos problemas: la resolución de las desigualdades históricas, dependiendo del
grupo humano al que quedamos adscritos (género, orientación sexual, discapacidades, etc.) y, también, la
más evidente y lacerante: la desigualdad económica en una sociedad estratificada en distintas clases,
según la renta de partida.
2
“To overcome this diversity, nation-building in the past involved some or all of the following: genocide,
forced mass-population transfers, coerced assimilation, and domination and control by the ruling group.
With most states being formed through war and conquest, indigenous peoples and minority national,
religious, ethnic, and linguistic group have all suffered from these sorts of oppression, as have later
immigrant minorities” (Bellamy 2008: 71).
54
La materia sobre la que trabaja el Estado – la nación y su identidad colectiva - ha
ido cambiando desde su formulación moderna. El pueblo, convertido en sujeto
colectivo, activo y volitivo, se llamó nación y como ente informe necesitó precisar la
forma y así aparece su Estado. La irresoluble antinomia sobre la que se asienta la
construcción del Estado – de un lado, su presupuesto liberal, de individuos libres que
pactan socialmente la formación, límites y fines del Estado; de otro, su fundamentación
nacional, con la existencia de un sujeto colectivo con voluntad política que diluye al
individuo en su acción y representación total – tuvo su salida, tanto doctrinal como
histórica, con la consolidación y los excesos del Estado-nación.
La ciudadanía reniega de su comprensión etimológica, como adhesión a la
ciudad de origen y se realiza en su identificación con la nacionalidad de un Estado
concreto; y, así, el individuo se subsume en la comunidad política que lo define y
transciende. La ontología monista del Estado encontró en la nación el sujeto colectivo
que sucedía al Rey como detentador del poder, pero al hacerlo también recogió todo el
arrastre teológico de la unificación del poder en un solo soberano: la masa de individuos
dispersos se convierte en un pueblo que, con conciencia existencial de su realización
nacional, se proyecta como sujeto político homogéneo con voluntad propia.
La ciudadanía moderna no significó sólo la igualdad del nos, sino la separación
y exclusión del ellos. La igualdad ante la ley, como norma general característica de un
liberalismo que no admite los privilegios de la sociedad estamental, también conlleva la
identificación entre los hombres de una determinada clase social en su toma del poder
político: la burguesía con la nación y el burgués como ciudadano auténtico y, por ello,
el único activo en lo político. Pero esa igualdad tiene su reverso amargo; la exclusión
del resto, se encuentren dentro pero tutelados (menores e incapaces; y, también, mujeres
y clase trabajadora, como ciudadanos pasivos) o sean de fuera (los extranjeros, como
ciudadanos o súbditos de otros países). El proyecto de emancipación del humanismo se
conjuga como instrumento de igualación exclusivo y excluyente: privilegio de los
menos (el hombre, blanco y propietario); yugo del resto (ya sean de dentro, pero
dependientes; ya se les llame de fuera, aunque se encuentren dentro, los nuevos
metecos).
Así, pues, las diferentes dimensiones de la ciudadanía – institución jurídica que
determina derechos y deberes; vinculo personal de pertenencia compartida con una
colectividad singular; e instrumento para la participación política – se resuelven en un
55
modelo nacionalizado en el que cada una de ellas viene predeterminada por la inserción
en una nación, soberana y absoluta.
La paulatina expansión de la ciudadanía política a segmentos sociales
anteriormente apartados – sufragio universal masculino como resolución del choque con
la clase trabajadora y del peligro real de revolución proletaria; voto femenino como
salida a la desigualdad de género y a la reclusión ideológica de la mujer en la esfera
doméstica; reducción de la edad de tutela como igualación de la juventud a la madurez
política- disminuye los privilegios anteriores, pero siguió sin dar respuesta a los nuevos
desafíos: de un lado, la desvinculación entre ciudadanía y nacionalidad cuando
poblaciones, territorialmente asentadas, pueden buscar su propio proyecto nacional
(minorías sub-estatales); de otro, la exclusión de la ciudadanía política de parte
significativa de la población sometida al ordenamiento jurídico estatal (inmigrantes
extranjeros).
2. La nueva ciudadanía y sus desafíos.
La vinculación estricta entre ciudadanía y nacionalidad nos empuja a una mirada
demasiado simplista sobre la nación y los nacionalismos. Ya no vale apelar a la
separación de buenos y malos nacionalismos, y, menos, aún, de verdaderas y falsas
naciones. La separación maniquea entre nacionalismo cívico (adhesión a determinados
valores) y nacionalismo étnico (definición de la nación como entidad natural que se
construye desde la inserción de sus miembros dentro de una comunidad colectiva, viva
y volitiva), siempre fue más una dicotomía teórica que una convincente descripción de
la realidad.
Por ello, la época de una nación en cada Estado y, su correlato, un Estado para
cada nación, en el sentido de identidad excluyente y homogeneidad nacional, hace
tiempo que se sabe falsa y, además, quimérica (Tamir 1993: 3, 142-145). La visión
schmittiana del período de entreguerras en Weimar tuvo que ser rechazada tras la
exaltación nacionalista del fascismo y su fracaso en la Segunda Guerra Mundial. El
Estado de nacionalidad homogénea no es nada normal; pocos Estados son definidos
como mono-nacionales y los ejemplos citados (Portugal, Coreas, etc.) son una
excepción que confirma la realidad de la pluralidad nacional intraestatatal. Además, la
consecuencia que Schmitt extrae de su concepción de la normalidad del Estado-nación
no pudo ser más devastadora y nadie la podría mantener, al menos intelectualmente: las
minorías nacionales o cualquier diversidad que amenace homogeneidad nacional es
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muestra de una anormalidad política que debe ser superada (Schmitt 2008: 262) 3. El
cambio ha sido tan profundo que muchos Estados han aceptado la existencia de
minorías nacionales y una mayor pluralidad cultural como una parte inherente de su
propia identidad compartida y no como una anomalía a corregir.
Así, pues, los desastres a los que condujo el nacionalismo más exacerbado y
radical – en cuanto comunión de biología y territorio – hacen que ya en las postrimerías
del siglo XX aparezca un nuevo republicanismo que, frente a la visión de una
comunidad preexistente (cultural o étnica), se perfila como búsqueda de la participación
política y de la educación cívica 4. Dos de sus más importantes representantes son
Habermas (1990; 1999; 2001) y Maurizio Viroli (1995): el primero, para no caer en el
etnocentrismo, y frente a los desmanes del nacionalismo alemán, y, en concreto, de su
defenestración tras el nazismo, busca la identificación de los individuos dentro de una
cultura política con la inserción de la identidad colectiva en unos principios y
procedimientos normativos de valor universal 5; por su parte, Viroli pretende fortalecer
el concepto de patriotismo cívico en libertad, como antídoto del nacionalismo étnico,
pero no cuestiona sus valores clásicos, la concepción militar y su lealtad excluyente. El
nuevo patriotismo republicano rompe con el modelo nacionalista de corte étnico y se
renueva desde la plasmación de un nacionalismo cívico. Pero, según Dora
Kostakopoulou, el patriotismo constitucional del Habermas y el amor a la patria de
Viroli no ponen en cuestión la legitimidad del modelo nacionalista de ciudadanía, sino
que, a pesar de sus esfuerzos de renovación, lo mantienen anclado a la idea
nacionalizada del Estado (2008: 68-74).
3
Ya hemos cambiado la interpretación sobre que podamos llamar Estado normal y anormalidad estatal;
así, frente a la idea original de un Estado centralizado, unitario y como entidad homogénea, los Estados
actuales, incluso podríamos llamarlos, con Kymlicka, post-modernos, se definen como plurales, multiniveles y heterogéneos (2007: 42-43). Así, para Miller, el pluralismo inherente del mundo real reniega de
la simplicidad de los Estados homogéneos y su permanente obsesión por imponer una lengua común, una
cultura específica y una concreta visión histórica (2000: 114).
4
Por otro lado, frente al liberalismo y su énfasis en los derechos universales de los individuos y en la
existencia de unos principios de justicia, también surgen concepciones comunitaristas que colocan la
pertenencia e identificación dentro de una comunidad como requisito previo para la obtención de los
derechos: la defensa liberal de unos principios universales, iguales para todos, en cualquier tiempo y
lugar, se convierte en la noción comunitaria de diferencia entre comunidades y, por ello, de una
ciudadanía particularizada. Sin embargo, la existencia de comunidades nacionales no puede significar
mantener sus identidades colectivas por encima del resto y, con ello, determinar la totalidad del modelo.
5
Como complemento del patriotismo constitucional de Habermas es necesario referirse a la posición de
Peter Häberle: la dignidad de la persona como premisa antropológica y cultural del Estado constitucional
democrático coloca a los ciudadanos en su función de artífices de la Constitución, pero en una concepción
dinámica y abierta al futuro que, aunque expresión del grado de desarrollo cultural de un pueblo
determinado, no es un mero instrumento normativo, sino determinación de una cultura particular, y, por
ello, también sujeta a la necesidad del cambio y a la posibilidad de modificación de los valores comunes
por la entrada de otros nuevos (Häberle 2004; García Herrera 2004: 124-127).
57
Precisamente, como intento de superar la noción integral de una ciudadanía
nacionalizada, a finales del siglo XX fueron presentándose teorías que nos mostraban la
deficiencia de un modelo sometido férreamente al Estado-nación. Así, nos encontramos
con la llamada ciudadanía multicultural, como reconstrucción desde una base
comunitaria que postula el reconocimiento de los distintos grupos sociales, étnicos,
religiosos, etc., para preservar sus rasgos diferenciales de identidad compartida. A modo
de ejemplo frente al modelo de homogeneización de la ciudadanía liberal y nacional,
cabe citar el concepto de ciudadanía diferenciada de Iris Marion Young, y su búsqueda
de la implantación de una política de la diferencia, es decir, la igualación entre grupos
no a través de la mera igualdad formal, sino de la eliminación de la discriminación
mediante “un tratamiento diferente para los grupos oprimidos o desventajados” (2000:
166). Se pretende atenuar e incluso superar las desigualdades de partida con medidas
especiales orientadas no a los individuos, sino a determinados colectivos.
Por su parte, Will Kymlicka recoge el concepto de ciudadanía diferenciada, pero
frente a la confusión entre grupos que achaca a Young, busca transformar la ciudadanía
distinguiendo, básicamente, entre tres tipos distintos: A) Grupos minoritarios no
territorializados que han sufrido discriminación histórica por diversas sinrazones (sexo,
raza, etc.), para los que se postulan derechos especiales de representación, de alcance
temporal, hasta que la debilidad de partida haya sido eliminada; B) Minorías
nacionales, que pretenden reforzar su identidad colectiva a través del autogobierno y/o
la plasmación del derecho de libre-determinación; C) Inmigrantes multiétnicos, que
pueden buscar mantener su identidad diferenciada de manera permanente, pero no su
autogobierno; y para los que se habilitan derechos multiculturales, que promueven su
inserción en la sociedad.
