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Cenizas de Sodoma
Nimphie Knox
125
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Cenizas de Sodoma
Nimphie Knox
CENIZAS DE SODOMA
Nimphie Knox
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Cenizas de Sodoma
Nimphie Knox
Nota de la autora
Cenizas de Sodoma es una novela vieja, muy vieja. Me habría gustado
reescribirla, pero no quiero estancarme con proyectos viejos cuando tengo
tantas ideas nuevas y mejores.
Comencé y terminé de escribir Cenizas de Sodoma antes de siquiera
imaginarme que una de mis novelas sería publicada profesionalmente o que
las palabras cobrarían tanta importancia en mi vida
hasta el punto de
escoger la carrera de Letras.
Espero que disfrutes de Cenizas de Sodoma y que la veas tal como es:
una de mis primeras novelas, mis primeros garabatos, una mezcla de
homoerótica (con hombres muy bellos que se aman), suspense, terror y
fantasía.
En la últimas páginas encontrarás los fanarts que me han regalado los
lectores así como información de mis otras obras.
Si quieres contarme algo o decirme qué te pareció la novela, no dudes
en escribirme a nimphie@hotmail.com. ¡Siempre contesto!
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Cenizas de Sodoma
Nimphie Knox
Hace cincuenta años
Los campos de Magdala brillaban bajo el sol de noviembre. El zorro se
detuvo junto al lago y se inclinó hacia el agua. Bebió hasta quedar saciado,
luego metió la cabeza y abrió los ojos bajo el agua. Tenía calor, el verano
de aquellos campos era bastante cruel. Sus crías estaban en el hueco de un
árbol, aguardando el alimento: eran dos pequeños machos y una hembra,
los únicos tres que habían sobrevivido al parto y a las altas temperaturas.
Todavía no había conseguido cazar nada, a pesar de que hacía rato que
andaba merodeando la zona. El zorro se irguió y sacudió la cabeza,
salpicando las rocas de gotas de agua y barro. El cielo era celeste, no había
ni una sola nube. De repente, un ruido lo sobresaltó: un chasquido extraño,
como el de las enormes escopetas de los cazadores.
Se agazapó detrás de un roca, dispuesto a atacar. Pero no sucedió nada.
En silencio, salió de su escondite y avanzó entre los árboles. Las hojas
secas crujían bajo sus pequeñas patas y su sombra se alargaba sobre la
tierra seca, deformada, bailando al ritmo de las sombras de las ramas de
los árboles.
Entonces algo sucedió. El zorro se quedó ciego, sus ojos se sumergieron
en la oscuridad. Retrocedió, espantado, y su visión volvió a la normalidad.
Seguía siendo de día, el sol seguía resplandeciendo entre los árboles. ¿Qué
había sucedido?
Dio un paso hacia adelante. Ocurrió de nuevo: las tinieblas se
apoderaron del bosque, el sol desapareció y sólo quedó la luna, oculta entre
las torres de aquel lejano castillo. Algo extraño estaba ocurriendo, pensó el
zorro. Una línea imaginaria que dividía el bosque en día y noche. Eso no
estaba allí ayer. Ni anteayer, ni la semana pasada.
Y no tenía nada que ver con él, con el zorro. Era el bosque. Temeroso,
se alejó de allí corriendo. Podría encontrar alimento en otro sitio. Ni siquiera
se detuvo al oír los gritos que provenían de aquel lejano castillo, del bosque
en tinieblas.
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Prólogo
Ya era el tercer cigarrillo que fumaba y Michael no aparecía. Gabriel
comenzaba a ponerse nervioso: Micky nunca lo hacía esperar. Se apoyó
sobre el auto y exhaló el humo lentamente. ¿Dónde podía estar ese chico?
Sacó del bolsillo el papel arrugado. Todo era correcto: hoy, detrás de las
vías abandonadas, a las once en punto de la noche. Y Gabriel estaba allí,
detrás de las vías abandonadas y ya eran las once y media.
Por fin, a las doce menos cuarto, la figura alta y menuda de Micky se
acercó corriendo por los andenes, saltando los durmientes que bostezaban
en medio de la tierra y el abandono.
—¿Por qué te tardaste? —le preguntó Gabriel, abrazándolo. Micky lo
besó en la boca y le pasó los brazos por los hombros.
—Me detuvo la policía. Hubo un asalto en un bar, ¿entramos al auto,
Gabe? Tengo frío...
Entraron. A Gabriel le gustaba que le llamase Gabe, especialmente
durante el sexo. Gabe tiró el cigarrillo por la ventanilla y diminutas
partículas de ceniza incandescente bailotearon en el aire.
—Me lo hubieras dado a mí. —Gabriel frunció las cejas y lo miró como
un padre hubiese mirado a un hijo adolescente.
—Eres muy joven para fumar —le dijo. El chico bajó la cabeza. Sus
hombros se sacudieron en medio de una risa cristalina. Revoleó los ojos,
esos ojos azules mezclados de cielo y de mar.
—Soy muy joven para fumar... —susurró—. ¿Y para acostarme contigo?
—Gabriel sintió una punzada de culpa. No era la primera vez que la sentía y
suponía que no sería la última.
—Micky...
—Ya, discúlpame. No quería hacerte sentir mal, ¿me perdonas? —El
muchacho se hizo un ovillo contra su cuerpo, escondiendo la cabeza en su
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pecho.
Y Gabriel le dijo que lo perdonaba, por supuesto: porque ese era el
trabajo de Gabriel, perdonar.
—¿Cuántas Ave maría tengo que rezar, Gabe? —
Gabriel forzó una risa. A través de la ventanilla podía ver las luces
lejanas del pueblo y la densa niebla que se había acumulado en el cielo
desde que habían instalado aquella fábrica que todos los días quemaba
combustibles. Era el mayor sustento del pueblo pero, a la vez, su asesino
silencioso. Varios niños del orfanato, débiles y mal alimentados, ya habían
sido internados en el hospital a causa de las dificultades para respirar.
Gabriel estaba indignado. Él mismo había donado sangre para las venas de
aquellos niños. Y pensaba que, aunque el alcalde del pueblo no pudiese ser
donante por ser diabético, seguramente le faltaban un par de litros…
Micky olía a jabón. El cabello de la nuca estaba mojado; se había
bañado antes de acudir a la cita. Gabriel sintió envidia se esa agua y esa
ducha. Habían visto a Micky como él Gabe jamás lo había hecho: totalmente
desnudo. Sus encuentros siempre eran furtivos y alejados del centro del
pueblo. Nunca habían podido ir a un hotel porque todos los habitantes del
lugar sabían quién era Gabriel. Todos lo habían visto al menos una vez. En
la comunión del sobrino, en el bautismo del nieto o en el casamiento de tal
o cual prima.
—El año que viene te confirmas.
—Sí. Quisiera que fueras mi padrino, ¿no se puede, verdad?
—No, lo siento.
—Entonces quiero ser tu monaguillo el domingo, ¿puedo?
—Por supuesto —Micky emitió una especie de ronroneo suave en señal
de agradecimiento y Gabriel tuvo que tragarse las lágrimas que se le
agolpaban en los ojos. Sentía que se le quebraban los hombros. La bestia
que cargaba en su espalda ya le estaba traspasando la piel y le masticaba la
columna vertebral. Esa bestia tenía dos nombres: eran dos, dos bestias
gemelas. Y ninguna le ganaría a la otra diciendo basta, Gabriel siempre
estaría dividido en esas dos partes, intentando mantenerse a flote.
Esas dos bestias se llamaban Amor y Horror.
Para muchos, lo que sucedía entre Gabriel y Micky no habría sido más
que un horror. Pero para Gabriel, que sabía lo que sentía aunque jamás lo
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hubiese sentido antes, eso era amor.
Y mientras Micky jadeaba en su oído ganaba Amor, gritando que si lo
que hacía era un pecado, que viniera el mismísimo Dios a arrancarlo de los
brazos de ese ángel lujurioso que se mantenía aferrado a su espalda como
si en ello se le fuese la vida.
—¡Gabe!
Una oleada de aire frío penetró por la ventanilla y Gabriel sonrió,
agradecido. El aire le lamió el rostro sudoroso, el cuello, se coló por sus
oídos y llegó a su cerebro. La electricidad del orgasmo comenzó a tirar de él
hasta la cima…
Eran las dos y media de la madrugada cuando Micky se fue. Contento e
íntimamente satisfecho, Gabriel se sentó en el asiento del conductor. Pateó
los dos preservativos usados que estaban sobre el pasto, los cubrió con un
poco de tierra y se puso el sobretodo. Comenzaba a sentir frío a causa de la
transpiración que se le secaba en el cuerpo.
Abrió la puerta del auto. Se giró. Alguien se acercaba entre los
durmientes. Gabriel oyó sus pisadas, el crujido de las hojas secas.
Distinguió una sombra, pero no pudo ver más que sus contornos
irregulares, recortados contra una oscuridad aún más filosa.
La sombra fue agrandándose conforme pasaban los segundos. Gabriel
quiso buscar sus gafas, pero no recordaba dónde las había puesto. Pensó
que quizás se tratara de algún animal, pero entonces la sombra se alargó y
se volvió sólida, tan sólida como el humo de la fábrica, como los esputos de
los niños que morían poco a poco en el hospital de Magdala.
—¿Mick...? —pero no pudo terminar el nombre. Cuando logró darse
cuenta de que estaba en el suelo, ya era demasiado tarde para él.
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PRIMERA PARTE
Capítulo uno: LA POSADA DE MAGDALA
Mathias se puso de pie. Los alumnos se revolvieron en sus asientos: sabían
lo que ocurría cada vez que el profesor se paraba. Algunos suspiraron y se
prepararon para un discurso ininterrumpido; tomaron sus lapiceras y se
dispusieron a oír. Otros, sacaron de los bolsillos las pequeñas grabadoras y
aguardaron a que el profesor comenzara a hablar. Pero éste no lo hizo.
Mathias era uno de los docentes más jóvenes de la Orden Judas
Iscariote. Apenas había acabado su entrenamiento hacía cinco años y
combinaba sus misiones con la enseñanza. No era el profesor titular de esa
cátedra, pero luego de dos meses de suplencia, los alumnos ya se habían
acostumbrado a él. La mayoría no quería que se fuera. Mathias hacía que
las clases fueran más relajadas, explicaba bien y a veces se atrevía a lanzar
chiste. Tampoco le molestaba que lo interrumpieran para hacer preguntas y
el primer día de clases pidió que lo llamaran por su nombre de pila.
Mathias volvió a sentarse. Algunos alumnos carraspearon. El hombre
miró por la ventana e, imitando a clase, suspiró.
—El profesor Bonhaut vuelve la próxima semana —dijo, juntando las
manos sobre el escritorio. Los estudiantes chasquearon la lengua, en señal
de disgusto—. Mañana será nuestra última clase. Me han encomendado una
misión urgente. Como Bonhaut los pillará ya en fecha de exámenes, ¿qué
tal si repasamos lo que hemos estudiado hasta ahora?
Mathias se paró y comenzó a escribir en la pizarra:
TRASGOS
ÍNCUBOS
REACTOR ESPIRITUAL
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POLTERGEIST
FANTASMAS
POSESIÓN DEMONÍACA
—La primera vez que realicé un exorcismo no estaba del todo
preparado. La víctima era un hombre adulto que había matado a su hija y a
su esposa en medio de un ritual satánico…
Los alumnos se perdieron en el relato de Mathias. Él era uno de los
pocos profesores que se atrevía a contar experiencias personales, que no
temía horrorizarlos con descripciones o confesar que en ocasiones había
sentido miedo. Alguno mencionó un homicidio que había tenido lugar en
Vierne, en una zona rural. Tres miembros de una secta habían sido
brutalmente asesinados.
—Abran el libro en la página doscientos veinte —pidió Mathias—. Lean la
definición de íncubo.
—Demonios de apariencia humana… —comenzaron los alumnos.
«Demonios de apariencia humana que seducen una mujer o un hombre
con el propósito de reproducirse o simplemente buscar placer. Algunos, los
de más alto rango, poseen colmillos con los que administran a la presa una
sustancia afrodisíaca y sumamente eficiente, de composición desconocida,
que les hace desvariar, creando fantasías, con lo que se entregan al íncubo
o a la súcubo sin siquiera oponer resistencia...»
—¿Cómo identificarían a un íncubo?
Los alumnos permanecieron en silencio por unos instantes.
—Puede sentirse cierta… atracción homosexual —dijo un muchacho de la
primera fila. Mathias dio un respingo y apartó la mirada.
—¿Y si es una mujer, una súcubo? ¿Cómo la distinguirías de una mujer
normal?
Comenzó el debate. Algunos afirmaban que la atracción que un humano
podía sentir hacia el íncubo o la súcubo era la clave: una sensación de
desesperación, como un embotamiento de los sentidos.
—¿Qué pueden decirme de los reactores espirituales? ¿Quiénes fueron
sus supuestos creadores? —preguntó Mathias.
—Los celtas —dijo el muchacho de la primera fila—. Son espíritus que se
atan a una familia para ser alimentados con su sangre.
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—Si se les da otra sangre, se enfadan —destacó otro chico.
—¿Sólo pueden servir a una familia? —inquirió Mathias, mirando los
jóvenes por encima de sus anteojos.
—A un reino, a un país…
Mathias sonrió y se quedó en silencio.
—¿Y a una compañía multinacional? —exclamó, y los
iscariotes
estallaron en risas—. ¿Por qué no?
El timbre de fin de clases puso fin a las carcajadas. Mathias saludó a los
jóvenes y les deseó suerte en los exámenes. Asimismo, ellos le desearon
suerte en su próxima misión.
Mathias Malkasten detuvo el auto y asomó la cabeza por la ventanilla.
Le había parecido extraño, tal vez poco sospechoso. Pero, ¿qué clase de
hombre sería si dejaba a una mujer indefensa en los brazos de aquel frío
infernal? Estaba sentada sobre un tocón, con las botas enterradas en la
nieve y los rizos cayendo sobre su rostro como una cascada de tirabuzones
negrísimos. Fumaba tabaco y el humo escapaba por su boca mezclándose
con los tibios vapores de su aliento.
—Hola —le dijo a Mathias, levantando la mirada. La voz evidenciaba un
chico.
¡Un chico!
Sin embargo, a Mathias le pareció poco más que un niño. El niño
entrecerró los ojos y lo inspeccionó por una fracción de segundo. Le ofreció
el cigarrillo. Sin pensarlo siquiera, Mathias lo aceptó y le dio una profunda
calada.
—Gracias. ¿Estás perdido?
—Más o menos.
Mathias no supo exactamente qué significaba estar más o menos
perdido, pero no preguntó nada.
—Ven. Sube.
El joven se llamaba Belluse y era nativo del Viejo Mundo. Tuvo que
repetir tres veces su exótico nombre para que Mathias lo comprendiese. Lo
pronunciaba Belús.
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—¿Por qué dejaste Europa?
Silencio.
—Porque no me la pude traer.
Belluse tenía una pequeña cicatriz en el cuello. La cicatriz tenía cinco
años. El saco negro de piel tenía un año; los pantalones, tres meses; los
borsegos, dos días; el chicle, seis horas. Los ojos tenían diecinueve años.
Belluse tenía diecinueve años y dos meses; uno como puto, pero de eso
prefería no hablar. Su novio, ahora ex novio, era quien lo había dejado allí
tirado, en medio de la nieve y a merced de ese jodido frío que calaba los
huesos. Se habían peleado porque Belluse estaba cansado de hacerlo de pie
y el tipo le había dicho que ya estaba harto de sus berrinches. Belluse le
había soltado «hijo de puta» y el otro le había levantado la mano. Entonces
Belluse le había gritado «gordo maricón ojalá te den por el culo» y el tipo le
había tomado del cuello del saco y lo había sacado del auto de un empujón.
Y ahí estaba. Bien jodido. En todos los sentidos.
El rostro de Mathias era un poema. Inspeccionó por un momento al
muchacho. Era esbelto y tenía unos impresionantes ojos claros que
centelleaban furiosamente bajo las oscuras pestañas. Era palidísimo. La
mata de cabello negro empolvado de nieve se le desparramaba por los
hombros.
—¿Dónde te hiciste esa cicatriz?
—¿Cuál de todas?
—La del cuello...
—No me acuerdo.
Entonces Mathias le contó que se llamaba Mathias. Belluse asintió, tal
vez esperando que su compañero de viajes extendiera un poco más el
discurso. Pero Mathias no lo hizo, decidiendo concentrarse en el camino que
tenía por delante.
Belluse se encogió de hombros y sacó otro cigarrillo. Había dos
opciones: o ese hombre era un violador o un asesino, o era un perfecto
idiota. ¿Recoger a un desconocido en medio de la nada? Belluse tenía
suficiente experiencia como para anteponer su seguridad personal a su
caridad.
Bueno, pensó Belluse, estirándose y apoyándose completamente en el
asiento, soy yo el que está en el auto de un desconocido. Y lo mejor de todo
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es que es un desconocido bastante guapo.
Anochecía. Belluse no tenía dónde dormir y Mathias lo invitó a cenar
junto a él en la posada del camino. Se encontraban en las tierras de
Magdala, una pequeña ciudad campestre salpicada de aldeas y leyendas.
Mathias le había preguntado a Belluse si se dirigía a algún sitio en especial.
—A donde sople el viento —fue su respuesta.
La posada hervía entre los insultos de los borrachos y los compases de
una canción country que salían de una vieja radio. El aroma a alcohol y
aceite frito les inundó el olfato y les recordó cuánta hambre tenían. Mathias
no había comido nada desde la mañana. El chicle de Belluse había perdido
el sabor hacía tres horas.
Cuando se sentaron, una mujer pelirroja se paró frente a ellos soltando
un áspero buenas noches oloroso a coñac y a maní rancio.
—Dos hamburguesas. Y una cerveza —pidió Mathias.
—No me gusta la cerveza –replicó Belluse.
La pelirroja puso los ojos en blanco. La nieve desdibujaba los contornos
de las casitas que se vislumbraban tras la ventana.
—Una hamburguesa. Y dos Pepsi.
Mathias levantó los ojos. Belluse lo observaba comer en silencio. El
muchacho tenía los brazos cruzados sobre el pecho y agradecía que los
gritos y las risas de los borrachos se oyeran por encima de los crujidos de
su estómago. El chicle ya era un trozo de goma fofo y Belluse creía que
faltaba poco para que su estómago comenzara a fagocitarse por su propia
cuenta el resto de sus órganos. Se puso de pie lo más elegantemente que
pudo. Se quitó el saco de piel sintética y el suéter. Abajo llevaba una
camiseta de tirantes muy delgados.
Vaya, pensó Mathias. El chico era realmente atractivo. El comienzo de
un tatuaje se asomaba con timidez por encima del elástico de sus bóxers.
Sus largas piernas envueltas en cuero se alejaron unos pasos. Sus brazos
desnudos se apoyaron sobre una mesa y el tatuaje se ocultó. El pantalón
oscilaba peligrosamente de su cintura y el hueso de la cadera se delineaba
con voluptuosidad sobre la carne pálida. Mathias apuró la cerveza y se
imaginó a sí mismo mordiendo esa carne. El dueño de esa carne, Belluse, el
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puto, le sonreía a un borracho y le susurraba algo al oído.
Mathias dio un respingo de sorpresa.
El borracho alargó la mano hacia Belluse, intentando tocarle la pierna o
el trasero. Belluse soltó una carcajada y echó la cabeza hacia atrás. Su
sedosa cabellera, sus rizos como tirabuzones de algodón teñido de la
oscuridad de la noche, se mecieron en el aire y flotaron al compás de la
música, las gritos de los ebrios y los chillidos de las prostitutas.
Belluse se sentó arriba del borracho y le dijo algo al oído. Minutos más
tarde, la pelirroja llegaba a la mesa con una bandeja repleta de comida
entre los brazos.
—¡Estoy tan lleno! —gimoteó Belluse, sosteniéndose el vientre.
—Qué bien —bufó Mathias—. Vaya numerito has montado.
Belluse se le acercó lentamente y Mathias le sostuvo la mirada. Ninguno
dijo nada. El muchacho le guiñó un ojo y, deslizando una pierna por encima
de Mathias, se sentó sobre sus muslos y le sonrió con una mueca divertida.
—No me gustan los hombres —balbuceó Mathias.
Se giró hacia la ventana y contempló la noche. Por encima de los
árboles, un cielo de color violeta se había desplegado como un gigantesco
hematoma.
Belluse parpadeó y se mordió el labio, en un gesto tan irritante como
provocativo. Se encogió de hombros. Luego ladeó la cabeza y señaló al
borracho con un gesto. El cuello quedó totalmente expuesto y Mathias quiso
saber cómo demonios ese muchacho había obtenido semejante cicatriz.
—Es el dueño de la posada —le susurró Belluse a Mathias al oído, con
una voz ahogada que no podía presagiar nada bueno. O nada malo—. Y nos
invita a pasar la noche aquí. Gratis.
La habitación sólo tenía una cama matrimonial, dos mesitas y un closet
minúsculo. Pero, para sorpresa de ambos, tenía un baño propio. Era el
único dormitorio que tenía baño privado, según la pelirroja.
—¿De casualidad tienes una batería pequeña? —le preguntó Belluse,
quitándose las botas.
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—¿Para un reloj?
—No, para uno de estos.
Belluse vació los bolsillos de su saco de piel y le mostró un par de
audífonos y un reproductor de música no más grande que la tapa de una
botella.
Mathias revolvió su bolso y sacó un aparato delgado, muy similar a un
radio portátil. Era un medidor de campos electromagnéticos y Belluse fingió
no verlo. Mathias alzó los ojos apenas mientras le quitaba la única batería.
—¿Te sirve?
—Sí, gracias.
No le agradaba tener que desprenderse de la batería, pero sabía que
cuando llegara a su destino, eso era lo último de lo que tendría que
preocuparse. Exhausto y de espaldas a la cama, se quitó el saco, los
zapatos, los calcetines... Belluse soltó un silbido largo y sutil.
—¿Sucede algo? —exclamó Mathias, dándose la vuelta. El chico lo
contemplaba desde la cama, con los brazos cruzados detrás de la cabeza y
una sonrisa radiante.
—Estás bueno.
Mathias se puso tenso. Jamás le habían dicho que estaba bueno y
mucho menos un hombre. Un aguijonazo de algo parecido a la nostalgia se
instaló en su interior. Un bochorno caliente e incómodo le tiñó las mejillas.
La sonrisa de Belluse se intensificó.
—Óyeme bien. Sólo te recogí para que no te murieses de frío allí en la
nieve. Estoy aquí contigo para ahorrarme el dinero de una habitación. Ya te
he dicho que… no me gustan los hombres. Y menos los niños.
—¿Niños? —gritó Belluse. Mathias se sobresaltó—. ¡Que te den! —Sin
decir nada más, Belluse se metió en la cama y cerró los ojos.
Sintiéndose un poco culpable, Mathias lo imitó.
Joder, pensó el hombre, contemplando el largo cuerpo que yacía a su
lado. Pero luego sonrió. Hacía menos de diez horas había estado
entumecido por el frío dentro de su auto…
Mathias se despertó al alba. Adormilado, se asomó por la ventana del
dormitorio. Un cielo pálido y sangrante enmarcaba la postal de aquel
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desolado paisaje. Suspiró. En la lejanía podía distinguir los altos muros de la
Casa Madre de Garibaldi como un manchón negruzco estampado sobre el
gelatinoso cielo. Garibaldi, su destino.
—¿Qué miras, cariño? —susurró la suave voz de Belluse. Le había
entrelazado los brazos alrededor de la cintura. El enojo parecía haberse ido,
pero Mathias descubrió que se sentía de muy mal humor. ¿Por qué había
tenido que encontrarse con un muchacho homosexual? Ya con Santiago
tenía suficiente. Santiago, el adinerado y perfecto Santiago, follándose
cualquier cosa que se abriera de piernas para él. Mathias contemplaba el
ambiente en el que Santiago se desenvolvía con tanta soltura, y suspiraba
pensando que él jamás encajaría allí. Habría dado tanto por lograr encajar…
—Suéltame. Ya te dije que no soy gay, ¿por qué habría de preferir a un
hombre en vez de a una mujer?
Y tenía envidia, en cierto modo, de ese chico cuatro años menor que él,
que podía gritar su homosexualidad a los cuatro vientos.
—No te enfades —susurró Belluse, sonriéndole—. Hay hombres que
simplemente somos así. ¿Tiene algo de malo? No somos freaks ni nada
parecido.
—Son… promiscuos —dijo Mathias, bajando la vista hasta sus pies
descalzos.
Belluse se sentó sobre la cama. Mathias lo contempló, cuidando de no
detener la mirada en esos sitios que podrían revelar que mentía.
—¿A qué le llamas promiscuidad? ¿A acudir a saunas o cines o bares a
tener sexo con desconocidos? Si nos discriminan, nosotros nos escondemos.
Nos tratan como ratas y se horrorizan de lo que somos. De lo que ellos
mismos han provocado.
—De todas formas es…
Belluse frunció las cejas y se puso de pie.
—Qué poco tacto tienes. Con ese carácter dudo que se te acerque mujer
alguna. Tienes una personalidad horrible.
—Déjame en paz.
—¡Cielos! Siempre estás a la defensiva, ¡relájate, hombre!
Mathias se dio la vuelta. El chico tenía una toalla alrededor de la cintura;
olía a jabón y a desodorante masculino. Era una fragancia agradable,
fresca.
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—Puedes usar el baño si quieres —exclamó Belluse, con un gesto de su
mano.
—No. Me bañaré en cuanto llegue a mi destino —dijo Mathias,
echándose sobre la cama.
—¿Cuál es tu destino?
—No te importa.
Belluse suspiró, resignado, y sacó de su bolso una muda de ropa. Una
camisa gris, sencilla, de mangas largas y unos vaqueros negros.
—Joder —maldijo en voz alta—. ¿De casualidad no tienes ropa interior
para prestarme? Te la pagaré si no quieres que te la devuelva.
—¿No tienes para cambiarte?
—Tengo, pero es que...
Y le mostró a Mathias una ropa interior femenina de encaje negro.
—Dejé mi bolso pequeño en el auto de mi ex. Tendré que andar sin
nada, como en las películas porno.
Mathias no pudo evitar soltar una carcajada.
—Yo no le veo nada de malo.
Belluse le devolvió una sonrisita divertida.
—Te has reído. –Y le guiñó un ojo.
Entonces Belluse se quitó la toalla, quedando totalmente expuesto ante
Mathias, y pasó ambas piernas por aquella prenda ridícula.
—¿Te gusta cómo me queda?
Mathias no le respondió. Era una escena un tanto obscena, sí, pero no
podía afirmar que le disgustara del todo. Meneó la cabeza, simulando
estárselo pensando.
—¿De quién es eso? Si se puede saber —preguntó. Sentía que las
mejillas le ardían.
—David y sus jueguecitos. Es un degenerado, pero sabe divertirse.
—¿Tu ex?
—¿David? Sí... mira. —Belluse revolvió en la mochila por un momento.
Sacó algo que a Mathias le pareció un trozo de tela de terciopelo y una cofia
con encaje blanco.
—Es un disfraz de sirvienta —susurró, en voz baja. Y con una sonrisa
disimulada se encasquetó la cofia.
—Por Dios —musitó Mathias, boquiabierto.
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Ese muchacho era todo un circo. Primero, se lo confundía con una chica,
con semejante saco de piel… Luego, el numerito con el dueño de la posada.
Ahora, los disfraces. ¿De dónde había salido ese chico? Y lo que era más
importante: ¿a dónde se dirigía?
—¿Te parece extraño?
—¡Claro que sí!
—A mí me parece perfectamente normal —dijo Belluse, tranquilo,
encogiéndose de hombros—. Es algo normal, tanto en las relaciones gay
como en las hetero, ¿nunca tuviste fantasías de ver a tu novia vestida de
conejita de Playboy?
—No tengo novia —interrumpió Mathias. Agachó la cabeza y se miró las
manos. Eran unas manos blancas, de dedos largos. «Dedos de pianista»,
solía decir Santiago. Y no, Mathias nunca había tenido una relación amorosa
con una mujer. Natascha no contaba. Natascha era una amiga, y además,
era lesbiana.
Belluse entornó los ojos.
—Sólo una mujer con la que... tengo sexo a veces.
Lo había hecho con Natascha, y la cosa le había gustado un poco. Vale,
no le había gustado nada, pero al fin y al cabo eran íntimos amigos y
conocían muy bien las penas del otro. Un par de copas, tal vez algo de
hierba… y acababan en la cama, dando rienda suelta a su imaginación y a
sus pasiones dormidas.
—Ah, pues qué triste. Estar enamorado y tener pareja está bueno… —
Belluse se recostó en la cama, al lado de Mathias, aún con la cofia en la
cabeza—. Aunque si no te corresponden es feo, sí... Yo me sentí usado una
vez, ¿sabes? Me costó decir basta porque de verdad lo quería, pero no
podía seguir abusando de mi cuerpo de esa forma. Tenía gustos
retorcidos... esposas, cadenas. Los disfraces están bien y hasta me gustan,
pero los látigos y esas cosas no me van. Oye, di algo, si no quieres hablar
sólo dímelo y me callo la boca.
—No... Está bien —susurró Mathias. Le manoteó la cofia y se la quedó
viendo unos instantes—. ¿Te la compró él?
—David, sí. No es malo, pero creo que prefiere a las mujeres después de
todo.
—¿Por qué?
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—No lo sé. Nunca me trató como un hombre trataría a un hombre, ¿me
entiendes? —Belluse se echó de espaldas sobre la cama.
—No.
—Claro, no eres gay. No lo sabes —dijo el chico. Mathias sintió una
punzada de tristeza, aunque le pareció notar un dejo de sarcasmo en la voz
de Belluse—.Hay, entre ciertas cosas que suceden entre dos hombres,
algunas que no hacíamos.
Belluse se dio la vuelta sobre la cama, y apoyó la barbilla entre las
manos.
—¿Comprendes?
—Creo.
—Bueno, ya te hablé de mí. Ahora cuéntame tú.
Mathias suspiró.
—¿Qué quieres saber?
—¿Por qué no tienes novia? ¿Eres muy exigente? —Belluse alzó las
cejas, a la espera de una respuesta que satisficiera su curiosidad, pero en
vez de eso Mathias sólo dijo:
—Tengo otras prioridades.
—¡Vamos! ¿Qué puede haber más importante que el propio bienestar?
—¿Y si yo estoy bien así?
Belluse chasqueó la lengua y frunció el ceño.
—No te creo.
—No me importa.
Mathias apartó la mirada. Belluse sonrió con indulgencia. Ese hombre se
le antojaba tremendamente interesante, además de tentador. Era bastante
alto y tenía el cabello y los ojos castaños. Sus labios eran delgados y tenía
los pómulos marcados y un mentón fino.
A Belluse le gustaban altos y fuertes, que pudiesen alzarlo y lanzarlo a
la cama sin ningún esfuerzo. Bueno, eso no era mucho problema. Él apenas
pesaba sesenta y siete kilos. Ah, pero ese Mathias… Se notaba que había
recibido algún tipo de entrenamiento físico. No tenía los exagerados
músculos de David, pero era evidente que habría podido alzarlo y lanzarlo a
la cama sin inconvenientes. El pequeño examen de Belluse no acabó allí.
Mathias usaba gafas, sí. Gafas para leer. Y leía mucho. Las leves marcas
ovaladas justo a los costados del puente de su nariz lo delataba. Y además,
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las manos. Tenía un pequeño calló en el dedo medio, provocado por horas y
horas seguidas de sostener el bolígrafo.
—¿De qué te ríes? —replicó Mathias.
—Así que eres un intelectual, ¿eh? —susurró Belluse, acercándose a él a
gatas. Mathias contuvo un gruñido—. ¿No te gustaría intentar nada con un
chico? Me encantaría revolcarme contigo.
Mathias no se lo podía creer. Aquel mocoso era un verdadero acosador.
Un acosador bastante deseable. Pero no podía. No debía. No debía y no
podía porque había sido educado con una estricta concepción de lo que
estaba bien y lo que estaba mal. Y, a pesar de que en ninguna piedra
estaba escrito que los hombres no debían encamarse con hombres, para él
era sinónimo de perversión. Porque estaba en la Biblia, ¿no?
Belluse pasó una pierna por encima de las de Mathias y se encaramó
sobre él, con una sonrisa divertida. Luego se inclinó hacia su rostro,
mientras la incipiente barba le raspaba la mejilla.
—No parece desagradarte. Eres un mentiroso —murmuró en su oído,
moviéndose descaradamente sobre él. Mathias sólo se dejó hacer.
Sosegado y complacido por algo que pocas veces había experimentado,
lo rodeó con un brazo. Atravesó con los dedos el calado del encaje de las
bragas y sintió los deditos traviesos de Belluse
escabulléndose bajo su
camiseta y subiendo por su pecho.
—Mngh, ¿qué tienes aquí? Un rosario. Qué bonito...
—Suéltalo. No lo toques. Quítate de encima —Mathias lo apartó de un
fuerte empujón y Belluse se cayó de la cama. Volvió a ocultar el rosario de
cristal de roca bajo la camiseta.
comprender.
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Belluse no dijo nada. Comenzaba a
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Capítulo dos: LA CASA MADRE DE GARIBALDI
—Bájate, vamos —exigió Mathias, por quinta vez. Belluse empezaba a
impacientarse. Habían abandonado la posada hacía media hora. Se habían
retrasado a causa de la nieve, para colocar las cadenas alrededor de las
ruedas. El sol de la tarde se asomaba entre las ramas de los árboles como
una moneda de oro incandescente, arrancándole destellos luminosos al
camino cubierto de nieve.
—Oh, por favor, déjame ir contigo, Matt...
—Bájate del auto —exigió el hombre, entre dientes. ¡Joder, ya era
suficiente!
—¿Sólo unos cuantos metros más, sí?
—¡Que te bajes! ¡No puedo llevarte conmigo!
—¿Te diriges hacia aquella mansión, verdad? —preguntó Belluse,
señalando con la cabeza la fantasmal y oscura sombra de la Casa Madre de
Garibaldi. Mathias suspiró, rendido. Observó con los ojos entornados el
castillo, cuyas torres se elevaban hacia el cielo como agujas atravesando las
nubes. Tuvo que aceptar que el sitio no lucía para nada agradable.
—Sí.
Y entonces el chico reveló:
—Yo también. Vayamos juntos.
Mathias torció el gesto y gruñó.
—¡Te digo que te bajes del auto, demonios! —gritó, golpeando el
volante con el puño. Belluse se alarmó.
—Eeh, tranquilo, cariño. Mírame bien… —Y se volteó—. ¿Ves este
tatuaje? ¿Lo ves, no?
Belluse se había puesto de costado y se había subido el abrigo y la
camisa. Por encima del elástico de los bóxers, Mathias pudo contemplar el
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tatuaje que el joven tenía en la espalda.
—¿Sabes qué significa este tatuaje, Matt?
Mathias lo examinó con atención. Completamente hecho en tinta negra,
se trataba de una calavera atravesada por una espada, desde el cráneo
hasta la base. Grotesco. La calavera tenía la boca abierta, y una serpiente
salía de su boca, abriendo las fauces y enseñando los colmillos.
—Soy un cainita, Matt —sentenció Belluse.
Mathias se quedó perplejo.
—¿Qué?
—Lo que escuchaste, cariño —replicó con una risita, acomodándose la
ropa. Lo miró sonriente, con los azules ojos centelleando de satisfacción—.
Anda, llévame a la Casa Madre de Garibaldi, no seas malo, ¿sí?
Mathias calló. Estaba pasmado.
—¿Por qué no me lo dijiste...?
Los Vasallos de Caín eran una organización de asesinos profesionales. A
Mathias se le antojaba increíble que ese muchacho fuese un asesino. Pero
era verdad, tenía que serlo. El tatuaje era auténtico: en ningún sitio legal se
lo habrían hecho a cambio de dinero. Pero, lo que era más importante y
más preocupante: ¿por qué la Orden de Garibaldi tenía tratos con
semejante grupo? Los Cainitas eran temibles y, como su nombre lo
indicaba, seguían la tradición de Caín, el primer asesino de la historia. Eran
maestros a la hora de matar y se rumoreaba que practicaban sangrientos y
obscenos rituales. Llevaban a cabo sus misiones en un secretismo absoluto
y mantenían oculta su identidad a toda costa. Aceptaban encargos, pero
analizaban a fondo cada propuesta antes de aceptar la misión. No
realizaban cualquier trabajo. Y ese era el mayor secreto de todos: eran
asesinos, sí, pero nadie sabía a ciencia cierta qué era lo que asesinaban.
—¿Tienes un encargo que realizar en Garibaldi? —preguntó Mathias,
eligiendo las palabras con cuidado.
—No lo sé. Me eligieron de entre todos mis compañeros para venir aquí,
pero no tengo idea de por qué los Garibaldi me necesitan. Dijeron que era
urgente. —Belluse se estiró y apoyó una mano sobre el muslo de Mathias. El
hombre dio un respingo, y Belluse se rió suavemente—. ¿Tú quién eres,
Matt? —interrogó.
—Un iscariote.
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Belluse sonrió y, apoyándose sobre el respaldo del asiento, pasó los
brazos por detrás de su espalda.
—La respetable Orden Judas Iscariote —canturreó el muchacho—. Un
placer.
Mathias lo miró de soslayo. Belluse lo había engañado a la perfección.
Se sintió estúpido. Nadie le había dicho que iba a tener un compañero de
misión y mucho menos que se tratase de un cainita. ¡Mathias era un
iscariote, Cristo! ¿Qué se suponía que iba a hacer con un cainita?
La Orden Judas Iscariote se encargaba de resolver asuntos relacionados
con
sucesos
paranormales.
Espíritus
burlones,
fantasmas,
vampiros,
demonios, íncubos. Mathias había heredado de su padre un dormitorio en la
Orden y se había destacado en exorcismos y habilidades psíquicas.
—¡Por aquí, por favor! ¡Estacione!
Mathias detuvo el auto de golpe, y su espalda rebotó contra el respaldo
del asiento. Un hombre alto y grueso, vestido de azul, los iluminaba con una
linterna.
¿Una linterna?
¿Ya había anochecido?
—¿No puedo entrar con el auto? —replicó Mathias, desorientado,
alzando la vista hacia cielo.
Sí, ya era de noche.
El cielo se había teñido de un alarmante azul eléctrico.
—El estacionamiento es aquí, ¿Belluse Darienne Sabik, Vasallos de Caín?
—preguntó el guardia, cegándolo momentáneamente con su linterna.
—Ése soy yo.
El hombre apartó la mirada de Mathias e inspeccionó a Belluse,
levantando las cejas. Bajaron del auto, y Mathias se encargó de sacar el
equipaje de los asientos traseros.
—¿Usted es Mathias Johann Malkasten?
—Ajá.
—Pruébenlo, por favor.
—Con gusto —dijo Belluse, y le mostró la calavera de su espalda. El
hombre iluminó la piel del joven y esbozó un gesto de desagrado al ver el
horrendo tatuaje. Belluse, en cambio, parecía feliz de poder exhibirlo.
—Bien, ¿usted?
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Mathias se apartó el cabello de la nuca y reveló un círculo de espinas
alrededor de una rosa sangrante.
—¡Qué bonito! —chilló Belluse, emocionado, poniéndose en puntillas
para observarlo mejor. Mathias le dirigió una mirada asesina. El guardia
torció el gesto, aún sin poder creer que ese muchacho de apariencia
afeminada fuera un cainita.
—Documentos de identidad, por favor.
Belluse chasqueó la lengua.
—¿Le sirve mi tarjeta del club de fans de Marilyn Manson?
El guardia contempló a Belluse seriamente, sin contestar. Mathias alargó
el registro de conducir, el hombre lo examinó un momento y se lo devolvió.
—¿No tiene nada que pruebe su identidad? —le preguntó a Belluse.
—No, pero puedo hacer que Matt se caiga muerto antes de que se dé
cuenta de que lo atravesé con mi cuchillo envenenado.
Mathias se alarmó. Era la primera vez que Belluse daba verdadera
muestra de ser peligroso. El hombre abrió la boca y tragó saliva.
—No, está bien. Pueden pasar. El tatuaje se ve auténtico...
—Gracias —sonrió Belluse, guiñándole un ojo. El guardia se estremeció
visiblemente.
—¿El equipaje?
—No se preocupen, cuando lleguen a sus habitaciones ya estará allí.
—¡Qué considerados! —se alegró Belluse, adelantándose a saltitos.
Mathias no se lo podía creer. ¿Eso significaba que tendría que trabajar
en un caso junto a ese muchacho? Se volvería loco. La nieve del camino
había comenzado a derretirse y el incesante crujido de las hojas secas
sonaba a su paso, acompañándolos en medio de la oscuridad. El camino
estaba señalado por dos hileras de árboles, elegantes nobles desnudos en
medio de aquel invierno que se abría paso en el pueblo de Magdala. Era la
primera vez que Mathias visitaba Magdala y sabía que no sería la última.
—Tonto —masculló—. Van a revisar nuestro equipaje. Y eso no es
ninguna muestra de gratitud. Al contrario, significa que no confían del todo
en nosotros.
El hecho de que Garibaldi contratara miembros de otras organizaciones
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no le parecía extraño a Mathias. Garibaldi sólo se limitaba a realizar viajes
de investigación y con el paso del tiempo, había empezado a consumirse.
Los entendidos llamaban a los miembros de Garibaldi coleccionistas, y
Mathias aceptaba que tenían razón. Los Garibaldi coleccionaban hechos
históricos, mitos y leyendas. Hacía décadas, los iscariote solían acudir a los
Garibaldi para obtener informes específicos en el campo de lo religioso, pero
ahora, con los coleccionistas agonizando, Mathias sabía que eso se había
acabado. Los Garibaldi les dejaban el trabajo sucio a otras organizaciones
porque no contaban con el entrenamiento de antaño. Y aquello era una
lástima, porque en su época, pertenecer a la Orden de Garibaldi había
significado honor y gloria.
—¿Van a revisar mi equipaje? ¡No! ¡Eso es invasión de la privacidad!
—¿Qué llevas ahí?
—Bueno, además de mi armas... el disfraz, condones, un libro bastante
interesante…
Mathias disimuló una sonrisa.
—No creo que a nadie se le ocurra decir nada —dijo—. Me parece que
más bien te tendrán respeto. O miedo.
—¿Eso crees?
—Sí. Eres un cainita.
—Pero...
—Hace siglos que la Orden de Garibaldi no se dedica a combatir. Ahora
sólo son una organización de estudiosos.
—Como la Judas Iscariote —se atrevió a destacar Belluse, con voz altiva.
Mathias chasqueó la lengua en señal de negativa.
—Los iscariotes estamos entrenados en el campo de lo paranormal. Lo
que los Garibaldi saben en teoría, nosotros lo sabemos en la práctica.
Un ulular ronco y profundo sonó entre los árboles. Mathias levantó la
cabeza. Jamás había visto una lechuza. Belluse, alarmado, sacó de su
cinturón un cuchillo.
—Oye, ¿qué pasa? —replicó Mathias, divertido—. ¿Siempre reaccionas
así cuando te asustas? Baja ese cuchillo, que me sacarás un ojo.
—¿Qué fue eso?
—Una lechuza —dijo Mathias con tranquilidad. Era cierto, podía sentir el
aire volverse más denso con cada paso que daba y además, la oscuridad
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que se había presentado de un momento a otro no podía ser normal—. Al
parecer este lugar está maldito.
—¡¿Qué?! —replicó Belluse, horrorizado—. ¿Maldito? ¿Qué quieres decir?
—No lo sé. Ya preguntaremos cuando lleguemos. Anda, camina.
Belluse se quedó quieto, pálido como un papel y mirando a su alrededor
con el cuchillo en alto.
—¡No! ¡Yo no me quedaré a dormir en un lugar maldito! ¡Yo me vuelvo a
Hades!
Ajá, pensó Mathias. Conque la sede de los cainitas estaba en Hades.
Bueno, podría habérselo imaginado. Hades era la ciudad más decadente y
pérfida del país. Apodada Endless Infernum City, era el punto de encuentro
de mafiosos, narcotraficantes y mercenarios. Mathias había estado sólo dos
veces en Hades y había decidido que la ciudad no le gustaba para nada.
Parecía un sitio olvidado por Dios.
—¿Qué clase de Cainita eres que le temes a las maldiciones? —replicó
Mathias—. ¡Vamos, que ya ha anochecido!
Y se adelantó por el sendero.
Belluse alzó la mirada hacia el cielo. Soltó un gemido ahogado.
—¿Qué ocurre? ¡Apenas son las cinco de la tarde! ¡Eh, no me dejes
atrás!
Y corrió para alcanzar a Mathias.
—Cuando tenía cinco años —comenzó a contar Belluse—, me echaron un
mal de ojo. Soñaba todas las noches que me asesinaban de las maneras
más terribles. No se lo deseo a nadie, Matt.
Mathias lo miró de costado. Parecía estar diciendo la verdad y supuso
que la cosa tenía sentido: los cainitas no estaban entrenados en el campo
de lo sobrenatural y era normal que Belluse le temiese a algo a lo que no
podría enfrentarse con combos de artes marciales y cuchillos envenenados.
—Le temes a la magia oscura.
—Tenía cinco años, cualquier pendejo de cinco años se mearía encima
del susto. Esos traumas te quedan para toda la vida...
—No tengas miedo. Siempre que estés conmigo no tendrás de qué
preocuparte.
Mathias le dedicó una sonrisa divertida. Era la primera vez que Belluse
le veía una expresión tan amigable en el rostro. Mathias le parecía
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realmente guapo pero nada simpático. Ahora sabía que su carácter cerrado
se debía a su disciplinada y sobria educación de iscariote. Belluse no tenía
idea de cómo se manejaba esa organización, aunque sabía que la mayoría
de los profesores eran sacerdotes y monjes. Era comprensible que intentara
ocultar su homosexualidad. Pero nada saludable.
—¿Tu ex también es un Cainita?
La pregunta tomó a Belluse por sorpresa.
—¿Dave? Sí. Es el instructor de artes marciales.
¿Un profesor?, se dijo Mathias, algo sorprendido. ¿Los cainitas tenían
permitido mantener relaciones con sus profesores? Bueno, ahora sabía algo
más acerca de ese muchacho: era mucho más peligroso de lo que se había
imaginado.
—¡FIAT LUX!
El grito hizo que Belluse saltara un metro en el aire y que sacara
nuevamente su cuchillo. Mathias, alarmado, levantó la mirada del suelo y
sacó las manos de los bolsillos de su chaqueta. Su respiración comenzó a
normalizarse cuando pudo ver, iluminado por antorchas, el puente levadizo
que llevaba hacia el interior del castillo. Una formación de guardias se
ubicaba a los laterales del puente, con las antorchas extendidas hacia arriba
en un ángulo de ciento veinte grados.
—¿Tenemos que pasar por ahí abajo? —susurró Belluse, sin guardar el
cuchillo—. ¿No nos van a atacar, verdad?
—Claro que no, camina. Y guarda el cuchillo.
—No me des órdenes. Yo guardaré mi cuchillo cuando me entren ganas.
Las enormes puertas de la mansión se abrieron de par en par. Entraron.
El vestíbulo estaba adornado con la estatua de una virgen, de tamaño
natural. Vestía una túnica de color blanco perla y una capa celeste claro;
estaba descalza y bajo sus pies desnudos agonizaba una serpiente que se
enroscaba en torno a su tobillo. Había cuadros y tapices colgados en las
altas paredes de piedra, todos representando escenas religiosas: la última
cena, la crucifixión, la flagelación. Mathias advirtió que los tapices ilustraban
el Vía Crucis. Belluse se acercó a una mesita redonda, rodeada por tres
sillones bajos.
—Bienvenidos señor Sabik, señor Malkasten
—exclamó un hombre de
edad madura, de cabello oscuro entrecano. Vestía de traje negro y sostenía
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una bandeja plateada con dos objetos: un florete y un collar de grandes
cuentas de madera.
—Oh, de acuerdo —susurró Belluse, al parecer nada sorprendido.
Mathias no comprendía.
—¿No se ofende si uso mi cuchillo en vez de esta cosa?
El hombre de edad madura se encogió de hombros.
—Como usted guste.
—Gracias —dijo, poniéndose el collar—. ¿Dónde...?
—Aquí mismo.
Entonces Belluse se paró en la mitad del vestíbulo y adoptó lo que a
Mathias le pareció una posición de combate. Tenía el brazo izquierdo
flexionado, el puño a la altura de los ojos; la pierna izquierda adelantada, la
derecha atrás, ambas flexionadas. En la mano derecha tenía el cuchillo.
Aguardaba. Mathias se dio cuenta de que todos los guardias que se
encontraban en el puente estaban ahora repartidos por el vestíbulo, atentos
a Belluse. Pero Mathias seguía sin entender: ¿tenía que pelear con alguien?
¿Dónde estaba su oponente? Le echó una mirada al salón: a ambos lados,
derecha e izquierda, un pasillo se perdía en la oscuridad. Frente a él, detrás
de una puerta de vidrio opaco, pudo contemplar destellos de luz y manchas
de color verde: un jardín.
Belluse comenzaba a ponerse nervioso. ¿Y su contrincante? ¿Por qué no
aparecía? ¿Cuánto tiempo más le tendrían parado ahí, en medio del
vestíbulo? ¡Y para colmo los guardias no dejaban de mirarlo!
—¡Mortal combat! —gritó, para romper el hielo.
Los guardias soltaron una carcajada y Mathias se dio cuenta de que
había sido un chiste. Entonces un muchacho se adelantó de entre la
multitud y se ubicó frente a Belluse. Le llevaba como mínimo una cabeza y
le superaba notablemente en masa corporal. Pese a eso, Belluse no dio
muestras de acobardarse. El muchacho vestía un uniforme negro de artes
marciales y sostenía, al igual que Belluse, un cuchillo de combate. Mathias
se preguntó si aquella pelea con armas era correcta. Luego se dio cuenta de
que el objetivo de la lucha era quitar del cuello del otro el collar de cuentas
de madera sin provocar daño y para ello era necesario un objeto con filo. Se
saludaron con una inclinación, sin dejar de mirarse a los ojos…
Y comenzó la pelea. Mathias observaba, atento y sorprendido, cómo
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Belluse esquivaba ágilmente todos y cada uno de los ataques del otro joven.
Daba unos saltos altísimos y era notablemente veloz. Por más de que el
otro intentara golpearlo, Belluse siempre interponía el brazo izquierdo y
alargaba el cuchillo hacia el cuello, lo que obligaba al otro a alejarse.
Mathias no podía creer que Belluse pudiese mantener todo el tiempo sus
ojos fijos en los de su enemigo. Belluse se acercó con rapidez; pegó la
primera patada: de frente, con la pierna derecha; la segunda: de costado,
con la izquierda; giró el cuerpo y pegó la tercera patada: con la pierna
derecha y de costado. Entonces se oyeron seguidos sonidos de choque. El
collar del otro se había roto y las cuentas caían al piso. Belluse era el
vencedor.
Una ola de silbidos de ovación se oyó por encima de los modestos
aplausos. Pero las aclamaciones cesaron cuando el mismo hombre de edad
madura se acercó al luchador derrotado y le hizo alzar la cabeza, enseñando
el cuello. El muchacho negó, mostrando su piel intacta.
—¡Belluse Sabik gana!
Una anciana los llevó hasta un pequeño saloncito, donde les sirvió la
cena y les comunicó que el supremo de la Orden, el señor Reine Brice,
llegaría de un viaje a la mañana siguiente.
—¿Acaso no sabe por qué hemos sido contratados? —le preguntó
Mathias, mientras la mujer servía el vino. Ella contestó que no, pero Belluse
estuvo seguro de que había apartado la mirada.
Luego de la prudente cena, fueron llevados a la habitación que
compartirían.
—Algunas partes del castillo están en reparación, les suplicamos que
sepan disculparnos.
Mathias asintió con educación, aunque la verdad era que no había visto
nada extraño en aquel lugar que necesitara ser restaurado. En el fondo del
pasillo, vio un andamio y una escalera. Frunció el ceño. El sitio no olía a
pintura y tampoco había polvo en el ambiente.
Cuando entraron en el dormitorio, Belluse se echó de espaldas sobre
una de las camas.
—¡Gané, Matt! ¿Me viste?
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—Claro —replicó Mathias, sentándose en la cama vacía. Belluse estaba
radiante de felicidad. Mathias se preguntó si el joven era un cainita novato.
—Fue fácil —exclamó Belluse, con una sonrisa.
—¿Sí? —replicó Mathias, inspeccionando la habitación. Genial. Había un
baño privado.
—Ajá. No era muy rápido. Le faltaba velocidad en los ataques.
—¿Por qué tuviste que…?
—Es una tradición. Siempre somos recibidos por un combate allí donde
nos contraten. Es parte del protocolo.
El muchacho se levantó y se desabrochó el cinturón. Con un tintineo
agresivo, sus pantalones cayeron al suelo. Mathias apartó la vista.
—¿Vas a usar el baño? —le preguntó, poniéndose de pie. Belluse se
estiró de piernas y brazos, con un grosero bostezo.
—No, estoy cansado. —Y volvió a lanzarse a la cama
Mathias suspiró.
—Bien. Me daré una ducha —dijo. Tal vez, cuando saliese del baño,
Belluse ya estuviese dormido. Sacó de su bolso la ropa que usaría para
dormir y la dejó sobre la cama.
Belluse cruzó los brazos por debajo de la cabeza y miró la habitación
con desagrado. El lugar no estaba mal, pero… le recordaba a las iglesias
que le gustaba visitar a su amigo Gale, que se había vuelto cristiano una
mañana, luego de haber visto una película acerca de un tipo barbudo que
transformaba un río en sangre.
La cama que Belluse había elegido estaba justo frente a la estatua de un
ángel parado sobre un pedestal. Tenía los pies y el torso desnudos y parecía
rendirle culto a la más extrema androginia antes que al Dios que estaba
crucificado en la pared. Belluse tenía la sensación de que ese ángel tenía
algo raro, pero no podía imaginarse qué. No le gustaba nada, especialmente
sus ojos oscuros, brillantes y sin pupilas; llevaba una espada al costado y
con la mano derecha señalaba hacia arriba.
—Han revisado mi equipaje —susurró Mathias, mirando a Belluse—. Y el
tuyo también.
Belluse apretó los puños.
—¡Bastardos! Si dicen cosas de mí, te juro que les arrancaré la lengua
con una tenaza y se las daré de comer a los perros.
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—Vamos, que no es para tanto. Creo —le tranquilizó. Con una risita
divertida se metió en el baño y el cainita se quedó solo.
Belluse decidió que el dormitorio no le gustaba. Sabía que era una
tontería, pero no le agradaba estar en un lugar como ese. Era acojonante.
Habría rezado para que Mathias saliese pronto de la ducha si hubiese podido
recordar alguna oración.
De repente sintió una tremenda curiosidad y, olvidando por un momento
su absurdo miedo, saltó hacia la otra cama y contempló el bolso de su
compañero. Con una punzada de excitación, esas que sentía cuando sabía
que estaba haciendo algo prohibido, deslizó el cierre para descubrir lo que
fuera que Mathias guardase allí adentro.
Un termómetro digital, una Biblia pequeña, una cajita cerrada con un
candado, un desodorante, aquel medidor de campos electromagnéticos, un
trozo de madera rancia envuelta en una lienzo, un mechero, un par de
lapiceras, un pequeñísimo cargador de celular, un paquete de banditas y...
un viejo y grueso cuaderno, que al parecer hacía las veces de agenda y
diario personal...
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Jueves 6 de agosto del Año de Nuestro Señor de 2099.
Hoy
tuvimos
clases
de
Demonología,
con
el
profesor
Tuerons.
Aprendimos acerca de la organización infernal y de las jerarquías de los
demonios. Leímos en la Biblia acerca del demonio Asmodeo, que es en el
infierno el superintendente de las casas de juego. Santiago me contó que su
abuelo hizo un pacto con este demonio para enamorar a una chica. La
chica...
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Belluse dio vuelta varias páginas.
Jueves 22 de octubre del Año de Nuestro Señor de 2099.
Mañana cumplo años. Mañana viernes tenemos permiso para salir por la
noche. Santiago quiere que vaya con él a una disco pero yo no quiero. No
me gusta bailar. Se lo dije, pero él insiste. En la misa de hoy leyeron una
parte del incendio de Sodoma y Gomorra. Todos los habitantes murieron
por culpa de sus pecados sexuales.
Sábado 24 de octubre del Año de Nuestro Señor de 2099.
Santiago me llevó a un lugar que se llamaba Danger Zone. La música
estaba muy fuerte y había mucha gente. Muchos chicos y chicas. Nos
sentamos a la barra y pedimos unos tragos. Él los eligió, porque yo no tenía
ni idea. Él pagó, también. El trago me quemó la garganta, pero era rico.
Creo que se llamaba supernova o algo así. Me tomé otro y empecé a
marearme. Sentía los brazos flojos y no me paraba de reír de cualquier
cosa. Santi me sacó a bailar y yo acepté. Los chicos y chicas nos miraban
de costado.
«Se ríen de que bailo mal», pensé.
«Nos están mirando mucho, ¿me acompañas arriba a fumar?»
Le dije que sí y él me tomó la mano y me llevó hacia las escaleras.
«Me agarra la mano porque piensa que estoy muy borracho y me voy a
caer», quise creer. Entonces cuando llegamos arriba, se apoyó contra una
pared, sin soltarme. Yo sabía lo que iba a pasar incluso antes de que
pasara. Me abrazó y me besó, sin quitarme los lentes. Yo no me negué y no
podía creer que no tuviera que sacarme los anteojos para besarme con
alguien. Eso era lo único en lo que pensaba...
Belluse dejó el diario en su sitio cuando advirtió que el sonido del agua
se había detenido. Intentó colocar todo en su lugar primitivo, sin mucho
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éxito. Mathias salió del baño en bóxers y descalzo. Belluse suspiró adrede.
—¿Quién anduvo manoseando mis cosas? —preguntó, sacando del
bolso el desodorante.
—Yo no fui —respondió Belluse, de brazos cruzados, sin dejar de mirarle
el cuerpo con avidez. Mathias sintió un pinchazo de incomodidad.
—¿Y entonces quién fue?
Belluse no respondió. Seguía con atención la trayectoria de las gotas de
agua que le caían a Mathias por el pecho. Mathias torció el gesto, se vistió,
y se metió entre las sábanas.
—Buenas noches —dijo secamente, y apagó la lámpara.
—Oye, no apagues la luz tan pronto —suplicó Belluse.
—¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo?
Belluse se tomó su tiempo para contestar.
—Este dormitorio es horrendo, Matt. En donde mires hay cruces,
cuadros de Cristo, ángeles en pelotas...
Mathias cruzó los brazos detrás de la cabeza.
—Hablemos hasta que te duermas, entonces —susurró. La verdad era
que no tenía mucho sueño.
—Gracias —suspiró Belluse, recordando las pesadillas que lo habían
atormentado cuando era niño.
—¿Cómo son los dormitorios de los cainitas? —preguntó Mathias, luego
de un par de minutos silenciosos.
—Normales. Son cuartos compartidos. De a cuatro o cinco, pero no
tienen baño propio. Las duchas están afuera.
—¿Todos los cainitas se especializan en artes marciales?
—No... yo elegí tae-kwon-do porque me gusta. ¿Puedo dormir contigo?
—No, no puedes. ¿Qué asignaturas hay?
—Uf, muchísimas. Depende cuál sea tu objetivo. Si no lo tienes claro
desde un principio, puedes elegir las asignaturas que se te antojen. ¿Por
qué no puedo dormir contigo, Matt?
—Porque no quiero. ¿Se puede entrar a los cainitas haciendo una
solicitud?
—No, viene de familia, como los títulos nobiliarios. Vamos, déjame
dormir contigo. ¡No pasará nada que tú no quieras!
—Ya te dije que no —Mathias dio un respingo al ver la sombra que se
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acercaba hasta él y se escabullía entre sus sábanas—. Sal de mi cama.
Ahora.
—No seas malito, Matt.
—No me llames Matt.
—Matt, Matt, Matt. —Mathias rechinó los dientes. Belluse se cubrió con
la ropa de cama y se pegó a su cuerpo, respirando sobre su nuca.
—¿Puedo abrazarte, Matt?
—No.
—Entonces date la vuelta, carajo, no me des la espalda, es de mala
educación.
Mathias no se movió y Belluse chilló indignado y lo rodeó con el brazo
izquierdo. Entonces Mathias le agarró de la mano, le apartó el brazo y se
dio la vuelta. Quedaron frente a frente. Contempló con atención los suaves
rasgos del rostro: la nariz respingada, la boca, los ojos grandes, claros, las
cejas negras sobre la piel pálida, el cabello, oscuro y brillante... se preguntó
cómo sería al tacto.
—Deja de provocarme —dijo. Suaves. Finas y suaves, las hebras negras
que le nacían de la nuca. Mathias entrelazó los dedos entre esos mechones
oscuros, acariciándolos, acariciando la nuca, rozándole el cuello…
—Bésame —susurró Belluse, con un delicado envío de sus labios.
Mathias apoyó la boca sobre la suya y arrastró el labio inferior hasta
abrazar el de Belluse. Separó más los labios y los deslizó sobre esa boca
trémula y tibia hasta volver a juntarlos.
—Duérmete ya —le dijo luego, apartándose. Belluse sólo atinó a
quedarse callado, nada contento.
—Relájate, Mathias —susurró. Y antes de que el hombre dijera nada,
agregó—: Leí tu cuaderno. Sé que no eres hetero. Sé libre, olvídate de los
Iscariotes si es necesario. Ellos no tienen por qué meterse en tu vida
privada, ¿a quién le importa con quién te revuelques?
Mathias se quedó callado. ¡El diario! Sabía que tenía que deshacerse de
esa cosa, pero la verdad era que le traía buenos recuerdos de su no tan
lejana adolescencia.
O quizás no tan buenos, pensó, rememorando el vacío en el estómago
que sentía cada vez que veía a Santiago salir de la ducha.
—¿Piensas que enamorarte de un hombre es un pecado? —preguntó
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Belluse.
De nuevo, silencio.
—¿Cómo sabes lo que piensa Dios, Matt? ¿Lo has visto? ¿Te ha
respondido tus plegarias? Yo tengo una simple teoría de lo que es un
pecado.
—A ver.
—Un pecado es aquello que daña tanto a la persona que lo ejecuta,
como a la persona que lo padece. Y por lo tanto, ofende a Dios. Pero tiene
que existir un daño sustancial.
—¿Y los pecados de pensamiento?
—Son un invento. Los humanos somos pecadores por naturaleza. No
existe ningún tipo de perfección en el ser humano y tratar de alcanzarla es
en vano. Todo lo que crea el hombre tiene defectos. Todo sistema es
imperfecto. El pecado de pensamiento es sólo la personificación de un deseo
que no puede ser realidad. Y si ese deseo no puede hacerse realidad porque
constituye un pecado, simplemente, el pecado no existe. No hay pecado si
no existe daño. Dime... ¿Cómo amar a alguien sinceramente, sea mujer u
hombre, puede significar un pecado? El amor es lo único que todos tenemos
en común. Ni siquiera Dios nos une. Ni la religión, ni las clases sociales, ni
la lengua... todas esas cosas son trabas.
—Entonces masturbarse tampoco sería un pecado. —Y Mathias sabía
que sí lo era.
Todo derramamiento de semen…
Belluse lo meditó por un instante.
—Tienes un serio problema personal con respecto al sexo. Intentas
practicar el puritanismo pero antes de ser un iscariote, eres hombre y antes
de ser hombre, eres humano —le dijo—. Mira: yo como chocolate blanco
porque me gusta y me causa placer comerlo. A veces no tengo hambre y lo
como igual, ¿es gula?
Mathias se encogió de hombros.
—Ya ves, muchas de las cosas que hacemos las hacemos porque nos
gustan y nos causan satisfacción. Si masturbarse y acostarse con hombres
por dinero fuera un pecado, yo ya estaría en el infierno.
—¿Qué? —replicó Mathias, perplejo—. ¿Qué has dicho?
—¿Lo de la prostitución? ¡Vamos! ¡Sólo fueron tres o cuatro veces! ¡No
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tenía nada de dinero, demonios! ¡De algo hay que vivir! —exclamó Belluse,
airado. Sus grandes ojos claros relucían en medio de la oscuridad.
—Sí, claro. —Mathias chasqueó la lengua con reprobación. Quería que
ese chico se callara; con cada cosa que decía, la situación se tornaba más
incómoda.
—Puedo demostrarte que, según mi teoría, no existe pecado.
—Sí existe: hay un daño moral.
—Sólo si yo lo sufro. Si yo no me siento rebajado al vender mi cuerpo,
no hay daño. Vamos, ¡todo el mundo vende algo de sí mismo! ¡Se llama ir a
trabajar!
Mathias entornó los ojos. La miopía le impedía ver claramente a Belluse,
aun estando tan cerca.
—¿No te...?
—Claro que no. No tengo una personalidad tan vulnerable. Imagínate:
pagarme por una mamada, eso algo que no muchos se atreven a hacer. La
relación de una prostituta o prostituto con el cliente es una de las más
sinceras. Es triste, pero es la verdad. El tipo quiere sexo, y él o ella, el
dinero. No hay compromisos y todos felices. Y métete en el culo tus
pecados, Matt...
Luego de más de diez minutos de rumiar maldiciones, Belluse se calló y
Mathias se alegró al ver que estaba dormido. Ese muchacho lo inquietaba.
¿Todos aquellos asesinos serían así? Era obvio que no. No podía creer que,
entre tantos cainitas, le hubiese tocado uno como ese. No le entraba en la
cabeza cómo ese chico podía tener talento para matar. Lo había visto en
acción en aquel extraño combate de artes marciales con cuchillos pero eso
no significaba nada en concreto. Las artes marciales no tenían como
objetivo el asesinato.
Mathias contempló el rostro dormido de Belluse. Tal vez ya estuviese
soñando. Incómodo, pero decidido, Mathias acercó la mano a su frente.
Belluse había recibido entrenamiento desde los cinco años. Había
aprendido a leer al mismo tiempo que a dar patadas circulares y antes de
saber que la Tierra giraba alrededor del Sol ya podía romper una tabla de
veinticinco milímetros de grosor. Pasó mucho más tiempo junto con David
Gauss que con Kevin Stanford, profesores de tae-kwon-do y química
respectivamente, pero con los dos había mantenido una relación íntima.
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Stanford era el de «los gustos retorcidos» y renunció a su puesto luego de
que David le preguntase a Belluse qué carajo significaban esas horrorosas
marcas que lucía en las muñecas.
«El hijo de puta de Kevin siempre se niega a atarme con el pañuelo de
seda», le dijo, entre sollozos. David casi se había meado de la impresión y
la sorpresa. Jamás se habría imaginado que Stanford no fuese hetero y
tampoco sabía que la seda no dejara marcas. Con respecto a Belluse...
bueno, siempre había sabido que le gustaban los hombres, pero mientras
eso no influyera en las patadas de trescientos sesenta grados, estaba todo
bien.
Pero eso no era todo y David insistió en que Belluse le mostrara el resto
de su cuerpo. Al principio el chico se había negado, gimoteando, pero David
le amenazó con irle con el cuento al Supremo, cosa que hizo que Belluse
cambiase de opinión en un parpadeo. Había un par de mordidas en la
cadera y tenía un pezón lastimado. David quiso ver más, pero Belluse le dijo
que para qué quería seguir mirando, ¿acaso no podía imaginarse dónde más
tenía heridas? David se sintió mal pero su malestar no fue nada comparado
con el que había sentido luego Kevin Stanford.
No, para nada. No existía comparación posible.
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Capítulo tres: IGLESIA ELÉCTRICA VS. NEO SODOMA
Mathias
sentía
una
intensa
inquietud
con
respecto
a
la
atracción
homosexual. Sabía que algún día tendría que solucionar ese problema si no
quería morirse solo como un perro. Por el momento, deseaba enfrascarse
en su trabajo. O al menos lo intentaba. Evadirse siempre era el remedio
perfecto para él. Pero ahora, con ese muchacho a su lado, sabía que le
resultaría imposible.
—Buenos días, cariño —saludó Belluse, con una sonrisita—. ¿Has
dormido bien?
—Hola.
—¿Ya es hora de levantarse?
—No lo sé —respondió Mathias, irguiéndose.
—Eh, que ni siquiera ha amanecido. Anda, ven... vuelve a la cama y
hazme tuyo.
Mathias se levantó de la cama y comenzó a vestirse.
—Sí que eres estúpido —espetó.
—¡Hey! ¿Qué te pasa? ¿A qué viene el insulto?
Mathias terminó de cambiarse y le tiró a Belluse su ropa por la cabeza.
—¡Pasa que en este lugar no amanece nunca, idiota! ¡Está maldito por
Dios!
—¿Maldito por Dios? ¿De verdad?
—Sí.
—¿Por qué?
—Y yo qué sé.
—Pues pregúntale a Dios.
Mathias lo miró con desdén.
—Hereje —le dijo.
—Gay reprimido.
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Mathias rechinó los dientes como hacía siempre que Belluse le sacaba de
quicio. Meneó la cabeza y miró hacia la entrada. Un trozo de papel se
asomaba tímidamente por el buzón interno de la puerta.
Estimados Señores Belluse Sabik y Mathias Malkasten:
Esperamos que hayan pasado una noche amena y que sepan
disculparnos si alguna muestra de nuestra hospitalidad no ha sido de su
agrado. Sin rodeos, les comunico que los detalles de su misión les serán
dados en el día de hoy, luego del desayuno.
De nuestra mayor consideración,
Reine J. Brice, Supremo
Argus McPherson, Vice supremo
—¿Qué dice?
—Nada interesante —respondió Mathias, entregándole la esquela. El
chico la leyó rápidamente.
—¿Amena? Sí, claro... —susurró Belluse. Se levantó de la cama—. Me
habría muerto del miedo de no ser por mi cielo —agregó entre pucheros, y
lo abrazó por la cintura.
—Suéltame. ¡Soy tu compañero de trabajo!
—¡Pero qué carácter! –exclamó Belluse, con una risotada.
—Nos dirán los detalles de la misión —comentó Mathias, apoyándose
sobre la pared, mirando sin interés alguno cómo Belluse se embutía
rápidamente en unos ajustados pantalones negros y en sus enormes
botas—. ¿Tienes idea de qué pueda llegar a tratarse?
—No. Pero debe ser algo gordo si necesitan un Cainita, ¿no? Un
Iscariote y un Cainita. Menuda combinación...
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Belluse repitió tres veces lo que a Mathias satisfizo rápidamente en un
sólo un plato.
—Parece que a su joven amigo le gusta mucho el budín de naranja —
comentó el superior de los Garibaldi, Reine Brice, un viejo alto y delgado,
de cabello castaño claro veteado de gris. Mathias asintió, hastiado. Le
habría gustado aclararle a Brice que Belluse no era ningún amigo suyo, que
más bien era la peor desgracia que le había ocurrido en toda su corta vida.
—Ya, termina de una puta vez —exigió, para que sólo Belluse le oyera.
—¡Pero es que está muy rico! ¡Hace meses que no como tan bien!
Mathias se sintió mal y no replicó. Finalmente Belluse acabó de comer y
Brice se puso de pie de inmediato.
—¿Ha sido el desayuno de su agrado? —les preguntó, más en broma
que en serio. Belluse le dedicó una sonrisa de oreja a oreja y asintió
fervientemente.
Reine Brice los guió por un largo corredor que, por lo que pudieron
apreciar, desembocaba en un jardín. Pero el hombre se desvió hacia la
izquierda y abrió con una llave la puerta de un despacho rectangular.
—En primer lugar —comenzó Brice— debo disculparme por haberles
hecho venir tan precipitadamente. No contábamos con que las sospechas
que comenzaron hace meses fueran ciertas.
—¿Qué sospechas?
—A eso voy, pueden sentarse. Hace dos años comenzaron a sucederse,
cada vez con más frecuencia, extraños asesinatos.
—Creo haber oído algo, ¿en Vierne, no? —dijo Belluse.
—Sí. Ese fue el más masivo de los crímenes. Está relacionado con una
secta satánica que sacrificaba niños. Los compraba o secuestraba, abusaba
de ellos y finalmente los mataba.
—Yo también estoy al tanto de eso —aclaró Mathias, mirando fijamente
a Brice—. Los supuestos culpables fueron liberados por falta de pruebas
pero luego fueron encontrados muertos...
—Sí. Y no es el único caso. El asesinato de los jefes del templo
umbanda, la bruja que practicaba magia negra...
—No entiendo —dijo Belluse—. ¿Cuál es nuestro propósito? ¿Seguirle la
pista al asesino?
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—Seguirle la pista. Descubrirlo. Y en lo posible, destruirlo.
—De eso último debería encargarse la policía, señor Brice...
Reine Brice se puso de pie y comenzó a caminar por el despacho con las
manos a la espalda. Vestía una elegante túnica escarlata con botones
plateados. Lucía una pequeña joroba, fruto de los días enteros pasados
inclinado sobre los libros.
El despacho exhibía una decoración muchísimo más sobria que el resto
de la mansión. No excesivamente amplio, con una ventana con vista a los
campos, el escritorio ocupaba la mayor parte del espacio. Belluse paseó los
ojos por el escritorio. Papeles, el teléfono, papeles, un ordenador portátil y
más papeles. Entre el desorden, Belluse reconoció una Biblia, una agenda
con forro de cuero, un calendario, una cucharilla pequeña y un jarrón con
azúcar.
—La policía es obsoleta, muchacho —le dijo a Belluse, impaciente—.
Todos intentan fingir que no está sucediendo nada, ¡todos le dan la espalda
a Dios! ¡Todos afirmaban que ni Dios ni el Diablo tenían cabida en ese
mundo tecnológico y corrupto! Mira como estamos, ¿eh? ¿Los ves, estás
consciente de ello? ¡Catástrofes, epidemias, crímenes, sectas! ¡Nos estamos
matando entre nosotros...! Muchacho, la policía no sabe con lo que está
tratando...
—¿Y con qué está tratando?
Brice se dio la vuelta y contempló a Belluse con una mezcla de
indignación y sorpresa.
—¡Con un ser oscuro, por supuesto! —exclamó, nervioso, y volvió a
sentarse.
Mathias y Belluse intercambiaron idénticas miradas impasibles.
—¿Tiene algo de información que pueda proporcionarnos? Acerca de los
asesinatos, quiero decir.
—Pueden utilizar el ordenador de la biblioteca.
—Muy bien.
—¿Hasta cuándo podemos quedarnos aquí?
Reine Brice se puso de pie nuevamente.
—Su habitación en la Casa Madre de Garibaldi siempre estará disponible
para ustedes. Pero supongo que deben movilizarse para llevar a cabo su
propósito. Por eso creo que a veces no les será conveniente volver aquí.
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Belluse y Mathias intercambiaron una segunda mirada. El chico se
atrevió a preguntar lo que Mathias no:
—Ehm, señor Brice... con respecto a nuestros honorarios...
—Eso deben hablarlo con sus superiores. A ustedes sólo les daré el
dinero necesario para poner en marcha la investigación.
—¡Maldita
sea!
—masculló
Belluse,
sentándose
frente
a
la
computadora—. ¡No cobraré ni un centavo! ¡Nada!
—¿Por qué?
—Mi supremo es un cretino. ¿Qué tenemos que buscar?
Mathias se sentó a su lado, lapicera y cuaderno en mano. No había visto
que el ordenador tuviese disponible una impresora. Vaya pobreza.
—Los datos de los asesinatos. La fecha exacta, cómo fueron encontrados
los cuerpos, la distancia entre cada uno de los hechos...
Hallan cadáveres de los sectarios de Vierne
En un operativo que tardó más de una semana, la policía logró dar con
los cuerpos de los supuestos tres oficiantes de los ritos satánicos en los que
se abusaba y sacrificaba a bebés, niños y adolescentes.
En el pueblo eran conocidos como Ishtar, Baal y Alucard. Todos les
temían, especialmente porque sabían que estaban relacionados con el
tráfico de drogas. Nadie sabía sus verdaderos nombres y nadie se
imaginaba, tampoco, que estaban implicados en la ola de secuestros que
azotaba Vierne.
Vierne es una zona humilde de la ciudad de Kempes. Su economía se
basa en las minas de carbón y en la agricultura. «Es normal que este tipo
de organizaciones se concentre en zonas pobres», dijo ayer el presidente
del RAAT —Red Nacional Alto al Tráfico, la Trata y la Explotación Sexual
Comercial de niños, niñas y adolescentes—, «principalmente porque pueden
actuar con mayor libertad.»
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Todo comenzó el lunes veinticinco, cuando unos vecinos alertaron a la
policía regional acerca del olor nauseabundo que se percibía ya desde la
calle de la residencia de las tres víctimas. Días más tarde, ya con una orden
judicial, los oficiales pudieron ingresar a la vivienda forzando la puerta.
«Una carnicería, un horror», describió uno de los agentes, «estaban los
tres cuerpos sentados a la mesa, con la cabeza entre los brazos como si
estuviesen durmiendo.»
Estaban muertos hacía por lo menos una semana y media y la misma
policía se horroriza al explicar con detalle la escena que hallaron al entrar
en la casa...
—¡Qué asco! —susurró Belluse, dictándole a Mathias los detalles.
Mathias levantó la vista, esbozando una sonrisa disimulada.
... tenían cinco orificios en el vientre, repartidos de tal forma que
parecía que habían sido atravesados por una mano de uñas afiladísimas. Sin
embargo, no se hallaron huellas en los cuerpos...
—Bien —exclamó Mathias tomando las últimas notas—. ¿Qué pasa? —
preguntó al ver el rostro de Belluse, más pálido de lo habitual.
—Nada. Me preguntaba si hice bien en aceptar este trabajo.
—Ya veo. Tienes miedo.
Abandonarían la Casa Madre de Garibaldi esa misma tarde. No tenían
nada que hacer allí más que oír los discursos religiosos del supremo. Reine
Brice había sido breve pero claro. Sin embargo, sólo se llevarían un poco de
ropa para cambiarse, el equipo obligatorio y volverían cuando la situación lo
exigiese.
—Parece como si quisiera que nos fuésemos lo más pronto posible —
había comentado Belluse, en la biblioteca.
Y a Mathias le parecía que tenía toda la razón. No lo culpaba. En esa
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situación, Belluse y él ya se hallaban implicados en la cacería de aquel
asesino. Suspiró profundamente y se tiró sobre la cama, mirando hacia el
techo. El ángel andrógino lo contemplaba con atención. Estirándose cuan
largo era, tiró la mochila que estaba sobre el lecho. Y cuando se dispuso a
devolverla a su sitio se encontró con aquel libro que el chico había
mencionado el día de su llegada. Un tanto curioso, lo abrió. Se horrorizó al
comprobar que estaba repleto de ilustraciones.
—Cuando quieras podemos ponerlo en práctica —exclamó Belluse,
saliendo del baño. Mathias se sobresaltó.
—Cállate —espetó. Belluse le dirigió una sonrisa divertida.
—Relájate, Matt, estás muy tenso, ¿no quieres que te masajee la
espalda?
—Cállate, por favor.
—Tonto —masculló Belluse, quitándose la toalla y poniéndose los
bóxers—. ¿De verdad no te parezco atractivo?
Mathias no contestó. Se limitó a mirarlo a los ojos, sin ninguna
expresión. Sí, le parecía atractivo. Le parecía uno de los chicos más
atractivos que había visto en toda su vida. Le habría gustado revolcarse con
él hasta ese amanecer que jamás llegaría. Le habría gustado no haber
crecido encerrado entre aquellos muros de piedra y haber recibido esa
educación que él mismo despreciaba pero que no podía traicionar. Porque
no podía, no... Era demasiado difícil.
—Déjame. Te sentirás bien. —Belluse se colocó detrás de él y apoyó las
manos en sus hombros. Comenzó a ejercer presión...
—¿Te duele aquí?
—Un poco...
—¿A dónde iremos, Matt? —preguntó.
—Podríamos ir a Vierne —respondió, relajado—, a interrogar a los
vecinos de los supuestos sectarios.
—Vierne está muy lejos, ¿no te parece mejor pasar por la casa de la
bruja asesinada? El pueblo de Santa Laura está más cerca...
—No lo sé. Es un caso complicado.
—Matt...
—¿Sí?
—¿Es verdad lo que dijo Brice? Tú eres más grande que yo... y además
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eres cristiano.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, sonaba como si... los humanos hubiésemos desafiado a Dios.
—La palabra correcta no es desafiar. Creo que más bien sería adecuado
hablar de ignorar u olvidar.
—Pero eso no tan grave.
Mathias suspiró, relajado.
—Te equivocas, es muchísimo peor. Los humanos se olvidaron de Dios,
dejaron de creer en él, de tener fe. Si lo hubiesen desafiado, eso todavía
hubiese implicado cierto reconocimiento, ¿no crees?
—Sí... ¿Y por eso estamos así? ¿Por eso el mundo está en ruinas?
—No lo sé. Es un caso complicado, Belluse...
El joven sonrió. Era la primera vez que oía a Mathias llamarle por su
nombre.
Los despidió el mismo guardia de hacía dos días. Con una inclinación,
los saludó y les deseó las buenas tardes. O las buenas noches.
—Bien... ¿Dónde queda Santa Laura? —preguntó Mathias, mirándole.
Belluse se encogió de hombros.
—Y yo que sé.
—¿Qué?
—Yo sólo te dije que está más cerca que Vierne, de eso estoy seguro.
—Maldita sea.
—Matt... no empieces otra vez con tu mal humor, ¿sí?
Mathias condujo hacia lo que parecía ser el oeste, el sol estaba por
ocultarse. Vieron pasar frente a sus ojos la posada y varias casas cubiertas
de nieve. Finalmente y luego de dos horas, llegaron a Dunamer, que los
recibió ya con las primeras estrellas confundiéndose con las luces de la
ciudad. Los altos edificios se recortaban contra el cielo plomizo, la
nubosidad había cubierto las estrellas, ocultándolas de la vista de los
transeúntes que caminaban por las calles. Aunque, pensó Mathias, dudaba
que a esas horas de la noche, alguien estuviese preocupado por ver las
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estrellas. Las personas caminaban con los hombros encogidos y las manos
en los bolsillos; apresuradas, buscaban cobijo en cafeterías o pequeños
bares donde la cerveza fuese barata.
—Bendito smog —exclamó Belluse, sacando la cabeza por la ventanilla—
. ¿Por qué te detienes, cariño? Está en verde.
—Mira —dijo, señalándole algo a su derecha.
Belluse entornó los ojos. Entre dos tiendas cerradas, podía observar un
brillante cartel de neón, que parpadeaba intermitentemente adoptando
diferentes colores.
—¿Iglesia Eléctrica? —leyó el chico—. ¿Es la casa madre de alguna secta
extraña?
—No, idiota, fíjate... Es una discoteca.
—¿Piensas
pasar
la
noche
en
una
discoteca?
—replicó
Belluse,
incrédulo—. Oye, estoy cansado, podríamos buscar un hotel.
Mathias lo contempló con los ojos entrecerrados.
—Eh, no pienses mal. Un hotel normal. Aunque si sólo vamos a dormir
no veo la diferencia; hay hoteles realmente baratos. El problema es que por
aquí están muy escondidos. ¿Por qué no nos fijamos si en la ruta catorce...?
Pero Mathias ya había estacionado el auto. Por el momento, pasar la
noche en un hotel con Belluse no estaba entre sus planes.
Contrariamente a lo que habían pensado al ver el nombre, la discoteca
estaba lejos de ser under. Tan así era, que, al entrar luego de pagar la
entrada, fueron recibidos por los marcados compases de una canción pop.
Belluse comenzó a cantar, meneado la caderas al compás.
—Pensaba que te gustaba ese Marilyn Manson —comentó Mathias, casi
gritando para hacerse oír, sentándose sobre un sillón.
El sitio era realmente pequeño. Tan sólo tenía una pista de baile. Altas
columnas negras, con luces rojas enroscadas a su alrededor como
serpientes, separaban la pista de los sillones y las pequeñas mesitas. Al
fondo del sitio se encontraba la barra, donde un alto muchacho servía
cerveza sin cesar. A su lado, una muchacha de pechos enormes mezclaba
jugos y bebidas.
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—Oigo de todo, ¿no me negarás que está canción no es genial? ¡Vamos
a bailar, Matt! —suplicó Belluse, mirando con anhelo la multitud que
danzaba a su alrededor. Al parecer ya se le había ido el sueño.
—No me gusta bailar.
Pero Belluse no aceptaría un no por respuesta y, para molestarle, se
sentó sobre él con la piernas separadas y comenzó a cantar y a sacudirse.
—¡Sal de encima!
—¡Sólo si bailas conmigo!
Las personas que estaban cerca de allí ya comenzaban a reírse,
entretenidos por la escena. Mathias forcejeaba para deshacerse de Belluse,
mientras el chico, divertido, se sacudía sobre él violentamente.
—¡Sí, Matt, así! ¡Dame duro!
Ya era suficiente. Mathias se levantó de golpe y se lo quitó de encima
mediante un brusco empujón. Belluse se cayó de culo, pero logró apoyar las
manos para amortiguar la caída. Y contempló a Mathias con una expresión
extraña: no era una mirada de odio ni de resentimiento. Al contrario, se
veía apenado, pero no arrepentido. A Belluse, Mathias le causaba un
profundo sentimiento de lástima.