Aún valorando el esfuerzo por acotar grupos y respuestas ante la quiebra del
modelo Estado-nación y su identificación absoluta entre ciudadanía y nacionalidad, el
error más grave que cometió Kymlicka fue sumergir a los individuos en un grupo
diferenciado de pertenencia, cuando mejor sería definirlos desde identidades plurales y
combinadas. No sé si la política democrática siempre es política en lengua vernácula, tal
y como afirma (2001), pero lo que no comparto es su pretensión de que la democracia
sólo puede desarrollarse dentro de un único contexto nacional. Si se confunde cultura,
tal parece, con cultura nacional, bien podemos pensarlo, pero, el problema es que,
aunque no se debe subestimar la importancia de la cultura nacional como distintiva y, en
muchos aspectos, prevalente para los individuos que tienen fuertes lazos de pertenencia
58
común, la cultura ni puede encerrarse en los estrechos márgenes de lo nacional, ni puede
concebirse como cerrada e inmóvil. La diferencia que realiza el profesor canadiense
entre nación (comunidad histórica e institucional, que ocupa un determinado territorio y
comparte una lengua y una cultura distintiva) y etnias (grupos con una cultura común
pero sin concentración territorial) y, desde aquí, su reivindicación de los derechos de las
minorías nacionalistas frente a las renuncias voluntarias de las etnias minoritarias dentro
de una comunidad mayoritaria (1996: 26), a nuestro juicio sigue demasiado apegada a
un modelo nacionalizado, sea éste mayoritario o de minorías nacionales, como si las
mediación y yuxtaposiciones, incluso entre distintos modelos de construcción nacional,
no pudieran ser también una apuesta para desarrollar políticas democráticas.
Con todo lo dicho es fácil vislumbrar la disyuntiva a la que nos enfrentamos:
¿podemos prescindir de la visión nacional dentro de cada Estado? Y la respuesta, a
pesar de los esfuerzos de algunos no puede ser afirmativa. La aparente neutralidad del
liberalismo clásico nunca fue tal y, por ello, todos los Estados juegan con unas
particularizadas pautas culturales que tienen mucho que ver con su construcción
nacional. Porque una cosa es maniatar la libertad individual desde la vinculación
monolítica a una cultura nacional – sea esta mayoritaria o minoritaria dentro del Estado
– como pretendió el nacionalismo más repulsivo y otra, bien distinta, pretender una
aséptica neutralidad nacionalista. Los Estados deben adecuarse a la mayor diversidad
que acogen en su seno, pero esto no significa que puedan abjurar de su vinculación
específica con determinadas culturas nacionales, aunque éstas no deben entenderse
como cerradas y monocordes (ya que tampoco muestran ninguna homogeneidad, sino
una pluralidad de visiones y acciones de cómo desarrollar nuestra propia identidad
colectiva). Los Estados no pueden plasmar sus políticas públicas desde la neutralidad
cultural; siempre tendrán que jugar con lenguas, tradiciones, fechas, que tienen que ver
con una identidad compartida y, por tanto, relegan otras. Incluso el más perfecto y
desarrollado de los Estados plurinacionales no puede incluir cada idioma, cada
costumbre y cultura nacional como presupuesto de actuación de sus acciones y servicios
a la comunidad (Moore 2001: 130; Norman 2006: 51). No obstante, esta constatación
nunca podrá entenderse como la disolución del individuo en una exclusiva
59
identificación
nacional
y,
con
ello,
la
igualación
absoluta
entre
ciudadanía/nacionalidad 6.
La realidad de proyectos nacionalistas plurales dentro de los Estados
plurinacionales y el incremento de la población inmigrante hacen impracticable seguir
manteniendo la postura reduccionista que negaba la categoría de ciudadanos a los
extranjeros o que pretende la existencia de una sola nación/nacionalidad en cada Estado.
Ni a los extranjeros por el mero hecho de serlo se les puede negar la categoría de
ciudadanos, ni los Estados-nación son tan mono-nacionales como pretendían aparentar:
de un lado, los extranjeros, en cuanto titulares de derechos y obligaciones, participan de
importantes dimensiones de la ciudadanía, a pesar de que estén excluidos de otras tan
significativas como la de una plena ciudadanía política; de otro, el anhelo nacionalista
de la realización estatal de cada nación y la nacionalización singular de cada Estado,
dejaba fuera tanta diversidad que nunca fue más que una ensoñación delirante y, ahora,
se sabe imposible. La quiebra de la igualación entre ciudadanía y nacionalidad 7
reconduce ambos conceptos ante los desafíos planteados en sociedades cada vez más
plurales y que, además, asumen dicha pluralidad no como anormalidad pasajera, sino
como intrínseca a su propia naturaleza. El cambio, frente al pasado es revelador: hoy no
es que nuestras sociedades sean más plurales que anteriormente (que, en la mayoría de
los casos, también), sino que, dicha pluralidad aunque pudiera medirse en distintos
niveles, tiene otro significado, en cuanto se interioriza como parte integrante,
cualitativamente hablando, de su naturaleza y no como error que, al debilitar la supuesta
homogeneidad nacional, debe ser superado.
Así, pues, habrá que dar una respuesta a esta quiebra de la identificación de la
ciudadanía con la nacionalidad para intentar mejorar la democracia del Estado
constitucional. Necesitamos rechazar no sólo los rasgos biológicos más execrables del
nacionalismo, sino también su fundamentación en una voluntad colectiva con capacidad
de acción y decisión: la concepción de la nación como el actor absoluto con voluntad
inequívoca y monolítica. Cada nación podrá tener su proyección política, pero esto no
siempre tiene que significar que cada nación deba tener su propio Estado, ni que la
mayoría de sus miembros deseen tener uno por sí mismos y por sí solos. Sin embargo, y
6
Los Estados normalmente presentan lo que Miller denomina “nested national identities” (2000: 140) en
sociedades plurales e, incluso, divididas; pero, para poner en práctica sus acciones, las entidades políticas
utilizan formas específicas, y, en muchos casos, proyectos nacionales rivales y contrapuestos.
7
La reducción del concepto de ciudadanía a los nacionales de un Estado debe ser vista como un
anacronismo tan obsoleto como imposible de mantener (Lister y Pia 2008: 194).
60
más si cabe en España, un dato es incontestable: la pluralidad nacional, sus respectivos
proyectos de construcción política y, con ellos, la posibilidad de choque de
legitimidades antagónicas, está aquí para quedarse por tiempo indefinido; y los Estados
deben jugar con esta realidad 8.
3. Minorías nacionales y derecho de autodeterminación (interna y, en su caso,
externa).
La pertenencia a la nación nunca pudo definirse desde el elemento subjetivo y
voluntarista que reclamaba el plebiscito diario de Renan. Nadie pierde su nacionalidad
de origen por renegar de sus valores constitucionales 9; y menos aún la adquiere por su
mera adhesión a los mismos 10. De ahí que nuestra elección no sea entre nacionalismos
cívicos o étnicos como juego maniqueo de buenos contra malos. La cuestión es saber si
el nacionalismo se sustenta en una identidad exclusiva y define al Estado como su única
y excluyente forma de expresión. Y esto no es sólo el problema de la deriva totalitaria
que pudiera encubar la nación mayoritaria dentro de un Estado, sino que lo mismo
podríamos decir cuando una minoría nacional o sub-estatal considera territorio y
población como elementos propios e irreductibles para el ejercicio de su poder (Norman
2006: 64). Por tanto, una premisa tiene que quedar establecida: el desarrollo del sistema
democrático necesita de un espacio público en el que se comparta una educación cívica
que nos ancle, cuanto menos, en los valores universales de la dignidad de la persona y
sus derechos inviolables. Desde ahí debamos no solo modular la concepción volitiva de
la nación como sujeto uniforme determinado desde la cultura nacional dominante y su
principio de mayoría, sino también la noción nacionalista sin Estado “propio” que, en su
visión de identidad unívoca, necesita realizarse, irremediablemente, a través de la
independencia y con la consecución de su Estado-nación.
La pertenencia nacional, en la mayoría de los casos, no es una cuestión
voluntaria, sino simple reflejo de la partida de nacimiento. Los nacionalismos y sus
naciones, “con” o “sin” Estado, con pedigrí más antiguo o más reciente, primordialistas
o modernistas, son una yuxtaposición, mejor o peor, de elementos objetivos y
8
Más aún, para un porcentaje importante de miembros de muchas comunidades, su identidad no puede
reducirse a su inclusión en una única nacionalidad, porque si la identidad humana se define mejor desde
la pluralidad y la superposición de formas y maneras, también la identidad nacional de los individuos
puede ser dual o múltiple.
9
El artículo 11.2 de la Constitución española de 1978 lo expresa de manera contundente: “Ningún
español de origen podrá ser privado de su nacionalidad”.
10
El ejemplo de las fronteras cerradas para la inmigración en muchos países desarrollados y los muros,
incluso físicos, de contención, es tan manifiesto que sobran mayores explicaciones.
61
subjetivos, irracionales y racionales, etc., y, por ello, es imposible presentar una guerra
entre buenas y malas naciones, nacionalismos cívicos y nacionalismos étnicos o
biológicos. Más aún, la polémica entre verdaderas y falsas naciones (naturales y con su
mayoría definida estatalmente; frente a “inventadas”, “construidas” recientemente, o sin
Estado nacional) es tan estéril como pretender demostrar cuál es la verdad en religión o
quiénes los auténticos creyentes (Smith 1995: 99; Kymlicka 2001: 41; Malloy 2005:
126-130; Álvarez Junco, Beramendi, y Requejo 2005) 11.
Ya no sirve dividir el pluriverso estatal entre una legítima construcción nacional
(la de la mayoría dominante) frente a discursos nacionalistas indeseables (minorías
nacionalistas como grupos inferiores o que, necesariamente, deben asimilarse, tarde o
temprano, a la mayoría nacional). El nacionalismo minoritario no es ninguna
enfermedad pasajera y, al igual que el mayoritario, tiene un largo recorrido. De ahí que
los Estados plurinacionales democráticos deban dar respuesta a las demandas políticas
de sus minorías nacionales; y lo suelan hacer con la consolidación de sub-unidades
territoriales en las que el grupo minoritario pueda ser mayoría y ejercitar sus derechos
de desarrollo nacional. Cuando todos los grupos aceptan los valores democráticos y de
los derechos humanos, la acomodación de la pluralidad nacional no debe ser vista como
la lucha a muerte por la supervivencia política (Eisenberg 1995: 191; Mitnick 2006: 83).
Por eso la democracia tiene que rechazar su descripción schmittiana. La
distinción existencial amigo-enemigo de la identidad nacional y su determinación
homogénea no puede minar las relaciones entre distintos proyectos nacionales, tan
legítimos, unos y otros, como el apoyo comunitario que susciten, siempre y cuando
respeten y sean salvaguardados los valores materiales de la democracia. Si los Estados,
con su visión como homogeneidad nacional absoluta, son ideologías y proyectos
pasados, habrá que saber que se puede hacer, desde el presente, para dar salida a las
mayores demandas de autodeterminación política desde una realidad estatal casi
siempre plurinacional. Cuando existen identidades colectivas nacionales que compiten
unas con otras en los mismos lugares, sobre las mismas personas y al mismo tiempo, se
nos presenta claramente la imposibilidad de mantenernos aferrados a la identificación
11
De ahí nuestro reproche a la STC 31/2010, de 28 de junio, sobre el Estatuto de Cataluña y su
decimonónica concepción de la nación, en su acepción jurídica, tan simplista como para poder resumirla
en un paralelismo insostenible - una sola nación; una soberanía, indivisible y total; un único Estado - que
deja fuera cualquier otra concepción y construcción nacional y, por ello, es tan obsoleta como enervante
para los sentimientos de identidad nacional diferenciada; justo dónde no tiene ningún sentido jurídico, y sí
mucho riesgo político, el adentrarse.
62
de la ciudadanía con la nacionalidad. Cada proyecto de construcción nacional debe ser
visto tan legítimo como lo pueda seguir siendo el de la mayoría nacional.
El llamado derecho de autodeterminación viene, así, a nuestro encuentro. Y lo
hace desde las dos perspectivas con las que cuenta:
- A) Dimensión interna, como consecución y, en su caso, incremento de las
cotas de autogobierno desde territorios dónde una determinada nacionalidad minoritaria
puede constituir, sin embargo, mayoría nacional.