Belluse intentaba ayudarlo. A su modo. Quería que Mathias dejara de
preocuparse tanto por su sexualidad; le hacía bromas para hacerle reír,
para intentar que se relajara, que lo tomase con calma. Pero Mathias
parecía aislado de todo. Mathias quería permanecer al margen porque le
causaba una profunda desazón ser homosexual. Y Belluse quería saber el
porqué, pero ya se estaba cansando de hacer el papel de buen samaritano a
pesar de la diversión que eso pudiese ofrecerle.
Mathias se alarmó. Por la caída, la chaqueta de Belluse se había hecho a
un lado. El tatuaje de los cainitas se asomaba apenas, entre el cinturón y la
camiseta. Con frecuencia olvidaba la identidad de Belluse. Era un asesino.
Pero el chico no hizo ni dijo nada. Se limitó a levantarse lo más
elegantemente que pudo.
Un muchacho de cabello largo se acercó a él y le dijo algo al oído, pero
Belluse simplemente le dirigió una sonrisa y negó con la cabeza con
cortesía. Mathias deseó saber qué demonios le había dicho.
Para su sorpresa, el chico volvió a sentarse a su lado. Esta vez mirando
al frente, serio y sin decir palabra. Cruzó la pierna derecha sobre la
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izquierda y los brazos detrás de su espalda.
—No volveré a provocarte, Mathias —exclamó, sin mirarle. El hombre
suspiró—. Así que ya mismo puedes comenzar a contarme tus planes para
terminar con esto lo más rápido posible. No quiero causarte más molestias.
Mathias sintió que algo se rompía en su interior. Se sintió culpable e
idiota.
—¿De verdad te intereso? —susurró, acercándose al chico para hacerse
oír por encima de la música—. ¿Quieres que vayamos a un hotel?
Belluse se volvió hacia él, boquiabierto.
—¿Qué...?
—Lo que oíste. Si no quieres está bien...
—No... es decir, ¿estás seguro? —Mathias frunció el ceño.
—No, pero no quiero pensármelo demasiado.
Belluse sonrió.
Mathias se estremeció al ver el cartel de neón del primer motel por el que
pasaron. Estaban en la ruta catorce y allí ese tipo de lugares no tenía
motivos para esconderse. La noche no era tan fría como la anterior, pero un
halo plateado alrededor de la luna pronosticaba posibles lluvias. El cielo de
terciopelo sufría los aguijonazos de cientos de mortíferas estrellas, que
ahora podían verse sin problemas, alejadas de la contaminación de
Dunamer.
—Neo Sodoma —susurró Belluse, señalando una solitaria construcción
que dormitaba en medio de un páramo desierto—. ¿Vamos? —apremió.
Estaba claro que tendría que tomar las riendas del asunto.
La habitación era prudentemente grande. Como el dormitorio principal
de un departamento de tres ambientes, pensó Mathias. Las paredes eran de
color lavanda a juego con la colcha de la cama matrimonial. Mathias se
horrorizó al ver que había un enorme espejo justo sobre la cabecera. Desde
allí le devolvió la mirada su deplorable gemelo, con el pelo despeinado a
causa del viento de la carretera, con los ojos oscuros brillantes de puro
nerviosismo, la mandíbula tensa y las cejas contraídas...
El mobiliario era sencillo. Había dos mesas de luz, una a cada lado de la
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cama. En las dos había ceniceros; en una, caramelos, en la otra,
preservativos.
—Voy a darme una ducha. Me esperas, ¿eh? —exclamó Belluse
tomando una de las dos bolsas que estaba sobre la cama, dejando la
mochila a un costado y sacándose la camiseta. Mathias asintió en silencio y
se sentó sobre el lecho. ¿En qué carajo estaba pensando?
Sin saber muy bien qué hacer, se recostó boca arriba, mirando hacia el
techo. Cruzó los brazos bajo la cabeza, intentando adoptar una posición
despreocupada. En vano. El corazón le latía a mil por hora y abrió la boca
para respirar cuando una alarmante sensación de sofocación le hizo toser
repetidamente. Se mordió el labio hasta que le dolió. Estaba por echar por
la borda más de diez años de estricta educación religiosa, trece años de
abstinencia de lo que verdaderamente necesitaba, de lo que se había
negado a probar a pesar de que un rincón de su mente o de su corazón o de
lo que fuera clamaba por ello a gritos. Había sufrido toda su adolescencia
con el temor de que descubrieran que era homosexual y se había
sorprendido hasta la indignación cuando su compañero Santiago le había
pedido con un vocabulario para nada ortodoxo que pasaran la noche juntos.
«Me muero de ganas de follar», le había dicho exactamente. Y Mathias
se había sentido íntimamente herido al no oírle que lo que quería era
hacerlo con él. «Me muero por follar», no, «me muero de ganas de follar».
Entonces podría hacerlo con cualquiera, se dijo. ¿Por qué con él? Y de
eso se aferró para engañarse a sí mismo y negarse a pesar de que Santiago
le atraía. (¿En el baño de la discoteca? Era demasiado incómodo; ¿En
cualquier hotel de por ahí? No tenían dinero; ¿En su habitación, cuando
volviesen? Era peligroso.) Entonces Santiago lo había acorralado contra la
pared y casi lo había violado allí mismo. Observados de reojo por varios
jóvenes que luego se fueron prudentemente para dejarles algo de intimidad,
se satisficieron mutuamente. Había sido patético. Santiago le había acabado
sobre la camisa blanca y el semen, al secarse, había tomando una
consistencia apergaminada. Sobre los pantalones negros las manchas eran
visibles. El piso no importaba. ¿Pañuelos de papel? Jajaja, se había reído
Santiago. Y Mathias había corrido al baño para lavarse las manos que le
habían quedado salpicadas de los fluidos de su compañero y tal vez también
de los propios. Había sido asqueroso, sí. Pero no podía creer que le hubiese
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gustado tanto.
Belluse abrió las dos canillas de la ducha. Mientras aguardaba que la
temperatura del agua subiese, se quitó los borsegos, las medias, la ropa
interior y los jeans. Se observó en el espejo. El reflejo de un chico de piel
muy blanca le devolvió la sonrisa. Los grandes ojos claros se veían azules
ahora, atravesados por las frías luces del baño. Cuando vio que su reflejo
del espejo comenzaba a desdibujarse, sacó de la bolsa el champú, el peine,
el jabón y se metió en la ducha. Se lavó el pelo rápidamente y se pasó el
peine para desenredarlo. Jamás se peinaba con el cabello seco. Se enjabonó
el cuello, las axilas, los hombros, el pecho. Tuvo especial cuidado de lavar
bien aquellas partes que quedarían totalmente expuestas ante Mathias. Un
momento, ¿por qué se preocupaba tanto? Entre agudas y nerviosas risitas
se aclaró el cabello y el cuerpo, abandonó la ducha, se envolvió con la toalla
y salió del baño.
Su sonrisa se borró cuando vio que Mathias se había quedado dormido.
Se había fiado de que lo aguardaría ansioso, pero tal parecía que se había
cansado de esperar. Resoplando, Belluse se inclinó sobre su mochila, sacó
el desodorante y se puso sólo un poquito en las axilas. Contrariamente a lo
que estaría a punto de hacer, se puso un par de bóxers limpios.
Mathias se despertó sólo cuando la suave boca de Belluse comenzó a
rodar por su mejilla hasta detenerse sobre la suya.
«Oh, no», se dijo. Se había dormido.
—Te dormiste, Matt —afirmó Belluse, delineando con la lengua el
contorno de sus labios. Mathias, por instinto, le tomó de la cintura. Su piel
se percibía tersa y cálida, y el sensual aroma de un desodorante masculino
fluctuaba en el aire mezclándose con un exótico perfume a almizcle y miel
que sin duda era del cabello.
—Mnn... hueles bien —susurró, incorporándose un poco. Se sorprendió
al oír lo temblorosa que había salido su voz. Belluse sintió que se
ruborizaba. Mathias le acarició la espalda hasta llegar a la nuca—. Tienes el
pelo mojado —dijo, entrelazando los dedos en torno a las desordenadas
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mechas negras—. Sécatelo, o te resfriarás...
—Está bien así —replicó Belluse, juntando las cejas. Pero Mathias se
inclinó y agarró la toalla que todavía estaba sobre la cama.
—Está muy húmeda, ¿hay otra en esta bolsa? —le preguntó. El chico
asintió, contrariado. Los tipos con los que se había acostado jamás se
habían preocupado por cosas como esa. Mathias se colocó detrás de él y le
envolvió el cabello con el toallón seco, frotándolo para quitar la humedad—.
Tienes mucho pelo —comentó.
—Está algo largo. Debería cortarlo, ¿no crees?
—No —respondió rápidamente—. Te queda muy bien.
—¿Te gusta...? —Mathias se tomó su tiempo para responder.
—Sí —dijo al fin y Belluse sintió que le acariciaba el hombro. Un gesto
tan íntimo como innecesario, pensó. Pero agradable al fin. Decidió no darle
importancia.
—Tienes algunos rizos —dijo luego de un par de minutos de silencio,
ensortijando un dedo en un bucle especialmente definido, estirándolo—, no
me había dado cuenta.
Entonces, Belluse, ocultando su irritación, se aproximó a él y le dijo:
—¿Podemos ir a lo nuestro... Matt?
—Oh...
—Túmbate.
Belluse le empujó suavemente por los hombros hasta que quedó
recostado sobre la cama. Le quitó la camiseta. Mathias tenía un cuerpo
armonioso. Luego le preguntaría si los iscariotes recibían algún tipo de
entrenamiento fuera de lo meramente paranormal y religioso.
—Sólo preparación física —farfulló Mathias, mordiéndose los labios,
sintiéndose cada vez más acalorado al sentir a Belluse encima de él—, ya
sabes: correr distancias largas, abdominales, un poco de box —sonrió
cuando el chico lo miró con los ojos y la boca abierta.
—¿Qu...?
—Puedo leer tus pensamientos a veces —le reveló, con la respiración
entrecortada—. Dios mío... todas esas imágenes eróticas... ¡Parece como si
me las estuvieras gritando al oído!
—¿Sabes lo que estoy pensando?
—Sólo tus emociones más apasionadas. Y dada la intimidad de la
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situación, también...
—Vaya, así que puedes leer las mentes...
—No —corrigió Mathias—. Digamos que soy un poco más perceptivo
que el resto de las personas.
—Pero dices que ves lo que yo veo, lo que yo quiero...
—Belluse —susurró, con un suspiro—, en esta situación, ¿crees que
podría diferenciar lo que yo quiero de lo que quieres tú?
El chico le devolvió una sonrisa radiante. Era la primera vez que
Mathias se atrevía a afirmarlo. Al parecer se había resignado.
—¿Qué pasa?
—Al fin lo dices.
—¿Qué cosa?
—Que me deseas.
—Tú también... me deseas.
—Sí... Entonces ¿Qué estamos esperando?
Mathias se inclinó y lo besó con la boca abierta, bruscamente. Eso era...
... lo bueno de estar con un hombre, se dijo Belluse. Las cosas podía ser
a lo bruto, violentas, que ninguno se quejaría de nada. Más bien todo lo
contrario. La rudeza siempre sería sinónimo de pasión y deseo, no de
desamor...
Pero conforme los hilos de esos pensamientos se iban entretejiendo en
su
cerebro
como
una
telaraña
viscosa
y
reluciente,
Mathias
fue
disminuyendo la velocidad de sus caricias y sus besos. Belluse abrió los
ojos.
—Quiero que me folles. No me trates como a una chica. No lo soy.
—Vaya novedad —contestó Mathias, impasible. Le acarició el cabello
aún húmedo con ambas manos, le dio un beso en la frente, y le dijo—:
vístete, Belluse.
—¿Có...?
—Lo que has oído. Yo... lo siento. No debí pedirte esto. Cometí el error
de creerte tus tonterías. Perdóname.
—¿De qué estás hablando? —preguntó el chico, atónito, haciéndose a
un lado. Contemplaba a Mathias con una mezcla de perplejidad y
frustración.
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—La verdad es que odias esto, ¿no? —le dijo—. Odias ser tratado como
un objeto. Yo puedo tener conflictos personales con respecto a mi
sexualidad, pero tú tienes un problema peor: tu cuerpo no está en sintonía
con tu cerebro. Disfrutas el sexo, pero luego esa satisfacción queda
disminuida a nada.
Belluse lo oía, en medio de un silencio patético. Sabía que tenía razón.
Tenía toda la puta razón y él estaba jodido. Oh, ahora era igual a cualquiera
de esos chicos y chicas que merodeaban las esquinas de la Arkham Avenue:
tristes despojos humanos en busca de unos billetes, una caricia y una
palabra de afecto...
—Eres un chico valioso, ¿por qué intentas... hacerte más daño? ¿Por qué
intentas hacer como si no te importara?
Porque si no me ocultara tras este disfraz de risas, el llanto me
desgarraría la garganta.
—¿Qué quieres saber? —vociferó Belluse, fuera de sí— ¿Lo de las
violaciones? ¿Quieres saber cómo ese hijo de puta de Kevin me maltrataba
y abusaba de mí? ¡Yo lo quería, maldita sea! ¡Y él se aprovechaba de eso
para...! —se le quebró la voz.
—Belluse... yo...
...ya lo sabía.
Belluse quiso ocultar su rostro. Agachó la cabeza y el cabello le cubrió
las mejillas y la frente. Mathias vio una lágrima asomarse entre los rizos.
—Belluse... ven.
Forcejearon, y Belluse tuvo que aguantarse las ganas de golpearle justo
en la boca del estómago con la punta de los dedos, tal como le había
enseñado David Gauss. Deseaba hacerle daño por haberle hecho llorar.
Mathias lo abrazó y le sostuvo así varios minutos, sintiéndolo todavía
sollozar silenciosamente.
—Él me hizo lo que soy. Yo tenía trece cuando me enamoré de él. Es
una orden sólo de hombres, no es muy raro que haya parejas gay…
—Eres un buen chico, Belluse.
—Si aún quieres, podemos...
—Cállate —reprendió—. Prométeme que sólo harás estas cosas con
alguien que quieras de verdad.
Belluse suspiró y dijo:
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—Está bien.
Mathias lo miró. El chico tenía los enormes ojos claros aún mojados.
Era como un ángel caído. Un ángel prostituido. Sí, su rostro había sido
pintado por el pincel de la androginia, pero eso no lo hacía menos hermoso.
Era imposible que no existiese nadie destinado a amarlo...
Y como no tenía ninguna autoridad para decírselo a Belluse, se lo
recordó a sí mismo: se recordó que el sexo era sólo un acto humano en el
que la piel buscaba el calor de otra piel y el deseo entraba en erupción...
pero si ambas pieles desnudaban su corazón ante la otra se convertía en un
complejo proceso de amor, el de amar y ser amado. Era simple y a la vez,
jodidamente complicado. Era mucho más fácil entender el deseo que
entender el amor. El deseo seguía las leyes de la lógica, el amor no. Y así,
atormentado
por
esa
vorágine
de
pensamientos
errantes,
Mathias
contempló a Belluse caer en un sueño un tanto agitado.
Deseo y amor. Había deseo sin amor. Pero, generalmente, no amor sin
deseo. Mathias quería experimentar ambos. Y ese anhelo le producía una
aguda tristeza que, sin que él lo supiese, era la misma que sentía Belluse.
Mierda, pensó. Todavía seguía excitado. Deslizó la mano derecha bajo
las sábanas y se acarició el miembro, semi erecto. Suspiró y en silencio se
dirigió hacia el baño.
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Capítulo cuatro: EL ORFANATO OLVIDADO POR DIOS
Pocos minutos después de abandonar el motel, entraron a desayunar en un
bar de la carretera. Allí con frecuencia paraban a descansar los pasajeros de
los buses y los conductores de camiones. Mathias bebía a lentos sorbos una
taza de café, mientras Belluse ya se había tomado su tercer té con leche.
—¿Puedo pedir más bollos, Matt? —preguntó en voz baja. Mathias lo
notaba cohibido desde la mañana.
—Sí, claro.
Belluse le sonrió, llamó a la camarera y efectuó su pedido.
—¿Vas a comerte seis bollos más? —replicó Mathias, incrédulo. Belluse
se encogió de hombros, musitando un tímido «sí»—. ¿Los Cainitas no te dan
de comer?
—Claro que sí.
—¿Entonces?
—No comía bien. No lo sé, no me daba mucha hambre —explicó
vagamente, bajando la mirada—. Ahora que pude dejar Estigia me
encuentro mucho mejor... de ánimos, me refiero.
—Ya veo. Me alegro por ti
Belluse levantó los ojos y le sonrió.
—Así que... ¿La casa de los Cainitas se llama Estigia? —preguntó
Mathias, que ya había terminado su café. En la mesa que estaba frente a
ellos, un hombre maduro devoraba ávidamente una hamburguesa enorme.
Vaya desayuno.
—Sí —respondió Belluse, con la boca llena. A Mathias le hizo gracia—.
Como el río del infierno —aclaró. Mathias suspiró y miró hacia la televisión
que estaba en la barra.
«Caos en Hades», decía la pantalla. No alcanzaba a oír lo que decía el
periodista. Caos en Hades, ¿cuándo no había caos en Hades?
«Huracán en islas de Fatuus». Como siempre, imágenes apocalípticas de
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playas siendo azotadas por fortísimos vientos...
«Asesinan a sacerdote en pueblo de Urimagüe.»
—¡Matt...!
—¿¡Oiga, qué hace?!
—¡Lo siento, es importante!
Mathias se había acercado rápidamente al pequeño televisor y subido el
volumen al máximo.
—¿Matt... qué...?
—¡Shhh!
—«... se supone que este joven mantenía una relación íntima con la
víctima, pero no se tienen pruebas de que haya sido el asesino...»
—¡Mierda!
—¿Qué...?
—¡No pude oír nada!
—Matt...
Belluse, un poco incómodo, le hizo notar que estaban siendo observados
por todos los presentes.
—Oh.
—No importa —susurró el chico—. Ven, siéntate. Cuéntame. ¿Qué pasa?
—Un asesinato en un pueblo, no recuerdo el nombre.
—¿A quién mataron?
—A un sacerdote.
La camarera los contemplaba por detrás de la barra, algo molesta.
—¿Un sacerdote? ¡Vaya! —se sorprendió Belluse—. ¿Y crees que puede
tener relación con nuestro caso?
—No lo sé, ya te dije que no pude escuchar nada. Sólo oí que sospechan
de un chico que...
—¿Que qué?
—Que tenía una relación con él.
—¿Cómo? ¿Un sacerdote que se acostaba con un chico? ¡Qué divertido!
Mathias lo miró con indignación.
—¡Shhh!
—Pero es que eso es...
—Un escándalo. Eso es lo que es.
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—Creo que es allí —susurró Mathias, mirando hacia su derecha, por
encima del hombro de Belluse. El chico giró la cabeza. Lo que vio casi le
hizo ahogar un grito de horror. El hogar de huérfanos Pan y Vino no era
más que una ruinosa casa de dos plantas, despintada y maltratada. Estaba
ubicada a pocos metros de la carretera, a la sombra de varios árboles y la
hiedra se extendía a su antojo por la fachada y los muros.
—Qué lugar tan desolado —dijo Belluse, bajando del auto—. Hace frío,
¿me pasas mi saco? —Mathias se inclinó hacia el asiento trasero y le
extendió el saquito negro de piel.
—Bueno, vamos —metió las manos en los bolsillos del pantalón y
caminó por el sendero de tierra. Belluse extrajo de su propio bolsillo el
recorte del diario que habían comprado pocas horas antes.
—Se llama Michael Pierce —dijo—, el chico. Y el sacerdote... Gabriel
White.
—¿Crees que consentirá hablar con nosotros?
—No lo sé.
—No sé cómo pueden vivir casi cien niños en un lugar tan pequeño y
descuidado.
—Yo tampoco.
—¿Puedo ayudarles en algo, señores? —exclamó una aguda voz
femenina. Belluse se volteó, pero no logró ver a nadie—. ¡Aquí arriba!
—¡Ay!
—¡Cuidado!
La chica había saltado de un árbol y se ponía de pie de un salto,
ágilmente. Vestía un saquito rosado raído y unos jeans grandes y sueltos,
sujetos por un cinturón. Mathias la examinó detenidamente. Era casi una
niña, de unos trece años; la nariz y las mejillas estaban sonrosadas a causa
del frío. Tenía el pelo de color rubio ceniza hecho dos cortas y desmechadas
trenzas atadas con sendas cintas azules.
—Hola… ¿cómo estás? –saludó Belluse. La niña se acercó con timidez,
observándolos atentamente-. Me llamo Belluse…
La niña le extendió una mano llena de tierra, pero Belluse la tomó sin
darle la menor importancia.
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—Este es mi amigo Mathias, pero le gusta que le llamen Matt.
—Hola —saludó la niña—. Me llamo Lureen.
—¡Lureen! —chilló Belluse, con una gran sonrisa—. ¡Qué nombre tan
bonito!
«¿Y a este qué le pasa?», se dijo Mathias, alzando las cejas.
—Lureen... tú, ¿vives allí? —le preguntó Belluse, señalando el hogar de
huérfanos.
—Sí —respondió ella, encogiéndose de hombros—. ¿Por qué? —y
entornó los ojos—. ¡Ya sé!
«¿De verdad?», pensó Mathias. «No me digas.»
—Ustedes son unos esos señores que no pueden tener hijos y quieren
adoptar un niño. ¡Vienen todo el tiempo! ¡Y señoras también!
—¡No...! —quiso interrumpir Mathias. ¡Lo único que faltaba!
—Pero pierden el tiempo, de verdad —siguió Lureen, negando con la
cabecita rubia—. Isaac no quiere darnos en adopción. A ninguno de
nosotros.
—¿Cómo? —inquirió Mathias. Lureen volvió a alzar los hombros.
—Dice
que
nos
quiere
demasiado
como
para
dejar
que
unos
desconocidos nos lleven del hogar y nos separen de él.
—¿Isaac es el director?
—Sí. Es bueno... pero está un poco loco —comentó Lureen con una
sonrisita burlona.
—¿A qué te refieres?
—Bueeeno... él no tiene familia, ¿saben? Su mujer y su hija murieron
hace tiempo en un incendio. Por eso se ocupa de nosotros, dice que somos
su única familia.
—¿Y por eso no quiere darles en adopción?
—Ajá.
—Pero, ¿ustedes están bien? Es decir, ¿no les falta nada? ¿No pasan...
necesidades?
—A veces, sí... pero ya estamos acostumbrados.
Mathias y Belluse intercambiaron una mirada sombría. Belluse se inclinó
y le acarició el cabello a la niña.
—¿Ustedes querían un bebé?
Mathias bufó exasperado. Belluse sólo soltó una risa divertida.
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—No, no somos pareja.
Lureen se puso roja como un tomate y se tapó la boca con las manos.
—¡Lo siento mucho! Es que... como...
—Está bien —le tranquilizó Belluse—. Lureen, ¿crees que podrías
hacernos un favor?
La niña se alarmó.
—¿Q-qué cosa?
Mathias y Belluse volvieron a mirarse, nerviosos.
—Queremos hablar con alguien que se llama Michael Pierce.
—¿Micky? Entonces, ¿ustedes son policías?
—No —negó Belluse—. Pero necesitamos hablar con él, sólo hablar,
¿sabes dónde está?
—En el sótano. No quiere salir de allí. Apenas tomó desayuno hoy. No
creo que quiera hablar con ustedes. Y menos si son policías.
—No somos policías.
—Somos investigadores, escucha —Lureen abrió los ojos al máximo—.
Estamos tratando de seguirle la pista a un asesino que ya lleva tiempo
cometiendo crímenes de este tipo. Creemos que el sacerdote White ha sido
su última víctima. Por eso queremos hablar con Michael. Cualquier cosa,
cualquier dato que él pueda darnos nos será de utilidad.
—Entonces... ¿no creen que él haya matado al padre Gabriel?
—No.
—Claro que no.
La niña bajó la voz, a pesar de que no había nadie alrededor, y dijo
gravemente:
—A Micky no le gustan las chicas. A Micky le gustaba el padre Gabriel.
—Eso... lo suponíamos.
—¿Cómo?
—El caso, el asesinato... salió en los periódicos y en la televisión.
Mathias ya comenzaba a impacientarse, de manera que sacó un par de
billetes y se los extendió a la niña, diciendo:
—Oye... necesitamos hablar con Michael. No somos policías, no vamos a
culparlo ni a juzgarlo por nada, ¿podrías decírselo?
Lureen tomó el dinero con timidez y asintió.
—Ve a buscarle, entonces, por favor.
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Lureen miró a Mathias y a Belluse alternativamente.
—Está bien —aceptó, y salió corriendo en dirección contraria, hacia la
ruinosa casa. La vieron desaparecer por una puerta lateral.
—¿Crees que vendrá? —inquirió Belluse.
—No lo sé.
Minutos más tarde vieron aparecer nuevamente a Lureen por la misma
puerta destartalada, acompañada por un chico delgado y bajito. Ella le
señaló con el dedo el lugar donde se hallaban Belluse y Mathias, y el chico
caminó hacia ellos, solo.
Se veía cansado y por sobre todas las cosas, angustiado. Tenía los ojos
hinchados y enrojecidos, tal vez por la falta de sueño o el exceso de llanto o
quizás ambos. Era flacucho, pero tenía un rostro bonito y pecoso, y el pelo
claro se le desparramaba, sucio y despeinado, por la frente y los hombros.
Estaba vestido tan precariamente como Lureen: un suéter de lana gastado y
unos pantalones deportivos enormes.
—Hola —saludó, taciturno y cortante.
—Michael... somos Mathias Malkasten y Belluse Sabik, ¿cómo estás?
—¿Cómo cree que estoy? —respondió el chico secamente, serio. Belluse
se mordió el labio.
—Lo sabemos —se adelantó. Mathias le dejó hablar. Al parecer Belluse
era mejor que él en el trato con la gente—. Sabemos que te encuentras
mal, pero necesitamos tu ayuda. ¿Podemos sentarnos allí? —preguntó,
señalando un tronco caído. El chico se encogió de hombros.
—Claro. Lureen me dijo que son investigadores —soltó—. Que van a
descubrir quién mató a...
—Es verdad. Y para eso necesitamos que nos cuentes todo lo que sepas
del padre White y todo lo que sucedió esa noche. Necesitamos saberlo todo,
Michael. Hasta el más mínimo detalle.
Micky bajó el cabeza, incómodo.
—Es cierto —dijo, aún mirando al suelo.
—¿Qué cosa?
—Que me acostaba con él. Pero no es como todos creen. Él nunca abusó
de mí.
—Puedes contárnoslo todo, no vamos a juzgarte. Somos los menos
indicados —exclamó Mathias, con un suspiro.
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Entonces Micky levantó la cabeza y los miró a ambos, sucesivamente.
«Todo comenzó hace tres años, cuando yo tenía trece. Ahora tengo
dieciséis. El párroco del pueblo ya era viejo y entonces llegó él, el padre
Gabriel. Era verano y hacía mucho calor. Nos daba Catequesis junto al lago
y ayudaba a Isaac con los bebés. Nunca le oí quejarse de nada. Con él tomé
mi primera comunión. No me acuerdo con exactitud cuándo me di cuenta de
que me gustaba. Él no era viejo, no... Cuando llegó a Urimagüe tenía
veinticuatro años. Y era muy guapo, ¡si vieran cómo lo miraban las
mujeres! Y cada vez que lo miraban, yo me sentía celoso. Creo que fue por
ese entonces cuando lo descubrí... sí...
»Yo iba a confesarme con él en la misa de la noche y el párroco daba la
misa. Un día yo estaba en la fila y una mujer me pidió que le cediera mi
lugar. Yo accedí y aguardé. Luego, cuando la mujer terminó de confesarse
le vi salir de la iglesia, ¡no iba a quedarse al resto de la misa! Me sentí
indignado...
pero
entonces
el
padre
Gabriel
me
llamó
desde
el
confesionario.
—¿Micky, eres tú? —preguntó.
Así me llamaba: Micky.
—Sí —le respondí.
—Ven, acércate, no te oigo.
Me senté junto a la ventanilla y suspiré.
—¿Qué te ocurre? ¿Estás bien? —quiso saber.
—Sí —mentí.
—Bueno... ¿Qué has hecho esta vez? —inquirió, con tono paternal.
»Yo tenía trece años, no tenía pecados. Decía insultos a menudo, a
veces robaba algunas manzanas de la feria del pueblo... esas eran mis
únicas faltas. Pero entonces lo recordé. La noche anterior había tenido unos
sueños realmente vergonzosos. Se lo comenté con vagas palabras.
—Es normal —me dijo él, sin horrorizarse—. A todos nos sucede a tu
edad.
—¿A usted también le pasó? —repliqué, sorprendido.
—Sí —respondió él, divertido por mi asombro—. No tienes por qué
avergonzarte. Y eso no es un pecado, es parte de tu crecimiento como
hombre. Estás dejando de ser un niño.
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Y entonces se lo dije:
—Usted me gusta, padre.
»Él no respondió. Y yo levanté la mirada. No pude verle el rostro
claramente. Recuerdo que no dijo nada. Sólo nos quedamos así, en silencio,
hasta que yo interpreté su mutismo como un rotundo rechazo. Me fui de la
iglesia llorando a moco tendido.
»Los días pasaron y la relación se volvió tensa. Él intentaba acercarse a
mí y me trataba con el mismo cariño de siempre, el mismo que les daba a
los demás niños del hogar. Incluso se quedaba por las noches a cuidar a los
bebés cuando tenían fiebre o enfermaban.
»Y así pasaron dos años. Dos años en los que casi me muero de amor
por él. Cualquiera habría pensado que el tiempo haría que lo olvidara, y eso
era lo que yo quería, pero no fue así. Lo veía todos los días con los niños,
en la iglesia, en la escuela. Y cada vez que me miraba, me sonreía. Yo le
daba vuelta el rostro. Tuve un par de relaciones, si es que puedo llamarlas
así. Tuve una novia con la que duré una semana. Y una noche un chico de
un curso superior intentó abordarme. Bueno, dicen que si uno se deja y
además le gusta, no es abuso. Entonces, supongo que no fue un abuso
porque el chico me atraía. No pasó nada grave, sólo un manoseo. Y eso me
sirvió para darme cuenta de que no me había olvidado del padre Gabriel. Ya
tenía quince años. Y decidí hablar con él otra vez.
Recuerdo que me bañé y me cambié la ropa. Le robé a Isaac un frasco
de perfume y me lo vacié entero. Salí del orfanato y corrí hacia la iglesia.
»Cuando llegué, ya era noche. Era primavera, pero igualmente hacía
algo de frío. Supongo que ustedes jamás han estado en la iglesia del
pueblo, ¿verdad? Entonces, les explicaré. Como en todas las iglesias, hay
un altar. Detrás del altar hay un muro y en ese muro, bajando unas
escaleritas, una puerta. Detrás de esa puerta hay un salón pequeño, que es
la oficina del párroco. Allí se guardan las sotanas y las diferentes vestiduras
sacerdotales, los cancioneros, los cirios... Allí también hay una puerta. Y esa
puerta es la que lleva a la vivienda de los sacerdotes. Ahí vivían el padre
Francisco, que es el párroco, y el padre Gabriel.
»En ese momento vi al padre Francisco limpiando una imagen de la
virgen. Estaba de espaldas a mí y no me veía. Aproveché mi oportunidad.
Atravesé todas las puertas que les mencioné y llegué al dormitorio del
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padre Gabriel. Tenía la puerta abierta y estaba ordenando unos libros. No
vestía de clérigo. Llevaba sólo una playera y unos shorts. Iba descalzo. En
ese momento olvidé que me había enamorado de un sacerdote, de alguien
que estaba prohibido para mí. En ese momento era sólo él, Gabriel.
—¡Micky! —exclamó, sorprendido—. ¿Qué haces aquí? ¿Sucede algo?
No respondí. Entré al dormitorio, cerré la puerta y giré la llave. Él se
alarmó.
—¿Qué haces, Michael?
Me acerqué y lo contemplé. Lo deseaba desesperadamente. Era lo único
que quería. A él.
—Quiero confesarme con usted, padre —le dije. Él frunció el ceño. Era
evidente que no se fiaba.
—¿Ahora?
—Sí. Y aquí.
Suspiró, nervioso.
—Siéntate —y señaló la cama. Obedecí. Callé. No podía decírselo. No
quería que él se decepcionara de mí. No podía decirle que había intimado
con un chico del que ni siquiera sabía el nombre. Me sentía sucio, pero por
sobre todas las cosas, incapaz de hablar. Y comencé a llorar.
—¿Michael?
¿Qué
te
ocurre?
¡Cuéntame,
por
favor!
—decía,
sacudiéndome por los hombros.
»Entonces no aguanté más y lo abracé. Él tardó en corresponderme el
abrazo, pero lo hizo. Me tranquilicé en sus brazos. Sosegado y anhelante, le
besé con delicadeza el hueco del hombro y el cuello. Cuando comencé a
atreverme a besarle con más ganas, me apartó. Me miró a los ojos. Y se
lanzó hacia mi boca. Me besó furiosamente, con hambre y yo estaba en las
nubes, imagínense. En el cielo, en el paraíso. ¿Eso era un pecado? Me
importaba muy poco. Nada ni nadie me impediría estar con él.
»Esa noche se limitó a eso, sólo a besos. La segunda fueron besos y
caricias. La tercera, las caricias se volvieron más atrevidas. La cuarta y la
quinta, las caricias atrevidas fueron con menos ropa. La sexta noche no
hubo ropa. Y la séptima hicimos el amor.
»Así pasamos varios meses, encontrándonos a escondidas de todos.
¿Quieren que les cuente cómo pasó todo esa noche?
»Esa mañana le había dejado un papelito en su confesionario. Nadie que
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no fuera él la encontraría allí.
«Hoy, detrás de las vías abandonadas, a las once en punto. Te amo.
Tuyo, Micky.»
»Salí del orfanato a las diez, pero cuando atravesaba la calle Mercedes
me detuvieron unos policías y me hicieron unas preguntas. Habían asaltado
un bar y los ladrones habían huido. Querían saber si yo había visto a los
asaltantes. Les respondí que no y, por suerte, me dejaron seguir mi camino.
Estaba llegando tarde, pero allí estaba él, en su auto. Siempre lo hacíamos
en su auto. Era el único lugar posible. Hablamos un poco del colegio, las
cosas del hogar y lo hicimos. Él siempre insistía en que usáramos condones.
Los compraba yo, claro, porqué él, siendo sacerdote... Y por culpa de esos
malditos condones descubrieron que el semen de uno era suyo y que el otro
no. Que eran de hombres distintos. Y que el ADN del semen de uno
coincidía con los restos de saliva del cuello de la camisa. También
encontraron cabellos míos. Y la nota que le había dejado esa mañana en el
confesionario; él la llevaba en el bolsillo. «Tuyo, Micky.»
»Un rato después de que termináramos, yo me fui. Y no supe lo que
había pasado hasta el mediodía del día siguiente.»
—La policía sospecha de mí, ¡pero yo no fui! ¿Cómo tengo que decirlo?
¡Yo estaba enamorado de él! ¡Y cada vez que lo digo se burlan de mí!
—Tranquilo, Michael —susurró Belluse, apoyando la mano en su
hombro.
—¿Saben lo que me dice Isaac? ¡Deja de defender a un muerto, y di la
verdad, Michael! ¡Piensa que él me violaba! ¡Y que yo lo maté,
vengándome! ¡Están todos locos!
—Tranquilízate. Nosotros te creemos.
—Él me quería... siempre me lo decía —Belluse y Mathias se miraron
nuevamente. Ninguno sabía qué decir y Michael había comenzado a
lagrimear en silencio. Belluse se mantuvo todo el rato palmeándole la
espalda.
—¿Qué más quieren saber? Cualquier cosa, lo que sea... yo se los diré.
—¿No tienes idea de quién pudo haber sido el asesino?
Michael se lo pensó un momento.
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—No —dijo, finalmente—. Todos lo querían. Era imposible no quererlo.
—Ya veo.
—¿Ustedes son detectives?
—No, pero fuimos contratados para descubrir la identidad de un asesino
que ya ha cometido varios crímenes. ¿Sabes lo que ocurrió en Vierne?
—Sí. ¿Ustedes creen que el asesino de Vierne fue quien mató a Gabriel?
—No lo sabemos, por eso vinimos hoy aquí. Para juntar información.
—Michael, ¿qué más sabías del padre White? —preguntó Belluse,
eligiendo con cuidado las palabras.
—¿Cómo qué?
—¿Él era homosexual?
—Se lo pregunté un día. Él me dijo que había tenido una novia antes de
hacerse sacerdote.
—¿Él no mantenía ninguna otra relación con nadie más? —inquirió
Mathias. Belluse lo miró con los ojos abiertos como platos.
—¡No! ¡Claro que no! ¡Él me quería a mí! ¡Hasta un día me dijo que
quería renunciar a la vida religiosa!
—¿Te dijo eso?
—Sí.
—¿Sabes por qué había decidido ser sacerdote?
—Sí. Él me lo dijo. Su familia tenía dinero, pero él quería ayudar a los
pobres. Por eso se hizo sacerdote. Sus padres eran muy religiosos, pero al
principio la noticia no les cayó muy bien. Él quería estar con los pobres y la
vida sacerdotal le ofrecía todo lo que él deseaba.
—Parece que era una buena persona —susurró Belluse.
—Lo era —afirmó Michael—. Yo lo amaba mucho y lo seguiré amando
hasta que me muera. Lo sé.
Belluse se mordió el labio y Mathias se retorció las manos con
nerviosismo.
—¿No quieren saber nada más? —preguntó Michael, poniéndose de pie—
. Isaac debe estar por despertar de su siesta...
—¿Es verdad que ese Isaac no quiere darles en adopción a ninguno de
ustedes? —quiso saber Mathias. No supo porqué había hecho esa pregunta,
simplemente había surgido.
—Es verdad —afirmó Michael—. ¿Por qué? ¿Quieren adoptar un niño?
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—No, no... sólo curiosidad.
—Bien, si no tienen más preguntas... yo... me voy.
—Está bien.
—Por favor, háganle justicia a Gabriel.
—Si el asesino es quien pensamos, lo haremos. Para eso nos
contrataron.
—Bien.
Michael les dirigió una sonrisa forzada. Estrecharon manos.
—Hey... —les detuvo Michael cuando estaban a punto de subirse al auto.
—¿Sí?
—A Lureen le dieron dinero...
Mathias miró a Belluse.
—Esta vez te toca a ti —le dijo. Belluse soltó un áspero «bueno». Sacó
unos billetes y en uno de ellos garabateó su teléfono celular.
—Toma. Te he puesto mi número. Si llegas a saber algo, lo que sea, no
dudes en llamar.
Mathias sólo condujo por unos cortos diez minutos antes de declarar
solemnemente:
—Estoy molido.
—¿Quieres que yo conduzca?
—Ni loco, antes preferiría que condujera el Asesino de Vierne.
Se miraron fijamente el uno al otro y comenzaron a reír, por primera
vez en ese día.
—Ya me había olvidado de lo escandalosa que es tu risa —le dijo
Mathias a Belluse, deteniendo el auto, bostezando y desperezándose. El
chico no respondió. Se limitó a contemplar el perfil de Mathias y ver sobre
su rostro y torso las sombras de las hojas de los árboles que se meneaban
con el viento.
Entonces Mathias abrió los ojos de repente y exclamó:
—Me estoy meando —y miró a Belluse, a la espera de una solución
mágica y maravillosa.
—¿Y qué quieres que haga? —replicó el otro, alzando las cejas negras,
dos arcos delgados perfectamente definidos sobre sus ojos claros—. ¿Que te
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baje la bragueta?
—No, gracias —dijo, mirándolo con desdén y saliendo del auto.
Eligió un árbol de tronco mediano y apoyó la mano izquierda sobre la
rugosa superficie. Con la derecha sacó el botón de su sitio —no llevaba
cinturón—, se bajó el cierre, deslizó un poquito el bóxer y sacó el miembro
fláccido para vaciar la vejiga y dejar salir un gracioso arco dorado al que los
últimos rayos del sol arrancaban destellos multicolores. Se giró apenas. Y
allí estaba Belluse, a su lado, soltándose el cinto.
—¿Qué haces? —replicó Mathias.
—Marco mi territorio.
Cuando ambos hubieron terminado, se sentaron sobre el capó. Ninguno
quería volver al interior del coche, a que se les durmiera el culo de tanto
estar sentados. A lo lejos, podían ver las luces del orfanato, encendidas y
titilantes en la creciente oscuridad que comenzaba a despertarse.
—¿Pasaremos la noche aquí? —le preguntó Belluse a Mathias.
—¿Nunca has dormido en un auto?
—Una vez tuve sexo en un auto, pero dormir... no, jamás —Mathias hizo
un mohín que Belluse no llegó a apreciar.
—Bueno, yo tampoco, así que no podría decirte cómo es de incómodo
del uno al diez. ¿Quieres buscar un lugar donde comer?
—¿Y a dónde? —replicó Belluse—. ¡Si estamos donde la Virgen perdió el
condón!
Mathias lo observó con horror ante aquella frase grosera.
—Es increíble cómo metes el sexo en cualquier conversación que
tengamos.
—Supongo que es lo único que puedo meterte.
—¿Lo ves?
Y volvieron a matarse de risa otra vez y oyeron cerca el batir de alas de
algún ave que se alejaba.
—Con esa bocaza tuya espantas hasta a los pájaros.
—Una de las muchas cosas que puedo hacer con la boca.
—¡Por Dios! ¡Cállate de una vez!
Entonces, inclinándose por la ventanilla, Mathias revolvió entre las cosas
que estaban sobre los asientos traseros y le lanzó a Belluse un paquete de
papas fritas, diciéndole, todavía riendo:
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—¡Toma! ¡Para que mantengas esa boca ocupada!
Capítulo cinco: EL PUEBLO SIN NOMBRE
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Belluse no sólo comía el doble que cualquier persona que Mathias hubiera
conocido, sino que al parecer también necesitaba el doble de horas de
sueño. Habían acordado dormir por turnos. Ya eran las once de la mañana y
el chico seguía allí, durmiendo despreocupadamente.
Aburrido y sin nada que hacer, Mathias hojeaba el periódico del día
anterior mientras recordaba la conversación que había tenido con Belluse la
ya pasada noche, antes de que se quedaran dormidos...
—¿Cómo es tu chico ideal? —le había preguntado, con el paquete de
papas fritas en la mano. Mathias se había quedado sin saber qué decir.
Jamás se lo había planteado. Eso de pensar en hombres era algo que le
causaba un profundo sentimiento de pesar.
—No lo sé.
—¡Ah, vamos! ¿Cómo es que no lo sabes?
—No lo sé. ¿Cómo es el tuyo?
Entonces Belluse había apartado la mirada.
—Alto, fuerte, valiente, bien masculino, que me cuide, que me quiera y
que me folle bien.
Una descripción bastante apropiada y clara, pensó Mathias. Belluse
sabía bien lo que quería: un hombre que lo protegiese. Entonces, en su
asiento, el chico comenzó a dar señales de vida.
—Mnngh... ¿Qué hora es?
—¡Es casi mediodía!
—Matt, ¿por qué gritas? ¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? —vociferó, golpeándole con el periódico—. ¡Pasa que
te quedaste dormido, idiota!
—Lo siento...
Pero ya no había nada que hacer y gracias a Dios que no les había
ocurrido nada.
—¿A dónde iremos hoy?
—A este lugar —señaló Mathias, mostrándole una hoja del periódico.
Belluse se refregó los ojos e intentó enfocar bien la vista.
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Mathias le señalaba la publicidad de un club nocturno llamado
Inframundo, el Palacio de las Cascadas.
—Pensé que no nos pagaban por irnos de juerga... si lo hubiera sabido
antes...
—¿Conoces este símbolo? —Preguntó Mathias señalando el logo del
lugar: una estrella de cinco puntas rodeada de extrañas inscripciones.
—Matt, ni siquiera conozco las curvas de mi propia oreja.
—Es un símbolo satánico. Y estas palabras que están aquí significan:
ladrón, sangre, corazón, muerte y dinero.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Y yo qué sé.
Belluse soltó un bufido.
—Pero me suena mal.
—Oye, si quieres que nos vayamos de fiesta esta noche, no tienes que
inventar excusas tontas. Mo lo dices y ya. Como si yo fuera a negarme...
—¡No es eso, Belluse! ¡Mierda! ¿Para qué me esfuerzo tanto?
—Tranqui, está bien. Eh, ¿dónde estamos? —preguntó, sacando la
cabeza por la ventanilla y encontrándose con un paisaje completamente
diferente del que había visto antes de quedarse dormido por última vez.
—En Dunamer otra vez.
—¿Y por qué volvimos?
—Tenemos que buscar información.
—¿Aquí? ¿En Dunamer? ¡Si es la zona más jodidamente tranquila y
aburrida de todo este puto país!
—¡Ja! ¡Gracias entonces, Señor Me Voy De Parranda Todas Las Noches!
—exclamó Mathias, saliendo del auto.
—¿Qué...?
—¿Ves ese edificio de ahí? —dijo, señalando una alta construcción de
color grisáceo—. Allí está mi apartamento, en el noveno piso.
—No sabía que vivieras en Dunamer —comentó Belluse, en el elevador—
. Pensé que vivías en la casa madre de los Iscariotes.
—Claro que no —negó Mathias, abriendo la puerta del apartamento,
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dejando en el suelo la bolsa de la compra—. Tengo veintitrés años, mi
educación y entrenamiento terminaron hace rato. Entra. Y cierra la puerta.
Era un departamento sencillo y pequeño. Suficiente para una persona
sola o para una pareja, pensó Belluse. Era bastante luminoso. Se imaginó
que por las mañanas el sol entraría a raudales por el amplio ventanal del
balcón y la luz se derramaría sobre el sofá y la gran mesa de vidrio,
proyectando sombras irregulares sobre el piso de cerámica de color perla.
Las paredes eran de un celeste sumamente pálido.
—¿Tienes mascota?
—Si la tuviera ya estaría muerta, ¿no crees? Siendo que llevo fuera de
casa casi una semana. Hazme un favor: sube las persianas.
Belluse obedeció. Bordeó la redonda mesa de vidrio y abrió un pequeño
panel que estaba al costado del ventanal. Mantuvo presionado un botón rojo
y mientras lo hacía, una cálida lluvia de oro fue pintando primero el brillante
suelo, luego las paredes y los muebles y finalmente las copas y platos que
estaban en lo alto de una repisa. Belluse se acercó al ver en una estantería
una pila de viejos compact discs apilados. No conocía a ninguno de los
cantantes o grupos de música y no era de sorprenderse.
—¿Te gusta el dulce de leche? —gritó Mathias, desde la cocina. Belluse
le respondió que sí. Que le gustaban el dulce de leche, el dulce y la leche y
entonces le oyó gruñir como hacía cada vez que decía alguno de sus
comentarios con doble sentido.
Sonriendo para sus adentros, Belluse caminó unos pocos pasos hacia el
único dormitorio. La puerta ni siquiera chirrió, se abrió limpiamente dejando
en exhibición una habitación pulcra y ordenada, con un par estanterías
repletas de libros y un vistoso ordenador sobre un amplio escritorio. Los
armarios estaban cerrados y las persianas, bajas. La cama estaba contra la
pared, prolijamente hecha. La única mala conclusión a la que Belluse pudo
llegar era que, viendo esa cama tan pequeña, si esa noche se quedaban a
dormir allí, con total seguridad él acabaría haciéndolo en el sofá.
—Ah, aquí estabas. Toma —dijo Mathias, alargándole un vaso de jugo
de naranja de sobre—. Lo siento, no hay leche —se disculpó. Belluse
aguantó las ganas de hacer algún chiste al respecto. Como no dijo nada,
Mathias prosiguió—: si quieres darte una ducha, adelante. Y dame luego la
ropa sucia que tengas para lavar. Hay que aprovechar.
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Mathias se sentó frente al ordenador y le dio al ON.
—De acuerdo. Me gusta tu cuarto, es lindo.
—Gracias. ¿Tú vivirás con tu familia cuando termines tu entrenamiento?
—Mi entrenamiento terminó hace medio año. Sigo viviendo en Estigia
porque no tengo familia.
Mathias se dio la vuelta con la silla giratoria.
—Lo siento —se apresuró a disculparse, otra vez.
—No lo sientas, no es tu culpa —respondió Belluse, tomando un largo
sorbo de jugo—. No tengo padres. Nací en Europa, pero de eso no me
acuerdo. Llegué a este país cuando tan sólo tenía cinco años. Supongo que
acabaré siendo instructor de artes marciales...
Mathias decidió no decir ni preguntar nada al respecto. No quería
entrometerse. Aunque la verdad era que a Belluse no le importaba que se
entrometiera... pero como Mathias no lo sabía, se calló la boca y se giró
otra vez para quedar frente al delgado monitor de la computadora.
—¿Qué estás buscando? —le preguntó Belluse.
—Crímenes que podamos relacionar con el Asesino de Vierne —contestó
Mathias, feliz de cambiar el tema de la conversación—. Ven, siéntate.
Belluse se levantó de la cama y se sentó sobre la pierna derecha de
Mathias, pasando el brazo por el respaldar.
—Puedes... traer una silla —susurró Mathias, mirándole fijamente.
—¡Oh, perdón! —se disculpó Belluse, apenado, parándose de un salto.
Mathias chasqueó la lengua.
—Deja —lo detuvo—, no pesas nada.
Belluse volvió a apoyar el culo sobre el muslo de Mathias, esbozando
una pequeña y disimulada sonrisita mientras contemplaba el rostro de su
compañero volver a concentrarse en la pantalla. Mathias tenía rasgos
atractivos. Masculinos sin llegar a ser demasiado fuertes o marcados. Lo
que a Belluse más le gustaba era la boca; de labios delgados y
perfectamente definidos con dos delicadas pinceladas. Los ojos ocultos
detrás de los anteojos eran bonitos a pesar de su corriente color castaño,
en armónica sintonía con las cejas y el cabello lacio que le caía sobre la
frente. Mathias tenía un lunar en el cuello. Se imaginó cómo de áspero sería
el asomo de la barba que poblaba el mentón y parte de las mejillas...
—Mierda —maldijo el hombre en voz alta, con la mirada fija en el
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monitor.
—¿Qué pasa? —preguntó Belluse suavemente, aguantando las ganas de
verificar la aspereza de esa piel.
—Inframundo está a más de tres horas de aquí.
—Matt, ¿otra vez con eso? —se quejó, inclinándose para observar la
pantalla. Pudo ver un mapa de la zona en la que estaban, Dunamer, y las
regiones circundantes. Al norte, el océano; al sur, Rigelia; al este, Villa
Capadocia; al oeste, los bosques de Urimagüe y los valles de Magdala.
—¿Y a dónde quieres ir tú? No tenemos datos, no tenemos pistas. Lo
único que tenemos son unos recortes de diario que ya leímos más de cien
veces y que no nos dicen nada en absoluto.
Belluse tuvo que admitir que tenía razón. Desganado, meneó la cabeza
afirmativamente.
—Bueno, ¿y cómo vamos a llegar ahí?
—En el auto, por supuesto, después de pasar por la gasolinera. Mira,
aquí está —dijo, señalando un puntito titilante—. Esta región se llama
Luxor, está pasando Capadocia.
—Capadocia es muy grande.
—Sí, pero Inframundo está en el límite, ¿lo ves?
—¿Qué hay al norte?
—Nada. Tierra de nadie. Zonas marginales, supongo.
Belluse suspiró.
—¿Y qué hora nos vamos? —Mathias consultó su reloj.
—A eso de las seis —respondió. Tomó a Belluse de la cintura con ambas
manos, apartándole, y se puso de pie—. ¿Sabes cocinar? —preguntó,
apartándose el pelo de los ojos. Belluse juntó las cejas.
—Algo.
—Bueno, prepara «algo» mientras yo voy a ducharme, ¿está bien? —
dijo, revolviéndole el cabello—. La carne que compramos está en el
refrigerador.
—Oye, ¿qué crees que soy? —bromeó Belluse, con una sonrisa pícara—.
¿Tu sirvienta?
Mathias no pudo evitar imaginarse al chico yendo y viniendo por su
departamento, vistiendo sólo aquel descarado disfraz. La escena se le
antojó brutalmente vergonzosa. Pero luego de asegurarse de que Belluse
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estaba en la cocina pelando papas y vestido con los mismos jeans celestes y
la misma sudadera color caqui, eligió de su armario, sin dar muchas
vueltas, ropa interior limpia, unos vaqueros sencillos, una camiseta negra y
una camisa y la dejó sobre la cama antes de meterse al baño para darse
una buena ducha.
Oh, no había nada como el baño de casa, pensó, mientras era azotado
por esa divina tormenta de agua tibia. El cuarto de baño de la habitación de
la Casa Madre de Garibaldi era demasiado lujoso y el del motel Neo
Sodoma, demasiado sucio. Silbando una melodía desconocida y disonante,
se lavó el cabello frotando con ahínco y se enjabonó el cuerpo rápidamente.
Tenía sólo una toalla alrededor de la cintura cuando la puerta del baño
se abrió tímidamente y la cabecita de Belluse se asomó apenas por el
resquicio disponible.
—Matt —susurró el chico, abriendo los ojos como platos cuando los
mismos se chocaron con aquella mojada y apetecible desnudez morena—.
No... no hay gas, Matt.
—¡Sí que hay! —masculló Mathias, furioso, con los dientes apretados—.
Abre el panel que dice «gas» y gira la llave —explicó con retintín, como si
se estuviese dirigiendo a alguien de pocas luces.
Con pocas luces, pero con mucho fuego. Así quedó Belluse después de
aquel pequeño incidente. Suspirando, entre risas ahogadas, bajó la mirada
para toparse con su «pequeño incidente». Claro que esas alturas su
incidente ya no tenía nada de pequeño y tuvo que sentarse para intentar
que los latidos del corazón se le ajustaran nuevamente con la respiración. Y
que, por favor, le bajara el calentón de una vez.
—¿Ya está la comida? —irrumpió Mathias en la cocina, completamente
vestido.
—Sí —balbuceó Belluse, parándose de un salto—. No encontré las
servilletas... —susurró, desviando la mirada, advirtiendo que Mathias le
observaba atentamente el sonrojo de las mejillas—. ¿Qué pasa?
—¿Mngh?
—¿Qué me miras? —replicó Belluse, sirviendo en ambos platos una igual
cantidad de papas asadas—. ¿Tengo algo en la cara?
Mathias sonrió, divertido, y se sentó a la mesa.
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—No. Es que te has puesto rojo, nada más.
El chico frunció el ceño. En realidad, se mantuvo con las cejas juntas
durante todo el almuerzo.
—¿Para qué tienes dos teles? —le preguntó Belluse, luego de lavar la
vajilla, oyendo el continuo y ahogado fragor del lavarropas, que, como una
gran boca, daba vueltas y vueltas deglutiendo al mismo tiempo jeans,
camisas y sudaderas. Toda era ropa de Belluse.
—Esta me la regalaron mis profesores cuando me gradué con las
máximas calificaciones —explicó, sentándose en el sofá. Manoteó el control
remoto que estaba sobre la mesa, pero en seguida se arrepintió—. Ven,
vamos a la habitación. Esta tele no agarra todos los canales que quisiera.
Ya en el dormitorio, el propietario se lanzó a la cama primero apoyando
las manos y luego, de sopetón, todo el resto de su largo cuerpo, haciendo
crujir tablas y colchón. Dejó salir un ronroneo estrangulado, como el de un
animal contento. Belluse sonrió y se mordió el labio, con una risita. Mathias
le señaló con la cabeza el espacio a su lado, el chico avanzó un paso,
indeciso, y por eso Mathias dijo:
—Ven. Y alcánzame el control remoto que está allí arriba.
Belluse hizo caso y luego se sentó en el borde de la cama, con los
brazos desnudos y pálidos cruzados sobre las rodillas. Mathias observó que
se encorvaba por el cansancio y el haber dormido toda la noche en un auto.
—Recuéstate, anda. No hay problema —le dijo, tirándole del pelo.
Y Belluse obedeció otra vez. Hizo sonar las articulaciones del cuello y
suspiró profundamente antes de descansar la espalda en la blandita
superficie de esa agradable cama. Después de soltar un quejido de placer,
se quitó las zapatillas sin siquiera desatarse los cordones y se estiró cuan
largo era junto a Mathias. Alzó las cejas al oír que el otro comenzaba a
reírse bajito. No podía estar riéndose por los comerciales que pasaba el
canal de historia, ¿o sí?
—Parece como si no hubieras estado en una cama en siglos —comentó,
mirándole atentamente.
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Belluse se guardó para sí todo el amplio repertorio de chistes obscenos que
parecían escribirse en su cerebro a una velocidad estremecedora. Se limitó
a devolverle la mirada a Mathias, la mirada y la sonrisa. Fue relajando el
gesto lentamente hasta que oyó el inconfundible sonido de la saliva
atravesar la garganta ajena y fue entonces cuando Mathias, serio, apartó
rápidamente los ojos y decidió concentrarse en la televisión. Belluse por su
parte, a quien muy poco le interesaban los documentales históricos, pasó
varios minutos a la espera de otra mirada y otra sonrisa iguales, sin que
ninguna de ella llegara en ningún momento.
—¿Puedo ducharme? —pidió luego, inclinándose sobre él. En los ojos
castaños brillaban los colores y los destellos del televisor.
—Claro. Las toallas están en el placard del baño —contestó, sin mirarle.
A decir verdad, Mathias ya no miraba nada, ni la televisión, ni a Belluse.
Los párpados comenzaban a pesarle y una abrumadora sensación de sopor
fue haciéndose de cada una de sus moléculas, dejándole dormido a pesar
de que todavía estaba la tele encendida. Desde el baño podía oírse el
clamor del agua, junto con una suave y pulcra vocecita de tenor que
cantaba las líricas de quién sabe qué moderna canción pop.
Cuando Belluse terminó de ducharse se envolvió en una toalla y salió del
baño, aún chorreando agua y dejando un rastro de baldosas mojadas.
—I want your ugly, I want your disease, I want your everything, as long
as it’s free —pero se calló de repente al ver que Mathias se había quedado
dormido. Bueno, no lo culpaba. Y volvió a cantar su melodía, ahora
reduciendo su voz a una finísima y aguda campanilla de plata a la que le
fallaban las notas más agudas—: I want your love, love, love, love, I want
your love!
Mathias comenzó a abrir los ojos, que se le habían llenado de legañas,
para encontrarse sin aviso previo con la desnuda anatomía de Belluse que,
dándole la espalda, una espalda muy blanca y sin vello, se estiraba
graciosamente mostrando sus recovecos más tiernos y más pálidos;
secándose el cuello, mientras del oscurísimo y sedoso cabello negro caían
gotas y gotas que iban a recorrer sin vergüenzas su cuerpo elástico y
armoniosamente formado. Se relamió los labios. Belluse se calzó unos slips
grises y Mathias no pudo evitar clavar la mirada primero en los muslos
lechosos y luego, en el trasero. Por un momento agradeció haberse
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quedado dormido con los anteojos puestos.
—I want your drama, the touch of your hand…
El chico se dio la vuelta y él cerró los ojos de golpe. Luego los fue
abriendo nuevamente, lo suficiente como para espiar sin ser descubierto.
No pudo evitarlo, aunque ya lo había visto desnudo en la posada de
Magdala y en Neo Sodoma. Mathias se imaginó que podría rodearle la
cintura con ambas manos sin dejar centímetro sin ser tocado. No tenía pelo
en el pecho, sólo un delgado camino vellos castaños nacía bajo el ombligo y
se perdía bajo el elástico del slip. Estaba bien formado, si bien no era
demasiado alto, y su esbeltez contribuía a darle un aire de gallardía
exquisito.
—Ooh-la-la! Want your bad romance…
—Cantas bien —se atrevió a decir Mathias en voz alta.
—¡Ah, estás despierto, Matt!
—¿Ya te has duchado?
Y para su sorpresa y turbación, Belluse fue hacia la cama y volvió a
recostarse a su lado.
—¿Qué
champú
has
usado?
—preguntó
Mathias,
olfateando
disimuladamente.
—El del sobrecito que me robé de Neo Sodoma —respondió Belluse.
—Podrías haber usado el mío.
—Oh, bueno, gracias —susurró—. Usé tu dentífrico —dijo luego, como
disculpándose—. Y tu crema de afeitar.
—Está bien —exclamó Mathias, revolviéndole el cabello, hecho una
espumosa masa de rizos húmedos y fragantes.
Belluse no dijo nada, se limitó a mirarlo, sin ninguna expresión en
particular.
—Yo... no disfruto el sexo casual, Belluse —soltó Mathias después de un
rato. A Belluse no le tomó por sorpresa ese comentario. Él también había
estado pensando en lo mismo.
—Qué extraño. A mí me pareció exactamente lo contrario —reveló, con
una sonrisa torcida.
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—Creo que estamos hablando de diferentes tipos de disfrute.
Belluse se encogió de hombros.
—Tal vez.
—Puede que te parezca tonto lo que voy a decirte, pero... Yo querría —
tomó aire y tragó saliva—, sólo hacerlo con alguien que quisiera —no se
atrevió a referirse al sexo de esa persona, pero supuso que Belluse
comprendería que se trataba de un hombre.
—No me parece tonto. Es lo más inteligente que has dicho en los
últimos días.
—A mí me gustaría —siguió, sin hacer caso a las palabras— tener
alguien que me hiciese compañía no sólo en la cama.
Esta vez Belluse se atrevió a sonreír.
—A mí también me gustaría tener un compañero —dijo, cerrando los
ojos—. Viviríamos los dos juntos en una casa o en un departamento... y
tendríamos un perro o un gato. O ambos. Dormiríamos juntos todas las
noches y en las mañanas despertaríamos abrazados —agregó, manteniendo
los ojos cerrados, imaginándose sin ningún esfuerzo cada palabra que
decía. Mathias sólo le oía, en medio de un silencio tímido y a la vez
risueño—. Y sentiría su respiración en mi cuello y sus brazos fuertes
alrededor de mi cuerpo... y yo me levantaría con mucho cuidado, para no
despertarle y me metería al baño a ducharme. Luego iría a la cocina y
volvería a nuestro dormitorio con la bandeja del desayuno. Y lo encontraría
despierto y comeríamos juntos. Y por las noches, haríamos el amor... todas
las noches... toda la noche.
—¡Hey! ¡Así no hay cuerpo que aguante! —replicó Mathias con una risilla
divertida. Belluse levantó las cejas. Y Mathias comprendió—: oh, claro. A
ti... te gusta —no encontraba las palabras adecuadas— ser pasivo, ¿verdad?
—Sí —contestó el chico, sin pensárselo dos veces, sin reparos ni
vergüenzas—. Me gusta relajarme... y disfrutar. Que se ocupen de mí, ya
sabes —explicó, guiñándole un ojo—. Pero también puedo ser un buen
macho cuando quiero y hay ganas. ¿Y tú, Matt? ¿Qué prefieres? ¿Dar o que
te den?
Mathias dio un respingo de pura sorpresa.
—No lo sé —respondió escuetamente. Y sin decir nada más se levantó
de la cama. Dar, suponía. Asegurarse, por el momento, no estaba entre sus
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planes.
Y Belluse se quedó allí, sobre la cama, aún fantaseando con esa vida de
ensueño que anhelaba, y con ese hombre imaginario solícito y cariñoso que,
muy a su pesar, se parecía mucho a Mathias en la voz, en el rostro, pero,
lamentablemente, no en las palabras ni en los actos.
—Belluse —exclamó el otro, mirándolo desde el marco de la puerta. El
chico alzó los ojos y, aún desde la distancia, Mathias pudo apreciar el
exótico color que algunas veces le parecía azul y otras, verde—. Creo que...
—hizo una pausa y Belluse levantó las cejas—, creo que deberías secarte el
cabello.
—¿Bolsos con ropa?
—Ya.
—¿Comida?
—Listo.
—¿Conectaste la alarma del apartamento, verdad?
—Sí.
—¿Cargaste tu teléfono celular?
—Sí, Matt, ya hice todo lo que me dijiste, ¿podemos irnos de una vez?
Mathias le dirigió una mirada gélida.
—De acuerdo —consintió.
Arrancó el auto y en menos de veinte minutos ya habían dejado atrás
todo paisaje urbano y calles asfaltadas. Los caminos se habían hecho más
oscuros, más desolados y más amenazantes. El cielo ahora estaba más
despejado, salpicado de alguna que otra estrella solitaria. No había luna,
sólo se veía una gelatinosa y vaporosa sombra, brillante y circular.
Hablaron un poco de esto, un poco de aquello y Belluse llegó a la
conclusión de que el viaje hasta Urimagüe había constituido una perfecta y
rotunda pérdida de tiempo.
—Yo no creo eso —se quejó Mathias. Después de todo, ese paseíto había
sido idea suya.
—Matt, es obvio que el Asesino de Vierne no tiene nada que ver con la
muerte de Gabriel White.
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—Yo no creo eso —repitió el conductor y Belluse chasqueó la lengua y
puso los ojos en blanco.
—A ver, exponga sus teorías, señor Sherlock Holmes. Watson está
ansioso de oír sus maravillosos y descabellados razonamientos.
—No te burles. Mira, en primer lugar, me parece que es obvio —recalcó
esas dos últimas palabras tal como lo había hecho Belluse— que el Asesino
de Vierne escoge sus víctimas cuidadosamente.
—¿A qué te refieres?
—A ver, mencione los crímenes, señor cinturón negro de karate —
murmuró Mathias, impacientemente, sin apartar la mirada del frente.
—Es tae-kwon-do, son cosas diferentes... —replicó Belluse. Pero luego
obedeció—: A ver... están los sectarios de Vierne, la bruja esa que hacía
cochinadas con cadáveres... los del templo umbanda, los violadores y los
prostitutos de la Arkham Avenue —al decir eso, Belluse se estremeció—. Es
como si estuviese asesinando criminales, ¿no? Los sectarios y los
violadores... pero, ¿y los prostitutos?
Por primera vez, Mathias apartó la mirada del camino y observó a
Belluse. Se veía algo turbado y sabía bien porqué.
—No has comprendido aún —sentenció Mathias—. Yo lo entendí recién
cuando leí que también habían ocurrido cosas en la Arkham Avenue, que
habían asesinado a varios trabajadores sexuales y que el modus operandi
era el del Asesino de Vierne.
Belluse cabeceó, confundido. Pero entonces, un fogonazo de patética
comprensión estalló en su cerebro, incendiándolo e iluminándolo de todos
los colores posibles.
—¡Pecadores! —gritó—. ¡Asesina a los que considera pecadores!
—Así es —alabó Mathias la correcta conclusión—. Sectarios, criminales,
violadores, necrófilos, asesinos... prostitutos. Todos repudiados por la ley
de Dios. Y creo que un sacerdote que mantiene una relación homosexual se
ajusta perfectamente al tipo.
Y entonces un silencio incómodo y cruel reinó por varios minutos, hasta
que Mathias bostezó largamente y le dijo a Belluse:
—Bueno, hasta aquí llego yo, dame el mapa.
Belluse se quedó mudo. Con todas las cosas que Mathias le había pedido
que hiciera esa tarde (saca la ropa de la lavadora, ve a comprar algo de
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comida enlatada, carga los celulares, sé buen chico y hazme un café,
conecta la alarma cuando salgamos), con todas esas cosas en la cabeza se
había olvidado de tomar de la impresora el mapa que había confeccionado
Mathias para llegar sin problemas a Luxor y ya allí, a Inframundo.
El auto se detuvo y Mathias miró a Belluse con los ojos abiertos como
platos.
—¿Qué sucede? ¡No me digas que lo has dejado en casa!
—Yo... lo... lo siento.
—¡Mierda! ¿Y ahora cómo carajo vamos a llegar? —exclamó, angustiado,
golpeando el volante.
—¡Perdóname, Matt! ¡Es que me tuviste corriendo toda la tarde y...!
—¡Está bien, está bien! —calló Mathias—. Creo que recuerdo más o
menos qué camino debemos tomar...
Y poniendo en marcha el automóvil nuevamente, condujo por una
vertiginosa hora, mientras Belluse le miraba, entre azorado y afligido. Pero
con el paso de los minutos y de las gélidas correntadas que le azotaban el
rostro, el chico decidió subir la ventanilla de su derecha y gritarle a Mathias,
muerto de terror:
—¡Matt, por favor, para el auto!
Mathias frenó de golpe. Y Belluse lo miró: estaba furioso, histérico, para
mantener la exactitud. El chico giró la cabeza, mirando hacia todos lados.
Lejos de parecer Luxor, el panorama que los rodeaba parecía ser el
auténtico y verdadero inframundo. Se asemejaba más a un pueblo
fantasma que a la opulenta y corrupta ciudad que estaba al sudeste de la
tranquila y humilde Dunamer...
—¿Dónde carajo estamos? —susurró sin pensar, y Mathias lo taladró con
una mirada de cólera.
—¿Recuerdas que me preguntaste qué había al norte? —vociferó,
abriendo la puerta y saliendo—. ¡Pues bienvenido al norte!
Belluse tragó saliva y también salió del auto.
—Matt, ya te dije que lo siento —murmuró, acercándose a él
tímidamente—. Por favor perdóname, ¿sí? —suplicó, y lo miró con una
expresión de pena tan sincera, que el otro no pudo hacer más que aflojar el
ceño, relajar la mueca y alzar los ojos al cielo suspirando ruidosamente
como si la solución al problema estuviese escrita en las estrellas.
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—¿Se te ocurre algo? —espetó y rechinó los dientes al ver el rostro del
chico contorsionarse en un bostezo.
—¿Podríamos ir a buscar un lugar donde pasar la noche? —se atrevió a
proponer. De repente, Mathias se dio cuenta de lo cansado que estaba
después de haber permanecido horas conduciendo un automóvil.
—Me parece bien.
Comían en el coche, yendo a diez kilómetros por hora, cuidando de ver
claramente los sitios que recorrían para no pasar dos veces por el mismo
lugar, cuando Belluse gritó, emocionado:
—¡Matt, ahí!
El aludido se detuvo otra vez y, mirando los asientos tapizados, dijo:
—Luego me ayudarás a limpiar esto.
Belluse asintió fervientemente. Quería, por todos los medios, que
Mathias olvidara el error cometido y le perdonase de una vez. Si tenía que
pasarse toda la noche sacando de allí hasta la última miga de pan, lo haría
sin dudar. Mathias estacionó el auto frente al hotel, que no era más que una
casucha grisácea y mugrienta con una puerta de metal negro y un cartel
que, supuso Belluse, habría sido mejor cuando era nuevo.
—¿H—tel? —exclamó Mathias mirando el cartel, al que le faltaba la letra
o—. Genial —y echándole un vistazo a la maleza del césped, a las groserías
pintadas en las paredes, caminó sin ganas hacia la puerta y tocó el timbre.
—¡Pase, está abierto! —gritó desde adentro una voz ronca y áspera.
Frunciendo el ceño sin saber porqué, Mathias abrió la puerta y Belluse le
siguió muy de cerca, observando atentamente cada detalle. Lo primero que
pudo apreciar fue que ese lugar era muy distinto de Neo Sodoma. El piso
del lobby era de una madera sucia y opaca, las paredes de color crema
estaban llenas de manchas de humedad y el techo, no muy alto, se
descascaraba dejando grietas profundas y alarmantes. Había un par de
sillones mohosos en torno a una mesita ratona con un cenicero a rebosar de
colillas y polvo. Tras un mostrador de madera, estaba el conserje, con un
cigarrillo en una mano y una botella de cerveza en la otra.
—Buenas noches —saludó Mathias educadamente.
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—Sí, como sea, ¿dos habitaciones? —preguntó. Era un tipo de aspecto
tosco y gruñón, tenía una barba rala y descuidada y un rostro rosáceo y
lleno de costras. Vestía una camisa a cuadros sucia y arrugada. Cuando el
hombre miró a Belluse, el chico apartó la mirada, horrorizado. Dejó los ojos
fijos en un cartel que estaba en la pared, colgando de un alfiler.
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semana por la calle Friedrich Nietzsche al 563.
¡Te esperamos!
—Una habitación, estamos cortos de dinero —corrigió Mathias—. La más
barata que tenga, no importa que sea pequeña, nos iremos mañana a
primera hora.
—Muy bien —dijo el conserje, anotando en una pequeña libreta—. Un
adulto con un niño, no sería la primera vez.
Al oírle, Belluse se puso en guardia:
—¡No soy un niño, tengo diecinueve años!
—Y no somos más que compañeros de trabajo, así que puede ahorrarse
los comentarios desubicados.
—Sí, claro, ¿pagarán ahora? —preguntó, sin hacer caso—. Son quince
reinas —agregó sin dejar que respondieran. Mathias sacó la billetera,
desembolsó dos billetes y se los pasó al conserje con cara de pocos amigos.
—Muy bien, tomen la llave. Lo que hagan allí adentro no es de mi
incumbencia. Pasando el pasillo, a la derecha.
Belluse se sonrió, pero Mathias estuvo a punto de protestar. El chico le
tomó de un brazo susurrando bajito un «¿vamos, Matt?» que le hizo
recordar que no era la primera vez que iban a pasar la noche en un hotel,
juntos. Sin proponérselo, le sonrió con indulgencia y no dejó que le
afectaran las risas sarcásticas de aquel desagradable conserje.
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—¡No olviden cerrar las ventanas!
Como el tipo había dicho, la habitación estaba en un pasillo y
desembocaba en lo que parecía ser un baño compartido. Mathias miró la
llave, el colgante tenía un gran número cuatro dibujado con marcador
negro.
—Aquí —murmuró Belluse. Mathias suspiró profundamente y abrió la
puerta.
—¡Por Dios! —exclamó, horrorizado.
—Ay...
Ahora comprendían porqué la habitación costaba sólo quince reinas. El
alivio que había sentido Mathias se vio de pronto disminuido hasta
desaparecer por completo. Fue sustituido por tal intensa sensación de rabia
y malestar que no pudo evitar lanzar una palabra malsonante al tiempo que
cerraba la puerta de un brusco golpe. Belluse lo miró, azorado. La
habitación tenía una cama ínfima adosada a la pared, sobre la que había
una ventana que daba a la calle. En el dormitorio no había más muebles
que esa cama, una silla vieja y una mesa de plástico con una palangana
llena de agua, seguramente fría. Belluse se sentó en la cama y no pudo
reprimir otro bostezo.
—Acuéstate —le dijo Mathias—. Yo... me sentaré allí —y fue a apoyarse
en la silla con tanta mala suerte que las patas cedieron y el cacharro se
cayó en pedazos—. ¡Mierda!
Belluse, lejos de reírse, se levantó asustado.
—¿Estás bien? —preguntó con un hilito de voz.
—Sí... anda, duerme. Yo ya veré qué hago.
Pero Belluse no podía obedecer. Y no podía porque sabía muy bien que
era su puta culpa que estuviesen allí, lejos de Luxor pero muy cerca del
infierno.
—No —masculló. Mathias le contempló seriamente—. Si tú no duermes,
yo no duermo —agregó, decidido.
—¿Me estás diciendo que durmamos los dos allí? —El chico asintió,
encogiendo los hombros—. Es muy pequeña para los dos.
—Si hay algo que sé muy bien —exclamó Belluse, quitándose el suéter y
las zapatillas— es que una cama nunca es chica para dos personas —
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Mathias se sonrió.
Bueno, puede que tuviese razón y, viéndola mejor, la cama no parecía
tan pequeña. Se despojó de su abrigo, del saco y buscó en el bolso alguna
camiseta que pudiera ponerse para dormir, además de algunos pantalones
ligeros. Le dio la espalda al chico mientras se cambiaba y antes de terminar
oyó lo que sin duda había sido el rauco quejido de la cama al momento en
que Belluse se echaba sobre ella.
—No es tan incómoda.
—Qué bueno.
Entonces Mathias se dio la vuelta y cayó en la cuenta de que en realidad
aquel catre sí era chico, demasiado chico...
—Eh, hazme un hueco —se quejó.
—Estoy contra la pared...
Y era verdad.
«Bien, ahí voy», pensó Mathias como si en vez de estar por recostarse
en una cama junto a un precioso ejemplar de macho estuviese a punto de
sentarse en la silla eléctrica. Con dificultad apoyó las rodillas, pero se
arrepintió enseguida.
—Es imposible —sentenció—. No hay espacio físico para dos personas,
Belluse.
El chico sonrió, divertido. Entonces se bajó de la cama y dijo, muy serio:
—Acuéstate primero.
Mathias obedeció. Encogió la espalda contra la pared, como si quisiera
quedarse empotrado en ella.
—Muy bien —y Belluse volvió a subirse a la cama. Quedó casi hecho un
ovillo junto al cuerpo del otro; apenas había lugar para moverse.
—Esto es incómodo —se lamentó Mathias. Sentía la respiración de
Belluse en el pecho, a través de la fina tela de la camiseta.
—Yo no dije que sería cómodo, pero podemos arreglarnos bien, ¿no? —
Mathias no respondió.
—A ver... date la vuelta, Matt —pidió.
—¿Qué?
—Anda, así estaremos mejor.
Con dificultad, Mathias intentó voltearse sin tirar a Belluse de la cama.
Lo logró, pero quedó con la nariz a un milímetro de la pared.
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—Bueno, hombre, que no es para tanto —susurró Belluse, con una risita
desenfadada—. Estírate.
El chico pasó un brazo por encima de ambas cabezas. Mathias notó el
tacto de la mano de Belluse sobre la suya. En realidad, Mathias sentía que
todo Belluse estaba encima de él, compactándolo entre su cuerpo y la
pared.
—¿Te molesta? —preguntó el chico y Mathias percibió la tibieza de la
otra mano en su cintura.
—No, mientras no pase de ahí.
Estuvieron así largo rato, en silencio, muy conscientes de que ninguno
de los dos podía conciliar el sueño. Mathias se estremeció cuando unos
deditos calientes le hicieron cosquillas en el cuello.
—¿Qué haces? —se quejó.
—Lo siento. Yo... quería ver tu tatuaje.
Y otra vez, como muchas otras, Mathias prefirió el silencio. Belluse
interpretó su mutismo como el permiso necesario para apartar con
delicadeza las mechas de cabello castaño, lacias, para dejar despejado el
cuello moreno y el tatuaje.
—Es muy lindo —susurró suavemente.
—Gracias, supongo. Yo quise que me lo hicieran ahí.
—Buena elección.
Comenzaron a mantener una conversación acerca de temas variados.
Belluse le contó a Mathias acerca de sus dos mejores amigos Cainitas. Se
llamaban Nathan Kelly y Shawn McGregor. Nathan era gay pero nunca
había intentado nada con él. Era alto, musculoso y muy fuerte y estaba de
novio con un chico dos años menor llamado Kei. Shawn, en cambio, era
hetero y se quejaba constantemente de lo difícil que le estaba siendo
conseguir dinero para echarse un polvo casual con alguna bonita señorita de
la Arkham Avenue. Por eso decía que su compañera más preciada sería
siempre su mano izquierda (era ambidiestro) hasta que se consiguiera una
novia a quien no tuviera que pagarle para follar.
Mathias, muy incómodo por esa charla que por culpa de Belluse se
tornaba cada vez más tórrida, se apresuró a cambiar el tema y le narró la
primera vez que había practicado un exorcismo. Había sido a un hombre
adulto, de unos cincuenta años que gritaba y aullaba como un lobo los
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nombres de unas personas que Mathias no conocía. Tampoco sabía el
nombre del poseso, por lo que la tarea se les había hecho un poco más
difícil.
—Tenía al menos cinco espíritus adentro.
—¿Cinco?
—Sí. Y querían salirse por la boca, ¡imagínate! ¡Le habrían arrancado la
lengua! Les exigimos que salieran por las uñas de la mano, uno por cada
una. Perdió las cinco uñas de la mano izquierda y tuvimos que aplicarle
primeros auxilios para que no perdiera demasiada sangre.
—Qué trágico.
—¿Por qué? Supongo que le salvamos la vida, hicimos todo lo que
estuvo a nuestro alcance.
—Sí...
—¿Ya tienes sueño?
—Un poquito.
Mathias se giró apenas y sonrió de medio lado al ver la cara adormilada
de Belluse.
—Duerme.
—Tú también —y entonces Belluse se atrevió a, muy delicadamente,
darle un pequeño y suave beso en el hombro—. Buenas noches, Matt.
—Buenas noches —respondió Mathias.
El chico se llamaba Noah porque sus padres eran fanáticos del Antiguo
Testamento. A él no le desagradaba, pero sabía que en ese ridículo libro
había nombres mejores, como Caín, Seth, Aarón... Bueno, tal vez «Noah»
no estuviese tan mal, pero la obsesión de sus padres con todo lo
relacionado a la religión le enfermaba.
Lo único que a Noah no le molestaba del cristianismo eran las cruces.
Oh, sí, las cruces eran preciosas. Noah tenía una caja de zapatos repleta de
esos fascinantes e intricados diseños. Tenía cruces de todos los tamaños,
formas y colores. Algunas las había comprado, otras se las habían regalado
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sus padres en un vano intento de sobornarlo para que los acompañase a la
misa de los domingos, y el resto las había robado de los negocios de
antigüedades, de las ferias y de la única joyería del pueblo que no tenía
cámara de seguridad ni ningún cartel que amenazara que el establecimiento
estuviese
siendo
vigilado
vía
satélite
por
las
naves
extraterrestres
marcianas.
Fuera como fuera, ese acto delictivo le había costado muy caro. Y ahora
que la veía mejor, la cruz no era tan bonita. Era de plata, sí, y parecía que
los detalles estaban hechos de un encaje tan fino que se desharía en
pedazos si en eso Noah ponía esfuerzo. Pero había comprobado que no. La
labor era perfectamente resistente a sus palmas sudorosas y a la fuerza
juvenil de sus dedos y él se había sentido orgulloso de ello. Tal vez el robo
había valido la pena. Tal vez esa cruz de plata, con pequeños brillantes
incrustados estuviese destinada a él de algún modo u otro. Sí, eso era.
Noah debía ser el propietario de ese objeto maravilloso, sólo él podría
otorgarle el trato que merecía tal delicada pieza de joyería. Se arrepintió de
haber pensado que no era bonita y le pidió disculpas tomándola entre sus
manos entumecidas por el frío y dándole un tierno beso allí, entre los
brillantes.
Noah se paró frente a la puerta. Tenía que ser allí. Tocó el timbre. Una
voz masculina gritó «ya voy» y Noah suspiró aliviado.
—Hola —saludó—. ¿Tú eres Noah?
—Sí... —entonces Noah lo vio. Era el hombre más atractivo que había
visto en toda su vida, mucho más guapo que el alumno de piano de su
madre con el que lo habían sorprendido follando.
—Pasa.
Noah le echó una descarada mirada a toda la esbelta longitud de su
cuerpo. El hombre era alto, tenía el cabello rubio corto y los ojos de un
celeste tan claro que Noah estuvo seguro que podría verle todos los
mecanismos oculares si se acercaba lo suficiente a sus pupilas.
—¿Es natural? —preguntó el hombre, tomando entre sus dedos un
mechón del pelo de Noah.
—No, qué va. Es tinte barato —respondió con una sonrisa.
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Le había disgustado lo tieso y quebradizo que le había quedado el
cabello luego de aquella sesión de peluquería que Paul, su amigo y
ocasional compañero de sexo, le había practicado con la tintura roja de su
madre en las manos y varios whiskies en el buche. Pero a Noah le gustaba
mucho el pelo de la señora Blake y tenía la ilusión de que el suyo brillara
tanto como el de ella cuando las luces del prostíbulo la iluminaban como si
fuese la santa patrona de las rameras.
«No me molesta que mi vieja se desnude para ganar dinero», le había
dicho Paul un día, mientras follaban, «yo también lo haría, pero ya ves,
nene, en este maldito pueblo son tan intolerantes con las necesidades
humanas... ¿Tú crees que las mujeres no saben que sus maridos van al
Poussière du Diamant después de la misa de las diez de la noche? ¡Pues
claro que lo saben, mon amour! Pero se hacen las idiotas, ya ves».
Y Noah sabía que tenía razón. Después del sexo con Paul esa noche, en
la almohada había quedado un enorme manchón causado por el tinte. Noah
no le había dado la menor importancia.
Igualmente, todo se había ido a la mierda después de la muerte —o del
asesinato— de la señora Blake. No había caso, Paul ya no volvería a ser la
máquina sexual de antaño y es que Noah jamás había estado con nadie que
pudiese correrse cuatro veces en la misma noche. La última vez que habían
follado, Paul se había largado a llorar diciendo que el pelo de Noah olía
como el de su madre.
«Eso es porque me regalaste un bote del champú que usaba ella para
mantener el color», había dicho Noah. Entonces Paul le había pedido si
podía dejar de usarlo y Noah, sin nada de tacto, se le había reído en la cara
y le había preguntado si cuando follaban le daba la sensación de estarse
enculando a su madre muerta. Paul lo había echado de la casa a los
empujones y le había tirado a la calle la camiseta, los vaqueros y las
zapatillas. Entonces algo duro y pequeño le había dado a Noah en la cabeza
y al agacharse se dio cuenta de que era la cruz de plata.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó el hombre, inspeccionándole con
atención.
—Dieciocho —mintió Noah, dándose cuenta de que mentía muy mal. El
hombre le sonrió pícaramente y se cruzó de brazos.