- B) Dimensión externa, como respuesta a los deseos políticos de romper con las
instituciones comunes y lograr una separación del Estado anterior para construir uno
nuevo 12.
Con Buchanan podemos afirmar que el derecho de autodeterminación para las
minorías nacionales debería incluir el derecho de secesión, pero, no obstante, también
puede desarrollarse sin necesidad de acudir, como inevitable culminación final, a su
plasmación en la formación de un Estado independiente (2004: 332). Una mayor
libertad como proyección de la construcción nacional minoritaria no puede confundirse
necesariamente con la repudia del Estado anterior y el anhelo, ni siquiera ideal o a largo
plazo, para crear un nuevo Estado. Norman incluso habla de que el argumento de
Buchanan se quedaba corto: la independencia estatal no es que sea en muchos casos la
forma menos conveniente de ejercer el derecho de autodeterminación, sino que
podemos contabilizar alrededor de cuatro veces más grupos que pueden calificarse
como naciones que el número de Estados actualmente existentes (2006: 74) 13. En la
mayoría de los casos, las minorías nacionales desarrollan sus derechos internamente,
con respeto a la integridad territorial del Estado y al orden internacional. Más aún,
según Tamir, para el nacionalismo liberal, la autodeterminación no está unida con la
independencia política, sino con el más prosaico derecho a preservar la existencia de la
nación como “a distinct cultural entity” (1993: 57) 14. Por tanto, cuando la protección de
12
Pero, de entrada, hay que ser conscientes que, desde el modelo constitucional y su relación con el
derecho internacional, y, en especial, con la protección de los derechos universales, hablar de
independencia, de total soberanía es una vana ilusión. Las Estados se siguen llamando soberanos, pero
esto no es más que una forma de mantener la retórica de independencias ideológicas y políticas, frente a
las verdaderas dependencias jurídicas.
13
“It is estimated that there are between 5,000 and 9,000 ethnic-cultural groups in the world, and only
around 200 states, over 90% of which contain more than one ethnic group” (Bellamy 2008: 71).
14
Según Tamir, “national claims are not synonymous with demands for political sovereignty” (ibid.). Sin
embargo, no debemos caer en la confusión de una falsa identificación entre nación y cultura diferenciada
y, con ella, en la inmersión de toda persona dentro de una única identidad cultural, como Kymlicka parece
mantener en muchos momentos (2005; una crítica contra la noción unidireccional de cultura y su
identificación nacional, por ejemplo, en Tariq 2007: 121). A nuestro entender, su descripción de la
63
los derechos está garantizada para todas las personas, independientemente de su
nacionalidad, pero el mismo tiempo el Estado contiene más de una identidad nacional,
necesitamos precisar el nivel de reconocimiento y desarrollo político por los diferentes
grupos minoritarios y sus relaciones con la mayoría nacional dominante. Y, aquí, no
podemos admitir el dualismo vital de un “nosotros” frente a “ellos”, sino ser conscientes
de que, en muchos casos, los ciudadanos y los grupos colectivos en los que se insertan
son mejor definidos desde múltiples y combinadas identidades que con recetas de
exclusividad nacional.
Así, frente a la visión estática del Estado y de su nación, como proceso de
homogeneidad sustantiva, debemos asumir una posición dinámica en la que las ideas de
pluralidad identitaria y ciudadanía democrática sean el cauce básico para una sociedad
más inclusiva. Las relaciones entre mayoría nacional y minorías nacionalistas no pueden
postularse siempre desde el choque de legitimidades antagónicas, sino mediante el
respeto a los derechos humanos y el desarrollo de la democracia. Pero si todos parecen
estar de acuerdo en lo primero, y la salvaguarda de los derechos humanos -en su
proyección constitucional como fundamentales- tiene el refrendo de todo nacionalismo
democrático, el problema persiste al determinar cuáles son los márgenes para la
plasmación de la democracia 15.
historia es demasiado anacrónica, al igual que la de muchos otros teóricos del multiculturalismo, y, en
especial, cuando aluden al caso español. El proceso de unificación estatal fue, en numerosos Estados
europeos, previo a la construcción nacional y, por ello, con un principio de legitimidad antagónico con el
modelo democrático, incluso en su vertiente nacionalista. Además Kymlicka no debería trasladar a las
minorías nacionales lo que niega a los Estado-nación; tanto la nación mayoritaria como las minorías
nacionales dentro de un Estado se definen más por la pluralidad de identidades y la combinación entre
ellas (a pesar de sus proyectos en muchos casos incompatibles) que por la inmersión de cada individuo en
una única nación identitaria y su homogénea cultura. Reconducir la identidad de los individuos a su
determinación exclusiva en una sola cultura y un único contexto nacional es tan simplista como la
demanda tradicional del nacionalismo que reclamaba la congruencia entre unidad política y nación. El
principio nacionalista “una cultura, un Estado” marcó el ritmo de la historia reciente, pero su imperativo
“un Estado, una cultura”, no puede cercenar las aspiraciones democráticas de las sociedades del presente
(Gellner 1997; 45, 54; Sanz Moreno 2010: 792). La pluralidad nacional y cultural es consustancial a la
mayoría de los Estados, y, sin embargo, es desalentador el escaso eco que suele tener en parte de la
doctrina, incluso multiculturalista, que suele caer en la tentación de contraponer masas de población en
minoría frente a la mayoría como bloques monolíticos; y, sin embargo, es, más que débil, falsa, la
concepción de una identidad excluyente que coloca, en muchos casos, a todos los ciudadanos que viven
en determinados territorios plurinacionales, por ejemplo en Cataluña o en el País Vasco, como
pertenecientes a una sola nación o nacionalidad, cuando las situaciones personales y sus relaciones
identitarias son tan variadas como innumerables. De ahí que no podamos perder de vista lo más evidente:
“La cultura adquiere formas diversas a través del tiempo y del espacio” (art. 1 de la Declaración sobre la
Diversidad Cultural, UNESCO, 2001), y, obviamente, también la identidad nacional, singular y colectiva.
15
Tully , en cambio, lo tiene claro: “A multinational democracy is free and legitimate, therefore, when its
constitution treats the constituent nations as peoples with the right of self-determination in some
appropriate constitutional form, such as the right to initiate constitutional change” (2008: 219).
64
El orden constitucional es el cauce adecuado para delimitar la forma y
contenidos democráticos y, aquí, si partimos del derecho de autodeterminación, en su
carácter interno (derecho al autogobierno dentro de las instituciones estatales), pero, con
Buchanan, tampoco podemos rechazar de plano el proceso de autodeterminación
externa (derecho a la segregación o independencia), tenemos que tener respuesta ante la
eventualidad de una desafección manifiesta en una población territorialmente
concentrada que reclama la secesión.
Los poderes públicos tienen la responsabilidad de promover no sólo para individuos,
sino también para los grupos en los que se integran, una libertad e igualdad reales y
efectivas, y, además, “facilitar la participación de todos los ciudadanos en el vida
política” (art. 9.2 CE). Así, para garantizar “los principios democráticos de
convivencia” y “el orden político y la paz social” 16, los ciudadanos de un Estado
plurinacional deben aceptar los presupuestos constitucionales materiales mínimos ante
la posible llegada de la situación excepcional, es decir, cuando la propia titularidad del
poder soberano original está en entredicho. Y, aquí, no podemos reducir la capacidad de
acción de todos los protagonistas a un único actor que tendría la posibilidad de cambiar
de manera radical el texto constitucional, la ciudadanía española en su conjunto.
Pero, antes de acometer la respuesta desde el orden constitucional, volvamos la
vista al derecho internacional. Todas las ideologías nacionalistas, a pesar de sus
diferencias, comparten un presupuesto de partida: cada grupo humano que se llame a sí
mismo nación tiene el derecho a gobernar en su propio territorio y sobre la población
que lo habita. Así, para las minorías nacionales, la unión con el Estado suele ser vista
como producto contingente de un momento histórico que, por tanto, no está exento de
reabrirse en el futuro (Keating 2001: 270-273). El derecho de autodeterminación interna
se presenta no como una mera concesión de autonomía territorial desde el Estado
central, sino también como una especial forma de reconocimiento que conlleva la
división o el carácter compartido de la soberanía y, por tanto, de la legitimidad
democrática.
En este sentido, el federalismo, en cuanto respuesta intraestatal a las demandas
de autogobierno de las nacionalidades minoritarias, confronta su propia paradoja: de un
lado, reconduce las aspiraciones nacionalistas dentro del Estado; de otro, las puede
enervar hacia el derecho a la autodeterminación independentista (Anderson 2010: 130).
16
Art. 27.2, sobre la educación, y art. 10.1 CE, de la dignidad de la persona como fundamento
constitucional.
65
Sin embargo, la forma de resolver el derecho de autodeterminación desde el orden
internacional no inclina hacia ningún lado la balanza. La romántica interpretación de la
libre determinación de todo pueblo a decidir, por sí mismo y por sí sólo, su status
político, fue tan ingenua como impracticable y peligrosa. Por eso contra la idea original
de Wilson y su aperturismo desestabilizador, el principio de autodeterminación quedó
unido, internacionalmente, con el derecho a la integridad territorial y, con ello, su
genérica proclamación constreñida al mínimo 17. Así, la Declaración sobre la concesión
de la independencia a los países y pueblos coloniales (1960) afirma que todo pueblo
tiene derecho de autodeterminación, pero también rechaza cualquier quiebra de la
unidad nacional 18. Y, posteriormente, la Declaración relativa a las relaciones de
amistad y de cooperación entre los Estados (1970) 19 remacha la codificación de dichos
principios: “En virtud del principio de la igualdad de derechos y de la libre
determinación de los pueblos, consagrado en la Carta, todos los pueblos tienen el
derecho a determinar libremente, sin injerencia externa, su condición política y de
proseguir su desarrollo económico, social y cultural”; “Todo Estado tiene el deber de
promover…la aplicación…de la libre determinación de los pueblos, a fin de:…b) poner
fin rápidamente al colonialismo”. Y, sin embargo, rápidamente llega la antinomia de su
propia desactivación: ninguna de las disposiciones precedentes se entenderá en el
sentido de que autoriza a “quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad
territorial de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con
el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos antes
descritos y estén, por tanto dotados de un gobierno que represente a la totalidad del
pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivo de raza, credo o color”. Pues
bien, incluso aunque estos parágrafos fueran suficientes para establecer un
reconocimiento implícito del derecho a la secesión ante la violación por el Estado de las
17
Carta de las Naciones Unidas, 1945: “libre determinación de los pueblos” (art. 1.2) y, al tiempo,
“igualdad soberana de todos sus miembros” (art. 2.1; no las naciones, sino, los Estados); Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos, 1966: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre
determinación” (art. 1.1); y, a continuación, “En los Estados en que existan minorías étnicas, religiosas o
lingüísticas, no se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les
corresponde, en común con los demás miembros de su grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y
practicar su propia religión y a emplear su propio idioma” (art. 27).
18
Resolución 1514, XV, de la Asamblea General, 14-Diciembre-1960: “Todos los pueblos tienen el
derecho de libre determinación; en virtud de este derecho, determinan libremente su condición política y
persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural” (2); pero se añade, “Todo intento
encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es
incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas” (6); y, su colofón, “no
intervención en los asuntos internos de los demás Estados” y “respeto de los derechos soberanos de todos
los pueblos y de su integridad territorial” (7).
19
Resolución 2625, XXV, de la Asamblea General, 24-Octubre-1970.
66
obligaciones que estipula, la conclusión de la declaración no se hace esperar: la igualdad
soberana entre Estados conlleva que “la integridad territorial y la independencia política
del Estado son inviolables”.
La unión entre principios tan antagónicos es, sin duda, más complicada incluso
de lo que parece. No podemos extraer ninguna consecuencia definitiva sobre como
sustanciar el derecho de autodeterminación. La integridad territorial prohíbe la secesión,
pero sólo cuando el propio Estado cumple con el principio de autodeterminación; sin
embargo, que esto se satisfaga por el gobierno central representativo de toda la
población estatal o, en cambio, precise un reconocimiento de cierto grado autogobierno
para las minorías nacionales, queda sin respuesta. El derecho de secesión sería, cuanto
más, el último recurso contra la injusta violación de derechos individuales, pero en su
proyección colectiva y, en especial, respecto a los derechos políticos vinculados a la
realización democrática. De ahí la combinación imposible entre fundamentos étnicos,
valores democráticos, derechos individuales, colectivos y plasmación real del derecho
de autodeterminación. Así pues, tras la Segunda Guerra Mundial, las diferentes escuelas
de pensamiento y la práctica internacional no logran ponerse de acuerdo sobre cómo
delimitar el derecho de secesión (Knop 2002: 76-86; 373). Pero una conclusión parece
asumida jurídicamente: la retórica de la libre determinación de los pueblos en la
ordenación internacional no supone el reconocimiento del derecho unilateral a la
secesión. Por tanto, el voto mayoritario de la ciudadanía de una parte del Estado, incluso
en su concepción como minoría nacional sub-estatal, no es razón suficiente para romper
con la integridad territorial. La libre determinación significa el derecho a participar en el
desarrollo del sistema político dentro del Estado, pero la secesión, desde el punto de
vista internacional, sólo se permitiría a través de la negociación entre el gobierno central
y las minorías territoriales (Norman 2006: 172).
El “vacío” del derecho internacional nos reconduce, de nuevo, hacia la
realización democrática dentro del Estado constitucional 20. Cuando las acciones vienen
delimitadas en el ámbito interno de los Estados, no podemos acudir únicamente a los
principios del derecho internacional y a sus fundamentos éticos. La comunidad
internacional debería jugar un papel más importante respecto a la protección de las
minorías nacionales dentro de un Estado dado; y, así, nos lo expone Buchanan en
relación a la “intrastate autonomy” (2004: 401-424). Sin embargo, una total respuesta
20
Para ser más precisos, podemos hablar, con Norman, de “the moral logic of multinacional
constitutionalism” (2009: 356).
67
sólo corresponde al orden constitucional y, por eso, la posibilidad de introducir una
cláusula de secesión expresa no debe ser rechazada de antemano. En caso contrario,
según Norman, los movimientos secesionistas, más que debilitarse, podría fortalecer su
apoyo popular (2009: 293).
Por lo tanto, es necesario describir, aunque sea brevemente, las diferentes teorías
sobre el derecho unilateral a la secesión: 1) exclusiva decisión nacional; cada nación,
como población territorialmente concentrada, y consciente de su proyección política,
tendría el derecho de decidir libremente su segregación del Estado, siempre que una
mayoría de sus miembros quisiera hacerlo); 2) elección meramente territorial; que va
más
allá todavía,
al
considerar que todo
grupo
con
geografía definida,
independientemente de conformar una mayoría nacionalista, debería poder optar por la
secesión en el caso de que la mayoría de las personas que habitan su territorio
decidieran en un referéndum crear un nuevo Estado); 3) teoría sobre la violación de
derechos o causa justa; como respuesta correcta ante la grave y persistente
conculcación de los derechos humanos, las anexiones ilícitas, o, incluso, la continua
limitación de los derechos de autogobierno a una colectividad territorial (Buchanan
2004: 369-371; Norman 2006: 183, y 2009: 306-307) 21. Y, aunque nuestra primera
apuesta, como la de tantos, podría ser un derecho unilateral a la secesión sólo en el caso
de inadmisibles y continuadas violaciones de los derechos humanos (incluyendo, aquí,
la proyección colectiva de los derechos políticos), es, sin embargo, imposible llegar a un
acuerdo entre nacionalidades antagónicas sobre cuándo nos encontramos ante una
situación tan grave que sólo pueda remediarse a través la amputación de una parte del
territorio estatal para conformar otro nuevo 22.
Por todo lo dicho, aunque la “remedial right theory” pueda ser una posición ética
fundamental desde el punto del derecho internacional, será dentro de los valores de la
democracia
dónde
podremos
vislumbrar
una
salida
para
el
derecho
de
autodeterminación externa en un Estado constitucional 23. En este sentido, estamos de
acuerdo con la postura de Kymlicka que afirma que cuando una minoría nacional
responde con una clara mayoría a favor de la independencia en un referéndum
21
Buchanan llama a esta última posición -la más comúnmente aceptada- “remedial right only theories”; y,
por su parte, Norman, “just-cause of secesión”.
22
Además, tal y como asegura Anderson, la resentimiento, los sentimientos de agravio, siempre juegan un
papel importante como condición necesaria para el secesionismo (2010: 139).
23
Aquí conviene tener presente la posición de Javier Corcuera frente a la Ley del Parlamento vasco sobre
consulta a la ciudadanía y la respuesta unánime del Tribunal constitucional, declarando su
inconstitucionalidad (2009: 334-336).
68
democrático, libre y justo, la secesión debería producirse, incluso aunque explícitamente
el orden constitucional pueda prohibirlo o proclame la indisoluble unidad de la nación,
tal y como nuestra Constitución recoge (art. 2) 24. Cuando resulta inobjetable la
existencia de un movimiento fuerte que desea la independencia, la lógica democrática
debería validar una reforma constitucional para clarificar de manera nítida cuál tiene
que ser el procedimiento para acceder a la secesión. La propia ausencia de dicho método
podría ser vista como una laguna del sistema o, incluso, servir a discursos que
proclamen su fundamentación ilegítima, e incentivar (o ser la excusa) para la búsqueda
de dicha salida desde fuera del mismo o mediante acciones violentas.
En democracia, los derechos de las minorías nacionales sólo son entendidos
como un problema de seguridad cuanto van unidos a un secesionismo totalitario y/o
terrorista. Sin embargo, como subraya Kymlicka, cuando el nacionalismo minoritario es
pacífico y acepta los principios democráticos, deja de ser visto como problema de
seguridad, incluso aunque trabaje abiertamente para conseguir la independencia (2007:
194) 25.
Así, pues, cuando los anhelos secesionistas pudieran dispararse habría que abrir
la posibilidad de plantear la reforma de la Constitución para establecer un
procedimiento bien definido que resolviera el choque entre del orden constitucional
democrático y los deseos de independencia expresados por minorías nacionales. Porque
una cosa parece evidente, desde un punto de vista estrictamente democrático, cuando
una gran mayoría dentro de una minoría territorial con proyección nacional no desea
mantener los vínculos de unión con el Estado, no parece razonable dejar a la totalidad
de la ciudadanía estatal toda la decisión.
En este sentido ha sido ejemplarizante la resolución ante el problema del
derecho a declarar la secesión de forma unilateral que formulara la Canadian Supreme
Cour, con su Opinion sobre el caso de Quebec 26: claridad de la pregunta, claridad de la
respuesta a favor de la secesión y, en todo caso, posterior negociación entre las partes
(instituciones centrales y poderes territoriales). El Tribunal Supremo canadiense
rechazaba la validez unilateral del derecho a la secesión, pero también expresaba que los
principios constitucionales y la legitimidad democrática eran suficientes para establecer
24
Para Kymlicka el desarrollo de los sistemas políticos no depende de la ausencia o presencia del derecho
de secesión, sino de la mayor consolidación de los valores de la democracia liberal, la libertad individual,
la paz y el respeto mutuo (2005: 115-116).
25
Como bien pone en evidencia el caso canadiense respecto a Quebec, y, en sentido contrario, el
problema del terrorismo independentista que por tantos años ha sufriendo España.
26
Para el posterior desarrollo federal, ver Clarity Act, 2000.
69
el procedimiento legal admisible. No obstante, dejaba sin definir qué debemos entender
por una pregunta clara y una respuesta también clara. Pues, precisamente, ese sería el
papel explícito que deberíamos demandar a una cláusula de secesión, inserta
constitucionalmente: establecer los pasos a seguir en ante el hipotético supuesto, pero
no imposible, de existir, dentro del nacionalismo minoritario, un porcentaje significativo
y, por ello, no desdeñable de ciudadanos, que quieran emprendan el camino hacia la
independencia 27.
El propio planteamiento de la secesión, desde el punto de vista del derecho
constitucional comúnmente, se ha presentado como una muestra de esquizofrenia que va
en contra del objetivo manifiesto de unidad y preservación del Estado y, más aún,
cuando la mayoría de los ordenes constitucionales recogen en su articulado el carácter
indivisible de su nación y la integridad territorial o, como en el caso español (art. 2 CE),
añaden también su propia fundamentación en la unidad nacional. Sin embargo, a pesar
de esta posición, no podemos olvidar que su base no tiene que ver estrictamente con la
lógica democrática, sino con su concreción como democracia nacionalizada y, por ello,
más con el adjetivo nacional y su determinación existencial como sujeto colectivo con
voluntad propia. Pero si entendemos el modelo democrático, no desde la igualdad
sustancial de una supuesta homogeneidad nacional (Schmitt), sino, con Kelsen, desde la
libertad individual y su transformación en participación de los sometidos a un orden
jurídico coercitivo en su conformación, tenemos que admitir que el principio de mayoría
no puede convertirse en tiranía absoluta de la mayoría dominante sobre las minorías
nacionales.
De ahí que, desde un punto de vista democrático, debemos elegir entre una
solución del pasado y una solución para el presente-futuro:
Pasado. La construcción de una única Nación con la ficción de la homogeneidad
nacional y, por consiguiente, la necesidad de concebir lo político desde el antagonismo
radical amigo-enemigo; amigos, los que formar parte de nuestra nación; enemigos, tanto
los de fuera, los extranjeros, porque se integran en otro Estado, como también, los que
aunque estén dentro, no son de los nuestros y hay que sacar a la fuerza 28.
27
Para Norman el ejemplo de Quebec es la mejor lección para valorar los riesgos y costes de mantener un
sistema constitucional sin cláusula procedimental expresa para acceder a la secesión (2006: 192-193).
28
El problema es que, con Schmitt, esta democracia de identidad nacional, se convierte, por el carácter
inorgánico del pueblo en la necesidad de la venida del representante, total y absoluto, el que, en la
práctica, determinará la relación amigo-enemigo, es decir, los que formar parte de la identidad nacional.
70
Presente-futuro. Reconocer la realidad de Estados plurinacionales, garantizar los
derechos colectivos de cada nacionalidad territorialmente asentada, y buscar una mayor
participación en los asuntos públicos de todos los sujetos a un ordenamiento que,
incluso democrático, siempre será coercitivo.
La existencia de distintas identidades nacionales dentro del Estado ya no puede
ser descrita como enfermedad pasajera (en vías de tratamiento quirúrgico y que, más
pronto que tarde, debe ser curada), sino como una realidad que va estar ahí por tiempo
indefinido, y que, por ello, el orden constitucional democrático tiene que asumir
definitivamente como consustancial a su propia naturaleza. Por tanto, no podemos
dividir la política entre una legítima construcción nacional (la de la mayoría dominante)
y otros discursos nacionales ilegítimos o espurios (inferiores, pasajeros, en vías de
asimilación y extinguibles). De ahí la necesidad de dar respuesta a las demandas de
autogobierno para los nacionalismos minoritarios. Y, aquí, simplificando, podemos
distinguir dos formas de federalismo estatal: Federalismo multi o plurinacional. Que
busca satisfacer los anhelos de auto-determinación interna de minorías históricas con
identidad nacional diferenciada (Canadá); Federalismo territorial o autonómico. Que
no pone en cuestión la existencia de una sola comunidad nacional, pero cuyo poder
territorial es distribuido verticalmente para buscar una mayor eficacia (USA).