—Diecisiete —susurró Noah, apartando la mirada. El tipo alzó las cejas y
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no dijo nada. Noah suspiró—. Quince —reveló al fin y su interlocutor
chasqueó la lengua. Noah alzó los ojos, suplicante—. ¿No va a darme el
trabajo, señor? —siseó, poniendo la misma cara que le había puesto a Paul
el día que le había pedido dinero prestado para comprarse una bolsita de
maría.
Pero ese hombre no era Paul y en vez de sonrojarse y murmurar un
tímido «sí», se limitó a ensanchar la sonrisa y pasarse la lengua por los
labios con lascivia. Noah se alarmó un poco. Había mantenido relaciones
sexuales con completos desconocidos en varias ocasiones pero aquellos
habían sido chicos de más o menos la edad de Paul, que tenía diecinueve
años como mucho, y ese tipo que estaba frente a él aparentaba sus buenos
veintivarios si no unos treintipocos.
—No, no te preocupes, pero... ¿estás seguro? —preguntó, ayudándole a
quitarse el abrigo.
—Yo sí, ¿y usted? —replicó. El hombre se rió silenciosamente y Noah se
regocijó al verificar que las cosas iban a pedir de boca.
—¿Quieres tomar algo? —ofreció.
—Sí...
—Me llamo Dross.
—Un placer, Dross.
—Lo mismo digo, Noah —dijo, alargándole un vaso—. Cuéntame, ¿por
qué necesitas el dinero? —preguntó. Noah se encogió de hombros.
—Me escapé de casa —explicó, y agregó luego—: mi viejo me encontró
follando con un amigo arriba del piano. No nos habrían descubierto si le
hubiésemos puesto la tapa —Dross abrió los ojos como platos y soltó una
risa fuerte y grave.
—Eres terrible —dijo al fin.
—Sí... Mnn, cuénteme, Dross, ¿de qué es la sesión de fotos? El cartel
decía que eran artísticas.
—Sí, es cierto, pero...
—¿Pero?
—La verdad es que estaba buscando alguien como tú.
—¿Cómo yo?
—Sí, mira... hay un concurso en la revista Gay Romeo por un puesto de
fotógrafo. ¿Conoces esa revista?
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—Sí, mi amigo Paul se masturba a menudo con ella. Debería verlas,
están todas las páginas pegadas —Dross se mordió el labio—. ¿Qué tiene en
mente, Dross?
—Un calendario erótico, ¿te agrada la idea?
—¡Sí! —exclamó Noah, emocionado. Pasaban por su mente miles de
imágenes en las que los chicos de su instituto se pajeaban sólo mirando las
fotos de ese calendario. Sí, hasta podía ver a Daniel Taylor, aquel empollón
orgulloso, deslizando con subrepticia delicadeza su mano derecha por
debajo de la ropa interior.—. Es genial.
—Me alegra que te guste.
—¿Sacará
las
fotos
aquí?
—le
preguntó,
contemplando
la
sala
exquisitamente decorada al estilo oriental.
Los sillones y los tapices le hacían acordar al VIP de la discoteca
temática donde los habían llevado en el viaje de egresados del séptimo
curso y donde Noah le había practicado sexo oral al profesor de inglés.
«Outstanding, mister Prince», le había dicho después de haberse corrido.
—Mi estudio está arriba.
Dross guió a Noah por las escaleras y caminó por un pasillo hasta llegar
a la última puerta. La puerta se abrió con un profundo y agudo lamento,
revelando un dormitorio amplio. Lo primero que vio Noah fue la gran cama
de matrimonio. Dross le tomó del cuello de la camisa y lo sentó sobre sus
piernas.
—¿Es un uniforme escolar? —susurró, lamiéndole el cuello mientras
deshacía el nudo de la corbata.
—Sí —respondió Noah, conteniendo un gemido.
—Me gustaría sacarte una foto así... un inocente colegial —Noah ahogó
una risa. Sus lenguas se encontraron y comenzaron a jugar a perseguirse
dentro y fuera de las bocas.
—Quédate ahí —ordenó Dross, levantándose. Noah obedeció y comenzó
a desnudarse lentamente, mientras veía como el hombre preparaba una
cámara y la colocaba a una estudiada distancia sobre un estante.
La luz del encendido brillaba maléficamente y Noah se dio cuenta de que
iban a ser filmados mientras tenían sexo. Se le antojó muy excitante y
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comenzó a quitarse la ropa más provocativamente, como si dentro de esa
cámara hubiese cientos de hombres microscópicos a los que debía poner al
cien sólo con sus actos. Se concentró tanto en la cámara que dio un
respingo cuando Dross volvió la cama junto a él, sosteniendo un juego de
esposas.
—¿Te gusta jugar con estas cosas? —le preguntó, meneando las esposas
frente a sus ojos. Noah no pudo contener una exclamación de sorpresa.
—Nunca lo he hecho, pero me apetece probar.
—Genial.
Las esposas estaban frías y Dross apresó a ambas muñecas alrededor
de los barrotes de la cama y las manos de Noah quedaron dolorosamente
imposibilitadas de moverse de otra manera que no fuese deslizando la fina
cadena que unía ambas argollas a lo largo del barrote.
—¿Qué tal? —preguntó.
—Un poco incómodo, pero bien —sonrió Noah—. Eres... malo —gimoteó,
mientras Dross se posicionaba sobre él. El hombre le pellizcó un pezón y
Noah sollozó y se arqueó.
—Tal vez. Pero esto es sólo el comienzo.
Si el pobre de Paul había sido una máquina sexual, Dross era toda una
computadora programada para otorgar horas y horas de sexo duro. Era
cierto que Noah lo había hecho con más hombres de los que podía recordar,
pero ninguno había sido tan salvaje. Primero lo penetró de frente y de una
sola estocada, Noah estaba tan excitado que el grito de dolor se
entremezcló con los jadeos y el sudor que le bajaba por todo el cuerpo
como un diluvio. Pero Dross no se corrió enseguida e hizo que Noah se
diese la vuelta.
—¡No puedo! —gimió—. Quítame... aah... las esposas.
—Sí
que
puedes
—susurró
Dross,
mordiéndole
el
hombro
y
masturbándole con fuerza—. Tienes las muñecas pequeñas.
Y tenía toda la razón. Noah quedó con los brazos entrecruzados pero con
el culo en la postura perfecta. Dross se aferró a sus caderas y volvió a
penetrarlo y Noah sintió que ese trozo de carne caliente le iba a desgarrar si
seguía embistiendo de esa forma, utilizando todo el peso de su cuerpo. Casi
lloró de alivio cuando vio que Dross le iba a quitar las esposas. Pero no lo
hizo sin su buen motivo y Noah ni siquiera tuvo tiempo de mirar las marcas
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que le habían quedado talladas en la piel.
—Ven aquí. Quiero que me montes.
Eso era lo que Noah más había disfrutado: jinetear impetuosamente
sobre Dross y que los cuerpos intercambiaran calor, sudor, fluidos y éxtasis.
Y luego, después de que Dross le mordiera el cuello, volvió a cabalgar sobre
él tantas veces que le sería imposible recordarlo.
Sólo un atisbo de consciencia se asomó a sus ojos dilatados cuando en
vez de querer soltar una palabrota, dejó caer un «Paul» ahogado que se
coló en el oído de Dross y en las fisuras de su alma. Fue en ese momento
cuando se dio cuenta de que le habría gustado estar en la casa de Paul, en
la cama de Paul, bajo las sábanas de Paul. Y que fuera Paul quien le dijera
«putita» al oído, porque Noah sabía que no lo hacía con desprecio sino con
algo que él no llegaba a comprender del todo pero que de todas maneras le
gustaba. Y que fuera Paul quien estuviese junto a él, encima de él y dentro
de él. Y que fuera Paul quien le embistiera con fuerza, acariciándole con
esas manos ásperas de tanto trabajar con motores grasientos, pero que
cuando le tocaban intentaban ser suaves. Fue en ese momento de húmeda
lucidez cuando Noah descubrió que amaba a Paul y no llegó a saber que las
lágrimas que le inundaban la cara eran a causa de la inconsciente
desesperación que le provocaba el saber que jamás volvería a verle.
—Belluse... Belluse, despierta.
—¿Mngh? ¿Qué pasa, Matt?
—¿Escuchaste eso?
—¿Qué cosa?
Y en ese momento Mathias volvió a oírlo, más preciso y más cercano; y,
sintiendo cómo el ambiente se enfriaba de golpe, se levantó de la cama de
un salto, tirando al piso a su ocasional compañero de sueños.
—¡Ay!
Pero luego agradeció haber tirado a Belluse al piso. Con un agudo
estallido, la ventana explotó en miles de brillantes y diminutos fragmentos
que volaron por los aires como pequeñísimos insectos que finalmente
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cayeron sobre la cama.
—¡¿Pero qué...?!
—¡Ayy!
Belluse gritó de dolor: un trozo de vidrio le había alcanzado, hiriéndole
la mejilla. Mathias se apresuró a vaciar su bolso en busca de sus únicas
armas: el agua bendita y el trozo de madera que Belluse había visto aquella
noche, en Garibaldi. El chico, desesperado, recordó que había dejado sus
pistolas y el látigo de perlas en el pequeño maletín que estaba dentro de
uno de los bolsos. Y ese bolso yacía en el coche de Mathias, completamente
fuera de su alcance.
—Apártate —le dijo Mathias, respirando agitado. Pero él no obedeció y
Mathias lo miró: tenía el ceño fruncido y la mirada fija en la ventana y
estaba listo para atacar o defenderse.
—Creí que Nergal les había dicho que dejaran la ventana abierta,
muchachos. Me habrían ahorrado todo este jaleo...
Entonces los dos lo vieron: un rostro enmascarado, del que sólo podían
apreciar los ojos. Rápido como una exhalación, la figura del desconocido
apoyó las manos en el marco de la ventana rota y, con un poco de impulso,
lo atravesó sin más dificultades cayendo de pie sobre la cama.
Era alto, incluso más que Mathias. Llevaba puesta una larga túnica
negra que se mezclaba con la oscuridad, como si estuviese hecha de humo.
—Dos pájaros de un sólo tiro —susurró. La voz era ronca y metálica,
como si en vez de salir de la garganta lo hiciera de un lugar mucho más
profundo—. Dos sodomitas.
Mathias abrió los ojos hasta que le dolieron. ¿Lo había llamado
«sodomita»?
Belluse se colocó en posición de combate y al verlo, el Asesino de Vierne
lanzó una corta y grave carcajada.
—¿Piensas pelear conmigo? ¿Qué se creen esos idiotas al poner en su
lugar a dos sodomitas como ustedes? —preguntó, alzando las manos.
Belluse y Mathias vieron cómo las uñas de los dedos de la mano derecha se
alargaban con una rapidez desconcertante. Era como ver crecer las garras
de algún animal salvaje en cámara rápida. Y cuando se detuvieron,
puntiagudas y negruzcas, brillaron apenas al ser iluminadas por un rayo de
luna que se colaba por el hueco de la ventana destrozada—. ¡Encomienden
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sus almas al demonio que prefieran!
El Asesino se lanzó hacia Belluse y él gritó de nuevo. Las largas zarpas
se le habían clavado en el vientre y cayó hacia atrás, adolorido,
atormentado por un ardor agudo y abrasador.
—¡Belluse!
Mathias quiso sacar su rosario, pero el Asesino se lo arrancó de un
zarpazo, hiriéndole el pecho, el mentón y el labio. Aulló más que gritó.
Escupió sangre a borbotones.
—¡Mathias! —sollozó Belluse, desde el suelo. Haciendo acopio de todas
sus fuerzas, se levantó de un saltó y, tomando una de las patas de la silla
rota descargó sobre la nuca del Asesino un mazazo certero tal como había
aprendido a hacerlo en sus clases de artes marciales: dibujó en el aire un
círculo perfecto, acelerando sólo en último instante, no emitiendo más
sonido más que el de su propio aire saliendo de la boca. El Asesino se
tambaleó, rugió y cayó al piso de rodillas. Mathias también estaba en el
piso.
—¡Matt, Matt! ¿Estás bien? —gritó Belluse, aplastándole con todo su
peso y tomándole el rostro ensangrentado entre las manos.
—Sí... creo...
Y oyeron un golpe seco y continuos sonidos de choque. Se voltearon. El
Asesino de Vierne ya no estaba allí. Había huido. Y ellos todavía estaban
con vida.
Belluse se dejó caer sobre Mathias, sollozando desesperadamente.
—Eh... ¿Estás bien?
—¡Claro que no estoy bien! ¿Cómo podría? —exclamó, levantando la
mirada, unos ojos grandes y ahora un color azul palidísimo, llenos de unas
lágrimas que cayeron sin pudores por el rostro, mezclándose con la sangre
de que se le había pegado con el contacto.
—Shhh, ya está, ya pasó... no llores —apaciguó Mathias, acariciándole
la espalda—. Ey, ¿estás lastimado? —preguntó, y le levantó la camiseta
manchada de rojo escarlata. Tenía en el vientre cinco pequeños rasguños,
cinco orificios sangrantes que insultaban la blancura impoluta de la piel—.
¿Te duele? —preguntó.
—¡Mírate tú! ¡Si tienes la cara llena de sangre! —vociferó, con la voz
hecha un amasijo de temblores y nervios destrozados. Se puso de pie y se
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secó el rostro con el pedazo de sábana que colgaba de la cama.
—Vámonos de aquí. Recoge las cosas —dijo Mathias, arrancando un
trozo de sábana. Y de repente sus ojos miraron la palangana llena de agua
fría que estaba allí, sobre la mesa de plástico. Se acercó y la olfateó. No olía
sospechoso y no sentía malas vibraciones. Empapó el pedazo de sábana y
se lo pasó por el rostro viendo la tela teñirse de un alarmante color rojo e
impregnarse del metálico aroma de la sangre. Se volteó. Allí estaba Belluse,
aún lagrimeando, observándolo de frente, sosteniendo un bolso en cada
mano. Se devolvieron la mirada por unos escasos segundos y entonces
Belluse soltó los bolsos y se echó en sus brazos, estrechándole con fuerza.
—Matt.
—Eh... tranquilo, ya pasó —farfulló Mathias apoyando sus manos
torpemente en la espalda. Subió y bajo con ambas manos por aquel cuerpo
trémulo que no decía palabra y del que sólo se oía el ruidito de la nariz
cuando intentaba que los mocos no se le escaparan. Estuvieron así varios
minutos, muy juntos, Mathias memorizando cada palmo de esa espalda de
hombros anchos, de la cintura estrecha y de la tibieza sobre la tela de la
camiseta.
—Eres muy delgado —le susurró al oído, haciendo que el chico se
estremeciera con el aterciopelado y casi sensual roce de las palabras en su
cuello.
Mathias lo notó temblar y, al mismo tiempo, intentar acercarse más a su
cuerpo, siendo que ya estaban demasiado juntos, demasiado pegados,
pecho con pecho, muslo contra muslo, mejilla con mejilla; las manos de uno
en la espalda del otro, los dedos de los pies, desnudos, acariciando los del
compañero. Entonces Mathias sintió, no por primera vez, los irrefrenables
deseos de probar esa piel y recorrer ese cuerpo hasta el agotamiento,
experimentar con él todo aquello que siempre se había negado. Y desvió la
vista hacia la cama, donde todavía brillaban maléficamente los trozos de
vidrio. Volvió a oírlo... «dos repugnantes sodomitas»
—Belluse, vamos... —exclamó, soltándolo de golpe—. Ten cuidado con
los vidrios rotos.
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Salieron de la habitación ya vestidos y llevando cada uno su bolso.
Como era de esperarse, el conserje no estaba. Mathias insultó en voz alta y,
rodeando el mostrador, abrió los cajones en busca de los billetes
entregados
a
cambio
del
hospedaje.
Sólo
encontró
cigarrillos,
un
encendedor, jeringas usadas y un par de bolígrafos.
—No está —le dijo a Belluse, cerrando de golpe el último cajón—.
Mierda, no podemos seguir tirando así el dinero —se lamentó. Belluse
asintió en silencio y estaba a punto de seguir a Mathias hasta la salida
cuando le invadió una sensación muy parecida a un déjà—vu. Se dio la
vuelta y vio allí, colgando del alfiler, el cartel de colores chillones que
ofrecía dinero a cambio de dejarse fotografiar. Corrió hacia la pared y lo
arrancó.
—¡Matt! —gritó, horrorizado, dejando caer la hoja de papel.
Mathias se volteó, alarmado por el grito. Y vio allí donde miraba Belluse
y donde había estado el cartel, un dibujo ya conocido. Estaba pintado con
sangre y era el mismo símbolo que estaba en la publicidad de Inframundo.
—¿Qué crees que signifique? —preguntó Belluse, sosteniendo el cartel
con algo de miedo. Mathias reclinó el asiento hacia atrás y lo miró
largamente—. ¿Matt?
—¿Por qué lo tomaste? —quiso saber, sobándose la frente. El chico se lo
pensó por un momento.
—No lo sé —respondió—. Tú dijiste algo del dinero y... yo pensé que si...
—¿Que si te ofrecías como modelo podrías ganar algo de dinero rápido?
—Belluse asintió, un poco avergonzado—. ¿Estás de broma? —replicó
Mathias, riendo. Belluse lo miró, como ofendido.
—¿Por qué? ¿No califico? —Mathias se calló la boca, algo incómodo.
Sintió un mareo repentino.
—Sí, claro que calificas —murmuró, cerrando los ojos—. Pero no eres
modelo, eres un cainita. Y además, ¿de verdad crees que dice ese anuncio?
Eso es pura palabrería, Belluse.
—¿Qué era ese símbolo?
—Manipulación satánica, para atraer víctimas.
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—¿De verdad?
—Sí, y afortunadamente no funcionó contigo.
—¿Cóm...?
—Si
hubiera
dado
resultado,
no
habrías
arrancado
el
cartel,
estropeándolo todo. Te habrías limitado a anotar la dirección o el número
telefónico, ¿no crees?
—Sí, supongo.
Mathias le dirigió una mirada orgullosa en la que se leía claramente un
«¿lo ves?».
—Entonces, ¿qué haremos? —preguntó Belluse—. ¿Intentaremos ir a
Inframundo mañana? —Mathias bostezó y se estiró todo lo que el escaso
espacio del auto le permitía. Le echó un vistazo a su reloj.
—Son las tres de la madrugada —dijo, para sí—. No, ahora ya no me
preocupa tanto Inframundo.
—¿Por?
—¿No te das cuenta, Belluse? Caímos en una trampa del Asesino, por
poco nos mata pensando que éramos homosexuales.
El chico alzó las cejas y Mathias volvió atrás en su discurso:
—Pensaba que éramos sodomitas. Y ese conserje no era normal.
—¿Que no era normal?
—¿Cómo explicas que haya huido? Él también pensaba que éramos
sodomitas, ¿no recuerdas lo que nos dijo?
Belluse hizo memoria.
—Un adulto y un niño, no sería la primera vez. Lo que hagan en la
habitación no es de mi incumbencia. Recuerden cerrar la ventana...
«Recuerden cerrar la ventana.»
¿Podría ser posible que ese conserje hubiese sido un cómplice? Estaba
claro que sabía lo que iba a suceder, que el Asesino de Vierne iba a irrumpir
en el hotel, pero si en realidad hubiese sido un verdadero aliado no les
habría alertado que cerraran
la ventana y... tampoco les habría dejado
agua.
—Tenía
la
esperanza
de
que
sobreviviéramos
—susurró
Belluse,
atónito—. Sabía quiénes somos. Sabía que fuimos contratados para atrapar
al Asesino. Él lo alertó de que estábamos aquí. Si no, ¿cómo pudo haberse
enterado de nuestro paradero?
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Mathias asintió, apesadumbrado. De repente sentía un tremendo dolor
de cabeza, un abrumador cansancio y como broche de oro, el estómago
revuelto. Sin articular palabra alguna, se incorporó, abrió la puerta, salió y,
cayendo de rodillas sobre el suelo de tierra vomitó sin miramientos el
sándwich de atún que había comido antes de entrar al hotel.
—¡Matt! —chilló Belluse, alarmado, saliendo del coche—. ¿Estás bien?
—¿Y a ti qué te parece? —balbuceó, antes de que otro chorro de fétido
vómito le llegara a la garganta, para derramarse sobre el pasto y el barro.
Belluse se agachó a su lado, palmeándole la espalda, sin mostrar asco ni
repugnancia.
—Échalo todo, Matt, vamos...
Y como obedeciendo a esas palabras, el estómago de Mathias se sacudió
por tercera vez.
—¿Ya está?
Mathias asintió y se llevó la mano al rostro para secarse la transpiración
y las lágrimas. Se sentía mejor del estómago, pero no por ello menos
cansado.
—Siéntate —le dijo Belluse, tomándolo por un brazo, llevándolo hacia el
capó—. Te hará bien tomar un poco de aire —rodeó el auto, abrió el baúl y
sacó de allí una botella de agua. Y vio, entre las bolsas, la mochila donde
estaba su equipo reglamentario.
—Toma, Matt —exclamó, pasándole un pañuelo húmedo y la botella de
agua. Mathias los agarró, agradecido. Con el agua se enjuagó la boca del
sabor a vómito y con el pañuelo se limpió el rostro.
—Gracias —susurró, levantando la mirada—. Oye, ¿qué haces?
—Me ciño mis pistolas —explicó Belluse, solemnemente, abrochándose
un cinturón con una funda a cada lado—. Si las hubiera llevado cuando
fuimos atacados... todo esto ya se habría acabado.
Mathias tuvo que admitir que tenía razón.
—¿Quieres verlas? Son muy bonitas.
—No, gracias.
—Pues yo sí quiero presentártelas —respondió el chico, sin hacer caso—.
Esta es Épsilon —dijo, mostrándole una pistola completamente plateada—,
y esta se llama Amaterasu.
—Nunca supe la diferencia entre un revólver y una pistola —confesó
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Mathias y Belluse lo miró, entre incrédulo y burlón.
—Los revólveres son los que tienen el cilindro giratorio, mientras que las
pistolas llevan cartucho. Cuando se usa una pistola los casquillos de las
balas caen al suelo. En los revólveres, quedan en el tanque. Además las
pistolas son más rápidas... básicamente es eso —explicó—. Mira, aquí
adentro está Fobos y Deimos... carajo...
Mathias lo contempló mientras luchaba contra el cierre de una funda de
terciopelo rojo que se negaba a abrirse.
—Dámelo —espetó y luego de varios intentos, logró deslizar suavemente
el cierre y descubrir lo que parecía un larguísimo collar hecho de perlas
diminutas. Parecía más una pieza de fina joyería que un arma y por un
momento creyó que Belluse se había equivocado de herramienta. Pero
entonces vio, en uno de los extremos, una terminación aguda y filosa como
una pica—. ¿Qué demonios es esto? —susurró sobrecogido.
—Se llama Fobos y Deimos, como las dos lunas de Marte. Es un látigo
hecho de perlas y un hilo irrompible. Soporta hasta cien kilogramos fuerza.
Una vez trepé un árbol con él. Y aquí está mi favorito: Satiaván —se refería,
por supuesto, a su cuchillo.
—¿Cómo se usa? —preguntó Mathias, refiriéndose al látigo de perlas.
Belluse lo miró con una ancha sonrisa y una expresión maliciosa.
—Te ato a una cama y comienzo a azotarte con él hasta que me suplicas
que te folle.
Por un momento, Mathias le creyó. Hasta que el chico comenzó a reírse
a carcajadas y, sacando de la funda el Fobos y Deimos, se alejó unos
cuantos
pasos
y
comenzó
a
ejecutar
una
serie
se
movimientos
sorprendentes.
Mathias se quedó mudo. El látigo producía en el aire un sonido cortante,
como el de una exhalación rápida, y Belluse lo sacudía a diestra y siniestra
con una habilidad y una celeridad implacablez. Lo que más le sorprendía a
Mathias era que el látigo jamás se encontraba con las piernas de Belluse, ni
con sus brazos, ni con su cabeza... giraba a toda velocidad dibujando
fugaces círculos y elipses y Belluse no sólo sabía usarlo con las manos;
Mathias contuvo una exclamación cuando las perlas se enredaron en torno a
una pierna y el chico lanzó una patada hacia un oponente imaginario,
mientras el látigo se desenredaba en el aire. Entonces Mathias se dio cuenta
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de que todos los movimientos formaban parte de un combate imaginario:
Belluse atacaba y se defendía, atacaba y bloqueaba, atacaba y esquivaba.
Se movía en círculos, sin alejarse del epicentro de la batalla, hasta que en
cierto momento, sin que Mathias supiese cuánto tiempo había pasado desde
el inicio de aquella soberbia exhibición de destreza, el látigo comenzó a
aminorar la velocidad de los giros hasta detenerse contra el suelo.
—¿Qué tal?
Mathias no dijo nada, se limitó a chocar palmas en unos ligeros pero
audibles aplausos. Belluse sonrió complacido.
—Espectacular, en serio —alabó.
—Gracias. Acabas de ver el Cinturón de Orión, una de las formas más
avanzadas.
—¿Formas?
—Una batalla ficticia que sirve para practicar el ataque y la defensa y
adquirir los reflejos necesarios. ¿Te sientes mejor?
Mathias casi se había olvidado del bochornoso incidente.
—Sí —dijo, desviando la mirada—. ¿Qué más traes ahí?
—No entiendo por qué has tenido que vestirte así —rezongó Mathias,
intentando por todos los medios no mirar a Belluse. Desde abajo hacia
arriba, el chico tenía puestos sus borsegos, unas largas medias negras que
le llegaban hasta los muslos, y algo que Mathias reconoció como unas
calzas y que Belluse admitió usar durante los entrenamientos de artes
marciales en verano. Y para rematar, una camiseta sin mangas y con
tirantes.
—Pareces una mujer —se quejó Mathias, con los ojos involuntariamente
clavados en los más de veinte centímetros de piel que se dejaban ver entre
las calzas y la terminación de las medias. Reprendiéndose mentalmente,
desvió la mirada del cuerpo del muchacho y volvió a concentrarse en el
camino. Era de noche. El cielo estaba limpio y despejado. A sus costados,
aquel pueblo dormitaba en silencio, o tal vez agonizaba.
—Pues esa es la idea, ¿no? Hay que sacrificarse.
Pero Mathias no creyó que el hecho de travestirse le significara ningún
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sacrificio.
—Belluse, en ningún lado del anuncio decía que quisieran una mujer —
recordó por undécima vez.
—Lo sé —fue la respuesta, la misma de las veces anteriores—. Si lo que
quieren es un hombre, sólo tendré que cambiarme de ropa —explicó—. Seré
lo que ellos quieran que sea —agregó con picardía.
—Tendrán que maquillarte ese rasguño —susurró, refiriéndose a la
mejilla. Belluse se había puesto rojo de indignación cuando había
descubierto en el espejo del auto que «una horrible cicatriz le atravesaba la
mejilla de arriba a abajo». No era para tanto, pero la marca era visible y
Belluse estaba rabioso—. Llegamos —anunció Mathias, estacionando frente
al parque—. Friedrich Nietzsche. Es allí.
—¡Vaya! ¡Linda pocilga!
No era linda, pero tampoco una pocilga. Era una casa de dos pisos, con
un pequeño jardín delantero. Pintada de color ladrillo, puerta negra,
persianas bajas. Un no muy alto balconcito descuidado dejaba ver un
ventanal semiabierto. No había luces encendidas. En realidad, las únicas
luces encendidas que veían eran las de la calle. Se encontraban en un
pueblo casi abandonado, en los suburbios septentrionales del país, y las
pocas personas que habían visto durante el día no eran más que
vagabundos e indigentes. Un anciano les había pedido unas monedas, pero
Mathias le había dado una lata de atún.
—Gracias, joven, que Dios se lo pague.
Entonces Belluse, conmovido por al afable rostro del viejo, le había
regalado una caja de cereales. El viejo se inclinó, lo suficiente como para no
quedarse duro.
—Muchas gracias, señorita.
Y se había ido, muy contento y rengueando.
—Friedrich Nietzsche —susurró Mathias.
—¿Quién es? —preguntó Belluse—. ¿Algún político loco como ese del
bigote?
—No, fue un filósofo alemán muy célebre por la frase «Dios ha muerto».
—¿«Dios ha muerto»? ¿En qué sentido?
—No tengo idea. Pero no me interesa lo suficiente como para
averiguarlo.
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Entonces el chico le dirigió una sonrisa segura y salió del auto.
—Matt.
—¿Sí?
—¿Me pasas el saco? Hace frío.
—Toma.
—Gracias.
—Belluse...
—¿Sí?
—Ten cuidado.
Y Mathias contempló, con un nudo en la garganta, le esbelta, estilizada
y travestida figura de Belluse alejarse del auto y caminar por el parque
hasta elegir una de las maltrechas bancas de piedra.
Belluse se sentó y cruzó la pierna derecha sobre la izquierda.
Distraídamente, dibujó el contorno de la herida que tenía en la mejilla. Era
Mathias quien lo había pasado peor. O casi peor. El hombre tenía el labio, el
cuello y el pecho heridos. Habían sido afortunados al encontrar una
farmacia abierta, pero aun así... aun así, lastimado, seguía estando igual de
guapo. Belluse esbozó una sonrisita boba. Mathias le gustaba cada vez más,
pero era evidente que a él no le pasaba lo mismo. Y eso de haber estado a
punto de ser asesinados por culpa de un malentendido, no hacía las cosas
más fáciles.
«Sodomitas», los había llamado el Asesino de Vierne. Pero Mathias
estaba muy lejos de esa calificación. Mathias era recatado, retraído, serio y
poco comunicativo. Belluse se preguntó qué clase de educación le habrían
dado esos malditos Iscariotes. Sentía lástima por él, pero más lástima
sentía por sí mismo. Sentirse atraído física y emocionalmente por un
hombre así no era nada saludable, era más bien meter la pata y meterla
hasta el fondo. ¿Qué haría si volvía a suceder lo mismo que con Kevin
Stanford? Aquello había sido la experiencia más lamentable de su vida, el
haberse dejado arrastrar, en medio de un amor inocente e inmaduro, por
un hombre cruel que había jugado con su cuerpo y sus sentimientos. Ese
había sido su forzoso paso hacia la madurez. El saber reconocer las
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intenciones de los demás. Y por ello no se sintió lastimado ni sorprendido
cuando David Gauss le dijo que no pretendía de él nada más que un poco
de sexo. Muy lejos de sentirse herido, Belluse se quedó aliviado. Él tampoco
quería nada más. Pero ahora presentía que de verdad iba a sufrir si se
enamoraba de una persona para la que él no era más que un «sodomita»,
un indeseable, alguien despreciado por Dios.
Tendría que luchar por él, se dijo. Cuando se diese cuenta de que ya no
había marcha atrás, de que no podría quitarse a Mathias ni de la cabeza ni
del corazón... ese sería el momento para comenzar su silenciosa y limpia
batalla contra los demonios personales de ese hombre. Le demostraría que
no había pecado alguno en amar y sentirse amado. Apesadumbrado, se
encogió sobre la banca y escondió la cabeza entre las rodillas.
—¿S—se
encuentra
bien,
señorita?
—Belluse
levantó
la
cabeza,
sobresaltado. A lo lejos, vio las luces del auto de Mathias parpadear una,
dos, tres veces: era la señal acordada. Estaba frente a la persona correcta.
—No... pero estoy lejos de casa y tengo mucho frío.
La figura dio un respingo al oír la suave y masculina voz. Belluse lo
examinó detenidamente: era un hombre joven, de entre veinticinco y
treinta años. Era alto, pero no tanto como Mathias. Tenía el cabello rubio
ceniza y al parecer —Belluse no podía estar seguro— ojos claros. Era
bastante guapo. Vestía una campera negra y unos jeans sueltos y gastados.
—Oh, en ese caso... bu-bueno, si tú quieres… Mi casa está allí, del otro
lado del parque.
El hombre le devolvía una mirada bondadosa.
—¿Me está ofreciendo pasar la noche con usted? —preguntó Belluse.
—¡No! Yo... bueno... s-sí. Si dices que estás lejos de tu casa. No es
bueno que duermas en un parque, estas zonas son peligrosas de noche —
susurró y le sonrió amablemente. Belluse se sintió contrariado, pero se
recompuso rápidamente.
—Pero yo soy muy pobre y no tendré cómo retribuírselo —dijo, fingiendo
pena, levantándose de la silla y comenzando a caminar a la par del hombre.
—N-no tienes porqué devolverme nada. Yo también fui joven y nunca
tuve m-mucho dinero.
—Estoy seguro de que encontraré la forma de agradecérselo.
—Si tú quieres... yo, bueno... es que yo... no... n-nada, olvídalo.
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—No, adelante, ¡dígame! —apremió Belluse.
—Bueno, es que yo soy fotógrafo y estoy buscando una modelo y tú
tienes una... c-cara bonita.
Cruzaron la calle.
—Pero no soy una chica.
—¡Lo sé! Yo... perdóname, no quise ofenderte, lo siento.
¡Ofenderse! ¡Si iba vestido como un maldito transexual! Belluse casi se
echó a reír a carcajadas, a pesar de que comenzaba a ponerse nervioso. Se
iban acercando a la casa del Friedrich Nietzsche al 563.
—Está bien. Mi ex novio siempre decía que soy una linda puta. Sí, eso
era lo que decía: «eres una puta hermosa, Belluse, voy a violarte hasta que
no sepas donde está el cielo ni donde está el suelo». ¡Jajaja! ¿Puede
creerlo?
—Oh, v-vaya...
—No me molestaría ser su modelo, ¿tengo que ponerme minifaldas y
cosas así?
—¡Oh, no! No quise decir eso, no... son fotografías artísticas para un
trabajo de la universidad y sólo quiero... una persona bonita, sin importar
que sea mujer u hombre.
Belluse lo miró sonrojarse, boquiabierto. ¿De verdad estaba con la
persona correcta? Algo incómodo e inseguro, giró la cabeza hacia donde
sabía que estaba Mathias, en el auto. Por culpa de los árboles y la
oscuridad, no pudo distinguirlo.
—Aquí es —anunció el hombre, muy contento—. Mi hogar —agregó
sonriéndole a Belluse, que no pudo hacer más que devolverle el gesto.
—Me llamo Belluse —dijo él, entrando, cerrando la puerta detrás de él.
—Yo soy Dross, ¿quieres tomar algo? —ofreció el hombre, quitándose la
campera y colgándola en un perchero. Observó muy atentamente a Belluse
mientras se sacaba su saco de piel, bajo el que sólo llevaba una camiseta
de tirantes.
—Bueno, lo que tenga estará bien.
Belluse echó un vistazo a su alrededor. La casa no era fea, es más, era
muy bonita, más que la de Mathias. En el centro de la sala había una
alfombra estilo persa de color carmesí y sobre ella unos vistosos sillones
negros con ribetes rojos. Pronto se dio cuenta: toda la casa parecía estar
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decorada al estilo oriental. Las paredes blancas lucían de extremo a
extremo una franja horizontal dorada con arabescos, sobre las repisas había
estatuillas de elefantes y serpientes y para colmo, junto a la ventana había
un extraño tapiz de un mono vestido con pantalones de seda, lleno de
pulseras, collares y abalorios.
—¿Belluse?
—¿Eh? Ah... gracias.
—¿Te gusta? —le preguntó Dross, mirando el tapiz del mono.
—Sí —mintió Belluse, pensado para sí que era lo más horrible que había
visto en su vida—. Es hermoso.
—Es una divinidad de la mitología hindú.
—Tiene una casa muy linda.
—¿De verdad? Mis amigos dicen que parece un prostíbulo con clase —
dijo, frunciendo el ceño—. Pero bueno, eso no importa. ¿Quieres comenzar?
¿O prefieres que esperemos hasta mañana?
—No puedo —exclamó Belluse, seriamente—. Mañana tengo que volver
a mi casa.
—¿Dónde queda tu casa?
Belluse estuvo a punto de decir «en Hades», pero se mordió la lengua y
dijo:
—En Dunamer.
—Un poco lejos. Tal vez p-pueda acompañarte —comentó, pero se
apresuró a agregar:— si tú quieres, claro.
—Está bien —respondió Belluse, encogiendo los hombros y Dross le
sonrió abiertamente.
Eso era raro, pensó el chico. No se sentía en peligro junto a ese hombre.
Era atento, amable y agradable. No como el otro, se dijo. Y tuvo que
admitir que tenía razón. No era como Mathias.
—Bueno, ¿empezamos?
—Sí.
Dross lo guío escaleras arriba hacia una habitación que a Belluse le
pareció la más normal de todas. Bueno, no había visto el resto de los
cuartos, pero suponía que estaban decorados con un estilo tan extravagante
como el de su hermana la sala. La habitación era, muy seguramente, la que
se veía desde la calle, la que tenía el balcón. Dross encendió la luz.
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—Aquí es mi estudio, donde saco la m-mayoría de las fotos. Como no
hay luz natural —comenzó, abriendo un placard y sacando unas cajas—,
vamos a usar esto —y le mostró a Belluse un par de reflectores.
En una pared el chico notó algo extraño: una serie de clavos, todos
empotrados en hilera. Suspiró con alivio cuando Dross, llevando un largo
manto celeste, lo enganchó en los clavos para que quedara colgando de la
pared, a modo de papel tapiz.
—¿Cómo van a ser las fotos? —preguntó Belluse, un poquito nervioso.
—Tengo que representar la primavera mediante una foto.
—¿La primavera?
—Sí —afirmó el fotógrafo, riendo—. Por eso había pensado en una
mujer. Pero tú tienes rasgos muy bonitos y delicados.
—Gracias —respondió sonriéndole.
—¿Qué me tengo que poner?
—Tengo algunas cosas que me prestaron las chicas de diseño de
indumentaria... fíjate detrás de ese biombo, ahí hay un par de bolsas.
Belluse miró allí donde señalaba y, esquivando las cajas, se metió detrás
del biombo. Como había dicho, allí estaban las dos bolsas, una sobre la
otra. Comenzó a sacar las prendas que había allí adentro, sintiéndose cada
vez peor por lo que veían sus ojos. Faldas, vestidos, medias de encaje,
bikinis... no había nada que le sirviese o que le fuera más o menos
aceptable. Vistiendo cualquier cosa que saliera de esas bolsas sería tomado
más por una delicada doncella que por un cainita homosexual.
—Me parece que no hay nada que me vaya bien.
—¿De verdad? —replicó la preocupada voz de Dross—. A ver, ¿qué tal
esto? —el fotógrafo sostenía un conjunto de satén blanco de dos piezas:
una camisola y unos pantaloncitos tan cortos como las calzas que llevaba
Belluse en ese momento. El chico respiró con disimulado alivio—. ¿No te
molesta que tenga bordados?
—No, está bien.
—Bueno. Te dejo para que te cambies —dijo. Siendo hombres, Belluse
no creyó necesario que saliera de la habitación, pero Dross lo hizo de todas
formas.
—¿Ya está? —preguntó luego, asomándose apenas.
—Sí.
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Dross lo contempló por varios intensos segundos.
—Tienesmuylindocuerpo.
—¿Qué?
—Que tienes... una figura muy... armoniosa.
Belluse sonrió como toda respuesta. Cada vez estaba más confundido.
No, él no era el confundido, Mathias sí. ¿Cómo podía estar seguro de que
era Dross el que había colocado el cartel en el hotel? ¿Cómo podía estar
seguro de que Dross tenía malas intenciones? Al parecer era un hombre
muy comprometido con su trabajo. Tenía amigos. Y había hablado de ''las
chicas de diseño de indumentaria''. Seguramente era muy apreciado por
esas chicas. Caso contrario, no le habrían prestado toda aquella ropa. Sí...
tal vez Belluse sí quería ser fotografiado por ese hombre. Tal vez sí quería
que le quitaran la ropa rápida y precipitadamente hasta quedar desnudo,
como aquella noche en el laboratorio de química. Tal vez sí quería gritar
como un gato y retorcerse de placer. Y de algo estaba seguro: no le habría
molestado que fuera con Dross.
—¿Belluse? ¿Me oyes?
—Ah, ¿qué decía?
—Que voy a tener que maquillarte esa cicatriz que tienes ahí, ¿me
dejas?
—Sí, claro.
Dross se acercó y le empolvó la mejilla.
—¿Qué te sucedió?
—Me rasguñó un gato.
—Tienes una piel perfecta, sin manchas ni granos. No necesitas más
make-up. Tienes unos ojos muy expresivos. Y pestañas largas. Y un pelo
genial, sin frizz ni nada de esas cosas raras. Bueno, ¡empezamos!
—¿Qué tengo que hacer?
—Siéntate o recuéstate allí, sobre el pasto.
—¿Qué pas...? —pero se calló. Allí abajo de donde Dross había colocado
el tapiz celeste había una alfombrilla de color verde brillante que simulaba
un perfecto y esponjoso césped.
Dross agarró una de las cajas que estaban repartidas por el suelo del
cuarto y la vació entera sobre un asustado y sobresaltado Belluse. El chico
ahogó un grito cuando vio caer de la caja una lluvia de redondos pétalos
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rojos que volaron por el aire y fueron a caer sobre el falso pasto y sobre él
mismo.
—Túmbate... así, bien —Belluse se quedó recostado, observando a
Dross ordenar los pétalos que pronto descubrió que también eran de
utilería—. Como no tenemos mucho tiempo, vayamos directamente al
grano. Posa como tú quieras y yo te diré cuando tengas que cambiar algo —
explicó, tomando la cámara—. Puedes mirarme o no, como gustes. Pero no
sonrías demasiado. Muy bien... —El flash se disparó por primera vez.
Belluse parpadeó, encandilado y Dross aguardó a que se recuperase para
tomar una segunda y una tercera foto—. A ver, intenta mirar más
sensualmente, ¡bien! Cambia de postura... así, excelente. Eres tan
atractivo...
Y entonces por lo que a Belluse le pareció una eternidad, estuvo allí,
tirado entre pétalos de flores falsos, oyendo los continuos chasquidos del
flash, suplicando para que Dross dijera de una vez que ya habían
terminado. «No eres modelo, eres un cainita». Y Belluse tuvo que darle la
razón...
—Genial, sí... ahora, mírame, muy bien. Eres la primavera... ¡sí, eres
precioso! ¡Eres tan hermoso!
Si la cosa seguía así, lo más seguro era que su fotos acabasen en
manos de algún profesor viejo y calvo. Porque para ese entonces ya a él no
le quedaban dudas: Mathias se había equivocado de hombre. Dross no
podía ser un psicópata ni nada que se le pareciese. Mathias se había
equivocado con respecto a lo de Gabriel White, ¿por qué tenía que tener
razón ahora?
—Muy bien, creo que ya estamos.
—¡Al fin! —exclamó, arrepintiéndose al instante, pero Dross no dijo
nada, sólo le miró, risueño.
—De verdad, te agradezco este favor. Me has llegado como caído del
cielo.
—Gracias.
—¿Quieres tomar un té? —ofreció, señalándole un termo y dos tazas
que estaban sobre una mesa. Belluse se preguntó desde cuando estaban
ahí.
—Claro.
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Dross dejó la cámara y sirvió el té.
—Gracias.
Dross se sentó a su lado. Y Belluse apuró el primer sorbo de té. No se
había animado a rechazarlo, pero el té no era algo que acostumbrara tomar
muy a menudo y menos a esas horas. El reloj de la habitación decía que ya
era casi medianoche. ¿O decía que ya era la una? A Belluse ya le estaba
costando enfocar bien la vista en el reloj, en realidad, enfocarla en cualquier
cosa comenzaba a significarle un esfuerzo tremendo...
—¿Estás bien? —susurró Dross, suavemente.
Belluse no respondió, cayó dormido antes de poder balbucear un «no»
desesperado.
Mathias comenzaba a ponerse nervioso. Preocupado había estado desde
el comienzo de todo ese rollo. Con el objetivo de averiguar la relación entre
ese hotel con el Asesino de Vierne, el símbolo satánico e Inframundo, le
había dado el sí a ese temerario plan que Belluse había ideado con pocos
escrúpulos y muchas expectativas. Y Mathias había aceptado porque tenía
la certeza de que Belluse sabía cuidarse muy bien él solito. ¿No había
efectuado con habilidad esos movimientos de los que Mathias ya había
olvidado el nombre? Pero eso era diferente, se dijo. Estar frente al peligro
real era mucho más complicado: no había tiempo para ponerse a ejecutar
pasitos de baile ni coreografías ensayadas; había que actuar rápido y con
precisión.
Se sobresaltó. Había oído un grito. Belluse había gritado.
—Dios...
Desesperado, miró la casa de arriba a abajo en busca de alguna manera
de ingresar lo más rápido posible. Las persianas estaban bajas. La puerta
estaba cerrada con llave. Alzó la mirada. Sí. Era la única manera de entrar
en la casa: el balcón. ¿Pero cómo? ¡Si estaba a más de dos metros de
altura!
«Es un látigo hecho de perlas y un hilo irrompible. Soporta hasta cien
kilogramos fuerza. Una vez trepé un árbol con él.»
¿Sería posible?, pensó. Miró hacia el balcón. Tendría que correr hacia el
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auto para tomarlo. No podía perder tiempo. Rogando para que Belluse
estuviese bien, se lanzó a toda prisa hacia el coche, que todavía estaba
estacionado detrás de los árboles del parque. Le quitó la alarma y el seguro
a las puertas. Vació uno, dos bolsos. No estaba. No era posible, ¡Belluse
sólo había llevado una pistola! Volcó todo el contenido de una mochila.
Frasquitos diminutos con nombres extraños, jeringas, una cerbatana y ¡allí
estaba! El estuche de terciopelo rojo del Fobos y Deimos. El cierre se
atascó, pero Mathias lo rompió de un brusco tirón. Ahí estaba, el látigo de
perlas de Belluse, brillante y amenazador. Por un fatídico instante Mathias
pensó que le sería imposible. Bueno, si no lo lograba intentaría derribar la
puerta con el auto. Estuvo a punto de desechar la idea del látigo e intentar
lo del auto, pero se contuvo porque no sabía con seguridad cuál plan era
más descabellado. No había más tiempo que perder. Salió del coche sin
siquiera darle a la alarma y corrió en dirección opuesta hacia la casa.
La luz de la habitación seguía encendida. No se oían más gritos de
ninguna clase. Rogándole a los cielos, Mathias comenzó a girar el Fobos y
Deimos y lo lanzó hacia la baranda del balcón. El látigo chocó contra los
barrotes con un ruido metálico y cayó. Lo intentó de nuevo, esta vez de
frente. La mitad del látigo quedó en el balcón, pero no había forma de hacer
que el extremo le llegara a las manos. Lo lanzó por tercera vez. Un trozo del
látigo entró entre un par de barrotes y cayó por entre otros. Bien. Pero el
peso de un lado era demasiado escaso para lograr un equilibrio. Lo
recuperó, insultando. Lo logró en el sexto intento: descargando un azote
rápido y veloz sobre la baranda, de frente de nuevo; casi mágicamente,
bastantes centímetros quedaron colgando del otro extremo, los suficientes
como para que Mathias los alcanzara saltando, sin soltar la parte del látigo
que tenía en la otra mano. Y así, aferrándose a esas perlas frías y apoyando
los pies en el muro, intentó subir.
Era condenadamente difícil. Las perlas se le clavaban dolorosamente en
las palmas de las manos y tenía que hacer una fuerza tremenda para poder
ascender. Aun así, se obligó a no desistir, porque ¿y si la puerta estaba
blindada?
Con un rugido de triunfo, desesperación, alivio y agotamiento, se aferró
a la baranda y saltó balcón adentro.
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Belluse sollozó al sentirse atravesado. Era como si le estuviesen
clavando en el cuello dos pequeñas agujas, pensó... inyectándole un fluido
ardiente como el fuego. Y gritó. Gritó como había gritado cuando Kevin lo
penetraba. Gritó como una mujer. Gritó como una niña. Era la misma
sensación, el mismo dolor que había sentido la pasada noche, cuando
alguien le había herido el vientre, ¿porque alguien le había herido en el
vientre, verdad? Joder, ahora no estaba seguro. Se sentía lánguido y flojo y
por sobre todas las cosas, caliente. En ambos sentidos de la palabra. En el
literal: podía notar como la temperatura de su cuerpo ascendía por encima
de los niveles normales... y en el otro sentido, ese que Mathias odiaba...
estaba excitado, sexualmente excitado. Y Mathias detestaba todo lo que al
sexo se refería, ¿no?
—Matt... estoy caliente, Matt —gimoteó, entre risas. Entonces alguien
también rió.
—¿De verdad? —replicó la voz de ese alguien. Al parecer le era divertido
que él, Belluse, estuviese así, tan caliente—. Perfecto, ¿verdad?
—¿Me perdonas, Matt?
Dross lo miró, sin comprender.
—¿Perdonarte? ¿Por qué, Belleza? —replicó, encaramándose sobre él,
relamiéndose los labios manchados de la sangre de Belluse y de su propia
ponzoña.
—Por estar así... es que, es tu culpa, Matt...
—¿Yo te pongo así? ¿Así cómo?
Belluse gimoteó. Estaba mareado y muy, muy excitado. Mediante su
mordedura, Dross le había administrado una dosis de su «veneno del
amor».
—¡Así! ¡Tan...!
—Vamos, dilo... —apremió.
—No...
Dross lanzó una carcajada. Aquello se estaba poniendo interesante.
¿Quién era ese tal Matt? Complacido por la lujuria de Belluse, Dross le subió
la camisola de satén, dejando la blanca y húmeda piel del pecho totalmente
al descubierto.
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—Dime qué quieres, Belluse —le dijo al oído, con suavidad, lamiéndole
el lóbulo. Se recostó completamente sobre el trémulo y delicado cuerpo y el
dueño se estremeció y gimió de puro y doloroso placer—. Dime qué quieres,
que yo te lo daré...
—Ooh, Matt —jadeó Belluse, entrelazando las piernas alrededor de las
caderas de su cazador—. Fóllame, ¡fóllame!
—Cómo tú quieras, Belleza —exclamó Dross, cautivado. Se irguió un
poquito y se quitó la camiseta pero, antes de que se diera cuenta, Belluse le
desabrochaba el cinturón con urgencia. De sopetón, lo agarró por los
hombros y le dio la vuelta sin ningún esfuerzo.
—Ay —se quejó—. Fóllame, Matt, por favor. Te prometo que te gustará,
sí... —suplicó sofocado, con la mejilla pegada a la almohada—. Te quiero...
Mathias se detuvo en seco al oír los jadeos que venían de alguna
habitación de aquella casa. Temeroso y furtivo, paseó los ojos por el pasillo
fuera de ese cuarto lleno de cajas y pétalos de flores. Sólo había otra luz
encendida. Santiguándose, se asomó.
—Fóllame, Matt, por favor. Te prometo que te gustará, sí... te quiero...
—¡Maldito seas! —vociferó.
El ser que estaba sobre Belluse se sobresaltó. Giró rápidamente y le
devolvió la mirada a Mathias. Y Mathias supo lo que era. No porque hubiera
visto antes una criatura de su clase... Lo supo porque toda la situación y
Belluse lo evidenciaban, revelándolo a gritos.
«Demonios de apariencia humana que seducen una mujer o un hombre
con el propósito de reproducirse o simplemente buscar placer. Algunos, los
de más alto rango, poseen colmillos con los que administran a la presa una
sustancia afrodisíaca y sumamente eficiente, de composición desconocida,
que les hace desvariar, creando fantasías, con lo que se entregan al íncubo
o a la súcubo sin siquiera oponer resistencia...»
Eso era ese ser: un íncubo.
—Matt, por favor...
—¿Tú eres Matt? —preguntó Dross, levantándose del lecho. Belluse
intentó impedirlo, tironeándole de un brazo, pero el íncubo se zafó de un
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tirón—. Este chico no deja de gemir tu nombre como si fuera una puta,
¿eres su ex?
—Vengo a sacarlo de aquí —gritó Mathias, fuera de sí—. ¡Apártate!
—¿A llevártelo? —replicó Dross—. Oh, vamos, estoy seguro de que los
tres podemos pasárnoslo en grande, ¿no te gustaría apuntarte? Mañana en
la mañana dejaré que se vayan.
—¡No creas que no sé lo que eres, demonio! —bramó Mathias,
enfurecido, sacando del saco el frasco de agua bendita.
El íncubo miró el frasco, irritado, y embistió contra él, abalanzándose.
Pero Mathias se había jurado no cometer el mismo error. Logró esquivar el
golpe, pero el frasco se le resbaló de las manos y cayó al piso,
rompiéndose, derramando el agua. ¿¡A quién carajo se le había ocurrido
meter el agua bendita en frascos de vidrio!? El íncubo gritó y Mathias supo
porqué: estaba descalzo. No se detuvo a pensarlo, no había tiempo: empujó
a la criatura al suelo, se inclinó y presionó la espalda con ambas rodillas. Se
apresuró a desenvolver la estaca que traía en el bolsillo del jean y la acercó
apenas a la nuca. El íncubo gritó y se revolvió, intentando en vano
liberarse.
—¿Qué relación tienes con el Asesino de Vierne? —inquirió.
—¿Qué dices?
—¡Lo que has oído! ¡Responde! —exigió, presionando más la filosa punta
contra el pálido cuello.
—¿Para qué quieres saberlo? ¡¿Quién eres tú?!
—Mathias Malkasten, Orden Judas Iscariote.
El íncubo soltó una risa fría y aguda. Sólo paró de carcajearse cuando
Mathias le tironeó con violencia de los rubios cabellos, demandando silencio.
—Judas Iscariote. ¿Esos bufones reprimidos que lloran si les dicen que
una estatua lloró?
—¡Cállate! —gruñó Mathias.
—Eeh, tranquilo... —susurró Dross, intentando girar la cabeza, cosa que
Mathias no le dejó—. ¿Eres un Iscariote, de verdad? —preguntó, incrédulo—
. ¿Entonces qué hacías jugueteando con esa muñequita, eh? —dijo,
refiriéndose a Belluse, que se había quedado dormido—. Los Iscariotes son
una manada de payasos...
—¡Te he dicho que cierres la boca! —insistió Mathias, frenético, clavando
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la punta de la estaca. El íncubo lanzó un aullido de irremediable y
desesperado dolor—. ¡Suelta la lengua, vamos!
—¡Está bien, está bien! ¡Pero me temo que no tengo demasiado qué
contarte!
—¿Qué quieres decir?
—No estoy metido en ese rollo de la limpieza que está haciendo ese
tipo, no soy su cómplice... Yo sólo localizo víctimas potenciales que le
puedan agradar y a cambio él no me mata y me permite seguir con el
jolgorio, ¿la captas?
—Sí, dime todo lo que sepas, vamos.
—Bueno. Yo conocía a la bruja necrófaga, de manera que esa fue la
primera víctima. Luego, le siguió el violador serial. No me fue difícil
encontrarlo: seguí su aroma, olía jodidamente bien, ¿sabes? Y... los de la
secta de Vierne, Dios... ¿fueron tres, no? Tres en la misma noche. Después
me di cuenta de que este tipo odiaba todo tipo de prácticas depravadas...
Le pasé los datos de un par de putos de la Arkham Avenue. Una lástima, la
chupaban de muerte. Pero no se conformó con eso... también se metió en
un bar de ambiente de esa zona, el Azathot, creo...
—Sigue —apremió Mathias.
—¿Que siga? ¡Te dije que sé poco y nada!
—¡No juegues conmigo! ¿Y el sacerdote?
—¿Qué?
—¡El sacerdote de Urimagüe que murió la semana pasada!
—Oye, no sé de dónde habrás sacado eso, pero yo no sé nada de ningún
sacerdote.
—¡Mentiroso!
—¡No te estoy mintiendo! —gritó—. ¿¡Por qué lo haría?! ¡Ya te dije todo
lo demás! ¿No?
—Háblame de Inframundo.
El íncubo se quedó en silencio, respirando entrecortadamente con la
mejilla pegada al suelo, aplastado bajo el peso de todo el cuerpo de
Mathias.
—Oh, estás muy bien informado —se regocijó el íncubo—. ¿Sabes...
Matt? Me alegro de verdad de que estés detrás de este viejo trastornado.
No nos deja en paz ni a sol ni a sombra...
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—¡Deja de decir estupideces y habla!
—Inframundo es casi una secta. Utilizan hechicería para cazar víctimas.
Su propósito es ganar dinero mediante el tráfico ilegal de órganos y sangre.
Cuando algún millonario de Luxor o Hades necesita un pulmón o un hígado,
acuden a ellos. Ese es el objetivo de esta noche, según creo. Hoy acudirá a
Inframundo.
—Lo sabía... —farfulló Mathias.
—¿Lo sabías? —exclamó el íncubo—. ¿En serio? ¡No me jodas!
Mathias enterró más el trozo de la Santa Cruz y la criatura se calló al
instante.
—Bueno, dilo de una vez por todas.
—¿Qué cosa? ¡No sé nada más! ¡Ya te lo he dicho!
—¡Dime quién es el Asesino, dime su nombre!
El íncubo hizo silencio.
—No sé su nombre —dijo al fin—. No sé quién es, ¡te lo juro! —chilló,
sintiendo el filo de la estaca atravesar su cuello—. ¡Pero sé algo más!
—¡Suelta!
—Ocurrió algo, no sé qué. Un día, se enfadó conmigo...
—¿Cómo te comunicas con él si no sabes quién es?
—Mediante una jezabel.
—Sigue.
—No sé qué pasó, pero la jezabel me dijo que su amo estaba enfadado,
ella tampoco sabía el motivo. Creo que pasó algo en la Arkham Avenue, en
Azathot... y me echó la culpa por haberle hablado de esos prostitutos.
—¿No sabes qué fue lo que pasó?
—No.
—¿No sabes qué pretende el Asesino con todo esto?
—No.
—Bien...
—Hey, ¿qué haces? ¿No me matarás, verdad? ¡Después de que te dijera
todo lo que sabía!
Mathias aflojó la fuerza con la que lo sostenía, pero no quitó la estaca de
su lugar.
—No, no voy matarte. Pero el mundo de los humanos no es un buen
hábitat para ustedes los íncubos —y sin decir nada más, Mathias enterró la
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Santa Cruz en la nuca y susurró—: seno del Infierno, abre tus fauces para
recibir a los proscritos huidos. Por el santísimo nombre de Dios y de su
excelso Hijo, acoge en tus brazos estos siervos demoníacos.
En la habitación se oyó un grito desgarrador, continuos jadeos
estrangulados y, finalmente, un chasquido muy similar al de un proyectil
seguido a un inquietante y estremecedor silencio. Un charco de sangre se
extendía sobre el suelo de madera. Mathias se levantó, agotado, todavía
temblando y vio allí, sobre la cama, a Belluse, que seguía durmiendo.
—Dios mío... —balbuceó, subiéndose al lecho—. Belluse, despierta... —
Mathias ahogó un grito al ver, sobre el pálido y aterciopelado cuello, los dos
puntitos rojos de la mordida.
—Matt —ronroneó Belluse, despertando. Abrió los ojos lentamente,
contemplando sonriente y emocionado al verdadero Mathias, allí junto a él,
en la cama—. Matt —dijo de nuevo, acurrucándose a su lado, apoyando la
cabeza contra su pecho—. ¿No vas a follarme?
Belluse miraba con los ojos hechos agua, dilatados por la droga, las
mejillas ardiendo y la boca abierta en una indecente invitación. Mathias
tragó saliva.
—Ya te follé —fue lo único que pudo articular. Belluse cerró los ojos con
fuerza y se mordió los labios. Riendo bajito, se cubrió el rostro con las
manos para ahogar la risa. Mathias le contempló, con el ceño fruncido,
sumamente preocupado. Eso no estaba bien. ¿Por qué Belluse pensaba en
él? ¿Por qué era él, Mathias, el dueño de sus fantasías?
—¿Te gustó?
Silencio.
—Sí.
Y Belluse volvió a ronronear, como un gatito complacido. Alargando los
brazos desnudos abrazó a Mathias, rodeándolo con piernas y brazos,
dejándole atrapado dentro de esa sofocante jaula que era su cuerpo.
—Me gustas —le dijo al oído, dándole un hambriento y húmedo beso en
el cuello. Mathias cerró los ojos y suspiró.
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Capítulo seis: AZATHOT
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Belluse despertó sobresaltado. Había tenido las peores pesadillas de su
vida, eso sin contar las que había sufrido a los cinco años, cuando recién
había llegado al país. Había permanecido seis horas en un avión, sentado
junto a un anciano curiosamente llamado Bracante, el Irascible y durante
todo el viaje había sido observado atentamente por un pasajero que
ocupaba uno de los asientos paralelos. Había llegado a Estigia con un dolor
de cabeza tan potente que creyó que en cualquier momento el cerebro se le
saldría por las orejas, chorreando un líquido oscuro y viscoso. Había llorado
horas al lado de un chico que le había dicho que se llamaba Nathan hasta
que un joven muy alto y con ojos de gato abrió la puerta de la habitación y
le entregó un cuenco humeante con un brebaje que olía un poco a hierbas
frescas y un poco a medias sucias y le dijo que se lo tomara y que contara
hasta diez. El pequeño Belluse le había dicho, con los mocos colgando, que
él sólo sabía contar hasta cinco, que era la edad que tenía, y entonces el
hombre soltó una carcajada, le acarició el pelo, le dijo que era un niño
monísimo y que se llamaba Kevin. Entonces Belluse le había dicho que se
llamaba Belluse...
Sí, había soñado con Kevin Stanford. Se había visto a sí mismo atado en
uno de los sótanos que habían funcionado hacía siglos como cámaras de
tortura y hasta había creído sentir la lengua de Kevin, dejando su rastro de
tibia saliva por los rincones más ocultos y oscuros de su cuerpo. Y lo peor
era que no le había desagradado del todo. Un despojo de la humillación
sufrida se instaló en aquel lugar de su alma o su cerebro que aún recordaba
qué era la humillación. Y se sentía como los espirales del humo de los
cigarrillos de la Arkham Avenue, eso a lo que Belluse sabía que no debía
acercarse pero que era brutalmente tentador...
Abrió los ojos y miles de alfilerazos brillantes se le incrustaron en las
pupilas. Se tapó el rostro con un brazo e intentó moverse, pero no pudo.
Allí, junto a él y respirando acompasadamente, estaba Mathias. Los
recuerdos volvieron a él hechos cientos de imágenes difusas. Y esos
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recuerdos estaban llenos de pétalos de rosa, tenían un intoxicante sabor a
café muy dulce y olían a Mathias. Belluse tragó saliva y se mordió los labios.
Había sido engatusado. Se había parado justo debajo de la rama donde
estaba la telaraña, para aguardar que el insecto lo atrapara, lo llenara de su
veneno y lo arrastrara a esa cama. Y él se había dejado. Y él era un
estúpido, joder. Se sintió tan avergonzado que deseó haber sido devorado
por esa araña, haber caído por esa garganta como lo hubiera hecho por un
tobogán largo y oscuro. Quería morirse. ¿Y qué mierda le pasaba? ¿Por qué
carajo estaba llorando?
—No pienses esas cosas —susurró la voz de Mathias desde un lugar
cercano a su ombligo—. Ese era su mejor talento: seducir a las personas —
Belluse se sintió el doble de mal al recordar que Mathias podía percibir sus
emociones.
—¿Hace cuánto que estás despierto?
—Unos cinco minutos. ¿Te sientes bien?
Belluse tardó un poco en responder. No estaba seguro de sentirse bien.
—Sí —dijo finalmente. Se sentía bien a medias—. No recuerdo qué
pasó...
—Mejor así —respondió Mathias con un tono que decía claramente que
él no sería el encargado de hacerle recordar—. ¿Estás seguro de que te
sientes bien? Intenta ponerte de pie.
Belluse lo miró con las cejas juntas y una expresión de sospecha.
Obedeció. En cuanto se apoyó sobre la blanda superficie para impulsarse,
sintió tal horrible mareo que por un instante creyó que la casa había sido
arrancada desde sus cimientos por una mano poderosísima y que esa mano
la había sacudido violentamente con ellos dos adentro.
—Por Dios... —y resbaló hasta caer en la cama de nuevo, de espaldas.
Mathias chasqueó la lengua—. ¿Qué me pasó, Matt? —sollozó, cerrando los
ojos.
—Te mordió.
—¿Qué?
—El íncubo. Te mordió y te inyectó una sustancia que despierta el deseo
sexual. Estás sufriendo los efectos secundarios.
Belluse resopló y se llevó las manos al cuello.
—Duele —dijo, palpando a ciegas los orificios azulados de la mordida.
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—No te preocupes. Se te pasará.
Entonces Mathias se levantó de la cama. Belluse le contempló de
costado mientras se estiraba y bostezaba, dándole la espalda. Aún tenía
puesta la ropa del día anterior.
—¿No vas a decirme qué sucedió?
Mathias se dio la vuelta, encontrándose con los ojos de Belluse que le
miraban confundidos y anhelantes de explicaciones. Pero Mathias no iba a
repetir las palabras que el chico había dicho la noche pasada, no iba a
decirle
que
lo
había
encontrado
a
punto
de
convertirse
en,
muy
seguramente, el primer Cainita que se había acostado con un íncubo y, por
supuesto, tampoco iba a contarle que mientras el hijo de puta lo
manoseaba, él, Belluse, no paraba de suplicar «Mathias, fóllame» con una
voz que podría haber persuadido al mismísimo diablo. Pero no a él. No a
Mathias. ¿Por qué otro motivo si no había intentado convencerlo de que
habían pasado horas y horas teniendo sexo salvaje?
—No creo que necesites recordarlo.
—Matt...
—Duerme un rato más. Iré a ver si el auto sigue donde lo dejé o si no se
convirtió en un montón de chatarra.
—¡Mathias! —gritó Belluse. Mathias se paró en seco—. Por favor —
susurró luego—. No recuerdo nada, Matt...
Mathias se sentó en el borde de la cama y suspiró.
—Estuviste a punto de ser asesinado, Belluse. Ese hombre era lo que
nosotros llamamos íncubo. Es un demonio de bajo rango, de apariencia
humana, que seduce mujeres y hombres por diversión. Mantiene relaciones
sexuales con ellos hasta que la persona muere de agotamiento.
—No suena tan mal —bromeó. Mathias se volteó para mirarlo y le dedicó
una sonrisita tímida. Se inclinó y le alzó el rostro con una mano para fingir
que verificaba la mordida.
—Anda, duerme —y volvió a pararse—. Yo ya vuelvo.
—Matt —le llamó Belluse antes de que saliera de la habitación—. ¿Tú me
salvaste?
—¿Y quién crees que fue?
Belluse se quedó solo en el dormitorio. Como pudo, se las arregló para
ponerse de pie y correr las cortinas. La habitación se oscureció apenas y él
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volvió a tirarse sobre la cama. Intentó recordar lo que fuera que hubiese
sucedido, pero sólo logró que le doliera más la cabeza. No lo sabía con
exactitud, no lo sabía en realidad, pero tenía el leve presentimiento de que
había ocurrido algo que él debía saber. Era la misma extraña sensación que
se apoderaba de él las mañanas que había despertado medio desnudo en el
cuarto oscuro del bar donde él y sus amigos habían ofrecido sus jóvenes y
tiernos cuerpos a cambio de unos billetes. Belluse intentaba acordarse si
había sido follado por alguien, o cuantas vergas había chupado... pero, ay,
no podía. Y si no podía lo más seguro era que fuese por culpa de esas
pastillitas de colores pastel que Nathan, o Gale, o Xian, o Kei habían puesto
en la jarra del combinado para intentar escapar de la realidad del bar e
imaginarse que estaban en un campo de violetas junto a un dios griego, y
que el semen era vino y que el sudor era agua de rosas. Pero, ¡mierda!
¿Que no sabían Nathan, o Gale, o Xian, o Kei, que mezclar drogas con
alcohol era peligroso? Sí, ellos lo sabían, pero «sólo unos sorbos, Belluse.
Sólo unos sorbitos y estarás volando por la sexósfera como un satélite del
canal porno y no ordeñándole la verga a un viejo que podría ser tu
bisabuelo».
Entonces, arrastrado por aquellos recuerdos sensuales de los que podía
rescatar un par de experiencias retorcidísimas (como la vez en que su
cliente había sido un hombre que en pleno acto le había dicho «¡oh,
Jimmy!» y que cuando Belluse le preguntó que quién carajo era Jimmy le
dijo que así se llamaba su hijo y entonces Belluse supo porqué había sido
tratado con tanta delicadeza; o cuando, seguramente por efectos de la
pócima milagrosa, Belluse pensó que estaba teniendo sexo en medio del
océano y que los dedos que le estaban metiendo eran tentáculos de una
anémona y que la leche que le empapaba la cara era tinta de pulpo),
rescatando algunos recuerdos e impulsado por el «¡clic!» inconsciente del
placer insatisfecho, Belluse deslizó la mano izquierda bajo el elástico de los
pantaloncitos de seda y le prodigó a su sexo la primera caricia que hizo que
reaccionara al calor de su mano y a las ansias de liberarse. Y Belluse
entendía a medias el porqué se sentía tan caliente y porqué, cuando nunca
lo había hecho durante una masturbación, ahora débiles suspiros se
evaporaban de entre sus labios mojados como el humo de una pipa llena de
las Hierbas Mágicas de Nathan. Con una última exhalación, eyaculó un poco
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sobre la camisola de seda y un poco sobre las sábanas.
—Mierda —jadeó al oír los pasos de Mathias en las escaleras. Se apuró a
limpiarse el semen con la sábana, se quitó la camiseta y la tiró al suelo.
—¿Ya te sientes mejor? —le preguntó Mathias.
—Un poco.
—¿Tienes sed? —sin dejarle responder, el hombre le alargó una botella
de agua que Belluse agarró y vació hasta la mitad—. Menudo trabajito nos
encargaron los Garibaldi, ¿verdad? —comentó, sentándose en la cama, sin
agregar nada ante la obviedad de que Belluse tenía el ochenta por ciento
del cuerpo al descubierto. El chico meneó la cabeza con desgano—. ¿Tienes
calor? —le preguntó, al ver las gotitas de sudor que le brillaban en el pecho.
—Un poco.
Y Entonces lo que Mathias sospechaba se convirtió de repente en una
certeza cuando vio que Belluse mantenía los dedos de la mano izquierda
muy tensos y formando un cuenco. Y lo sabía porque varias veces había
sido descubierto en circunstancias similares. Mathias se preguntó qué
pasaría si acercaba esa mano sucia a su nariz y la olía, o qué sabor tendría
si la recorría con los labios, y luego cuando se dio cuenta de que era la
mano izquierda, se encontró preguntando, como un idiota:
—¿Eres zurdo? —se mordió la lengua al instante. Belluse sintió que el
corazón le subía hasta la garganta.
—Soy ambidiestro —respondió con una sonrisita ladina—. En Estigia nos
entrenan para que tengamos las mismas habilidades con ambas manos.
Especialmente en tiro.
«Pues dio resultado», le habría gustado responder. Pero en vez de eso
se limitó a agachar la cabeza.
—¿Sigue allí el auto? —preguntó Belluse.
—Sí. Es un milagro: no tenía la alarma puesta.
—¿De verdad?
—Sí. Anoche, cuando te oí gritar... olvidé activarla —Mathias comenzó a
relatar con vagos detalles una empañada evocación de los sucesos de la
noche pasada. El grito de Belluse. Mathias trepando hacia el balcón con el
látigo de perlas. El íncubo. Las palabras y las amenazas. Telón.
—¿Qué es una jezabel? —le preguntó Belluse. Mathias frunció la nariz.
—Es el cuerpo de una mujer muerta forzado a obedecer órdenes
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mediante la magia negra. Se alimenta de azúcar.
Belluse chasqueó la lengua.
—Dios, ¿te das cuenta, Matt? Este tipo mata prostitutos y él mismo es
más pecador que toda la Arkham Avenue junta.
Mathias se había dado cuenta de eso hacía ya bastante, pero no dijo
nada y meneó la cabeza con desgano en señal afirmativa. De repente, una
chispa se encendió en su cerebro como un fósforo diminuto. Había oído
hablar del lugar, pero no tenía la seguridad de saber...
—Arkham Avenue —susurró—. ¿Dónde queda?
—En Hades, por supuesto —respondió Belluse, casi escupiendo las
palabras—, junto con toda la mierda del país.
—¿Estigia no está en Hades?
—Sí, por eso.
Mathias omitió el comentario.
—El íncubo mencionó un bar de la Arkham Avenue. Dijo que allí había
ocurrido algo y que el Asesino se había enfadado con él.
—¿Qué bar? —Mathias frunció el ceño en medio de un tremendo
esfuerzo mental.
—¿Astaroth?
—Azathot.
—¡Sí!
—Es un bar gay.
—¿Lo conoces?
—Matt, no me digas que quieres ir allí —replicó Belluse, mirándolo
seriamente.
—¿Por qué? ¿Es peligroso?
—No exactamente, pero conociéndote puedo estar seguro de que no te
va a gustar ni pizca.
—¿A qué te refieres? —inquirió Mathias, subiéndose los lentes que se le
resbalaban por el puente de la nariz.
—No te va a gustar, no es un bar al que quisieras ir para tomarte una
cerveza. Es decir, los que van ahí definitivamente no tienen en mente una
noche de copas.
—Es un prostíbulo —suspiró Mathias.
—Mnnn…
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—Explícate entonces, porque no te entiendo.
—Es un club de sexo. Se paga una entrada de veinte reinas que incluye
una consumición. A la vista parece un bar normal, tiene un salón y
camareros, pero en el fondo hay un patio y allí están las... habitaciones.
—Es como un hotel.
—Más o menos. Pero no te puedes quedar a dormir sin correr peligro de
que te echen a patadas en el culo.
—¿Solías ir a ese lugar?
Belluse sintió que el corazón que estaba en su garganta se encogía de
golpe hasta adquirir el tamaño de un maní. Bajó la cabeza y suplicó por que
los rizos le ocultaran el rostro.
—Allí fue donde mis amigos y yo nos prostituimos —susurró. Mathias
estuvo a punto de abrir la boca para decir algo, pero Belluse le
interrumpió—: no quiero ir allí, Matt, por favor —suplicó con la mirada llena
de angustia y recuerdos.
Mathias tragó saliva.
—Belluse —le dijo en voz baja, acercándose a él y mirándole con algo
que esperó que el chico no interpretara como lástima—, tenemos que ir a
ese lugar. Allí sucedió algo que tenemos que averiguar, ¿comprendes? —
Belluse se mordió el labio y asintió. Mathias se acercó más y le acaricio el
cabello, se acercó más y le besó en la mejilla, y entonces Belluse sintió que
una oleada de calor muy diferente a las de la excitación sexual le hacía
cosquillas en todo el cuerpo, como si fuese acariciado por cientos de plumas
de algún ave exótica.
Mathias no quiso decir nada más. Se tragó todas las preguntas que tenía
en la garganta, esas preguntas que se iban amontonando una encima de la
otra como si formasen un extravagante castillo de naipes. Y algunos de esos
naipes, en vez de tener dibujada la reina de corazones, tenían escrita una
pregunta: «¿por qué anoche, mientras estabas en esta cama con ese
íncubo, pensabas en mí?», o «¿de verdad no tienes familia?», o «¿por qué
tuviste que prostituirte, Belluse?». Pero Mathias no hizo ninguna de esas
preguntas porque sabía, gracias a la certeza que otorga la lógica, que si tan
sólo sacaba una carta de ese gran castillo de naipes, toda la construcción se
iría a la mierda.
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Paul despertó con un dolor de cabeza astronómico y los brazos de Misthic
alrededor de la cintura.
—¡Joder! —farfulló al verlo allí, durmiendo silenciosamente a su lado. Se
mordió la lengua. El albino siempre le había causado una patética mezcla de
lástima y leve inquietud que se esforzaba en ocultar... pero, ¿quién podía
no sentir lástima por Misthic?
El pobre chico había nacido en mala hora, según la bruja de aquel lejano
pueblo, y según ella habrían tenido que sacrificarlo para lograr detener el
inventario de catástrofes divinas que profetizaba el nacimiento de tal
obscena criatura. Los padres de Misthic, evangelistas hasta rozar lo fanático
además de idiotas, lo habían abandonado en una cestita, arropado con una
manta tejida, un rosario de cristal de roca y un oloroso budín de limón. La
cesta de Misthic había permanecido horas en la banca de un parque hasta
que un vagabundo la vio y se acercó a husmear. Contempló al bebé, blanco
como un algodón de azúcar, lo cubrió con la manta y se llevó el budín.
Paul observó a Misthic, incapaz de creer que aquella criatura que su tía
había recogido hacía diecisiete años fuera ese inquietante ser que
dormitaba junto a él.
«¿Cómo le ponemos?», le había preguntado la tía Breena, con una
enorme sonrisa perfumada a tabaco y albahaca. Entonces Paul, que ya
caminaba solo pero que no sabía que Breena no podía tener hijos, le dijo,
en su infantil vocabulario nasal que el nombre dependía de que el bebé
fuese varón o mujer, ¿verdad? ¿Y ese bebé qué era? ¿Varón o mujer?
Ups.
Vanina, la madre de Paul, había levantado la mirada y se mordía el labio
nerviosamente. ¿Por qué?
Bueno, ahora Paul lo sabía.
Misthic no sólo era albino, cosa que después de todo no podía ser tan
terrible, sino que también, el día en que había hecho una solicitud para
entrar a una academia de canto, había rellenado con una carita feliz el
espacio destinado para el "sexo". Con todo esto, Paul no podía estar seguro
de si la persona que estaba allí, enredada entre las sábanas, era hombre o
mujer...
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Cuando Breena Blake se cansó de llamar a su hijo adoptivo "bebé" o
"primor", lo único que se le ocurrió hacer fue abrir un libro de geografía y
buscar un mapa político.
Y allí lo encontró: Misthic, un río de Endless Infernum City, más
conocida como Hades. Misthic, un nombre ambiguo para un ser ambiguo…
Un nombre bello para un ser bello, porque a pesar de que su ADN fuera
una mutación que los médicos habían osado calificar como monstruosa,
para Paul, Misthic se asemejaba más a una aparición que a un monstruo.
De mujer tenía el rostro y la complexión delgada, de hombre tal vez tenía el
resto
del
cuerpo
y
de
nieve
la
piel
y
el
cabello.
La
voz
era
sorprendentemente andrógina.
Misthic había sufrido mucho en la escuela primaria, pero la secundaria la
había estudiado con Paul porque éste había repetido el primer curso. Los
chicos solían evitarlo y mirarlo con asco, burla o aprensión, pero
sospechaba que él (porque para Paul era más él que ella, aunque en
realidad no fuese ninguno) padecía no sólo de la curiosidad que despertaba
en sus compañeros, sino también de la envidia de algunas chicas que
habrían deseado no comprar lentillas para tener los ojos rosados, o no
teñirse el cabello para lucir un platinado perfecto. Y esto ocurría por el
simple hecho de que nadie tenía la absoluta certeza acerca del sexo de
Misthic. Ni siquiera él...
—¿Estás despierto, Paulie? —oyó que decía el suave ondular de esa voz
de plata.
—Sí —respondió, desperezándose—. Mierda... me duele la cabeza.
Misthic le sonrió compasivamente. Era la primera vez que Paul decía que
le dolía la cabeza y que el dolor no era a causa de la resaca. Misthic sabía
que desde la desaparición de Noah hacía una semana y la muerte de su
madre hacía un mes, Paul no podía hacer más que llorar y llorar. Él también
lamentaba muchísimo la muerte de su tía Vanina (su propia madre había
fallecido hacía un año en circunstancias similares), pero no habría podido
derramar ni una sola lágrima por Noah aunque lo hubiese deseado con
todas sus fuerzas.
Primero, porque Noah Prince era un mocoso desvergonzado, asqueroso,
drogadicto y degenerado. Y segundo, porque Noah no estaba (no podía
estar) muerto. Lo más seguro era que estuviese en la Arkham Avenue,
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dejándose follar por dinero y pastillitas de colores.
Qué horror.
Misthic sabía lo que su primo sentía por Noah y sospechaba que si las
cosas seguían así, pronto tendría que vender la Nintendo Seashore para
comprar el próximo ataúd.
—¿Qué quieres desayunar? —le preguntó a Paul, acariciándole el negro
cabello desparramado sobre la almohada.
—Nada —musitó él, con voz ronca. Abrió los ojos lentamente y se los
cubrió con la mano cuando el sol le apuñaló el rostro con miles de letales
agujas—. ¿Qué hora es?
Misthic se levantó de la cama de un salto, saliéndose de entre la maraña
de sábanas.
—Las once y diez —contestó, corriendo las cortinas, cosa que Paul le
agradeció. Misthic sólo llevaba puesta la ropa interior y una camiseta gris
que le quedaba algo grande. Se le antojó una imagen confusa, a la vez que
imprecisamente sensual. Entonces Misthic volvió a la cama, se le sentó muy
cerca y le susurró, con una voz que denotaba una intensa y desesperada
preocupación—: Paulie, por favor, tienes que comer. No puedes seguir
pensando todo el tiempo en él.
Con ese despectivo "él", Paul supo que se refería a Noah.
Misthic lo había odiado desde el primer día de haberlo conocido, no sólo
porque era evidente que se aprovechaba de Paul, sino porque Noah tenía
todo lo que a él siempre le había faltado. Un padre, una buena educación,
una vivienda fija... y por último, un sexo preciso y verdadero, aunque una
vida sexual despreciable.
Luego de la muerte de su madre, Paul había cometido el error de usar a
Noah como sostén, como una balsa a la que debía aferrarse para no
hundirse en el precipicio de su desgracia y su depresión. Y ahora que esa
balsa había decidido deshacerse del peso de su cuerpo y flotar por su
cuenta, Paul estaba a punto de morir ahogado. Y Misthic estaba furioso.
—¿Y en qué carajo quieres que piense? —replicó Paul, entreabriendo los
ojos y clavándolos en esas perlas transparentes que eran los de Misthic.
«¿En ti?», agregaron esos ojos. Misthic apartó los suyos y los fijó en
algún punto de la pared. Comenzó a enrollar con el dedo el elástico de la
camiseta, como hacía siempre que estaba nervioso, y Paul tuvo una blanca
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y aterciopelada perspectiva de su vientre y de su ombligo.
—Déjame solo, Mis...
—Paulie —se lamentó Misthic, dejando caer los brazos, en medio de una
penosa derrota que se negaba a aceptar. Y Paul vio esas perlas
transparentes llenas de lágrimas, y se preguntó qué demonios había hecho
para que esas perlas (o esos ojos) le mirasen con tanto amor. Pero, ¿qué
había hecho Noah para que se enamorase de él? Las gotas de amor líquido
(o las lágrimas) atravesaron las perlas y se quedaron estancadas entre las
hebras nacaradas que eran las pestañas.
Misthic apartó el rostro, avergonzado. ¡Maldita sea! ¡Él tampoco se
encontraba bien! Su madre también estaba muerta, él también estaba solo
y a la deriva. El llanto que le había estado rasguñando la garganta desde el
solitario y miserable funeral de Breena Blake explotó en una húmeda
vorágine de sollozos estrangulados.
—Misthic... no, Mis —masculló Paul, insultándose a sí mismo. Alzó los
brazos y lo único que pudo hacer con ellos fue rodear a ese andrógino ser
que se deshacía en medio de las lágrimas, como un trozo de plata
sublimándose entre llamas. Misthic fue serenándose, sosegado y complacido
de sentir a Paul tan cerca. Porque él había consentido en que durmieran
juntos, pero ni bien Misthic se hubo hecho un ovillo junto a su cuerpo, Paul
había suspirado y le había dado la espalda. Y esa noche, Misthic no había
podido evitar que Noah lo visitara en sus pesadillas.
Había soñado que estaba junto a Paul en la puerta del Poussière du
Diamant, sentados en la escalera, esperando a que sus madres salieran del
trabajo para llevarlas a casa en el coche. Pero entonces había aparecido
Noah con la cabeza teñida de rojo fantasía. A Misthic le había causado
gracia lo ridículo que se veía. Lo primero que pensó al verlo había sido
"cerilla". Noah había pasado de él. Había tomado a Paul del brazo y se lo
había llevado hacia el interior del club nocturno, una burbujeante mancha
de color granate recortada contra el cielo de papel celofán o un corazón
putrefacto aplastado contra una pared.
«¿¡A dónde van?!», había gritado Misthic, molesto.
«¡A follar, Albino! ¡Algo que tú sólo has visto en la tele!»
Las mejillas de Misthic, normalmente blancas, se habían ido coloreando
hasta llenarse de un saludable pero iracundo color rosa.
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«¡Pues prefiero eso antes que ser la puta del pueblo!»
Pero Noah y Paul ya habían desaparecido tras la cavernosa y sangrante
garganta que era la entrada al prostíbulo. Y cuando despertó, Misthic se dio
cuenta de que aquella no había sido una respuesta demasiado adecuada. Si
quería el amor de Paul, debía demostrarle que entre Noah y él existía un
gran abismo del que se sentía orgulloso. Pero no debía exhibir ese orgullo.
Su plan consistiría simplemente en vestirse de abismos.
Podría decirse que Belluse durmió una hora por cada molécula de veneno.
Cuando despertó, faltaba poco para que cayera el sol. Abrió los ojos
perezosamente y se sintió solo al no encontrar a su lado a Mathias, tal como
lo había hallado en la mañana. Bostezó y se estiró hasta que las
articulaciones crujieron. Entonces se puso de pie y contuvo un suspiro de
alivio al verificar que ya no había mareos ni dolor de cabeza. Sólo estaba
presente la sensación de embotamiento por haber dormido tantas horas. En
silencio salió de la habitación. La puerta del estudio de Dross, el íncubo,
seguía abierta. Allí estaba todo tal como él lo recordaba. Los reflectores, el
pasto falso, los pétalos. Incluso el termo y las tacitas a medio llenar seguían
allí, amenazadoras e incitantes. Belluse se inclinó y tomó la cámara de fotos
que estaba sobre una de las cajas. Le dio al botón del encendido y un
sonido de arpegio seguido por la luminosidad de la pantalla le comunicó que
el artefacto estaba listo para usarse. Belluse la apagó y se la llevó.