De estos dos modelos ¿cuál corresponde al caso español? Pues, precisamente,
aquí está el problema: un movimiento inestable, fluctuante e impreciso entre ambos
sistemas. El Estado de las Autonomías nació para dar respuesta a los deseos de
autogobierno de las minorías nacionales, pero se ha reproducido en todo el territorio
estatal para neutralizar la búsqueda de soberanía compartida y, en su caso, como medio
para conseguir una mayor eficacia desde la democracia de proximidad territorial. La
conocida fórmula del “café para todos” y el desarrollo territorial del texto constitucional
en sus sucesivas etapas, no hacen más que mezclar, de manera confusa, los dos
modelos, sin una concepción clara sobre si tendemos hacia un modelo simétrico o bien
hacia uno más asimétrico 29. Sin embargo, si lo que queremos es dar una respuesta a la
29
La distinción entre nacionalidades y regiones del artículo 2 se disuelve en el artículo 137 y en el Titulo
VIII De la organización territorial del Estado. La posibilidad inserta en la Constitución de un modelo
plurinacional asimétrico se vio, en parte, reconducida hacia la simetría, primero, institucional y de cierre
del mapa autonómico (todo el territorio español formando parte de una Comunidad Autónoma, Foral o
Ciudad Autonómica y, salvo Ceuta y Melilla, con potestad legislativa), después, de nivelación
competencial y desaparición de la diferencia de partida entre Comunidades, y, actualmente, hacia más
asimetría por la distinción entre Estatutos reformados y no reformados y, de nuevo, otra vuelta simétrica
por la acción de la “reinterpretación conforme a la Constitución” de los Estatutos de última generación
(en particular el catalán) por el Tribunal Constitucional.
71
existencia de nacionalismos minoritarios, la cuestión no es saber si es mejor un modelo
simétrico o asimétrico, sino, más bien, cuál es el grado de asimetría que debemos
manejar o estamos dispuestos a respetar y desarrollar.
Por tanto, desde el federalismo democrático en un Estado plurinacional, como
sin duda es el español, el reto se bifurca en dos: de un lado, ¿qué grado de
autodeterminación interna, de autogobierno se puede alcanzar por las distintas
nacionalidades territoriales?; de otro, ¿qué posición mantenemos frente a la articulación
del derecho de autodeterminación externa?, es decir, si debemos precisar
constitucionalmente los pasos para, en caso de así se decidiera, iniciar un proceso para
la secesión, como creación de un Estado independiente.
Sobre la autodeterminación interna, mi opinión puede ser compartida por
muchos 30: vistos los efectos nocivos del “café para todos” 31, al menos habría que ser
consecuente con el querer del constituyente que quiso dar respuesta a la realidad de los
nacionalismos, y asumir, de una vez por todas, la necesidad de su concreción jurídicopolítica en un modelo asimétrico. Y, sobre la articulación de la autodeterminación
externa, debemos asumir que el federalismo, incluso en Estados plurinacionales, más o
menos asimétricos, nunca puede ser visto como una panacea, como la solución a todos
los problemas. De ahí lo que se pueda hablar de la paradoja del federalismo, es decir, al
30
Respecto al Estado de las Autonomía nos encontramos con diferentes posiciones: a) Estado uninacional que propugna, salvo excepciones tan reseñable como “amparar los derechos históricos de los
territorios forales” (D.A. 1ª), un modelo de descentralización territorial simétrico; b) Federalismo
plurinacional y su concreción asimétrica por la distinción entre minorías nacionales y otros territorios (y,
aquí, nuestra opción se mantiene unida a la razón de ser del propio proceso de creación del modelo
autonómico: los anhelos de autogobierno de territorios con identidades singulares o diferenciadas, no los
deseos de “todas” las provincias; y, por ello, la distinción por el constituyente entre “nacionalidades y
regiones” (art. 2), a pesar de su propia desactivación en el articulo 137, que sólo habla de las
“Comunidades autónomas” que se constituyan, y de su nueva reactivación en los diferentes
procedimientos de acceso al autogobierno, en las Disposiciones Adicionales y en las Transitorias, y su
distinta plasmación institucional y diversidad competencial); c) vuelta al centralismo; un intento que, a
pesar de los muchos adeptos, sería difícilmente viable incluso en las Comunidad Autónomas sin minorías
nacionalistas, por los intereses ya creados, las nuevas elites autonómicas y su clientelismo (en otro
sentido, L. Moreno afirma que la posibilidad de construir un federalismo basado en naciones lingüísticas
– catalana, vasca, gallega y castellana- se tornaría más que improbable: “precisaly because the effects
produced by federalization in the last decades have fortified the institucional and political contours of
each and every one of the 17 Comunidades Autónomas”; y no sólo dentro de los territorios con
nacionalidades minoritarias, sino “particularly within Castilian-speaking Spain”, 2010); 172); d)
búsqueda de la independencia y quiebra de la integridad territorial del Estado (a nuestro juicio
moralmente admisible en el supuesto de estar ante lo que la doctrina sobre el derecho unilateral de
secesión ha llamado “remedial right” o “just-cause”, es decir, ante continuas y severas violaciones de los
derechos humanos, injusta anexión o persistente limitación de los derechos colectivos al autogobierno, y
no como mero empeño de egoísmo nacionalista diferenciador). Máiz y Losada 2011: 102.
31
Que no resuelve el reto de los nacionalismos, ni ha servido para una mejor democracia de proximidad,
especialmente a nivel municipal; pero, además, no sirve de mucho pensar en una vuelta a los 80, por la
proliferación de intereses, elites políticas y burocracias autonómicas, no ya en las Comunidades con
raigambre nacionalista histórica, sino también en las Comunidades sin nacionalismos territoriales fuertes.
72
tiempo que puede mitigar o debilitar el independentismo, también podría fortalecerlo e
incluso exacerbarlo. Y bien, ¿cuál es la respuesta correcta?, ¿con qué posición nos
quedamos? Pues no podemos ser categóricos, dependerá de los Estados, de la forma de
articulación de ese mismo federalismo, de las relaciones entre la mayoría nacional
dominante y los nacionalismos minoritarios, y, también, de manera esencial, de la
propia identidad nacional – monocolor, dual o múltiple- de sus ciudadanos.
En este más desorden que orden territorial español ¿cómo resolver, no ya la
autodeterminación interna (mayor o menor, pero, indiscutiblemente, existente), sino el
problema de la libre determinación externa? Aquí, deberíamos tener claros los pasos
cuando de la una se quisiera pasar a la otra. De ahí, nuestra propuesta de reforma de la
Constitución para incluir un precepto que determine, de manera cierta y rigurosa, cuáles
son las etapas a seguir, es decir, el procedimiento y sus costes. Y nos parece lo más
conveniente no como la salida que legitima moralmente cualquier proceso hacia la
independencia, sino como la única respuesta válida desde la lógica de la ciudadanía
democrática 32. Evidentemente, la idea de un procedimiento constitucional de secesión
es, para muchos, una muestra de patología, de enfermedad del sistema, al ir en contra
del derecho de auto-conservación de la unidad del Estado. Pero hay que ser
consecuentes con nuestras propias premisas de partida: esto tiene poco que ver con los
valores de la democracia y mucho con la concepción de la supuesta existencia de una
32
Como apunte podríamos postular el siguiente procedimiento: 1.º celebración de referéndum
independentista, es decir, pregunta clara con un “SI” o “NO”, para la creación de un nuevo Estado que
suponga romper de manera definitiva con el Estado anterior, en todo el territorio de la Comunidad
Autónoma, con la participación al menos del 75% del censo electoral de ciudadanos españoles con
residencia administrativa en dicha Comunidad; 2.º recuento del resultado y sólo en el caso de alcanzar
una clara mayoría, a nuestro juicio, al menos el 75% de los votantes, con al menos una mayoría del 50%
en cada provincia (mayorías menos claras y, por tanto, coyunturales, no deberían conducirnos a un
proceso tan costoso y desgarrador), se pasaría al 3º paso, con la celebración de nuevas elecciones en el
ámbito de la Comunidad Autónoma; 4.º negociación del Gobierno central y de las Cortes Generales con
el nuevo Gobierno y Parlamento Autonómico sobre los costes que la independencia tiene que significar
para una población que desea segregarse pero que, sin embargo, a permanecido territorialmente unida al
Estado español desde su propia formación; 5.º referéndum de ratificación del acuerdo alcanzado entre el
Estado central y las Instituciones autonómicas en todo el territorio estatal, con participación de, al menos,
40% censo electoral (aquí, estimamos oportuno rebajar la mayoría requerida por el posible rechazo y
desafección al proceso que, para una parte de la ciudadanía española, se podría expresar no acudiendo a
las urnas), y, para, proseguir la vía de la independencia, votos afirmativos de más del 50% en todo el
territorio y, en todo caso o también cuando no se logre dicha mayoría, de nuevo, las mismas exigencias de
mayorías cualificadas de los pasos 1º y 2º en el territorio autonómico y en sus distintas provincias; 6º,
cumplimiento de los acuerdos alcanzados y, en caso de litigio, 7º, arbitraje internacional o de instituciones
europeas.
73
Nación viva y volitiva que se identifica con la nación dominante y postula una
concepción de la soberanía como poder unitario, indivisible y total 33.
Por todo lo dicho, la respuesta ante la cuestión nacionalista sólo la debería
plasmar un sistema que quiere ser más democrático y, precisamente, desde una
democracia que atempere la relación de identidad nacional amigo-enemigo y se
construya como inclusión de todos los que se inscriben dentro del sometimiento al
mismo ordenamiento jurídico. Por eso, debemos volver la mirada, a la cuestión que,
para nosotros, más debilita esa plasmación democrática: el incremento de una
ciudadanía extranjera que, sin embargo, son ciudadanos de segunda, no plenos, al
quedar privados del núcleo duro de la participación en la vida política.
4. La inmigración extranjera y su inclusión.
Los extranjeros también son ciudadanos, al menos respecto a una de sus
dimensiones básicas: en cuanto titulares no sólo de obligaciones, sino también de
derechos 34, cualquier persona es ciudadana/o y, sin embargo, se les priva de los más
importantes derechos que acarrea la ciudadanía política. Los residentes extranjeros –
independientemente incluso de su carácter legal o de la situación irregular en la que se
33
Por tanto, la soberanía se define desde la libertad individual, el pluralismo político y la participación
ciudadana en los asuntos públicos; o, bajo la democracia de identidad y la total inmersión de todos los
ciudadanos en una nación, viva y volitiva. Sin embargo, la conexión entre los derechos humanos y el
constitucionalismo democrático rechazan toda visión absoluta del poder soberano: el pueblo transformado
en ciudadanos con derechos políticos no tienen ningún poder supremo, porque tal poder supremo, en el
sentido de no sujeto a límites, no existe. El mismo Tribunal Constitucional lo reconocía en su famosa
STC 2/81, de 4 de febrero, “autonomía no es soberanía, y aún este poder tiene sus límites”. El Estado
constitucional significa renunciar a toda teología política que, con el cambio de la legitimidad del poder
trascendente de Dios (titular que lo delega en su representante) al inmanente del Pueblo-nación, sólo
puede ser democrática: pero esa democracia no significa que el Pueblo tenga ese poder
absoluto/omnipotente, no sujeto a ningún límite. La retórica suposición de una nación ontológica no
puede ser transformada en una ciudadanía numérica con una capacidad de acción política, tan absoluta,
que no se haya sujeta a ningún límite material.