Bajó las escaleras. Allí estaba Mathias, en medio de una lucha a manos
desnudas con el televisor de la sala.
—Esta mierda no funciona —gruñó cuando vio a Belluse allí parado, con
una mano detrás de la espalda.
—¿Qué quieres mirar? ¿La telenovela de las seis?
—Algún canal de noticias, para ver qué sucedió en Inframundo —replicó
Mathias, con una significativa mirada en la que se leía claramente «¿lo ves?
Yo tenía razón». Y seguramente así era, a juzgar por lo que dijo a
continuación—: si hubiéramos estado allí, ya habríamos cazado al Asesino.
Belluse hizo una muequecita ridícula.
Mathias apartó la mirada. Belluse le inquietaba por el simple de hecho
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de que fuese un Cainita. Belluse le causaba un leve asomo de lástima
porque —sin que él supiese porqué— había tenido que prostituirse. Belluse
le hacía sentirse acompañado, porque era la primera vez que no llevaba a
cabo una misión completamente solo. Y por último, y eso era lo que más le
incomodaba, Belluse le hacía sentirse bien.
—Supongo que de esto también obtuvimos datos interesantes —exclamó
Mathias—. Y además aproveché para cargar los celulares —agregó, quizás
algo satisfecho.
Mientras el hombre seguía en pleno combate con el televisor, Belluse
acercó al perchero donde aún seguía su saco negro de piel y metió allí la
cámara de fotos de Dross.
—¿Quieres comer? —preguntó Mathias, rindiéndose a seguir luchando
con aquel adversario omnipotente—. El hijo de puta tenía el refrigerador
lleno hasta los topes.
—¿No tienes frío? —inquirió Mathias, viendo que Belluse aún llevaba
puesto únicamente el pantaloncito de seda blanca. Belluse descubrió que
no.
—No —respondió con extrañeza, mirando con recelo los granos de arroz
de su plato—. Es raro, pero no...
Mathias se preguntó a sí mismo cómo podía ser que el veneno del amor
de Dross todavía estuviese fluyendo por los kilómetros de cintas azuladas
que eran las venas de Belluse. Se inclinó sobre la barra de la cocina y le
apoyó la mano en la frente.
—No tienes fiebre —susurró y recorrió con el pulgar la cicatriz de la
mejilla. Belluse rodó la mirada hasta clavarla sobre ese dedo y entreabrió
los labios cuando éste llegó a la comisura. Mathias apartó la mano, ¿qué
había estado haciendo?
—¿A qué hora nos vamos? —preguntó Belluse, con una sonrisita
imperceptible.
—Hasta Hades son cinco horas de viaje, más o menos. Con suerte
llegaremos allí a medianoche.
—¿Tanto tiempo...?
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—Pasé por una gasolinera mientras dormías.
—Ah, bien —Mathias comenzaba a retirar los platos y tirarlos sobre el
fregadero sin ningún cuidado—. No te preocupes, Matt. Conozco Hades. No
nos perderemos esta vez.
—De acuerdo —canturreó Mathias. No estaba del todo seguro, pero
tenía la sospecha de que no le habría molestado perderse de nuevo con
Belluse.
La carretera se extendía a lo largo y a lo ancho como una gran boca de
lobo. Mathias sabía que tenía que estar loco para seguir conduciendo a casi
ciento veinticinco kilómetros por hora. Estar loco o tener un buen motivo. Y
sus motivos eran, sin ningún asomo de duda, harto suficientes. Eran las
once de la noche. Belluse estaba en el asiento del copiloto y a Mathias no le
entraba en la cabeza cómo podía estar durmiendo luego de haberlo hecho
toda la tarde.
«Bueno, unos efectos más del veneno de íncubo: sopor, agotamiento,
pesadez...» Mathias redujo la velocidad hasta los cien kilómetros cuando el
auto se sacudió a causa de algún bache y todo el cuerpo de Belluse se vio
oscilando hacia los lados. Se iba a romper el cuello si seguía así, de modo
que detuvo el coche y le acomodó la cabeza sobre su regazo. Mucho mejor.
Además, no entendía cómo había podido extraer oxígeno de aquellas frías y
húmedas ráfagas de viento que le habían despeinado el cabello hasta
convertirlo en algo muy parecido al nido de un ave de rapiña. Con una
sonrisa, una mano en el volante y la otra en la cabeza de Belluse, peinó
distraídamente la sedosa melena, sorprendiéndose de lo finos que le
parecían los cabellos al simple tacto de sus dedos. La sensación era como
estar revolviendo con la mano uno de esos algodones de azúcar espumosos
y exquisitos por los que Mathias se moría cuando tenía la edad en que los
Iscariotes los hacían formar filas de mayor a menor, los metían en un
autobús y los llevaban a visitar la basílica que estaba muy cerca de la feria
donde vendían aquellas golosinas... o también, pudo recordar, ese día en
que le había pedido a una de las cocineras, con su mejor cara de cachorrito
abandonado, que le hiciera un poco de caramelo y la señora Deliverance
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había sacado un tarro de azúcar muy grande y había puesto en una
cacerola un poco de agua junto con unas cucharadas de ese azúcar...
entonces Mathias se había maravillado al ver ese oro líquido hacerse cada
vez más oscuro y viscoso a medida que iba adquiriendo un aroma
suavemente dulce a la vez que embriagador. El recuerdo le produjo un
profundo sentimiento de nostalgia al recordarse a sí mismo entre la
multitud de niños, deseando no estar allí (en donde el aroma a altares y a
flores secas se hacía cada vez más rancio), y poder degustar en su boca
aquellas esponjosas nubes rosadas y blancas que se balanceaban sobre las
varillas de madera...
—Belluse —susurró—. Belluse, estamos en el puente Caronte —el chico
no se movió ni un milímetro—. Belluse, despierta, ya estamos en Hades —
exclamó en voz más alta.
Belluse se irguió y se desperezó. Miró a su alrededor, con los ojos
empequeñecidos por el sueño y dijo:
—En mi puta vida había dormido tanto, Matt —sacó la cabeza por la
ventanilla y el viento volvió a azotarle el rostro como miles de congeladas
bofetadas—. Mierda —maldijo, estremeciéndose de frío. Se inclinó hacia el
asiento de atrás y tiró de la manga del bulto peludo que era su saco. La
cámara de fotos de Dross se deslizó bolsillo afuera, pero él no lo advirtió.
Una vez que estuvo a buen resguardo dentro del caliente y suave refugio
del abrigo, subió la ventanilla y miró a través de los vidrios cuasi
empañados. Las luces de los edificios de Hades eran como los redondos
puntos de unas piezas de dominó de neón que se levantaba verticalmente
una encima de la otra formando columnas perfectas. Había piezas de todos
los colores. Las había grandes y pequeñas. Era como una capa de terciopelo
negro atravesada por miles de aguijones luminosos. Entonces Belluse se dio
cuenta de que había niebla.
—Está
por
llover
—comentó
Mathias,
quizás
adivinando
sus
pensamientos—. Espero que sepas dónde estamos porque yo no tengo ni
puta idea...
—Si pasamos por el puente Caronte significa que estamos en el extremo
este de Hades. Las torres abandonadas del Esculapio Blanco deben estar
por aquí.
—¿No las volaron aún?
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—No que yo sepa. Todavía hay un montón de indigentes viviendo allí.
—Vaya.
—Mira, ahí están.
Mathias alzó la cabeza hacia el cielo. Dos gigantes gemelos ciegos de
color ceniza se erigían uno al lado del otro desde el centro de un sembradío
de chatarra. Le resultaba terrible saber que hacía tan sólo diez años esas
torres habían sido uno de los más concurridos hospitales del país. Bueno,
ahora seguían igual de concurridas, pensó Mathias al observar las
fantasmagóricas y mortecinas luces que podían verse por los sucios
cristales. Suspiró y bajó los ojos hasta los de Belluse, que le miraban
fijamente y cuyo mensaje le fue indescifrable.
—¿Qué? —susurró después de un par de parpadeos.
—Nada —farfulló el chico, apartando la mirada, mientras el auto
retomaba la marcha.
—Belluse —dijo Mathias—. No es necesario que entres si no quieres.
Puedes quedarte afuera —se sobresaltó al ver que Belluse se escandalizaba.
—¿Estás loco? —replicó el muchacho, casi gritando—. ¡Van a pensar que
soy un puto callejero! —Mathias tuvo que admitir que tenía razón—. Va a
ser mejor —comenzó Belluse, y tomó aire—, que nos mantengamos juntos.
Es decir, los hombres no suelen obligarte a nada. Si aceptas o no es cosa
tuya. Pero uno nunca sabe con qué puede llegar a encontrarse...
—De acuerdo —susurró Mathias—. ¿Qué camino hay que tomar?
«Estamos en la avenida Steven Beckett, tienes que seguir derecho hasta
que llegue la
intersección con el Pasaje de Fausto. Serán unos dos
kilómetros como mucho. Después pasaremos por una fábrica abandonada,
te darás cuenta por el olor. Allí debes rodear la fábrica y seguir hasta que
veas un colegio. Es la UTH, la universidad técnica de Hades. Esas calles
están bien iluminadas, no te preocupes. El problema es cuando lleguemos al
final de la avenida Voltaire... ahí se acaba el alumbrado. Hay que fijarse
bien hasta que veamos a lo lejos las luces de la Arkham Avenue.»
—¿No pasaremos por Estigia? —quiso saber Mathias.
—Puede que no te des cuenta, pero estamos bordeando Hades. Y puede
que tampoco lo sepas, pero esta ciudad no es tan pequeña como parece.
Otra cosa que a Mathias le inquietaba era que Belluse parecía odiar a la
Orden de Caín tanto como él detestaba a la Judas Iscariote. No sabía por
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qué, pero sospechaba que estaba relacionado con lo de la prostitución. Esa
herida parecía estar muy fresca. Bueno, tal vez Mathias no sería el
encargado de curarla, pero tenía curiosidad por saber quién demonios había
dado la primera puñalada.
—¿Sabes que tu madre te puso "Misthic" en honor a este río? —le preguntó
Paul a su primo adoptivo, extendiéndole una lata de cerveza medio vacía. El
cielo parecía ser demasiado pequeño para albergar tanta desdicha y la luna,
aquel trozo de hueso pulido por las manos de un Artesano Cansado,
derramaba sobre el agua los débiles y tristes destellos que sólo puede dejar
caer un astro que ha visto demasiadas muertes como para seguir estando
en los cielos. Y pensar que hacía miles de años, los humanos habían
elevado sus plegarias hacia ella... Ahora sólo era una cómplice más.
—Sí... —respondió él, con un mohín. Su nombre no le molestaba, pero
siempre había pensado que el tal río Misthic era más bonito. Se había
imaginado un gigante retazo de tela celeste flameando a favor del viento
como una orgullosa bandera de satén bordado. Lo que veía ahora en ese
río, era simplemente un averno acuático, silencioso e implacable, en el que
chisporroteaban de vez en cuando las luces que llegaban desde el puente
Caronte.
—Bueno, hombre, que podría ser peor. Por lo menos "Misthic" suena
bonito —comentó Paul, con una sonrisa.
A Misthic le habría gustado ser una gota de cerveza y poder escurrirse
entre esos labios. O ser una molécula de aire y ser respirado por Paul,
porque eso era lo que más deseaba: que Paul lo necesitara como al oxígeno
o como al alcohol que viajaba por los kilómetros de cintas azules que eran
sus venas.
—¿Te parece bonito mi nombre? —replicó, devolviéndole la sonrisa. Paul
lo miró. Sentado allí, bajo el descolorido fantasma de la luna, Misthic le
parecía salido de los cuentos que inventaba su madre, cambiando un poco
el argumento de la telenovela de las seis.
"Y en el valle había muchas hadas de pelo plateado, grandes ojos azules
y trasero de supermodelo. Llevaban largos vestidos de alas de mariposa
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que les encargaban a los duendes de los árboles. Y como los duendes les
tenían ganas, se apresuraban a recoger del valle pétalos de flores,
partículas de polen y gotitas de miel... y junto con los vestidos les
regalaban minifaldas que las hadas usaban para ir a la discoteca."
—¿De qué te ríes? —reclamó Misthic, frunciendo el ceño, pero
manteniendo la sonrisa. Paul sacudió la cabeza.
—De nada —respondió con un suspiro prolongado que el agua sucia del
río se encargó de llenar de eco.
Misthic manoteó la lata y dio el último sorbo.
—Suena bien como nombre artístico —comentó, risueño, saboreando la
cerveza como si fuera mermelada. Alargó un brazo para tirar la lata al agua,
pero luego se arrepintió. Después de todo, a ese río le debía su nombre.
Al oírle, Paul volvió a suspirar.
—Oye, Mis... —comenzó—, no creo que sea buena idea. Quizás
deberíamos volver.
Misthic fingió que no lo había oído. Paul había elegido el peor momento
para intentar ser razonable. El último segundo oportuno había sido ese
mismo día a las ocho de la mañana, minutos antes de que partiera el
autobús hacia Hades.
—Paul, ya hablamos de eso —recordó, descansando la cabeza sobre su
mochila—. No he venido a prostituirme, he venido a cantar.
—¡A cantar a un prostíbulo! —se atrevió a recalcar Paul, mordazmente—
. Porque no vas a cantar en un teatro ni en restaurante de lujo, Mis, ¡vas a
cantar en un prostíbulo!
—¡No es un prostíbulo! —se defendió Misthic—. ¡Es un club! No sé para
qué carajo has tenido que venir conmigo si lo único que haces es quejarte.
Pero Paul sabía muy bien los motivos que le habían arrastrado hacia allí.
Aquel poderoso imán se llamaba Noah Prince, medía un metro setenta,
tenía dieciséis años y el pelo teñido de rojo. Y si bien a Misthic esto no le
era indiferente, poco le importaba porque al fin de cuentas Paul estaba a su
lado.
—¿Te irás? —preguntó, temeroso de la respuesta, tragando fuerte y con
los ojos brillando en medio de una danza de miedo frenético.
Paul lo contempló largamente, percibiendo con sus cinco sentidos la
trémula alarma que dibujaba cada línea de su rostro.
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—No —se apresuró a asegurar, y todos aquellos contornos se
desvanecieron en medio del aire profano, como las cenizas de un cigarrillo
consumiéndose.
Todo Misthic pareció suspirar de maravilloso alivio y Paul no pudo evitar
preguntarse cómo era posible que no lo amara con la misma desesperación
con la que amaba a Noah. Ese pensamiento echó la leña y le reavivó las
llamas del mal humor. Miró el reloj.
—He venido contigo, y si me voy, te llevaré conmigo. Soy tu
responsable, ¿me entiendes, primor? Y ahora mueve el culo, que nos
largamos de este agujero. Ya son las once.
—Este sitio es genial... —exclamó Misthic, mirando hacia todos lados.
Paul torció el gesto; él no pensaba lo mismo, porque mientras que
Misthic miraba hacia arriba, sólo apreciando las exuberantes fachadas de los
hoteles, discotecas y clubes, él miraba hacia el frente. Y el paisaje que se
exhibía desnudo ante sus ojos definitivamente no tenía nada de genial.
Horrorizado, se preguntó si sería posible que Noah estuviese dentro de
cualquiera de esos sitios (o de esos autos) haciendo cosas que semanas
antes había hecho con él...
—¿No es genial, Paulie? —repitió Misthic, casi saltando en su sitio—.
¡Aquí es! ¡La Luna Empañada!
El salón principal del club brillaba como las rocas marinas que Breena
Blake gustaba de coleccionar cuando todavía no tenía un hijo que criar. Paul
parpadeó, deslumbrado, y se dio cuenta de que todo el salón era de un
nebuloso color plateado… las mesas, la pista de baile, los abalorios que
colgaban del techo como lágrimas de sirenas ultrajadas. Todo menos el
telón que ocultaba de las miradas el escenario, que era una lluvia de satén
rojo meneándose y agitándose como un manantial tejido con sangre.
—Habrá que maquillarte —espetó el dueño, examinando a Misthic con
los ojos entornados—. Y teñirte el cabello...
—Oiga, él es cantante, no una de sus rameras —intervino Paul, molesto.
Misthic se hinchó de orgullo y disimulado alborozo.
—¿Y usted es...? —replicó aquel hombre, una mole de ciento veinte kilos
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repartidos en una cabeza calva, un vientre hinchado a base de cervezas y
unas piernas y unos brazos que parecían demasiado cortos para el resto de
cuerpo.
—Su primo. Y su representante. Y si no le gusta como luce pues ya
puede ir buscándose otro.
El tipo alzó las cejas y sacudió su cigarrillo y las cenizas danzaron por
los aires una coreografía flamígera.
—No... está bien —susurró, con una sonrisa ladina—. Es bonito, todo
blanco. A algunos clientes les encantará.
Belluse le dijo que detuviera el auto a lado de lo que parecía ser una
discoteca. «El Gran Arcano» decían unas brillantes letras llenas de
arabescos y florituras que parecían estar hechas de pasta dentífrica
resplandeciente.
—Ahí tienes un estacionamiento privado —dijo Belluse con un suspiro.
Mathias lo miró. No estaba nervioso ni enfadado, pero no se lo estaba
pasando para nada bien, eso seguro. Tenía las negras cejas apenas
fruncidas, s labios tensos y miraba a su alrededor sólo girando sus enormes
y centelleantes ojos claros, como si esperara que el Asesino de Vierne
saliese de atrás de un cubo de basura gritando «¡los encontré, repugnantes
sodomitas!». Y si aquellos cubos de basura hubiesen sido metanol y si los
ojos de Belluse hubiesen sido fuego, Mathias tenía la seguridad de que todo
Hades ya estaría siendo sepultada bajo unas lenguas de fuego multicolores.
Belluse se sobresaltó, contagiándole a Mathias el susto. Un sonido muy
similar a un disparo se oyó por encima de las voces de las personas y los
fragmentos de música que llegaban desde los diferentes sitios. Alzaron la
mirada y allí en el espeso y plomizo cielo vieron unas grandes chispas
doradas que bailaron por el aire y se agitaron como plumas hasta
desaparecer entre los cúmulos de ceniza que esa noche eran las nubes.
—¿Qué...?
—Tal vez estén celebrando algo —supuso Belluse, con un encogimiento
de hombros. Mathias le vio tragar saliva.
—Bueno, pongámonos de acuerdo con todo esto...
—¿Tienes algún plan interesante además de entrar allí a interrogar a los
camareros? —inquirió el chico, cortante. Mathias sintió una punzada de
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irritación, como las que no sentía desde hacía ya varios días.
—Belluse —dijo, seriamente—, yo no tengo la culpa de lo que hayas
tenido que hacer para ganar dinero. No es mi culpa que hayas tenido que
prostituirte. Se dio la casualidad de que ambos fuimos contratados por los
Garibaldi para resolver un caso y da la casualidad de que tenemos que
entrar allí a averiguar lo que sea que haya pasado, porque ni en internet ni
en los periódicos pudimos encontrar nada.
Abrió la puerta del auto y salió, pero Belluse no lo imitó. Mathias bordeó
el vehículo y se plantó al lado de la puerta del copiloto y vio, gracias a las
débiles y parpadeantes luces del estacionamiento, cómo los hombros de
Belluse se sacudían temblorosamente y cómo Belluse se cubría la boca con
la mano y cómo Belluse agachaba la cabeza para que no se notara que
estaba llorando. El hombre sintió que una aguja muy puntiaguda le
atravesaba alguno de los órganos que estaban a cargo de la culpa. Y
entonces Mathias, quien definitivamente sabía mucho de teología pero muy
poco de ternuras, se vio a sí mismo abriendo la puerta del copiloto con un
chasquido y tirando del brazo de Belluse. El chico soltó un quejido ahogado.
Entonces, Mathias pudo estar seguro de que eso que le bajaba por las
mejillas eran lágrimas y no lluvia... sintió también que Belluse se
estremecía al contacto de sus brazos y que permanecía quieto, aún presa
del estupor
—Lo siento —susurró el hombre, con el rostro oculto entre ese algodón
de azúcar curiosamente negro que era la cabellera de Belluse—. Soy un
idiota, perdóname.
El chico se aferró a sus hombros y luego le pasó las manos alrededor del
cuello. A Mathias le resultó extrañamente reconfortante la sensación de
esos dedos suaves y tibios que aceptaban sus disculpas sin reprocharle
nada. Oyeron un carraspeo.
—Bueno, maricas, ¿quieren que les apague las luces? —Mathias dio un
respingo y soltó a Belluse.
Salieron del estacionamiento y el aroma a hierba le llegó a Mathias tan
claro como el agua y tan fuerte como una bofetada. Belluse le vio fruncir la
nariz y luego el ceño. Miró a su alrededor. La Arkham Avenue no había
cambiado en nada, seguía estando igual de sucia e igual de brillante como
un montón de luces navideñas apiñadas sobre un montón de excrementos.
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Los carteles de neón seguían resplandecientes de ofertas de moteles,
discotecas y bares, y las pequeñas multitudes repartidas bajo los techos
seguían murmurando las mismas palabras: «una mamada, diez reinas, pero
si quieres que me trague todo serán veinte» o «es una mierda excelente, te
lo puedo asegurar, un par de gramos y ya estarás viendo pececitos de
colores». Todo aquello le resultaba a Belluse dolorosamente familiar,
especialmente los chicos y chicas a medio disfrazar, envueltos en telas
brillantes, luciendo joyería barata rescatada de las ferias y llevando en el
rostro retazos de un maquillaje tan obsceno como exquisito. Tuvo que hacer
un esfuerzo para recordarse a sí mismo que no debía entablar contacto
visual con ninguna persona y que esa noche nadie le llamaría por nombres
ajenos. Belluse recordaba todo demasiado bien, mucho mejor de lo que
hubiera deseado. Y la magia había sido más o menos así: todo comenzaba a
las doce de la noche, en Estigia. Belluse y los demás eran como Cenicientas
al revés, porque el hechizo de ellos empezaba a la medianoche. Se
cambiaban el uniforme por algún par de jeans y una playera y llenaban una
mochila con la «ropa de trabajo», tal como la llamaba Gale. En el caso de
Belluse el atuendo consistía en ropa de Kei. Kei era el más chico de los
cuatro
y
sus
pantalones
y
sus
camisetas
a
Belluse
le
quedaban
voluptuosamente ajustados.
«Yo te follaría», había bromeado Nathan el primer día, «el problema es
que no puedo pagarte lo que ese culito merece »
«Lo siento, a mí nadie me la mete gratis», había respondido Belluse, con
una sonrisa ladina.
«Lástima, te encantaría...»
En el caso de Nathan, que era alto, fuerte y todo un embriagante cóctel
rebosante de masculinidad, la ropa no importaba demasiado. Sus clientes
eran muy diferentes de los de Belluse o Kei. Los hombres que acudían a
ellos dos siempre eran los que tenían debilidad por los chicos bonitos.
Gustaban de una buena mamada antes de follárselos y disfrutaban si
Belluse gemía fuerte y agudo, aunque resultara obvio que estuviese
fingiendo. Los que llenaban los bolsillos de Nathan, en cambio, sólo querían
ser follados y el joven, que rezumaba virilidad y vigor, no dudaba ni un
segundo en ponerlos en cuatro patas y empezar con el «trabajito». Pasando
a Kei, una cosa pequeña, rubia y con unos rasgados ojos miel, la oscuridad
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y su apariencia contribuían a que fuese confundido con una chica poco
desarrollada. Finalmente y con respecto a Gale, que era un muchacho de
facciones normalitas y cuerpo aceptable, él también había tenido su buena y
humilde gama de interesados: desde un viejo ciego que dándoselas de
poeta le había dicho que su vello púbico olía como «los valles de Magdala
cuando el sol se pone sobre el horizonte» (okay, rey Salomón, te prometo
que la próxima vez me pondré colonia) hasta un tipo que había dicho que
estaba de vacaciones en el país y que trabajaba en Gimnos y que era
ingeniero en genética y que estaba llevando a cabo un proyecto para utilizar
los núcleos de los óvulos... (¿Quieres que te la chupe o no?).
Sí, Belluse recordaba todo eso con una perfección tan bochornosa que
creía que no podría olvidarlo. Ni aunque cayeran en picada cien mil íncubos
del cielo y empezaran a mordisquearle y a desgarrarle la carne inyectándole
litros y litros de sus jugos de la amnesia. Los detalles estaban como
esculpidos en piedra en su cerebro y el único remedio era morirse. Sus pies
rozaron los zapatos de su compañero, que caminaba delante de él
haciéndose paso entre la muchedumbre.
De pronto sintió cómo la mano grande y tibia de Mathias se hacía
camino entre ambos y entrelazaba sus dedos con los suyos.
—No te alejes —le dijo el hombre, estrujándole los dedos, un poco
asustado al ser espectador de aquellas exhibiciones de pieles claras y
morenas, de cuerpos almibarados y apetitosos.
Porque sí, aunque era cierto que ahora comprendía por qué el Asesino
de Vierne había elegido aquel lugar, Mathias se sentía en infracción al darse
cuenta, para aumentar su vergüenza personal, que las figuras de los
jovencitos semi vestidos hacían que se le hiciese agua la boca. No tendrían
más de dieciocho años y estaban apoyados sobre un muro, cruzados de
brazos y aguardando que algún interesado se los llevara de allí para obtener
placer de sus pequeños y tiernos cuerpos. Eran tres y cuando Mathias se los
quedó viendo por más de un par de segundos, uno de ellos le sonrió
provocativamente y se pasó la lengua por los labios. Mathias apartó la
mirada y tragó saliva.
—¿Qué sucede? —preguntó Belluse, al verle nervioso.
—Nada —farfulló Mathias—. ¿Falta mucho para llegar?
—No.
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Belluse recordaba muy bien el camino. Después de que los relojes de
Estigia diesen las doce anunciando el comienzo del hechizo, los cuatro
cainitas se escabullían por los pasillos, esquivaban cualquier guardia que
pudiese estar custodiando las puertas y saludaban a la noche oscura y
zigzagueante con sus voces cansadas y sus bromas nerviosas. Luego de
más de media hora en el subterráneo de la línea Nébiros eran recibidos por
las corruptas y deslumbrantes luces de la Arkham Avenue, que les
prodigaban un poco de brillo a sus ojos opacados y el anonimato necesario
a sus rostros afligidos.
—Es aquí —anunció Belluse. Azathot no había cambiado ni un ápice. El
mismo cartel de letras de fuego iluminado por bombillas rojas y doradas
coronaba la fachada de la entrada, donde unas escaleras de color gris
metálico descendían en caracol.
—Bien, vamos —dijo Mathias. Dejó que Belluse fuese adelante, miró a
su alrededor y sus ojos se encontraron con la insondable mirada de los tres
prostitutos. El que le había sonreído giró el rostro y le dio la espalda.
Belluse tuvo que aferrarse a la baranda de la escalera cuando la luz se
volvió tan débil que le impidió ver donde apoyaba los pies. Un tipo alto
vestido de negro los detuvo y con un gesto les hizo separar los brazos del
cuerpo y las piernas. Belluse se giró hacia Mathias con una sonrisa traviesa
cuando el guardia comenzó a revisarle.
—Veinticinco reinas —exclamó la voz del hombre que estaba detrás de
la cabina. Belluse miró a Mathias: no llevaba dinero.
—Creí que habías dicho que eran veinte —le susurró—. Dos. —Y pasó
por el pequeño resquicio un billete de cincuenta. La gruesa mano les
devolvió dos papeles con un troquelado, dos tarjetas magnéticas pequeñas
y dos condones. Mathias se quedó de piedra al ver los preservativos y fue
Belluse quien los tomó.
Mathias siguió a Belluse por un pasillo. Una cortina de terciopelo negro
ocultaba lo que Mathias supuso que sería el salón del bar.
—¿Para qué son las tarjetas?
—Funcionan como llave de las habitaciones, sirven para una hora.
Pasado ese tiempo la puerta se abre sola y... bueno, el resto te lo puedes
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imaginar.
Belluse corrió la cortina de terciopelo y la sostuvo para que Mathias
entrara primero. El hombre aceptó el gesto sólo porque estaba demasiado
nervioso como para replicar. Belluse sonrió disimuladamente al verle la cara
de susto.
Contrariamente a lo que Mathias se había imaginado, el salón de
Azathot parecía un bar normal o casi normal. El papel tapiz era de color
negro y las paredes estaban llenas de pinturas que representaban hombres
en las más extravagantes posturas sexuales. La iluminación era muy tenue
y una sensual melodía en la que Mathias pudo distinguir un saxofón sonaba
a través de los altavoces con sus compases insinuante. La voz femenina
susurraba «let's go straight to number one...».
Las mesas se apiñaban en el fondo del local y todos los sillones, pudo
apreciar Mathias, estaban ocupados. Había un par de hombres maduros
sentados a la barra.
—No es tan terrible —le dijo a Belluse al oído, hundiendo la nariz entre
los rizos—. Y tampoco está tan lleno.
—Eso es porque la mayoría de la gente no está aquí, Matt —explicó el
chico, con paciencia—. ¿Ves esas puertas? —preguntó señalando los baños.
Mathias asintió.
—¿Hay baño de mujeres? —inquirió, divertido.
—No es un baño, es la entrada al patio —respondió Belluse, girándose
para ver el rostro sorprendido de Mathias.
—Qué ingenioso.
—Bastante —aprobó Belluse, subiéndose a un taburete de un salto—. Un
primavera —le dijo al camarero, extendiéndole el ticket.
El camarero rompió el troquelado. Mathias se sentó a su lado y se volteó
hacia el salón. No se sorprendió al verificar que la mayoría de los presentes
eran hombres ya adultos, aunque había un par de jovencitos que, cada uno
por su lado, intentaban ligarse a alguno que otro tipo que pareciera
interesado en echarse un polvo. El primero, uno moreno de cabello lacio con
mechas púrpura, lo logró casi al instante. Mathias parpadeó un par de veces
y el chico ya estaba en el regazo del hombre, intercambiando lenguas, otro
par de parpadeos y el hombre tiraba del brazo del joven y ambos
desaparecían tras la puerta del baño de mujeres. El otro chico no parecía
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tener tanto éxito; después de unos minutos de charla con la presa elegida,
se alejó arrastrando los pies y al parecer maldiciendo. Mathias se preguntó
porqué el hombre se había negado. Era un chico bonísimo. Tenía la carita
redonda y rasgos suaves y parecía el tipo de rostro de alguien que apenas
se asomaba a la adolescencia aunque la espalda ancha delataba que tendría
al menos sus buenos quince años. Quince años. Qué horror. ¿Cómo era
posible que dejasen entrar a ese lugar a unos chicos tan jóvenes? El tipo de
la entrada no le había pedido a Belluse su identificación y Mathias estaba
consciente de que no aparentaba los diecinueve de los que tan orgulloso
estaba.
—Belluse.
—Dime, mi amor —Mathias alzó las cejas, pero luego comprendió el
juego.
—¿De verdad tienes diecinueve años? —le tocó a Belluse levantar sus
cejas.
—Sí, ¿por qué?
—Por nada —susurró, sintiéndose un estúpido—. No deberías tomar
alcohol —Belluse soltó una risotada.
—¿Y qué quieres que tome, Matt? ¿Un batido de fresa?
—Podría hacerte mal, teniendo en cuenta lo que sucedió anoche —dijo,
acariciándole el cuello y presionando ese lugar donde todavía permanecía la
mordida de Dross, una mancha de acuarela amarrilla sobre la nieve de la
piel.
—Mierda, ¿y ahora me lo dices? —escupió Belluse, dejando la copa—.
Mierda —repitió.
—Oye —Belluse se sobresaltó al sentir el contacto de una mano sobre su
hombro. Casi esperando encontrarse con el rostro enmascarado del Asesino
de Vierne, se volteó. También lo hizo Mathias—. ¿Tú eres Luzbel?
Oh, no. Eso no estaba bien, no podía estar bien. Belluse creía que no
volvería a ser llamado así: hacía dos años que Luzbel había muerto y
Belluse había estado feliz al enterrarlo muy dentro de su alma, dándole
sepultura junto a los sentimientos hacia Kevin Stanford...
—Sí —respondió porque no tuvo tiempo de pensar otra respuesta. No
recordaba aquellos ojos y no era de sorprenderse. Tampoco recordaba la
voz. Eso era algo que tenía que agradecerle a la Santa Jarra del Cóctel y le
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habría construido un altar si hubiese tenido una foto. No es que esos ojos le
miraran mal, no... eran unos ojos que hasta se habría atrevido a decir que
eran lindos. Eran de un color entre el marrón claro del té con leche y el
verde de las praderas y la voz no era para nada desagradable, sólo un poco
grave a causa del vicio por los cilindros incandescentes rellenos de nicotina
y alquitrán.
—Lo supe en cuanto te vi —respondió Ojos Lindos, sonriendo contento,
al parecer muy orgulloso de su buena memoria—. Hace mucho que no te
veía por aquí —comentó—. ¿Te gustaría ir un rato afuera...? —ofreció.
Mathias carraspeó. Ojos Lindos lo miró.
—No —susurró Belluse—. No puedo.
Ojos Lindos se mordió el labio y estuvo a punto de llevarse la mano a la
boca.
—Oh, yo... —farfulló, apenado—. Lo siento. —Y se alejó.
—Mierda —se quejó Belluse, volviéndose hacia la barra. El camarero le
miraba entretenido y Belluse se tragó todo el primavera de un sorbo.
Mathias chasqueó la lengua—. Siento eso...
—Está bien —suspiró Mathias, encogiéndose de hombros. No, no estaba
nada bien. Le sorprendía el respeto con el que aquel hombre se había
dirigido a Belluse. No había utilizado palabras groseras. Había hecho la
propuesta con bastante tacto y decencia, y hasta se había disculpado
cuando Mathias le había hecho creer que él y Belluse estaban juntos. Qué
raro.
—Otro —pidió Belluse.
—¿Traes dinero? —inquirió Mathias cuando el camarero hubo colocado el
segundo primavera en medio de ambos.
—No, pero como veo que tú no tomas nada, pues...
—Una supernova —pidió Mathias, entregando su troquelado. Belluse le
miró con las mandíbulas tensas.
—Serás... —masculló con los dientes apretados y los ojos ardiendo.
Mathias apuró el primer sorbo y el alcohol le abrasó la garganta y le
calentó el estómago.
—Tranquilo, yo te invito... Luzbel —respondió, guiñándole un ojo.
Belluse se lo quedó mirando entre sorprendido, agradecido y molesto.
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—Matt —dijo Belluse, tercer primavera en mano—. Creo que deberías
empezar con el interrogatorio, ya sabes... antes de que te emborraches del
todo. Después podemos ir a donde tú quieras a hacer lo que tú quieras.
Mathias se sacudió en medio de una risa muda; Belluse parecía ser el
único ebrio.
—Tienes razón, pero ¿a quién puedo preguntarle? Mira a tu alrededor.
Y tenía razón. Si se acercaba a interrogar a cualquiera de los muchachos
que estaban en las mesas del fondo, todos y cada uno de ellos pensarían
que Mathias tenía una manera muy extraña de flirtear. Y no sería para
menos.
—Oiga, buen hombre —exclamó Belluse, dirigiéndose al camarero—. ¿Se
encuentra King dónde siempre?
—¿Quién lo pregunta?
—Yo, por supuesto.
Mathias miró a Belluse y al camarero seguidamente. El hombre le dirigió
a Belluse una contemplación seria y sospechosa.
—Sí —dijo al fin—. Pero no creo que quiera hablar con nadie —espetó,
dándose la vuelta—. Está ocupado.
—A la mierda. Vamos, Matt —exclamó Belluse, saltando del taburete.
Mathias apuró la supernova y le siguió.
—¿Adónde vamos?
—A ver al dueño del bar.
—¿Conoces al dueño?
—Sí.
—Pero el camarero dijo que está ocupado.
—Oh, Matt, hazme caso por primera vez, por favor.
El alcohol lo había puesto más temerario, pero como al parecer Belluse
sabía, o por lo menos creía saber lo que hacía, Mathias no hizo ni dijo nada
hasta que el chico se detuvo frente a la puerta del baño de minusválidos.
—Oye...
Sin hacer caso, Belluse abrió la puerta sin siquiera llamar. Un profundo y
ronco jadeo llegó a los oídos de Mathias y le iluminó el rostro de todos los
colores posibles. El lugar parecía ser una oficina y apoyado sobre el
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escritorio estaba el prostituto que lo había mirado en la calle, siendo
fuertemente poseído por un hombre barrigón ya entrado en años.
—Hola, King —saludó Belluse. Mathias se volteó para no ver el
espectáculo, mascullando un «oh, por Dios» agudísimo—. Cuánto tiempo...
—¿Luzbel? —intentó decir el hombre barrigón, sin dejar de embestir al
jovencito.
—Sí, como sea. Mi amigo y yo tenemos algunas preguntas que hacerte.
Mathias se estremeció hasta la fibra más íntima al oír el jadeo de
protesta que el chapero dejó escapar cuando King dejó de arremeter en su
interior. Rápidamente ambos se subieron los pantalones.
—A ver, Luzbel... ¿qué te hace pensar que tienes derecho para irrumpir
en mi oficina así como si nada después de dos años? —inquirió el hombre,
entrecerrando sus ojillos porcinos. El sudor brillaba como perlas diminutas
en todo su grasoso cuello. El prostituto frunció su ceño y se echó el cabello
hacia atrás, una húmeda y ondulada melena que bailó en el aire antes de
apoyarse sobre su espalda desnuda.
—Oh, vamos, King. Necesito tu ayuda —susurró Belluse, con voz
melosa—. Por favor.
Mathias experimentó una extraña sensación que se atrevió a calificar
como vergüenza ajena. King se mordió un labio y Mathias se horrorizó al
ver como desnudaba a Belluse con la mirada sin ningún tipo de escrúpulos.
El prostituto se cruzó de brazos.
—¿Quién es él? —preguntó King, mirando a Mathias desdeñosamente.
Belluse chasqueó la lengua.
—Nadie —respondió—. Es hetero.
Esa respuesta pareció satisfacer a King, pero Mathias sintió un
aguijonazo de rabia. Él era Mathias Johann Malkasten, y al fin de cuentas no
era hetero. Apretó la mandíbula.
—Bueno, ¿qué quieres? —exclamó King—. ¿Dinero? —siseó alzando las
cejas y mostrando los dientes al sonreír.
—Nada de eso —intervino Mathias, harto—. Soy Mathias Malkasten, de
la Orden Judas Iscariote —King alzó la vista hacia él porque Mathias le
aventajaba en casi dos cabezas—. Estamos investigando una serie de
asesinatos y sabemos que aquí ocurrió algo, pero no tenemos idea de qué.
Necesitamos que nos cuente todo lo que usted sepa.
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—¿Y por qué piensa que yo debería saber algo? —refutó el hombre,
taladrando a Mathias con los ojos. Giró la vista hacia Belluse y le dedicó una
mirada furibunda. Belluse se mantuvo impasible. El prostituto contemplaba
la escena visiblemente interesado.
—Porque es el dueño del bar, según creo. Y no se preocupe, no va a
tener ninguna clase de problemas si nos cuenta lo que sabe. Nos haría un
favor.
—¿Y por qué querría hacerle un favor a ustedes? —replicó casi gritando,
dejando que minúsculas gotitas de saliva volaran por el aire. Mathias torció
el gesto—. ¡Largo de aquí! ¡Fuera!
—¡Pero, King...!
—¡Cierra la boca y lárgate!
—¡Por fav...!
—¡¡TE HE DICHO QUE CIERRES TU PUTA BOCAZA, PEQUEÑA PERRA
CHUPAVERGAS!!
Belluse realizó un movimiento muy rápido y Mathias, King y el prostituto
ahogaron un grito al ver la pistola. Belluse se adelantó unos pasos y tomó a
King del cuello de la camisa. King comenzó a temblar y Mathias se dio
cuenta de que el hombre era realmente bajo de estatura.
—Si vuelves a llamarme así —susurró Belluse, apuntando con la Épsilon
a la sien del hombre, que no dejaba de balbucear—, voy a meterte esto por
el culo y voy a disparar tantas veces como cuantas mamadas le haya hecho
a tu verga. ¡¡Y AHORA VAS A DECIRME QUÉ CARAJO PASÓ EN ESTE PUTO
BAR DE MIERDA SI NO QUIERES QUE TE VUELE LOS SESOS!!
Mathias permanecía bajo los efectos del estupor. En los días que había
pasado con Belluse nunca le había visto tan enfadado ni tan fuera de sí. El
prostituto estaba agazapado contra la pared, hiperventilando.
—Belluse... —susurró Mathias—. Tranquilízate...
—Cállate, Mathias —exclamó Belluse, con los ojos fijos en los párpados
cerrados y temblorosos de King.
—Habla —le dijo. King entreabrió los ojos—. ¡¡HABLA!! —King se
estremeció e intentó suspirar y parecer tranquilo.
—Si me sueltas —moduló dificultosamente. Belluse no obedeció.
—Belluse, déjalo —dijo Mathias. Entonces Belluse, muy lentamente, fue
deshaciendo el agarre hasta soltar a King.
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—Fue hace dos meses —comenzó—. Yo estaba de vacaciones en Erobo
Beach y no sé demasiado. Cuando volví me dijeron que habían matado a
tres hombres que estaban en una de las habitaciones y que los cadáveres
estaban... mutilados y que habían sido asesinados de la misma forma que
los sectarios de Vierne y el violador serial de Gehenna.
—¿Quiénes eran esos hombres?
—No lo sé, clientes del bar.
—¿Por qué no se sabe nada de lo que ocurrió? —preguntó Mathias.
—Pagamos para que la noticia no trascendiera. Algo así podría haber
echado a perder todo el negocio, ¿sabe?
—¿Y las familias de esas personas?
—Según me contaron, esos tres hombres eran familia.
—Dios...
—¿Están contentos ahora? —exclamó King, en voz baja—. ¿Pueden irse
ya? Váyanse, desparramen la noticia hasta que se enteren los medios de
comunicación y la policía venga a hacer el payaso y a clausurar el lugar.
¿Tengo yo la culpa de lo que sucedió? Yo no estaba aquí y no tengo ni puta
idea de quién pudo haber burlado el sistema de seguridad de esa puerta y
entrar a matar a esos hombres. Yo tampoco tengo la culpa de lo que se
haga o no en esas habitaciones. La gente viene aquí porque sabe que este
es uno de los pocos lugares donde no son juzgados por nada. En cada
habitación encontrarán una expendedora de condones, si los usan o no, no
es mi problema. Piénselo, señor Mathias Malkasten, Orden Judas Iscariote...
y tú también, Luzbel.
—Es Belluse —King se encogió de hombros.
—Como sea. ¿Desean algo más?
—Sí —exclamó Mathias. King fingió tranquilidad—. Queremos pasar la
noche en cualquiera de las habitaciones disponibles —King parpadeó un par
de veces y juntó las cejas.
—¿Cómo? —replicó, con una sonrisa irónica.
—Lo que oyó. Denos una tarjeta VIP para una habitación.
King arrastró una risa grasienta y sutil. Revolvió en un cajón de su
escritorio.
—Aquí tienen —dijo, alargándole a Mathias una tarjeta magnética
grande—. Tiene seis horas disponibles —Mathias la agarró y se la guardó en
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el bolsillo trasero del pantalón.
—Vámonos.
—¿No dices adiós, Luzbel? —replicó King. Belluse bufó y se levantó el
saco y la camiseta.
—¡Es Belluse! ¡Belluse Sabik, Orden de Caín! —y mostró su tatuaje.
Mathias sonrió discretamente al ver la cara horrorizada del dueño del bar.
Salieron de la oficina, sin siquiera cerrar la puerta y Belluse se apoyó contra
la pared y suspiró.
—¿King? —oyeron que decía la voz del prostituto.
—Vete, Christal. Ya se me fueron las ganas —susurró el hombre. El
chico chasqueó la lengua—. Aguarda, ven. Toma. Vete ya.
El chapero salió de la oficina, aún con el billete en la mano. No les
dirigió la palabra al salir, pero Mathias apreció que seguía nervioso.
—Volvamos al salón —propuso Belluse con voz apagada. Mathias se
mostró de acuerdo.
Regresaron a la barra, pero ya todos los taburetes
estaban ocupados. Belluse apoyó la espalda contra una columna y Mathias
lo imitó.
—Casi pierdes el control —se atrevió a comentar, estudiando bajo las
luces azules el fino perfil de Belluse. El chico tensó los labios y frunció el
ceño—. Pero hiciste bien. Lograste que hablara —Belluse relajó el gesto y
esbozó una sonrisa tímida.
—Sí —contestó, con una profunda exhalación. Un camarero se detuvo
frente a ellos con una bandeja.
—Para usted —le dijo a Belluse—, una valquiria de cereza. Es un regalo
de ese señor que está allí.
Mathias volteó el rostro para ver a donde señalaba el camarero. Sintió
asco al ver al anciano de traje que le sonreía a Belluse. Le guiñó un ojo,
luego de saludarlo con la mano. Giró para mirar al chico y por un instante le
pareció descubrir en su rostro la misma arrebatada sombra de cólera que le
había empañado la cordura en la oficina de King.
—Gracias —le dijo Belluse al camarero e, inclinando la copa con un
delicado movimiento de la mano, volcó sobre el suelo toda la cristalina y
rosada bebida, que cayó en cascada por el filo de la traslúcida copa,
salpicándole las botas. El viejo lo miró con ira y le dio vuelta el rostro. La
copa se quejó con un agudo lamento cuando Belluse volvió a colocarla sobre
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la bandeja. El camarero se alejó a toda prisa y Belluse se volvió hacia
Mathias y Mathias vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Belluse —murmuró cuando el chico se pegó a él, escondiendo el rostro
en su pecho.
Notó que se estremecía en medio de un sollozo mudo. Le rodeó la
estrecha cintura con ambos brazos, por debajo del saco de piel, y percibió el
gélido acero de la pistola contra sus dedos. Deslizó las manos hacia abajo y
casi tembló al advertir el cambio de la constitución de la materia, es decir,
la dureza de la espalda y la tierna solidez de esa parte que ya dejaba de ser
la espalda para transformarse en una zona más íntima y a la vez más
deseable. Belluse se movió apenas y cerró los dedos en torno a los muslos
de Mathias, ejerciendo una fuerza mínima.
—Han pasado más de dos años... y todavía se acuerdan de mi rostro —
sollozó—. Quiero que me dejen en paz, Matt.
—Está bien —murmuró Mathias.—. Está bien.
—Gracias —gimoteó el chico, dándole un leve apretón allí, en los
muslos. Mathias abandonó la espalda y subió la mano hasta encontrarse
con la exquisita tersura de los rizos negros, enredando allí los dedos y
fiándose de ellos para que Belluse levantara ese par de piedras preciosas
que eran sus ojos y que esos ojos le mirasen de frente y sin reproches. Y
así lo hicieron y Belluse lo contempló con sus piedras preciosas limpias de
lágrimas, pero con las largas pestañas brillantes de gotitas microscópicas y
con las mejillas mojadas y con la boca entreabierta en una súplica
silenciosa. Mathias quiso borrar esos tibios meandros con la punta de sus
dedos, pero luego no quiso porque recordó que tan sólo tenía dos manos y
que si una sostenía a Belluse de allí, de ese lugar del que aún lo sostenía y
de donde no quería dejar de sostenerlo, y que si la otra seguía en medio de
la cabellera de algodón de azúcar, ¿qué mano podría usar para quitar esas
lágrimas? Se inclinó un poco y las rozó con la nariz y los labios, y Belluse
sintió que todo su ser ardía en medio de un fuego que nacía desde lo más
recóndito de su alma, abrasándole los sentidos.
—¿Vas a contármelo? —le susurró Mathias al oído y la suavidad de esa
mejilla se le antojó tan imposible como los distintos colores que bailoteaban
en los iris de Belluse dependiendo de dónde se encontrara el sol y de qué
azul o de qué gris estuviese pintado el cielo.
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—¿Qué cosa? —inquirió Belluse con un hilo de voz, respirando del cuello
de Mathias, aguantando las ganas de intentar borrarle el lunar a lametones.
Mathias ladeó el rostro y pudo sentir sobre su boca el aliento cálido y sobre
sus pupilas el anhelante escrutinio de esos ojos, ahora verdes.
—Porqué tuviste... que prostituirte... —y esa última palabra fue
sepultada entre sus labios y los de Belluse cuando las bocas de ambos se
encontraron en una caricia tibia y sedosa.
—¿Quieres... saberlo? —preguntó Belluse arrastrando el labio inferior
por la barbilla de Mathias.
—Sí... —Belluse ascendió con sus manos por sus muslos y entrelazó los
dedos alrededor de la cintura.
—¿Nos miran? —preguntó. Mathias entreabrió los ojos y barrió con ellos
el salón.
—Sí —respondió, cerrándolos de nuevo, por reflejo. Belluse jadeó en su
boca y se dejó caer sobre él.
—Entonces bésame —y ese fue el pedido que a Mathias le bastó para
echar a un lado los remilgos y aceptar las caricias de esa lengua que le
suplicaba refugio en su boca, la batalla de esos labios aterciopelados que se
zambullían entre los suyos. Belluse apoyó las manos sobre su trasero y sus
traviesos dedos jugaron a fingir que no encontraban el bolsillo ni la tarjeta
magnética que les había dado King hacía rato—. ¿Vamos? —dijo con los
ojos brillantes, cuando terminó de jugar. Mathias abrió los ojos. Belluse le
sonreía, mostrándole la tarjeta—. ¿Vamos, Matt?
Él asintió. Le echó una última ojeada al salón sutilmente iluminado y
docenas de rostros sin nombre le devolvieron la mirada. Se limpió la barbilla
con el dorso de la mano y siguió a Belluse hacia la puerta del baño de
mujeres.
El patio de Azathot burbujeaba en medio del humo de los cigarrillos, las
emociones exaltadas y los jadeos ahogados. Era como bien la palabra lo
decía, un patio al aire libre, y en el medio se levantaba una magnífica
fuente de alabastro que, alumbrada por pequeñas bombillas de color
celeste, exhibía ante los presentes la sensual escena de dos amantes
varones en medio de un erótico espectáculo de seducción.
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—Bonito, ¿no? —susurró Belluse. Mathias no supo si se refería a la
estatua en general o bien al hombre de cabello largo que mantenía al joven
entre sus brazos, o bien al joven, el chico de elaborados rizos que caían por
sus hombros y que mantenía la cabeza inclinada, ofreciendo el cuello a su
compañero. Porque sí, al parecer el artista se había tomado sus pequeñas
libertades y había jugado con los cuerpos y los gestos de los personajes,
creando un hombre de rasgos masculinos y un niño de facciones
afeminadas.
Belluse, que ya se sabía de memoria todos los recovecos de aquella
escultura, se limitó a estudiar el rostro de Mathias.
—Es un ángel —declaró él, girándose hacia él—. El hombre... tiene alas
—Belluse asintió, con una sonrisa tranquila.
—Y el chico es un demonio, ¿lo ves? Tiene garras y patas de cabra.
A Mathias le dio la sensación de que aquella estatua tenía algo raro. Es
decir, la representación. Para él no tenía lógica que fuera un ángel quien
sedujera a un demonio, ni que los demonios fueran tan bellos y de
apariencia tan inocente. Se acercó más y algo en el agua pareció pestañear;
se inclinó y logró ver una moneda de veinticinco duques descansando allí,
en su lecho de piedra. Y entonces no fue sólo una, decenas de monedas de
todos los valores y tamaños miraron a Mathias desde el fondo de la fuente,
con sus ojos de plata y oro y sus caras frías y mudas.
—¿Qué miras, Matt?
—Hay
monedas
—susurró,
sin
poder
creerlo—.
La
gente
echa
monedas...
—Sí —respondió Belluse, con un encogimiento de hombros—. Les piden
deseos a los dioses de la fuente. Ven, siéntate —Mathias miró a su
alrededor.
No podía imaginarse a ninguno de esos hombres sacando una moneda
de veinticinco duques, cerrando los ojos y lanzándola al agua. Pero Belluse
decía que era cierto y además, las monedas estaban allí, ¿verdad? Y si esos
hombres lo hacían, ¿qué pedían? ¿Salud? ¿Dinero? ¿Amor, tal vez?
—La historia dice que Rumiel, el ángel de cabello largo, estaba
enamorado de Agustín, el niño demonio. Pero Dios se enfureció tanto
cuando Rumiel le pidió permiso para ir a visitarlo a los infiernos que lo
castigó desterrándolo del paraíso por setecientos años. Pasado ese tiempo
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le permitió volver, esperando que Rumiel se hubiese arrepentido, pero no
fue así y Dios los descubrió haciendo el amor en esta fuente y los convirtió
en piedra. Por eso les piden deseos, porque Dios pudo haberlos convertido
en piedra, pero después de todo ellos dos siguen juntos. Y míralos... da
envidia verlos tan acaramelados, ¿no?
—Tal vez —respondió Mathias escuetamente, frunciendo el ceño—.
¿Quién te contó esa historia? —la sonrisa se esfumó de los labios de
Belluse.
—King. —Y Mathias deseó no haber preguntado nada. Entonces dio un
respingo y por poco se cayó de espaldas a la fuente cuando una sombra se
paró junto a él y exclamó un «hey» áspero y mordaz.
Alzó la mirada, y se encontró con el rostro del muchacho que antes
había visto en la calle y después en la oficina de King. Se sintió
abochornado por haber sido el accidental público de aquel incidente.
—¿Qué...?
Y el chico empezó a hablar:
—Miren, no sé quiénes sean ustedes y no sé de dónde habrán salido,
pero sé algunas cosas que tal vez les pueden interesar y no quiero
arrepentirme luego de haberme quedado callado.
Mathias lo examinó detenidamente. Era un muchacho de unos dieciocho
años, tenía los ojos oscuros perfilados en negro y vestía una camiseta
blanca perfectamente ceñida al torso y unos jeans celestes ajustados que le
marcaban voluptuosamente el trasero y los muslos.
—¿Puedo sentarme? —pidió.
—Claro —respondió Mathias. El prostituto suspiró y se sentó a su lado.
Sacó del bolsillo del pantalón un paquete de Camels y con un gesto les
ofreció que lo acompañaran. Mathias negó; Belluse estuvo a punto de
aceptar, pero se retractó. El chico le dio una profunda calada a su cigarrillo
y expulsó el humo por la nariz.
—Christal —dijo, extendiendo una mano delgada y morena. Mathias la
estrechó y luego lo hizo Belluse.
—Mathias.
—Belluse.
—¿Son policías o algo así? —preguntó Christal.
—No. Somos miembros de organizaciones diferentes que se dedican a
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asuntos diferentes —explicó Mathias. Le pareció razonable que el chico
hiciera su cuota de preguntas antes de empezar a hablar delante de unos
perfectos desconocidos, y además sabiendo que uno de esos desconocidos
estaba armado.
—¿Qué es la Orden de Caín? —inquirió el prostituto, mirando a Belluse—
. King casi se cagó encima cuando te vio ese tatuaje que tienes...
—La Orden de Caín es una sociedad que existe hace más de trescientos
años.
Muchos
nos
confunden
con
asesinos
debido
a
nuestro
entrenamiento... pero no es cierto. Es verdad que realizamos tareas
peligrosas y que a veces tenemos que matar… pero ten por seguro que no
lo
hacemos
sin
un
buen
motivo.
Estamos
preparados
para
ser
francotiradores, guardaespaldas y muchos de nosotros son transferidos a
organismos internacionales.
—Suena bien —comentó el prostituto, y Mathias tuvo la seguridad de
que el chico se sentía disminuido frente a tal declaración—. ¿Y tú? —le
preguntó a él, dejando que docenas de insectos flamígeros cayeran de la
punta de su cigarrillo.
—Soy de Judas Iscariote, una orden religiosa.
—¿Eres cura? —replicó Christal, alzando su ceño.
—No. Algunos de nuestros profesores lo son, pero el objetivo de la
orden no es formar sacerdotes —el chico se quedó aguardando más
detalles, pero Mathias no estaba de humor para comenzar a describir la
sobria vida de los Iscariotes y menos delante de un prostituto homosexual—
. ¿Vas a contarnos lo que sabes? —replicó con voz cansada—. Queremos...
—y señaló con el pulgar las puertas que rodeaban el patio.
«Dormir», le habría gustado aclarar cuando vio que Christal intentaba
reprimir una sonrisa traviesa y permanecer impávido.
—Sí... bueno —farfulló, llevándose otra vez el camel a los labios—. No
sólo mataron a esos tipos, ¿saben? —dijo. Mathias asintió—. Hace dos
semanas encontraron el cadáver de un amigo mío, Sweet. Lo habían
estrangulado y perforado el estómago. Su cuerpo apareció bajo el puente
Caronte, en el río Misthic, cuando bajó la inundación.
—Sweet —repitió Belluse, en voz muy baja—. ¿También era...? —y
comenzó a realizar aspavientos con las manos porque la palabra le
resultaba impronunciable.
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—Sí. La puta con la que vivía no le dejó más que veinte reinas en un
paquete de cigarrillos y una caja de fósforos llena de coca —respondió
Christal—. Después de eso Sweet comenzó a salir con un tipo raro y...
—¿Raro? —susurró Belluse.
—Nunca follaban. Le daba dinero, pero jamás lo vi besarlo ni tocarlo.
Sweet decía que lo trataba muy bien y que era buen tipo pero es extraño
que nunca haya intentado llevárselo a la cama. Sweet estaba muy bueno —
entonces sacó un móvil del interior de su borsego y luego de presionar un
par de botones les mostró la borrosa foto de un muchacho de piel blanca y
cabello castaño claro, ojos verdes y sonrisa seductora.
—¿No sabes quién era ese hombre? —inquirió Mathias, con la mirada fija
en la fotografía.
—No. Sweet le llamaba Sugar, pero el tipo se reía y meneaba la cabeza.
No sé su nombre...
—¿Hacía cuánto que se conocían?
—Desde el invierno pasado, más de un año.
—¿Y jamás tenían sexo? —exclamó Belluse, sorprendido.
—Lo sé, es muy extraño. A veces el tipo solía llevárselo apenas
empezaba la noche. Sweet después me decía que iban al hotel Príncipe's
pero que no hacían más que dormir, comer, y ver televisión.
—¿Volvieron a verlo después de la muerte de Sweet?
—No. Cuando desapareció pensé que se había ido a vivir con él.
—¿Crees que él pudo haberlo... matado?
—No lo sé... no lucía como una persona agresiva, al contrario... él
parecía querer a Sweet.
—¿Sweet estaba enamorado de ese hombre? —se atrevió a preguntar
Belluse.
—Nunca me lo dijo, pero sí. Era un tipo amable y no era un viejo
pervertido como los que vienen a este bar. Aunque era bastante mayor que
él. Tendría unos cincuenta años.
—¿Qué edad tenía Sweet?
—Dieciocho. —A Mathias no se le ocurría nada más que preguntar y el
mutismo de Belluse revelaba que a él tampoco.
—¿Cómo se llamaba Sweet?
—Steve —respondió Christal, y viendo que Mathias ya se levantaba,
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agregó—: ¿no puedo ayudarte en nada más? —Mathias captó la doble
intención de la pregunta.
—Me temo que no.
—¿Quieren las fotos? —ofreció—. Hay una que les tomé a Sweet y a ese
hombre justo donde están sentados ustedes dos. —Mathias no pudo
rechazar la propuesta.
—Activaré el bluetooth.
Pero Christal le dijo que su móvil no tenía bluetooth.
—¿Internet?
Tampoco. Mathias se sintió estúpido. Estaba claro que tales lujos no
estarían en la lista de prioridades del dinero de un chapero.
Los infrarrojos de ambos teléfonos celulares se encontraron y se
besaron por un par de segundos.
—Gracias —agradeció, verificando que los archivos estuviesen donde
debían estar.
—De nada —sonrió Christal, y se levantó del borde de la fuente. Les
saludó con la mano y dijo—: que tengan suerte.
Mathias se detuvo frente a la puerta de metal y metió la mano en el
bolsillo trasero del jean. Entonces recordó que la mano de Belluse había
estado exactamente en ese sitio donde él ahora tenía la suya y que esa
mano le había sacado la tarjeta.
—¿Buscas esto? —susurró Belluse, con una sonrisita, sosteniendo la
tarjeta magnética. Se adelantó y comenzó a deslizarla por la ranura, pero
se detuvo a mitad de camino—. ¿No quieres ir al baño? —preguntó—. Una
vez que estemos adentro no podremos salir hasta que acaben las seis
horas.
—¿No se puede salir? —se escandalizó Mathias.
—Bueno, poder se puede, pero pierdes el turno. Nadie pide pases VIP.
—No, no quiero…
—Pues yo sí —confesó Belluse, con una mueca.
—Te acompaño —se apresuró Mathias. Comenzaba a acostumbrarse al
ambiente de ese lugar y tenía la seguridad de que nada bueno podría
sucederle a Belluse si se dirigía al baño de hombres completamente solo.
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—No —negó él, mirando a su alrededor—. Mejor quédate aquí para que
nadie ocupe la habitación. —Mathias estuvo a punto de alegar, pero Belluse
le guiñó un ojo y se palmeó seguidas veces ese lugar donde descansaba la
Épsilon.
—Está bien —aceptó. Y Belluse se alejó con paso ligero hacia la salida.
Mathias se quedó allí solo, aguardando e intentando por todos los
medios que no se notara lo interesado que estaba por el desfile de cuerpos
juveniles que iban y venían por el patio de Azathot, algunos del brazo de
hombres maduros.
Su respiración pareció desarticularse cuando, luego de que sus ojos se
adaptaran a la nueva oscuridad, descubriese una función que se le antojó
tan tentadora como el azúcar de las golosinas de las ferias…
Estaba claro que jugaban y estaba más que claro que aquello era toda
una estrategia de márqueting. Pero no por eso la escena era menos
incitante, todo lo contrario. Los dos chicos querían provocar y lo lograban; y
Mathias sintió ganas de correr hacia esa esquina oscura y caliente y
tomarlos del brazo a ambos, llevárselos muy lejos de allí y quedarse toda la
noche contemplando el espectáculo privado sin que nadie le juzgara ni le
tratara de «repugnante sodomita». Pero entonces se dio cuenta, recordando
las palabras de King, de que en ese lugar los juicios no existían y, motivado
por ese instante de tranquilidad mental y por ese anhelo secreto, esas
sombrías pasiones que sacudían su alma, se adelantó unos pasos hasta que
pudo observar con claridad cómo el que parecía ser el macho dominante
tomaba a su compañero de ambas muñecas y las apresaba por encima de
su cabeza, imposibilitándole el uso de las manos. Sus cuerpos estaban muy
cerca y muy destapados y Mathias se preguntó si no sufrirían el frío. Casi se
echó a reír. ¿Frío? ¿Quién podía sentir frío en aquel lugar que parecía la
caldera del Diablo? Se le vinieron a la cabeza, como en una película en
diapositivas, las escenas de una ciudad siendo consumida por las llamas
mientras todos sus habitantes, sin hacer caso al fatídico incendio, gritaban y
jadeaban en medio de una cópula colectiva mientras el fuego arrasaba sus
cabellos y sus cuerpos enredados. Sodoma ardía.
Tiritó de algo que no supo si fue frío o calor cuando el sonido de un
resuello profundo y prolongado se derramó como vino por la boca del
macho sumiso y su espalda se curvó en un espasmo perfectamente
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ejecutado...
—¿Matt? —La voz de Belluse le devolvió a la Tierra y le desconectó el
cerebro de aquel teatro de títeres manipulado por quién sabía qué
saltimbanqui desvergonzado—. ¿Entramos? —pero la mirada de Belluse no
hizo más que extenderle un pase gratuito a otra función de marionetas más
íntima, más exclusiva...—. ¿Qué pasa, Matt?
—Nada. ¿Pasó algo? —Belluse sonrió y alzó los hombros.
—Supongo que ganaría mucho dinero si volviera las andadas —comentó
sencillamente y sacó la tarjeta—. Más de lo que me pagarán por todo este
rollo, de eso estoy seguro.
La tarjeta magnética le hizo el amor a la rendija disponible y la pequeña
pantalla digital se iluminó y comenzó la cuenta regresiva. Mathias no dijo
nada, muy consciente de lo que significaban esas palabras
—Eso es porque eres atractivo —osó decir. La puerta se cerró detrás de
ellos con un estrépito. Mathias parpadeó un par de veces, sin atreverse a
creerle a sus ojos—. Dijiste que eran habitaciones...
—¿Y qué te parece que es esto? ¿Un teatro de títeres? —replicó Belluse,
sentándose sobre el diván y cruzándose de piernas con movimientos
vagamente afeminados. Mathias dio un respingo.
—Pensé que había camas... —dijo, contrariado, todavía de pie.
—¡Qué asco! —escupió Belluse—. Matt, por estas habitaciones pasan por
noche tres parejas como mínimo. Ya son las dos y media de la madrugada.
Imagínate tener que follar encima de unas sábanas apestosas a sudor y a
leche seca —explicó, sacando la lengua. Se quitó el saco de piel y lo colgó
en un perchero. Mathias vio la pequeña Épsilon brillar malignamente en su
cintura como una extravagante constelación.
—¿Cómo hiciste para poder entrar con la pistola? —inquirió. Belluse
sonrió y se subió una de las mangas del pantalón hasta la rodilla. Entonces
Mathias comprendió que la Épsilon había estado escondida en el interior de
la bota y recordó que el guardia no se había molestado en revisar más allá
de la cintura y los bolsillos, ya que ninguno de los dos llevaba otra cosa que
el celular y, en el caso de Mathias, la billetera.
—Truquitos de cainita —confesó Belluse—. ¿No vas a acostarte? —quiso
saber, quitándose el suéter. Mathias descubrió de pronto el calor que hacía
en esa habitación comparándola con el frío disfrazado del patio. Se quitó la
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chaqueta y la colgó junto al saco de piel.
—¿Por qué la trajiste? Me dijiste que este lugar no era peligroso —
Belluse hizo un mohín y se descalzó de las botas y las medias.
—Digamos que... tenía un mal presentimiento.
—Podrías habérmelo dicho.
—Matt… los cainitas estamos acostumbrados a no confiar del todo en los
que no son la Orden.
A Mathias la respuesta le cayó como un baldazo de agua helada.
—¿Qué? —replicó.
—No, no me malentiendas —se apresuró a disculparse Belluse,
mordiéndose la lengua—. No es que no confíe en ti, Matt. Pero como te dije,
estamos acostumbrados así y con el tiempo eso se transforma en algo
inconsciente, ¿me entiendes?
—Más o menos —murmuró, arrastrando las sílabas—. Belluse... puedes
confiar en mí —dijo y se sorprendió de sí mismo al verse diciendo esas
palabras. Alzó el rostro para ver la reacción de Belluse. Lo miraba con la
boca curvada en una sonrisita agradecida y los ojos centelleando en miles
de colores. Relajó el gesto, se acercó hacia él y Mathias recordó algo—.
Creo que me debes una explicación —susurró. Belluse volvió a atravesarlo
con la puñalada azul que eran sus ojos. Se puso de pie y se quitó la
camiseta y la calavera del tatuaje observó a Mathias con sus ojos ciegos de
deseable piel de muchacho.
—Ah, claro —soltó, molesto—. Cierto. ¿Por dónde quieres que empiece?
Había una vez...
—Belluse, ¿qué te ocurre? —recriminó Mathias. Belluse se dio la vuelta y
toda la blancura de su piel se tiñó de dorado al recibir los destellos de las
luces de la habitación. Las suaves líneas del abdomen marcaban un relieve
que tenía que ser producto del entrenamiento y el ejercicio y Mathias tuvo
que guardarse muy dentro suyo las ganas de verificar con sus propias
manos si ese vientre plano eran tan suave como sus parientes las mejillas.
Una senda de pelusas de oro rodeaba el ombligo y se extraviaba bajo la
franja negra del slip.
—Nada. —Belluse se giró de nuevo y fingió interesarse por la máquina
expendedora de preservativos. Mathias se tumbó sobre el diván—. Y recién
ahora se les ocurre vender lubricante... —Mathias dejó escapar una risita
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muy débil y Belluse volvió a darse la vuelta—. Estás menos cascarrabias —
declaró, sentándose en el borde del diván.
—¿Qué?
—Eso. Antes te enojabas por nada. Ahora estás más relajado y más...
amigable.
—Supongo que es por tu culpa —dijo Mathias, cruzando los brazos
detrás del cuello. Belluse sonrió con indulgencia y se recostó a su lado.
—Había una vez... —empezó—, un niño que era hijo de un señor muy
rico que siempre estaba de viaje. Ese niño vivía en una casa grande, llena
de señoras que hacían las tareas domésticas. Las señoras lo querían mucho
y se reían cuando el niño sacaba de sus armarios los vestidos de fiesta y
jugaba a que era una dama de sociedad. Al padre del niño no le gustaba
que hiciera eso y se enfadaba mucho. Pero un día el padre no volvió a la
casa y las señoras le dijeron al niño que el padre se había ido al cielo y que
él debía hacer un viaje muy largo… hacia un país muy lindo… donde le
querrían mucho... —Belluse se atragantó con el llanto y se cubrió el rostro
con las manos. Mathias lo acercó a su cuerpo y lo abrazó.
—Sigue... —pidió—. Dime qué sucedió con ese niño tan lindo —le
susurró al oído. Belluse tembló y sollozó.
—Yo no dije que ese niño fuera lindo. —Mathias se abstuvo de sucumbir
al deseo de estrujar entre sus manos la tibia elasticidad de la piel de esa
espalda desnuda.
—Pero yo estoy seguro de que ese niño era muy, muy lindo. —Belluse
se limpió las lágrimas.
—Yo tenía cinco años cuando llegué a Estigia y todos los meses venía de
Europa el dinero para pagar la cuota, el alquiler de la habitación, las clases
complementarias y mis gastos personales. Pero cuando comenzó la guerra
el dinero no llegaba y mis compañeros y yo tuvimos que... hacer lo que
hicimos para no quedarnos en la calle.
—Pero estábamos en guerra —refutó Mathias, indignado.
—Pero el dinero no alcanzaba, estuvimos sin energía eléctrica durante
un mes seguido y... los Cainitas no recibimos dinero del gobierno, Matt…
—¿Los dejaban salir de Estigia?
—No, pero se hacían los idiotas. No teníamos permitido salir, pero el
supremo sospechaba que hacíamos algo para conseguir dinero. Dejaban
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algunas puertas abiertas y como no había energía eléctrica ni línea
telefónica, los sistemas de seguridad no funcionaban.
—Podrías haber muerto...
—En ningún sitio habrían contratado a un cainita. Era eso o dejar que
me expulsaran de Estigia. Y si eso hubiera sucedido hoy estaría en este bar
y no precisamente contigo.
—Dios...
—Pero eso ya es pasado, Matt —declaró Belluse, bostezando y
estirándose sobre el diván—. No tiene sentido lamentarse mirando hacia
atrás cuando el futuro nos guarda mejores paisajes.
—¿Vamos a dormir? —preguntó Mathias, y Belluse se giró para quedar
frente a él.
—Como tú quieras. —respondió. Mathias se inclinó hacia el panel de
luces y apretó todos los botones hasta que la habitación quedó en
penumbras. Volvió a recostarse. Los ojos de Belluse lo contemplaban a
través de la oscuridad. Luego de varios minutos se cerraron y Mathias supo
que se había quedado dormido.
No le cabían dudas al imaginarse que estaba junto a uno de los paisajes
más bellos que había visto en su vida. El afelpado sendero del vientre, el
oasis seco del ombligo, la cordillera del abdomen. Los pétalos rosados que
eran los pezones, el acantilado nevado del cuello, la mandíbula que era un
piedra caliza perfectamente tallada; la flor carnívora de los labios, la nariz
que era como el ala de una ave desplegada y los ojos... los ojos que
algunas veces eran del color del cielo y otras, del color de las praderas.
Mathias detuvo su contemplación en la flor carnívora, es decir, en la boca.
Viéndola así, antes de caer dormido se imaginó a sí mismo como a un
simple bicho volador siendo devorado por esa boca. Se imaginó que
planeaba por en medio de esos labios y que jugaba a deslizarse por el
estigma y que era rociado por miles de partículas de polen... Y si la boca de
Belluse hubiese sido una flor carnívora, a Mathias no le habría molestado
haber nacido insecto y morir siendo engullido por ella.
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La avenida más famosa y corrupta de Hades burbujeaba en medio de las
ofertas de sexo, el humo de los cigarrillos, las melodías estridentes y el
vapor de las saunas.
But you ain't gotta worry boo, got a style, and a body that I'm feeling
too.
El chico, que era llamado Christal, tarareaba distraídamente la canción
que le llegaba desde Gourmandises. O desde Capadocia. No podía saberlo
realmente porque ambas discotecas estaban justo una al lado de la otra.
Fuera como fuera, sabía que en ambas podría hallar clientes potenciales. El
único problema era que no tenía ni un centavo en los bolsillos y no podía
darse el lujo de pagar la entrada. Y el guardia de Azathot seguramente no le
dejaría entrar por haberle rechazado la noche pasada para irse a follar con
King. ¡Pero cómo no hacerlo! ¡Si King siempre le pagaba casi el doble!
And I might wanna take you home with me tonight.
Angustiado, suspiró y alzó la vista hacia el plúmbeo cielo que se
desparramaba como un montón de cenizas sobre las fantasmales fachadas
de los hoteles y de los prostíbulos... Su estómago crujió y el chico soltó una
risa sarcástica. Debería encontrar a alguien que le diera de comer. Y pronto.
Humm… no conseguiría ningún cliente si seguía allí parado. Se alisó el
cabello con las manos, se relamió los labios y caminó lentamente hasta la
esquina.
Siempre solían pasar por allí hombres que deseaban un polvo rápido y
que no querían gastarse más de veinte reinas para entrar en las discotecas
o en los bares como Azathot. Pero esa noche estaba helada y Christal veía
como la mayoría de los transeúntes desembolsaban el dinero para
entregárselo a los fantasmas que estaban detrás de las ventanillas
polarizadas. Soltó una maldición y tiritó de frío.
Antes de que se hubiese dado cuenta, ya había llegado a Pirateon. El
tipo que custodiaba la entrada le conocía y le dejó pasar con una media
sonrisa, sin emitir palabra. Christal sabía que debía gustarle, pero el
hombre jamás se le había acercado. Raro. Fuera como fuera, a Christal
también le parecía atractivo. En ese momento la barriga le volvió a silbar y
Christal apretó el paso.
Pirateon era el cine porno más famoso de la Arkham Avenue. Christal lo
conocía de punta a punta y bajó unas escalerillas hasta llegar al diminuto
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bar en el que tan sólo había tres butacas y un par de sillones. Un chico
quizás unos años mayor le miró atentamente mientras se dirigía hacia las
salas.
Una película hetero se exhibía ante un salón pobremente vacío. El
hombre era guapo, quizás demasiado musculoso, y las dos mujeres habrían
sido perfectas si las hubiesen fusionado en una sola. La morena tenía una
cara preciosa pero estaba carente de carnes, mientras la rubia tenía un
cuerpo de dios mío pero un rostro de cabra vieja. Christal contempló el sexo
con un vago interés, mas luego siguió de largo hasta llegar a la sala gay.
Obviamente, aquella estaba muchísimo más concurrida. Y la película
parecía interesante. Christal se sentó en el suelo y alzó la mirada.
Un chico muy joven, de más o menos unos dieciséis años, se desnudaba
provocativamente frente a la cámara. Frunció el ceño. La calidad de las
escenas no era tan buena. ¿Un video amateur? La idea le pareció divertida.
El chico era bonito y si era un novato, Christal debía admitir que lo
disimulaba bastante bien. Tenía rasgos muy delicados: piel clara, nariz
respingada, boca pequeña pero de labios bien definidos y ojos marrones y
rasgados. Además tenía el pelo teñido de rojo fantasía y vestía un uniforme
escolar. El inmaduro actor se abrió los pantalones de un rápido tirón, sin
alejar la vista de lo que seguramente había sido la cámara y
que ahora
eran los ojos de los espectadores. Pero entonces el rostro del chico se
contorsionó y detrás de él se vio la figura de la otra persona: un hombre
joven, bastante atractivo, le había tirado de la camisa. Christal aguzó el
oído: hablaban, pero no se oía lo que decían. Sonriendo, vio que el hombre
(rubio, pálido, de cuerpo fibroso y porte atlético) le colocaba unas esposas y
lo amarraba a la cama. Entonces se subía sobre él y se quitaba la camisa...
y luego, los pantalones. Christal se preguntó cómo carajo habían logrado
capturar aquellas escenas con tanta precisión. El clip no dejaba nada que
desear. Al menos por el momento.
El hombre le abrió las piernas al chico y, luego de masajear y
humedecer a ciegas la entrada, lo penetró. A Christal le extrañó
poderosamente la casi obligatoria sesión de extenso y mutuo sexo oral
preliminar. Qué video tan raro.
El hombre arremetía y arremetía brutalmente y el rostro del chico se
desdibujaba en medio de oleadas de intenso placer. La boca dejaba huir
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jadeos que no se oían sino muy débiles y lejanos. Entonces el hombre le
hizo darse la vuelta, para poder acceder a él desde atrás. Le costó a causa
de las esposas, pero finalmente lo logró y él hombre aferró el sexo del
chico, empequeñecido, y comenzó a masturbarlo firmemente. Entonces lo
penetró de nuevo y el grito sí se oyó esta vez. Estuvieron así varios
minutos, el chico con su cuerpo sacudiéndose sólo a causa de los furiosos
embates, y el hombre prodigándole sexo duro y violento con cada choque
de la carne.
Christal bostezó y se frotó los ojos. Comenzaba a aburrirse cuando los
personajes pusieron en práctica su postura favorita. Al parecer el hombre
ya le había sacado las esposas y el chico estaba sobre él, apoyando las
manos en sus hombros y adivinando la ubicación del sexo para introducirse
lentamente.
—Mnnghh —Christal oyó un jadeo que sin lugar a dudas no provenía de
los actores. Como la película estaba filmada en su totalidad con aquella
cámara fija, empezó a aburrirse de verdad. No había tomas en primer plano
ni siquiera de las pollas. Vaya película de mierda que pasaban en el
Pirateon. ¿Dónde estaría el libro de quejas?
La película de hoy a las dos ha sido una mierda.
Firma: Christal, (cel.: 16—68652044)
Levantó otra vez sus ojos cansados. Habían cambiado la posición de
nuevo. El jovencito estaba abajo otra vez y el hombre atacaba su cuello y
le... ¿mordía? El chico se quejaba. El chico estaba inmóvil. El hombre volvía
a morderle. Sin hacer caso a que su compañero de sexo parecía haberse
quedado dormido, el hombre siguió follándoselo hasta que eyaculó sobre el
cuerpo en varias descargas perladas.
Entonces se volvió hacia la cámara y sonrió. Fue acercándose
lentamente y la imagen de su rostro perfecto y el celeste de sus ojos fueron
haciéndose cada vez más nítidos.
En ningún momento dejó de sonreír y Christal estuvo seguro de que
tenía los labios manchados de sangre.
La imagen quedó congelada varios minutos y Christal aguardó los
créditos.
Nada. No había créditos.
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Cuando se levantó del suelo se dio cuenta de que ya no quedaba nadie
en aquella sala. Molesto y aún con el hambre picándole el estómago, salió
del cine. Otro guardia estaba en la entrada.
—Tssss —el llamado hizo que alzara la cabeza, a pesar del frío.
El tipo del cine, el que lo había dejado pasar sin pagar, estaba en una
esquina y lo miraba con una pequeña sonrisa. Christal le devolvió el gesto y
en vez de cruzar la calle, se dirigió hacia él. El hombre le rodeó la cintura
con un brazo cuidadosamente y le contempló el suave perfil recortado
contra la oscuridad de la noche.
El estómago de Christal volvió a silbar y el hombre sonrió con
compasión.
Comenzaron a caminar juntos hasta llegar al final de la Arkham Avenue.
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Capítulo siete: EL DIABLO EN LA BOTELLA
En algún momento de la madrugada se había desatado la tormenta, pero
ninguno de los dos supo exactamente cuándo. Toda la habitación se
estremecía cuando los rayos caían intempestivamente sobre Azathot y por
la única ventana se colaba la luz de los relámpagos que iluminaba los
rostros de ambos por un par de segundos fugaces.
Mientras ellos dormían se había inundado la fuente del patio y el agua
había llegado hasta el salón del bar. A las cuatro y media de la mañana se
cortó la luz y todo el establecimiento se había quedado más a oscuras que
de costumbre. Cuando eso sucedió, todavía había muchos clientes allí,
aguardando que la lluvia cesara para poder volver a sus hogares ya fuera
en el auto propio, caminando, o en taxi. Algunos, los que tal vez tenían que
trabajar ese mismo día se aventuraron a abandonar Azathot a costas del
frío, el agua y el posterior granizo. El granizo se cargó los cristales de varios
autos, el ventanuco de la ventilación de una sauna, las mesas que estaban
en la terraza de una discoteca y las rosas del cantero del hotel Príncipe's.
En algún momento de la madrugada Belluse comenzó a sollozar a causa
de la fiebre. Pero no supo que tenía fiebre hasta que se despertó esa
mañana, muerto de calor y con la garganta ardiendo como si se hubiese
tragado todo un vaso lleno de agua aderezada con ácido.
Mathias abrió los ojos lentamente, sin ganas de soltar aquel calefactor
humano que le había mantenido tan calentito y abrigado durante todas sus
horas de sueño. Sonrió al darse cuenta de que esa estufa era el cuerpo de
Belluse. Podría acostumbrarse a eso, se dijo. No le costaría ningún esfuerzo
habituarse a la presencia de otro ser humano durmiendo a su lado,
respirando su mismo aire, compartiendo sueño, pesadillas, calor y cama.
Belluse se removió, aún dormido... y gimió. Mathias sintió que el calor le
derretía todos los átomos del cuerpo y hasta le pareció ver las lenguas de
fuego alrededor suyo. Entonces abrió más los ojos.
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—Dios... —exclamó. Apoyó la mano derecha en la frente de Belluse. La
piel ardía y estaba cubierta por una delgada capa de sudor helado—. ¡Por
Dios!—. Belluse… ¡Belluse, despierta!
—Mngh...
—Belluse...
—¿Qué? ¿Ya es de día, Matt?
—¿Belluse, te sientes bien? —Belluse abrió los ojos y frunció su negro
ceño.
—Mierda... qué calor.
—Tienes fiebre.
—¿Eh?
—¡Que estás volando de fiebre, Belluse! —gritó Mathias. Alzó la mano y
su reloj digital le comunicó que ya eran las diez y cuarto de la mañana. Giró
el picaporte de la puerta. Algo andaba mal. Se suponía que ya las seis horas
habían pasado y que la puerta debía estar abierta, pero... cayó en la cuenta
de que no había electricidad. La expendedora de preservativos estaba a
oscuras—. Oh, Dios mío... estamos encerrados...
—Mngh... ¿qué?
—¡Que estamos encerrados, Belluse! ¡No hay electricidad y la puerta no
se abre!
Belluse se refregó los ojos con ambas manos y se pasó los dedos por la
despeinada melena. Se puso de pie, tambaleándose.
—¿Estás seguro?
—Sí... —susurró, y luego gritó—: ¡Hola! ¡¿Alguien me oye?!
—¡Shhh! —gimoteó Belluse, agarrándose la cabeza como si le pesara—.
Cállate...
—Lo siento, ¡¿pero cómo carajo vamos a salir de aquí?!
—El bar ya debe estar cerrado, Matt —exclamó, sentándose en la cama
y calzándose las botas, sin las medias.
—¿Qué vas a hacer?
—Hazte a un lado.
—¿Eh...?
Belluse se paró a un metro de distancia de la puerta, respiró
profundamente un par de veces, alzó los brazos y embistió contra ella
mediante una patada frontal. La descarga de toda la fuerza se transmutó en
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un sonido seco seguido por un curioso «¡clic!» que sonó como música en los
oídos de Mathias. La puerta se abrió sin siquiera chirriar.
—Genial —murmuró Mathias.
—Toda tuya —declaró Belluse con una inclinación, lanzándose al diván
con la espalda mirando hacia el techo, aún con las botas puestas.
—Voy a buscarte un paracetamol o algo. Y agua —volvió a asir la
manija, pero se quedó con ella en la mano—. Oh... Belluse...
Belluse giró la desgreñada cabecita hacia él y lanzó una carcajada
cuando Mathias le mostró el picaporte mutilado.
—Bueno,
¿y
qué
querías?
Los
cainitas
no
nos
caracterizamos
precisamente por nuestra delicadeza —masculló. Mathias interpuso la
manija entre la puerta y el marco, para evitar que se cerrara y que se
quedaran verdaderamente encarcelados allí, en esa celda que ahora se le
antojaba repulsiva. En su puta vida había tenido que dormir en una cama (o
en un diván) relegada a los peores usos y abusos. Eso sin contar la de Neo
Sodoma. Pensó que debería haber estado muy cansado si no tal vez un
poco borracho para que se le hubiese ocurrido pasar la noche allí. Bueno, ya
era tarde para lamentaciones. Se puso la camisa y la chaqueta, y se calzó
las medias y los zapatos.