34
Así, como ejemplo, cuando la Constitución Española en su artículo 53 establece los mecanismos de
protección que garantizan el disfrute de las libertades y los derechos fundamentales, recoge el término
“ciudadano” en su apartado 2.º, pero, evidentemente, de estas garantías reforzadas – “tutela de las
libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 (“igualdad ante la ley y no discriminación”) y la
Sección primera del Capítulo II (artículos 15 a 29) ante los Tribunales ordinarios por un procedimiento
basado en los principios de preferencia y sumariedad (el llamado recurso de amparo ordinario) y, en su
caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional”– , no son titulares únicamente los
ciudadanos en el sentido de ciudadanos españoles, sino toda persona física o jurídica, española o
extranjera. De ahí que podamos decir que, más que repudiar el sentido literal del precepto, el término
ciudadano se adecua ya desde el propio desarrollo constitucional a todas las personas por el mero hecho
de serlo, que, en cuanto tales, tienen unos derechos que la Constitución garantiza. Más aún, en la “nueva”
Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, tras su reforma de 2007, se suprime del artículo 41.2. “a todos
los ciudadanos”, para reforzar su protección, independientemente del carácter nacional o extranjero de la
persona. Otro ejemplo, el artículo 27 Código Civil recoge lo siguiente: “Los extranjeros gozan en España
de los mismos derechos civiles que los españoles, salvo lo dispuesto en las leyes especiales y en los
Tratados”
74
encuentren – han ido adquiriendo derechos y privilegios que originalmente habían sido
reservados a los nacionales 35. En cuanto portadores no ya sólo de obligaciones, sino
también de derechos (los inherentes a la persona por el hecho de serlo, derechos socioeconómicos y, también incluso determinados derechos políticos), a los extranjeros ya no
se les puede negar el calificativo de ciudadanos y, no obstante, respecto a los derechos
políticos, en su expresión máxima, siguen estando apartados.
Pero, aunque esto puede significar separar, de entrada, ciudadanía de
nacionalidad, también podemos preguntarnos si la exclusión de los inmigrantes
extranjeros de los derechos políticos no cuestiona y pone en peligro la propia
realización de la democracia. Bajo el modelo del Estado constitucional y democrático,
de lo que ahora se trataría es de saber si en ese Estado se puede mantener el concepto de
ciudadanía apegado a una manera singular de entender la identidad nacional o, al
contrario, se debe prescindir definitivamente de su adhesión a una concreta nación. La
primera vía es la que ha sido practicada, tanto desde la doctrina como en su plasmación
estatal, con diferentes resultados; la segunda, podemos decir que sigue inédita y para
muchos es tan utópica como el sueño de una ciudadanía cosmopolita, además de
imposible por la necesaria vinculación individual, según muchos autores, a una concreta
identidad nacional y, desde aquí, la definición nacionalizada de la democracia. Sin
embargo, a nuestro juicio, la nación no puede seguir siendo indefinidamente
considerada la única fuente de determinación de la identidad personal de todos y cada
uno de los individuos. Las identidades de las personas son múltiples y variables y si
bien es cierto que muchos individuos pueden sentir la necesidad de vincular su
identidad con una concreta construcción nacional, también cabe decir que la
simplificación que supone la identificación de los individuos dentro de la igualación
35
Así podemos citar el artículo 13.1. C.E. “los extranjeros gozarán en España de las libertades públicas
que garantiza el presente Titulo (I) en los términos que establezcan los tratados y la ley”, pero, siempre
sin quebrar los límites prefijados en el artículo 10.1 (“la dignidad de la persona y los derechos inviolables
que le son inherentes...como fundamento del orden político y de la paz social”). De ahí la doctrina del TC
y sus reiteradas afirmaciones de que, respecto a muchos derechos del Título I, los extranjeros son
equiparables a los españoles: derechos que “pertenecen a al persona en cuanto tal y no como ciudadanos”
(STC 107/1984, de 23 de noviembre, F.J. 3.º); derecho a no ser discriminado por razón de nacimiento,
raza, sexo, religión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social; derecho a la vida, a la
integridad física y moral, a la intimidad, y la libertad ideológica; derecho a la libertad y a la seguridad;
derecho a la tutela judicial efectiva y a la asistencia jurídica gratuita de las personas que acrediten
insuficiencia de recursos para litigar; derecho a la educación, pero también a la asistencia sanitaria;
derecho al acceso a los servicios y prestaciones sociales básicas; y, además, los derechos vinculados al
mundo del trabajo, como el de libre sindicación y el derecho a la huelga; e incluso, dentro de los derechos
políticos, el de reunión y el de asociación. Ver, en este sentido, la STC 236/2007, de 7 noviembre, que
declara la inconstitucionalidad de determinados artículos de la LO 4/2000, de 11 de enero, en la redacción
dada por la LO 8/2000, de 22 de diciembre, sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España y
su Integración Social.
75
ciudadanía/nacionalidad no puede soslayar la realidad de múltiples identidades
combinadas entre sí, dentro y fuera, de las fronteras estatales.
Así, las leyes sobre la atribución y adquisición de la nacionalidad en un Estado,
reproducen un determinado modelo de nación, desde una concepción más étnicocultural (ius sanguinis, o adquisición de la ciudadanía por ascendencia) hasta una
posición más territorializada (ius solis, vinculado el mero hecho de nacer en el territorio
sometido a la jurisdicción estatal) 36. El proceso de naturalización – como instrumento
que permite la transformación de un extranjero en ciudadano con los derechos y
privilegios de los miembros de la comunidad – nos ilustra cómo el nacionalismo y su
modelo de legitimidad inserta la teología en lo político con la sustitución del bautismo
por la ceremonia de la adquisición de la nacionalidad y la inserción del nuevo miembro
en su comunión nacional.
Los procedimientos de naturalización han buscado fortalecer la lealtad y el
sentido de pertenencia a una nacionalidad singular para conseguir la perfecta
integración en la comunidad política. Pero si la modernidad presentó como uno de sus
mayores logros la separación Iglesia/religión y Estado/política, ¿podemos afrontar la
desvinculación Estado y Nación, entendida esta última como sujeto político, colectivo y
homogéneo, y en su articulación dentro de la nacionalidad mayoritaria del propio
Estado? Respecto al caso español, es de sobre conocida la remisión que hace la
Constitución, en su artículo 11, a la ley para la determinación de la nacionalidad 37.
Así, podemos hablar de dos vías de acceso a la nacionalidad española: 1) la
atribución de la nacionalidad, a los españoles de origen (art. 17 C.C.), como posición
pasiva para los individuos incluidos en los supuestos legalmente establecidos, donde no
interviene la voluntad personal del individuo, sino el origen, primando el ius sanguinis
(los nacidos de padre o madre españoles), pero dando también entrada al ius solis (los
36
Frente a un ius sanguinis vinculado a una concreta visión de la ciudadanía nacionalizada, el ius solis
refleja una conexión, no sólo formal sino real de una persona con un orden jurídico-estatal determinado y,
por ello, coloca al individuo en relación directa con el Estado. Así, respecto al derecho comparado,
podemos afirmar que, en la mayoría de los Estados, el ius sanguinis se ha ido complementando con el ius
solis; como nos lo confirman la evolución de los dos modelos clásicos en Europa, el francés y el alemán.
37
Así, aunque el art. 23 hable de ciudadanos con derecho a participar en los asuntos públicos, también
recoge, en su art. 13.2., que “solamente los españoles serán titulares de los derechos reconocidos en el
artículo 23, salvo lo que, atendiendo a criterios de reciprocidad, pueda establecerse por tratado o ley para
el derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales” (redactado de acuerdo con la
reforma de la Constitución, de 27 de agosto de 1992, que añade “y pasivo”, para la adecuación de la C.E.
a la articulación de la ciudadanía europea por el Tratado de Maastricht).
76
nacidos en España, sólo para determinados supuestos mínimos)38; 2) la adquisición de
la nacionalidad, como acceso activo, para los individuos que, cuando cumplan los
requisitos, lo hayan solicitado 39.
La distinción entre atribución (españoles de origen) y adquisición (españoles no
originarios), conlleva que, aunque todos los españoles sean iguales ante la ley (art. 14
C.E.), nos encontremos con una diferencia de partida: frente a la imposibilidad de ser
privado de la nacionalidad para los españoles de origen (art. 11.2. C.E.), los españoles
no originarios pueden perder la nacionalidad española por sanción en los casos
recogidos art. 25 Código Civil 40.
Pero, además, si analizamos las modificaciones legislativas sobre la nacionalidad
española podemos ver una forma de entender ésta todavía demasiada deudora de la
noción de comunidad de sangre. Así con la reforma de 2002 se privilegia el acceso a la
nacionalidad española vía ius sanguinis (descendientes de españoles) 41, junto con la
facilidad otorgada a ciertas nacionalidades para su adquisición en detrimento del resto
(países iberoamericanos, Andorra, Filipinas, Guinea Ecuatorial, Portugal y sefardíes,
pero no moriscos, expulsados posteriormente). Esta discriminación positiva para la
adquisición de la nacionalidad a determinadas nacionalidades que cuentan con una
relación especial, histórica y cultural, con España, significa que no sólo ven reducidos
los plazos exigidos de residencia (de 10 años, con carácter general, y 5 para los
38
Los padres carecen nacionalidad; al menos uno de ellos nacido también en España; o la filiación del
nacido no resulte determinada.
39
Sobre las diferentes técnicas para la adquisición de la nacionalidad – derecho a optar en determinados
supuestos por la nacionalidad española (art. 20 C.C.); carta de naturaleza, cuando en el interesado
concurran circunstancias excepcionales, otorgada discrecionalmente mediante Real Decreto (art. 21.1.
C.C); y residencia – vamos a referirnos a esta última, que precisa ser “legal, continuada e inmediatamente
anterior a la petición” (art. 22.3. C.C.) y que, además, el interesado justifique “buena conducta cívica y
suficiente grado de integración en el sociedad española” (art. 22.4. C.C.). Junto a ello, el art. 23 C.C.
recoge los siguientes requisitos comunes: jura/promesa de fidelidad al Rey y obediencia a la Constitución
y a las leyes; renuncia a su anterior nacionalidad; e inscripción en el registro civil. Pero, también, el art.
21.2. C.C. nos indica que la adquisición de la nacionalidad española por residencia, como concesión
otorgada por el Ministro de Justicia, puede ser denegada “por motivos razonados de orden público o
interés nacional”.
40
Aunque estrictamente tasados: tres años utilizando la nacionalidad que hubieran declarado renunciar; o
para el caso de servicio voluntario de armas o ejerzan cargo político en Estado extranjero, con prohibición
expresa del Gobierno.
41
La Ley 36/2002, de 8 de octubre, sobre nacionalidad española, que modifica el Código Civil en
materia de nacionalidad, introduce la posibilidad de optar por la nacionalidad española por parte de los
descendientes de españoles de origen (art. 20.1.b) y también la concesión de la nacionalidad a los que
tras una residencia de un año hubieran nacido fuera de España de padre o madre, abuelo o abuela, que
originariamente hubieran sido españoles (art. 22.2.f).
77
refugiados, a sólo 2 años) 42, sino que, además, no tienen que renunciar a su nacionalidad
anterior; una renuncia que todavía se mantiene para el resto.
Sin entrar a valorar aquí la mayor facilidad que pueden tener las personas de
determinadas nacionalidades para integrarse en la sociedad española, lo cierto es que
estas formas de discriminación positiva a favor del ius sanguinis y de unas concretas
nacionalidades por afinidad histórica/cultural nos colocan junto al modelo tradicional de
vinculación del concepto de ciudadanía con el de nación, frente al reforzamiento de la
inclusión de todos los inmigrantes a partir de la mera residencia y la sujeción a un
concreto ordenamiento jurídico y a su sistema de valores, sin rechazos de partida, pero
tampoco con privilegios especiales.
Pero, junto a esta primera distinción entre el ius sanguinis y el ius solis, han ido
apareciendo otros requisitos que definen también una concreta manera de concebir la
nacionalidad. Así, para Dora Kostakopoulou (2008: 85-88), los diferentes requisitos
exigidos pertenecen a la específica inserción, dentro de los mecanismos de acceso a la
nacionalidad, de los más importantes modelos de ciudadanía: 1) Liberalismo, como
adhesión unos valores universales que se concretan en la salvaguarda efectiva de los
derechos individuales; 2) Republicanismo, con el juramento o promesa a un modelo
constitucional, que también suele recoger una vinculación sustancial del Estado con una
concreta nación y que, por ello, puede incluso requerir la renuncia a la anterior
nacionalidad; 3) Comunitarismo, como búsqueda de la asimilación o, cuanto menos, de
la integración dentro de la cultura nacional mayoritaria y, por ello, con la posibilidad de
exigir determinados conocimientos previos para acceder a la nacionalidad.- lengua,
costumbres, historia, etc.- que valoren el arraigo en la sociedad de acogida.
Ante esta pluralidad de modelos sólo dos requisitos son exigidos por todos ellos:
por un lado, la residencia, en cuanto requisito fundamental que se ajusta a la revisión
que estamos asumiendo; por otro, la ausencia de antecedentes penales, como
prevención de nuevos ilícitos punibles. Y respecto al resto de los requisitos
(conocimiento de la lengua mayoritaria, sistema político o constitucional, etc.) ¿son
necesarios o debemos prescindir de ellos? Así, podríamos decir que, aún manteniendo el
modelo de atribución de la nacionalidad y, aquí, reforzando el ius solis (en cuanto todas
las personas que nacen dentro del territorio sujeto a la jurisdicción estatal, incluso los
hijos de los llamados inmigrantes ilegales, deberían tener el derecho a la nacionalidad
42
También el art. 22.2. C.C. recoge la reducción del tiempo de residencia a un año para determinados
supuestos (el nacido en territorio español, en caso de matrimonio, etc.)
78
del Estado desde el momento de su nacimiento), ¿debemos reducir de los requisitos para
la adquisición a la residencia (ius domicilii)?, es decir, transcurrido un plazo mínimo,
pero suficiente para demostrar el grado de permanencia dentro del territorio (dos o tres
años) ¿cualquier inmigrante extranjero debería estar en condiciones de acceder a la
nacionalidad? Esta es la apuesta, por ejemplo, de Javier de Lucas, que en su rechazo a la
vinculación entre nacionalidad y ciudadanía, postula un concepto de ciudadanía gradual
en cuanto retorno al sentido etimológico de la ciudadanía, sobre la base de la residencia
(tres años) y la libre aceptación del ordenamiento jurídico-constitucional (2006: 11-43).
Pero, aquí, aparecen los críticos que argumentan que además los residentes extranjeros
que quieran ser nacionalizados también deberían compartir las normas, valores y las
prácticas culturales de la sociedad de acogida 43.
De ahí nuestra pregunta: ¿podemos ir más allá del modelo nacional de
ciudadanía? Esta es la propuesta, precisamente, de Dora Kostakopoulou con su modelo
de “anational citizenship” (2008: 100-126). En nuestra opinión, gran parte de sus
críticas la modelo de ciudadanía nacional son acertadas: de un lado, la afirmación de
distinción de grado y no realmente cualitativa, entre un modelo más excluyente de
nacionalidad y uno más incluyente, y que, por tanto, la atenuación de los requisitos para
adquirir la nacionalidad siempre podrán ser revocados con la vuelta a un modelo más
étnico o vinculado a la integración efectiva en una concreta cultura nacional 44; de otro,
su constante referencia a que un modelo de ciudadanía nacionalizada socava los ideales
normativos de la igualdad y de la participación democrática. Sin embargo, resulta difícil
obviar la realidad nacional de los Estados y, con ello, la necesidad de adecuación
recíproca tanto de los que llegan como de los que ya están dentro de la sociedad de
acogida. De ahí que el proceso bidireccional sea imprescindible. Por tanto, aunque el
Estado no puede ser neutral culturalmente, ni tampoco respecto a la propia realización
nacional, también sabemos que ya no sirve apelar a la identificación entre ciudadanía y
nacionalidad y menos aún pretender asentar el fundamento del sistema en la
preexistencia de una nación homogénea y con una única identidad.
La legitimidad del Estado constitucional sólo puede ser democrática y, aquí, el
incremento de la participación de todos los sometidos a un determinado orden estatal en
su propia configuración y desarrollo debe ser la prioridad. De ahí que sea dentro del
concepto de democracia donde debamos incidir para rechazar la, a nuestro entender,
43
44
Lo que nuestro C.C. llama “suficiente grado de integración en la sociedad española”.
Y este ha sido el proceso seguido por muchos países, especialmente, tras el 11 de Septiembre.
79
demasiado frívola jurisprudencia del Tribunal Constitucional cuando postula la
posibilidad de reforma de la Constitución sólo sujeta a los límites formales insertos en
el propio texto constitucional 45 o cuando asegura que España, al carecer de cláusula de
intagibilidad expresa, tampoco recoge un modelo de democracia militante 46. Porque
dejar en manos del procedimiento y de las reglas de la mayoría la defensa de la
Constitución significa despojar a la democracia de toda fundamentación material y, con
ello, caer en una concepción tan obsoleta como falsa: la de la existencia de un titular de
la soberanía como poder ilimitado y absoluto.
5. La respuesta democrática.
La democracia debe definirse desde la inclusión y la igualdad en la participación
de todos los sometidos a un concreto sistema jurídico, pero también desde el desarrollo
de unos fines compartidos. El diálogo dentro-fuera que conlleva la idea de democracia
estatal no puede aceptar la contradicción que significa construir un modelo que impide
incorporarse a las instituciones públicas a los sometidos a sus prescripciones, al
declararles fuera cuando ya se encuentran dentro; y, además, también tiene que dar una
respuesta democrática y, cuando desde dentro se puede buscar un fuera, se tendrán que
determinar los pasos que deben seguirse.
En este sentido, el sistema constitucional tiene que prescindir de su concepción
como democracia de identidad, al realizarse, precisamente, desde una forma excluyente
y no sujeta a ningún límite en su construcción de la homogeneidad nacional 47. Pero, más
aún, tampoco puede reducirse a su comprensión procedimental 48. Nunca el derecho a
desarrollar un proyecto político nacionalista podrá ser invocado para denegar la
protección de los derechos humanos universales 49. Así, desde el punto de vista
45
STC 103/08, de 11 de Septiembre.
STC 129/09, de 21 de Mayo.
47
Concepción de lo político como distinción amigo/enemigo y búsqueda de la homogeneidad y, por ello,
desactivación o, en su caso, eliminación del diferente.
48
De ahí, frente a la visión ontológica de Schmitt y su salida democrática como representación total y
monopolizadora de todo el poder, e, incluso, superando la concepción kelseniana desde su relativismo
formal y su renuncia a una democracia sustantiva, el valor de la propuesta de Hermann Heller: “If the
formal Rechtsstaat remains purely formal, as Heller warned, if it fails to be transformed into a social
Rechtsstaat, its promise of equality will seen worse than enmpty; it will be seen as deceit” (Dyzenhaus
19999: 258).
49
A este respecto, la Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural (2-Noviembre2001) es categórica en su artículo 4, rubricado como “Los derechos humanos, garantes de la diversidad
cultural”, al afirmar lo siguiente: “La defensa de la diversidad cultural es un imperativo ético, inseparable
del respeto de la dignidad de la persona humana. Ella supone el compromiso de respetar los derechos
humanos y las libertades fundamentales, en particular los derechos de las personas que pertenecen a
minorías y los de los pueblos indígenas. Nadie puede invocar la diversidad cultural para vulnerar los
46
80
constitucional (art. 10.2 CE), la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) y
el resto de los Tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados
por España no son solamente el marco de interpretación de los propios derechos
fundamentales insertos en la Constitución, sino mucho más que esto: “la dignidad de la
persona y los derechos inviolables que le son inherentes” se convierten en “el
fundamento del orden político y de la paz social” (art. 10.1); y, por lo tanto, serán el
limite material imposible de traspasar que sustente el valor sustancial más minimalista
de la democracia.
En concordancia, si el derecho de autodeterminación es un presupuesto para
garantizar no sólo derechos individuales, sino también los colectivos de las minorías
nacionales, el orden constitucional no puede ser visto como mera democracia
procedimental, sino también como un sistema para la protección de los valores
democráticos sustantivos 50. Así, en la confrontación entre la protección de los derechos
humanos y el derecho a la diversidad cultural, los primeros siempre deben primar 51: los
derechos humanos nunca se pueden sacrificar para incorporar prácticas que violan su
realización, pero tampoco para concebir al titular de la soberanía como un poder
absoluto y total, no sometido a límites.
Por eso, a pesar de la contundencia de las palabras, incluso recogidas en la
Constitución, y la verborrea sobre la soberanía popular y/o nacional, en el Estado
constitucional y democrático ha desaparecido toda totalización del poder bajo el
contenido delimitado por los preceptos constitucionales. A este respecto, la STC
103/2008, de 11 de septiembre, superando la contingencia temporal del supuesto
tratado 52, es un buen ejemplo de hacia dónde conduce al modelo democrático el
Supremo interprete de la Constitución: 1.º La transformación del fundamento de la
Constitución (“la unidad de la Nación española”, art. 2), no sólo en el ejercicio del
poder soberano por el pueblo (art. 1.2.), sino en su conversión en ciudadanos que
derechos humanos garantizados por el derecho internacional, ni para limitar su alcance”. Sólo desde aquí
las antinomias entre liberalismo, multiculturalismo fuerte y comunitarismo podrían ser resueltas.
50
De ahí que el artículo 2 de la Declaración sobre la Diversidad recoja que el “pluralismo cultural” es
“inseparable de un contexto democrático”.
51
Los derechos colectivos, y también el derecho de autodeterminación de los pueblos, no pueden
reconocerse en el vacío institucional y/o jurídico, sino dentro de una realidad constitucional ya dada. Y,
desde el modelo de Estado constitucional, los derechos colectivos siempre estarán supeditados a los
derechos individuales y al derecho a renunciar a la propia cultura. La pertenencia original a una
determinada cultura nacional no puede suponer constreñir la identidad de los individuos dentro de su
propia esfera diferenciada: la cultura es abierta y presenta diferentes opciones personales, nunca
subsumibles por completo en el interior de una única concepción nacional.
52
Ley del parlamento vasco de consulta popular para recabar la opinión de la ciudadanía de la
Comunidad Autónoma del País Vasco.
81
participan en los asuntos públicos, directamente o por medio de sus representantes” (art.
23); 2 .º El problema no radica en la cuestión planteada, sino en la forma de hacerlo, ya
que, “según recordamos en al STC 48/2003, de 12 de marzo, FJ 7, “siempre y cuando
no se defienda a través de una actividad que vulnere los principios democráticos o los
derechos fundamentales”, no hay límites materiales a la revisión constitucional”(FJ 4.º).