—Ya vengo —le dijo. Belluse le respondió con un sollozo.
Cuando salió de allí le dio la sensación de haber sobrevivido al diluvio
universal. El patio estaba desierto y en la fuente gorgoteaba la lluvia que
todavía no se había disipado. El cielo parecía un enorme manchón negro
difuminado por el agua. Las gotas de lluvia le mojaron los cristales de los
anteojos y Mathias se los quitó y los limpió con la camiseta.
Todo el salón del bar estaba sumido en las sombras. Casi suspiró de
alivio al ver que todavía había gente y que no estaba cerrado como había
dicho Belluse. O tal vez sí estuviese cerrado. Eso no influía en que hubiese
gente o no.
—¿Dónde carajo estaba? —le sobresaltó la voz ya conocida del dueño
del bar—. ¿No me diga que...?
—Sí —interrumpió Mathias, con tono mordaz—. ¿Tiene algo para bajar la
fiebre? ¿Aspirina, paracetamol?
—¿Cómo? —Mathias tomó aire.
—Le he preguntado si tiene algún remedio. Belluse tiene fiebre.
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King necesitó un momento para procesar la información.
—Venga.
Mathias lo siguió hasta el baño de minusválidos, es decir, hasta su
oficina. Se limitó a aguardar en la entrada. King revolvió en el cajón de su
escritorio y le extendió luego una tira de pastillas blancas y redondas.
—Gracias.
—Aguarde —detuvo cuando Mathias se disponía a darse la vuelta. Sacó
un vaso de plástico y lo llenó de agua mineral del bidón que estaba junto a
la ventana—. Tome.
—Gracias.
Cuando Mathias volvió a la habitación, Belluse todavía seguía en la
misma posición de antes, echado boca abajo sobre el diván, con la
pelambrera hecha una madeja de hilo enredado. Mathias pensó que ese
pelo nunca había estado tan cerca de parecerse a un algodón de azúcar.
—Belluse —susurró suavemente, agachándose junto al diván.
El chico giró el rostro y lo primero que vio fue el semblante preocupado
de Mathias. Tenía un vaso de agua en la mano izquierda y en la otra, un
comprimido redondo y blanco como una luna llena en miniatura.
—¿Todavía hay gente en el bar? —preguntó, irguiéndose con dificultad.
—Todavía llueve, ¿no oyes la lluvia? —y se sentó a su lado, dándole la
pastilla. Belluse se la metió en la boca y la tragó con ayuda del agua del
bidón de King y Mathias agradeció que no quisiera saber de dónde habían
salido esos bálsamos gloriosos.
—Me zumban los oídos —se lamentó—. Y me duele la garganta.
—¿Algo más? —protestó Mathias, con una sonrisa.
—No te burles —se quejó Belluse, lanzando en cámara lenta un puño
que fue a darle a Mathias en el pecho y a resbalar por la camisa hasta
volver a caer sobre el diván—. Estoy sufriendo.
—Oh, claro... se me ha olvidado cuantos cainitas gay se han muerto de
fiebre en los últimos tiempos. Creo que suman más muertes que las
víctimas del Asesino de Vierne.
—Qué malo eres —sollozó Belluse, enterrando el rostro en el diván.
—Sí... —susurró Mathias, alargando un brazo hacia el cabello, y
comenzando a peinarlo con los dedos. Suspiró—. Estaba pensando a dónde
iremos ahora.
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—No lo sé —contestó la apagada voz de Belluse.
—No es que hayamos averiguado mucho aquí. Y ya casi no nos queda
dinero. Podríamos volver a mi casa para que te recuperes mejor; y luego
pensar bien qué hacer. Y así sacaría algo de dinero del banco. Después le
pasaremos a Brice las facturas.
—Si es que resolvemos esto.
—¿Qué quieres decir?
—Que estamos tan en pelotas como hace una semana, Matt, y no me
malinterpretes.
—Estamos bien encaminados. Sólo tenemos que seguir buscando pistas.
Sería genial si pudiésemos ver las escenas de los crímenes. ¿Qué te parece
ir a Inframundo mañana?
—Si pasó algo allí, sea lo que sea, no nos van a dejar entrar.
—Pero...
—Compra un periódico, Matt. O vayamos a un cibercafé.
—¿No crees que podamos conseguir un permiso para visitar el sitio?
—Mnn, ¿tuviste clases de criminología? —preguntó Belluse, girándose
hacia él.
—Un curso rápido, muy general. Quise hacerlo por si me encontraba con
algún criminal que fuese humano —Belluse rió suavemente—. ¿Tú también
estudiaste criminología?
—Tres años —declaró Belluse.
—Vaya...
—Tiene partes muy interesantes. Siempre me gustó jugar al detective.
Mathias quiso recordarle que lo que estaban haciendo no formaba parte
de ningún juego ni mucho menos, pero entonces un interrogante que le
acuciaba desde la conversación con Christal se colocó por delante de
cualquier reprimenda inútil:
—¿Cómo se hace para averiguar la identidad de un ahogado? Es decir...
el chico, Sweet. Su amigo no denunció la desaparición porque pensó que el
hombre lo había llevado a vivir con él.
—Bueno, a los ahogados no se les puede tomar huellas dactilares. Tengo
entendido que se les inyecta aire o parafina líquida por debajo de las uñas
—explicó—. Matt, ¿tú siempre has tratado con seres no humanos? —
preguntó. Mathias se recostó y se estiró.
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—El primer caso que me designaron fue en una casa en la que
supuestamente había fantasmas. Como era la primera vez, fue un trabajo
en equipo.
—¿De verdad?
—Sí.
—Qué miedo —susurró Belluse y Mathias sonrió, divertido—. ¿Y había
fantasmas?
—Tres. Comenzamos utilizando la tabla ouija para verificar si en verdad
había entes allí, ¿sabes qué es la tabla ouija?
—¿No es ese juego para hablar con los muertos?
—Sí, bueno, más o menos. Las primeras veces sólo te encontrarás con
espíritus burlones que no te dirán gran cosa. A mí me dijeron que me iba a
morir de hepatitis cuando cumpliera los veinte años y ya tengo veintitrés y
estoy más vivo que todo esos espíritus juntos.
—¿Y qué pasó luego en la casa embrujada?
—Estaba el fantasma de una niña que había muerto allí hacía varios
años. Según lo poco que dijo, ella y su madre habían muerto en un
incendio. Al parecer, el padre era satanista y las asesinó como parte de un
ritual. El otro espíritu no cooperó mucho, decía cosas como «ya faltan
pocos» y «sacrificio». Si inicias una sesión de ouija sólo por diversión hasta
puedes llegar a recibir consejos de los espíritus. Un día le dijeron a mi
compañero Santiago que dejara de inhalar porquerías. Ellos están muertos
y sienten afecto por la vida; les da lástima que los vivos se echen a perder
consumiendo drogas, bebiendo, fumando...
—Vaya... es interesante, pero igualmente los muertos me dan miedo —
dijo Belluse y Mathias se echó a reír.
—A mí más miedo me dan los vivos —declaró. Entonces Belluse hizo esa
pregunta que mantenía guardada porque le tenía pavor a la respuesta y que
Mathias pensaba que no efectuaría jamás:
—¿El Asesino es humano, Matt?
Mathias suspiró.
—En parte. Está poseído por un espíritu muy poderoso y es la clase de
posesión que ya no tiene vuelta atrás. La mayoría de los posesos se
comportan como si estuviesen locos, hablan en idiomas desconocidos y
tienen una fuerza anormal. Ese tipo de posesos son los que todavía no
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están completamente infectado. Su alma pelea contra del parásito y eso les
provoca la locura. Estos tipos de los que te hablo, si no se los exorciza
acaban muriendo. Pero el Asesino es diferente. Habla, camina, se expresa
con propiedad y es inteligente. Este tipo de posesión sólo puede ocurrir
cuando la persona le da permiso al espíritu para que se aloje en su cuerpo y
se funda con su propia alma.
—¿Por qué harían algo así?
—No lo sé. No es algo que suela ocurrir mucho, o si ocurre, no siempre
se sabe. Varios personajes famosos fueron nosferatus. Querían poder,
fama, dinero. Pero al final siempre acaban perdiendo. Venden su alma
inmortal a cambio de un poco de satisfacción en la tierra.
—Qué horror —musitó Belluse. Mathias encontraba en su rostro
espantado los suficientes motivos como para echarse a reír, pero recordó
que Belluse le temía a la magia oscura y decidió permanecer impasible—.
¿Cuándo nos vamos de aquí?
—Cuando te sientas mejor.
—Las he pasado peores —aseguró Belluse y Mathias le examinó con
atención.
—¿A qué te refieres exactamente? —interrogó. Belluse se sentó sobre la
cama.
—¿Por qué? ¿Te preocupas por mí? —Mathias parpadeó y se encogió de
hombros.
—Eres mi compañero —dijo, con los ojos en la pared—. Y mi amigo—
agregó después de un par de segundos—. Si algo te sucede es también
asunto mío. Eres menor que yo y debo cuidarte.
—¿Me consideras tu amigo? —preguntó Belluse con una sonrisita.
—Sí —susurró Mathias, algo incómodo. No solía besar en la boca a nadie
que no considerara de confianza, fuese por la razón que fuese. Entonces se
puso de pie y exclamó—: bueno, si consideras que estás en condiciones de
viajar, podemos irnos ya mismo.
Belluse asintió y se levantó de un salto, pero luego se tambaleó y se
llevó las manos a la cabeza. Mathias sonrió burlonamente y le pasó un
brazo alrededor de la cintura para ayudarle a caminar.
La escena de Mathias arrastrando a Belluse acarreó un par de risas
despectivas y varias exclamaciones groseras. Al principio Mathias no
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comprendió bien porqué hasta que recordó que habían pasado la noche en
un sitio que no estaba pensado precisamente para dormir.
—No les hagas caso, Matt —apaciguó Belluse, riendo—. Nos tienen
envidia.
Y como lo más seguro era que Belluse tuviese razón, Mathias sólo se
limitó a ignorar los comentarios y los murmullos. Cuando corrió la cortina de
terciopelo negro pudo ver a su izquierda el perfil divertido de King y el
semblante inexpresivo de Christal. Sostuvo a Belluse con más fuerza y dejó
la cortina caer. Cuando se giró nuevamente, los rostros de ambos hombres
ya habían sido engullidos por las sombras.
El guardia de seguridad les abrió la puerta principal sin decir palabra.
Afuera todavía llovía. La luz del día, obstaculizada por aquellas nubes sucias
y oscuras, se derramaba apenas por la fachada de los hoteles y las
discotecas. Ahora que la veía bien, o casi bien, la Arkham Avenue le pareció
a Mathias un lugar precioso y decadente. Sin los centelleantes carteles que
ofrecían alojamiento de lujo, tragos exóticos ni shows eróticos lésbicos, la
Arkham Avenue se le antojaba triste, calamitosa y sutilmente degenerada.
Mathias se quitó la chaqueta y cubrió con ella la cabeza de Belluse.
—Está bien, Matt...
—Vamos, es para que no te mojes el cabello. No me gustaría que ahora
pescaras una neumonía.
—Eres un exagerado.
—Y tú muy despreocupado.
Pero el fondo, Belluse sabía que nada de eso podía molestarle.
Caminaron hasta el estacionamiento, le pagaron al empleado (Mathias
se sintió muy feliz al ver que no era el mismo tipo de la noche pasada) y
salieron de allí a toda prisa. Belluse utilizó como almohadas un par de
bolsos, se tumbó a lo largo de los asientos traseros y se cubrió con su
saquito de piel.
—Bueno, ¿cómo le hacemos para volver a Dunamer? —preguntó
Mathias—. ¿La ruta siete es la que va hacia Kempes, verdad?
—No es necesario pasar por Kempes. Toma la Avenida Marcuse y ya
estaremos en Rigelia. Ya sabrás cómo ir a Dunamer...
Belluse sabía que Gólgota, la casa de los iscariotes, estaba en Rigelia, al
igual que los edificios del gobierno y la única iglesia que él había pisado en
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su vida. El año pasado lo había llevado allí su amigo Gale, que le había
tomado cariño a Jesucristo gracias a la lectura de la biblia que había caído
en sus manos sin que se supiera muy bien cómo.
«Jesús es mejor que Dios», había afirmado Gale, «es buena onda. Tenía
doce tipos con él que lo seguían a todas partes y hacían milagros y curaban
enfermos».
«Pídele que me cure el hipo», había dicho Shawn, el heterosexual del
grupo, medio en broma y medio en serio. Gale había cerrado los ojos y
juntado las manos. Entonces, mágicamente, el hipo de Shawn se había
detenido. Y Gale, animado por ese primer milagro, no había dejado de leer
ese libro todas las noches con un fervor que casi rozaba la locura. Belluse
había observado atentamente cómo el fanatismo de Gale crecía y crecía
como el vientre de una embarazada y quiso saber qué demonios decía esa
biblia para que su amigo estuviese tan coladito por ella. Una mañana la
había agarrado y la había abierto en una página al azar, como hacía Gale,
con tanta mala suerte que se había encontrado con los incendios de
Sodoma y Gomorra, en el libro del Génesis. Sintiéndose disgustado, dejó de
leer, pero no le dijo nada a Gale por miedo a que se enfadara y dejara de
ayudarlo con la limpieza de la habitación.
—Matt, ¿tú vives sólo de esto? Es decir, ¿no tienes otro trabajo que...?
—A veces doy clases.
—Qué aburrido —declaró Belluse. Mathias no dijo nada—. ¿Te pagan
bien?
—Sí. El apartamento es mío así que no tengo que pagar alquiler. Sólo
pago los servicios y la conexión a internet es compartida con todo el piso.
—Te llevas bien con tus vecinos.
—Sí, son buena gente.
Mathias se detuvo frente al semáforo y contempló a Belluse por el
espejo retrovisor. Apenas le veía la cabeza, apoyada sobre los bolsos. Tenía
los ojos cerrados y no lucía mejor que hacía una hora.
—Creo que no debimos irnos de Azathot —masculló.
—Mngh... ¿qué?
—Eso, que hice mal en sugerir que nos fuésemos. Tendrías que estar
descansando.
Los autos comenzaron a hacer sonar las bocinas. Mathias chasqueó la
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lengua y se puso en marcha.
—Matt, te preocupas demasiado —intervino Belluse, abriendo los ojos.
Mathias se mordió la lengua; no quería discutir inútilmente—. ¿Por qué nos
detenemos?
—¿No tienes hambre? Vamos a desayunar —Belluse levantó la cabeza
con desgano y alcanzó a ver el cartel de McDonald's. Se sonrió.
—No me siento capaz de comer. Y tampoco quiero moverme de aquí. Ve
tú, Matt, perdóname.
—¿Qué te traigo?
—Una gaseosa diet de limón.
—¿Nada más? —replicó Mathias, incrédulo.
—No...
—¿Estás seguro?
—Sí.
—De acuerdo... —Mathias se quitó el cinturón de seguridad y salió del
auto. Entró al patio de comidas de McDonald's y pidió un café con leche y
un par de medialunas, la gaseosa de limón y un sándwich tostado de jamón
y queso. Pagó y salió del lugar.
—Te lo comes —le exigió a Belluse, dándole su bolsita—. No puedes
estar con el estómago vacío.
—No tiene hielo —se quejó Belluse, meneando su vaso.
—¡Claro que no! Lo único que falta: que te agarren anginas.
Belluse tuvo que morderse el labio para no reírse. Se sentó con
desánimo y le dio un pequeño bocado al sándwich.
—Está bueno —agradeció—. Te hubieras quedado a comer allí —dijo,
recordando lo mucho que adoraba Mathias el tapizado del auto.
—¿Y quién iba a traerte tu comida, eh? ¿El Asesino de Vierne? ¡Aquí
tienes tu desayuno, repugnante sodomita!
Se echaron a reír y Belluse, más animado, se inclinó hacia el asiento de
Mathias y le dio un prolongado beso en la mejilla.
—Gracias —le susurró al oído, rozándole el lóbulo con los labios a
propósito—. Eh... ¿tienes la oreja perforada? —exclamó. Mathias dio un
respingo.
—Se cerró hace tiempo —explicó, girándose hacia él—. Tú también
tienes las orejas perforadas. Las dos. —Se había fijado en eso en Neo
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Sodoma, cuando le había secado el cabello.
—Sí, pero no puedo colgarme cualquier cosa. David me había regalado
unas argollitas. Me gustaban, pero como no eran de plata no las pude usar.
—Qué delicado —susurró Mathias. Belluse volvió a recostarse sobre los
asientos.
—No soy delicado —se quejó.
—Tienes razón —afirmó Mathias, recordando el golpe que le había
atizado al Asesino, la demostración con el Fobos y Deimos y la patada a la
puerta de la habitación de Azathot—. No sé cómo puedes tener tanta fuerza
en ese cuerpo tan delgado.
—No tengo «tanta fuerza», sólo soy veloz. Deberías haberme visto en el
examen de resistencia física. Había que correr, nadar, saltar y trepar a lo
largo de tres kilómetros y hacerlo en menos de quince minutos. Yo lo hice
en nueve minutos y veinte segundos. El mejor tiempo.
—¿Qué te parece si volvemos a Garibaldi? —dijo Mathias.
—¿Desertar? —musitó Belluse.
—No, claro que no. Sólo para informarle a Brice de los avances en la
investigación y... bueno, también para pedirle más dinero.
—¿De qué avances estamos hablando? —exclamó Belluse, irguiéndose.
Mathias se lo pensó por un momento.
—De que acabamos con uno de los informantes del Asesino. Que ya
sabemos más o menos cómo se maneja. Y que además, si nos esforzamos
podríamos prever sus movimientos.
Belluse meneó la cabeza. Mathias lo vio meditar con los brazos cruzados
y la mirada serena.
—Está bien —aceptó y volvió a derrumbarse de espaldas—. Pero yo
quería ir a tu casa —confesó, y al instante se arrepintió de haberlo dicho.
Mathias se limitó a quedarse callado. Miró hacia el retrovisor, pero el
rostro de Belluse estaba fuera de su alcance visual. Suponía que había dicho
eso porque no le gustaba Garibaldi y recordó con una pequeña sonrisa la
segunda noche que habían pasado juntos. Esperaba que fuese por ese
motivo, porque si era por lo que estaba pensando... bueno, eso era algo de
lo que Mathias no podría hacerse cargo.
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—Iremos a Magdala y nos quedaremos en la posada, ¿está bien?
Esperaremos a que te baje la fiebre e iremos a Garibaldi a hablar con Brice.
—Belluse apretó la mandíbula.
—De acuerdo...
—Así me gusta —bromeó Mathias—: los niños obedientes.
Belluse abrió los ojos.
—Ya lo creo —exclamó en voz lo suficientemente alta para que Mathias
le oyese—. Te vi cuando mirabas a esos chicos en el patio de Azathot, ¿te
gustan los chicos bonitos y mansos, verdad? —Mathias se quedó mudo. No
se atrevía a decirle a Belluse que había dado en la tecla.
Y había acertado por segunda vez. Mathias no necesitaba que nadie le
pusiera al tanto de sus gustos, pero se horrorizaba con tan sólo preguntarse
si la cosa era tan evidente. Admitía que se había sentido atraído por los
jovencitos de cintura estrecha, espalda pequeña y trasero respingón que
estaban la calle, pero para él eran sólo eso, cuerpos. Y lo mismo sucedía
con la parejita de marionetas lascivas: piernas bien torneadas, vientres
planos y suaves, rostros infantiles de bocas apetitosas, manos ágiles,
lenguas ávidas... Mathias no quería dejarse llevar por esos deseos oscuros y
corrosivos, porque sabía que aquella agua de alquiler sólo le dejaría un mal
sabor de boca y más sed que antes. Mathias quería un manantial privado.
Una laguna propia donde bañarse y disfrutar del agua limpia y de la
frescura nocturna. Un manantial donde el agua fuera sólo suya.
—Tengo sed —susurró Belluse.
Mathias detuvo el auto frente a una tienda. Él también tenía sed.
Magdala era como un sueño dentro de otro. Mathias había oído hablar
de la belleza de sus campos y sus valles, pero ahora, todos aquellos
comentarios le parecían exageraciones banales. No tenía tiempo para
permanecer admirando el paisaje y agradeció que el combustible hubiera
alcanzado hasta allí.
Hacía
rato
que
Belluse
se
había
quedado
dormido
gracias
al
medicamento que el empleado de una farmacia les había vendido luego de
que el chico le dijera los síntomas que padecía «fiebre, dolor de garganta,
cansancio». Mathias se había atrevido a sacar del bolso de Belluse su
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reproductor de música para conectarlo al equipo del auto y oír algo de
música sin pausas tediosas ni cortes comerciales. Las canciones no le
disgustaron, pero tampoco le sedujeron demasiado. La mayoría eran pop y
techno, como las que sabía que pasaban en las discotecas de ambiente. Se
preguntó si Belluse frecuentaba esos lugares con sus compañeros cainitas y
la idea le pareció agradable. Un grupo de amigos con el que salir a
divertirse… eso era algo de lo que él nunca había podido disfrutar por
completo.
La primera y última vez que había participado en una de esas salidas,
por insistencia de Santiago (y de eso hacía ya casi dos años), el buen Santi
había desaparecido del lugar vaya a saberse con quién (Mathias estuvo
seguro de que se trató de algún chico vestido de negro y lleno de
piercings), y el resto de los «amigos», porque Mathias apenas sabía el
nombre de dos, se había mezclado con un grupo de bonitas señoritas
exquisitamente vestidas. Mathias había acabado sentado junto a una chica
llamada Natascha, una belleza de un metro sesenta, buenas tetas, rubia de
bote y tres años mayor. Bastaron dos vodkas para que la muchacha le
revelara que era lesbiana. Mathias no se lo había preguntado ni mucho
menos, pero le había insinuado que no tenía interés en eso de los ligues de
una noche y de ahí había surgido el tema. Era una chica agradable, aunque
un poco deslenguada, y le amargaba el hecho de ser lesbiana porque, entre
otras cosas que no había señalado, el sexo con hombres le resultaba mucho
más satisfactorio que los dedos pequeños de las mujeres, sin mencionar
que la mayoría de ellas gustaba de llevar las uñas largas. Mathias, por
pudor más que por otra cosa, no quiso preguntarle acerca de esos juguetes
que vendían en ciertas tiendas, especialmente pensados para las mujeres
como ella.
—Belluse, despierta —canturreó. En su improvisado lecho, Belluse abrió
los ojos.
—¿Ya llegamos? —preguntó el chico, bostezando y desperezándose para
librarse de la tensión del sueño. La camiseta se le levantó apenas y le
obsequió a Mathias un fugaz atisbo del triángulo de piel de su vientre
pálido.
—¿Cómo te sientes? —interrogó.
—Casi bien —respondió—. ¿Ese es mi reproductor?
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—Sí. ¿Me lo prestas?
—Claro... —Belluse se giró y ahogó un grito—. ¡Oye! ¿No dijiste que
íbamos a la posada?
—Sí, pero el otro camino está inundado. Iremos por aquí… a menos que
quieras ir nadando —le respondió, sonriéndole por el espejo. Belluse exhaló
un suspiro colmado de alivio—. Belluse, no tienes por qué temerle a nada —
dijo en voz baja, poniendo stop—. Eres un chico muy fuerte... o muy veloz
—se apresuró a agregar cuando vio que Belluse iba a replicar—. Y además
estás conmigo —añadió, levantando los hombros.
—Queremos la habitación que tiene vista hacia la mansión del valle —le
dijo Mathias a la pelirroja. La mujer los miró sucesivamente y sonrió con su
sonrisa de bufón y sus dientes salpicados de motitas color lápiz labial.
—Me acuerdo de ustedes —dijo, girando el bolígrafo entre sus largos y
ganchudos dedos de largas y ganchudas uñas—. Pero esa habitación tiene
una sola cama.
—De dos plazas —recordó Mathias—. Y baño propio.
—Sí. Entonces son cuarenta reinas, señor...
—Mathias Malkasten. Y Belluse Sabik. —La pelirroja anotó unos
garabatos en una libreta. Mathias hizo caso omiso a los gritos que venían
del otro extremo del bar.
—Mi nombre se escribe con be larga—susurró Belluse, mirando los
retorcidos trazos de la mujer.
—Es una be larga. ¿Pagan ahora?
—Sí —Mathias desembolsó dos billetes de veinte y Belluse vio que tan
sólo quedaban cincuenta reinas de todo el dinero que les había dado Brice.
—Gracias por el cambio —dijo la pelirroja, alisando los billetes entre las
arañas pálidas de sus manos—. Pueden pasar.
—Esa mujer me da miedo —declaró Belluse, entrando en la habitación
después que Mathias.
—Tal vez sea porque no es una mujer —Belluse lo miró con los ojos
abiertos como platos y Mathias se echó a reír.
—¿Quieres decir que...?
—Creo. Tenía una blusa de cuello alto, no pude ver si tenía nuez —
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respondió.
—Vaya.
—Sí. Se disimula bastante bien —Mathias dejó su bolso en el suelo.
Belluse se quitó el saquito de piel y lo dejó colgando de la cabecera de
cama. Entonces sin decir ni hacer nada más, se tiró de cabeza al lecho con
un ronroneo en la garganta y se estiró hasta que las articulaciones
crujieron. Mathias, de pie junto a la cama, le contempló con las cejas
alzadas y una sonrisa divertida.
—Veo que ya te sientes mejor —susurró, descalzándose.
«Oh, no», pensó Belluse. No quería renunciar a los cuidados de Mathias
y menos cuando ya comenzaba a disfrutar de ellos. Pero no le pareció legal
ni justo eso de jugar a hacerse el enfermo y preocuparlo más de lo que ya
estaba.
—Ah, lo siento —farfulló, haciéndose a un lado. Mathias ensanchó su
sonrisa y se recostó a su lado. El colchón suspiró como un pulmón y las
tablas chirriaron. Belluse se volteó para quedar con la espalda mirando
hacia el techo. Mathias le apoyó la mano en la frente y dijo:
—Parece que ya no tienes fiebre.
—Eso es gracias a ti —afirmó Belluse, entrelazando sus dedos con los de
Mathias, quien apartó los ojos de los suyos y los fijó en el techo. Belluse
comenzó a acariciarle la palma con el pulgar, provocándole una agradable
sensación de cosquilleo. Algo de plástico se le clavó a Belluse en el muslo y
se dio cuenta de que era teléfono celular de Mathias, que se había
escabullido por el bolsillo del jean.
—Los cainitas tenemos prohibido llamar a nuestros compañeros cuando
están en una misión —comentó, soltando la mano de Mathias y tomando el
móvil. Era un modelo bastante moderno, con tapa deslizable, de color negro
y azul metálico. Apretó un botón y la cubierta superior se desplazó,
mostrando la pantalla. Mathias tenía como wallpaper el paisaje de una playa
de arenas doradas y un mar que ondulaba y reflejaba la luz del sol como si
fuera brillantina. Belluse acercó el teléfono a su oído y escuchó el clamor de
las olas chocando entre sí y el trémulo ulular de viento. Entró al menú
principal, abrió el álbum multimedia y luego, la carpeta de las imágenes. Allí
estaban las fotos que les había dado Christal, tomadas seguramente con un
celular que no tenía flash, a juzgar por la mala calidad. Sweet sonreía con
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sus dientes perfectos y sus ojos verdes y la sonrisa del hombre también
parecía sincera—. No creo eso de que jamás hayan tenido sexo —dijo y
Mathias comprendió que Belluse estaba mirando las fotos.
—Yo tampoco —declaró—. Aunque no sé porqué le mentiría a su amigo.
—Ni idea —dijo Belluse, cerrando el celular. Mathias suspiró. Estaba
plenamente seguro de que aún había muchas cosas que ninguno de los dos
sabía. Cruzó los brazos detrás de la cabeza y el olor de su propia
transpiración le llegó al olfato tan violentamente como un millar de
bofetadas.
—Dios —exclamó, avergonzado, bajando los brazos—. Belluse, voy a
bañarme.
Sacó del bolso una muda de ropa para cambiarse y Belluse se quedó
sentado sobre la cama, contemplándole.
—Bañémonos juntos —sugirió en voz baja.
Mathias prefirió fingir que no le había oído y se metió en el baño sin
decir nada más. Entonces Belluse se tumbó de espaldas en la cama y
profirió un largo y ahogado suspiro.
Belluse tenía miedo, miedo de lo que pudiera suceder en Garibaldi. ¿Y si
Brice daba por terminado el caso? ¿Y si decidía sustituirlo a él por un cainita
con más experiencia? Belluse no quería separarse de Mathias. Belluse
necesitaba tiempo, el tiempo suficiente como para acercársele más y lograr
embrujarlo tal como él lo había hecho. ¿Pero cómo lo había hecho? Él no
recordaba que Mathias hubiese intentado seducirlo. Oh, pero Mathias estaba
tan bueno que no necesitaba recurrir a ninguna clase de artimaña para
llamar la atención de nadie. Lo más increíble era que él parecía no estar
enterado de todo ese encanto.
Mientras aguardaba que la temperatura del agua subiera, Mathias se
desnudó, se quitó los anteojos dejándolos sobre el lavabo y se metió en la
ducha. Dejó que la cálida lluvia lo mojara por completo para luego
comenzar a jabonarse el cuerpo y a... pensar. Belluse se notaba mucho más
afable que los primeros días y sus actitudes ya habían abandonado ese
matiz provocativo y sugerente. Le había pedido de bañarse con él, sí,
Mathias lo había oído, pero el tono de voz había sido muy distinto de aquel
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que había usado esa noche, en esa misma habitación, para hacer una oferta
mucho más importante.
Y lo que era peor (o mejor, Mathias no podía estar seguro), Belluse no
había insistido. Desfilaron por la pasarela de sus recuerdos, recientes
imágenes y frases que deseaba olvidar. Belluse siendo sometido por el
íncubo («fóllame, Matt, por favor»), su voz ahogada y suplicante («te
prometo que te gustará»), su cuerpo húmedo y caliente, sus ojos
empequeñecidos por el sopor del deseo («¿No vas a follarme, Matt?»).
Mathias se aclaró el cabello y le suplicó a Dios o cualquier santo que
estuviese de turno que por favor pasara la sagrada goma de borrar por el
cuaderno de sus memorias. Si no lo lograba, bueno... lo más fácil sería
arrancar la hoja.
Salió del baño con los anteojos empañados por el vapor y encontró a
Belluse con su teléfono celular en las manos.
—¿Quién es Natty? —le preguntó el chico.
—Natascha. Una amiga.
—¿Una amiga? —replicó Belluse, con las cejas contraídas—. ¿Tienes
amigas mujeres o es un travesti como la camarera?
—Es lesbiana —explicó Mathias y Belluse lanzó una corta carcajada—.
Vaya... entre los dos no hacen uno, ¿verdad? —comentó riendo, pasándole
el móvil. Mathias se sentó en la cama y se quitó la toalla de los hombros.
—No te creas —replicó, con retintín.
—¿Entonces es verdad que lo haces con mujeres? —se horrorizó Belluse.
Agarró la toalla y comenzó a secarle el cabello con delicadeza, tal como lo
había hecho él en Neo Sodoma—. Qué patético, ¿qué dice el mensaje?
—«Matty, te extraño, baby, ¿cuándo vuelves?» —leyó Mathias, cien por
ciento seguro de que Belluse ya lo había leído con anterioridad.
—¿Estás seguro de que es lesbiana?
—Sí, ¿por qué?
—Bueno, suena como si te quisiera —comentó Belluse, algo incómodo.
—Es mi amiga.
—¿Y ella sabe que eres gay?
—Sí.
—¿Y se acuesta contigo...?
—Belluse, basta —detuvo Mathias, harto de la tormenta de preguntas.
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Entonces Belluse dejó caer una simple frase que a Mathias le hizo
experimentar tristeza y soledad a la vez:
—Los amigos no se acuestan con los amigos.
Mathias resopló, irritado.
—Y se supone que los alumnos tampoco se acuestan con sus profesores.
Entonces Belluse lo acribilló con el filo zarco de sus ojos, se levantó de
la cama y abandonó la habitación.
Mathias se desplomó sobre el lecho como una pila de ropa sucia. Sí,
sabía que Belluse tenía toda la maldita razón. Pero Belluse no sabía que era
Natascha quien había efectuado el primer movimiento en aquel extraño y
superficial juego carnal.
No eran pareja ni tampoco estaban enamorados, eso estaba claro. Pero
Mathias no se atrevía a dar el game over por dos motivos que tenía muy
bien separados. El primero, sentía cariño por Natascha y la consideraba su
amiga pese a todas las críticas que pusiera Belluse al respecto. El segundo,
la necesitaba para desahogarse aunque se avergonzara de ello. No quedaba
satisfecho y no necesitaba que nadie le explicara qué era una erección para
darse cuenta de lo forzadas que le resultaban las suyas.
Distraído, sacó un libro de su bolso. Tesis religiosas. Lo que fuera,
cualquiera cosa…
…Estas palabras de Cristo "amad a vuestros enemigos" han sido
pervertidas y deformadas por los siervos de Satanás. En esas palabras de
Jesús no se dice en ningún sitio que los cristianos deben amar a todos sus
enemigos. Si así fuera, los cristianos deberían amar al principal de sus
enemigos: Satanás…1
Mathias quería disculparse. Sabía que se le había escapado la lengua al
recordarle que él había tenido relaciones íntimas con dos de sus profesores
cainitas, estando al tanto de que ambas eran experiencias que Belluse
deseaba olvidar…
1
“La mentira antibíblica de que odiar es pecado”, por Tito Martínez.
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…Este pasaje bíblico dice bien claro que Sodoma y Gomorra y las otras
ciudades vecinas habían fornicado en pos de vicios contra naturaleza. ¿Qué
vicios contra naturaleza son esos? Desde luego no se trataba de la
heterosexualidad creada por Dios, sino de la homosexualidad, que es
un
vicio asqueroso y abominable ante los ojos de Dios…2
Belluse se había enamorado de ese primer hombre que lo había utilizado
como a un juguete, ¿verdad? ¿Cómo habría sido aquel amor? ¿Cómo podía
haber ocurrido todo? ¿Quién habría dado el primer paso? ¿Habría sido muy
diferente aquel Belluse niño del muchacho de cuerpo esbelto que había
huido de la habitación…?
…Y si bien se cuenta con suficiente evidencia histórica que prueba que
los hechos aquí narrados sucedieron en verdad, muchos se lo toman con
desdén alegando que no hay verdadera certeza empírica de que aquellas
personas estuvieran realmente emparentadas con Cristo. Se ha encontrado
el mausoleo Malory, pero, como suele suceder con el paso del tiempo, las
vasijas de plata que contenían las cenizas ya no estaban. No obstante,
cuando se procedió a derrumbar el altar y a excavar el suelo…
No pudo evitar que sus pensamientos volvieran a pasearse por la
periferia de esas imágenes lascivas que bailaban entre sus neuronas vaya a
saberse qué sensuales danzas... y sus pensamientos alzaron los brazos
hacia esas imágenes y las invitaron a bailar con ellos... hasta que
finalmente la música de la respiración se hizo más rítmica y pausada y a
Mathias lo venció el sueño y la discoteca de sus recuerdos puso el cartel de
«cerrado».
El libro se resbaló por entre sus manos y cayó al suelo, como una hoja
muerta.
…se halló una gran cámara subterránea de varios metros de largo.
2
“Sodomitas”, por Tito Martínez
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Belluse le pidió un cigarrillo al hombre que barría la alfombra de hojas
que se acumulaban en la entrada de la posada. El hombre, que se llamaba
Van, se acomodó la gorra que dejaba al descubierto su frente ancha y unas
cuantas plumillas blancas.
—¿Cuántos años tienes? —le recriminó, reduciendo sus ojos oscuros
hasta que parecieron diminutas cabezas de alfiler.
—Olvídelo... —masculló Belluse, con un gesto de su fría y pálida mano
derecha. El hombre soltó una risa áspera, meneó la cabeza y siguió con su
trabajo.
Belluse volvió a entrar en El Diablo en la Botella, que era el sofisticado
nombre que estaba pintarrajeado en el cartel de la posada con crayones de
colores, junto al menú del día y la oferta de cerveza barata.
Caía la noche y en el bar ya comenzaba a gotear el alcohol, mientras
Belluse veía sin ningún interés particular cómo la pelirroja destapaba
botellas y mezclaba bebidas con el desgano propio de la experiencia. En un
momento los ojos de ambos se encontraron y Belluse se dio cuenta de que
la mujer (porque para él era más mujer que otra cosa) tenía los ojos de un
color muy llamativo. Tal vez fuesen lentillas.
—¿Quieres tomar algo? —le preguntó ella, con su sonrisa de bufón.
—No tengo dinero.
—Vamos, ten un primavera —y le pasó un vaso de trago largo—. Se lo
cobraré luego a tu novio el alto.
—No es mi novio —declaró Belluse, paladeando el primer sorbo.
—¿Ah, no? —replicó la camarera con sorna—. Pensé que eran una
pareja en su luna de miel.
—Jamás vendría de luna de miel a un lugar tan horrible —masculló
Belluse, para que la mujer no lo oyera.
—¿Qué has dicho, pituso?
—Nada —y se levantó de un salto—. Que gracias por el trago.
Fue cuando quiso entrar en la habitación y le erró al picaporte cuando se
dio cuenta de que había bebido alcohol con el estómago completamente
vacío. Sentía como si una mano invisible le escarbara justo arriba del ojo
con una aguja de coser y la sensación agradable de calidez estomacal y leve
languidez no era más que un dolor agudo en el costado. El alcohol no le
gustaba cuando se trataba de tragos amargos, pero no había sido capaz de
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resistirse a la abrasadora dulzura de las frutas del primavera.
Mathias seguía allí en la cama. Estaba dormido. El dormitorio ya había
sido devorado por la noche y lo único que brillaba era el trozo de luna que
colgaba de la ventana y la odiosa lucecita del celular que decía que ya eran
las diez de la noche. Belluse estaba seguro de que Mathias aún no había
cenado. Bueno, él tampoco lo había hecho, pero sabía que sólo un buen
sueño le salvaría de la estupidez de haberse bebido tres partes de vodka
con el buche tan desinflado como los chicles que pegaba Nathan bajo los
pupitres del salón de Inteligencia.
Tal vez se lo imaginó, pero creyó oler la fragancia de un champú. El
aroma parecía llegarle desde la toalla aún húmeda que estaba a los pies de
la cama y que Mathias había utilizado para secarse el cabello. Belluse
frunció el ceño. Él tampoco se había bañado en más de tres días; se había
puesto la ropa limpia encima de la mugre. Se pasó la mano por el cabello y
los dedos le quedaron algo pegajosos. En silencio se quitó primero el saco
de piel, el suéter, la camiseta, los borsegos y las medias, los pantalones y la
ropa interior. Su pecho se transformó en una criatura marina plateada al ser
directamente bañado por la luz de la luna y las puntas de los rizados vellos
de su entrepierna captaron ese débil resplandor. Revolvió entre la ropa y
encontró un par de bóxers. Alzó la vista hacia Mathias y se dio cuenta de
que, a juzgar por la playera sin mangas y los pantalones, el hombre no
había planeado quedarse dormido.
Belluse encendió la luz del baño. Ya había utilizado una vez aquella
ducha y sabía que el agua tardaría un par de minutos en templarse. Eligió
un sobrecito de champú y después de verificar que la temperatura le
resultaba agradable, se metió en la ducha y corrió las cortinas.
Se estudió el cuerpo con minuciosa atención, como quien descubre algo
por primera vez, y tuvo la seguridad de que su piel y sus formas no diferían
demasiado de las siluetas de los prostitutos de Azathot que Mathias había
estado contemplando con un deseo tan evidente como las intenciones de
aquellos chicos de ser deseados.
Tal vez si... quizás... ¡No! Belluse sacudió la cabeza con desesperación y
de su cabello volaron grandes gotas de acuoso champú. Chocaron contra el
plástico de las cortinas y resbalaron hasta caer sobre los azulejos del suelo,
donde se mezclaron con el agua, le acariciaron los pies y fueron a perderse
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para siempre en su viaje por los conductos de la posada.
Entonces una pregunta comenzó a planear por entre sus rizos y penetró
por las raíces de su cabello hasta llegar a su cerebro: si ese agua era la
misma que estaba en el río que fluía bajo el puente Caronte, ¿era posible
que ya se hubiese bañado docenas de veces con el mismo agua? ¿Había
estado acaso el cuerpo sin vida de Sweet flotando por esas aguas que ahora
corrían por su cuerpo? ¿Le sería posible distinguir bajo la lente de un
microscopio una molécula de hache dos o de la última lágrima que el
agonizante muchacho hubiese derramado, antes de que la oscuridad se lo
llevara todo?
Un sollozo le atravesó la garganta: ¿y si el Asesino hubiese empezado
su tarea de purgar el país con una antelación de tres años? ¿Y si Belluse
hubiera visto el rostro de la muerte cualquiera de aquellas noches, un rostro
enmascarado y de ojos oscuros y refulgentes como la mismas tinieblas? Tal
vez habría sido su cadáver el encontrado bajo el puente Caronte, exangüe
como una cáscara vacía. Y seguramente habría otro cainita allí, esa noche,
en esa posada, junto a Mathias...
«Se llamaba Luzbel, tenía dieciséis años», le habría dicho alguien a
Mathias y a ese cainita anónimo. Pero no era así, Belluse sabía que no era
así. Belluse sabía que era él quien estaba en esa posada, en esa habitación,
en esa ducha y bajo esa agua. Belluse sabía que era él quien estaba con
Mathias. Belluse sabía que tenía que hacer todo lo posible para vengar a
Sweet y no sólo a Sweet. Belluse sabía que... sabía que si seguía allí
sentado sollozando como un idiota no iba a lograr nada más que coger un
resfriado. Se limpió la nariz, se enjuagó el pelo y salió de la ducha. A
ciegas, agarró una toalla y se secó el cuerpo rápidamente. Luego se la
enrolló en torno a la cabeza.
Mathias seguía dormido y casi tan quieto como un muerto. Estaba boca
abajo y Belluse pudo ver su espalda hincharse y relajarse con cada
inspiración. El arco de esa espalda y la curva que dibujaba su trasero le
parecieron más perfectos que nunca, junto con el trozo de piel morena que
se apreciaba detrás de la cortina de cabello negro y entre los contornos del
tatuaje. Seguramente no había sido intención de Mathias el quedarse
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dormido con las gafas puestas. Belluse se acercó lentamente a su rostro y
tiró del puente que unía ambos anteojos para que se deslizaran con
delicadeza hasta el final. Se puso las gafas ajenas y se las quitó al instante,
espantado. Se frotó los ojos para aliviarles la sensación de malestar y dejó
las gafas sobre la mesita de luz. Ahí seguía la toalla que había usado
Mathias, aún llena de su aroma. Belluse la tomó y se la llevó al rostro,
presionándola contra su nariz como si quisiera ahogarse y que lo último que
respirara en su agonía fuese ese perfume.
«Dios mío, ¿cómo pudo pasarme esto?», se encontró pensando con
desesperación, sosteniendo la toalla, de pie junto a la cama. Le resultaba
insoportable tener que dormir al lado de ese hombre que parecía tan ajeno
a su realidad... lo deseaba tan intensamente que tuvo la seguridad de que
no resistiría las ansias de recorrer ese cuerpo para verificar, para estar
seguro al menos, si la fragancia de esa piel era tan exquisita como la de la
toalla.
«¿Por qué? ¿Por qué de él?», y la toalla se escurrió lentamente por entre
sus dedos hasta volver a caer sobre el acolchado. Belluse se sentó sobre la
cama, que permanecía hecha, y se acercó hacia Mathias con el cuerpo en
calma pero con el corazón desbocado. Le apartó el cabello de la frente, los
flecos oscuros que le caían sobre los párpados cerrados y los delgados arcos
de sus cejas. Mathias tenía la boca apenas abierta y sólo acercando un
tímido dedo a su boca, Belluse pudo percibir el calor de la respiración que
fluía por entre esos labios, por entre esos dientes. Recorrió la mejilla con
ese mismo dedo… aguardando que Mathias despertara y le preguntara qué
carajo estaba haciendo y que después lo enviara a la mierda.
Pero Mathias no despertó y Belluse se aproximó a su rostro dormido y
quiso besarlo en los labios, pero luego se arrepintió y ese beso se lo entregó
a su hombro. Se le antojó duro, fuerte y tibio. Y suave. Unas pelusitas muy
claras le hicieron cosquillas en la boca. A Belluse le fascinó el color de esos
hombros morenos, dorados por el verano y deseó no estar allí sino en la
playa del wallpaper del móvil, ya fuera bajo el sol o en el mar. Pero se dio
cuenta de que lo que quería no era estar en aquella playa sin nombre, sino
en el móvil. Deseaba permanecer junto a Mathias, ir a todos lados con él,
estar dentro de él, en su bolsillo, entre sus manos. Y que Mathias lo viera
cada vez que la tapa del teléfono de deslizara...
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—Me gustas —le dijo. Mathias no respondió—. Me gustas, me gustas,
me vuelves loco... —y sin pensarlo, porque si lo hubiera pensado no lo
habría hecho, se dejó caer sobre la espalda de Mathias.
«Oh, no», pensó. Él no había querido hacer eso. «Ya está», se dijo, «ya
es tarde». Paseó sus manos por los brazos de Mathias, sorprendiéndose de
lo robustos que eran, y enterró el rostro en la concavidad del cuello y el
hombro. La tibieza de ese cuello le incitó a separar los labios y comenzar a
besarlo tímidamente, sólo rozándole. Apartó el cabello y se encontró con los
pétalos de la rosa sangrante del tatuaje. Los recorrió con los ojos, los dedos
y los labios. Quería arrancarlos de esa piel y metérselos en la boca,
engullirlos, tragarlos tal como quería hacer con su dueño.
—Mngh...
—Matt —suspiró, y la voz se quebró por la excitación, tan sutil como el
aire.
—¿Qué...? —Mathias intentó erguirse o darse la vuelta, pero se encontró
con todo el peso de un cuerpo ajeno sobre su espalda—. ¿Q—qué haces?
—Matt —Belluse jadeó y le subió la playera con ambas manos, deprisa,
haciéndole estremecer cuando sus palmas húmedas se restregaron por toda
la longitud de su espina dorsal—. Hazlo conmigo, Matt. —Mathias se volteó
de golpe y Belluse cayó de costado sobre la cama—. Aah...
Mathias se llevó la mano a la frente y se apartó el cabello de los ojos.
Intentó enfocar a Belluse con su mirada aún aquejada por la somnolencia y
cuando lo encontró se sintió de nuevo en Azathot. Por primera vez fue
plenamente consciente de que Belluse había estado en aquel lugar
ofreciéndose de forma muy parecida a las marionetas.
Belluse vestía una camiseta color caqui. Abajo sólo llevaba unos bóxers
negros. Estaba arrodillado, con las piernas levemente separadas y de la
blancura impoluta de sus muslos aún goteaba agua. La luz de la luna se
derramaba sobre esa piel blanca como si fuese almíbar y por un fatídico
instante Mathias quiso zambullirse entre esos muslos y saborear con la
lengua el almíbar, la luna y el agua...
—Belluse... —susurró. Belluse lo miró con esos ojos como piedras
preciosas, como las gemas que cambiaban de color según la posición de los
astros. Belluse alzó un brazo y quiso alcanzarlo, pero Mathias ya se había
apartado—. Yo... —musitó—, te he dicho que sólo hicieras estas cosas con
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alguien que quieras.
Algo en el interior de Belluse pareció sacudirse.
—Estoy cumpliendo —respondió. Mathias lo miró, confundido. Su cabello
mojado y fragante caía por sus hombros y diminutas gotitas chorreaban
entre las suaves ondas, paseaban por la tela de la camiseta y se perdían
por entre sus pliegues—. Te quiero.
Mathias no podía responder. No sabía mucho de amor, pero tenía el
suficiente tacto como para darse cuenta de que no debía decirle que para él
no era más que un cuerpo deseable, tal como los prostitutos de Azathot.
Igual que los prostitutos de Azathot. Calló. Se mordió los labios, buscando
unas palabras que se le escabullían por entre las cuerdas vocales.
—Matt... —pero Mathias negó con la cabeza.
—Lo siento. —No pudo mirarle a los ojos porque no sabía hasta cuándo
podría mantener atadas las alimañas que eran sus bajos instintos, esos
instintos masculinos que no habían conocido satisfacción verdadera.
Se giró otra vez y se recostó, dándole la espalda. Sabía que no podría
volver a dormirse, especialmente porque estaba muerto de hambre. Intentó
por todos los medios no escuchar los sollozos de Belluse que comenzaban a
horadarle los oídos, mas le resultó imposible. Pero ¿qué podía hacer él?
¿Follárselo sin más y ser igual a aquel hombre que lo había utilizado? No,
eso nunca. Aunque las ganas amenazaran con volverle loco.
A eso de las once menos cuarto Belluse dejó de llorar. Tal vez el
cansancio ya lo hubiese derrotado. El estómago de Mathias entonó el himno
del hambre. Se levantó en silencio y se calzó los zapatos. Un gemido que se
oyó ahogado cuando hubo cerrado la puerta le reveló que Belluse aún no
estaba durmiendo.
La única música de la que podía jactarse el bar era el tintineo de los
cubitos de hielo que flotaban a la deriva en el interior de los tragos y que se
fundían lentamente hasta desaparecer por completo. El resto de los sonidos
eran las voces de los hombres que jugaban al póker o a los dados,
repartidos en las cuatro esquinas del bar para que los gritos de unos no
molestaran a los otros, y los tacos de la extravagante camarera. Mathias se
sentó a la barra y aguardó que la mujer volviese de llevar un par de
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whiskys. Sacó de su bolsillo el celular y escribió una escueta respuesta para
Natascha: «no lo sé, no hay demasiados progresos. ¿Cómo están tú y
Santiago? Un beso.»
—¿Estás sola hoy? —le dijo Mathias a la camarera, dejando el móvil
sobre la barra. Luego agregó rápidamente—: en el bar. —La pelirroja sonrió
hasta que dos paréntesis flanquearon sus labios ensanchados con colágeno.
—Van se sentía mal y le dije que se fuera a dormir. No creo que el
dueño se pase esta noche.
—Ah.
—¿Vas a tomar algo?
—Una porción de tarta. Y agua.
—Okay —dijo. Mathias la vio entrar a lo que parecía ser la cocina—. ¿De
qué la quieres? —le gritó desde allí adentro.
—¿Cómo?
—¡La tarta! Hay de atún, de jamón y queso, pollo...
—De pollo —respondió Mathias. No se creía capaz de comer atún en un
buen tiempo. Luego de un par de minutos la pelirroja volvió con la comida y
la botella. Le alcanzó a Mathias un par de cubiertos, un pequeño canasto
con pan, las servilletas y un vaso que llenó hasta un poco más de la mitad.
—¿Cómo está tu amigo el pituso? —le preguntó.
—¿Perdón? —replicó Mathias, pasándose la servilleta por los labios. No
sabía porqué pero el hecho de que se refirieran a Belluse como su amigo le
extrañaba. La camarera hizo un gesto de impaciencia.
—El chico con el que viniste. Creo que hizo mal en tomarse ese trago.
—Es mayor de edad, puede hacer lo que quiera. ¿Te lo pagó?
—No. ¿De verdad es mayor de edad? —objetó ella.
—Bueno, es lo que él dice.
—¿Ustedes...? —entonces Mathias alzó la mirada de su plato y exclamó:
—No. ¿Damos esa imagen?
—Pues sí —contestó la mujer con una pequeña risa, cruzando los brazos
sobre el pecho—. Oye, no te ofendas.
—No, está bien... toma, cóbrate todo. —La mujer tomó el billete de
cincuenta reinas y lo contempló a trasluz. Cuando estuvo segura de que era
auténtico, lo metió en su delantal y buscó el cambio.
—¿No tienes un billete más pequeño? Son catorce reinas. —Mathias
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negó con la cabeza y la pelirroja chasqueó la lengua—. Me quitas casi todo
el cambio, tesoro... —le dijo, entregándole cinco billetes de diferentes
colores.
—Gracias —susurró él, cuando, viendo que el vaso ya estaba vacío, la
mujer volvió a llenarlo.
—Belluse —recitó, arrastrando las sílabas—. ¿Es su nombre real? —
Mathias le observó y vio que miraba la libreta en la que anotaban los
nombres de los huéspedes.
—Sí, ¿por qué?
—Porque si pones las letras de su nombre al revés, suena como
«lusebel» o «lusbel», que es uno de los nombres del diablo, ¿no? —Mathias
calló. Estaba tan familiarizado con el nombre Luzbel que había pensado que
Belluse
simplemente
lo
había
plagiado
del
enorme
repertorio
de
denominaciones demoníacas—. ¿No te habías dado cuenta? —rió la mujer,
retirando el plato vacío.
—No —admitió Mathias, sorprendido por su propia estupidez—. No lo
había notado.
La pelirroja se sonrió.
—Bueno, nadie en su sano juicio le pondría Luzbel a un hijo, creo —
comentó ella, mordiendo distraídamente un extremo de la birome.
—¿Entonces por qué me preguntas si es su verdadero nombre?
La pelirroja se quitó el bolígrafo de la boca, se dio la vuelta y comenzó a
ordenar las botellas de licor que estaban sobre un estante, aunque las
botellas ya estaban perfectamente alineadas una al lado de la otra.
—Por nada.
—Vamos, dímelo, ¿sabes algo?
La mujer se dio la vuelta, sorprendida.
—¿Qué debería saber?
—No lo sé.
Ella resopló, algo harta. Se inclinó sobre la barra y habló en voz muy
baja.
—Oye, no pienses cosas raras, ¿eh? Sólo te preguntaba si Belluse es el
verdadero nombre del chico porque eso de cambiar las letras de sitio para
hacerse un apodo está muy de moda en ciertos lugares...
—¿Qué lugares?
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La pelirroja frunció el ceño.
—Lugares que muchachos guapos como tú no deberían tener necesidad
de visitar. ¿Conociste al pituso en uno de esos sitios?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, él me dijo que no son pareja... y tú me lo confirmaste.
—Tampoco somos compañeros de sexo, ni nada por el estilo —declaró
fríamente. La mujer se incorporó y observó sin ninguna expresión en
particular.
—Es un chico bastante mono —comentó, pasándole un trapo a los
estantes. Mathias no contestó. La pelirroja hizo a un lado la libreta y siguió
limpiando la barra.
—¡Eh, Loura! ¡Tráeme otro!
—Enseguida, Tod...
Mathias la vio llenar el vaso de whisky hasta casi la mitad y colocar allí
dos cubitos de hielo que cantaron su melodía glacial. Se había quedado
pensando en eso de los nombres invertidos que daban nacimiento a nuevos
nombres. Belluse era igual a Luzbel. Tomó la lapicera de la camarera y
torció el gesto cuando al quitarle la tapa los dedos le quedaron mojados por
la fría saliva. Escribió en una servilleta «Belluse». Sobraba una letra e y la
«Z» era una «S», pero la pronunciación era casi la misma a la de «Luzbel»,
que significaba «lucero del mediodía», el nombre de Lucifer antes de que
Dios lo expulsase del paraíso para siempre.
Escribió «Sweet». El resultado habría sido igual a «Steve», de no ser por
la «W».
Escribió «Cristal», «Crystal» y «Christal». No llegó a ninguna conclusión
convincente.
Escribió «Loura», tal como decía el cartelito que llevaba la pelirroja en la
pechera. Sonrió. El verdadero nombre de la mujer debía de ser «Raoul».
Y finalmente escribió «Sugar», pero al parecer ninguno de los nombres
sonaba coherente.
Entonces se levantó de un salto de la silla y caminó rápidamente hacia
la habitación.
Mathias no sabía exactamente qué era lo que buscaba ni tampoco tenía
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la certeza de que estuviese en su bolso. Sólo estaba al tanto de que tenía
que averiguar el misterio de Sugar y su intuición le decía que la respuesta
estaba mucho más cerca de lo que se imaginaba.
Belluse dormía. No quería despertarlo y mucho menos después de lo
que había sucedido. Suspiró con desesperación y volcó sobre el suelo de
madera todo el contenido de la mochila de Belluse. Ropa sucia, nada más. Y
la Épsilon. Y el teléfono móvil, apagado.
—¡Mierda! —gritó.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Belluse abriendo los ojos. Mathias
supo que había estado fingiendo que dormía, pero no replicó—. ¿Qué
sucede?
—Me dejé el móvil sobre la barra.
—Voy a buscarlo... —dijo el chico, y se levantó de la cama y salió
habitación.
El hombre había pasado todo el día viajando. Avión, autobús y luego el
auto. Se había peleado con varias personas y hasta les había gritado.
Lo habían echado del edificio público de cierta ciudad por insultar la
lentitud del oficinista. Él había pedido perdón, se había humillado frente a
todos aquellos desconocidos, pero finalmente acabaron por pedirle, muy
pacíficamente, que por favor se fuera a la mierda, ¿que acaso no sabía que
había cientos de personas que no estaban registradas en los archivos?
Después de aquel fiasco, decidió que contaba con tres opciones:
emborracharse, emborracharse o emborracharse. La última vez que lo había
hecho había sido con Steve.
—Mierda —masculló. El camino estaba inundado y tuvo que rodear el
castillete maldito, que era como él llamaba a la Casa Madre de Garibaldi.
Detuvo el auto a pocos metros de las luces que se derramaban por las
ventanas de El Diablo en la Botella como si fuesen miel de abejas y estuvo a
punto de estacionarlo entre dos camionetas decrépitas. Se arrepintió y dio
marcha atrás. Se ubicó junto a un muy bien cuidado coche negro de formas
elegantes y sobrias. Se bajó y, picado por el mosquito de la curiosidad, se
acercó. Estaba seguro de que no pertenecía a nadie que viviese en el
castillete maldito. Se inclinó hacia las ventanillas y gracias a las luces de la
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posada advirtió que en los asientos traseros había un bolso y una caja que
parecía ser de medicamentos. El salpicadero era amplio y el panel de
mandos quedaba bien enmarcado sobre el volante; el hombre pudo ver un
pequeño reproductor de música conectado a la correspondiente entrada. Sin
encontrar nada más llamativo, se dio la vuelta y entró en El Diablo en la
Botella.
Abriéndose paso entre las mesas de los jugadores de póker, fue a
sentarse a la barra.
—¿No me vas a atender, Loura? —exclamó en voz alta. La mujer, o lo
que fuera, estaba ordenando las botellas y se dio la vuelta sobresaltada
cuando la voz del hombre le trajo de vuelta a tierra.
—¡Argus! —exclamó la pelirroja, entusiasmada.
Belluse caminó por el pasillo lentamente. El bar estaba lleno de hombres
que reían y gritaban, tal como aquella noche en que Mathias y él se habían
conocido. En la barra había un hombre sentado, charlando con la camarera.
Belluse se detuvo y parpadeó. ¿Conocía a ese hombre?
La pelirroja lo vio allí parado, sacó del bolsillo de su delantal el celular
de Mathias y se lo dio diciendo:
—Toma, pituso. Y dile a tu amigo que no se deje sus juguetitos
millonarios por aquí, que si yo no fuera tan buena no se lo devolvería. —
Entonces el hombre que estaba en la barra se dio la vuelta.
Y Belluse lo reconoció. Era el hombre de la fotografía que les había
proporcionado Christal.
Era Sugar.
—¿Qué te pasa, pituso? ¿Sigues alegre? Mira, si quieres otro trago
tendrás que mostrarme tu carnet.
Belluse apartó la mirada del hombre y tomó el celular.
—No, gracias —farfulló, sentándose a la barra—. Quiero un... vaso de
agua. Por favor.
Mientras la camarera le servía el agua, Belluse se giró apenas, rogando
que no se notara que estaba temblando.
—¿Te sientes bien, hijo? —le preguntó el hombre, cuando advirtió que
Belluse lo miraba nervioso. Asintió.
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—Toma, pituso. Y recuérdame que sólo les venda alcohol a los mayores
de edad, ¿sí?
—Soy mayor de edad —susurró, pero no estuvo seguro de haberlo dicho
en voz alta.
—¿Cómo te fue, Argus? —le dijo la pelirroja al hombre.
—Mal —respondió éste último, con un gesto agrio cuando el licor le
atravesó la garganta—. No pude averiguar nada.
—¿Y del otro se sabe algo?
—Tampoco —la mujer suspiró.
—Lo lamento.
—Sírveme otro si lo lamentas tanto.
—Oye, ¿no estarás planeando emborracharte, verdad? Mira que hoy en
la tarde hemos rentado la última habitación. Anda, hombre, déjate de
tonterías, que el chico no va a vaporizarse de adentro una botella de whisky
como en ese cuento. Al menos no de mis botellas de whisky.
El hombre sonrió humildemente y se levantó.
—Entonces cóbrate. Tendré que embriagarme en otro lado. —Y le dio un
billete de cinco reinas—. Deja. Guarda el cambio.
—Oye, Argus, no vayas a hacer ninguna estupidez...
—Quédate tranquila —exclamó. Se puso su abrigo y salió del bar.
Belluse lo vio perderse entre la magra oscuridad, luego oyó el sonido de un
motor y finalmente vio las luces de un auto serpentear por el camino y
alejarse a toda velocidad.
—¿Quieres otro vaso de agua? —le ofreció la camarera. Belluse se
sobresaltó.
—No, gracias... yo... me voy a dormir.
La pelirroja le despidió con un «bye, pituso», tomó con una mano los
dos vasos que estaban sobre la barra y los colocó en el fregadero. Se
agachó cuando vio una servilleta en el suelo y estuvo a punto de hacerla un
bollo y botarla. Se detuvo al ver que tenía algo escrito. Era la servilleta en
la que Mathias había garabateado los nombres y los apodos. La pelirroja
sonrió cuando vio su verdadera identidad descubierta en esa servilleta,
pero...
—Dios mío —siseó cuando leyó los nombres de Sweet y Sugar.
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Antes de que apoyara la mano en el picaporte, la puerta de la habitación
se abrió de golpe y Belluse quedó cara a cara con Mathias.
—¿Lo encontraste? —preguntó. Belluse sacó el teléfono de su bolsillo;
contrariamente, no se lo entregó, sino que lo abrió y comenzó a apretar
botones a diestra y siniestra—. ¿Qué sucede? —dijo Mathias, intentando
elegir con cuidado las palabras.
—Sí... —susurró Belluse, contemplando la fotografía—. Sí.
—¿Sí qué? ¿Qué pasa, Belluse?
—¡Sugar!
—¿Sug...?
—¡Cuando salí de aquí este tipo estaba ahí en la barra hablando con la
camarera y tomándose un whisky!
Mathias necesitó un par de segundos para procesar los datos.
—¿Qu...? ¿Estás seguro? —replicó. Él asintió—. ¿Le hablaste?
—No. Acaba de irse. En auto.
—¿Estaba hablando con la camarera?
—Sí.
—¿De qué hablaban?
Belluse suspiró y frunció el ceño, intentado recordar.
—De alguien. Sonaba como si Sugar estuviese buscando a alguien.
—¿A Sweet? Pero Sweet está muerto...
—La camarera dijo algo como «el otro».
—¿El otro? ¿Otro chico?
Entonces Mathias comprendió.
—Dios... —exhaló y soltó algo que Belluse habría interpretado como una
carcajada de no ser por que cuando alzó la mirada para verle el rostro,
Mathias lucía triste.
—Nos equivocamos, Belluse —dijo, quitándole el móvil de las manos con
delicadeza, quizás con demasiada. Allí estaba la foto de Sweet, con sus ojos
verdes y su sonrisa de burbujas de cristal líquido—. Parece que Sweet no
era el amante de Sugar —susurró—. Era su hijo.
—¿Hijo? —repitió Belluse y la palabra resonó en las profundidades de
sus oídos como en un eco invertido—. Entonces el chico que busca, ¿es el
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hermano de Sweet?
—Supongo que sí.
—No entiendo. Esto, ¿es importante? Quiero decir... el Asesino mató a
Sweet porque era un prostituto. Y Sweet era hijo de Sugar... —replicó
Belluse, sin comprender. A él le parecían hechos aislados, sin ninguna
relación relevante.
—Lo que nos importa no es quién era Sweet. Lo importante es quién es
Sugar. ¿No pudiste averiguar su nombre? —
—No. La camarera dijo algo como «Argos».
—Argos.
¡Argus!
—gritó
Mathias.
Revolvió
los
bolsillos
de
sus
pantalones... y sí, allí estaba, había sobrevivido al agua, al jabón y a la
digestión de la lavadora. La tinta se había corrido, pero Mathias recordaba
lo que decía antes de que eso sucediera:
Estimados Señores Belluse D. Sabik y Mathias J. Malkasten:
Esperamos que hayan pasado una noche amena y que sepan
disculparnos si alguna muestra de nuestra hospitalidad no ha sido de su
agrado. Sin rodeos, les comunicamos que los detalles de su misión les serán
dados en el día de hoy, luego del desayuno.
De nuestra mayor consideración,
Reine J. Brice, Supremo
Argus McPherson, Vice supremo
—¿Qué es eso? —inquirió Belluse, nervioso. La tensión de la situación le
hizo olvidar que su relación con Mathias estaba siendo puesta a prueba en
un circo imaginario: en la cuerda floja, haciendo esfuerzos para no caer y
hacerse papilla.
—Sugar... Argus McPherson. Ese hombre es el vice supremo de los
Garibaldi.
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Para incrementar su inquietud y exaltar sus ánimos, Belluse no dio
muestras de asombro.
—Bueno, tiene lógica. Nos contrataron para descubrir al asesino del hijo
del vice supremo.
Mathias relajó los hombros. Belluse tenía razón, ¿o no? Pero… ¿El hijo
del vice supremo de una orden religiosa había sido un prostituto?
El Asesino se había enfadado con Dross porque le había dado datos de la
Arkham Avenue y hacía dos semanas se había encontrado allí con Sweet, el
hijo del vice supremo de la Orden de Garibaldi. Sin conocer su identidad, lo
había matado. Y ahora se encontraba en un aprieto al estar siendo
investigado y perseguido por un iscariote y un cainita. Pero...
—Belluse —exclamó Mathias—, ¿los cainitas no tienen una asamblea?
—Sí...
—¿Cuánto tiempo utiliza para tomar una decisión?
—Se hacen juntas y se realiza una votación. A veces es sólo protocolo,
pero tardan trece días, ¿por qué?
—Los iscariotes tardamos quince. Sweet murió hace dos semanas. Hace
dos semanas ya habían llegado las solicitudes a Estigia y a Gólgota.
—Entonces, ¿fue un mensaje subliminal? ¿Quieres decir que el Asesino
mató a Sweet para amenazar a los Garibaldi? ¿Para impedir que nos
contrataran?
—No. Si hubiera sido así, el Asesino no se habría molestado con el
íncubo. El crimen de Sweet fue accidental, pero ese tipo debió de enterarse
de algún modo. Si no, ¿cómo me explicas que haya querido deshacerse del
cadáver lanzándolo al río Misthic? Él nunca se había preocupado por hacer
desaparecer los cuerpos.
—¿Pero cómo podría saber el Asesino que Sweet era el hijo de Sugar...?
¿Crees que Sugar… o Argus no estaba seguro aún de que era su hijo?
—Siendo un Garibaldi.
—¿Qué quieres decir? —Mathias le alargó el desgarrado trozo de papel.
Los
dos
nombres,
perfectamente
manchones de tinta azul.
Reine J. Brice, Supremo
Argus McPherson, Vice supremo
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alineados,
se
desdibujaban
entre
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—¿Brice? ¿Sospechas de Brice? —exclamó Belluse, sin poder creerlo—.
Matt, te he hecho caso en todo lo que has dicho. Fuimos a ese orfanato a
interrogar a ese niño que pensó que escribiríamos un libro con su historia
de amor y hasta tuvimos que prometerle que le haríamos justicia a ese
sacerdote. Casi muero violado por un tipo que me dices que era un íncubo,
fui contigo a ese horrendo club. ¿Cómo crees que el Asesino está en
Garibaldi?
—¡Belluse,
piénsalo
por
un
momento!
—interrumpió
Mathias,
levantándose de la cama y mirándole a los ojos por primera vez—. ¿Cómo
está Brice tan seguro de que se trata de un ser oscuro?
—Todos lo dicen —objetó. Durante el viaje habían oído en la radio lo que
había ocurrido en Inframundo. Los medios llamaban al Asesino «el ángel
exterminador». Incluso algunos afirmaban haberlo visto, rodeado por un
séquito de seres alados, elevándose hacia el cielo—. Brice es religioso, sabe
lo que dice.
—Tú lo has dicho: Brice sabe lo que dice. Para advertir el mal, hay que
conocerlo primero. Y esos pactos demoníacos… Si no es Brice, es alguien de
Garibaldi, alguien que sepa que Sweet era hijo de Sugar.
—Matt, por favor, basta —entonces Belluse se dio la vuelta, y se
escondió bajo las sábanas, dándole la espalda.
Y Mathias se quedó allí, de pie junto a la cama y con las palabras en la
boca. Cerró los ojos y suspiró. Hizo crujir las articulaciones del cuello y los
dedos, y luego se sentó sobre el colchón pesadamente. Tal vez Belluse
tuviera razón. Tal vez él estuviese tan desesperado por dar por terminado
ese caso que tantos dolores de cabeza les estaba causando que le echaba la
culpa de un montón de crímenes al primer idiota que se les cruzara en el
camino.
Rescató el móvil de entre las arrugas del edredón y contempló los ojos
verdes y vacíos de Sweet y la oscuridad abismal de los de Sugar. No se
parecían mucho, pero Mathias sabía que la naturaleza podía ser caprichosa
cuando tenía ganas. Juntó las cejas. Había algo curioso en esas imágenes.
Pronto se dio cuenta, desilusionado, de que tan sólo era el pelo de Sweet.
Sucedía que simplemente en la primera fotografía lo llevaba más largo y
Mathias se preguntó si podía ser posible que Sugar, o mejor dicho, Argus
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McPherson, hubiese confirmado su paternidad gracias a un único cabello de
su hijo Steve.
Se recostó de espaldas a Belluse y se encontró pensando qué se sentiría
ser padre. Si las cosas seguían así, él jamás lo averiguaría. Esa idea le
entristeció un poco. Pensó en Natascha. Pensó en ese placer incompleto que
ella le había proporcionado en más de una ocasión y pensó en las veces que
se había imaginado que estaba en la cama con Santiago o con cualquier
otro hombre.
Tal vez debería haberle dado el gusto. Tal vez debería haberla follado sin
condón. Porque sí, Mathias no era idiota y se había dado cuenta de sus
intenciones.
Natascha era hija de Deliverance Gray, una de las cocineras de Gólgota
que había fallecido hacía ya cinco años. Hija de aquella mujer y de, según
decían los rumores, un sacerdote iscariote. El escándalo había causado que
echaran a la cocinera en su quinto mes de embarazo y la obligaran a
abandonar el país para mantener sin tacha el honor de la orden. Mathias
sabía que era una estupidez, pero se sentía culpable y avergonzado de
pertenecer al mismo círculo de personas que le habían exprimido la vida a
la señora Deliverance, aunque él no hubiese tenido nada que ver con el
asunto. Natascha decía que esas eran cosas del pasado, mas era en ese
momento cuando se acercaba a Mathias, le echaba los brazos al cuello, se
sentaba sobre sus piernas y comenzaba a desabotonarle la camisa. Sí, era
posible que después de todo él acabara con Natascha... aunque tuviera que
imaginarse a los prostitutos de Azathot cuando estuviesen en la cama. Y así
Natascha podría quedarse en el país y ¿quién podía saberlo? Tal vez él
averiguara qué se sentía tener un hijo. Con esos nefastos pensamientos
dibujando espirales sobre su cabeza, Mathias consiguió dormirse por fin.
Pero Belluse no dormía. Belluse permanecía en un estado de alarmante
vigilia que amenazaba con no dejarle pegar un ojo en el resto que quedaba
de noche. Durante los últimos seis días de deliberación de la Asamblea él
había sido sometido a una serie de tediosos análisis rutinarios para
constatar que estuviese en condiciones de emprender su primera misión
como cainita. Si bien su glucosa estaba donde debía estar, tenía que comer
más carne y tomar más leche. Entonces el doctor había querido saber de
qué se estaba riendo. Belluse se había mordido los labios y le había
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preguntado si estaba todo en orden y si ya podía irse.
Entonces... si el test del coeficiente intelectual había dado como
resultado un número que había sorprendido al psicopedagogo y al profesor
de matemáticas, ¿cómo carajo podía ser posible que Belluse no se hubiese
dado cuenta de eso antes?
Mathias había razonado por el camino equivocado, pero en una cosa
tenía razón.
No sólo estaba en Garibaldi: también era Brice.
¿Cómo podía ser posible?
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Capítulo ocho: UNA NOCHE DE ENGAÑOS
Mathias se despertó en algún momento de esa franja horaria que puede ser
clasificada como muy tarde o como muy temprano. Fuera como fuera, le
pareció que era excesivamente temprano y que estaba demasiado despierto
como para intentar dormirse de nuevo. Cuando abrió los ojos no supo qué
era lo que estaba mirando. Luego enfocó bien la vista y supo que lo que
estaba mirando era el cabello de Belluse.
Quiso moverse y fue en ese instante cuando se dio cuenta de que tenía
el brazo alrededor de su cintura. Durante la noche se había dado la vuelta,
había quedado apoyado sobre su costado derecho y había abrazado a
Belluse con el brazo izquierdo. Entonces intentó apartarlo y descubrió que él
también le mantenía sostenido el brazo. Pero Belluse estaba dormido y
Mathias
pensó
que
nunca
en su
vida
había
tenido
el
sueño
tan
distorsionado.
Se levantó cuidadosamente para no despertarlo y miró por la ventana.
El cielo estaba en llamas, hecho sólo con cuatro pinceladas de colores. El
oro sólido que brillaba en el horizonte pronto se alzaría esplendorosamente
sobre el valle, fundiéndose y volcándose como mantequilla. Recordó que en
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la Casa Madre de Garibaldi siempre era de noche y ese pensamiento le
produjo una leve sacudida de excitación o nerviosismo, como las que
siempre le aquejaban cuando, años atrás, los profesores les hacían formar
fila para entregarles los resultados de los exámenes.
Mathias había nacido con ese sexto sentido para todo lo relacionado con
la mística y esa habilidad había sido la delicia de sus profesores y la envidia
de sus compañeros. Atosigado por el rechazo y el fanatismo, sus aptitudes
habían quedado sin desarrollar por completo, cosa que a él no le causaba la
más mínima inquietud. No podía desear algo que no conocía y que podía
llegar a ser tan útil como peligroso. Él era Mathias Malkasten y tenía sutiles
talentos que en los otros ni siquiera llegaban a ser sutiles. Y al que no le
gustaran sus sutiles talentos... bueno, podía irse a la mierda.
Limpió los anteojos con un pedazo de sábana. Hoy llamaría a Brice para
solicitarle una entrevista, pero antes tenía que desayunar. La verdad era
que no tenía ninguna gana de hablar con Brice y descubrió que Brice nunca
le había convencido del todo...
«¡Todos le dan la espalda a Dios! ¡Todos afirmaban que ni Dios ni el
diablo tenían cabida en ese mundo tecnológico y corrupto!»
En eso Mathias tenía que darle la razón, pero... ¿por qué había
mencionado Brice al diablo? Normalmente los religiosos no lo mencionaban
demasiado, ni siquiera en las homilías. Pero si se creía en Dios, era una
hipocresía desdeñar la existencia del demonio. Él siempre había estado allí,
como figura antagónica, como el color negro que no podría existir por
completo si no contara con la presencia enemiga del color blanco.
Fue al baño a orinar y cuando salió vio que Belluse tenía los ojos
abiertos.
—Son las siete de la mañana —dijo el muchacho con la voz ronca.
—Siete y cuarto —corrigió Mathias. Se agachó junto a él y dijo—: ¿te
sientes bien?
Belluse frunció el ceño y Mathias supo lo que estaba pensado.
—¿Por qué debería sentirme mal?
«¿Quizás porque anoche me dijiste que me querías y me ofreciste sexo,
pero yo te rechacé porque no te amo y tampoco quiero herirte?»
—Tienes razón —exclamó Mathias, irguiéndose. Conque así funcionaba
Belluse: ahora fingiría que no había sucedido nada—. ¿Vamos a desayunar?
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¿O quieres seguir durmiendo?
No era la pelirroja quien estaba en la barra esa mañana, sino Van.
Belluse se sintió de malhumor al recordar el tono grosero que había
utilizado con él ese tipo cuando le había pedido un cigarrillo, siendo que él
ya tenía la edad para fumar, beber e ir a la cárcel. Siguió a Mathias y se
sentó frente a él en una de las mesas. El bar estaba casi vacío, sólo había
un viejo campesino sentado en la otra punta de salón, con el periódico en
las manos y un jarro de café en la mesa. El bar le pareció a Belluse
inusitadamente silencioso. Lo único que se oía eran las hojas del periódico
cuando el campesino las pasaba y el lejano regurgitar de alguna antigua
máquina de café.
—Dos desayunos —le dijo Mathias a Van, cuando el hombre se hubo
acercado con cara de pocos amigos y arrastrando los pies—. Tres —rectificó
luego.
—¿Tres? —replicó Van—. ¿Esperan a alguien?
—No, pero mi amigo tiene que reponer energías —explicó. Belluse alzó
las cejas al oír que lo llamaba «su amigo». No quería ni necesitaba su
lástima. Entonces algo dentro de su cerebro pareció hacer «¡clic!» y
comenzar a funcionar como un sofisticado mecanismo de relojería.
—Matt —susurró. Mathias alzó la mirada y le dedicó algo muy parecido a
una sonrisa—. ¿Tú sigues sospechando de Brice?
—No lo sé —respondió, suspirando—. Supongo que no. Siento lo de
anoche.
—Yo sí —reveló Belluse. Mathias abrió los ojos como platos y sus cejas
casi se tocaron por encima del puente de su nariz.
—¿Cómo?
—Bueno, es que... esa noche yo dormí contigo y hablamos de muchas
cosas ¿recuerdas? Te conté que me había prostituido. Y te besé.
Mathias tuvo que apartar la vista.
—¿Y...? —Belluse comenzó a hacer aspavientos con las manos. Las
palabras le costaban un esfuerzo tremendo. No porque no las hallara, sino
porque no quería hallarlas y eran ellas las que iban tras él.
—Si alguien nos hubiera visto, ¿tú crees que habría pensado que
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nosotros...?
—Sí —contestó Mathias. «Qué pregunta estúpida», habría agregado,
pero se contuvo—. ¿Por qué?
—Porque nos vieron, Matt.
—¿Qué?
—El ángel, ese que estaba en la habitación… —Belluse comenzó a
alterarse y a contagiarle a Mathias el nerviosismo—, sus ojos... los ojos del
ángel, Matt...
—¡Maldita sea!
Mathias golpeó con el puño la mesa y ésta se sacudió con un estrépito,
sobresaltando a Belluse y al anciano campesino. Van salió de la cocina con
los tres desayunos en una bandeja y bromeó:
—Hey, problemas de pareja aquí no.
—¡CÁLLESE LA BOCA! —gritó Mathias.
Van casi tiró la bandeja, sobresaltado.
Entonces
era
Brice
y
Mathias
no
estaba
loco.
Brice
tenía
los
conocimientos necesarios para llevar a cabo un pacto demoníaco superior,
para tratar con íncubos y demonios y para crear una esclava de ultratumba
que le asistiera en su repulsivo trabajo.
—El azúcar —susurró Belluse. Mathias miró los pequeños sobrecitos que
descansaban sobre la mesa—. No. En el despacho de Brice, ¿recuerdas?
Había un jarro con azúcar…
Van farfulló una disculpa y sirvió el café, la leche y los bollos.
Era Brice quien había matado a Sweet y al descubrir que era hijo de
Argus McPherson había arrojado el cadáver del prostituto al río. Pero la
carne pertenece a la tierra y el agua había arrastrado el cuerpo del
muchacho a sus orillas y, Mathias sólo podía imaginárselo, Sugar había
reconocido aquellos ojos verdes como los de su hijo Steve. Entonces habían
llegado ellos dos, Belluse y él, y Brice había temido ponerse en evidencia
con sus palabras y sus gestos. Así lo había hecho aquella mañana que ahora
parecía tan lejana...
«Parece que a su joven amigo le gusta mucho el budín de naranja.»
Porque sí, era cierto que Belluse era joven, era cierto que Belluse tenía
un apetito voraz, lo que no era cierto, porque simplemente no podía serlo,
era que dos completos desconocidos que hiciesen amigos en tan sólo una
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noche.
Reine Brice los había visto.
Y por eso los había sorprendido en la miserable habitación de aquel
hotelucho.
Y Mathias recordó las primeras palabras que les había dirigido el
Asesino:
«Dos pájaros de un sólo tiro.»
Luego de haber recibido el llamado de Loura, Argus McPherson guardó
su celular en el bolsillo y salió de su despacho a toda prisa.
—¿No va a desayunar, señor? —le preguntó una de las criadas, al ver
que seguía de largo por el comedor.
—Tengo prisa, Ellin. ¿No sabes cuándo vuelve Reine? —la mujer se
encogió de hombros y negó con la cabeza.
—No tengo idea. Dejó dicho que tenía que encargarse de unos asuntos
en Gimnos, ya sabe usted que su hermana se encuentra delicada de salud.
—Sí, claro...
—¿Va a estar aquí para el almuerzo? —Ellin le contempló con su anciano
y pálido rostro insuflado de esperanza.
—Tal vez —respondió él, quizá algo conmovido—. Adiós, Ellin —y sin
decir más, siguió su camino.
Hacía más de diez años que Ellin no se daba el gusto de ver la mesa
rebosante de delicias. Y hacía casi cincuenta que no preparaba un banquete
de fin de año o de Navidad... o de Pascuas. La Orden de Garibaldi estaba
agonizando y todos lo sabían. Y Reine Brice estaría feliz cuando finalmente
muriese. Cuando eso sucediera, pues... McPherson sabía que Reine Brice se
largaría de allí como alma perseguida por el diablo. Se compraría una
pequeña casa en Erobo Beach o en Pruslas y montaría su propia tienda de
joyas. Él amaba las joyas. Sí... cuando por fin Garibaldi se evaporara como
una bolita de mercurio en una llama, Reine Brice estaría feliz de correr hacia
Luxor para negociar con Perial SRL o bien para contratar un contable.
—Buenos días, señor —le saludó el guardia de la entrada.
—Sí, claro —fue la respuesta de McPherson, sonriéndole al hombre con
sarcasmo. El guardia le devolvió la sonrisa indulgentemente.
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Pero cuando Argus McPherson puso un pie fuera de los siempre oscuros
territorios de Garibaldi, pensó que después de todo el hombre sí tuviese
razón. El astro rey reclamaba su trono en el firmamento teñido de celeste y
unas pocas nubes muy blancas flotaban a su alrededor, tan inofensivas
como los insectos que pululaban entre los pastos mojados. Tal vez sí fuese
un buen día.
Belluse vio a Mathias apartar la vista cuando lo descubrió mirándole
mientras se cambiaba de ropa. Un intenso calor le abrasó las mejillas al
momento en que sus ojos claros se encontraron con los oscuros de Mathias,
que parecían estudiarlo silenciosamente, como si intentaran descubrir un
lunar sobre la pálida piel... o una mancha, o un grano juvenil.
No había nada. La piel de Belluse estaba perfectamente limpia. Las
largas piernas de muslos suaves recibieron la caricia del cuero y el torso y
los brazos se vieron envueltos por una camisa gris.
Mathias jugaba distraídamente con el móvil, pasándolo de una mano a
otra. Belluse se calzó las botas.
—¿Vas a llamar a Garibaldi para hablar con Brice? —le preguntó, sin
hacer caso, atándose los cordones. Mathias levantó la mirada y un par de
esmeraldas redondas le devolvieron el gesto—. ¿Qué sucede?
—Tenemos que hablar —susurró Mathias. Belluse se irguió y lo miró,
nervioso, enredando la mano por el cabello.
—¿De qué?
—El Asesino de Vierne intentó matarnos por dos motivos: porque sabía
que lo estábamos persiguiendo y porque los dos somos... homosexuales —
explicó, contemplando atentamente las vetas doradas del suelo de
madera—. He pensado que podríamos tenderle una trampa para atraparlo.
Pero para eso necesito tu colaboración. Si no quieres, yo... no voy a
obligarte a nada.
Belluse juntó sus cejas. No podía dar crédito a sus oídos, ¿eso
significaba que Mathias quería...?
—¿Montar un numerito para provocarle? ¿Vas a utilizarme como cebo?
—¡No! —gritó Mathias. Belluse se cruzó de brazos.
—¿Entonces? Explícate, Mathias, porque no te entiendo.
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Y Mathias suspiró, para intentar tranquilizarse.
—Los dos seremos el cebo, no podría dejar que corrieras el peligro tú
solo. Estaremos en igualdad de condiciones.
Belluse relajó el gesto, pero no bajó la guardia.
—Está bien. No sé si dará resultado, pero... sea como sea, no estaremos
en igualdad de condiciones.
Entonces unos golpes les hicieron sobresaltarse. El celular de Mathias
cayó al piso y Belluse sacudió los hombros.
—¡Diga!
—Señor Malkasten, señor Sabik.... alguien los busca —exclamó la voz de
Van, del otro lado de la puerta.
Mathias la abrió y bajó la vista para observar al otro empleado de la
posada.
—¿Quién?
—Ha dicho que se llama Argus McPherson.