Pues bien, a pesar de esta doctrina del Tribunal Constitucional, la conversión del titular
de la soberanía, el Pueblo-Nación en titulares de derechos políticos, no podrá nunca
significar una ciudadanía con poder supremo, entendido éste como no sujeto a ningún
límite material. El pueblo/nación se transforma no ya en nacionales (activos y pasivos),
sino en las acciones públicas de los ciudadanos españoles activos, titulares de los
derechos políticos que los ejercen (directa o indirectamente). El pueblo/nación, en
cuanto poder soberano original, no puede expresarse si no es a través de los cauces
insertos en la Constitución. Pero será la el propio desarrollo constitucional el que nos
permitirá hacer efectiva la adjetivación del Estado como social y democrático de
Derecho; y, por ello, a la plasmación de un procedimiento le sigue, cuando menos, la
fundamentación mínima en la dignidad de la persona y sus derechos inviolables (art.
10.1 CE); y, siendo maximalistas, también la consecución de los fines perseguidos por
la función transformadora de la sociedad inserta en la propia Constitución (promover la
libertad y la igualdad reales y efectivas, y, el mismo tiempo, facilitar la participación de
todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social, del art. 9.2 CE).
Por tanto, a pesar de la tensión entre el Estado-nación (subordinación del demos
de la legitimidad popular al ethnos de la nación como sujeto político con voluntad
propia, del Preámbulo) y el Estado constitucional (conversión del pueblo/nación en
ciudadanos que, en cuanto sometidos a la Constitución y al resto del ordenamiento
jurídico, art. 9.1 CE, tienen un poder también limitado), el propio modelo transformador
de una “sociedad democrática avanzada” y “conforme a un orden económico y social
justo” (de nuevo, el Preámbulo) ya se había inclinado por el rechazo de la idea de un
sujeto colectivo omnipotente, a pesar de su retórica volitiva 53; y lo hacía a través de los
siguientes elementos básicos: 1) Presupuesto universal como fundamentación material
mínima de la Constitución 54; 2) Plasmación procedimental de la democracia, pero
53
“La Nación española, …, en uso de su soberanía, proclama su voluntad” (Preámbulo CE).
Dignidad de la persona y derechos inviolables como fundamento del orden político y la paz social, art.
10.1.
54
82
sometida, al menos, a los límites materiales anteriores 55; 3) Determinación material y
finalista como el componente transformador de una democracia siempre imperfecta 56.
De ahí que sea en la noción de ciudadanía donde debamos que incidir para la
mejor realización de la democracia 57. Una ciudadanía que frente al reto de los
nacionalismos en un Estado plurinacional (de cada vez más nacionalidades y regiones, y
no sólo de dentro, sino también de fuera que ya también están dentro) sólo puede
realizarse, desde el modelo constitucional, de dos formas: 1.ª A través de una
reforma/revisión del texto constitucional que, según la doctrina constitucional, carece de
límites materiales 58, pero, que, sin embargo, debe asumir la existencia de un mínimo
material inquebrantable y, además, afrontar el desafío a la unidad que supone la
existencia de movimientos independentistas con la posible inclusión, desde la lógica
democrática, de una cláusula de secesión rígida; 2.ª Desde la propia plasmación de una
ciudadanía multinivel, que busque una concreta realización política, es decir, la mayor
extensión de la autonomía o del autogobierno en la ámbito territorial que más se adecue,
desde la libertad personal, a la identidad de cada individuo 59.
Pero, incluso tras la propuesta de una cláusula rígida de secesión recogida en la
Constitución, una pregunta final nos inquieta: en el supuesto, poco probable, de su
inserción constitucional ¿se debilita o se fortalece a los movimientos independentistas?
Pues, me temo que, de nuevo, la respuesta tiene que ser parecida a la que dimos
respecto a la paradoja del federalismo: dependerá de los Estados, de las identidades
nacionales enfrentadas y de la fuerza de sus confluencias y desencuentros. Aunque lo
que parece claro es que su ausencia, es decir, el no contar con una cláusula
55
Forma jurídica y articulación de la democracia, básicamente representativa, en un Estado de partidos
políticos y en un modelo de auto-normación abierto y con distintos niveles territoriales, que, además,
aunque no recoge una cláusula de intangibilidad expresa en su procedimiento de reforma parcial o de
revisión total (art.168.1 CE), no puede dejar de asumir la intangibilidad implícita de, cuanto menos, su
fundamentación sustantiva, tal y como se recoge en el articulo 10.1. y con su inserción en la ordenación
internacional de su apartado 2º.
56
Desarrollo del modelo social y fomento participativo del art. 9.2 y su proyección en el resto del
articulado.
57
“So the Rights that define citizenship also have to be seen as undergoing a continual process of
redefinition through the political actions of citizens themselves” (Bellamy 2008: 90).
58
“Sólo los ciudadanos, actuando necesariamente al final del proceso de reforma, pueden dispone del
poder supremo, esto es, del poder de modificar sin límites la propia Constitución (art. 168 CE)” (FJ 2.º
STC 103/2008, de 11 de septiembre). Aunque, a pesar de lo expresado por el TC, no podemos admitir un
modelo de Estado constitucional no sujeto a ningún límite para su reforma/revisión, lo que significaría
asumir la posibilidad de su supresión, imposible o suicida desde un concepto material de Constitución
mínima e intangible.
59
Autodeterminación individual, ya sea a través de la ciudadanía estatal, la autonómica, la local o la
europea y, en su caso, en el uso combinado y yuxtapuesto de cada una de ellas.
83
constitucionalizada, tampoco desactiva los apoyos independentistas, sino que, más bien,
parece alentarlos o espolearlos.
Como no podemos hacer de Casandras y prever el futuro, cabría, al menos, hacer
una última reflexión: ya sabemos que el federalismo es, por definición, contrario al puro
gobierno de la mayoría; pero si el modelo constitucional español se concibe como
democracia meramente procedimental no sólo se pierde la posibilidad de una verdadera
plasmación federal para el Estado, sino, lo que es aún peor, se pone en peligro a la
propia democracia. Y que nuestra transición política de la dictadura a la democracia
fuera justo lo contrario del proceso que aconteció en Weimar, con la conquista del poder
por Hitler, no puede hacernos olvidar que al Estado social y democrático de Derecho
siempre le acecha la tiranía de la mayoría y de sus latentes dictadores.
Con respecto a la otra cuestión afrontada - el problema de la inclusión de la
inmigración extranjera-, de nuevo, cabría abrir dos opciones: 1.ª Una reforma
constitucional limitada, que suprima el corsé impuesto a los extranjeros que se recoge
en el art. 13.2. C.E., en concreto la noción de reciprocidad y su inadecuado anclaje con
el desarrollo del derecho fundamental a la participación política, junto con la extensión
de dichos derechos de participación en otras elecciones, distintas de las municipales 60;
2.ª Una revisión sustancial de la Constitución que rompa, definitivamente, con su
fundamentación en una supuesta unidad nacional (art. 2), para adecuarse a su correcta
plasmación democrática como inclusión de todos los sometidos a un concreto orden
estatal. Entre ambas opciones, o hasta que determinadas reformas puedan emprenderse,
la nueva inclusión de los inmigrantes extranjeros debería vincularse con la residencia
estable como requisito básico para el acceso a la ciudadanía estatal (es decir, a la
nacionalidad), sin que veamos necesario su complemento con otros requisitos
(conocimiento del idioma oficial, historia o sistema constitucional, etc.), salvo la misma
sujeción – como el resto de los ciudadanos – a la Constitución y al ordenamiento
jurídico (art. 9.1.). No obstante, la mera residencia por dos o tres años no conferiría, de
manera autonómica, la nacionalidad: tenemos que contar con la manifestación positiva
60
Elecciones autonómicas y estatales. Además se hace imprescindible una modificación que sitúe la
Constitución en el presente y se supere el modelo de Estado de inmigrantes (art. 42 C.E. como orientación
de la política del Estado hacia el retorno de los trabajadores españoles en el extranjero, vinculada a una
idea nacional de la ciudadanía) por el actual Estado de inmigración (con el reconocimiento de los
derechos y obligaciones de todos los ciudadanos, sean nacionales de origen, sean nacionales por
adquisición, o sean simples ciudadanos no nacionalizados). Así, y como ejemplo, cabe rechazar la
discriminación que supone, a sensu contrario, el art. 11.2. C.E., “ningún español de origen podrá ser
privado de su nacionalidad”.
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del solicitante, pero, evitando, en lo posible cualquier discrecionalidad subjetiva y
tantos conceptos jurídicos indeterminados en manos administrativas y jurisdiccionales.
Así, la inclusión del extranjero podría hacerse de dos formas: A) Desde la
nacionalidad, su adquisición personal y voluntaria debería estar sujeta al mínimo de
residencia exigido, cerrando la entrada de cualquier otro requisito que conlleve
discriminación por la nacionalidad original del solicitante, al tiempo que se suprime
como requisito general la renuncia a la nacionalidad anterior 61; C) Desde la ciudadanía,
los inmigrantes extranjeros que no tuvieran derecho a la nacionalidad o,
voluntariamente no quisieran acceder a ella, serían titulares de menores derechos
políticos y, pero, en todo caso, serían ciudadanos en cuanto poseedores del resto de las
dimensiones de la ciudadanía según el nivel territorial considerado.
La inclusión de los inmigrantes extranjeros, sea desde una adecuada forma de
entender la adquisición de la nacionalidad, vinculada a la idea de permanencia
(residencia en un determinado territorio, para posibilitar la participación y, con ella,
pertenencia a una misma comunidad político-jurídica), sea desde una noción amplia de
ciudadanía (que englobe, en su diferente graduación, a todos los que conviven en un
determinado espacio público), no es sólo un deber universal de justicia, sino nuestra
mejor respuesta para “garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y
de las leyes” (Preámbulo CE).
Con todo lo dicho es muy posible que el sistema no gane en estabilidad política
o rigidez meramente procedimental, y menos aún se asiente en la anacrónica pretensión
de una homogeneidad nacional cerrada que tiene su titular soberano y omnipotente, pero
la democracia constitucional del siglo XXI tiene poco que ver con estas cuestiones y
mucho con la búsqueda de una sociedad más participativa, libre e igualitaria para todos
los ciudadanos que la realizan.
61
De ahí nuestra apuesta por las siguientes medidas, desde la mera reforma legal del Código Civil: 1.
Ampliar el ius solis a todos los nacidos en territorio español, independientemente de la nacionalidad de
sus progenitores (art. 17); 2. Supresión total de la adquisición de la nacionalidad española por carta de
naturaleza, cuya concesión discrecional mediante Real Decreto, “cuando en el interesado concurran
circunstancias excepcionales” (art. 21.1.), al romper cualquier búsqueda de objetivación, neutralidad e
interdicción de la arbitrariedad del sistema; 3. Rechazar la posibilidad de denegación del acceso a la
nacionalidad por residencia aduciendo motivos de “orden público o interés nacional” (art. 21.2), o, cuanto
menos, delimitar lo más estrictamente posible conceptos jurídicos tan indeterminados como los
anteriores; 4. Romper con las discriminaciones entre distintas nacionalidades por razón de su mayor o
menor vinculación con la cultura nacional mayoritaria (art. 22.1.); 5. Definir qué se entiende por “buena
conducta cívica” y, al tiempo, suprimir la necesaria justificación de “suficiente grado de integración” (art.
22.4.); 6. Desaparición, en los requisitos comunes, del juramento o promesa de fidelidad al Rey y
limitarlo a la sujeción a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, además de la no necesaria
renuncia a la anterior nacionalidad (art.23. a y b).
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