Era la segunda vez que Belluse lo veía, pero era la primera para
Mathias. El vice supremo de la Orden de Garibaldi estaba sentado
exactamente en la misma mesa donde habían estado ellos dos hacía menos
de una hora. Bebía un café cuyo aroma perfumaba todo el bar y que hizo a
Belluse le dieran ganas de desayunar por tercera vez. Miraba por la ventana
y Mathias vio que movía la pierna derecha para aliviar la tensión. Ese simple
gesto le provocó una oleada de nerviosismo. Ese hombre era la clave para
resolver el caso del Asesino de Vierne. Ese hombre tenía las respuestas. Y
ellos sólo debían hacerle las preguntas.
Argus McPherson giró la cabeza al oír los dos pares de pasos y se puso
de pie al ver a las dos personas que su superior y amigo, Reine Brice, había
contratado hacía poco menos de un mes.
—Señor McPherson —dijo el más alto—. Soy Mathias Malkasten, de la
Orden Judas Iscariote.
—¿Tú eres el chico de ayer, cierto? —le preguntó, estrechándole la
mano.
—Sí. Soy Belluse Sabik, de la Orden de Caín —contestó Belluse. Él y
Mathias obedecieron el gesto de Argus McPherson y se sentaron frente a él.
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—Bueno, supongo que ya saben quién soy yo —dijo el hombre,
alargando algo que a Belluse le pareció una servilleta de papel garabateada.
Miró a Mathias, que asintió—. Argus McPherson, vice supremo de la Orden
de Garibaldi.
—Sugar —recordó Belluse. McPherson bajó la mirada, alzando las cejas,
como si quisiera evitar ese tema. Pero ese tema era el nudo del asunto y ni
Belluse ni Mathias iban a pasarlo por alto.
—Sí.
—¿Sweet era su hijo, verdad? —inquirió Mathias, dubitativo.
Aquella conversación resultaba delicada. Aceptar que era padre de un
chico que se había prostituido para vivir no era algo que todos los hombres
tuvieran en su lista.
—¿Cómo lo sabe? —replicó Argus McPherson, frunciendo su ceño, al
parecer en señal de pura sorpresa y turbación.
—Lo suponíamos —repuso Mathias—. Christal fue muy claro cuando
habló con nosotros: nos dijo que usted conocía a Sweet hacía un año, pero
que jamás había sido su cliente, ¿me equivoco?
—¡Por supuesto que no! —se escandalizó McPherson.
Belluse miró a Mathias y Mathias supo que la lengua le había
traicionado.
—Le creemos —intervino Belluse y Mathias dejó que hablara—. Nos
dimos cuenta de que Sweet era su hijo, pero ¿él lo sabía?
—Ni yo mismo lo supe hasta después de su muerte. No quería
ilusionarlo en vano, ¿sabe? Para alguien como él, encontrar a su padre...
Pero yo lo descubrí demasiado tarde. Cuando los resultados del ADN
estuvieron listos, Steve ya había desaparecido.
—Lo lamentamos —susurró Belluse y él y Mathias se vieron en la
obligación de bajar la cabeza.
—No lo lamenten, no tienen la culpa. Si alguien es culpable, ése soy yo.
—No es así, señor McPherson —apremió Belluse—. Christal nos dijo lo
bueno que era usted con Sweet, que usted intentaba evitar que... se
prostituyera... —Belluse se mordió la lengua. No habría querido decir esa
maldita palabra, pero la maldita palabra había acudido a su boca y había
exigido ser presentada y saludar a los invitados. Maldición. Pero McPherson
tenía que aceptar que esa era la verdad. Si se sentía ofendido, bueno... allá
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él. Ni Mathias ni Belluse podían hacer nada para alivianarle la culpa porque
sabían que les resultaría imposible. El diablo en la botella no era un
consultorio psicológico. Y ellos dos debían mantenerse en sus trece.
—¿Cómo va la investigación? —preguntó McPherson, terminándose su
café de un sorbo.
—Bien —respondió Belluse.
—Mejor de lo que querríamos —espetó Mathias, subiéndose los anteojos
con el dedo medio. McPherson lo contempló, extrañado.
—¿Cómo dice?
—Matt —Mathias no hizo caso. McPherson blandió la desconcertada
mirada de uno hacia otro.
—Tenemos motivos para sospechar que Reine Brice está detrás de los
asesinatos.
Por un segundo, McPherson no movió ni un músculo, se mantuvo
impasible, devolviéndole la mirada a Mathias con sus ojos oscuros y
cansados. Cuando hubo procesado la información y captado la idea, frunció
apenas el ceño y encogió las mejillas en pleno gesto de persona que cree no
haber oído bien.
—¿Perdón...?
—Sí, sé que suena terrible, pero...
—¿Se da cuenta usted de lo que está diciendo, señor Malkasten? —
exclamó el hombre, sin atreverse a dar crédito a las palabras de Mathias.
—Perfectamente —replicó él, tal vez algo molesto—. ¿Cree que ha sido
fácil para nosotros?
—¿Cómo es que...? Explíquense, por favor.
Ninguno de los dos habló. Belluse ya se había decidido a hacerlo cuando
Mathias se antepuso:
—Bueno, creo que es evidente que este asesino escoge a sus víctimas
de forma muy... morbosa.
—Sí, lo sé —soltó McPherson, bajando la mirada y Belluse supo que
estaba pensando en Sweet y en su oficio.
—Asesinó una bruja que practicaba la magia negra, un violador, los
sectarios de Vierne y los prostitutos de Azathot. Y entre ellos, a Sweet. Pero
este asesino jamás se deshacía de los cadáveres. Entonces, ¿por qué lanzó
el cuerpo de Sweet al río?
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—Eso que está diciendo es ridículo, ¿sólo por eso piensa que Reine mató
todas esas personas? Discúlpeme señor Malkasten, pero sus razonamientos
me parecen absurdos...
—Nos encontramos con un íncubo. Era su aliado. Se comunicaban
mediante una jezabel.
—Y hay más —recordó Belluse, sabiendo que si él no lo decía, Mathias
no lo haría—. El asesino también está atrás de los homosexuales. Y por eso
ha intentado matarnos a nosotros dos.
Los ojos de McPherson volvieron a balancearse nerviosamente desde los
de Belluse hacia los de Mathias y viceversa.
—La primera noche que pasamos aquí —explicó Belluse, mirando la
lejana silueta de la Casa Madre de Garibaldi— ¿Me equivoco al creer que
nuestra habitación estaba siendo espiada?
McPherson titubeó.
—No.
—Bien —detuvo Mathias, nervioso—. Ya tenemos un plan en proceso y
lo llevaremos a cabo esta noche.
—¿Qué plan? —interrogó McPherson, mirando gravemente.
—Vamos a tenderle una trampa a Brice.
McPherson suspiró y se miró las manos.
—Yo no... no puedo creer lo que me están diciendo.
Mathias estalló.
—¿Y cree que nos ha resultado agradable aceptar que el mismo tipo que
nos contrató fue el mismo demonio que nos quiso matar y no llamó
«sodomitas»? —protestó—. Porque es cierto, señor McPherson. Recorrimos
todo el país en busca de información porque su amigo, el señor Reine Brice,
ni siquiera se molestó en preparar un dossier para orientarnos. ¡Mi
compañero Belluse casi muere asesinado por ese íncubo cuando...!
—Bueno, bueno ¡basta! —acalló el hombre, harto—. ¿Qué van a hacer,
entonces? ¿Cómo van a demostrar que Reine es culpable? —preguntó,
escupiendo la palabra «culpable» como si fuera veneno—. ¿Qué tengo que
hacer yo?
—Usted no tiene que hacer nada. Sólo acompañarnos a Garibaldi.
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No les extrañó que en el castillo fuera de noche, ya que en el resto de
Magdala también lo era. El comedor de Garibaldi era una espaciosa sala
rectangular ocupada por una larga mesa que se veía ridícula con tan sólo
cuatro juegos de copas. Belluse, Mathias, Brice y McPherson. Ya habían
estado en esa mesa en una ocasión, aquel desayuno en el que Brice se
había delatado en contra de su voluntad, pero esa noche Belluse y Mathias
ya habían comido en la posada. Dieron cuenta de varios trozos de carne
asada y como siempre, o casi siempre, Belluse había comido el doble.
Mathias no lo notaba nervioso, pero quizás sí algo callado y distante.
Lo cierto era que Belluse prefería no pensar. Así lo habría deseado, pero
lograrlo le resultaba tan difícil si no absurdamente imposible. Esa noche
Belluse tendría que invocar a Luzbel, pero ¿realmente quería hacerlo?
Debería decidirse pronto si no quería que la indecisión le ganara aquel
intrincado juego de ajedrez. ¿Qué haría Mathias? ¿Qué piezas elegiría? ¿Las
blancas... o las negras? Belluse no podía saberlo, pero quería ser él quien
diera el jaque mate. Quería ser él quien ganara. Pero no sabía si debía jugar
como Belluse... o como Luzbel. ¿Podría jugar como Luzbel? Si lo hacía, se
haría un favor a sí mismo y un favor a la misión que debían llevar a cabo.
Luzbel corría peligro de perder, pero no tanto como Belluse. ¿Y qué pasaría
con Belluse? Oh, Belluse se dejaría llevar, Belluse se entregaría sin dudas ni
remordimientos a cualquier alfil despiadado o a cualquier soberano que
intentara someterle.
Belluse era vulnerable, sí, pero al igual que Luzbel, conocía las reglas
del juego.
Cerró los ojos, se mordió los labios y apretó los puños. ¿Qué haría?
¿Con qué personaje iniciaría la partida?
—¡Señores! —les detuvo una voz suave. Una anciana minúscula alzó la
cabeza para poder mirarles a los ojos—. ¿No desean cenar?
—Ya hemos cenado, gracias —se disculpó Mathias, con una sonrisa que
le costó un esfuerzo colosal.
—Oh... —la anciana pareció decepcionarse un poco—. De acuerdo, pero
si desean algo no duden en tocar mi puerta, ¿eh? Es la que está justo abajo
de la oficina del señor Reine.
Abajo.
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—Señora, ¿dónde encuentra el supremo?
—En Gimnos. Supongo que volverá esta noche o mañana por la mañana
—le respondió ella—. Con su permiso.
La criada comenzó a alejarse pasillo arriba.
Mathias se quedó varios segundos aferrando la puerta, pero entonces, la
soltó. Belluse había preguntado dónde estaba Brice y había esperado que la
mujer respondiera «en su estudio» o «en la biblioteca».
—¿Brice no está en Garibaldi? —susurró Belluse en voz baja.
—Shhh. Entremos a la habitación.
—Pero...
—¡Podemos hablar en el baño!
Mathias le dirigió una mirada cómplice. Abrió la puerta y entró en el
dormitorio. Las lámparas estaban apagadas. Cuando una cálida luz pintó
toda la habitación de dorado, Belluse se dio cuenta de que él también debía
entrar.
Mathias dejó su bolso en el suelo y se sentó sobre la cama. Belluse cerró
la puerta del dormitorio, sin quitarse su mochila de los hombros.
—Voy al baño —dijo Mathias—. Belluse, ven un momento —le llamó
luego desde el baño. Belluse apoyó la mochila sobre la cama y, todavía
nervioso entró y cerró la puerta detrás de sí.
—Brice no está en el castillo —susurró. Mathias le puso la tapa al
sanitario y se sentó—. Matt...
—Sí, ya lo oí.
Belluse abrió la canilla y, sin saber muy bien porqué, se lavó las manos
y las secó con la toalla blanca que colgaba de un gancho dorado. Su
siempre pálido rostro le devolvió la mirada desconcertada desde el espejo
del lavabo. Pero, ¿quién era el que le miraba? ¿Belluse o Luzbel?
—¿Crees que McPherson no lo sepa? ¿O que la criada esté equivocada?
—preguntó Mathias.
—No lo sé. McPherson debería saberlo, ¿por qué no nos dijo nada?
—Porque no nos cree.
—¿Qué vamos a hacer entonces? —quiso saber Belluse.
—Por ahora, nada.
Salieron del baño.
La valija que Mathias había dejado en aquella habitación seguía allí,
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junto con el bolso de Belluse.
El chico seguía igual de cortado. La mayor parte de su conversación
habían sido monosílabos y sólo si Mathias hacía una pregunta antes.
Sí, Belluse tenía que admitirlo: estaba decepcionado. Le resultaba
patético, pero eso de tener que volver a jugar como Luzbel no había
terminado de desagradarle. Mathias le gustaba y no podía evitarlo. Habría
deseado no haberle preguntado a esa anciana dónde estaba Reine Brice...
Si no lo hubiera hecho, quizás... Levantó la mirada del suelo: Mathias
estaba sentado en su cama sobre las rodillas y miraba por la ventana, como
esperando que en cualquier momento el Asesino de Vierne diera un triple
salto mortal y entrara en la habitación vociferando «¡esta vez no se me
escaparán, repugnantes sodomitas!»
Pero Mathias tenía la vista fija en una luz lejana que se acercaba por los
terrenos que rodeaban el puente levadizo. La luz se apagó.
—¿Qué hay? —inquirió Belluse al ver que Mathias sacaba casi medio
cuerpo por la ventana.
—Un auto, asómate. No… no, ya no está…
—¿Un auto? —Belluse se inclinó de todas formas. Naturalmente, no vio
nada—. ¿Reine Brice?
—Tal vez. Hay que asegurarse.
—¿Quieres que vaya a ver? —susurró Belluse. Mathias giró y le miró
nerviosamente.
—Ve.
Belluse, obedeciendo, se bajó de la cama, salió del dormitorio y lo dejó
solo.
Belluse se apoyó contra la puerta y suspiró. ¿Qué estaba haciendo?
¿Acaso eso que sentía por Mathias era más grande que su orgullo?
«¿Qué orgullo?», se preguntó a sí mismo. El orgullo se lo había
arrancado Kevin Stanford a latigazos y el poco que le había quedado estaba
en esa habitación de la que él acababa de salir... adentro de su bolso, junto
a su disfraz de sirvienta.
Entonces Belluse lo supo: esa noche no sería ni Luzbel ni Belluse. Si
Reine Brice era Reine Brice, tal como si no lo era, Belluse volvería a ese
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dormitorio donde Mathias lo aguardaba y si era necesario, le mentiría.
Bajó las escaleras casi flotando por los escalones y se detuvo al oír una
voz conocida.
—¿Cómo ha estado el viaje, Alice? —La voz era de la anciana de antes,
de la criada. Y la persona que estaba con ella, pudo ver Belluse, escondido
detrás de un muro, era una mujer de mediana edad, de largo cabello color
trigo.
—Algunos caminos siguen inundados, pero bien. ¿Cómo está Reine?
—Sigue en Gimnos. Ha llamado hace un rato, Rubinstein está bajo el
agua. ¿Qué quieres cenar?
—Tú siempre tan atenta, Ellin... cualquier cosa que puedas calentar.
—¡Atenta! —replicó la anciana criada—. ¡Aburrida! ¡Así estoy! ¡Cuando
entré a trabajar aquí hace cincuenta años todo eran fiestas y banquetes!
¡Ahora gracias si puedo preparar un desayuno para los invitados!
—¿Hay invitados?
—Sí, esos muchachos que contrató Reine. Han llegado hace ratito, ¡y ni
siquiera quisieron comer!
—¿Y Argus?
—Terminando de cenar.
Las dos mujeres se perdieron por un corredor y Belluse se quedó allí,
aguardando a que de un momento a otro apareciera Reine Brice, vestido de
Asesino, o vestido de supremo. No le importaba. Pero Brice no apareció.
«¿Qué haré?»
Podía decirle a Mathias que no había podido averiguar nada y rogar que
deseara llevar a cabo el plan a pesar de todo. O bien podría mentirle
completamente y decirle que había visto el rostro enmascarado de la
muerte escabullirse por los pasillos del castillo. Y entonces sí que Mathias no
dudaría. Y daría comienzo a la farsa. Y Belluse estaría encantado de
participar y llevarse todos los aplausos y con ellos, si había suerte, tal vez la
victoria.
Giró sobre los talones y subió las escaleras.
Antes de haber abierto la puerta de la habitación, ya había decidido qué
hacer.
—¿Y? —preguntó Mathias, ansioso.
Belluse se mordió el labio inferior. Y asintió.
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Mathias se sintió sacudido por dos emociones a la vez: por un lado había
esperado que Belluse respondiera que no. Habría suspirado del alivio y se
habría tirado sobre la cama, procurando conciliar el sueño. Por el otro,
bien... no estaba seguro, pero sabía que a veces la solución más fácil pocas
veces era la correcta. Intentó por todos los medios no levantar la vista
hacia los ojos del ángel. Habría resultado mucho más fácil si...
—Apaga la luz —le pidió a Belluse. El largo y blanco dedo le erró al
interruptor, pero finalmente la habitación quedó a oscuras. Sí. Excelente—.
Acércate... —la voz salió espesa y burbujeante, como de una canilla
estrangulada.
Belluse se quedó inmóvil. Deseaba gritar que era mentira, que Reine
Brice aún no había llegado a Garibaldi. No lo hizo, porque en realidad no lo
deseaba con tanto fervor como para hacerlo. Y si se desmentía, tendría que
dar explicaciones y tampoco quería hacerlo. Mathias le había pedido que se
acercara. Belluse, en medio de esa oscuridad despiadada, no podía
distinguir la expresión de su rostro. Mejor así. Porque si él no podía ver a
Mathias, Mathias tampoco podía verle a él.
«Luzbel... ¿dónde estás? Luzbel, te necesito.»
Pero Luzbel no llegaba y Belluse se había olvidado de que Luzbel sólo
hacía su gloriosa aparición después de un par de tragos de vodka.
—Belluse, ¿qué pasa?
—Nada.
Belluse suspiró y dio el primero paso hacia la cama. Esos pasos fueron a
la vez los mejores y los peores de su existencia. No podía ver nada. Mathias
era sólo una sombra oscura proyectada sobre la cama. Mathias era una
respiración intranquila que se oía en medio del silencio. Engullido por la
oscuridad, aquel hombre no era más que eso y Belluse se sintió agradecido
con esa oscuridad. En ella todo era más fácil.
Se quitó las botas y se subió a la cama, apoyando primero las rodillas, y
entonces la sombra y la respiración que eran Mathias alargaron un brazo y
se lo apoyaron en el hombro y Belluse recordó que estaba en la cama junto
a la persona que quería. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la negrura y
las líneas del rostro de Mathias se iban dibujando frente a ellos lentamente.
Belluse se fue inclinando sobre su cuerpo hasta quedar recostado por
completo.
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—¿Crees que debimos decirle a McPherson lo que planeábamos hacer?
—le susurró al oído.
—Shhh —acalló Mathias, tomándolo de la cintura.
Las entrepiernas se rozaban y Luzbel saltó en el pecho de Belluse.
Luzbel era Belluse y Belluse era Luzbel. Y si Belluse quería a Mathias, Luzbel
también lo hacía. Belluse sonrió, pero fue Luzbel quien se irguió sobre el
cuerpo amado, aún sentado sobre sus piernas y comenzó un sutil
movimiento de ir y venir que hizo que el hombre se estremeciera como un
cielo cortajeado por los truenos.
Belluse volvió a acercársele y sus rizos se balancearon a los costados de
su rostro. Mathias los contempló, hipnotizado, deseando concentrarse en
otra cosa que no fuera su sexo palpitante y despierto. Pero Belluse no lo
dejó y apresándolo entre sus brazos desnudos, lo besó rudamente en la
boca siguiendo con la sensual danza de menear las caderas y frotarse
contra él.
Mathias no podía seguir fingiendo. Esa no era la idea de la trampa. Alzó
los brazos y apoyó las manos en el trasero de Belluse, manoseando,
apretando y estrujando esa apetitosa carne por encima de la tela de los
pantalones. Belluse parecía derretirse sobre él, parecía fundirse, hecho
diminutas gotitas de sudor ardiente. Mathias lo sentía sobre su cuerpo,
ardoroso, y por un momento deseó que el ahora no fuera el ahora y que el
allí no fuera el allí... O sea, esa noche, ese momento, en la Casa Madre de
Garibaldi. Deseó que fueran tres años antes, en la Arkham Avenue, en
Azathot, en lujuriosa compañía de ese que había sido Luzbel. Habría podido
saborear ese cuerpo joven y tierno como a un algodón de azúcar, recorrerlo
con lengua y dientes, lamerlo, succionar sus rincones más vergonzosos,
escucharlo en medio de la agonizante melodía del éxtasis...
La respiración de Belluse era un jadeo estrangulado, como el de un
animal asustado. Tenía la boca abierta sobre el cuello de Mathias y aspiraba
el aire ruidosamente, dejándolo salir sobre la piel mojada. Mathias le
acariciaba pero Luzbel quería el directo contacto de la carne contra la carne,
piel contra piel, quería esas manos sobre su cuerpo, no sobre su ropa. Se
arqueó y se desabrochó el botón de los jeans y los bajó apenas. El cierre
cedió por voluntad propia.
Mathias dejó caer una especie de gruñido sofocado y el hambre a la que
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se había sometido a sí mismo por tanto tiempo pareció. La sed se hizo tan
insoportable que pensó que toda su garganta estaba hecha de arena del
desierto. Acarició la piel de terciopelo húmedo y deseó poder desgarrarla y
hacerse con ella un abrigo.
«Esto está mal», pensó Mathias, desesperado, oyendo los jadeos en su
oído.
«Él me quiere, pero yo no. ¿Por qué le estoy haciendo esto?», pero
Mathias no tuvo tiempo de pensar una respuesta para poder justificarse,
porque en ese momento Belluse y Luzbel estallaron juntos al mismo tiempo.
Belluse y Luzbel estallaron y con ellos dos estalló el llanto. Al principio
fue una oleada de angustia similar a la que había sufrido la noche pasada
en el baño de la posada, pero luego la angustia dio vueltas y vueltas por su
cuerpo, fundiéndose y mezclándose con la humillación a la que lo había
sometido Kevin Stanford, el deshonroso placer que gozaba en brazos de
David y los restos resucitados de Luzbel. Todo eso junto a la desazón de no
ser correspondido, hizo que su pecho se removiera en busca de un alivio
desesperado, urgente.
—Belluse —se alarmó Mathias—. Belluse, ¿qué sucede?
—¡Te quiero! —gimoteó, cubriéndose el rostro con las manos, ahogando
las palabras, manchándose las palmas con lágrimas y mocos—. ¡Te quiero!
¿Por qué no me quieres?
—¿Qué? Belluse, no te entiendo... —Mathias intentó apartarle la mano
de la boca, pero Belluse saltó de la cama, sin dejar de llorar.
—¿Es
porque
tuve
que
prostituirme,
verdad?
—dijo,
intentando
mantener el llanto bajo control—. No quieres a tu lado alguien sucio. —
Mathias apartó el rostro. No contestó—. No vas a encontrar a ningún niñito
que te suplique que lo desvirgues, Mathias.
—Cállate. —Mathias sabía que Belluse tenía razón y el hecho de que le
refregara la verdad en la cara como a un trapo sucio no le hacía la menor
gracia—. ¡Cállate!
—Eres extraño. Para tu cama quieres alguien que sepa follar, pero para
tu vida, alguien decente. ¿Yo qué soy para ti, Mathias?
«Alguien que sabe follar, por supuesto. ¿Cómo alguien que se prostituyó
a los dieciséis años puede ser decente?»
—Belluse…
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Belluse se sobresaltó cuando unos seguidos golpes en la puerta
resonaron por encima de la voz de Mathias. Ninguno se movió ni dijo nada.
Los golpes se reiteraron.
—Señor Malkasten, señor Sabik —dijo la voz de Argus McPherson.
—Abre —le exigió Mathias a Belluse.
—Ya voy —exclamó Belluse, encendiendo la luz—. Señor McPherson...
—Oh. ¿Qué te sucede? ¿Estabas llorando? —le preguntó el hombre a
Belluse. El vice supremo de la Orden de Garibaldi todavía llevaba el mismo
sobrio traje oscuro.
—No... tengo una basura en el ojo —se excusó Belluse.
Mathias se puso de pie.
—¿Sucede algo, señor McPherson?
—Sí, es que... verán. El supremo quiere hablar con ustedes, ha llegado
hace un momento.
—¿De verdad? —replicó Belluse.
—Sí. Bien. Si me acompañan los llevaré para que se reúnan con él.
Mathias asintió y giró sobre los talones. Estaba descalzo, al igual que
Belluse. Belluse sacó la Épsilon de la mochila, pero McPherson le detuvo con
tono cansino:
—Señor Sabik, no creo necesario que lleve su revólver.
Belluse no replicó y deseó resaltar que la Épsilon era una pistola, no un
revólver.
—¿Todavía no se habían acostado?
—Aún no.
—¿Le ha dicho algo a Brice acerca de que...?
—Claro que no —negó McPherson, con un mohín de desagrado y girando
los ojos—. Tendrán que darme pruebas explícitas acerca de su culpabilidad.
No voy a dudar de la amistad de Reine ni de su compromiso con la Orden.
Eso que dicen es totalmente ridículo.
Ni Belluse ni Mathias emitieron queja alguna. Ninguno de los dos tenía
ganas de entrevistarse con Reine Brice, pero McPherson era alguien en
quien debían confiar y tenían que obedecer.
—Reine está en la Sala Azul, ¿la conocen? —preguntó el vice supremo
guiándoles a través del pasillo iluminado por lámparas blancas.
—No.
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—Está abajo, en el primer subsuelo.
Abajo.
Belluse contempló por un momento una de las pinturas que adornaban
los muros del pasillo. Un hombre de barba gris y semblante aterrorizado
huía de una ciudad en llamas. A sus espaldas, una estatua blanca se
deshacía en medio de una nube de polvo.
«Algo anda mal», se dijo Belluse.
McPherson subió a un elevador, seguido por Mathias y Belluse, e
introdujo la contraseña. Era un cubículo rectangular bastante espacioso, con
un espejo en la pared del fondo. El suelo estaba cubierto por una moqueta
de color escarlata. Una campanilla sonó cuando el elevador se detuvo y se
abrió exhibiendo nada más que tinieblas.
—Está muy oscuro aquí —se quejó la voz de McPherson.
Y sí, las cosas iban mal... realmente mal.
«Sigue en Gimnos. Ha llamado hace un rato. Rubinstein está bajo el
agua. ¿Qué quieres cenar?»
Cenar. Aquella anciana les había ofrecido cenar. Y ellos habían
rechazado. Belluse se arrepintió de haberse rehusado a la cena... ¿Cómo
sería morirse con el estómago vacío?
—Matt —susurró, tirándole del brazo, en medio de la oscuridad.
—¿Qué?
—Brice no está aquí. Sigue en Gimnos, Matt... te mentí, perdóname...
—¿Qué dices? ¡Señor McPherson!
—¡Matt...!
Las puertas del ascensor iban a cerrarse detrás de ellos y ni Belluse ni
Mathias podían ver donde estaba Argus McPherson. Había desaparecido.
Belluse se llevó la mano a la cintura de forma mecánica, pero allí no había
ninguna Épsilon ni ninguna Amaterasu. No tenía más arma que sus manos
desnudas. Se volteó hacia el elevador pobremente iluminado y desde el
espejo un Belluse muerto de miedo le devolvió la mirada. El espejo. Belluse
se lanzó hacia las puertas justo cuando estaban a punto de juntarse. Las
puertas retrocedieron y Belluse se cubrió el rostro y descargó sobre el
espejo toda la fuerza de su cuerpo fusionada en una poderosa patada.
Su reflejo explotó como una bomba con un agónico grito, hecho miles
de fragmentos brillantes y letales. Belluse recogió a toda prisa un trozo
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grande y alargado.
—¡Belluse, ¿qué sucede?! ¿¡Qué haces?!
—¡McPherson nos ha engañado! ¡Brice está en Gimnos! ¡Ha fingido todo!
—vociferó.
Mathias guardó silencio por un instante hasta que finalmente lo
comprendió todo.
—¡Maldita sea! ¿Dónde se ha metido este hijo de puta?
—¿Qué haremos, Matt?
—¿No funciona el elevador?
—Es con contraseña.
—Dios... ¿cómo vamos a salir de aquí?
—No lo sé... ¿dónde estás, Matt?
—Belluse, allí hay una luz —exclamó, dudando entre acercarse o no. La
luz era una simple y delgada línea de oro que parpadeaba bajo una puerta.
Detrás de esa puerta tal vez había alguien. O algo. Algo o alguien que
probablemente estuviese aguardando por ellos. Mathias le tomó del brazo—
. Ten cuidado con eso —susurró, mirando con temor la estalactita de vidrio
ennegrecido que tenía Belluse en la mano derecha. Cuando giró la vista
observó algo que brillaba, cerca de su ombligo. Era la hebilla de su cinturón,
que captaba el débil resplandor que le llegaba desde el elevador. Sin
dudarlo, se lo quitó y lo sostuvo en el aire, preparado para dar un golpe.
—Ven, vamos.
—Matt, perdóname...
—Shhh, cállate. Entonces, ¿Brice no está aquí?
—Creo que no... y la oficina a la que nos llevó ese día no era la suya—
—¿Cómo?
—Estaba en la planta baja. ¿Recuerdas lo que dijo la anciana? ¿Mi
habitación está debajo de la de Reine…?
Belluse cambió de mano el trozo de vidrio y se aferró a su brazo
izquierdo. La oscuridad era casi total y como bien había dicho Mathias, la
única luz que iluminaba la estancia era la que se colaba bajo la puerta que
estaba al final del pasillo. El corredor estaba completamente cerrado y como
se encontraban en un subsuelo, era probable que no hubiese ventanas. El
elevador del que habían salido se encontraba en la mitad del pasillo, frente
al muro. A la izquierda, Belluse pudo ver las altas sombras de lo que parecía
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ser un gran armario de dos puertas.
Puertas. Las puertas estaban tapiadas con vigas de madera. Todas ellas.
Todas menos las del otro extremo del pasillo. Belluse no quiso imaginarse
qué podría haber detrás de todas esas puertas obstruidas. Se imaginó que
era posible que alguna ocultara las obligatorias escaleras que tendrían que
llevar a la planta baja y que no estaban a la vista.
—Matt, no la abras, debe ser una trampa...
Entonces un extenso y descalabrado grito de pánico llegó desde el
interior de esa habitación cerrada. Fue como un alarido causado por el dolor
y el horror; Mathias sólo había oído gritos similares en las películas de
miedo. Primero fue un agudo tembloroso… luego, el agudo se despeñó por
el acantilado de los graves, suicidándose. Al grito le siguió un desesperado
pedido de auxilio. Belluse ahogó un chillido.
—Derriba la puerta —le pidió Mathias.
Ambos lo sabían. Ambos suponían que eso se trataba de una
emboscada, y estaban cayendo en ella a propósito, demasiado conscientes
de lo que podrían encontrarse, pero muy listos para enfrentarse a ello. O
casi. Belluse deseó poder volver al dormitorio a buscar sus armas, pero la
idea se le antojó ridícula. Inhaló el húmedo aire que flotaba a su alrededor y
se preparó.
¡BAM!
Pero la puerta permaneció intacta.
—Es muy resistente —se quejó, antes de aporrear la puerta por una
segunda y una tercera vez.
La puerta se rindió con una quinta patada de Belluse y con la primera de
Mathias. Los corazones de ambos comenzaron a latir con violencia y la
sangre fluía como ríos ardientes de rojo escarlata. Belluse retrocedió, pero
Mathias se adelantó unos pasos, sosteniendo el cinturón. Una náusea la
atacó con la brutalidad de una descarga eléctrica. El olor a carne putrefacta
era tan insoportable que creyó que se desmayaría.
—Dios mío...
—¿Matt? ¿Qué es...?
Trozos de alma moribunda fluctuaban por la espesa atmósfera. Mathias
podía sentirlo. Le costaba respirar…
—La jezabel. La mujer muerta... se está descomponiendo. Salgamos de
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aquí...
Un segundo grito de socorro hizo que Belluse entrara en la habitación.
Era algo muy parecido a un sótano abandonado y la luz que habían visto
provenía de una única bombilla que pendía del techo sin nada que la
protegiera.
—¡Pero allí hay alguien que grita!
Y otra vez Mathias tuvo que darle la razón. Ni los espíritus ni los cuerpos
inanimados podían gritar. La jezabel era un cuerpo muerto. No el único que
había en ese lugar. Y ese otro cuerpo todavía seguía con vida. Mathias
aspiró por la nariz y bajó el primer escalón, seguido por Belluse.
Sobre el sótano se padecía el más fétido abandono. Había botellas
vacías desperdigadas por todo el lugar, muebles viejos y podridos por la
humedad y los años, ciudades de telarañas en torno a las paredes y el
techo. Belluse estornudó seguidamente una, dos, tres veces. Los ojos
comenzaron a escocerle y de la respingona nariz empezó a fluir una
secreción salobre.
—Mierda —maldijo, limpiándose los mocos con la manga de la camisa.
Los gritos provenían de la única puerta de ese sótano y el olor a muerte
y putrefacción se iba haciendo cada vez más insoportable.
—Si la jezabel ya está muerta…
—Se le corta la cabeza.
Belluse vio brillar la luz de la lámpara, reflejada en la estalactita de
vidrio. Entonces dependía de él. Dio los últimos pasos hacia la puerta
entreabierta. Se abría hacia adentro y era de madera vieja. Si hubiese
estado cerrada, Belluse la habría tirado abajo tan sólo con una mano. Él y
Mathias intercambiaron una última mirada de asentimiento mutuo. Belluse
se cubrió el rostro y con la pierna derecha empujó la puerta.
Entonces gritó.
—¡Dios...!
La jezabel alzó la cabeza desde un charco de sangre y Belluse vio unos
ojos bizcos y una boca que no era más que un tajo horizontal. La nariz era
apenas una pústula de carne que se derretía en medio de la sangre y los
fluidos de la muerte. El cabello era de un color artificial: rojo de fantasía, y
las raíces eran notablemente más oscuras. Toda la jezabel era un manojo
de carne y huesos, un esqueleto envuelto con un traje de piel humana,
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apergaminado, oloroso, podrido y protuberante. Estaba vestida apenas con
una túnica negra en la que las manchas de sangre ajena se habían ido
endureciendo con el paso de los días.
La jezabel abrió la boca y mostró los dientes. Unos dientes muy blancos
y muy perfectos y Belluse se imaginó que la mujer muerta todavía debía
haber sido joven antes de que la tumba la reclamara como suya. Belluse
estaba paralizado del miedo y Mathias no se veía mejor. Jamás había visto
una jezabel y siempre había pensado que moriría sin ver ninguna. Qué
equivocado que estaba. Un sonido agudo salió de la garganta de Belluse
cuando el cadáver alzó una mano esquelética y los dedos marchitos se
enredaron entre el pelo que le caía sobre los hombros. Entonces Mathias
oyó algo:
«Paul.»
La jezabel no era mujer. Era un hombre.
Los residuos del alma que todavía vagaban por ese cuerpo habían dicho
«Paul», pero ¿quién era Paul?
—Belluse, mátalo... —susurró Mathias.
«¿Dónde está Paul? Él me ha dicho que me llevará con Paul.»
Belluse estaba quieto, presa del pánico. No podía obedecer.
—¡Belluse, mátalo!
«¡Ustedes saben dónde está Paul! ¡Llévenme con Paul!»
Mathias se llevó las manos a la cabeza y la desesperación hizo que
olvidara que debía respirar por la boca. Se tambaleó en medio de un mareo
involuntario y nauseabundo.
«¡Quiero ver a Paul!»
—¡BELLUSE!
Entonces podría decirse que Belluse percibió al fin el peligro al que
estaba expuesto y logró que los músculos del brazo le respondieran al
cerebro: el trozo de vidrio atravesó el cuello y la repugnante explosión de la
sangre se oyó como en un eco. Belluse se afianzó a la rojísima cabellera de
fantasía para que el vidrio lograra deslizarse hasta llegar al hueso, donde se
detuvo y no pudo avanzar más. Rugió. Lo soltó. Con el antebrazo derecho
empujó el costado y todavía aferrando el pelo, tironeó de él. Las dos fuerzas
opuestas fueron suficientes y un crujido anunció la irreparable separación
de la cabeza del tronco.
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Cuando finalmente acabó, Belluse se dio cuenta de que tenía el rostro
empapado en lágrimas y el cuerpo cubierto de un sudor helado. Miró a su
alrededor, en busca de Mathias. Como no lo encontró, miró hacia arriba.
Hasta ese momento no se había preguntado de dónde había salido la sangre
que había estado lamiendo la jezabel. Y había pensado que hasta era
posible que no fuese sangre. Y en el peor de los casos, si lo era, no tenía
por qué ser sangre humana...
—¡Belluse, ayúdame a desatarla!
Pero Belluse no oía. ¿Mathias había dicho «desatarla»? ¿Era una mujer?
Porque si era una mujer, ¿por qué tenía pene? Las mujeres no tenían pene.
Al menos no las que salían en las películas que veía Shawn...
—¡Belluse, por favor!
Y si tenía pene, ¿por qué llevaba puesto un sostén rojo? Rojo, rojo como
la sangre, rojo como el cabello de la jezabel. Entonces vio que el hombre
del sostén también tenía el pelo rojo como la sangre, pero de un tono no
tan llamativo. Y se dio cuenta de que la persona que estaba atada a esa
silla era la camarera de El diablo en la Botella. Se acercó a ella y comenzó a
sacudirla por los hombros.
—¿Estás muerta? —preguntó y entonces soltó una carcajada porque, si
de verdad estaba muerta no podría responderle, ¿verdad? Mathias lo miró
desesperado, y le gritó que no la moviera.
—Aún tiene pulso —dijo. Frunció los labios en un leve gesto de
desagrado y le separó las piernas levemente. El miembro fláccido reposaba
sobre los testículos cubiertos de un vello claro. Mathias recorrió la herida del
muslo con la mirada y verificó que no era una herida tan grave. Pero Loura
necesitaba atención médica urgente. Sacó el móvil del bolsillo. No había
señal.
Belluse gritó de nuevo. Habían dejado la puerta abierta y el golpe había
anunciado que estaban encerrados. O en el peor de los casos —o tal vez en
el mejor, Belluse no podía saberlo—, que Argus McPherson, alias Sugar, ya
había entrado en ese sótano.
—Correrán la misma suerte —dijo la voz del Asesino de Vierne—. Los
pecadores y los sodomitas serán castigados con la muerte.
Argus McPherson estaba frente a ellos y era el Asesino de Vierne quien
hablaba. Mathias comprendió que habían caído en la trampa de Sweet,
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urdida junto con todos aquellos hilos para lograr inculpar a Reine Brice.
Pero la emboscada que ellos habían tendido había sido especialmente
para el Asesino, no para Reine Brice. Y el Asesino había caído. Los tres
habían caído. Ellos dos en la trampa de Sweet, el Asesino en la trampa de
ellos dos... y el tercer y último engaño era el de Belluse: Belluse le había
mentido a Mathias. Los tres engaños se entretejían formando una telaraña
de culpabilidades que no tenía sentido calificar. Porque cuando uno se
encuentra frente a frente con la muerte, muy pocas cosas tienen sentido.
—Maldito hijo de puta... —masculló Mathias, con los dientes apretados—
. ¡Usted es un hijo de puta!
Belluse se agachó hacia la cabeza de la jezabel y arrancó del cuello el
trozo de vidrio empapado de sangre.
—Han sobrevivido una vez, pero ahora no los dejaré escapar.
—¡Fue usted el que huyó esa noche, no nosotros! —exclamó Belluse,
blandiendo ante él su única arma.
—Sí, fue un descuido de mi parte, pero esa noche tenía cosas más
importantes que hacer, ya saben... Inframundo —McPherson esbozó una
sonrisa burlona.
—Usted da asco —rugió Mathias—. ¡¿Qué intenta lograr con todo esto?!
—Es una historia muy larga. Pero tú la conoces, Malkasten…
—¿Qué…?
—¿Jamás has oído la leyenda del Aquelarre de Notre Dame?
—Dios… ¡Esas son todas mentiras!
—Matt —susurró Belluse, tironeándole de la manga—. ¿De qué hab…?
—¡No son mentiras, Malkasten! ¡Sucedió en verdad! ¡Garibaldi era parte
de ella! ¡Dios, Satanás, Lucifer! ¡Fue una guerra, Malkasten!
—¡Cállese!
—¡ERAN REPUGNANTES! ¿SABES LA CANTIDAD DE ÁNGELES QUE
CAYERON DEL CIELO AQUELLA NOCHE? ¿SABES LO QUE LE EXIGIERON A
SU CREADOR PARA LUCHAR CONTRA LUCIFER? ¡TRES CUARTAS PARTES
DEL
PARAÍSO
PARA
LOS
PECADORES!
¡PARA
GENTE
COMO
ESOS
PROSTITUTOS, COMO ESE SACERDOTE!
—Usted mató al sacerdote.
—¡¿Y quién más crees?! —gritó McPherson, con una risotada—. Era tan
repugnante… acostándose con ese niño inocente, engañándolo…
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—Michael no era un niño inocente, ¡y usted lo sabe! ¡Sabe que es
mentira!
—¡Belluse!
—Habla por ti, Sabik… ¿O acaso crees que no sé nada de tu pasado?
¿Luzbel, cierto? Una ramera barata, como Steve, ¡el hijo de Brice!
Belluse ahogó un jadeo.
Entonces Sweet era hijo de Reine Brice. Ahora todo tenía sentido.
Belluse intentó lanzarse contra él, pero Mathias lo detuvo.
—¿Qué tiene que ver Reine Brice en todo esto? —replicó—. ¿Por qué
intentó culparlo de los asesinatos?
—Mientras en linaje de Brice se mantenga a cargo de la Orden, Garibaldi
jamás podrá volver a ver el sol. Pero como ya les dije, es una historia larga
y complicada… deberías haber prestado más atención a las leyendas,
Malgasten, que por algo están en los libros.
—¿Intenta romper la maldición? ¿Eso es lo que quiere hacer? ¿Todas
esas personas han sido sacrificios?
—Eres bastante perspicaz. Es una lástima que tenga que matarte. Me
servirías.
Entonces vieron por segunda vez cómo las uñas de la mano derecha del
Asesino de Vierne crecían en cámara rápida hasta transformarse en
afiladísimas agujas.
—¡Violadores, prostitutas, sodomitas! ¡Todos ellos!
El Asesino fue a la caza de Mathias, pero Mathias ya se le había
adelantado. Con el cinturón le azotó directamente el rostro y Belluse se
lanzó hacia ambos y clavó el vidrio en un brazo.
El Asesino gritó de dolor. La herida no hizo más que aumentar su furia.
De una patada derribó a Belluse, que cayó al suelo, todavía sosteniendo el
vidrio. En el afán de no perderlo, se había herido su propia mano. Intentó
levantarse, pero la respiración se le hacía dificultosa. McPherson le había
golpeado justo en la boca del estómago y eso, sumado a la suciedad que se
tragaba la habitación, hizo que Belluse comenzara a hiperventilar.
—¡Tu amigo es tan débil! —rió el Asesino, contemplándolo en su lucha
por recobrar el aire. Mathias lanzó un puño, pero el Asesino lo esquivó y le
clavó las uñas en el costado. Mathias volvió a agitar el cinturón, pero el
Asesino lo hizo pedazos con las garras.
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Tambaleándose, Belluse se puso de pie.
—Dile adiós a tu amigo. Y a mí dame las gracias por dejar que te
despidas de él.
El Asesino tenía a Mathias agarrado del cuello. Con las uñas se iba
acercando cada vez más a su garganta. Belluse ahogó un sollozo y las
lágrimas que se le amontonaban en los ojos salieron todas al mismo
tiempo. Con el corazón jineteando impetuosamente en su pecho como un
caballo desbocado, le mostró el Asesino el trozo de espejo con el que le
había herido el brazo, con el que había dado muerte a la jezabel. En el
vidrio brilló la luz de la bombilla, haciendo refulgir la sangre, pintándole
reflejos dorados.
El asesinó soltó una carcajada gélida y sarcástica.
—Espero que tengas dinero para pagar el espejo que echaste a perder,
Sabik —dijo, y entonces apretó el cuello de Mathias hasta que la carne
enrojeció. Mathias cerró los ojos y se mordió los labios para no gritar—.
Suelta eso. —Belluse lanzó un jadeo sofocado. Si soltaba el vidrio... se haría
añicos—. ¡TE HE DICHO QUE LO SUELTES!
El Asesino aproximó más el filo de sus uñas a la garganta de Mathias y
Belluse pudo ver las cuentas de sangre que comenzaban a brotar en esa
carne, que se iban deslizando lentamente hasta perderse por el cuello de la
camisa.
—Si no lo sueltas ya mismo atravesaré a tu amigo frente a tus ojos.
Belluse vio que Mathias entreabría los ojos. Las gafas se le habían
resbalado hasta tocar la punta de su nariz. Belluse tembló y soltó el trozo
de espejo. El vidrio chocó contra el suelo con un estallido y los miles de
restos se esparcieron por el aire y el polvo.
El Asesino rió.
—¡Sodomitas tenían que ser! —exclamó.
Mathias había abierto los ojos al oír la explosión del vidrio. Belluse
sollozaba.
«¡Te amo!», oyó que gritaba Belluse con todas sus fuerzas, «¡TE AMO!»
Pero el Asesino, que no oía, fue hundiendo lentamente sus uñas en su
cuello. Mathias las sintió, frías, metálicas, puntiagudas, horadando su carne
y su consciencia. Lo único que pudo oír antes de caer al suelo fue el grito
desesperado de Belluse y una puerta abrirse de golpe.
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En un momento pudo volver a abrir los ojos... vio un rostro, varios
rostros. La anciana que les había ofrecido la cena, una mujer alta y rubia
que sostenía una pistola o un revólver... Mathias quiso sonreír... Belluse
habría sabido si esa arma era una pistola o un revólver, ¿no? También oyó
más cosas...
—¡Ayuden a Mathias! —esa tenía que ser la voz de Belluse.
Pero entonces se lamentó al recordar que tenía que respirar por la boca.
Y en ese momento la negrura lo devoró por completo.
SEGUNDA PARTE
Hospital María Magdalena, Magdala, Moados.
Belluse todavía seguía bajo el efecto de algo que le habían inyectado a la
fuerza. No sabía qué era, pero había sucumbido al sueño apenas tres
segundos después de la primera dosis. Los doctores le habían dicho que
Mathias estaba fuera de peligro. Belluse no les creía y se había largado a
llorar para que le dejaran entrar a verlo. Le dijeron que no podía, que
todavía estaba en la sala de operaciones y que lo mejor que podía hacer era
esperar. Entonces Belluse había empezado a gritar y ahí fue cuando le
habían inyectado aquella porquería para que se tranquilizara.
Antes de caer dormido oyó que alguien decía que estaba en estado de
shock. ¿Eso era lo que le sucedía? ¿Belluse estaba en shock?
Cuando despertó tenía todo el cuerpo agarrotado, le dolía la cabeza y
tenía un hambre atroz. Una señorita toda vestida de verde le alcanzó una
sopa que parecía vómito de gato, pero que sabía a verduras frescas.
—¿Cómo está Mathias? —fue lo primero que le dijo.
—¿Malkasten? Ya está consciente.
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—¿Puedo verlo?
—Te llevaré después de que acabes la comida.
En la bandeja había una cuchara, pero Belluse se bebió la sopa
directamente del plato. Las señoras que lo habían criado le habían enseñado
que hacer ruido al tomar la sopa era de mala educación, pero a él le
importaba un carajo lo que pensara esa enfermera acerca de sus modales.
Se terminó la sopa en menos de un minuto.
—Ya está —anunció antes de que la mujer pudiese darse la vuelta—.
Lléveme a ver a Mathias.
El hospital olía muy parecido a la enfermería de Estigia, pero éste se
notaba mucho más concurrido. Había personas aguardando en la sala de
espera, doctores yendo y viniendo, más señoritas vestidas de verde
llevando bandejas. Un cartel de «prohibido fumar» estaba al lado del clásico
pedido de silencio, entre la máquina de gaseosas y el mapa del hospital.
Usted se encuentra aquí.
Belluse estaba en el segundo piso, cerca de la cafetería y cerca de los
baños, pero bastante lejos de la salida.
La habitación de Mathias era la treinta y dos. Belluse hubiese querido
lanzarse sobre él y decirle que todo estaba bien, que los dos estaban vivos,
que una mujer llamada Alice había matado McPherson de un certero tiro en
el pulmón y que probablemente en esos momentos estuviesen quemando
sus restos... pero no pudo hacerlo porque Mathias estaba dormido.
«Reine Brice llegó a la medianoche —le hubiera dicho—. Argus
McPherson inventó todo ese cuento de Sweet para poder inculparlo. La
Orden de Garibaldi se ha disuelto.»
Belluse se acercó con cuidado y apoyó su mano sobre la de Mathias. La
notó tibia y un torrente de felicidad líquida burbujeó en sus venas,
inyectándole tranquilidad y sobre todo, paz. Una sacudida caliente le volteó
el estómago y le llenó los ojos de agua. Sin poder evitarlo, y sin importarle
demasiado que la enfermera siguiese allí, se inclinó hacia la mano de
Mathias y la besó, respirando sobre ella, inhalando su aroma.
—¿Puedo quedarme con él? —le pidió, secándose los ojos mojados. La
mujer asintió—. Quiero estar aquí cuando despierte.
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—Claro, te traeré una silla.
Cuando Mathias despertó, a Belluse ya lo había vencido el sueño. Estaba
con la cabeza entre los brazos, apenas apoyados en el borde de la cama.
Mathias quiso alargar una mano hacia esa cabeza llena de rizos negros,
pero entonces descubrió que la muñeca le dolía. Tal vez tuviese un
esguince.
Dios santo...
¡Estaban vivos!
Belluse dormía y él acababa de despertar. Habían sobrevivido por
segunda vez, pero ¿y McPherson?
Belluse dijo algo entre sueños y Mathias deseó saber qué estaba
soñando. Tal vez eso fuese un sueño. Eso, estar vivo. Tal vez estuviese
agonizando.
«Te amo», había dicho Belluse. ¿Era cierto? ¿O acaso lo había soñado?
¿Qué había hecho él para que Belluse afirmase que lo amaba? ¿Y él,
Mathias.... qué sentía por Belluse?
Sus
sentimientos
no
le
eran
indiferentes.
Toda
su
vida
había
considerado su homosexualidad como un castigo del que no podría librarse
jamás y nunca había pensado seriamente en la posibilidad de que un
hombre se enamorase de él y viceversa. Se había imaginado que moriría
solo como un perro y la idea le aterraba, pero ahora que veía a ese joven
hombre allí, durmiendo junto a él y oyendo el suave siseo de la respiración
que se le escapaba por entre los labios, por primera vez se sintió
afortunado. Acarició el oscuro cabello y se le antojó que estaba algo
grasoso. Entonces Belluse comenzó a abrir los ojos muy lentamente y
Mathias se maravilló una vez más con el intenso azul que se derramaba en
sus pupilas como una gota de acuarela.
«Preciosos», se dijo, apenas las largas pestañas les dieron paso. Sus
ojos eran preciosos; Belluse era precioso. Sus ojos, su boca, su nariz, su
rostro, su cuerpo. Su pelo. Todo.
¿Qué veía esa delicia de muchacho en él?
—Matt —ronroneó, sonriendo y desperezándose—. ¿Cómo te sientes?
—Algo dolorido, pero bien —respondió el hombre, devolviéndole la
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sonrisa.
Belluse extendió una mano muy blanca y muy tibia y dibujó con los
dedos el contorno de la herida que Mathias tenía en la mejilla. Mathias cerró
los ojos y Belluse se acercó a él y le rozó la piel con la nariz y los labios. Le
dio un beso muy cerca de la comisura de la boca y él deseó que Belluse no
fuese Belluse... deseó que Belluse fuese Christal o cualquiera de las
marionetas, porque sabía que con cualquiera de ellos podría ahogar su sed
ya que por ellos sólo sentía deseo. Y sí, deseaba a Belluse mucho más, pero
no iba herirlo porque sabía que Belluse lo quería de una forma más
completa.
Belluse lo contempló a menos de un centímetro de distancia, con sus
pedacitos de acuarela deshaciéndose en miles de chispas de colores.
Mathias quiso morderse el labio, pero fue Belluse quien se lo mordió. Y no lo
mordió con los dientes, lo hizo con su propia boca, succionándolo entre los
labios.
«Raro», pensó Mathias. Era un beso raro. Era un beso de alguien que
sabía besar, de alguien que había conocido la pasión. Se sintió algo
cohibido. Lentamente, Belluse le fue soltando.
—Te quiero —le susurró al oído y Mathias se estremeció con el sensual
roce del aliento tibio en su cuello—. Me gustas.
«¿Te quiero? ¿Me gustas?»
Eso no era lo mismo que la mente de Belluse había gritado allí, en el
sótano. En aquel momento había dicho «te amo», pero Mathias supo que
todo era la misma cosa.
—¿Qué te gusta de mí? —se atrevió a preguntar. Quería oír una
respuesta. Él mismo se consideraba eso que le había dicho Santiago un día,
luego de un par de vodkas. Un pan sin sal. Mathias era como un pan sin sal.
Belluse lo contempló con una sonrisita divertida.
—Todo —contestó. Mathias desvió la mirada—.Eres guapo... y muy
bueno.
¿Guapo? ¿Bueno?
Mathias se dio cuenta de que había efectuado una pregunta difícil y
demasiado íntima.
Belluse relajó el gesto y paseó los ojos por la silueta que se adivinaba
por debajo de la sábana. Volvió camino arriba y estudió el rostro de
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Mathias, envuelto en las primeras sombras de la noche que comenzaba a
nacer. Se aproximó nuevamente a su oído y apoyo la mano derecha en la
mejilla, para acercarlo más a él.
—No te estoy mintiendo, Matt. Siempre he querido encontrar un chico
bueno como tú. Ya te lo he dicho, no quiero alguien para pasar el rato.
Necesito alguien que me quiera no sólo para tener sexo. Y tú me dijiste que
también quieres tener pareja, ¿te acuerdas? Nosotros podríamos...
Pero Mathias nunca supo lo que Belluse estuvo a punto de decir porque
en ese momento la puerta de la habitación se abrió de golpe y una
enfermera de mediana edad entró, quedándose algo turbada por la imagen
que tenía en frente.
Tres días pasaron sin ningún tipo de sobresaltos.
La tarde del segundo día de hospitalización, Belluse recibió un llamado
de su amigo Nathan.
—¡Bellu! ¿Cómo estás? ¡Escuché a Troille decir que estabas en el
hospital de Magdala!
—Sí, es verdad. No te preocupes, estoy bien.
—¿Estás herido? —replicó la voz de Nathan.
—Sólo tengo unos rasguños, nada grave. ¿Cómo anda todo por ahí?
—Bien, bien, ¿cuándo vuelves?
La pregunta se le clavó como una puñalada. Debía volver. Estaba en
condiciones de volver. Los Garibaldi les habían entregado una parte del
dinero acordado, el Asesino de Vierne estaba muerto, los medios de
comunicación se habían encargado de divulgar vagas noticias y ellos dos —
Mathias y él—, estaban vivos.
—No lo sé... Matt sigue algo delicado.
—¿Matt? —inquirió Nathan, del otro lado del teléfono, con una voz
untada de picardía—. ¿Quién es Matt, Bellu?
—Mathias, mi compañero.
—Aah... ¡te he pillado! ¿Y está bueno?
Belluse tomó aire.
—Buenísimo.
—¡Wooo! —chilló Nathan y entonces Belluse oyó las voces de sus otros
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amigos preguntando «¿qué pasa?» y «¿a quién se folló?».
—¡A su compañero de misión! —les respondió Nathan, entusiasmado.
—No me acosté con él —reveló Belluse.
—¿No? ¿Es hetero?
—No, pero... no es como nosotros.
—Mnn, ya. ¿Y pasó algo?
Entonces un doctor le tocó el hombro a Belluse y le señaló el cartel que
estaba en una pared y que ilustraba un teléfono celular atravesado por una
línea roja.
—Hey, Nathan, no se puede hablar por teléfono aquí. Después te llamo.
No creo que tarde mucho en volver, mañana le dan el alta a Matt.
—Oh, bueno, nene. Nos vemos.
—Adiós. Mándales saludos a los chicos.
Cortó el teléfono y sentó en la salita de espera. Suspiró y estrujó el
celular en su mano. Nathan le había recordado algo que él habría querido
no recordar: Belluse no quería volver a Estigia. No por sus amigos ni por los
entrenamientos, más bien por un motivo que tenía nombre y apellido:
David Gauss.
Las cosas entre él y David habían quedado en la cuerda floja y Belluse
no sabía qué tipo de bienvenida le tendría preparada. No seguía enfadado
con él, pero luego de haber conocido a Mathias no tenía ni la más mínima
gana de enredarse entre sus piernas de nuevo. Rogaba para que a David le
sucediese lo mismo, porque Belluse no tenía ni idea de cómo sería su
reacción si el hombre intentaba provocarle.
La doctora que atendía a Mathias se reía de él diciéndole tenía
«enfermera privada». Obviamente, con eso se refería a Belluse. Las
enfermeras le habían tomado cariño y como ya le habían dado el alta,
dejaban que fuese él quien le llevase la comida y la medicación a Mathias.
—Puedo comer solo, Belluse.
—No, no puedes. La doctora dijo que tu muñeca tardará varios días en
sanar.
—Puedo hacerlo con la izquierda.
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Belluse bajó la mirada y su semblante quedó oculto por sus rizos recién
lavados, perfumados y húmedos.
—Dame el gusto.
Mathias no pudo negarse. Mantuvo la mirada fija en un punto invisible
de la pared, como si la misma pared le molestara.
—¿Quieres repetir? —le preguntó luego. Mathias le miró a los ojos y le
dijo que no. Entonces Belluse se irguió de un saltito y la camiseta se le
levantó apenas, exhibiendo un trozo de piel blanca y aterciopelada—. Voy a
llevar los platos a la cocina.
Mathias no lo perdió de vista mientras ordenaba los cubiertos sobre la
bandeja. Llevaba puestos unos jeans que le marcaban el trasero a la
perfección y una camiseta blanca.
—¿Dónde están nuestras cosas?
—Siguen en mi habitación, las traeré para aquí. He tenido que dejar
bajo llave las armas. Me las devolverán mañana cuando nos vayamos.
—¿Mañana nos podremos ir de aquí? —preguntó.
—Sí.
—¡Genial!
Belluse no creía que eso fuese genial, ni mucho menos. Cuando saliesen
de ese hospital cada uno debería seguir su camino. El suyo tenía como
destino Estigia, en Hades. Y el de Mathias, su casa, en Dunamer. ¿Cómo
podría ser genial para él tener que decirle adiós?
Belluse habría matado por poder quedarse allí unos días más.
Al día siguiente, mañana... al día siguiente todo acabaría. Y Belluse no
sabía qué hacer para impedirlo.
—¿Qué te sucede? —susurró Mathias, advirtiendo la sombría expresión
de Belluse. El chico levantó sus ojos apenas y murmuró un seco «nada».
Torre de Estigia, Hades o Endless Infernum City, Moados.
Belluse había insistido en que sabía conducir, pero de todas formas Mathias
se negó a dejarle manejar su auto. Belluse pasó parte del viaje
enfurruñado, pero luego recordó que esos minutos que restaban hacia
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Estigia seguramente podría ser los últimos que pasara junto a ese hombre.
—Matt...
—¿Sí?
—¿Me pasas tu número de móvil?
Mathias se lo dictó lentamente, cifra por cifra, hasta que Belluse escribió
«Matt» en la agenda y acompañó el perfil con un corazón animado. Un par
de segundos más tarde, el móvil de Mathias comenzó a sonar y se detuvo al
instante.
Belluse sonrió con tristeza y asomó los ojos por la ventanilla. Hades
goteaba la misma podredumbre de siempre. Las callejuelas sombrías y
sucias rebosaban de indigentes y perros vagabundos. Mathias apretó el
acelerador cuando pasaron cerca de una pandilla que vendía drogas, a
pesar de que el semáforo estaba en rojo. Belluse suspiró y se encogió en su
asiento.
—¿Estás bien? —le preguntó Mathias, apenas girando para verle el
rostro. Belluse no pudo responder que sí. Se sentía terriblemente
angustiado.
—No quiero volver a Estigia —susurró, con la mirada fija en sus zapatos,
retorciéndose los dedos con nerviosidad. Mathias no se atrevió a apartar la
mirada del frente.
—Pero... allí están tus amigos, ¿no?
—Sí.
«Pero también está David», oyó Mathias que susurraba Belluse sin abrir
la boca. Se alarmó. Había oído las palabras tan claramente como si
hubiesen salido de su garganta. ¿Por qué? ¿Qué significado podía tener todo
aquello? ¿Qué clase de hilo invisible había entre ellos dos?
«Ninguno», se dijo. Había pasado muchos días seguidos en compañía de
ese chico y no podía engañarse diciéndose que no los unía ningún vínculo.
Eso habría sido decir muy poco, serle muy egoísta a la rotunda realidad.
Aunque tuvieran que decirse adiós, Mathias sabía que no podría
olvidarse tan fácilmente de él. Belluse era un quiebre. Había roto sus
esquemas tal como lo había hecho con el espejo del ascensor de Garibaldi:
sin miedos ni temores, sin piedad, con un golpe bien dado y certero. Y
Mathias era como un montón de trocitos de vidrio desperdigados por el
suelo de Azathot: parte de él se había quedado allí al descubrir que lugares
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como ese habían sido pensados especialmente para hombres como él.
Detuvo el auto y se sobresaltó al darse cuenta de que ya habían llegado
a Estigia y que Belluse lo contemplaba en silencio. Sin devolverle la mirada,
se bajó del auto. Sacó del portaequipajes los bolsos y la mochila con las
armas. Belluse la tomó y se la colgó del hombro.
—¿Quieres que te ayude con eso? —preguntó Mathias.
—No podrás entrar. Cierran las puertas a las diez.
Mathias observó el fantasmal edificio de la Orden de Caín. La torre que
se vislumbraba a través del enrejado era muy diferente de la que Mathias
había visto en las imágenes de internet. Tal vez fuese porque ya había caído
la noche, o porque se trataban de fotos antiguas, pero Estigia ahora le
parecía un sitio lóbrego, sombrío. Mathias dio un respingo al oír unas
campanas. Alzó la mirada y vio, en lo alto, un reloj de agujas iluminando las
nueve de la noche.
—Bueno... creo que aquí nos separamos —susurró Belluse.
Mathias asintió silenciosamente.
—Fue... fue muy bueno haber trabajado contigo —exclamó, alargando la
mano. Belluse la miró, algo confundido y un poco decepcionado. ¿Esa era la
despedida que Mathias tenía en mente? ¿Un estrechamiento de manos y
ya? Pero entonces recordó que ese hombre no sentía nada por él y la idea le
pareció sensata. ¿Qué más podía esperar? Apretó la mano de Mathias, sin
apartar su centelleante mirada azul de los ojos café de su ex—compañero
iscariote.
—Lo mismo digo —afirmó Belluse.
Entonces el chico se aproximó a él, se empinó un poquito y lo besó
fugazmente en los labios. Hecho eso, se dio la vuelta y se alejó caminando
ligero hasta llegar a la reja. Ya allí, y sin mirar atrás, aguardó a que la
puerta le cediera el paso.
Mathias no dejó de mirarlo hasta que llegó a la entrada principal.
Cuando Belluse se giró apenas, estuvo seguro de que se había secado una
lágrima. Mathias se llevó la mano a la boca, allí donde lo había besado. No
le extrañó para nada aquella actitud. Podría decirse que hasta se la había
estado esperando.
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Calle Columbus, Dunamer, Moados.
Mathias llegó a casa a la medianoche. Estacionó el auto en la calle. Cuando
estaba a punto de abrir la puerta una temblorosa voz femenina llena de
alborozo se oyó a sus espaldas. Unos brazos delgados cubiertos de tatuajes
se le enredaron en torno la cintura.
—¡Matty, mi amor! —exclamó Natascha, estrechándole con fuerza. La
rechoncha chica se pegó a su espalda y Mathias sintió la pesada turgencia
de sus pechos contra su columna. Se dio la vuelta y le devolvió el abrazo.
—Hey, ¿cómo has estado? —preguntó él, apartándole de la cara un par
de grasientos mechones rubios.
Natascha no tenía muy buen aspecto. Dicho de otra manera, Natascha
lucía terrible. Las raíces oscuras de su cabello se asomaban más que nunca
y unas profundas sombras se dibujaban bajo sus ojos de miel. Tenía un
rasguño en la mejilla y la ropa que llevaba se le veía mucho más suelta que
nunca. Y como si eso fuera poco, el aliento le apestaba a alcohol.
—Mal, mi nene —sollozó, con la cabeza en su pecho, puesto que era tan
baja de estatura que apenas le llegaba al hombro—. Te he extrañado
horrores, ¿por qué no me has llamado?
Mathias apartó la mano de aquel sucio y quebradizo cabello tan
diferente del de Belluse.
—No he podido, ¿has oído algo del Asesino de Vierne?
—¿El tipo que mató los putitos de la Arkham?
—Sí... Bueno, nuestro trabajo fue perseguirlo y atraparlo, ¿sabes?
—Mghnn... —gimoteó Natascha, con la mejilla pegada al suéter de lana
de Mathias.
Él volvió a acariciarle el pelo y se giró, aún sosteniéndola, para poder
abrir la puerta del edificio. Natascha se veía muy mal y, aunque no tuviera
por qué, Mathias no podía evitar sentirse un poquito culpable. Subieron por
el ascensor y en pocos segundos llegaron al noveno piso. Un mareo le atacó
cuando el elevador se detuvo de golpe y Mathias temió que Natascha
vomitara allí mismo. Por suerte, no lo hizo y se mantuvo muy cerca suyo
hasta llegar al departamento.
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El sitio estaba saturado por un tremendo olor a encerrado y humedad.
Natascha se tiró en el sofá y Mathias se dio cuenta de que una de las
ventanas de la sala estaba rota.
—Dios...
—Matty.
—¿Qué? —respondió, abriendo con cuidado el ventanal.
—Hay un papel tirado ahí en la puerta.
Mathias se volteó y vio que Natascha tenía razón. Rápidamente lo tomó
y lo leyó. Era de Hugo, su vecino, y decía que gracias al temporal de días
atrás se habían quedado sin conexión a internet, sin teléfono y hasta sin
televisión satelital. Las instalaciones de TV estaban en el balcón de Mathias
y al parecer el aparatejo se había roto y había aparecido en el jardín de la
señora de la planta baja.
«Bueno, eso explica la ventana rota», pensó Mathias. La carta de Hugo
denotaba cierto matiz trágico que se le antojó ridículo. La dejó sobre la
mesa del comedor y se sentó en el sofá, al lado de Natascha. Había
olvidado su bolso en el auto. Bueno, podría ir a por ellos mañana. Ahora
tenía frío y sueño.
—¿Quieres comer algo? —le dijo a la chica, que parecía a punto de
dormirse en plena borrachera.
—Sí, te agradecería mucho. Mnghh... qué frío hace aquí.
—Ve a la habitación a descansar.
—Mngh...
—Pero si vas a vomitar, hazlo en el baño —le gritó desde la cocina.
—Jaja, muy gracioso, Matty...
Mathias dejó escapar una risita divertida, pero cuando estaba a punto de
abrir el refrigerador, el sonido repugnante del vómito al chocar contra el
agua del retrete le llegó intensificado por el eco del baño.
—Cielos... —farfulló, meneando la cabeza. No era la primera vez que
Natascha vomitaba en su baño y suponía que no sería la última—. ¿Estás
bien?
—¡Mejor que nunca, mi rey!
En el refrigerador sólo había unas pocas verduras, una barrita de
manteca, unos huevos, y mermeladas de frutilla y durazno. No podría
preparar nada aceptable con eso y era demasiado tarde para ir al mercado.
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Confeccionaría una lista y compraría por Internet.
Se acercó a la habitación y abrió la puerta con el pie. Llevaba un plato
de caldo de verduras caliente que esperaba que supiera mejor que el del
hospital de Magdala. Ese pensamiento hizo que se acordara de Belluse…
Natascha estaba escondida bajo las frazadas y Mathias tuvo que
morderse la lengua para no regañarla por haberse acostado así, hecha un
asco. Después de todo eran su cama, sus sábanas y su almohada. Bueno, si
la culpa era de alguien, ése era él. Él había dejado que las cosas tomaran
ese rumbo inquietante y escabroso, y ya era un poco tarde para intentar
poner límites o establecer reglas.
—Te he traído algo para que comas. —dijo. Sacudió a la joven
tomándola por el hombro. Ella no hizo caso y Mathias decidió ponerse
firme—: Mira, linda, si vas a quedarte aquí a dormir va a ser mejor que te
des una ducha. Apestas a vómito, a alcohol y sabrá el diablo a qué más.
Del bulto que era Natascha se oyó un quejido ronco y la frazada
comenzó a deslizarse hacia abajo. Un par de ojos pequeños, algo rasgados
y del color de la miel, miraron a Mathias llenos de reproche y confusión.
—No me trates así... ¿qué te pasa?
Mathias suspiró, turbado.
—Nada. Anda, come que se enfría.
Se sentó en el borde de la cama y se quitó los zapatos.
—¿Tú ya comiste?
—No tengo hambre.
—Ah, ¡nada! Que te he pillado: quieres mantener la línea. Maricón tenías
que ser.
Mathias esbozó una sonrisa socarrona: viniendo de alguien como
Natascha, esos comentarios no le afectaban y ella lo sabía.
—¡Ja! Mírate tú. Si estás hecha una...
La cuchara golpeó el fondo del plato con un tintineo agudo y clamoroso
y gotitas de sopa caliente volaron en todas direcciones.
—¿Qué ibas a decir...?
—¡Que estás hecha una vaca lesbiana!
Natascha le contempló con sus ojos empequeñecidos por el fingido
enojo y las nauseas etílicas.
—¡Maricón hijo de puta! —le gritó empujándolo hacia atrás y Mathias
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cayó sobre la cama de espaldas. Alcanzó a tomarla de un brazo y ella se
derrumbó sobre él, quejándose cuando sus grandes y firmes pechos se
aplastaron contra el torso duro.
—Auuu —sollozó ella, con la boca pegada a la camisa de Mathias.
Él respiró profundamente. Le desagradó el olor a suciedad que
desprendía la corta cabellera de Natascha, maltratada a base de tinturas
baratas. La rodeó con sus brazos, con desgano.
—Estaba bromeando —le dijo al oído, allí donde una multitud de
brillantes piercings se aferraban a la carne y al cartílago—. No estás gorda.
Estás muy delgada, demasiado... —y tanteó con sus manos, por encima de
la blusa de tela elástica, la piel floja y gelatinosa.
Entonces ella pareció recordar que también tenía manos y, seguramente
confundiendo aquel simple y evaluador contacto con algo más, enredó sus
dedos en torno al pelo de Mathias y alzó la cabeza para poder mirarlo a los
ojos.
—Pero tú sí que eres un maricón hijo de puta.
Se acercó más y lo besó en la boca, cuidando de separarle los labios con
delicadeza tal como sabía que a él le gustaba. Mathias no se resistió y
respondió al beso, sorprendiéndose al darse cuenta de que la boca de
Natascha no sabía a vómito, sino a la mezcla de la menta del dentífrico y a
la sal de las verduras. Era un beso sabroso y agradable… pero se encontró
pensando que lo habría sido más si esa boca y esa lengua hubiesen sido las
de Belluse. Natascha bajó hasta su cuello y él aguantó la respiración para
no olerle el cabello grasiento.
«El pelo de Belluse tan bien», se dijo, mientras respiraba por la boca y
mientras Natascha comenzaba a desabrocharle la camisa. Cuando llegó al
último botón, apartó la prenda con cuidado y Mathias se irguió para que
pudiese quitársela con más facilidad. La camisa aterrizó con desgano sobre
la frazada y Natascha levantó los brazos para que Mathias le sacara la
blusa. Era una prenda sencilla, de color rosa chillón, con un pronunciado
escote y mangas hasta los codos. Natascha llevaba un sostén bonito: rojo,
ribeteado con encaje negro. A Mathias le gustó el sostén y pensó, no por
primera vez, que Natascha tenía los pechos demasiado grandes para ser
naturales. No obstante, sabía que sí lo eran: los había tenido entre sus
manos las suficientes veces como para estar seguro.
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«Apenas tengo dinero para pagarme un trago en Zion y tú me tocas las
tetas para ver si son siliconas... eres un maricón de mierda.»
Mathias se aproximó más y apoyó la boca en su cuello tibio, hallando allí
el rítmico sonido de un corazón que parecía tan tranquilo y sereno como el
suyo. Porque era inútil engañarse. Y ambos lo sabían. Alzó las manos y
acarició con ellas la cintura de Natascha y luego subió por su columna para
llegar al broche del sostén. Algo no funcionaba allí. El broche era diferente
de
los
de
las
veces
anteriores.
Mathias
los
había
inspeccionado
minuciosamente cuando a Natascha la vencía el sueño. Antes eran unas
pequeñas pretinas que se enganchaban en dos rendijas. Ahora parecía que
el sistema era diferente. Natascha se rió con ganas al ver que Mathias no
sabía desabrocharle el sujetador.
—Maricón tenías que ser —repitió y se lo arrancó del cuerpo como a un
tumor ensangrentado.
—Lesbiana estúpida —susurró él. Le subió la falda con un manotazo y le
bajó la panty con otro.
Como siempre, las prendas íntimas de Natascha no combinaban y a
Mathias, que no sabía que las prendas interiores de la mayoría de las
mujeres casi nunca combinan, ese detalle le parecía un tanto extraño. Se lo
atribuía a que ella apenas tenía un par de reinas para pagarse el boleto del
subterráneo y llegar a Dunamer a pasar la noche en su casa. No obstante,
las bragas también le gustaron: eran de color violeta y muy pequeñas y él
se preguntó si Natascha no había sentido el frío, siendo que iba tan
descubierta, con apenas una falda.
«Cuando se vaya, le prestaré un jean.»
—Piensa que soy la puta esa —le dijo él al oído—. ¿Cómo se llamaba?
—Claudia.
—¿No era Rachel? ¿Tan rápido cambias de zorra? ¿Quién es Claudia?
—Otra zorra.
Mathias suspiró al verificar que sus torpes fricciones estaban dando
resultado. Natascha se enderezó y le soltó el cinturón. Mathias se quitó los
jeans, la ropa interior y ella también pareció suspirar al ver que él tampoco
estaba excitado.
—Y tú piensa que soy algún puto de la Arkham Avenue —susurró,
alargando la mano para aferrar con los dedos el pene, semi dormido—.
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Imagínate algún mocoso como los que te gustan, vamos... —dijo,
suavemente. Mathias cerró los ojos y no pudo evitar pensar en Belluse.
«¡No!», gritó una parte de él, sintiéndose culpable. No por Natascha,
sino por Belluse. El sólo hecho de hacerlo le provocaba una sensación
anormal, como si Belluse fuera a enterarse de algún modo u otro. Como si
la esencia de Belluse aún estuviera en esa cama...
—Vamos, Matty. Un chico bien mono, de ojos azules... pelo negro,
delgadito, culo bien redondo. Vamos, te la agarra con la mano y te la
acaricia...
Mathias se mordió el labio y se imaginó tumbado sobre la cama de la
habitación de Azathot, con Belluse encima de él, completamente desnudo.
—Te la acaricia, te la sacude...
Belluse estaba bajo las órdenes de Natascha: tomaba el miembro de
Mathias y lo frotaba con sus dedos calientes, lo masajeaba, lo acariciaba...
—Y te la sacude... y te la chupa. Eso tendrás que imaginártelo, porque
no voy a chupártela.
Mathias no abrió los ojos, pero dibujó una sonrisa divertida. Belluse
seguía masturbándole con un ritmo que se hacía cada vez más veloz y
apasionado. Entonces... la negra cabeza llena de relucientes y fragantes
rizos negros se inclinaba hacia adelante y Mathias soltaba un leve gemido al
sentir la humedad de la lengua de Belluse sobre su glande. Agradecido, se
dio cuenta de que Natascha se había lamido la palma de la mano para
otorgarle un placer más real. Y lo estaba logrando, porque el Belluse de su
imaginación estaba poniéndole al cien.
Mathias abrió los ojos, se desplomó sobre Natascha e intentó alcanzar el
cajón de la mesa de luz. Tomó un preservativo, lo abrió y lo deslizó por todo
el largo de su sexo ya erecto. Natascha separó las piernas y le invitó a
penetrarla. Y él lo hizo, enterrándose por completo. Natascha se tensó y
cerró los ojos. Mathias, por su parte, se empeñó en seguir imaginándose
que era Belluse el que jadeaba debajo de él. Pero no lo logró y ella se dio
cuenta.
Después de todo, no servía de nada intentar engañarse.
—¿Lograremos ser felices algún día, Matty? —preguntó ella, a punto de
quedarse dormida—. ¿Encontraremos alguien que nos quiera así como
somos?
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Torre de Estigia, Hades o Endless Infernum City, Moados.
Cuando Belluse entró a su habitación, que estaba en uno de los pasillos del
cuarto piso, pensó que sus amigos lo recibirían con algo más de
entusiasmo. Apenas hubo abierto la puerta, escuchó el sonido de un llanto.
—¡Belluse! —exclamó Shawn, desde su cama.
—¡Sha...! Oh... —y entonces vio que el llanto que había oído era real y
que era Nathan quien lloraba.
—Nathan, ¿qué sucede? —preguntó, dejando sus bolsos en el suelo.
Gale estaba junto al afligido Nathan y le daba palmaditas en la espalda,
para consolarlo.
—La zorra de Kei me puso los cuernos —soltó Nathan, escupiendo el
nombre de Kei como si fuese un trago de una bebida asquerosa.
—Oh —exclamó Belluse. Kei tenía diecisiete años y nunca le había caído
del todo bien, especialmente después de la época de la Arkham Avenue,
cuando el chico se había dado verdadera cuenta de su atractivo y del éxito
que tenía entre la mayoría de los hombres. Nathan jamás se había quedado
atrás, pero le había tocado la mala suerte de enamorarse de él. Y como de
verdad lo quería, ahora no le quedaba más remedio que lamentarse—.
Vamos, Nathan… —intentó calmarle—. Ese mocoso es un idiota, no te
merece. ¡Mira que desperdiciar semejante macho cabrío!
Nathan se sonrió y se limpió el rostro con el dorso de la mano.
—Tienes razón.
—Por supuesto, yo siempre tengo razón —dijo, y le guiñó un ojo—.
Anda, búscate otro novio, que hay muchos chicos que matarían por ti,
¿sabes?
—Ah, ¿sí? ¿Quién, por ejemplo?
—Julien Vandelpoen me preguntó si te gustan los chicos con ojos
rosados.
—¿Julien Van...? ¿El albino flacucho?
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—Sí.
Nathan se sonó los mocos con un pañuelo de papel.
—Es bonito. Parece un conejo.
Gale se rió en silencio.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Nathan.
—Catorce, creo.
—¿Catorce? —se lamentó—. Cielos...
—¡Anda! ¿Qué tienes? —se quejó Gale, haciendo aspavientos con las
manos—. ¡Si te gusta...!
—¡Yo no ando por la vida desvirgando albinos, Galeward!
—¡No me llames Galeward!
—¡Cállense los dos! —gritó Shawn—. ¡Mierda! ¡Es que se ponen
insoportables! ¡Belluse acaba de llegar y ni siquiera le han preguntado si el
tipo que se folló estaba bueno...!
—¡No me follé a Mathias! —gritó Belluse. Los tres chicos se volvieron
hacia él, dispuestos a oír lo que fuera que Belluse tuviese para contarles.
—Bueno, vamos, ¡suelta la lengua, Belluse!
Y entonces comenzó. Mathias Johann Malkasten era un hombre de
veintitrés años, perteneciente a la Orden Judas Iscariote y tenía experiencia
en misiones peligrosas. Era gay, pero lamentablemente se tomaba muy en
serio eso de que Dios estaba en contra de los homosexuales.
—Es alto, moreno... ¡Y su cuerpo! ¡Tiene un culo perfecto y se le marcan
todo los músculos!
—Guaau —se relamieron Nathan y Gale. Shawn, que a pesar de ser
heterosexual estaba acostumbrado a esas situaciones, alzó las cejas y
sonrió.
—Me dijo que quería hacerlo con alguien a quien quisiera de verdad; le
dije que yo también, pero aun así...
—¿Cómo? —replicó Gale, frunciendo el ceño—. Belluse, ¿tú...?
—Ups —susurró Nathan.
—¿Te enamoraste de él, Belluse?
—Belluse...
Belluse levantó la cabeza y sus amigos vieron que estaba llorando.
—Mierda. Ya son dos…
Nathan suspiró y le alcanzó un pañuelo de papel.
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Más tarde, luego de la cena y después de dejar en su armario la poca ropa
limpia y en la canasta, la sucia, Belluse sacó sus armas y las dejó sobre el
escritorio. Debía entregarlas a la Asamblea. Sin embargo, ese no era el
problema. El rollo del asunto era a quién de la Asamblea tenía que
entregárselas. Pensaba en eso mientras se dirigía hacia las duchas del
cuarto piso: volvería a encontrarse con David Gauss después de más de
diez días de no verle el pelo. Y estaba asustado.
No había nadie en las duchas del cuarto piso y eso lo tranquilizó. Se
desnudó en silencio y dejó la toalla colgada de un gancho. Abrió la canilla
del agua caliente y esperó que la temperatura se templara. Una vez que las
separaciones de las duchas se empañaron, Belluse se metió bajo el agua.
Estuvo varios minutos así, sólo dejando que el agua caliente le recorriera el
cuerpo a su antojo, sin siquiera moverse. Hacía tiempo que no disfrutaba de
un baño como Dios manda. Dejó escapar un suspiro y, con los ojos
cerrados, buscó a ciegas el champú y el jabón. Se refregó el pelo con
ahínco, como si estuviese impregnado de una suciedad viral. Se enjabonó el
cuerpo, y fue frotando con su esponja el pecho, las axilas. Luego se
concentró en el cuello. Se estaba enjuagando el cabello cuando una voz
detrás de él lo sobresaltó:
—¿Quieres que te frote la espalda?
Era David, estaba completamente seguro. No necesitaba darse la vuelta
para comprobarlo. Sin embargo, lo hizo, increpándolo:
—¿Qué quieres?
Tuvo que refrenarse para evitar que los ojos le jugaran una mala
pasada. Había olvidado lo atractivo que era David y lo apetecible que se le
hacía ese cuerpo musculoso y por sobre todas las cosas, ese sexo que
dormitaba entre los oscuros y tupidos rizos. Rechinó los dientes para
intentar controlarse.
—¿Qué sucede? ¿No te gusta lo que ves? —sonrió David. Su ropa estaba
en el piso y sobre el escabel, la toalla y la muda. Belluse se dio cuenta, para
su indignación, que David debía estar allí hacía ya bastante rato.
—Déjame en paz —exigió, furioso.
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—Oye, ¿qué te pasa? —replicó David, con una sonrisa divertida,
relamiéndose los labios a costas de la pálida y mojada desnudez que se
exhibía ante él.
—¡Muérete!
—exclamó
Belluse,
dándose
la
vuelta,
dispuesto
a
enjuagarse lo más rápido posible y salir corriendo de allí.
Cuando estaba a punto de cerrar la canilla del agua caliente, sintió una
mano fría recorrerle toda la longitud de la espina dorsal hasta llegar al
trasero. David le aferró la cadera con la mano izquierda, y con la derecha
fue abriéndose paso por entre sus piernas. Belluse jadeó. David lo volteó y
ambos quedaron frente a frente.
—Belluse, vamos, ¿sigues enfadado por eso? —le susurró, apartándole
el cabello del rostro y colocándoselo detrás de las orejas—. Te mandé miles
de mensajes pidiéndote disculpas...
—¿Q—qué?
—¿No te llegaron? —inquirió, juntando las cejas.
—No.
—Qué extraño... —dijo, jugando a pasear los dedos por las curvas de la
oreja de Belluse.
—Desde hace dos meses no podemos recibir llamadas, la línea estaba
intervenida, Dave...
«Oh, no», se lamentó Belluse cuando David se sonrió, «¿por qué le
llamé Dave?»
—¿De verdad me mandaste mensajes? —refutó, intentando no parecer
convencido.
—Por supuesto —se quejó David, irritado—. ¡Mierda! No sabía cómo
estabas, volví luego pero ya te habías ido y había huellas de otro auto.
«El auto de Mathias.»
—Sí. Si no hubiera llegado Matt me habría muerto por congelación, ahí
en medio de la nieve —exclamó, enfatizando el nombre de «Matt». Se
regocijó al ver que sus palabras tuvieron el efecto que deseaba:
—¿Matt? ¿Mathias Malkasten?
—El mismo.
—¿Te encontraste con tu compañero?
—Sí.
—Bien... —David parecía afligido y en cierto modo, también aliviado—.
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¿Y qué tal es ese Malkasten?
Belluse acentuó su sonrisa y, empinándose, le dijo al oído a David:
—Guapísimo.
David lo apartó con brusquedad y lo miró entre rabioso y confundido:
—¿Te revolcaste con tu compañero de misión, Sabik?
Belluse supo que le llamaba por su apellido en un intento de intimidarlo.
Se mordió el labio provocativamente.
—No. Pero me habría encantado hacerlo, profesor Gauss.
El hombre relajó el gesto y volvió a juguetear con su cabello. Belluse no
dejó de mirarle a los ojos por un instante. David no lo quería y él tampoco.
No obstante, a él no le gustaba que le hiciera esas ridículas escenitas de
celos. En primer lugar, porque no tenía por qué.
—¿Y los pendientes que te regalé? —le preguntó David, acariciando el
lóbulo de la oreja entre el pulgar y el índice.
—Me dan alergia, no son de plata.
Entonces David fue subiendo la otra mano hasta apoyarla en la nuca de
Belluse y fue acercándose hacia él más y más hasta que sus labios se
rozaron. Los ojos azules lo miraron como asustados a través de la incesante
lluvia que aún caía sobre ambos cuerpos.
—Te he echado de menos —le susurró David antes de acortar la
distancia entre sus bocas con un beso.
«Sí, porque no tenías con quien follar», pensó Belluse, respondiendo al
beso con hambre. Entonces, para su humillación personal, descubrió que él
también había extrañado a David.
Él tampoco había tenido con quien follar.
David fue deslizando los dedos por su espalda, otra vez, hasta llegar a
ese lugar íntimo y oscuro que tanto deseaba. Inclinándose hacia el cuello de
Belluse, fue lamiendo y besando suavemente, sintiendo como el chico
relajaba todos los músculos y se derretía entre sus brazos como un helado
de fresa. Hundió con delicadeza el dedo medio y todo el blanco cuerpo se
estremeció de inquieto placer.
—Mngh... ¿Qué estás haciendo? —preguntó Belluse, con una risa,
echando la cabeza hacia atrás y sin abrir los ojos. Eso de ser preparado
para el sexo ya era historia antigua para él.
—Bueno, hace tiempo que no lo hacemos —intentó excusarse David, en
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vano. Belluse se apoyó completamente contra el muro que separaba el
cubículo del otro, enredándole los brazos alrededor del cuello.
—Tsk, error. Hace tiempo que no lo haces tú.
David se tensó.
—¿No has dicho que no lo hiciste con ese tipo? —dijo en un tono de voz
tan potente que Belluse temió que se hubiese oído en los pasillos.
—Jajaja, estaba bromeando, tonto... —respondió por fin, sobándose
contra él.
Pero al parecer David no le creyó por completo. Dejando de lado la
delicadeza, lo volteó de nuevo y, separando las nalgas, lo fue penetrando.
Belluse aguantó la respiración mientras el sexo de David se abría paso
en su interior con esa lentitud exquisita que lo volvía loco. David siempre lo
había llenado tan jodidamente bien, que de verdad no le importaban las
maniobras preliminares.
—Aah, Dave… fóllame.
Grande, duro, caliente. Así lo sentía. David era sólo eso. Y gracias a ello,
estaba a salvo. Si no…
David salió de su interior y se corrió afuera. Belluse se sorprendió al
darse cuenta de que la escena de su profesor masturbándose con furia para
lograr acabar, y luego, la del semen saliendo a chorros y resbalando por el
muro... ambas escenas le desagradaban profundamente. Pero no ofreció
resistencia cuando David se acercó a él con la respiración aún acelerada, y
se pegó a su cuerpo, cerrando los dedos en torno a su pene, para que
Belluse también eyaculara.
—Tengo una propuesta que hacerte —comentó David, contemplándolo
mientras se lavaba otra vez. Belluse se inquietó.
—¿Qué cosa? ¿Que me case contigo? —se burló, entre risitas.
David se sonrió y le dio una palmada en el trasero.
—No, tonto...
—¿Entonces?
—Bueno, como Samuel Jackson se va a la Interpol, necesitaré otro
ayudante para los entrenamientos de los niños. Y estaba pensando en que
tú harías un buen trabajo.
Belluse se dio la vuelta, cerró la canilla y se estrujó el cabello.
—¿Y yo por qué?
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David comenzaba a impacientarse.
—Bueno, porque eres muy hábil. Si no quieres puedo preguntarle a otro.
Belluse se encogió de hombros y salió de la ducha. Se envolvió con una
toalla.
—¿No te interesa? —replicó David. Sin dejarle responder agregó—: el
sueldo es de mil reinas al mes.
—¿Mil reinas? —chilló Belluse, sorprendido.
—Sí —rió David, secándose rápidamente y poniéndose la ropa interior—.
¿Qué dices? —volvió a preguntarle, con una pequeña sonrisa, ya vestido.
Belluse lo meditó por un momento. David le ofrecía el trabajo de
ayudarlo en las clases de artes marciales de los cursos inferiores.
Prácticamente, le estaba colocando en el puesto. Y le pagarían mil reinas al
mes. Tal vez con ese dinero, sumado al que le mandaban de Europa, podría
abandonar Estigia y alquilarse un piso en... en Dunamer. Dunamer era
barata, era tranquila... pero, ¿por qué intentaba engañarse? ¡Si en
Dunamer vivía Mathias!
Belluse se puso los bóxers y miró a David, que seguía a la espera de una
respuesta. Pero, un momento, ¿cuál sería el precio que tendría que pagar
por semejando acomodo? ¿Ser la puta de David por los siglos de los siglos?
Eso era algo que no estaba entre sus planes. Definitivamente no.
—Me lo voy a pensar —respondió, embutiéndose en los pantalones con
premura.
—¿Por qué? ¿Qué necesitas pensar? —refutó David y a Belluse le pareció
patético que quisiera disimularlo.
—¿Te crees que no me doy cuenta de por qué me lo ofreces a mí? —le
dijo—. Si acepto estaré en deuda contigo y te aprovecharás de eso para...
para hacerme cosas como las que me acabas de hacer.
Las frondosas cejas de David parecieron hacerse una sola.
—¿Hacerte cosas? ¡Lo dices como si te hubiese violado! ¡Como si fueras
una víctima, una niña virgen!
—No soy una víctima ni una niña virgen. Pero no fui yo quien llegó a
donde te estabas bañando para provocarte, David. Yo... no quiero seguir
con esto, no me gusta... eres mi profesor y...
—¿Quieres terminar conmigo?
—David, ¿cuándo fuimos algo?
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David torció el gesto y se volteó. Tomó la toalla, la ropa sucia y
comenzó a caminar hacia la salida.
—Está bien, Sabik —exclamó—. Te espero en el gimnasio, el martes
diecisiete a las diez de la mañana. No es necesario que vistas uniforme.
Y se fue. Y Belluse se quedó allí, contemplando la nada. Confundido.
Esa noche, cuando se acurrucó entre las sábanas, quiso olvidarse de
todo aquello que le hacía sentirse tan sucio.
Club nocturno La luna empañada, Arkham Avenue, Hades, Moados.
Mystic Light
I'm just in deep, all alone
In the dark
I don't know how to go back home
Won't you let me in?
Dark skies, golden blooms,
Mystic wonders, blinded eyes,
Gimme now the silvery one,
Pearly rivers, tell the price.
Dark in my mind, drunk laugh
No I don't, forgive me.
I miss your skin on mine,
I need to have it all now
Baby, I want you back
I'll cry the crime for you
Buy the sun, rise it up, lick the fog
Blink down the second eye (I can't see the light)
Here is no light
Shining upon my road
Let the dark go away (I can't open my eyes)
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Darkness on my eyes
Falling down, take my heart
Playing chess with my veins (I can't see the light)
See me, now behind the veil
Trick the past, take my last
Wrap my love into the tombs
A mystic light I've got
Hacía dos noches que Misthic había compuesto aquella canción. Como el
chico que tocaba el piano parecía tenerle ganas, le había pedido si podía
acompañarle con la melodía. Se llamaba Iván y era el hijo del dueño. Si
bien no era muy guapo, tenía ojos bonitos y lo que era más importante: le
tenía ganas.
—Esa canción es muy linda. Mystic light... —alabó Iván, pasándole un
vaso de soda. Sabía que Misthic todavía tenía diecisiete años. Él contempló
el vaso como quien intenta descifrar una partitura en blanco.
—Gracias —respondió el chico, y se bebió toda la soda de un sorbo.
Con desgano, barrió con la mirada el salón principal de La Luna
Empañada. Paul no había acudido a su presentación de esa noche y todavía
no había oído la canción. Tal vez Iván lo notó algo distraído.
—¿Qué te pasa? —le preguntó el hombre, estudiando cada pálido
contorno del rostro de Misthic—. ¿Esperas a alguien?
El chico dio un respingo. ¿Esperar a alguien? ¿Él?
—No, qué va… —contestó, girándose otra vez.
—No ha venido —comentó Iván, meneando el vaso, haciendo que los
cubitos de hielo tintinearan su melodía glacial—. Tu primo... —y lo dijo con
una voz que se atrevía a recalcar el parentesco que existía entre Misthic y
Paul, con una voz que denotaba subliminales pinceladas de reproche, con
una voz que Iván no tenía derecho a usar...
—Paul no es mi primo —reveló Misthic, dejando el vaso sobre la barra y
levantando la mirada para hacerle frente. El rostro de Iván se sumergió en
un oleaje de sincera confusión.
—Oh, ¿y entonces qué...?
—No es nada mío. Mis padres me abandonaron cuando era un bebé y la
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tía de Paul me adoptó. Ella murió el año pasado y ahora Paul es lo único
que tengo. —Misthic se levantó del taburete de un salto—. Voy a descansar.
Gracias por acompañarme con el piano, Iván.
Misthic desapareció escaleras arriba, dirigiéndose hacia el pequeño
cuartucho que hacía las veces de camerino y depósito de bebidas.
Iván se quedó allí, mudo a causa del estupor.
Misthic cerró la puerta detrás de sí y entró en su camerino. Era un
cuarto pequeño pero limpio y quizás un poco desordenado. Cuando él había
comenzado a usarlo hacía dos semana, el dueño había ordenado que lo
asearan, colocaran un espejo, un tocador, y le pusieran cortinas a la única
ventana. Pero la mayoría del tiempo las cortinas permanecían abiertas.
Comenzaba a hacer calor y Misthic se pasaba largos ratos asomado por la
ventana,
espiando
los
movimientos
de
aquella
avenida
corrupta
y
exuberante que ofrecía miel y destilaba bilis. Antes había pensado que era
genial. Ahora no estaba tan seguro. Observar por la ventana hacía que
obligatoriamente mirara hacia abajo y que sus ojos se perdieran entre los
maquillados recovecos de los chicos y chicas que se ofrecían en las
esquinas, en los oscuros vidrios de los autos que los recogían, en el humo
de los cigarrillos que subía en espiral sobre sus cabezas...
Mientras estuviera en La Luna Empañada, Misthic estaría a salvo.
Había recibido ofertas de algunos hombres maduros. Las había
rechazado balbuceando, pero con educación. Se había sorprendido al
verificar en persona que en esos sitios se procedía con mucho respeto, cosa
que jamás se habría imaginado.
En el espejo que descansaba sobre su lecho de madera, su pálido y frío
gemelo le contempló atentamente mientras se desanudaba el moño que
Sam, uno de los camareros, le había hecho con un listoncito blanco. Al verlo
vestido para su primera presentación, Antoine, el dueño del club, había
quedado poco menos que sorprendido.
«¿Has visto a un chico albino flaco con cara de niña? Tiene que cantar
en quince minutos.»
Misthic se rió de buena gana y en ese momento, cuando había soltado la
primera risa verdadera desde hacía semanas, Iván, el pianista, giró sobre
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su escabel y... se quedó boquiabierto frente a la divina presencia de ese ser
que parecía estar sólo hecho de plata y de nieve.
«Eres un desvergonzado», le dijo el Misthic del espejo al Misthic de
carne y hueso. «Te gusta que Iván te coquetee, pero jamás vas a darle
nada de lo que busca.»
El reflejo dejó caer la cinta sobre el tocador y paseó sus pálidos y largos
dedos por los botones de la camisa semi abrochada.
«Cállate», le espetó el Misthic que sentía y padecía.
«¿Acaso es mentira? Atrévete a decirme que no disfrutas cuando todos
esos hombres te comen con la mirada mientras cantas», desafió el reflejo,
echándose hacia atrás las plateadas mechas de lacio cabello que le caían
sobre la frente. «Paul jamás te ha mirado así, ¿por qué no lo olvidas de una
vez?»
«Amo a Paul», musitó Misthic, estremeciéndose de frío cuando una brisa
delatora hizo bailar las cortinas que esa noche ocultaban la luna, una
olvidada guadaña astillada en el oscuro almacén del firmamento. El Misthic
del espejo pareció retorcerse como un pomo de dentífrico usado, en medio
de una risa atronadora y escandalosa.
«¡¿Amas a Paul?!», gritó, sin dejar de reírse. Pero entonces su rostro se
volvió a la vez resplandeciente y difuso, como si en vez de estar en un
espejo, estuviese sobre la superficie del río y todas las luces del puente
Caronte lo señalaran amenazantes como la persona que le había hurtado el
nombre a las aguas.
«¿Qué te espera al lado de Paul? ¿Morir por sobredosis de heroína, tal
vez? Dime... ¿cómo sabes que él ya no está muerto, con el cuello roto y
flotando sobre el río como una lata vacía? Primero fue tu madre, luego tu
tía. ¿Quién le sigue, eh? Adivina, ¡vamos! Uno, dos, tres. ¿Has adivinado
ya? O si no, ¿¡cómo sabes si ya se encontró con Noah y ahora están
follando, follando y follando…!?»
«¡¡CÁLLATE!!», bramó Misthic, y el espejo pareció llenarse fuego
bruñido. «¡Cállate, cállate, cállate! ¡CÁLLATE!»
Pero el Misthic de su reflejo seguía riendo y el Misthic que lloraba alzó
un puño como si quisiera atravesar el espejo y retorcerle el cuello. El reflejo
se calló, pero seguía observando con creciente y morbosa satisfacción el
resultado de sus palabras.
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«Eres de plata, pero debes exigir oro», declaró en susurro.
«¿Qué...?», murmuró Misthic, siguiendo con sus ojos ofuscados aquella
translúcida araña de cinco patas que era la mano de su gemelo y que
jugueteaba con las cuentas del rosario de cristal de roca que estaba sobre
el tocador. Un momento... ¿de dónde había salido ese rosario?
«Eres de plata, pero exígeles oro», repitió el reflejo, canturreando.
El rosario se balanceó por sus dedos como los hilos de un columpio.
Misthic no podía apartar los ojos de él. «Eres de plata, pero exígeles oro»,
El rosario oscilaba en un vaivén de elocuente persuasión... «Eres de plata,
pero exígeles oro». Y el rosario se había transformado en un péndulo de
perlas... y lo único que Misthic oía era el susurro de las cuentas de cristal
cuando rasgaban el aire... «Eres de plata, pero exígeles oro. Eres de plata
pero
exígeles
oro...
eresdeplataperoexígelesoroeresdeplataperoexígelesoroeresdeplataperoexíge
lesor...»
—Basta… —sollozó Misthic—. Por favor… ¡¡BASTA!!
«¡Jamás podrás estar con Paul! ¡Nunca le podrías dar todo lo que Noah
le daba! La pasión de Paul te haría añicos. No tienes experiencia. No puedes
competir con Noah.»
Misthic observó allí a su gemelo, que parecía reflejar toda la luz de la
luna y devolverla transformada en el nácar de su piel, en las finísimas
hebras de su cabello y en la misteriosa transparencia de esas cuentas de
abalorios en los que fluían en su interior diminutos ríos sanguinolentos…
«No tengo nada para darle a Paul más que mi amor.»
«Noah no sólo le daba amor. ¿Cómo sabes que tu pobre cuerpo lleno de
mutaciones responderá a sus caricias, a sus besos?»
Una nueva lágrima se asomó por entre sus pestañas de plata y un
sollozo se le escapó, tan sutil como el aire.
«Haz la prueba, Misthic. Si quieres estar con Paul, deberás mutar una
vez más.»
Misthic se limpió las lágrimas y se arregló la camisa. Miró la hora: la dos
de la madrugada. Se peinó el cabello con los dedos y dejó que aquel
perfume que le habían obsequiado se colara por entre sus poros,
impregnándoles una magia distinta. Decidido, salió de su camerino, subió
un nuevo tramo de escaleras, y se detuvo frente al camerino de Iván.
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Apenas hubo salido, el reflejo del espejo se evaporó como oro (o como
plata) sublimándose entre lenguas de fuego… o bien como el espectro de la
luna empañada que se desdibujaba tras las cortinas
—¿Qué sucede, Mis? —preguntó Iván, levantando la mirada del libro que
estaba leyendo. Misthic sintió deseos de gritar que no sucedía nada y salir
corriendo—. Pasa.
Entró en la habitación y cerró la puerta. Ya había estado allí una vez. El
camerino de Iván era un poco más grande que el suyo y más desordenado.
Un viejo armario lo observaba con sus dos ojos ciegos y de la única ventana
colgaban unas sucias cortinas grises que bailaban tristemente cuando el
silbido del viento entonaba sus arias nocturnas. Iván estaba recostado
sobre un pequeño catre de madera. En cuanto Misthic hubo entrado, se
sentó y dejó su libro sobre una mesita de plástico.
—Siéntate —susurró el hombre, palmeando el espacio vacío de su catre.
Misthic vaciló. Iván le sonrió y en sus ojos verdes parecieron brillar
todas las luces que decoraban las fachadas de los casinos de la Arkham
Avenue. Misthic apartó la mirada, avergonzado. Habría querido permanecer
contemplando esos ojos y poder descubrir en ellos todos los cientos de
tonos de verde que flotaban en sus pupilas.
—¿Te sientes bien? Te noto algo... decaído.
Misthic respondió con otra pregunta:
—¿Has visto a Paul?
Iván se mordió la lengua. Sí, había visto a Paul. Lo había visto en el bar
de King, Azathot, juntando las monedas para desahogarse con cualquiera
de los prostitutos que revoloteaban por allí como moscas. Iván le había
gritado que Misthic le aguardaba en el club para irse a casa, pero Paul había
fingido no oírlo y le había cerrado la puerta del privado en las narices.
—No, no lo he visto, ¿quieres que te lleve a casa? —le ofreció,
quitándole del cabello uno de los papelitos metalizados que habían llovido
durante su presentación, danzando al compás de aquella voz maravillosa
que podía vibrar en la cima de un agudo sin miedo a despeñarse.
La mano de Iván se quedó allí, paseando tímidamente, y el hombre se
sorprendió de lo finos que eran esos mechones de nieve, tan delgados y
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etéreos como una telaraña de seda; tan lacios como la lluvia de cintas que
colgaban del salón como las hojas de un sauce llorón bañado en plata.
—No, está bien... gracias.
Entonces Iván se dio cuenta. ¿Qué le sucedía a Misthic? ¿Qué había
hecho ese muchacho que parecía salido de un cuento de hadas para estar
allí, en ese panal de impenitentes, donde las abejas no morían al aguijonear
y donde la miel no era miel, sino jugos fermentados? ¿Por qué estaba esa
voz de sirena calentando los oídos de los hombres que lo observaban no
porque cantara bien, sino porque aquella pequeña silueta y esa piel de lirios
transparentes encendían su imaginación y su lujuria con nuevos paraísos de
sensualidad y fetichismo?
Porque a pesar de ser albino, Misthic no era nada feo. O al menos no lo
era para Iván. Tenía rasgos femeninos, la voz era demasiado andrógina y
todo ello, sumado a su contextura delicada, frágil, y a sus gestos
vagamente afeminados, había hecho que se le iluminara el farolito de la
sospecha. No se lo había preguntado, pero Iván había vislumbrado la
posibilidad de que Misthic tuviera conflictos con su identidad sexual
biológica. O como se llamara aquella cosa que definía si alguien era hombre
o mujer. Sin querer, dejó caer sus ojos sobre la camisa negra. Por
supuesto, no había pechos ni nada que amenazara con necesitar un sostén.
Igualmente, a Iván le acometieron los irrefrenables deseos de acariciar
cualquier
cosa
que
se
ocultara
detrás
de
aquel
satén
negro
y
aterciopelado... cualquier cosa, lo que fuera... no importaba.
Sus
ojos
nuevamente
descendieron,
descarados.
Los
ceñidos
pantalones, el cinturón, la entrepierna. ¿Qué podía hacer Iván para estar
seguro?
—Mis —susurró. Y los ojos se arrepintieron de su desfachatez y
volvieron a mirar al frente—. ¿Tú tienes algo... con tu primo Paul? —
preguntó.
Las mejillas de Misthic se tiñeron de un suave rubor coralino que Iván
tuvo ganas de borrar con lamidas.
—No.
—Y… ¿tienes algo con alguien?
Misthic sintió que el corazón se le disparaba hacia la garganta y
comenzaba a latir allí descontroladamente, impidiéndole el paso al aire.
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—No.
—¿Te gustaría tener algo conmigo?
Entonces a Misthic le pareció que su cerebro era dividido en dos mitades
iguales con una guadaña brillante y afilada, y que, mientras una gritaba
«¡no!» con una desesperación patética, la otra susurraba «dile que sí. Tal
vez si lo haces descubras qué se siente ser querido, qué se siente ser
deseado, qué se siente por fin un beso, una caricia.».
Y definitivamente la segunda voz había desnudado el alma de Misthic y
la había elevado hacia un altar ungido con recuerdos tristes y todos aquellos
sentimientos frustrados... la había colocado allí, junto con un cartel
luminoso muy parecido al de La Luna Empañada o un aviso clasificado de
los periódicos.
Y aquel cartel luminoso rezaba... «se busca amor». Y aquel aviso
clasificado decía «albino, diecisiete años, metro setenta, dulce, cantante,
virgen».
Y todas las luces de aquel cartel estallaron y todos los recuerdos tristes
se evaporaron como pálidos fantasmas de humo y el altar se incendió con
un fuego mágico que prometía reducirlo a cenizas que saldrían volando por
entre las cortinas de aquella pequeña habitación... Y las cenizas flotarían
hacia Paul y le gritarían que su primo no estaría allí para siempre, le
advertirían que Iván estaba besando a Misthic y que, si no quería tener que
seguir robando para comprar alcohol o cuerpos anónimos, que se olvidara
de una puta vez del espectro de Noah y abriera los ojos para observar lo
que en esos momentos se le estaba escurriendo entre los dedos.
Pero Paul no haría caso. Paul no las vería, no las olería, no las sentiría a
su lado flotando en medio de aquel cuarto en el que estaba. Porque Paul
estaba dormido, con los bolsillos vacíos y el estómago lleno. Con un joven
desconocido al lado, pero con Noah en el alma...
Los labios de Iván sólo se atrevieron a arrastrarse por los de Misthic,
abrazándolos entre los suyos y saboreándolos con una lengua muy tímida y
tersa. Y Misthic, que nada sabía de besos y que no comprendía todas
aquellas maniobras de las que tanto había oído hablar a escondidas a su
madre y a su tía, se quedó allí, estático y mudo, atento y dejándose guiar,
preguntándose cómo podía ser que su cuerpo vibrara tanto como lo hacía
su garganta en medio de Mystic Light y queriendo saber qué demonios eran
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esas sacudidas calientes y húmedas que parecían burbujas de aire
crepitando en sus entrañas.
Y en medio de una de esos espasmos, una de las burbujas estalló y lo
obligó a abrir la boca con hambre y ofrecer todo aquello que antes sólo
había querido darle a Paul.
Iván dejó salir una suerte de jadeo sofocado. Todo Misthic se sacudió
como lo hacían sus cuerdas vocales en medio de un agudo. Un miedo
excitante se entremezcló con los espasmos, inyectándole sinuosas dosis de
placer. Iván lo quería, lo deseaba. Porque para Misthic, para quien el deseo
no era no novedad pero sí lo era el sentirse deseado, no podía distinguir
qué era lo que sentía Iván. Tal vez lo quería. Tal vez lo deseaba. Tal vez
ambas. Tal vez lo deseaba sin llegar a quererlo... Misthic no podía pensar,
esa lengua y esos labios parecían ahora acariciar su propio cerebro, y deseó
que no sólo acariciaran su cerebro... deseó que se evaporaran por entre los
botones de su camisa y le besaran el cuello... o que se escurrieran por la
hebilla del cinturón y navegaran por las cicatrices que tenía entre las
piernas.
Tal vez un minuto, tal vez mil. El tiempo parecía haber huido, parecía
balancearse por las telarañas del cielorraso en un columpio hecho de
suspiros.
—Me gustas —le susurró Iván, mirándolo, y Misthic sintió que se
sumergía dentro de esos ojos y que podría nadar en ellos, acariciar el
cristalino y empaparse del humor vítreo. Se imaginó que a través de esos
ojos todo el mundo podría contemplarse a través de un filtro muy verde y
muy brillante. Deseó poder ser parte de ese mundo... y recorrerlo de la
mano de Iván...
—Viejo, nos vamos —saludó Iván a su padre, Antoine. El gigantesco
hombre levantó la mirada por encima del humo de su café. Alzó las cejas al
ver a Misthic a su lado, y éste apartó los ojos, avergonzado.
—Bien —aprobó Antoine, con retintín y una sonrisa traviesa.
Y luego de que Misthic le saludara con un tímido "adiós, señor", él le
guiñó un ojo y agregó, dirigiéndose a su hijo:
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—Lo cuidas, que mañana tiene que cantar.
Cuando llegaron al salón, a ninguno le extrañó que Paul no hubiese
llegado. No era por nada. Misthic sabía que, estuviera donde estuviera, el
dueño de los pensamientos de Paul no sería él.
Por supuesto, tenía toda la razón.
Misthic pasó por un bochornoso momento cuando Iván le preguntó
dónde quedaba su casa. Le dijo: alquilaban un pequeño departamento
frente al Esculapio Blanco, el hospital abandonado, pero cuando Iván se
disponía a doblar en Voltaire Street, Misthic tuvo que decirle la verdad: que
no tenía la llave.
—Ah... bien —susurró, frunciendo apenas el ceño. Se volvió, pero
Misthic ya había apartado la mirada—. No vamos a recorrer todos los bares
de Arkham para buscar a tu primo —dijo, como rezando un preámbulo—:
¿quieres pasar por mi casa? —y allí estaba, la declaración. Y Misthic no
podía estar más nervioso.
Iván vivía en un piso de clase media ubicado entre un local de comidas
rápidas y una peluquería. A esas horas de la madrugada la peluquería
estaba cerrada, pero en la entrada de la rotisería el aroma a frituras se
exhibía tan descaradamente como lo hacían las odaliscas en los bares.
—¿Quieres comer algo? —ofreció el hombre, con una sonrisa.
Misthic asintió en silencio. Eligieron filetes de pescado y papas fritas, y
el empleado envolvió el pedido y les cobró diecisiete reinas. Misthic, que de
por sí no estaba acostumbrado a las relaciones amorosas, se preguntó si tal
vez debía pagar su porción. Pero Iván parecía más que complacido haciendo
de caballero... y él volvió a sentirse picado por el mosquito de la curiosidad:
¿qué rol jugaba él en esa pareja? ¿Qué cartas le habían sido entregadas al
comenzar la partida?
Si Misthic tenía algo bien en claro con respecto a su identidad, eso era lo
que siempre había deseado de Paul o de quien fuera que estuviese a su
lado. Desde niño se había sentido atraído por hombres, mucho antes de
comprender su condición antinatural y saber que era esa condición la que le
hacía sentirse confundido, no en su inclinación sexual, sino en algo mucho
más importante. Jamás había hablado de eso con nadie, ni siquiera con el
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psicólogo que lo había asistido antes y después de las dos cirugías.
En cualquier caso, ¿qué podría haberle dicho?
«¿Me gustan los chicos, me siento como una mujer y no entiendo por
qué carajo se empeñan en definir algo con lo que no estoy conforme?»
Aquello habría sido suficiente para hacer alucinar a cualquiera, y aquel
pobre señor de gruesos anteojos, sonrisa cansada y mirada inquieta habría
podido escribir un libro acerca de las guerras que tenían lugar en el alterado
interior de Misthic.
La situación no había tocado fondo, él se había encargado de envolverla
entre sus neuronas y dejarla en un rinconcito de su cerebro para que no
molestase. Pero que a nadie se le ocurriera preguntarle por qué gustaba de
vestir jeans de corte femenino. Y nadie lo había hecho. Después de todo,
eran más baratos.
Así fue como
Misthic, a la edad de quince años, pudo tener
precariamente definida su identidad y ni Breena ni Vanina ni Paul decían
nada al respecto.
¿Qué podían decir las mujeres que se desnudaban en el Poussière du
Diamant, acerca de un adolescente al que la naturaleza había castigado con
la ambigüedad tanto de su cuerpo como de su voz, en el que la feminidad
se veía tiernamente aderezada por su timidez y sólo opacada por la
blancura de su rostro?
¿Qué podía decir Paul, el hombre que se había vuelto adicto a una droga
de cabello rojo, ojos rasgados y cuerpo insaciable... qué podía decir él de
Misthic, quien tenía diecisiete años y seguía siendo virgen en todos los
aspectos?
Esa era la orgullosa verdad, pero Misthic ya se estaba hartando. Había
empezado a hartarse hacía exactamente dos semanas, cuando un señor
muy rubio y de ojos celestes le había ofrecido cincuenta reinas si lo
acompañaba a Azathot a tomar un trago. No había especificado de qué sería
ese trago... y por supuesto, él se había negado.
Luego, mientras el mismo hombre lo devoraba con la mirada y su voz se
deshacía entre los agudos de Outrageous, Misthic se había preguntado qué
tan bien se sentiría que ese señor lo desnudara lentamente de su trajecito
de satén, que le sometiera con pasión y violencia, si pudiera gritar al aire el
nombre de Paul, imaginándose que todo aquello que lo llenaba y se escurría
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por su cuerpo le pertenecía.
«Claro...y por eso es que estás aquí, en la casa de Iván», la voz del
espejo se sacudió desde lo más profundo de su cerebro, allí dónde Misthic
tenía guardados los traumas de la infancia y el esmalte de uñas.
—Toma —dijo el anfitrión, alargándole un plato con papas y pescado
frito.
—Gracias —susurró.
«Estoy aquí porque él me gusta... y porque deseo dejar de ser un
espectador ignorante», se respondió, echándole una breve mirada al
departamento. Era pequeño, pero perfecto para una persona sola. Tal como
se había imaginado, Iván tenía allí un bonito piano sobre el que
descansaban unas partituras y un par de vasos.
—Les doy clases a unos chicos del edificio —explicó, llevándose los
vasos a la cocina.
—¿Me pongo celoso? —exclamó Misthic, sorprendiéndose luego de sus
propias palabras. En la pequeña cocina se oyó un alarmante traqueteo de
vasos y platos. Iván volvió a la sala, con los vasos limpios y una enorme
sonrisa.
—Tienen ocho y diez años, y son insoportables. ¿No vas a ponerte
celoso de un par de mocosos, verdad? —replicó, sentándose a su lado en el
sofá y tomándole la barbilla.
«Acércate.»
Iván pareció oír aquella súplica, como si en su propio interior yacieran
los satélites receptores de todos los deseos de Misthic. Se inclinó, y fue
bordeando con sus dedos el contorno de sus labios, el mentón, y luego llevó
esa mano hacia la nuca, donde acarició el sedoso cabello plateado y lo
ensortijó en torno a sus dedos.
«Bésame.»
Iván lo miró a los ojos y Misthic casi pudo verse reflejado en ellos, en
ese verde etéreo y perfecto que podía llenar de color toda su pálida piel.
Sus narices se rozaron y sus labios en encontraron, sin tocarse aún,
susurrándose sutiles palabras en el cálido idioma de los besos. Misthic abrió
la boca, aguardando, anhelante, e Iván alzó las cejas, complacido. Sonrió.
«Bésalo tú, vamos...», dijo la voz del espejo.
Misthic obedeció sin detenerse a pensarlo. Deslizó el labio inferior,
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arrastrándolo por debajo del de Iván y él abrió su boca. Misthic descubrió
que, si se atrevía, podría succionar ese labio como si fuese un caramelo de
limón. Iván suspiró y le quitó el plato de las manos, dejándolo sobre la
mesa redonda que estaba al lado del piano. Misthic se alarmó un poquito.
«¿Hasta dónde crees que pensará llegar? Es grande, de seguro tiene
experiencia. ¿Cómo crees que será en la cama?»
«No lo sé, no me importa», le respondió Misthic a aquella sinuosa voz
que reverberaba en su cabeza, mientras la lengua de Iván se abría paso por
entre sus labios y ambas lenguas comenzaban a acariciarse febrilmente,
intercambiando saliva y secretos.
«¿Querrá hacerlo aquí, en el sofá?»
Y sí... tal vez Misthic sí quería que Iván fuera el primero en enseñarle los
arcanos secretos del sexo. Tal vez sí quería gimotear como un gato y
estremecerse de dolor, placer y vergüenza entre unos brazos fuertes y unas
sábanas desconocidas. Tal vez sí quería echar sobre la mesa del juego
aquella carta que tenía guardada y que había comenzado a picanearle las
manos y el alma...
La voz del espejo pareció inundar su propio cerebro y hacerse de sus
acciones y sus manos. Mientras Iván seguía besándolo como si quisiera
tragárselo entero, acariciarlo con la lengua y esconderlo entre las muelas,
Misthic le desabrochó el primer botón de la camisa, y luego el segundo... y
luego el tercero...
—Mngh, ¿qué haces? —replicó Iván y en su voz se diluía un asombro
tembloroso.
¿Qué haces?
¿Qué clase de pregunta era esa? ¿Acaso no era obvio?
—Oh... —los ojos de Misthic se despeñaron hasta llegar al suelo y el
calor le subió a las mejillas en bochornosas oleadas—. Lo siento —susurró,
disminuyendo su voz a un siseo casi inaudible.
Y como las manos seguían allí, en el pecho de Iván, las quitó como si la
camisa estuviese hecha de lenguas de fuego.
—Mis —exclamó Iván—. Misthic, mírame. No te he traído a casa para
encamarme contigo a la primera oportunidad —explicó y la mitad decente
de Misthic quiso suspirar de alivio, mientras que la otra, la que estaba
cansada de mirar a las parejas adolescentes con tristeza y celos, se sintió
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decepcionada.
—Lo siento —repitió, mordiéndose el labio. Siguió con la mirada en el
suelo, como si las palabras estuviesen escritas sobre la madera pulida—. Lo
siento... —y se levantó de un salto, para que Iván no viera las lágrimas.
Pero entonces algo muy fuerte le agarró del brazo y tironeó de él hasta
que cayó sentado, y Misthic se dio cuenta de que estaba sobre las piernas
de Iván, y de que ese algo fuerte era su mano, la misma mano que ahora le
estrechaba la espalda, el mismo brazo que le rodeaba todo el cuerpo,
mientras que la boca jugaba a soltar pequeñas risitas mientras le besaba el
cuello haciéndole temblar de excitación.
—Ah...
Misthic se acomodó sobre Iván y le rodeó con los brazos, respondiendo
exactamente a los instintos que habían permanecido aletargados, esos
impulsos que respondían a la voz de su cerebro, la voz de sus deseos, la
voz de su verdad.
—Mis, me gustas mucho pero no quiero cagarla. Quiero tener algo serio,
vamos, que ya estoy grande para andar de farra y esto de hacerme el galán
nunca me salió bien.
Misthic apoyó la cabeza en su hombro, riendo también a causa de los
nervios.
—Eres mi galán —le dijo, y la vocecita aterciopelada bailoteó entre el
sabor a perfume masculino que se mecía por ese cuello. Iván rió de nuevo y
le estrechó las caderas, levantándole apenas la tela de la camisita, para
acariciarle la piel desnuda—. ¿Cuántos años tienes?
—Adivina.
—¿Veintidós? ¿Veintitrés?
—Veinticinco.
Misthic le sonrió y le rodeó el cuello con los brazos. Luego apoyó la
cabeza en su hombro y bostezó.
—¿Quieres dormir? —preguntó Iván, y la voz del espejo pareció
alegrarse.
«¿Será que quiere que duermas con él? Vamos, si le gustas no se podrá
aguantar las ganas así tan fácil.»
—Sí.
Iván sonrió y, luego de darle un suave beso en los labios, lo soltó y
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ambos se pusieron de pie.
—No tengo más cama que la mía, supongo que me tendré que sacrificar
—comentó, con mal disimulada ironía—. ¿Quieres seguir comiendo?
Misthic, que no pudo comprender totalmente aquella frase, negó con la
cabeza.
—Puedo dormir aquí en el sofá —dijo, y desde la cocina volvió a oírse el
clamor de vasos y platos. Iván volvió a la sala, secándose las manos sobre
el pantalón.
—Oye, no —exclamó, con el ceño fruncido—. ¿Lo dices por lo que dije?
—Misthic comenzó a enrollar la tela de la camisa con el dedo—. Lo dije
porque... bueno, tú...
Iván levantó la mirada.
—¿Yo qué?
Iván desvió los ojos y Misthic deseó que ese par de esmeraldas bruñidas
lo mirasen de frente y sin miedos.
—Tú eres virgen ¿verdad?
«El dedo en la llaga.»
¿Y qué quería decir con eso? Sí, Misthic era virgen, ¿algún problema?
¿Había necesidad de preguntar? ¿Acaso no lo había notado en sus
estremecimientos, en sus suspiros?
No respondió, e Iván se le aproximó intentando tragarse la sonrisa como
bien quería tragarse a ese chico que permanecía de pie allí en su sala de
estar.
—Sí... lo eres. —Y apoyó ambas manos en sus costados y lo acercó a su
cuerpo y Misthic sintió que con esa íntima cercanía todo el fuego del cartel
de Azathot hervía en su interior y entre sus piernas. Iván encontró su boca
y le besó allí suavemente—. Anda, vamos a dormir.
La habitación de Iván era espaciosa y cómoda. Como se encontraban en
el piso veintidós, permaneció completamente a oscuras hasta que su dueño
encendió la luz.
—¿Le tienes miedo a las alturas? —le preguntó—. Digo, para abrir las
cortinas...
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Misthic le dijo que no, pero en cuanto le mostró el panorama que se
exhibía desde el balconcito, el estómago, la cabeza o lo que fuera, le dio un
leve sacudón y le hizo que se tambaleara.
—Ups —susurró Iván, quitándose la camiseta—. Cierra las cortinas, no
hay problema.
—No, está bien —masculló él, anonadado.
Tenía a sus pies a la mismísima Endless Infernum City saludándolo
desde allí abajo. Casi respetuosamente, se atrevió a salir al balcón y
devolverle el saludo a la fragante y vaporosa noche que caía sobre las luces
de los edificios, de las fábricas y, allí en la lejanía, sobre el trémulo río
Misthic y el puente Caronte. Aspiró profundamente y dejó que el viento frío
se filtrara por todos sus poros y les susurrara los secretos más íntimos de
aquella ciudad aciaga, contándole de sus tristezas, sus alegrías, de qué
color estaban las nubes al amanecer o cómo gemía el cielo en medio de las
tormentas eléctricas.
Hades no tenía la culpa de lo que sus habitantes fumaran por sus
callejuelas, o de la sangre que se escurriera por sus baldosas, ni mucho
menos de los crímenes que se cometían en la Arkham Avenue. Pero Hades
estaba allí y Misthic descubrió que podría amarla tal cual era: indiferente,
ciega e inválida.
—Mis —llamó Iván y Misthic se dio la vuelta. —El hombre estaba allí,
sentado sobre la cama y lo miraba con una sonrisa que a él le pareció la
más maravillosa del mundo. Bostezó—. Ven a dormir, anda... que mañana
tienes que cantar y tienes que descansar bien.
Iván Se mordió el labio cuando vio que Misthic comenzaba a quitarse la
ropa. Se levantó de la cama, algo azorado, deseando ser él mismo quien lo
desnudara. Deseaba desnudar a Misthic, descubrir todos esos secretos que
le avergonzaban, poder recorrerlos con la lengua, saborearlos y chuparlos
ávidamente hasta hacerlos desaparecer.
—¿Quieres que te preste algo para que duermas? Te va a quedar
grande, pero así no arrugas el traje.
—Sí, está bien —aceptó.
Iván abrió el armario y sacó de un cajón unos pantalones de pijama.
Cuando se dio la vuelta, Misthic estaba allí, sólo en bóxers y con el rostro
encendido como un cartel luminoso.
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—Toma.
Iván se sentó sobre la cama y, aunque deseó poder evitarlo para no
incomodarlo, le envolvió todo el cuerpo con una mirada hambrienta,
queriendo
detenerse
en
esos
sitios
especialmente
apetecibles
y
descubriendo, muy a su pesar, que el tiempo no le alcanzaría para poder
grabar en su memoria todos esos pálidos y rosados detalles que le estaban
haciendo perder la calma.
Suspiró al verificar que Misthic era completamente blanco. Incluso las
escasas pelusitas que tenía alrededor del ombligo eran de un plateado
perlado. El vientre era plano y la sensual curva de la espalda se dibujaba
perfectamente hasta llegar a ese lugar que dejaba de ser la espalda, para
darle paso a algo mucho más delicioso. El bóxer, que era de color negro, no
hacía más que resaltar toda aquella blancura.
—Ven —le dijo, cuando ya se hubo vestido. Pero las prendas eran
demasiado grandes para él. Tuvo que darle varias vueltas a las mangas de
la camiseta y los pantalones no terminaban de ajustársele a la cadera—.
Eres tan delgadito —se regocijó Iván, rodeándole la cintura con ambas
manos. Misthic se recostó a su lado en la cama y rió suavemente,
tragándose los nervios.
—Gracias por traerme —susurró, mirándole a los ojos.
Se dio cuenta de que Iván tenía unas pestañas realmente bonitas:
espesas y arqueadas, largas, muy negras. Como respuesta, sólo le sonrió y
se tocó el labio con el dedo índice, solicitando un beso como pago. Misthic
pasó un brazo sobre él y fue inclinándose despacio. Las manos de Iván se
encontraron en su espalda y se escabulleron por debajo de la enorme
camiseta; fueron recorriendo desde la cintura hasta el pecho desnudos y ya
allí comenzó a presionar ambos pezones, pequeños, tibios y carnosos, y a
frotarlos como si quisiera que su color rosado le manchara los pulgares.
Misthic jadeó dentro del beso. Incómodo, mientras sentía cómo esas
grandes manos delineaban cada vértebra de su espina dorsal, se preguntó
cuándo se acostumbraría por fin a sus caricias, cuándo dejaría de
estremecerse ante su contacto. Pero a Iván no parecía molestarle. Más bien
todo lo contrario: Misthic podría haber jurado que lo disfrutaba.
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Calle Columbus, Dunamer, Moados.
Como siempre, Mathias despertó sin Natascha a su lado. La noche anterior
habían ido a una discoteca de Dunamer llamada Zion, pero tuvieron que irse
cuando la policía llegó para allanar el lugar, alegando que habían recibido
denuncias de que en ese lugar se vendían drogas.
«Causa risa», había dicho Natascha, ya en la cama, inusitadamente
sobria, «clausuran una simple disco y en la Arkham Avenue publicitan la
cocaína en los afiches.»
«Es verdad», había sido la rápida respuesta de Mathias. Entonces
Natascha había dado muestra de aquella agudeza que a veces lo ponía
nervioso.
«¿Cómo dices? ¿Conoces la Arkham Avenue, Matty?», le preguntó. Y
Mathias se había apresurado a responder que por supuesto que no.
—A mí no me engañas, Mathias. A ti te pasa algo. ¿Qué te sucede?
Estás raro desde que volviste de esa misión...
—¿Raro? ¿A qué te refieres? —replicó él, apartando la mirada. Ella sólo
se sonrió y comenzó a juguetear con el nuevo rosario que Mathias llevaba al
cuello.
—Estás más cariñoso conmigo. Antes no nos veíamos tan seguido, ahora
hasta me pides que venga. ¿Qué ocurrió en esa misión? ¿Puedes contarme?
Mathias suspiró.
—Conocí a alguien —susurró él, tragando saliva—. Un chico gay. Yo le
gustaba.
—¿Le gustabas? —repitió Natascha, maravillada—. ¿Y qué pasó?
¡Cuéntame! ¡Cómo era!
—Algo puto —fue lo primero que dijo, ganándole a cualquier otro
adjetivo—. Se llamaba Belluse.
—¿”Belús”?
—Sí. Era europeo.
—Vamos, ¡dime qué pasó! —apremió ella.
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—No pasó nada... no llegamos a nada.
—¡¿Pero por qué?! —se escandalizó—. ¿No dices que le gustabas? Ah,
¿no era guapo?
—Era guapísimo.
—¿Y entonces?
Él no respondió; no sabía la respuesta. Suspiró otra vez y se tumbó
sobre la cama.
Y ahora seguía en esa misma cama y en la misma postura de hacía seis
horas. Natascha se había ido como perseguida por el diablo para llegar al
primer ómnibus que iba hacia Luxor. Había conseguido un trabajo más o
menos bien pago que consistía en limpiar los baños de una financiera.
Mathias no estaba de mal humor porque Natascha se hubiese ido. Para
nada. Ella había dicho la verdad al decir que era él quien ahora la buscaba.
Y ahora ella sabía el motivo: Mathias quería imaginarse a Belluse, quería
que Natascha se lo describiera con vagas palabras mientras él daba rienda
suelta a sus más bajos instintos, sin importarle nada, vislumbrando aquella
apetecible figura masculina en su cerebro, oír sus jadeos e intentar saciar
sus apetitos, engañando el estómago... sabiendo que después de ese sexo
montado y ficticio sólo tendría más hambre. Hambre de Belluse. Se mordió
el labio inferior hasta que le dolió. No sabía hasta cuándo podría seguir con
aquella farsa.
Entonces estuvo seguro de que el mal humor no era a causa de
Natascha, porque simplemente no podía serlo. La amargura, y la tristeza,
eran pura y exclusivamente por Belluse.
¿Cuántas veces, cuántas mañanas había despertado con él a su lado?
La posada, la habitación de Garibaldi, Neo Sodoma, el auto, el hotel, la
casa del íncubo, Azathot, otra vez la posada y... el hospital. Recordó con
una sonrisa nostálgica aquellas horas que habían pasado en el hotel, en esa
cama minúscula, apretujados, pecho contra espalda, pies juntos, piel contra
piel, carne con carne...
—Dios...
«¿Dios?»
¿Qué carajo tenía que ver Dios en todo eso? Dios repudiaba la
homosexualidad. Pero... si Dios repudiaba la homosexualidad, ¿por qué
permitía que existiesen homosexuales? ¿Para que vivieran toda su vida bajo
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la sombra de una condena que ninguno podría haberse buscado? Él no
había decidido ser gay, ¿de quién era la culpa? ¿Suya o de Dios?
Con un nudo en la garganta, pensó en el Asesino de Vierne. Pensó en
los que Argus McPherson había exterminado, violadores y asesinos. Y pensó
en que también había matado hombres homosexuales y era justamente por
culpa de haberse metido con ellos que Belluse y él habían podido darle
caza.
«No, Mathias, eso no tiene sentido...»
Dios no podía estar a favor de que ningún chiflado entregase su alma
para lograr convertirse en nosferatu y así poder andar matando pecadores a
su antojo.
Entonces, ¿qué tenía sentido? ¿Tenía sentido acaso el seguir estando en
esa cama, cavilando en vano acerca de las recónditas filosofías de un ser
del que en realidad sabía poco y nada?
No tenía idea. Bueno, en realidad sospechaba que no. Lo único de lo que
estaba seguro era que su cama estaba vacía y de que no podía seguir
usando a Natascha como un sustituto de algo que no se atrevía a buscar
por cobardía y por miedo de lo que dijese Dios.
Con los ojos humedecidos, buscó en el cajón de la mesa de luz la
cámara de fotos que había encontrado en su auto. La encendió y, como
hacía todas las mañanas al ver que Belluse no estaba a su lado, fue
pasándolas una por una…
Allí estaba, vestido con unos pantalones de seda blanca, entre los
pétalos. Sonriendo apenas, con los ojos centelleantes brillando en miles de
lucecitas de colores, la piel sonrosada en un rubor ardiente y los rizos
negros cayendo sobre sus hombros lechosos, acariciándolos. Mathias deseó
poder escabullirse entre los mecanismos de aquella cámara y poder
quedarse allí para siempre, junto a él, entre los pétalos. Apretó el botón
para hacer zoom y frente a sus ojos tuvo la boca de Belluse, hecha miles de
puntos rosados, algunos más oscuros, otros más brillantes. Y cuando esa
boca adquirió el tamaño deseado, Mathias hizo algo que a cualquiera se le
habría antojado ridículo…
Y lo que hizo Mathias fue besar esa boca ilusoria, esos labios
inexistentes, todo eso que podría haber sido suyo si se hubiese sincerado
consigo mismo, si hubiese reaccionado a tiempo.
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Tal vez, quizás... si todo hubiera sido diferente, él podría estar ahora
con Belluse, en esa cama o en cualquier otra, disfrutando del dulce sopor
que le sigue a una sesión de sexo agradable, del calor de un cuerpo ajeno,
de lo jodidamente bueno que debía ser el sentirse amado...
Pero Mathias estaba solo. Y sabía muy bien que él se lo había buscado.
Volvió a dormirse de nuevo y despertó otra vez al mediodía al oír el
timbre. No podía ser Natascha. Encendió el televisor y sintonizó el canal de
la cámara de seguridad. Allí, en la entrada del edificio, había un hombre
aguardando a que le abrieran la puerta. Era Santiago.
—¿Me vas a abrir o qué? ¡Se me van a congelar los huevos aquí afuera!
—le dijo a Mathias a través del intercomunicador.
—Muy gracioso. Anda, sube.
—Menos mal, hombre —exclamó Santiago, cuando Mathias le abrió la
puerta del departamento—. ¿Estabas durmiendo? —inquirió, escandalizado,
al verle el aspecto de recién levantado.
—Sí, ¿por qué?
Santiago se encogió de hombros y susurró «por nada». A sus
veinticuatro años, Santiago Larousse era un poco más bajo que Mathias.
Tenía el cabello de color rubio ceniza, la piel pálida y los ojos de un
inquietante verde almibarado. Mathias se dio cuenta de que lucía un nuevo
piercing, ahora sobre el labio superior.
—¿Quieres beber algo?
—No, gracias, acabo de almorzar. —Santiago se echó en el sofá—. He
venido porque me lo pidió el Supremo, ¿qué le sucedió a tu teléfono?
—Se lo cargó la tormenta.
—Ah, ya. Bueno, el Supremo me dijo que tienes que ir a Estigia para
llenar unos documentos de los archivos cainitas. Tienes que llevar tu
identificación de iscariote y tu documento de identidad.
Mathias se quedó atónito.
—¿Tengo que ir a Estigia? —musitó, más para sí mismo que para
Santiago. Su compañero asintió en silencio.
—Sí, lo siento por ti. Dicen que es un lugar horrible, ¿quieres que te
acompañe?
—No, está bien —se apresuró a responder Mathias—. No puede ser tan
malo.
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Santiago se encogió de hombros.
—Si tú lo dices. Oye, ¿está Natty aquí?
Mathias dio un respingo al oír el nombre de Natascha.
—No, se fue en la mañana temprano a Luxor, consiguió un trabajo... o
eso es lo que me dijo.
Santiago meneó la cabeza, señal de que no se tragaba por completo el
cuento del empleo.
—¿Por qué? ¿Para qué la quieres? —Santiago le devolvió una mirada de
intenso asombro.
—¿No te lo dijo?
—¿Qué cosa...?
—Natascha y yo vamos a casarnos.
Torre de Estigia, Hades, Moados.
«Es el colmo de los colmos», se dijo Mathias, mientras atravesaba en su
auto el puente Caronte. Al atardecer, Hades era salpicada por la cálida luz
del sol que se filtraba por entre las nubes de algodón sucio, y azotada por
las frías y húmedas corrientes que llegaba desde el este. El agua del río
Misthic, de un inquietante color gris metálico, ondulaba y se sacudía como
una bandera gigante mecida por el viento.
«Un gay y una lesbiana. Qué horror.»
Bueno, la cosa tenía lógica. O al menos parecía tenerla para Natascha y
Santiago. Ella podría quedarse en el país, y él heredaría la fortuna que
había estado a punto de perder cuando a su anciano padre le llegó una
carta anónima que revelaba que su hijo mayor se volvía loco por los
traseros masculinos.
Si se lo veía desde ese ángulo, era un buen plan. Cada uno podría hacer
la suya independientemente de lo que hiciera el otro. Sería una farsa bien
montada si ambos lograban llevar a cabo sus papeles con la entereza
necesaria para engañar al señor Larousse y al resto de la familia… y evadir
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a los periodistas que les seguirían la huella como sabuesos entrenados.
¿A quién podría habérsele ocurrido semejante estupidez? Mathias
conocía lo suficientemente bien a los dos como para no tener ni idea.
Cruzó la Avenida Lautreamont y pasó por un terreno baldío que no
recordaba haber visto antes. Por un momento pensó que se había perdido,
pero suspiró al ver, a la lejanía, la altísima torre de Estigia. Estacionó el
auto en la calle y se cruzó hasta la verja que rodeaba el parque. Al ver que
había un sólo botón en el intercomunicador, lo presionó.
—Identifíquese —exigió una voz metálica.
—Mathias Johann Malkasten, Orden Judas Iscariote.
La puerta chirrió, Mathias la abrió y entró en los territorios.
Ante él se extendía un parque amplio cubierto de un césped verde jade
perfectamente recortado. Mathias miró a su alrededor por unos instantes,
algo sorprendido. ¿Dónde estaban los sofisticados sistemas de seguridad de
los que tanto se jactaban los cainitas?
Un sendero de rocas llevaba hacia la entrada principal de la torre y con
cada paso que daba, Mathias sospechaba cada vez más que se había
equivocado de sitio. Estigia ni se acercaba a la descripción que todos daban
de ella. Cuando hubo llegado a la entrada, un hombre calvo y vestido de
negro salió por una puerta lateral.
—Señor Malkasten —dijo.
—Sí —respondió Mathias.
—Buenas tardes. Pase, por favor.
—Buenas tardes.
Mathias siguió al criado a través de la pequeña puerta. El pequeño
espacio se parecía mucho a los cajeros automáticos de los viejos bancos de
Dunamer. Era el sistema que poseía el edificio para recibir a las visitas. Ni
bien entraron, una pantalla se encendió y la misma voz que Mathias había
oído en el intercomunicador dijo:
—Conectar a base de datos de...
—Orden de Judas Iscariote —respondió el criado.
Mathias sacó de su bolsillo una pequeña cruz de plata y se la entregó.
El hombre la tomó cuidadosamente entre los dedos pulgar e índice y la
colocó sobre la superficie de metal que había junto a la pantalla. Un rayo de
luz roja fue atravesando la cruz de plata y la pantalla exhibió el dossier
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personal de Mathias.
Eran las cuatro de la tarde y Belluse debía acudir a su primera
Asamblea. Allí, el consejo de Estigia debía analizar el caso Garibaldi para
cerrar el trato pactado con Reine Brice, archivar información, dejar las cosas
en claro y… tal vez ascenderle de rango.
Frente al espejo, se alisó las arrugas del uniforme ceremonial. La camisa
negra con botones de plata le quedaba algo justa; debería solicitar una
nueva al departamento de indumentaria. Los pantalones le iban bien. Con
una sonrisa, se ladeó, y observó la graciosa curva que formaba su trasero.
Sin poder evitarlo, pensó que David no le quitaría los ojos de encima. Se
reprochó, maldiciéndose.
—Ya no voy a follar más contigo, David —le había dicho esa mañana,
luego de la primera clase de tae—kwon—do.
—¿Y lo del otro día qué fue, un polvo de despedida?
—Llámalo como más te guste. Y si no quieres que trabaje aquí contigo,
pues… puedes pedirle a otro.
Entonces,
Belluse
había
terminado
de
ordenar
el
material
de
entrenamiento, David se le había acercado, lo había volteado de un
manotazo y, con toda su fuerza, lo había arrojado sobre la mullida pila de
colchonetas. Belluse, de la sorpresa, había lanzado un grito y no tuvo
tiempo de defenderse.
—Sí, tal vez deba pedirle a otro, Sabik —le dijo David, sentándose
apenas sobre su pelvis—. Un cainita que baja la guardia tan fácilmente…
—¡Suéltame! —masculló, forcejeando en vano.
—Grita, pelea de verdad, vamos, ¿no te das cuenta de que no quieres
que te suelte? —dijo David, entre dientes.
Belluse cerró los ojos, estremeciéndose, sintiendo los labios de David en
su oído, en su cuello.
El sujeto tenía razón.
No quería que David lo soltara, quería que David lo persiguiera… quería
jugar a resistirse, jugar al gato y al ratón, jugar a los conejos en celo.
Sollozó.
—Belluse, ¿qué te ocurre?
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David había advertido que algo iba mal y entonces lo soltó. Tumbándose
a su lado, le había pedido le contara todo.
—Es Mathias —había dicho él, entre lágrimas.
Sí, Mathias, Mathias Malkasten, el iscariote. Belluse se había enamorado
de ese tipo, Belluse estaba perdido, Belluse estaba loco, Belluse quería
cortarse las venas con su cuchillo envenenado.
Entonces David se había acercado y lo había besado en la boca. Y él
había permanecido con los ojos muy abiertos, horrorizado al darse cuenta
de que David se sentía igual que él.
La luminosidad de la tarde se derramaba sobre la habitación compartida
en una poesía de colores dorados. El sol le brillaba a Belluse en los botones
de plata, en la hebilla del cinturón, en el broche del saco y en el cabello
oscurísimo.
Por último, se calzó las botas reglamentarias, se ciñó su cuchillo y se
colgó al hombro el bolso con las armas.
Sin volver a mirarse en el espejo, salió del dormitorio.
La Asamblea de Estigia estaba encabezada por el Supremo Saradon el
Soberbio. A él le seguía David Gauss, el jefe del departamento de artes
marciales; Soraxa Blaustern, una de las pocas mujeres cainitas, jefa del
departamento de ciencias exactas; y Frank Eton, del departamento de
inteligencia.
Cuando Belluse entró en la Sala de Sentencias, pudo ver por primera
vez la Asamblea de Estigia completa. En las gradas estaba el resto de los
profesores y el grupo de cainitas mayores, los comúnmente llamados
Malignos. Como bien le había indicado Nathan, que había pasado por esa
situación hacía un par de meses, entró con paso firme sin mirar a nadie en
particular.
«No te muestres nervioso —le había dicho, orgulloso de poder
aconsejarlo—, estarán atentos a todo lo que digas y hagas, pero trata de no
sentirte intimidado.»
—Verdugo Belluse Darienne Sabik —dijo la voz del Supremo—, se lo ha
convocado esta tarde para dar por finalizada la misión que le ha encargado
la Orden de Garibaldi, a usted y al señor Mathias Johann Malkasten, de la
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Orden Judas Iscariote.
Belluse se sentó en la silla que le indicaba el criado.
—¿Es usted el verdugo Belluse Darienne Sabik? —preguntó el escriba,
sentado junto al Supremo.
—Sí, soy.
Con un pequeño suspiro, le dedicó una breve mirada al Salón de
Sentencias. Era una cámara rectangular, de techo alto. El Supremo y sus
siguientes estaban prudentemente elevados del resto, ubicados sobre una
tarima. El escriba ahora se encontraba de pie, preguntándole algo al
Supremo.
Belluse miró a David. Parpadeó. En sencilla respuesta, David hizo lo
mismo.
—¿Es usted Mathias Johann Malkasten?
—Sí, soy.
Belluse dio un brinco y con él brincaron su corazón y su alma.
¡Mathias!
Tranquilo, respira.
Lentamente, se giró. Y entre varios desconocidos vestidos de negro, vio
a Mathias.
Cuando Belluse lo vio, Mathias quiso sonreírle. Pero, antes de que
pudiera incluso distinguir el color de sus ojos, el chico apartó la mirada.
«Debe seguir las formas», se dijo Mathias, un tanto desorientado.
—La mañana del veintiséis de agosto del presente año —comenzó el
Supremo—, el verdugo Belluse Darienne Sabik partió hacia Magdala en
compañía de David Liam Gauss, ¿es correcto?
—Sí —respondió el hombre que estaba sentado a su lado.
Oh. David Gauss.
¿El amante de Belluse formaba parte de la Asamblea de Estigia?
—Dejé a Sabik hospedado en la posada llamada El Diablo en la Botella.
«Mentiroso —pensó Mathias—, lo dejaste tirado en medio de la nieve. Si
no hubiese llegado yo, se habría muerto por congelación.»
—¿Es esto correcto, Sabik?
«No. Yo te salvé de la nieve, ¡dilo, Belluse!»
—Sí, lo es. Allí me encontré con Mathias Malkasten, mi compañero
iscariote.
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—¿Es esto correcto, señor Malkasten?
—Sí… lo es.
El escriba se encontraba a la escucha de todo. A Mathias le parecía
ridículo. ¿Acaso los cainitas no grababan las reuniones?
—Se le otorga la palabra al testigo número uno, Van Demichell.
Las luces de la tarima de la izquierda se encendieron y Belluse casi
ahogó un grito. Entre más desconocidos, estaban el camarero de la posada,
Lureen, Micky, Christal y… King.
¡Dios! Sabía que acudirían Isaac y los niños, pero… ¿King? ¿Qué hacía
King allí?
Para su alivio, observó que el hombre lucía bastante nervioso. Tal vez
no dijera mucho. No… definitivamente no sería capaz de decir que Belluse
se la había mamado hacía dos años, ¿verdad?
El anciano camarero se levantó, se quitó su vieja boina y comenzó a
hablar.
—El señor y el joven estuvieron alojados allí la noche del lunes; a la
mañana siguiente, se fueron. En un auto negro. Pagaron en efectivo.
—¿Nada más interesante que agregar?
—No, señor.
—Bien. Puede sentarse.
Ya habían pasado dos horas y la Sentencia no acababa. Belluse ya tenía
hambre y esperaba que llegara la parte buena de la historia. Quería que
Reine Brice hablara de una jodida vez. Para que todo tuviera sentido… para
poder decir “yo, Belluse Darienne Sabik, he cumplido mi primera misión
como cainita”.
En el receso de quince minutos se había tomado un café. Mathias sólo
había bebido agua. Belluse estaba atento a cualquier cosa que hiciera o
dijera Mathias… Y sentía que David estaba atento a cualquier cosa que
hiciera o dijera él. Propiedad transitiva.
Finalmente, cuando Reine Brice se puso de pie, todas las cabezas se
giraron hacia él. El Salón de Sentencias pareció sumergirse en el más
expectante silencio.
—La Orden de Garibaldi nació, como institución oficial, hace cien años.
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Para los cristianos creyentes, esta es una fecha clave. —Todos asintieron—.
Garibaldi se fundó bajo el amparo de Dios, con las ideas de aquellos
profetas que se decían mensajeros de la Criatura Viviente. Es una leyenda
que se ha difuminado con el tiempo, pero se dice que los sucesos que
ocurrieron en Notre Dame hace más de cien años fueron de índole
sobrenatural. La leyenda cuenta que Lucifer y Satanás no son el mismo ser.
Lucifer fue el primer ángel caído. Satanás, el hermano perdido de
Jesucristo.
Un jadeo ahogado pareció provenir de las mismas entrañas del Salón.
Brice hizo caso omiso, y siguió con su relato.
—Lucifer tenía un hijo, un hombre mitad demonio mitad humano. Este
ser se llamaba Alexieu y estaba enamorado de un joven humano. El joven
poseía el alma de la madre de Alexieu, fallecida hacía más de seis mil años.
Lucifer estaba en busca de aquella alma. Finalmente, había decidido
enfrentar a Dios. Lucifer estaba ganando, pero a último momento, los
ángeles del cielo decidieron caer para luchar. Habían sobornado a su
creador: habían pedido que las almas de los pecadores fueran perdonados y
trasladadas a una porción del paraíso destinada para ellos. Los ángeles
vencieron. Garibaldi nació en aquellos años, para defender el nombre de
Dios de los seguidores de Lucifer. Mi compañero, Argus McPherson, en su
locura de purgar el mundo, ha llegado a cometer los crímenes que se han
expuesto aquí hoy. —Miró a Micky, que permanecía con la cabeza gacha, y
luego, a King…—. Yo ingresé en Garibaldi cuando tenía veinte años. Todos
mis parientes han sido garibaldis. Hace diez años, el supremo de la Orden
de Garibaldi murió sin dejar un heredero. Como en aquel entonces yo era
vicesupremo, tuve que asumir el cargo. El hecho es que yo no era hijo
legítimo de mi padre garibaldi. Y en mi ceremonia de asunción… —Brice hizo
silencio.
Todos lo miraban, atónitos aguardando el fin de su historia. No así
Mathias. Él ya había comprendido todo.
—Habla, Reine.
Belluse dio un salto. Pasmado, se giró. En la puerta estaba la mujer
rubia, la mujer que había visto aquella noche. El ángel que los había
salvado del demonio.
—Llega tarde, señora Alice Brice —exclamó Saradon el Soberbio.
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—Lo siento. He tenido un par de inconvenientes con mi identificación.
—Tome asiento.
La mujer caminó con paso firme y se sentó en la silla vacía que estaba
al lado de Reine Brice. Le dijo algo en susurro que ni Mathias ni Belluse
pudieron oír.
—En mi ceremonia de asunción —continuó Brice—, descubrieron que yo
no era hijo legítimo de mis padres. Que mi sangre no era totalmente
garibaldi.
—¿De qué manera? —interrumpió Saradon, alzando las cejas. Brice se
puso nervioso.
—Mediante un reactor espiritual—respondió Mathias.
—Señor Malk…
—Es un espíritu o varios que sirven a una familia, a una organización, a
un reino, a un país. Muchos reyes de la antigüedad los utilizaban. Están
atados a ellos por un pacto de sangre. Se les otorga sangre de la casta
como alimento y ellos sirven, otorgando buena suerte en las cosechas y en
las empresas. Una de sus leyendas cuenta que un día dos niños enfermaron
y la familia otorgó sangre animal al espíritu para que los salvara. El espíritu
se enfadó y asesinó a toda la familia. Si no me equivoco… al espíritu no le
gustó su sangre, señor Reine Brice. Por eso maldijo Garibaldi con la
oscuridad y pactó con McPherson la muerte de su hijo Steve.
—Nuestro hijo Steve —susurró la mujer—. Como disculpa por la ofensa
ese espíritu maldito quería más muertes. Y McPherson se las dio con gusto.
Los presentes abandonaban el Salón de Sentencias.
Belluse ya
comenzaba a impacientarse. Quería hablar con Mathias; necesitaba hablar
con él.
Cuando llegó su turno de salir, decidió quedarse allí. Nervioso, se apoyó
contra el muro, aguardando… cerró los ojos.
Todo había acabado, ¿verdad? Mathias era pasado y Belluse debía
conformarse con David, con esos polvos fuera de horario y en sitios poco
cómodos. Con ese cariño que parecía tenerle y con el perfecto acoplamiento
de sus cuerpos masculinos en medio de las agotadoras sesiones de sexo.
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Nadie tenía control sobre sus sentimientos; tal vez él lograra querer a
David, devolverle un poquito de todo ese perturbador afecto que se había
ido incrementado con cada orgasmo, con cada gota de semen derramada en
sus entrañas…
¿Por qué no podía enamorarse de David? ¿Por qué, luego de todo aquel
sexo, no se había enamorado? ¿Por qué tenía que sufrir por un idiota
puritano que se negaba a aceptarse a sí mismo?
—Gracias por todo, señor —le dijo una voz de niño. Belluse abrió los
ojos. Era Michael Pierce. Micky.
—De nada. —Y ahí estaba ese pobre chico. Su amor estaba muerto,
pero había vivido una experiencia única: el sentirse amado, correspondido—
. Llámame si algún día quieres hablar. Tienes mi número.
—Sí… Adiós.
Detrás de él iban Lureen e Isaac. La niña lo saludó con la mano,
mientras que el anciano ni siquiera le había dirigido la palabra en todo el
rato que habían pasado allí adentro. Era alto, delgado, calvo. A Belluse le
hacía recordar a un ave de rapiña desplumada, larguirucha y jorobada.
Volvió a cerrar los ojos y cuando los abrió de nuevo, vio la vasta silueta
de King que se alejaba junto a la de Christal. Iban tomados de la mano.
Joder. Hasta King y Christal estaban juntos. Belluse tenía ganas de
echarse a llorar a gritos.
Cuando Mathias salió del salón, Belluse ya se había ido. Lo buscó con la
mirada, con una mirada cada vez más desesperada y ansiosa.
Pero no pudo hallarlo.
Sólo vio a Lureen, a Micky y a Isaac, que salían a toda prisa. Cuando
atravesaban la puerta, el anciano se giró hacia él.
Mathias podría estar equivocado, pero en ese momento pensó que esa
no era la primera vez que veía ese rostro.
Orfanato Pan y Vino, Urimagüe Town, Moados.
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Natascha y Santiago se casaron una soleada tarde de noviembre en la
Basílica de Saint Leivan. Mathias recordaba aquel sitio con una prudente
nostalgia. Al llegar, a su olfato le había asaltado el dulce aroma del
caramelo de los algodones de azúcar.
—Aquí, en la Basílica de Saint Leivan, contraerá matrimonio el hijo del
magnate Brandon Larousse…
Mathias intentó en vano huir del periodista.
—¿Nos concede unas palabras, señor? ¿Hace cuánto que conoce a la
pareja?
La novia llevaba un sencillo vestido blanco, muy escotado y ceñido. Era
la primera vez que veía a Natascha tan arreglada, tan bella, con el pelo
limpio y bien coloreado. Mathias se alegraba por ella: ya no sería una
inmigrante ilegal, ya no tendría que sacar el dinero de las carteras de los
desconocidos. Y ya no caería en su casa a altas horas de la noche para
pedirle un trocito de cama y un plato de comida. Ya no jugaría con él al “te
toco, me tocas”, al “finjamos que somos quien te gustaría que fuera”.
Una multitud de mujeres se arremolinó alrededor de los novios. Mathias
se hizo a un lado para que las solteras, las viudas y los periodistas no lo
aplastaran.
—¡Ya tira el ramo, zorra! —gritó una adolescente que parecía algo ebria.
Natascha y Santiago lanzaron una carcajada. Las rosas blancas volaron
por los aires y le dieron a Mathias de lleno en el rostro. Aturdido, él tomó el
ramo antes de que cayera al suelo y docenas de mezquinas miradas
femeninas se posaron en él. Se encogió de hombros, y la flamante pareja
siguió riendo…
La fiesta sería esa misma noche en un lujoso salón de Luxor propiedad
del padre de Santiago. Mathias no entendía por qué no podían hacerla en
Dunamer. Por culpa de esas extravagancias de ricachones tendría que
conducir por más de una hora.
Cuando apretó el acelerador, sonó su celular. La basílica se desdibujaba
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detrás de las ventanillas del automóvil.
—Mierda… —masculló, revolviendo los bolsillos de su saco.
Belluse is calling.
—¿Hola?
—¡Matt! —gritó la lejana y metálica voz.
—¿Belluse? ¿Qué…?
—¡Matt por favor para el auto!
Las ruedas derraparon sobre el asfalto y todo Mathias se vio impulsado
hacia delante por culpa de la inercia. El móvil resbaló y cayó sobre el
tapizado.
—¡Matt! ¡Quita el seguro!
Unas manos desesperadas luchaban por abrir la puerta del auto.
—¡Joder, Belluse! ¿Qué…?
Las bocinas comenzaban a horadarle los oídos. Detenido allí en medio
del enjambre de coches, Mathias abrió la puerta del copiloto.
—¿Qué haces aquí?
Belluse lucía como si lo hubiesen levantado de la cama en medio de la
noche: tenía el cabello revuelto, la ropa arrugada y el rostro agotado.
—Es Micky, Matt —masculló el chico, intentando recomponer su
respiración.
—¿Quién?
—¡Michael! ¡Algo está sucediendo! ¡El orfanato de Urimagüe se está
incendiando!
Mathias encendió el radio, buscando alguna estación en la que no
hablaran acerca de “la boda del año”, como llamaban a la farsa que se
habían montado Natascha y Santiago.
«—Según los testigos, el director del orfanato, llamado Isaac, se negaba
a dar en adopción a los niños que vivían allí…»
—Oh, ¿recuerdas, Matt? Lureen lo dijo…
—Shh…
«—El director del orfanato ha sido identificado como Robert Nest, el
hombre que fue acusado de incendiar su casa con su esposa y su hija
dentro, como parte de un ritual satánico… »
Clic. En ese momento, Mathias recordó dónde había visto el rostro de
Isaac.
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—¡No! —gritó—. ¡No!
—¡Matt! ¡¿Qué…?!
—¡PONTE EL CINTURÓN! ¡NOS VAMOS A URIMAGÜE!
Belluse chilló y se chocó contra la puerta cuando Mathias apretó el
acelerador y el auto se disparó en dirección al norte. Tomarían la ruta más
cercana para llegar hasta el orfanato: la misma por la que él había pasado
hacía tres meses, aquel frío veintiséis de agosto que había conocido a
Belluse.
—Matt —susurró el chico—. ¡Matt!
—Este tipo, Isaac —dijo Mathias—, es el hombre que exorcicé hace cinco
años, ¿recuerdas? ¡Debí de haber hecho mal mi trabajo, maldición! —gritó,
con los dientes apretados.
Belluse miró por la ventanilla. El cielo ya comenzaba a oscurecerse y
una media luna torcida contemplaba la cálida noche de verano que
resplandecía sobre la ciudad, abrazándola con su azul tibio y reconfortante.
Las estrellas, recién levantadas, todavía se asomaban por entre las sábanas
de nubes.
—¿Qué está sucediendo? —inquirió Belluse.
—Ese maldito incendió el orfanato.
—¡¿Pero por qué?!
—Belluse, los demonios no razonan. No son como nosotros. ¿Recuerdas
al íncubo?
—Cómo olvidarlo…
—¿Sabes lo que encontré en su cámara?
—Oh… —Belluse se había olvidado de aquella cámara—. No.
—¡Grababa los asesinatos! ¡Se acostaba con ellos y los mataba! —
Belluse no dijo nada. Deseaba olvidar que él había estado a punto de correr
la misma suerte que las víctimas de aquel sujeto. Se preguntó si tal vez
Mathias hubiese visto las fotos.
—¿Estaban mis fotos allí? —Mathias tragó fuerte.
Sí, claro que estaban. Estaba Belluse, estaban sus pantalones de seda
blanca, estaban sus enormes ojos de piedras preciosas, sus piernas largas,
blancas, delgadas…
—Sí.
—¿Y qué tal?
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—¿Cómo?
—Eso. Que cómo están las fotos.
De muerte, de orgasmo. Mathias habría pagado para que Belluse posara
para él de aquella forma. No podía recordar la cantidad de veces que se
había masturbado luego de mirar esas fotografías. Luego de eyacular se
sentía tan culpable…
Llegaron a Urimagüe a las ocho y cuarto de la noche. Desde la lejanía se
podía ver el incendio: un espíritu de fuego gigantesco y terrible, que
efectuaba sobre los campos una danza perversa.
—¿Crees que…? —comenzó Belluse.
«¿…Haya muerto alguien?», finalizó la voz, en el interior de Mathias. Él
cerró los ojos. Podía oír los gritos, podía respirar la desesperación, podía ver
las caritas llenas de lágrimas de los niños moribundos…
Ambos podían oír las sirenas de las ambulancias que llegaban.
—Sí —respondió, apretando los puños—. Pero todavía hay gente viva…
Las ruedas del auto levantaron una espesa cortina de tierra cuando
estacionó el auto. Corriendo hacia el sitio del incendio, vieron la multitud de
hombres y mujeres que lloraban desconsoladamente, con la mirada elevada
hacia el ave fénix del orfanato.
—¡DESPEJEN EL ÁREA!
Los bomberos luchaban con el fuego, al parecer en vano. Sus rostros
reflejaban un profundo desaliento al saber que aquellas criaturas se
quedarían sin hogar. El orfanato quedaría en ruinas.
—¿Hay sobrevivientes? —le preguntó Mathias a una joven. La chica lo
miró con los ojos desencajados. Gruesos manchones de maquillaje negro
los enmarcaban, como si sus lágrimas fuesen agua del río Misthic.
—Algunos —susurró, con la voz temblorosa.
Belluse se giró y observó las ambulancias, las camillas cubiertas, los
pequeños cuerpos ennegrecidos. Los niños vivos, allí, llorando a gritos. Un
anciano vestido de clérigo rezaba junto a un grupo de mujeres mayores.
—Jamás he visto algo así —oyó Mathias. Volteándose, se dio de lleno
con la figura de un hombre de mediana edad. El resplandor del fuego
brillaba en sus ojos desequilibrados. Le temblaban los labios. Mathias leyó
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la inscripción en su placa: era el sheriff de Urimagüe.
—Belluse —le dijo—. Hay algo extraño aquí. Ese fuego no es normal…
—¿Eh?
—Que hay algo maligno aquí, puedo sentirlo.
Belluse comprendió.
—¿Qué tenemos que hacer?
Sus ojos resplandecían con la misma determinación de aquella noche
ahora lejana, cuando se habían enfrentado al Asesino de Vierne por primera
vez.
—Necesitamos agua bendita. Y un cáliz consagrado. —Miró a su
alrededor, y su vista recayó sobre el grupo que rezaba junto a las
ambulancias. Caminó ligero hacia allí seguido por Belluse—. ¿Es usted el
padre Francisco?
—Sí —respondió el anciano, levantando la cabeza. Mathias se giró y,
haciéndose el cabello a un lado, le mostró su tatuaje. El sacerdote abrió los
ojos como platos—. Necesitamos que nos lleve a su iglesia.
Se subieron al auto, con el padre temblando de pies a cabeza dentro de
su sotana.
—Estábamos en la misa —chilló—, cuando uno de los niños entró
gritando que el orfanato se incendiaba…
—¿Qué chico? —exclamó Belluse.
—Michael.
—¿Micky está vivo? —terció Mathias, girando a la izquierda según le
indicaba el anciano.
—Sí. Estaba de visita en el pueblo. Lo han adoptado.
—Una ambulancia pasó por su lado, a toda velocidad.
—¿De verdad?
—Sí. No lo conozco, pero dicen que es una pareja con dinero. —Mathias
y Belluse intercambiaron una mirada por el espejo retrovisor sin que el
párroco se diera cuenta—. Ustedes no son del pueblo, ¿verdad?
—Somos de Dunamer —mintió Mathias, por Belluse. El padre se tronó
los dedos.
—Doblen aquí, en el arroyo. —Suspiró. Y luego preguntó—: ¿Qué está
ocurriendo?
Mathias lo miró a los ojos por un momento, con compasión. Aquel
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hombre era tan ignorante, tan simple.
—Algo que la Iglesia repudia, padre.
La pequeña parroquia se levantaba con torpeza por encima de las
humildes casitas del pueblo. Era totalmente blanca, con la puerta principal
de madera, con la acostumbrada cruz que la coronaba como parte de un
reino exclusivo. Las sombras de los árboles se proyectaban sobre sus muros
y las ramas acariciaban la torrecilla del campanario mientras un viento tibio
se columpiaba en la noche. ¿Quién se habría imaginado que en ese
momento decenas de niños agonizaban a causa de las quemaduras y la
asfixia?
El párroco abrió la puerta, que vibró con el primer empujón. Las manos
le temblaban y una gruesa gota de sudor le resbaló por la frente y se
asentó sobre una ceja blanca.
—Necesitamos agua bendita. Y el cáliz que use más a menudo.
Belluse revoleó los ojos por el salón, impaciente. Las dos hileras de
bancas de madera se disponían frente a la entrada, separadas por la
distancia que llevaba hacia el altar. Mathias realizó una inclinación, se
santiguó, y siguió al sacerdote.
—Este es el cáliz —dijo éste, entregándoles una obesa copa dorada, lisa
y sin ornamentos—. Y el agua.
Aunque el padre Francisco insistió en volver, Mathias se negó a llevarlo.
Además de que podría resultar un estorbo, era demasiado anciano.
Intentando confortarlo con que harían todo lo que estuviese a su alcance,
Mathias le dijo que lo mejor que podría hacer sería rezar.
—¿Qué está sucediendo, joven? —volvió a preguntar, sollozando—.
Todos esos niños… —A Mathias le pareció tan viejo, tan vulnerable…
—Isaac no era precisamente un ángel.
El motor del auto se encendió con un rugido y ellos emprendieron el
regreso.
—¿Qué pasará con Isaac, Matt? —susurró Belluse.
—Su cuerpo ha muerto. Pero el demonio sigue allí. Ese demonio está
nutriendo el fuego.
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—¿Por qué? ¿Qué quiere?
Mathias soltó una carcajada sarcástica.
—¡Qué
quiere!
¡Quiere
divertirse,
Belluse!
¡Se
alimenta
de
la
desesperación, del dolor!
Frenó en seco. A esas alturas ya ninguno se había preocupado por el
cinturón de seguridad.
La multitud seguía allí, reunida alrededor del sacrificio humano donde
las llamas elevaban hacia el cielo las almas de los niños fallecidos.
—Vamos. —Mathias apretó el cáliz contra su pecho, y Belluse tomó la
botella del agua bendita.
—¿Qué tenemos que hacer?
Mathias extendió el cáliz. Belluse se encargó de llenarlo. La botella vacía
cayó al suelo con un ruido seco
—Esta agua tiene que tocar el fuego.
—¿Cómo?
Miraron a su alrededor. Nadie parecía interesarse en ellos. Nadie miraba
a la pareja de desconocidos que estaba allí, junto a aquel auto negro. Nadie
sabía que eran un iscariote y un cainita, nadie podía saber que eran los que
habían acabado con el Asesino de Vierne… Nadie miraba el cáliz ni el agua.
—Yo lo haré —dijo Belluse. Tomó el cáliz y echó a correr en dirección al
incendio, sin darle tiempo a Mathias de dar su aprobación.
Abriéndose paso entre la multitud, fue sintiendo cómo el calor
aumentaba con cada paso que daba. No sabía por dónde debía respirar. O si
podía hacerlo…
—¡¿A DÓNDE CREES QUE VAS?! —Una garra se aferró a uno de los
tirantes de su camiseta, arrancándolo de cuajo. Belluse cayó al piso de
rodillas, en el intento de que el agua no se derramara. Dolorido, se levantó.
El bombero lo contemplaba horrorizado, como si estuviese viendo el
cadáver resucitado de uno de los niños—. ¡Aléjate de aquí, mocoso!
Belluse se echó hacia atrás, tosiendo. El humo era insoportable,
terriblemente sólido. Sudando y con los ojos irritados, logró arrastrarse
hasta Mathias.
—¿¡Creías que sería tan fácil?!
—Lo siento —sollozó.
—Belluse… has derramado el agua…
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Era cierto. Sobre su camiseta blanca, desgarrada, una fresca mancha
gris comenzaba a extenderse, como un tumor. Belluse sollozó más fuerte y
tosió. No podía respirar.
—Tranquilo —le calmó Mathias—. Respira lento, anda… —El chico alzó
los ojos, llenos de lágrimas.
—Lo siento —repitió. Mathias vio en su mirada los destellos del fuego
maligno. Había que hacer algo. Y pronto.
—No sé si hay bocas de riego aquí —susurró.
Y probablemente no las había. En aquel pueblito perdido de Urimagüe lo
único que había en abundancia eran árboles. Árboles y niños huérfanos.
—Los bomberos deben de tener agua en su camión —dijo Belluse—.
Mathias se puso de pie de un salto y le quitó el cáliz.
—¿A dónde vas?
—¡Vamos al arroyo, Belluse!
¡El arroyo! ¡Estaban extrayendo el agua del arroyo!
Subieron al auto de nuevo. Apenas Mathias hubo metido la llave,
desaparecieron entre los árboles.
—¿¡Cómo no nos dimos cuenta antes?! —Bramó, aporreando el
volante—. ¡Si hasta pasamos por ahí!
Belluse se relamió los labios resecos y se secó la transpiración del rostro
con la camiseta. Un lamparón negruzco se fue agrandando sobre la tela.
Tenía el rostro completamente sucio. Maldiciendo, se quitó la camiseta y su
torso blanco y suave quedó expuesto ante la luz de la luna, ante la brisa
que entraba por la ventanilla y ante los ojos de Mathias. Por un segundo,
éste desvió la vista, obedeciendo a ese íntimo acto reflejo homosexual que
le hacía desviarla al ver un hombre atractivo. Se mordió el labio. ¿En qué
estaba pensado? No, no, no… Mathias estaba loco. Estaba desesperado
porque mañana Natascha no iría a su casa, porque mañana estaría quizás
muy lejos de Moados, tal vez en alguna playa donde Santiago y ella podrían
dejar sus anillos de boda en la habitación del hotel y salir a follarse a la
mujer o al hombre de sus sueños…
¿Y Mathias? ¿Cuándo se follaría al hombre de sus sueños? ¿Cuándo se
follaría a Belluse?
—Belluse —susurró.
—¿Mngh?
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—¿Por qué no me hablaste el otro día, en Estigia? —El chico lo miró con
las cejas alzadas.
—Quise hacerlo. Te esperé afuera de la sala, pero no saliste…
El auto se detuvo frente al arroyo. Allí había un hombre robusto
vigilando el tubo de alimentación del agua. Desnudo de la cintura hacia
arriba a causa del calor, miraba insistentemente hacia los lados, en busca
del vehículo que había oído instantes antes.
—No me quedé a dormir allí —sentenció Mathias con evidente sarcasmo.
Abrió la puerta—. ¿Tienes el cáliz?
—Sí.
Salieron del auto.
—Dámelo. Tú distráelo. —Y señaló con la barbilla al hombre.
—¿Que lo distraiga…?
—Tú eres bueno en esto de conversar con la gente.
—Jo, gracias.
Belluse lo miró una expresión suplicante y él soltó una carcajada.
—No me mires así… —farfulló, tomándolo de la barbilla. Belluse relajó el
gesto. Parpadeó. Mathias ablandó la mano y le acarició la mejilla, caliente y
húmeda de transpiración. Belluse volvió a parpadear. Belluse entreabrió los
labios. Belluse estaba ahora demasiado cerca…
Mathias lo tomó de la cintura desnuda y él se pegó a su cuerpo con un
quejido de sorpresa. Le pasó los brazos alrededor de la espalda, sintiéndola
mojada, transpirada, suave y deliciosa. El chico se lanzó a su boca con
hambre y se aferró de su corbata. Era increíble que Mathias todavía llevara
la corbata puesta. Era increíble lo bueno que se veía Mathias vestido de
traje. Cielos… Belluse tenía ganas de arrancarle esa ropa elegante y de
follárselo sobre la hierba, sobre el arroyo… sobre el…
Fuego.
—Anda —jadeó Mathias, apartándolo. Belluse no dijo nada. Sonriéndole,
se soltó de sus brazos y corrió en dirección al hombre que vigilaba el
arroyo. En un momento, su silueta se desvaneció en la oscuridad.
—¡Ay! —oyó Mathias que gritaba.
—¿Quién está ahí? —preguntó el hombre.
—¡Aaay! ¡Me duele!
—¿Quién…?
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—¡Ayayay!
Tragándose la risa, Mathias, cáliz en mano, bordeó el arroyo en busca
de la manguera.
—¿Qué te ha pasado, hijo?
—Creo que estoy perdido…
Mathias la halló. Estaba oculta entre unos juncos y la permanente
absorción producía en la superficie del agua un constante borboteo.
Inclinándose hacia el arrojo, metió primero el pie derecho y luego, el
izquierdo…
—¿Dónde vives?
—¡No lo sé! ¡No lo recuerdo!
—¿Eres del orfanato?
—¡Quiero ver a mi novio! ¿Dónde está mi novio?
—¿Tu nov…?
A pesar de la situación, Mathias no pudo evitar reírse.
—¡Es alto, guapo y lleva gafas! ¡¿No lo ha visto?!
Mathias agarró la manguera. Ésta se sacudió en su mano, como si
tuviera vida propia. Era de color negro, de un material grueso. Dejó que la
extravagante serpiente se aquietara… y cuando estuvo tranquila en su
mano, derramó en su boca los pocos restos de agua bendita que quedaban.
—¡En nombre de Dios y su santo Hijo, que esta agua purifique y elimine
la maldición del fuego…!
—No, no lo he visto. ¿Dónde vives? ¿Te ha ocurrido algo?
—¡Que el ser oscuro que en él reside vuelva al infierno al que
pertenece...!
—¡En Hades! ¿¡Dónde está mi novio?! ¡Lléveme con él!
—¿Hades…?
Girándose apenas, Mathias podía ver el orfanato en llamas, como un
fósforo encendido en una habitación a oscuras.
—¡…Y que los espíritus errantes encuentren la paz en los brazos del
Padre…!
—¡No puedo llevarte hasta Hades!
—¡…Amén!
Hubo un instante de supremo silencio. Los grillos dejaron de cantar, el
motor del auto dejó de suspirar, los quejidos de Belluse descendieron hasta
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el fondo de su garganta y el hombre dejó de intentar sonsacarle
información. A la lejanía, se oyó un estallido. Por un momento, Mathias
pensó que había fracasado, que tal vez el agua no había sido bendecida,
que tal vez era demasiado poca para hacerle frente al demonio que
cohabitaba con la muerte, allí, en la tragedia. Pero entonces aquel fósforo
distante estalló en miles de luciérnagas salvajes, cayendo sobre la noche y
sobre Urimagüe como en una lluvia de estrellas.
El fuego agonizaba. Y con él, el demonio.
—¡Belluse! —llamó Mathias, corriendo hacia él y hacia el hombre.
—¡Matt! —chilló el chico, abriendo los brazos. Mathias lo estrechó con
fuerza y respiró profundamente, llenándose los pulmones del perfume del
cabello y el olor de la transpiración.
—Ya está —le susurró al oído.
El hombre desviaba la mirada continuamente. Mascullando algo acerca
de los hombres idiotas que no sabían apreciar las cosas buenas de la vida,
el hombre se dio la media vuelta, malhumorado, y siguió vigilando la
manguera de alimentación.
—Pobre —rió Belluse, entrando al auto—. Se llevó un buen susto.
Lo último que se oyó en el arroyo fue el motor del auto de Mathias.
Frente a los restos del orfanato, la multitud observaba por fin que las
lenguas de aquel fuego salvaje descendían hasta desaparecer por completo.
Calle Columbus, Dunamer, Moados.
Estigia cerraba sus puertas a las diez en punto de la noche. Luego de esa
hora, no se permitían la entrada ni salida de nadie. Obviamente, la regla
sólo se aplicaba a los alumnos; Malignos, profesores y etcéteras de alto
rango estaban exentos. Pero Belluse, que no era ningún Maligno, ningún
profesor y ningún etcétera de alto rango, que tan sólo era un cainita
graduado ayudante del sabon nim, no se sentía para nada fuera de aquellas
exigencias.
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—¿Cómo supiste dónde estaba? —le preguntó Mathias, mientras
entraban ya en los primeros kilómetros de Dunamer.
—Te vi en la tele, en el casamiento de tus amigos. ¿Natascha no era
lesbiana?
—Lo es. Y Santiago es gay —afirmó, doblando en una esquina. Las
nuevas luces de la ciudad, iluminando la noche temblorosa y cacofónica,
acariciaban los contornos del rostro de Belluse haciéndole lucir aún más
pálido. Sus ojos eran dos estelas de fuego azul; su boca, un capullo húmedo
tras haber permanecido durmiendo bajo una lluvia de invierno—. Fue un
arreglo. Santiago deja contenta a su familia y ella podrá quedarse a vivir
aquí en Moados.
—Vaya.
—Sí. Muy ingenioso… y atrevido.
—¿Tú harías algo así?
El centro comercial de Dunamer se abrió ante ellos, luminoso e
incandescente, con sus escaparates llenos de maniquíes payasescos y sus
ordenadores de última generación. La tienda de robots lucía un cartel de
«cerrado por reformas», y por la puerta del Burger King entraban y salían
los noctámbulos que habían preferido cenar afuera y no gastar mucho
dinero en ello.
—No tendría por qué.
—Pero, si tuvieras que decidir… —insistió Belluse.
—¿Quieres
comer
algo?
Yo
invito.
—lo
detuvo
Mathias.
Belluse
parpadeó. No se había dado cuenta de que el coche estaba detenido. Se
giró y observó el Burger King. Hasta ese momento no se había percatado de
lo hambriento que estaba.
—Claro. Ay, pero… —dijo, señalando su pecho desnudo. Mathias no
comprendió al principio. Se lo quedó mirando, deseando ser una de las
gotas de sudor que bajaban por su cuello y se escurrían por el trampolín de
sus pezones.
—Toma. —Le entregó su saco—. Abróchatelo y ya.
Salieron del auto. La noche se respiraba húmeda, tan caliente y viscosa
como lo habían estado los almohadones del sofá de Azathot. Mathias se
preguntó qué sería de aquel lugar. No había leído nada en los periódicos.
Quiso preguntarle a Belluse, pero se arrepintió. No deseaba hablar de temas
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tristes ni que la situación se tornara incómoda.
—¿Les tomo el pedido? —les dijo la señorita que estaba detrás del
mostrador.
Belluse lo miró.
—Lo que tú quieras —respondió él, con una sonrisa. Afortunadamente,
traía suficiente efectivo para hacerle frente a su apetito.
—Tres hamburguesas con queso, dos papas grandes, dos Pepsi grandes,
¿y tú, Matt?
Se llevaron su pedido a una mesa oculta detrás de los juegos infantiles.
A esas horas ya no había niños, sólo parejitas adolescentes y uno que otro
estudiante trasnochado. Mathias se preguntó cuánto distaban él y Belluse
de parecerse a una de esas parejitas…
—No estás enfadado, ¿verdad? —susurró el chico, dándole un mordisco
a la hamburguesa.
—¿Por?
—Por lo de Estigia. —Mathias se pasó la servilleta por los labios y bebió
de su agua mineral.
—No —respondió—. Me hicieron firmar un montón de papeles —
comentó, con un mohín. Belluse se sonrió.
—Sí, así son.
—Este tal David que estaba allí, ¿es tu ex novio?
—Nunca fuimos novios —se apresuró a aclarar Belluse—. Sólo… nos
hacíamos favores, si me entiendes.
—Claro. —Mathias bajó la mirada y Belluse sonrió. No estaba en sus
planes decirle que David se había «encariñado» con él. Hacerlo sólo
enfriaría la situación.
—¿Cómo has estado estos días? —quiso saber, mojando una papa frita
en la mayonesa.
Mathias se encogió de hombros. ¿Qué podía decir? ¿«Pajeándome cada
vez que veía tus fotos»?
—Dando clases. De catequesis. Y de exorcismo justamente —contestó
meneando la cabeza—. El profesor se tomó licencia otra vez.
—Yo estoy trabajando —exclamó Belluse, emocionado. Oh, no. Se
mordió la lengua, pero ya era demasiado tarde.
—¿Dónde? —preguntó Mathias. Lucía bastante interesado.
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—En Estigia. Ayudo al sabon nim con sus clases.
El hombre parpadeó, sin comprender.
—Disculpa mi ignorancia —susurró. Belluse desvió la mirada.
—Al profesor de artes marciales. Con las clases de los niños pequeños.
Cada vez están más maleducados, ¿sabes? Uno me dijo que parezco una
mujer con este pelo.
Se giró apenas y observó su reflejo en el espejo. El cabello ya le tocaba
los hombros.
Mathias se subió las gafas.
—¿Y el profesor de artes marciales no es ese David?
Ese David.
—Sí.
—Mngh. ¿Y por qué no te lo cortas? El pelo —dijo, serio. Belluse boqueó,
incómodo.
—Porque tú me dijiste que te gustaba. —Mathias se apresuró a dar un
sorbo más de agua. El chico sonrió, divertido. No tenía claro hasta dónde
podría avanzar con él esa noche. Sacando su celular, observó que ya eran
las dos y cuarto de la madrugada—. Matt… a la diez de la mañana tengo
que estar en Estigia.
—Te llevaré.
—Gracias. ¿A dónde… iremos ahora?
Mathias levantó la bandeja para desechar los restos en el cesto. Un
nerviosismo excitante subió en espiral por su estómago, llenándole todos
los nervios de una calidez desconocida.
—¿Quieres venir a mi casa? —ofreció.
«Mi casa».
¡Lo estaba invitando! Y Belluse ni siquiera había intentado provocarle…
—Bueno… si quieres venir, claro.
—¡Sí! —exclamó Belluse, en voz más alta de lo que hubiese querido. Las
parejitas presentes se voltearon, al ver violado el íntimo silencio reinante.
Mathias se mordió los labios para tragarse la risa. Belluse, en cambio, la
dejó salir.
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El ascensor del edificio estaba en reparación desde el día anterior. En las
pasadas horas, el encargado había sido el blanco de los insultos de los
vecinos.
—Me han pedido que le haga un muñeco vudú —escupió Mathias,
jadeando. Estaban en el quinto piso. Por su parte, Belluse ni siquiera se
había agitado.
—¡Anda! —exclamó el chico, dándole una palmada en el trasero. El
hombre se tambaleó de la sorpresa—. ¿Quieres que te lleve en brazos?
Belluse le hizo un gesto de burla y siguió subiendo.
—La fiesta de Natascha era en Luxor —comentó, mirando el reloj. Ya
eran las tres en punto—. Todavía debe seguir.
—Matt, no hables. Guarda el aire —rió Belluse. Él le devolvió una mirada
molesta.
Mathias sacó la llave del bolsillo del pantalón.
—Ya, muévete… —con una risita, Belluse se hizo a un lado.
Entraron en el apartamento, que permanecía completamente a oscuras.
Las luces de la ciudad se habían volcado sobre la sala de estar, reflejándose
sobre las copas del aparador y proyectando sobre el suelo un parpadeo
tímido. Mathias se quitó los zapatos y los calcetines. Belluse, al verlo, lo
imitó. Pronto supo el motivo: la frescura del piso de cerámica era lo
suficientemente agradable como para querer permanecer siempre descalzo.
—No está sucio, acabo de encerar hoy —comentó Mathias, encendiendo
la luz—. ¿Quieres tomar algo?
—Sí, ¿puedo pasar al baño?
—Claro.
Belluse desapareció por el pasillo y Mathias fue derecho al refrigerador.
Sacó una botella de agua y dos vasos. Los vasos llenos prorrumpieron en un
tintineo agudo al chocar contra la mesa de vidrio.
Cuando Belluse salió del baño, entró él.
El chico encontró sobre la mesa el agua servida y de un solo sorbo dejó
el vaso vacío. Mirando a su alrededor, bostezó. Dios, estaba exhausto.
Necesitaba dormir con urgencia. Tenía que estar bien despabiladito para
darles clases a los mocosos cainitas.
«¡Con ese pelo te pareces a mi hermana!»
«¡Sabon, su novia me está molestando!»
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Se tiró sobre el sofá y acomodó la cabeza entre los almohadones. Si no
hubiese sido ridículo, habría pensado que aquellos niños sabían lo que
pasaba entre David y él y hasta lo hacían adrede. Pero, claro, era ridículo.
Belluse tenía la seguridad de que varios de ellos acabarían como él:
encamándose con tipos. El sólo imaginarlo le causó gracia. Con una
sonrisita boba, se acomodó mejor en el sofá.
—Belluse.
—¿Mngh?
—¿Te dormiste?
El chico levantó la cabeza, adormilado.
—Tengo sueño, Matt.
—¿Pero vas a dormir ahí?
El hombre apagó la luz.
¿Ahí? ¿En el sofá?
Abrió los ojos. Toda la modorra se esfumó, se hizo humo. Algo caliente
comenzó a burbujear en su estómago.
—¿Tienes… un sitio mejor? —bajó la voz hasta convertirla en un susurro,
en una caricia. En una propuesta que no se había atrevido a repetir nunca
antes por miedo a que se burlaran de él. Otra vez. Mathias, sin embargo…
desde el principio se había vislumbrado diferente. Y Belluse estaba
dispuesto a hacerse cargo de esas diferencias, a aceptarlas, a amarlas con
toda la rabia de su corazón y su cuerpo.
Mathias bajó la mirada, incómodo.
—Eeh… creo que sí. —Y se encogió de hombros, como si dudara.
«¿Cómo es posible que lo dude?», se preguntó Belluse. Pero la
respuesta era tan obvia, tan evidente, que él se limitó a sonreír y a ponerse
de pie de un salto; diciendo que sí, que quería que durmieran en la misma
cama, sólo dormir, que no era necesaria ninguna otra cosa. O que tal vez sí,
que
un
poquito
de
contacto
humano
siempre
era
bienvenido,
no
imprescindible, pero sí bienvenido…
Mathias dio la media vuelta y entró al dormitorio, seguido por Belluse,
que por costumbre cerró la puerta. Él le habría dicho que en la casa no
había nadie más que ellos dos, que Natascha no volvería a estar allí hasta
quién podía saber hasta cuándo, que si quería mantener la puerta abierta
no habría problemas. Pero entonces recordó que Belluse tenía más
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experiencia, es decir, que sí tenía experiencia… y que si lo había hecho así,
por algo tenía que ser. Se quedó callado, quieto, nervioso, sintiendo los
latidos en los oídos y…
—Hace calor —susurró Belluse. Sí, era cierto. ¿Y qué quería decir con
eso?
—Ah, lo siento. —Mathias apretó el botón que estaba justo al lado del
mando de la luz, y una correntada de aire fresco comenzó a deslizarse
corriente abajo desde la pequeña rendija del techo, silbando una melodía
triste y austera. Se dio la vuelta para decirle que, si bien ese sistema de
aire acondicionado no era el mejor de todos, la temperatura bajaría
conforme pasaran los minutos…
Pero no llegó a dar la vuelta completa.
Belluse lo abrazó por detrás. Empinándose un poco, logró besarle el
cuello, el centro del tatuaje.
—¿Mañana das clases? —le preguntó, respirando de su pelo. Mathias
negó con la cabeza. Las manos comenzaban a acariciarle el pecho y el
vientre por encima de la camisa y la boca tibia daba besitos suaves en su
espalda.
—No. No trabajo los viernes, ¿tú?
—Yo sí, tengo que darles clases a los niños, ¿recuerdas?
—Ah, sí…
Mathias se mordió el labio y cerró los ojos. Le incomodaba que Belluse
se diera cuenta de lo nervioso que estaba, de que no sabía qué decir, qué
hacer; de que no sabía si debía moverse o quedarse quieto… o darse la
vuelta quizás.
Belluse fue subiendo la mano derecha hasta llegar a su costado
izquierdo. Haciendo un poco de presión, quiso sentir el corazón. Mathias
tragó saliva. Avergonzado, intentó soltarse, pero Belluse lo soltó antes.
—Me pagaron la mitad de lo acordado —dijo el chico, desabrochándose
el cinturón. Mathias seguía navegando en la luna.
—¿Sí?
—Sí. Con lo otro le pagaron al Hospital de Magdala. Y además, tuve que
comprarme un uniforme nuevo porque el mío ya me quedaba chico. —Se
quitó las zapatillas en el aire—. Sólo me quedó la mitad.
Mathias se desnudó y se sentó en la cama. En verano, los slips eran su
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ropa de dormir. Belluse dobló sus vaqueros y los colgó en una percha.
—¿Y eso cuanto sería?
—Setecientas reinas, más o menos —susurró, chasqueando la lengua—.
Una miseria.
Mathias meneó la cabeza.
—¿Y cuánto te pagan por dar clases? —le preguntó.
—Mil reinas —contestó Belluse, con una sonrisa humilde—. Algo es algo.
—Por supuesto. —El chico dejó sus zapatillas a un costado, uno al lado
de la otra.
—Matt… ¿Mañana me prestarías una camiseta?
—Claro, la que quieras. Toma unos pantalones también, si quieres.
Habiendo ya nada que esperar, Mathias apagó la luz, corrió las sábanas,
se metió en la cama y se acurrucó contra la pared, para dejarle espacio.
Belluse se arrodilló sobre el colchón y se recostó junto a él, apoyándose
sobre el costado izquierdo. Aun en la oscuridad, ambos podían verse a los
ojos. Mathias podía ver los de Belluse, dos cuentas de cristal grandes que
brillaban, colmadas de impaciencia y palabras truncadas.
—Te he extrañado —dijo el chico, buscando su mano en la oscuridad. La
halló sin problemas, buceando entre las sábanas. Los dedos transpiraban.
—Yo también —respondió Mathias, entrelazándolos con los suyos.
Belluse entreabrió los labios, pero no dijo nada. Sólo sonrió, y él le devolvió
la sonrisa. Una sonrisa nerviosa, sí… pero una sonrisa al fin.
—¿De verdad? —replicó, y Mathias sintió que sus dedos hacían presión y
que de repente todo su cuerpo había comenzado a hacer presión. Sus
dedos, su cuerpo, su mirada.
¿Desde cuándo el amor pesaba?
Entonces, ¿era eso lo que sucedía?
¿Era eso lo que había empezado a suceder desde…? Mierda, ya no lo
recordaba.
¿Estaba enamorado?
—Sí —respondió, tragando saliva. Se sentía acalorado. Belluse lo miró a
los ojos, con su sonrisita.
—No estés nervioso —le dijo—. Ven aquí… —Y lo acercó a su cuerpo,
también transpirado, también sucio, también cansado luego de las
experiencias pasadas. Y no cansado sólo de haber detenido un incendio.
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Cansado de ir y venir entre cuerpos vacíos, cansado de practicar el sexo
como a un deporte, cansado de no tener un nombre que farfullar en medio
del orgasmo.
«Matt.»
Sonaba bonito, sí. Belluse ya lo había dicho cuando se masturbaba. Era
un nombre… cómodo, perfecto.
Mathias apoyó la cabeza en su pecho y Belluse le revolvió el pelo con
una mano. La otra fue escabulléndose por la espalda desnuda hasta llegar
al slip. Allí se detuvo y volvió a subir. Fue repitiendo el recorrido, subiendo y
bajando, hasta que Mathias se incorporó sobre los codos, dejándolo
encerrado.
—Quítate las gafas —susurró Belluse. Pero él se lo impidió, atajándole la
mano en pleno vuelo. El chico parpadeó. Mathias no lo soltó. Acariciándola
con los dedos, se la llevó a los labios y la besó suavemente. Belluse abrió
mucho los ojos. Lo habían besado en la boca, en el cuello y en sitios mucho
más privados… pero en la mano, jamás.
—Discúlpame —susurró Mathias, bajando la vista—. Estoy un poco…
nervioso.
Belluse le echó los brazos al cuello. ¿Un poco nervioso?
—Matt —canturreó el chico—. No te comeré… a menos que tú quieras. —
Mathias volvió a mirarlo. Sí, quería. ¿Cómo no querer? Hizo un ademán de
inclinarse, pero se contuvo. Belluse alzó las cejas… y luego comprendió.
Cerró los ojos.
Mathias se preguntó cómo podía ser posible que se entendieran tan
bien. O tal vez era algo que podía suceder a menudo, sólo que él jamás
había tenido nadie con quien entenderse.
¿Y qué era ese ruido? ¿Su respiración?
Entreabriendo los labios, se inclinó hacia Belluse y muy suavemente lo
besó en la boca. Sintió que el chico se removía bajo su cuerpo, sintió el aire
escabulléndose por su nariz y, por último, sintió que lo rodeaba con fuerza
con piernas y brazos. Respondió con más pasión, besándolo con toda las
ganas guardadas, recorriéndole la cintura con las manos y maldiciendo la
bendita raza humana por sólo contar con dos brazos, porque… si tuviera al
menos uno más… sólo uno…
—Mngh… —Belluse le dio un empujón y lo tumbó sobre la cama. Riendo,
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se sentó sobre su pelvis. Luego se quedó quieto, para apreciar su reacción—
. Me gustas mucho, Matt —susurró, recostándose sobre él. Mathias lo rodeó
con los brazos y le apartó los rizos de la cara—. No sabes cuánto te he
extrañado.
—Tú también me gustas. También he pensado mucho en ti. —Belluse se
acomodó entre sus piernas, separándolas un poco para hacerse sitio.
—¿Te gusto? —preguntó, con un puchero.
—Sí.
—¿Mucho?
—Sí.
Belluse se movió. Al principio pensó que sólo intentaba estar más
cómodo, pero se dio cuenta de lo que hacía cuando notó el directo contacto
de sus entrepiernas, por encima de la tela. Respiró aún más fuerte. Cuando
el chico se recostó completamente sobre él, dejando caer todo su peso,
cerró los ojos.
Belluse le obsequió una larga lamida en el cuello. Mathias suspiró, y se
estremeció al notar que soplaba sobre la piel mojada, provocándole una
agradable sensación de frescura.
—¿Quieres jugar? —rió Belluse en su oído, apoyando los labios
húmedos, sedosos.
Mathias abrió los ojos.
—Sí. —Quería jugar. Quería lo que fuera. Lo que Belluse estuviese
dispuesto a hacerle, darle, cualquier cosa.
Las pieles estaban calientes y transpiradas. El sudor se mezclaba, salado
y pegajoso, mientras Belluse navegaba cuesta abajo por el cuerpo de
Mathias, recorriéndolo con manos, labios y lengua. El olor agresivo del
sudor, fluctuando en el aire y en su boca junto a la fragancia del
desodorante, tocó algún punto de su hemisferio erótico que le dio vuelta
todos los nervios.
Mathias jadeó fuerte y profundo cuando Belluse abrió la boca y besó su
sexo por encima de la ropa.
—Mngh, la tienes dura —dijo, masajeando con ambas manos.
—Por supuesto —exclamó Mathias, con una carcajada.
El chico soltó una risita aguda y acabó de bajarle la ropa interior.
Haciéndose a un lado, la deslizó por toda la longitud de sus piernas y la
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echó a volar. Aferró el pene con la mano y lo contempló con atención,
apreciando las inmediatas diferencias que tenía con el de David: era de un
color más claro, pero no podía estar seguro de si era más ancho. En sus
épocas de Luzbel, se había sorprendido al notar que algunos hombres
esbeltos estaban incluso mejor equipados que aquellos que abultaban las
camisas con tanto músculo.
Mathias suspiró y se encontró alargando la mano hacia los rizos de
Belluse, como si una fuerza extraña la atrajera hacia ellos. El chico levantó
la cabeza y lo miró. Mathias lo estaba contemplando.
Belluse, al advertirlo, alzó las cejas, le guiñó un ojo y siguió con su
labor. Cuando Mathias eyaculó, dejó que el semen le empapara el pecho. El
hombre, un tanto avergonzado por la escena, se cubrió el rostro con las
manos, aún temblando el orgasmo.
El despertador sonó a las siete de la mañana. Apenas comenzó a chillar,
Belluse abrió los ojos. Mathias, en cambio, roncó profundamente y se dio la
vuelta sobre las sábanas. Belluse ronroneó de puro placer al verse enredado
entre los brazos y piernas de Mathias. Con un suspiro, las memorias
vigentes se estrellaron contra su somnolencia. No podía recordar en qué
preciso instante había acabado la noche. Lo último que veía al cerrar los
ojos era el rostro sudoroso de su compañero de cama, pegado a la
almohada, mientras la mano se le escabullía traviesa entre su ropa interior.
Mathias le había devuelto el favor a medias y, Belluse había quedado
raramente satisfecho. Nunca había compartido la cama con alguien que no
lo hubiera penetrado. De repente, se dio cuenta de que nunca había
compartido la cama con nadie. Era difícil de entender y explicar, más a
aquellas horas, más teniendo en cuenta de que acababa de despertarse y
mucho más al estar oyendo aquel jodido despertador.
Belluse alargó un brazo y golpeó el trasto contra la mesita de noche.
Dejó de sonar.
Sí, había compartido la cama con Mathias, pero no podía recordar con
una sonrisa aquellas noches. Sí, había compartido la cama con Kevin
Stanford, pero jamás habían dormido juntos. Y con David jamás habían
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estado en una cama. En Azathot sólo se había dejado follar por dos
hombres que le habían pagado demasiado y eso había tenido lugar sobre un
sofá. Ajá. Entonces era eso. Belluse entrecerró los ojos y llegó a la siguiente
conclusión: jamás había dormido con un hombre que le retribuyera sus
sentimientos del mismo modo. Se preguntó porqué había tardado tanto
tiempo en dar con ella. ¿El sueño? ¿El calor? ¿El…?
—¡Joder! —El despertador comenzó a sonar de nuevo y Belluse se
levantó de la cama de un salto. Fue directo al suelo. Tenía las piernas
enredadas entre la sábana. Mathias farfulló algo y siguió durmiendo—.
Matt… ¡MATT!
—Mngh, ¿qué? ¿Qué tienes…?
Mathias reptó por la cama como un cocodrilo y apagó el despertador de
un zarpazo. Soñoliento, se frotó los ojos con las manos y buscó las gafas.
—Son las siete y media —dijo, con la voz ronca.
Belluse se puso de pie y a Mathias lo acuciaron sus mismas emociones.
Cama, hombre, amante, sexo… primera vez. Era la primera vez que Mathias
tenía sexo con un hombre, sin contar la torpe y vergonzosa experiencia de
sus diecisiete años, Santiago de por medio. Mathias necesitaba tiempo para
pensar. No. Más bien quería ese tiempo para quedarse en la cama y soñar
con los ojos abiertos…
Parpadeó. Belluse estaba completamente desnudo bajo la luz del sol que
se filtraba entre las persianas. En un intento de alejarse del mundo y sus
asesinos, la noche pasada habían bajado las cortinas para que ningún
curioso del edificio de al lado intentara decodificar los cuerpos que daban
vueltas sobre aquel colchón sudado.
—Apesto —susurró Belluse, oliéndose las axilas. Mathias sonrió y se
levantó de la cama.
—Apestamos —corrigió. Se acercó a él, le tomó del cuello y se inclinó
para besarlo.
—Tengo aliento a verga —replicó Belluse, apartando el rostro.
—Sí, la mía —dijo él, agarrándole del mentón. Belluse se dejó besar,
pero no abrió la boca. Entonces Mathias bajó hasta el cuello. La piel era
muy suave y estaba bastante salada. No le dio importancia.
—Oye, no me hagas un chupón —rió el chico, rodeándole la cintura con
los brazos. Mathias le devolvió la risa y dejó de succionar—. Bueno, hazlo.
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La verdad, no me importa. —Y ladeó más el cuello, ofreciéndoselo—. Aquí
atrás, para que me lo pueda tapar con el pelo. —Mathias se relamió los
labios y le apartó los rizos que le molestaban. Eligió un rincón detrás de la
oreja, un trozo de piel blanca, tibio y aterciopelado—. Termino la primera
clase a las doce. Luego me baño, almuerzo, y a las dos tengo otra. Acabo
todo a eso de las seis.
—Un día ocupado, ¿eh? —dijo Mathias, mordiendo suavemente. Belluse
se estremeció—. ¿Quieres que vaya a buscarte después?
—Sí —respondió, aferrándose de la piel que cubría las costillas—. Te
presentaré a mis amigos.
Mientras Mathias tomaba una ducha, Belluse, recién bañado, comenzó a
preparar el desayuno. Sacó del refrigerador un cartón de leche, unos
duraznos y se dispuso a preparar un licuado. Cuando le ponía la tapa a la
licuadora, sonó el teléfono.
—¿Hola?
Detrás de la línea se oyeron unos instantes de silencio y luego, el
inconfundible sonido que acusaba que habían colgado. Belluse se encogió de
hombros y volvió a la cocina. Mientras sacaba los vasos de la alacena, el
teléfono volvió a sonar
—Hola…
—¿Hola? ¿Quién es? —Habló una voz femenina que se oía confundida o
quizás preocupada.
—Creo que soy yo quien debería hacer esa pregunta —comentó él, con
una risita—. Soy… un amigo de Mathias, Belluse.
—Belluse —repitió la voz de mujer—. ¡¿El chico europeo?! —Y se oyó un
chillido como de gato herido.
—Sí…
Belluse escuchó otra voz que llegaba del otro lado del teléfono. Ésta era
de hombre y preguntaba «¿qué pasa?», «¿no hay nadie?» y «¿con quién
hablas?». La voz femenina se apartó del tubo.
—¡Está con un chico! —le susurró la mujer a quien fuera que estaba con
ella—. Hola, Belluse, lo siento. Soy Natascha, una amiga de Matty…
—Sí, me habló de ti, ¿qué tal la noche de bodas? —bromeó él,
mordiéndose la lengua luego.
—¡Oh, serás…! —rió ella—. Bueno, entonces no me preocuparé. Es que
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como no llegó a la fiesta pensé que le había ocurrido algo.
—¿Y qué te hace pensar que no le ocurrió nada? —agregó Belluse, con
picardía. Natascha lanzó otra carcajada felina—. Matt se está bañando. Le
diré que te llame luego, ¿OK?
Hades, Moados.
Ese día Belluse llegó diez minutos tarde a la clase de tae—kwon—do.
Cuando David le preguntó qué le había sucedido, luego de haberlo regañado
a gusto, le dijo lo que había pensado en el auto de Mathias, mientras el
hombre conducía y él dormitaba con los ojos entrecerrados. Le respondió
que había ido a Dunamer a ver departamentos, que quería salir de Estigia
de una vez y estaba buscando un sitio para vivir. Vio cómo el rostro de
David se ponía pálido. Definitivamente no se había esperado aquella
respuesta. Pero vivir en Estigia tenía sus cosas buenas, le dijo.
—No tienes que viajar cada vez que hay una reunión, por ejemplo. —
Belluse se lo quedó mirando con las cejas alzadas y los brazos cruzados.
David apartó la vista y suspiró—. Ayúdame a guardar las colchonetas…
—¿No me vas a despedir, verdad? —le preguntó Belluse, cerrando el
candado del armario del equipo de entrenamiento. David frunció el ceño.
—¿Eh? No, claro que no.
—Bien. Entonces… me voy, Dave. —Y se dio la media vuelta, rumbo a la
puerta del gimnasio.
—Belluse —llamó David. El chico completó la vuelta.
—¿Qué?
—¿Quieres pasear un rato por los subsuelos? —le ofreció el hombre,
limpiándose el sudor del pecho con la camiseta. Traducción: ¿quieres follar
un rato por los subsuelos? Belluse observó impasible la morena cordillera
del vientre y los vellos negros que cercaban el ombligo.
—No, David.
El hombre se acercó.
—¿Es ese Malkasten, cierto? —preguntó, bajando la voz a un susurro—.
Te vi con él en la mañana. —El chico asintió—. ¿Están saliendo?
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Belluse meneó la cabeza.
—Estamos comenzando algo.
Mathias pasó la tarde vagabundeando por Hades, a la espera de que se
hicieran las cinco y media de la tarde. A esa hora pondría primera y
regresaría hasta la torre de Estigia.
Belluse acabó de bañarse a las cinco menos diez y se pasó veinte
minutos revolviendo entre su ropa, buscando algo que ponerse.
—Pareces una loca —espetó Nathan, tirándole una bolita de papel con
una cerbatana. Belluse se dio la vuelta, harto.
—Podrías ayudarme en vez de burlarte. ¿Tienes algún problema con que
quiera verme sexy?
—Tú siempre estás sexy —replicó Shawn, el hetero, por encima de la
última novela porno de su escritora favorita. Los cuatro muchachos
presentes se giraron hacia él, pasmados—. ¿Qué pasa?
—Tú te volverás marica si sigues en esta habitación —rió Belluse. Jamás
lo había piropeado un hetero. Shawn estaba en ese dormitorio desde que se
había peleado con uno chico más grande y le había roto la nariz.
—Eso nunca —replicó Shawn—. Mira, cuando yo te digo que estás sexy
es porque te estoy comparando con una mujer, ¿la captas?
Los chicos restantes elevaron un concierto de silbidos y risas. Belluse se
volteó, con los brazos en la cintura.
—¿¡Quieres decir que parezco una mujer?! —gritó.
—No, no… —lo tranquilizó Shawn, agitando su libro—. Pero alguna ropa
que usas, los jeans ajustados, por ejemplo… Ajá, ¡mira! ¡Mira!
—¿Qué?
—Eso que tienes en la mano, ¿qué coño es? —Los muchachos inclinaron
la cabeza hacia él. Belluse sostenía una camiseta con tirantes de encaje—.
Eso no es precisamente la prenda más masculina del mundo, Sabik.
—Ay, ya, Shawn, no jodas… —intervino Gale—. Ya quisiera yo tener el
culo de Belluse. Y tú también.
—¿Y yo para qué quiero su culo? Las mujeres no se fijan en el culo, se
fijan en la verga.
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—Eso no tiene sentido —terció Nathan—. ¿Tú qué les miras a ellas?
—¿Hace cuanto que no follas, Shawn? —exclamó Gale, burlándose.
Entre los tres lograron que el hetero les diera la espalda y siguiera con su
libro.
Belluse se decidió por unos vaqueros como los que había mencionado
Shawn. Y es que con todo ese jaleo surgido por su culo, recordó que tenía
que estar agradecido por sus atributos.
Se encontró con Mathias en un pequeño bar llamado Calibri que estaba
a un par de manzanas de la torre de Estigia, donde servían unos tragos
muy dulces que adornaban con sombrillas de colores.
—¿Creen que debería cortarme el pelo? —le preguntó a Nathan,
desesperado, cuando pasaban por la peluquería Brittany’s—. Tengo las
puntas abiertas…
—Ya, cállate, ¿por qué estás nervioso?
—No estoy nervioso.
—¡Belluse!
El chico se giró. Las cadenillas que le colgaban del cinturón tintinearon
en una melodía aguda y musical. Mathias estaba allí en su auto,
estacionado junto al pub.
—Hola, Matt —saludó, sonriente. El hombre salió del coche, les dirigió
una mirada inquieta al resto de los muchachos cainitas y le dio a Belluse un
beso rápido en los labios—. Él es Mathias. Matt: Nathan, Gale y Shawn.
Los fue presentando a medida que se estrechaban las manos.
Mathias pidió una cerveza rubia, mientras que Belluse y los demás se
inclinaron por tragos con un poco más de alcohol.
—Mathias —dijo Gale—. ¿Por casualidad no tendrás un hermano para
presentarme?
Los chicos se rieron y él negó con la cabeza, divertido.
—O una hermana —susurró Shawn.
—Lo siento, soy hijo único —respondió.
Belluse sonrió, pero luego se puso serio. Acababa de darse cuenta de
que no sabía nada acerca de la familia de Mathias.
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Los amigos cainitas pagaron sus tragos y volvieron a Estigia antes de
que se cerraran las puertas, a las diez de la noche. Ellos dos se quedaron en
Calibri, hablando tonterías y disfrutando de los silencios que surgían luego
de las palabras con sentidos ambiguos.
—¿A dónde vamos? —preguntó Belluse, luego de que hubiesen pagado
la cuenta.
—No lo sé, ¿A dónde quieres ir?
Luego del incendio del orfanato de Urimagüe, que había ocupado las
portadas de los periódicos durante tres días seguidos, la vida de ambos
había dado un giro de ciento ochenta grados. Lo que más habían cambiado
eran las noches. Mathias ya no se pasaba las horas nocturnas leyendo libros
o mirando la televisión. Las gastaba en compañía de Belluse, que al fin de
cuentas había resultado ser un hombre con los pies en la tierra.
A Mathias le fascinaba ver todo lo que se esforzaba por lucir atractivo, a
pesar de no necesitarlo en absoluto. Belluse siempre se veía impecable y
olía a perfume. Él, en cambio, hasta aquel entonces jamás se había
preocupado demasiado por su aspecto. Le daba vagancia arreglarse las
cejas, el frasco de colonia que le había regalado Santiago todavía estaba sin
abrir y su ropa no era para nada llamativa, siempre sobria y austera. Se dio
cuenta de eso la tarde previa a una de las citas, cuando la monocromía
negra le hirió las retinas y le hizo abrir la boca de horror. Dios santo, ¡su
ropa era horrible! Miró el reloj, agradeció que todavía estuviese a tiempo,
cogió las llaves del auto y condujo cinco minutos hasta la zona comercial.
El sol agonizaba detrás de la ventanilla cuando Mathias se detuvo junto
a las tiendas de ropa de hombre. Pasó de largo por los escaparates de los
trajes elegantes y se paró frente a un local de ropa casual. Su indeciso
reflejo le devolvió la mirada desde el cristal. ¿Qué tal le sentarían esos
vaqueros, aquellas camisetas, las zapatillas deportivas? Gastó la mitad de
su sueldo de ese mes sólo en renovar el guardarropa. La situación actual lo
merecía,
se
dijo,
satisfecho
frente
al
espejo
de
su
dormitorio,
desprendiéndose de las cáscaras antiguas y enfundándose los trapos
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nuevos. Se giró. Hombre, se veía bien. Al diablo con todo aquel negro,
¿acaso estaba de luto?
—Pareces otro —exclamó Natascha, sorbiendo de su jugo de limón.
Había llegado esa misma mañana de su luna de miel en Erobo Beach y
quería que Mathias lo pusiese al tanto de todas las novedades. Porque todas
esas bolsas de ropa que estaban arriba de la cama querían decir que había
novedades, ¿cierto?
—El lunes hará un mes que estamos saliendo —dijo él, desabrochándose
los cuatro primeros botones de una camisa blanca sin mangas. Natascha
jamás le había visto una camisa blanca.
—Tienes que presentármelo.
—Sí —afirmó, poniéndose el cinturón. Había elegido unos jeans de color
celeste claro, que le llegaban hasta un poco más debajo de las rodillas.
Contento con la imagen de su reflejo, sacó un frasco de perfume y se puso
un poquito en las muñecas, otro poco en el cuello, otro poco en…
—¿Eso es perfume, Mathias Malkasten? —chilló Natascha, dejando su
jugo en la mesa del ordenador—. Vaya, ¡tengo que conocer a ese chico! ¡Me
muero de ganas de verlo!
—Ya lo verás.
—Oye, ¿qué es esto?
Mathias se giró. Natascha sostenía una bolsita negra con el logo de una
de las mejores joyerías del país.
—Son unos pendientes para Belluse.
Él también notaba los cambios de humor. Era como si toda su vida
hubiese vivido con un filtro en los ojos que sólo le había permitido ver el
mundo en blanco y negro. Belluse lo había llenado de color. Mordiéndose el
labio, se sentó en la cama junto a Natascha.
—¿Qué pasa? —le preguntó ella, al verlo serio. Mathias frunció el ceño.
—Es que… —comenzó, tronándose los dedos—, estoy tan feliz que me
da miedo.
—¿Miedo?
—Sí. No lo sé. Es como si todo fuese demasiado irreal, demasiado
perfecto. Tengo miedo de despertarme y darme cuenta de que todo fue un
sueño. Y ver que todavía… sigo solo.
Natascha le tomó la mano.
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—Nunca has estado solo, cariño —susurró.
—Lo sé.
—Siempre contarás conmigo. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí.
Mathias la abrazó y enterró en la nariz entre su cabello rubio, coloreado,
quebradizo. Ella le palmeó la espalda y lo besó en la mejilla.
—Te quiero.
—Yo también. ¿Ya se han acostado?
Él se rió y la soltó de un empujón.
—No —exclamó, poniéndose de pie.
—Sí, han follado. ¡No me mientas!
Mathias buscó las zapatillas en el armario. Sacó un par de medias de un
cajón.
—No, todavía no. De verdad.
Ella lo miró con cara de no poderlo creer.
—¿Salen hace un mes y todavía no han…? —replicó.
En Estigia, las cosas sucedían de manera muy similar. Los tres amigos
cainitas intentaban que Belluse diera detalles acerca del repertorio de
posiciones que había puesto en práctica con su novio y él insistía con que
no había nada que contar. Cuando se hartó de que lo molestaran, les gritó
que se fueran a la mierda. Los tres muchachos se miraron entre ellos y
luego bajaron la cabeza, algo turbados.
—Belluse, ¿Mathias no será seropositivo, verdad? —preguntó Nathan en
voz baja.
—¡Claro que no! —chilló él, indignado, peinándose el cabello mojado con
los dedos.
—Pero…
—¡Mathias es virgen!
Y fue como si les hubiese dado una bofetada. O una patada de burro en
el estómago, que hubiese tenido el mismo resultado y se le daba mejor. Los
chicos guardaron silencio por unos instantes, perplejos, con los ojos muy
abiertos y los labios separados. Luego alguno parpadeó y otro frunció el
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ceño, preguntándose si tal vez había oído mal.
—¿Cómo has dicho? —chilló Gale.
—Lo que has oído, Galeward.
Gale ahogó una risa... y los tres chicos se desternillaron en una
carcajada masiva. Gale apoyó las manos sobre su estómago y dijo que
cuando por fin se cogiera a Mathias, Belluse acabaría estampado contra una
pared, como una mosca atrapada en una telaraña.
—¡Como en Spiderman!
—¡Son unos idiotas! —gritó Belluse. Ofendido, tomó su billetera de la
mesa de luz y salió de la habitación como un tornado.
Miró el reloj. Eran las tres de la tarde y faltaban dos horas para que
Mathias lo pasara a buscar por la entrada de Estigia. Qué remedio. Se
pasaría esas dos horas vagando por la torre. O tal vez saldría un rato y se
tiraría sobre el césped a tomar sol.
—Víctor —le dijo a uno de los conserjes que estaban allí, vigilando la
entrada a las habitaciones de los Malignos—. ¿Ya han abierto las piscinas?
—El hombre negó con la cabeza; el chico suspiró, susurró un desganado
«gracias» y siguió su camino.
—Oye, Belluse —lo llamó Víctor, antes de que desapareciera por el
pasillo—. Tu apellido es Sabik, ¿verdad?
—Ajá.
—El supremo te está buscando. Quiere hablar contigo.
En la cabeza de Belluse se disparó un desfile de imágenes con poco
sentido. ¿Qué querría con él Saradon el Soberbio? Oh, no. ¿Acaso David le
había comentado que deseaba abandonar Estigia? ¿Le quitarían su empleo?
Casi podía ver al gigantesco hombre, con sus ojos pequeños y negros como
puertas al abismo, diciéndole que para ese trabajo se necesitaba un alumno
que estuviese allí como pupilo… para que no llegara tarde a las clases, para
que estuviera disponible cuando se lo exigieran, para que se abriera de
piernas para el sabon nim cuando a éste le entraran las ganas. Maldito
David. No tendría que haberle dicho nada.
O tal vez Saradon quisiera hablar acerca de la misión Sodoma, como la
habían bautizado los cainitas en secreto.
—Adelante —exclamó la voz del supremo, cuando Belluse tocó la puerta
de su oficina.
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—Buenas tardes, señor —saludó.
—Buenas tardes, Sabik. Siéntate. —Belluse obedeció.
—Me dijo Víctor que quería hablar conmigo. —El supremo se acomodó
sobre su silla.
—Así es. Tenemos una nueva misión para ti. No es tan importante ni tan
peligrosa como la que acabas de terminar, pero el pago es bueno. Mañana a
las nueve vendrán los contratantes. —Vaya, realmente no se esperaba eso.
—¿Quiénes son? —Saradon el Soberbio juntó las cejas y meneó la
cabeza.
—Tengo entendido que es un laboratorio que está preparando una
nueva droga o algo así. Necesitan reforzar la seguridad de los cargamentos
que han encargado a una isla. O algo así.
—Suena ilegal —rió Belluse, nervioso. El supremo frunció los labios y
torció el gesto.
—Sí —respondió, y el chico se sorprendió de que le diera la razón—.
Pero pagan muy bien. —Y eso zanjaba la cuestión, como siempre.
Más motivos para sospechar, pensó.
Maldiciendo, Belluse observó los tres preciosos ceros que comenzaban a
dibujarse en la pantalla. Siete mil reinas. Eran sus ahorros de toda la vida y
serían la cuarta parte del pago de su apartamento en Dunamer. En su móvil
tenía los números de teléfono de las personas que se encargaban del dinero
de su padre muerto, pero siempre se había llevado tan mal con aquellos
tipos que prefería quedarse en silencio. Si tan sólo su padre le hubiese dado
su maldito apellido...
Los dos últimos ceros se esfumaron y Belluse suspiró. Ahora le
quedaban seis mil seiscientas reinas. No podía seguir regalándoles el dinero
a los cainitas. ¡Si hasta tenía que pagar por sus uniformes y sus armas!
Salió del banco y el sol lo cegó por un instante. La avenida estaba
repleta de gente que iba y venía. Dio un paso y se internó en el tumulto. No
tenía caso lamentarse, se dijo. Y más aún luego de haberse dedicado a
chupar pollas para poder quedarse en Estigia. Se preguntó qué diría toda
aquella gente que pasaba por la calle si supiera que se había dedicado a
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chupar pollas. ¿Se horrorizaría? ¿Le causaría lástima?
«¿A las mujeres les gustará chupar pollas?», se encontró pensando
mientras esperaba que el semáforo cambiara de color. Se imaginó que sí.
Después de todo, era lo mismo, ¿no? A él le encantaba chuparlas. Le
encantaba que Mathias intentara tragarse los jadeos, que le revolviera el
pelo, que embistiera en su boca y llegara hasta la garganta. Recordó que la
primera noche le había preguntado si acaso quería que se pusiera un
preservativo.
—¿Para chupártela? —se había reído él, lamiendo el pene como a un
palito de helado.
El semáforo cambió a verde y Belluse cruzó la calle, con las manos en
los bolsillos. Ahora pensaba en la Arkham Avenue, en la máquina
expendedora de condones saborizados. Su mente aterrizó en King. ¿Podía
ser cierto que tuviese una relación con Christal? King no era mal tipo, no
tenía gustos retorcidos y se conformaba con poco. Una mamada, una
follada y billetes listos. Mordiéndose la piel interior de los labios, recordó la
primera vez que le había practicado sexo oral a King. Recordó también que
en aquellos tiempos había sufrido un leve enamoramiento hacia él.
Afortunadamente, se le pasó rápido.
—Así es… muy bien —solía decir el hombre, entre los jadeos.
Belluse se había sentido como en medio de una clase. Garganta
profunda lección uno. Luego, King lo había apartado por los hombros y se
había corrido. Eso era lo que Belluse llamaba buena educación. Que no se
hubiese corrido en su boca ya era algo para agradecer. No le gustaba el
sabor del semen. Después de un par de semanas de experiencia acabó por
enterarse de que no todas las corridas sabían igual, aunque la mayoría eran
amargas. De todas formas, el sabor de Mathias siempre sería genial. Era
una especie de entrega.
«Tragarme la leche… no tengo remedio», pensó, con una débil risita.
Cuando llegó a la avenida Chrone, cruzó la calle de nuevo y bajó por las
escaleras del subterráneo. Compró un boleto de ida de la línea Nébiros y
aguardó de pie en la estación a que llegara el tren. Cuando llegó, esperó
que bajaran los pasajeros y
subió. Se sentó junto a una anciana y
contempló el cartel luminoso de las publicidades. Inscripciones abiertas en
la Universidad Técnica de Hades. Un niño pasó junto a él repartiendo
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postales y pidiendo dinero a cambio. Belluse sacó dos monedas de
veinticinco duques y las puso en su pequeña manito morena. El niño
susurró un «gracias» y siguió recorriendo el vagón. Belluse miró la postal.
«Estar contigo es lo mejor del mundo. Daría todo por un beso tuyo.»
La postal tenía una ilustración de unos osos; del otro lado había un
calendario.
—Estación Arkham, no olvide sus pertenencias. Estación Arkham, no
olvide sus pertenencias.
Belluse se bajó del tren y caminó hasta la escalera mecánica, que lo
elevó hacia las primeras estrellas que despertaban de su sueño diurno. A
pesar de que eran las ocho de la noche, el verano dominaba los horarios de
los astros.
Caminó un par de manzanas hasta que la iluminación se volvió más
densa y comenzaron a oírse música y voces. Ya estaba en la Arkham
Avenue. En la parte interesante de la Arkham Avenue. Se detuvo en el
semáforo. A su derecha, un cartel de neón blanco rezaba «La Luna
Empañada». Podía oír la melodía que provenía de allí aun estando rodeado
de docenas de otros bares. El semáforo cambió, pero Belluse se dio la
media vuelta y cruzó hasta la otra esquina. La Luna Empañada lucía
elegante, mucho más que Azathot y que Enchanted. Cuando estaba a punto
de entrar, sonó su celular.
—Hola, mi amor, ¿estás en el auto?
—Sí.
—¡Matt! ¡Te digo que no hables por teléfono cuando…!
—Gírate.
Obedeció. Mathias estaba allí, en el coche, en la esquina por donde él
había pasado un minuto antes. Colgó el teléfono y se lo guardó en el bolsillo
del jean. Mathias le hizo una seña: «voy a estacionar, tú entra». Belluse le
lanzó un beso y una sonrisita picarona.
No se había equivocado. La música era de La Luna Empañada. Se
preguntó si acaso aquel bar era nuevo: no se le hacía conocido y estaba
seguro de que nunca había entrado en él antes. Cuando se sentó a la barra,
lo recordó. Ese bar había sido el depósito de fuegos artificiales de una
fábrica abandonada hacía diez años. Al igual que el Esculapio Blanco, había
estado lleno de indigentes. Mirando a su alrededor, observó con aprobación
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lo bien que lo habían restaurado. El sitio tenía alma propia.
—¡Oye, Iván! ¿Cantará tu novia hoy? —gritó un hombre que estaba
sentado a una mesa.
Belluse vio que un muchacho que pasaba por allí se giraba y le mostraba
el dedo medio. Debía de ser el tal Iván, aunque Belluse no comprendió la
ofensa. ¿Qué tenía de malo que la novia de Iván cantara en el bar?
Mathias atravesó la puerta de entrada y lo buscó con la mirada. Belluse
levantó un brazo y el hombre, al advertirlo, sonrió.
—¿Cómo estás? —dijo el chico, echándole los brazos al cuello.
—Muy bien.
Se besaron por un largo minuto hasta que los carraspeos del barman los
devolvieron a Hades.
—Azathot está enfrente —les dijo, con una sonrisa burlona. Ellos sólo se
rieron.
—Una valquiria de cereza —pidió Belluse. Mathias ordenó un vodka y
cuando los dos tuvieron sus tragos, decidieron abandonar la barra y
sentarse a una mesa.
—¿Qué tal el día?
Bien, aunque habría podido estar mejor. Mathias se había levantado a
las seis de la mañana para conducir una hora hasta Rigelia. Ya en Gólgota,
había dado tres clases de Sagradas Escrituras y una de Exorcismos. Luego
había vuelto a conducir, hacia Dunamer. Una hora y media, porque a esas
horas había más tráfico. A la tarde había ido al centro comercial a hacer
unas compras… y luego le había tocado el timbre su amiga Natascha.
Natascha quería conocer a Belluse.
—¿Dónde vive ahora?
En Luxor, con su flamante esposo, en uno de los departamentos del
rascacielos más alto de la ciudad.
—¿Y se la folla? —preguntó Belluse, con un gesto de asco que a Mathias
le causó gracia.
—No lo creo —respondió, acabándose el vodka—. Cada uno se encarga
de sus propios… —se detuvo en la mitad de la frase; habían bajado las
luces—, asuntos.
—¡Esta noche, como todos los días ahora en esta temporada de verano!
¡Con nosotros… MISTHIC! —Mathias se subió los anteojos por el puente de
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la nariz cuando una silueta esbelta subió de un salto al escenario que
estaba a la derecha de la barra. Vestía una camiseta rosa con tirantes de
canutillos de colores y unos pantalones negros ajustados sacados de la
última revista de moda ¿masculina? ¿Femenina? Llevaba puestos unos
anteojos rosados grandes, con piedrecitas incrustadas en el marco. El
cabello era blanco… en realidad, todo parecía ser blanco. Albinismo, ¿cierto?
La silueta, grácil, delgada, acomodó el micrófono entre sus manos y sonrió.
—Buenas noches —saludó. Su voz era melodiosa y suave, como el agua
que cae de una cascada de rocas—. Bienvenidos a La Luna Empañada. Me
llamo Misthic y los acompañaré esta noche con algunas canciones. Si
quieren alguna canción en especial pueden acercarse a… Iván —señaló al
joven que había visto Belluse antes, que ahora estaba sentado junto a un
piano reluciente— y pedirla, no hay problema. Comenzaré con una canción
que he escrito yo y que se llama… Addiction. Espero que les guste.
—Qué bonita es —chilló Belluse, con una sonrisa y un encogimiento de
hombros vagamente afeminado.
—¿Es una chica, entonces? —replicó Mathias, frunciendo el ceño. Belluse
alzó las cejas.
—Oh… ¿es un chico? —preguntó.
—No lo sé —Mathias entornó los ojos para observarle mejor. Tenía la
espalda pequeña y un lindo trasero. Bueno, los hombres también podían
tener un lindo trasero, se dijo. Belluse era un claro ejemplo. Y a Mathias le
gustaba tanto el trasero de Belluse. El cantante no tenía pechos. Ni siquiera
unos humildes médanos. Y se notaba que bajo la camiseta no había ningún
sostén.
—Es un chico —afirmó, atónito.
—Sí, ¿verdad? —susurró Belluse, que lucía igual de perplejo. Entonces lo
recordó: «¡Oye, Iván! ¿Cantará tu novia hoy?».
Sí, cantaría.
Every time I look into your eyes I see the system is ON
You've got me really horny
If you're ready daddy come tonight and make my body call you out
I wanna you to explode in me!
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Smooth & Gentle you're a Casanova
And I'm a pure princess waitin' anxiously for you, boy
Now we're freakin', we are dancin' nasty
D'ya feel my body tremblin'?
—Canta muy bien —dijo Mathias.
Le quitó el vaso de las manos a Belluse y dio un sorbo. El chico lo miró
con un puchero, y luego se inclinó hacia él y lo besó en la boca, saboreando
de su lengua el cóctel de frutas y alcohol.
—Es el novio del pianista —le dijo al oído, mientras Mathias le apartaba
el pelo para besarle el cuello—. El cantante.
—¿Sí?
—Ajá.
—¿Y será gay? Digo, ese chico parece una mujer. —Belluse cerró los
ojos cuando los labios de Mathias comenzaron a hacerle cosquillas en la
barbilla.
So get up & move your body
Shake up yourself it's party
Come on and hold me, make me shout and groan for you tonight
So get up & move your body
Shake up yourself it's party
I want you play naughty, I'm not a Lady
Stand up, you will find me out
Salieron del bar a la medianoche, tomados de la mano y algo mareados.
La Arkham Avenue ya estaba completamente iluminada, como un trozo de
cristal en el fondo del mar, atravesado por la luz de la luna. Los jóvenes ya
hacían cola para entrar a las discotecas y el cartel de letras de fuego de
Azathot ya hervía sobre su fachada.
—¿No lo clausuraron? —preguntó Mathias, tratando de enfocar bien la
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vista.
—Parece que no. ¿Estás bien?
—Un poco mareado. Hoy conducirás tú.
Belluse frunció el ceño. Recordaba que debía recordar algo. Pero no
recordaba qué. Las luces de la Arkham Avenue jugaban a las escondidas
entre sus pestañas y los faroles le hacían guiños y propuestas indecentes.
—Oh, no puedo, Matt —dijo de pronto—. Mañana a las nueve tengo una
reunión en Estigia. Parece que contratarán a… varios de nosotros.
Mathias se detuvo, en medio de la calle.
—Eso es bueno —susurró—. Felicitaciones. —Y se llevó la mano a la
frente, tal vez para intentar arrancarse los mareos.
—Gracias. Ay, Matt, vayamos a un hotel —exclamó Belluse. Mathias se
giró a mirarlo y ensanchó más la sonrisa. El chico soltó una risita nerviosa—
. Tienes poco aguante para el alcohol.
—¿A cuál vamos? —Mathias le tomó de la mano. Comenzaron a
caminar.
—Al que esté más cerca. Ahí está el Príncipe’s.
En el hotel les entregaron la tarjeta de una habitación ubicada en el
séptimo piso. Lo primero que vieron al entrar, fueron las luces de la ciudad
de Hades, que los saludaban desde las ventanas abiertas. La habitación era
elegante: no podía compararse con aquella de Neo Sodoma. A Mathias le
dio la impresión de que parecía sacada de una revista de decoración. La
cama estaba ubicada sobre una pequeña tarima, bajo un panel de luces
violetas. Una cortina piramidal de seda negra caía sobre ella, envolviéndola
por completo. El muro que estaba junto a la cama era como un juego de
dominó. Parecía una estantería repleta de repisas cuadradas, huecas. En
cada hueco brillaba una lamparita. Una superficie plástica las encerraba,
para que ninguna mano exacerbada cayera sobre alguna de ellas y la
arrancara de cuajo.
—Pedazo de habitación —susurró Belluse—. Ahora sabemos por qué vale
ochenta reinas, ¿No, Matt? —Se dio vuelta—. ¿Matt?
—¿Eh? —Mathias estaba muy entretenido intentado averiguar la
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identidad de los numerosos frascos y botellas que estaban en la máquina
expendedora—. Cielos… —Belluse se acercó.
El hombre observaba con expresión temerosa uno de los objetos
falomorfos que descansaban allí adentro, dentro de su envoltorio plástico
transparente. El chico ahogó una risa y se sentó en la cama para
descalzarse.
La pared que se ubicaba frente al lecho era un espejo. Divertido, Belluse
observó a su gemelo mientras se quitaba las medias y la camiseta. El piso
estaba fresco y un silbido sutil le indicó que el aire acondicionado se
encontraba justo encima de su cabeza. La bañera de hidromasaje estaba
expuesta, sin muros que la ocultaran de la habitación, sólo delimitada por
dos columnas cilíndricas de mármol.
—¿Qué…? —susurró, al ver el jacuzzi. Cosas como esa sólo había visto
en películas. La tina era completamente transparente y en su interior,
ocultando los mecanismos, flotaban pececitos y algas de fantasía—. ¡Ah! —
Se sobresaltó al sentir que algo le rozaba el hombro. Cuando alzó la cabeza,
vio que de un estante ubicado en lo alto caía en cascada una buganvilla de
flores blancas.
—¿Qué hay? —dijo Mathias, acercándose—. Vaya… nunca me metí en
uno de estos —agregó, observando la tina.
—Yo tampoco —afirmó el chico. Se miraron por unos instantes—. ¿Qué
estamos esperando?
Cuando acabaron de desnudarse, la bañera ya se había llenado. Mathias
fue el primero en meterse al agua. Cuando Belluse hubo entrado, lo rodeó
con el cuerpo y ambos se recostaron; Mathias sobre la superficie dura y el
chico sobre su pecho.
—¿Recuerdas el número de esta habitación?
—Ciento ochenta, ¿por? —Mathias juntó agua con las manos, formando
un cuenco, y fue derramándola sobre la cabeza de Belluse, mojándole el
cabello.
—Para regresar algún día —respondió el chico, alargando un brazo hasta
la caja de cristal donde estaban los sobres de champú—. Luego de haber
pasado por las otras ciento setenta y nueve.
Belluse rió y dejó que Mathias le lavara el pelo. Le costaba creer lo
afectuoso que había resultado ser ese hombre apagado y taciturno, lo bien
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que se complementaban, lo bien que se entendían.
—¿Y no sabes cuándo tendrás que irte? —le preguntó Mathias cuando él
le recordó que debía estar en Estigia temprano.
—Ni idea. Mañana tenemos la reunión.
—Hoy —corrigió Mathias, mostrándole el reloj. Eran casi las dos. Belluse
se puso de pie y se estrujó el cabello. Fue hasta la cama y sacó un toallón
de la bolsa de plástico que tenía el logo del hotel. También sacó una bata y,
como acostumbraba hacer, los sobres de champú y los pequeños jabones.
Los puso en el bolsillo de sus pantalones, bajo la reprobatoria mirada de
Mathias.
—Los pagamos —se defendió, firme en sus convicciones.
—Sí, claro. —Mathias se secó el cuerpo y se tendió desnudo en la
cama—. ¡Ay!
—¿Es un colchón de agua? —exclamó Belluse, emocionado.
Mathias limpió con la sábana los cristales empañados de sus anteojos y
alargó un brazo hacia la mesita de su izquierda. Tomó la caja llena de
bombones con licor y le dio uno a Belluse.
—Dame eso. —El chico le quitó el recipiente de las manos y lo vació en
su bolsillo. El hombre se agarró la cabeza, como temiendo que se le cayera
de los hombros.
—Eres terrible. Si te entrara en el bolsillo, te llevarías el jacuzzi.
—O la cama —dijo él, arrodillándose. Así, desnudo y de rodillas,
comenzó a saltar y Mathias sintió que se le subían los colores al rostro—. Se
mueve mucho. —Cruzó los brazos detrás de la cabeza, se relamió los labios
y se dedicó a observarlo hasta que cayó boca abajo, rendido y riendo—. ¡Es
genial!
Belluse desenvolvió un bombón y se lo llevó a la boca. Inclinándose
sobre él, dejó que las gotas de licor se derramaran sobre sus labios.
Mathias le tomó de la cintura y el chico se subió sobre él, rodeándolo con
las piernas. Luego se tumbó completamente y el chocolate se le cayó de
entre los dientes. Mathias lo recibió y chupó de su barbilla el licor que se iba
vertiendo, llegando hasta el cuello.
—¿De verdad no sabes cuándo tendrás que irte? —le preguntó al oído,
mordiéndole el lóbulo de la oreja, donde un agujero pequeñito delataba que
hacía tiempo había lucido un pendiente. Mathias suspiró. Había olvidado los
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pendientes en casa.
—No, Matt. Pero no será una misión larga ni peligrosa —afirmó Belluse,
soltándose apenas y mirándole a los ojos.
Él le devolvió la mirada, tal vez tratando de descubrir por fin el color de
sus ojos. Jamás había visto unos ojos tan de cerca, hasta poder contemplar
las chispas de luz que brillaban en sus pupilas. Cuando era niño pensaba
que las personas con ojos azules lo veían todo azul. Ahora, veinte años
después, Mathias a veces pensaba que era posible que fuese cierto. Belluse
había pasado por su hoja de vida una gran paleta de pintor y la había
salpicado con todos los colores del arco iris…
Como siempre, Belluse comenzó a practicarle sexo oral al mismo tiempo
que se masturbaba. Mathias dio rienda suelta a sus memorias, recordando
aquella Natascha desahuciada que le había tendido una mano para ayudarlo
a salir del pozo de su depresión. Cuando Belluse cerró los labios en torno al
glande, Mathias le pidió a Dios, invocando su nombre por primera vez
después de mucho tiempo, que por favor le enviara a Natascha alguien con
quien disfrutar del amor y del sexo tanto como él lo estaba haciendo en
esos momentos. Se mordió el labio. ¿Acababa de cometer un pecado? ¿Se
había burlado de Dios al suplicarle por la felicidad de Natascha?
Jadeando, recordó las palabras que le había dicho ese chico que estaba
allí en esa cama junto a él, una noche como esa, bajo el mismo cielo, bajo
la misma luna…
«¿Cómo sabes lo que piensa Dios, Matt? ¿Lo has visto? ¿Te ha
respondido tus plegarias? »
—Ah, espera —siseó. Se apoyó sobre los codos y se irguió.
El colchón de agua hizo que se tambaleara. Belluse abrió mucho sus
ojos de piedras preciosas y el hilillo de fluido que estaba en su labio se
balanceó por sus comisuras y llegó hasta el mentón. Mathias lo tomó por
debajo de las axilas, lo acercó hacia él y Belluse se derrumbó sobre su
cuerpo como una tormenta de verano. Gruñendo, mordiendo, besando,
rodaron por el colchón de agua. Los sexos se saludaron y se dieron las
buenas noches. La reciente humedad de sus entrepiernas se hizo una y
Mathias subió los brazos por esa espalda ancha, blanca y suave, acariciando
sus planicies, sumergiéndose en sus océanos y recorriendo sus islas. Lamió
una de las islas del pecho; un lunar, una manchita oscura que nunca antes
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había visto.
—Matt —gimió Belluse—. Oh, Matt. —El chico se levantó, apoyando las
manos en sus hombros, y salió de entre sus piernas para rodearle él mismo
con las suyas—. Quítate las gafas —apremió, alargando la mano. Pero él lo
detuvo, otra vez.
—¿Es… necesario? —preguntó, apenado.
—No. —Belluse se inclinó hacia él, para volver a besarlo.
En medio del recorrido, extendió un brazo y tomó uno de los condones
que estaban sobre la mesita. Mathias sintió un nudo en el estómago. ¿Para
quién sería? Belluse rasgó el empaque con cuidado y, ladeándose, tomó el
pene de Mathias con la mano izquierda y desenrolló el condón en todo su
largo. Sostuvo la punta, y cuando hubo acabado, lo soltó. Él tragó saliva y
se mordió los labios. ¿Qué debía hacer estando en esa postura, con Belluse
arriba suyo impidiéndole todo movimiento?
El chico le sonrió y volvió a inclinarse. Entonces Mathias se dio cuenta:
Belluse planeaba cabalgar sobre él. La idea hizo que el nudo del estómago
se apretara más. Mathias separó las piernas para que el chico pudiese
apoyarse sobre ellas. Sintió que se movía, que todo el cuerpo de Belluse
ondulaba sobre el suyo y que su pene ahogado frotaba la depresión de su
trasero con una ansiedad insoportable. Cuando abrió los ojos, sólo vio una
mancha de color celeste puro, y algo que parecían ser los pétalos abiertos
de una flor muy roja. ¿Qué había visto? ¿Por qué veía mal? Oh, las gafas.
Se las había quitado. O tal vez hubiesen salido volando, qué importaba. La
mancha celeste eran los ojos de Belluse, dos estalactitas brillantes y filosas
en medio de una caverna sofocante. La flor era su boca, y los pétalos
hambrientos eran los labios que se zambullían entre los suyos en busca de
todas aquellas palabras que todavía no se habían dicho. Belluse quería
bebérselas todas. Mezclarlas con su saliva y tragarlas. La mancha celeste se
hizo más grande. Belluse volvía a tener sus ojos abiertos y de su boca
fluctuaba un vapor todavía con sabor a licor. Ambos hombres se
contemplaron por unos instantes. Una gota de agua cayó desde uno de los
rizos de Belluse hasta la mejilla de Mathias. El hombre observó, como en
cámara lenta, los pétalos de esa flor carnívora separándose, húmedos,
tibios, deseables. El chico lamió la mejilla, lamió la gota, y Mathias cerró los
ojos y volvió a abrirlos de nuevo. Apoyó la frente sobre la suya, y las gotas
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de sudor de ambas se encontraron, se mezclaron y se hicieron el amor. Los
cabellos se dieron caricias furtivas.
Belluse llevó un brazo hacia atrás. Con la mano, tomó el pene erguido y
lo guió hasta su cuerpo. La cabeza de Mathias cayó sobre la almohada y el
chico fue ladeándose cada vez más hasta que las respiraciones se fundieron
y las lenguas volvieron a encontrarse para seguir hablándose en aquel
idioma divino.
Mathias se atrevió a dar un pequeño golpe de caderas, logrando que la
penetración llegara hasta el final y Belluse jadeó de satisfacción al sentirse
completamente lleno.
—¿Te gusta? —susurró el hombre, apoyando las manos en sus hombros.
Mathias tomó a Belluse de la cintura; acarició la espalda, las nalgas, las
piernas.
—Sí… — Belluse comenzó a moverse sobre él. Tal como se lo había
mostrado su imaginación, como en una película borrosa; todo su cuerpo se
había vuelto una criatura misteriosa, caliente y lasciva.
Sosteniéndolo sobre sus piernas, Mathias enviaba toda la fuerza a sus
caderas para embestirle y profundizar la penetración, el placer y los jadeos.
En un momento Belluse se irguió y comenzó a masturbarse, y Mathias
deseó que su cuello pudiese extenderse hacia allí, para poder recorrer ese
sexo con la lengua y excavar con él su garganta. El brazo izquierdo de
Belluse cayó cerca de su cuello, rendido.
—Esta cama se mueve mucho —gimió, sintiendo que el brazo le
temblaba.
—Creo que me estoy hundiendo —se lamentó Mathias, casi sin aire.
Sentía que si su implacable jinete seguía con aquel ejercicio espectacular,
acabaría sepultado entre las profundidades de aquellas sábanas.
—¡Mierda! —maldijo Belluse, bajándose de la cama. Apartó las cortinas
de un manotazo y se subió al sofá de un salto. Reclinándose sobre el
apoyabrazos y mirando hacia la pared, se arrodilló sobre los almohadones.
No era necesario que nadie le dijera a Mathias lo que debía hacer.
Obedeciendo a su instinto, y a toda esa pasión en bruto que había dormido
en su interior por más de veinte años, fue a su encuentro, lo tomó de la
cintura y lo penetró nuevamente. Belluse arqueó la espalda y bajó la
cabeza; jadeó y se sostuvo con más fuerza del apoyabrazos.
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A las cinco de la mañana, el cielo de Hades parecía la paleta de un
pintor indeciso. Una mancha anaranjada había ensuciado el horizonte y se
expandía ahora por los bordes de aquel marco azul grisáceo, que iba
aclarándose más a cada segundo. El sol se hizo presente luego de las cortas
horas nocturnas, para reclamar su trono y calentar las antenas parabólicas.
A esas horas, Hades todavía dormía. Y la Arkham Avenue era la región que
más profundamente lo hacía.
Christal roncaba acurrucado junto a King, con la cabeza apoyada sobre
su vientre obeso y la mano dentro de sus calzoncillos. A veces ejercía
presión con los dedos. En respuesta, el hombre fruncía el ceño en sueños.
Estaban en la casa de King, ubicada en un pequeño complejo de viviendas
cómodas y bien iluminadas. En la casa de al lado vivían un joven profesor
de ingeniería y su pareja, alumno suyo y estudiante de la Universidad
Técnica de Hades.
Misthic, el cantante de La luna empañada, dormía junto a su novio,
Iván, en un pequeño catre que estaba en uno de los camerinos del bar. Se
habían quedado dormidos allí mismo, cansados de cantar y tocar el piano.
Paul, el primo de Misthic, permanecía
insomne en el pequeño
apartamento alquilado. Pensaba en Noah, en llamar a sus padres para
preguntar si sabían algo de él.
En la habitación número ciento catorce de la torre de Estigia, una luz
permanecía encendida. Shawn McGregor se había comprado una nueva
revista porno y esa era la única hora en que podía ver mujeres desnudas a
gusto, sin que los chicos que dormían allí lo molestaran. Pero allí no había
ningún otro chico durmiendo. Nathan Kelly estaba en los subsuelos, sentado
sobre un viejo sofá apolillado que rechinaba odiosamente cada vez que
embestía en la golosa y pequeña boca de Julien Vandelpoen.
Galeward Norton solía levantarse temprano. A esas horas se estaba
duchando. Mientras lo hacía, recordaba con resentimiento las palabras que
le había dicho Belluse el día anterior, cuando se había burlado de la
inexperiencia de Mathias:
—Puedes reírte todo lo que quieras, pero tanto tú como yo sabemos que
me envidias. ¿Cuándo crecerás, Galeward? ¡Sigue follando con cualquiera
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mientras tengas el culo duro, que cuando lo tengas blando no lo querrán ni
los perros como merienda!
Gale le pegó un puñetazo a la pared de azulejos, furioso. En el fondo,
sabía que Belluse tenía razón. Pero era tan difícil encontrar hombres que
quisieran acostarse con el mismo chico todas las noches… Con un sollozo
clavado en la garganta, se enjuagó el cabello, preguntándose en qué rincón
del mundo podría estar ese hombre… si existía.
David Gauss no podía conciliar el sueño. Pensaba en todas las mujeres
que habían pasado por su vida, en su madre fallecida hacía tres años y en
aquel chico rubio y de anteojos que había dejado plantado hacía quince, la
noche de San Valentín. No recordaba mucho su rostro, pero sí el color de
sus ojos: azules, grandes, vistosos. Como los de Belluse. David se dio la
vuelta entre las sábanas… y siguió pensando en Belluse.
En Luxor, Natascha y Santiago dormían la borrachera. Ella tenía una
botella de vodka bajo el brazo y él, descansaba la cabeza sobre el
almohadón empapado.
—¡Este año encontraremos pareja! —habían prometido los dos, vaciando
de un sorbo todo el alcohol de sus vasos. Luego se habían reído, pero
ambos, cuando estuvieron a punto de dormirse, elevaron hacia el cielo o el
infierno una súplica o una maldición repleta de la angustia que siempre
acarrea la soledad.
Ese día Belluse llegó a Estigia apenas diez minutos antes de que
comenzara la reunión. Se habían quedado dormidos en el Príncipe’s.
Afortunadamente, una empleada los había despertado a las siete y media
de la mañana. Belluse se dio una ducha de tres minutos y corrió hasta el
ascensor. Afuera lo esperaba Mathias, que había salido antes para ir a
buscar el auto al mismo estacionamiento donde lo había dejado aquella
noche que habían pasado en Azathot.
—No has dormido aquí, Sabik —dijo Saradon el Soberbio, al cruzarse
con él en el pasillo.
—¿Qué? —balbuceó Belluse, deteniéndose de golpe.
—¡He dicho que traes los mismos trapos de ayer! ¡Ve a ponerte tu
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uniforme y preséntate ya mismo en el Salón VIP!
—¡Síseñor! —chilló él, corriendo pasillo arriba.
En la habitación estaban Gale, Shawn y Nathan. Belluse dio un respingo
al ver allí a Julien Vandelpoen.
—¿Ves? —Le explicaba Nathan, sosteniendo un libro—. En la pistola de
acción simple se necesita amartillar el percutor manualmente antes de cada
disparo.
En
la
pistola
de
de
doble
acción,
el
martillo
se
monta
automáticamente cuando aprietas el gatillo, ¿entiendes?
—¡Sí!
—Genial. Ven acá, dame un beso.
Belluse abrió el ropero y sacó su uniforme recién comprado.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —gritó Nathan, bajando el libro.
—Follando con mi novio, ¿algún problema?
Se quitó la camiseta y los jeans, y sin siquiera recogerlos del piso, se
puso la camisa, la chaqueta y los pantalones. A su respuesta le siguieron
unos instantes de leve silencio. Por el espejo del ropero, vio que sus amigos
intercambiaban miradas sorprendidas.
—¿Lo desvirgaste? —bromeó Shawn—. ¿Se dejó?
Belluse se dio la vuelta. Comenzó a abrocharse la chaqueta.
—Claro que se dejó. Lo pasamos genial —contestó, con retintín—.
¿Dónde están mis botas?
—Bajo la mesa.
—¿Y qué tal estuvo? —preguntó Nathan. Julien oía y observaba con
fascinación.
—Medio desastroso al principio. Fuimos a un hotel de la Arkham. El
colchón de agua se movía para todos lados —dijo.
—Tal vez no estuviese bien lleno —opinó Shawn.
Gale estaba recostado en su cama, mirando el techo y cantando una
canción en su mente para intentar que la perfecta vida amorosa de Belluse
no penetrara por sus oídos.
—No lo sé. Pero en esa cosa no se podía follar, te lo aseguro. Era de lo
más incómodo. Acabamos haciéndolo en el sofá… y ahí sí… Lo hice acabar
tres veces.
—¡Genial! —alabó Nathan. Alargó la palma de su mano para chocarla
contra la suya. Los chicos estallaron en risas y siguieron con sus asuntos.
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Gale, que no había reído, siguió cantando en su mente.
Los contratantes contemplaron con aprobación los gruesos músculos de
los cainitas elegidos, pero cuando llegaron a Belluse no pudieron evitar
fruncir el ceño. Uno de ellos alargó el brazo hacia él. Belluse, rápidamente y
sin apartar la mirada de la pared
que tenía enfrente, lo detuvo
interponiendo el suyo. El hombre hizo un gesto de conformidad. Saradon el
Soberbio curvó los labios en una disimulada y complacida sonrisa. David,
que estaba junto a él, también sonrió, pero con tristeza. La firma que
estaba garabateando en el contrato el gerente de los laboratorios Mégara
sentenciaba que no vería a Belluse por dos semanas.
—¿Dos semanas? —susurró Mathias, acongojado. Estaba en el vestuario
del gimnasio al que acudía para entrenar, con los pantalones por las
rodillas, descalzo y con la mirada perdida. Un joven entró, lo miró alzando
las cejas, y se rió. Mathias se apresuró a subirse los pantalones—. ¿No
dijiste que sería una misión corta?
Sí, Belluse lo había dicho, pero una misión de dos semanas no entraba
precisamente dentro del rango de misiones largas.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana por la tarde.
—¿Mañan…? —Mathias cayó sentado sobre el escabel.
La situación era la siguiente: los laboratorios Mégara habían tramitado la
seguridad con la sede cainita del país europeo del que importarían los
cargamentos de la droga. Una semana antes, la sede europea alegó que, ya
que
el
destino
final
del
cargamento
sería
Moados,
esa
misión
le
correspondía a la sede americana. En consecuencia, el asunto se había
tramitado lo más rápido posible con la carátula de «urgente». Se tomaría el
avión al día siguiente a las cinco de la tarde y no volvería sino hasta dentro
de quince días.
—¿Vendrás a casa esta noche? —le preguntó Mathias, suavemente.
Belluse suspiró. Debía preparar las maletas, las armas, pasar un par de
pruebas de rutina y verificar la mira telescópica de un rifle Heckler & Koch
NMK5… pero sí, iría. Llegaría algo tarde.
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—¿Quieres que te pase a buscar?
—No, está bien, Matt. Me tomaré el subterráneo.
—OK. Te espero.
Belluse tiró su celular sobre la cama y salió de la habitación rumbo hacia
a la armería. Al encontrar los elevadores ocupados, bajó por las escaleras.
La armería de Estigia estaba en el segundo piso y sólo se podía entrar allí
con una autorización firmado por el Supremo, David Gauss o el profesor de
tiro. Víctor estaba allí, vigilando la puerta.
—Está bien, pasa —exclamó, al ver que Belluse revolvía los bolsillos en
busca del permiso—. Saradon me ha dado la lista de nombres.
—Gracias.
La armería era un salón sin ventanas, de forma rectangular y de techo
bajo. En ella se amontonaban docenas de estanterías, donde estaban
colocadas las armas bajo un rótulo con su nombre comercial y nombre de
pila.
—¿Sabes dónde está todo? —le preguntó el hombre que estaba en el
mostrador.
—Sí, gracias —respondió Belluse.
Caminó ligero por el sitio de las pistolas hasta que leyó el nombre «Uzi».
Sin vacilar, abrió un cajón y tomó una Micro Uzi. En la estantería de
enfrente estaban los cuchillos de combate Storm, Scorpion y Muela.
Prudentemente
alejados,
se
encontraban
los
rifles
de
francotirador,
descansando sobre sus bípodes. En un rincón, relegados y olvidados,
dormían las armas de artes marciales: los legendarios nunchucks, los jians,
los terribles jiu jie bien, los bö.
Belluse se dirigió hasta el mostrador y le entregó la Micro Uzi al
encargado. El hombre la tomó, tecleó un par de veces en su ordenador y le
pegó en la empuñadura una diminuta bolita blanca. Con ese dispositivo
siempre sabrían su ubicación geográfica.
—Toma. Balas. ¿Vas a retirar las tuyas?
—Sí —respondió, entregándole su identificación. El encargado pasó la
tarjeta magnética por una ranura y la foto de Belluse apareció en la
pantalla.
—Belluse Darienne Sabik, verdugo, número ochocientos catorce. —Se
levantó, rodeó el mostrador y abrió una puerta lateral. Cuando salió, traía
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una pequeña caja con las armas que Belluse había comprado seis meses
atrás. Sus preciadas pistolas Épsilon y Amaterasu, el cuchillo Satiaván y el
látigo de perlas Fobos y Deimos—. Esto es tuyo… —le entregó sus armas—.
Y esto también. —Le pasó su tarjeta—. Que tengas suerte.
Belluse le pidió a Nathan que metiera en su bolso toda la ropa limpia
que encontrara. Mientras tanto, él se dio una ducha decente para aliviar la
tensión de los músculos luego de la prueba física de la tarde.
—¡Joder! ¿De verdad esto es un subfusil? —chilló Julien Vandelpoen,
sosteniendo la Micro Uzi.
—Deja eso, cariño —retó Nathan, quitándole la pistola de las manos.
—¡No pesa nada! —dijo el chico.
—No está cargada —aclaró Belluse, saliendo del baño con una toalla en
la cintura—. Gracias, Nate —agradeció, al ver su bolso listo sobre la cama—.
Ahora iré a ver a Matt.
Se puso la ropa interior, una camiseta blanca y unos pantalones cortos.
Nathan se encogió de hombros, meneó la cabeza y siguió besuqueándose
con Julien. Belluse se metió el celular y la billetera en el bolsillo, y salió de
la habitación como un bólido.
Caminó hasta la estación del subterráneo y compró un boleto de ida de
la línea Lakatos. El tren llegó a los tres minutos, repleto de trabajadores de
clase media vestidos con traje y estudiantes de jeans recién salidos de la
Universidad Técnica de Hades.
—¡Aprobé, Steve! —decía un muchacho rubio, sosteniendo el micrófono
del móvil. Belluse se acomodó entre el estudiante y una mujer madura, y
aguardó que el tren llegara hasta la estación Grindellac. Ya allí, caminaría
diez minutos hasta Columbus Street.
El tren de detuvo cinco minutos más tarde. Mucha gente bajó, pero
luego subió el doble. Cuando se desocupó un asiento, el estudiante rubio se
lo dio a la mujer madura. El estudiante bajó diez minutos después y la
mujer lo hizo luego de veinte. En la sexta estación subieron un anciano y
una chica con uniforme de enfermera. La chica se sentó, pero luego se
levantó de un salto para darle su asiento al anciano. El anciano hizo una
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inclinación con la cabeza y aceptó el asiento. Belluse miró el reloj. Eran las
nueve de la noche. Había pasado dos horas en el primer subsuelo, vaciando
dos pistolas seguidas mientras el profesor de tiro daba su aprobación. En la
enfermería le habían tomado la presión sanguínea y habían examinado sus
ojos, su boca y sus oídos. Todo estaba en orden.
El tren llegó a Grindellac a las nueve y treinta y dos minutos. Mientras
subía por la escalera mecánica, Belluse cerró los ojos y respiró la frescura
nocturna. Pasarían dos semanas antes de que volviera a hacerlo.
Con una pequeña sonrisa, sacó la billetera y puso una moneda de
cincuenta duques en la mano de un mendigo.
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FANARTS
Belluse y Mathias, por Sam (http://samtsukino.deviantart.com)
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Belluse, por Yulái
Belluse, por Kuroba Yon
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Luego de la muerte de su esposa, Alexandre vaga por las calles
de París en busca de algo que le otorgue un consuelo
momentáneo. Sumergido en una profunda depresión, se ha
olvidado de vivir y se ha hecho adicto a una extraña droga
llamada Poncio Pilatos. Una noche, Alexandre confunde el
camino y llega al bar ''La luna empañada''. Allí conoce a
Menfis, un hermoso cantante de apariencia andrógina que lo
embruja con su belleza y su voz.
El eBook y el libro impreso ya están a la venta en Eldalie
Publicaciones (http://shop.eldaliepb.com), Amazon y Read on
time. Compra el libro impreso en la Librería Cómplices y
Librería Antinous, de Barcelona.
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