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La historia de Rigo Martínez, el hijo menor de Manuel
Marulanda Vélez
La verdad es que él no desea conceder entrevistas a ninguno de los medios que le han
expresado su interés, prefiere contar su vida para que las FARC la divulguen.
Por Gabriel Ángel
Su infancia en el páramo
Del sur de Bogotá parte la vía que conduce a Usme. En adelante se asciende por entre un paisaje
repleto de tonos grises y verdes al páramo de Sumapaz. Por más lugares exóticos que haya podido
conocer cualquier persona, inevitablemente terminará impresionada ante la prodigiosa belleza de
la naturaleza que aparece ante sus ojos. De no ser por el tremendo frío que hace allí, fácilmente
se pensaría que no existe un paraje más atractivo para quedarse a vivir en él para siempre.
Arriba, en medio de las suaves colinas que conforman el páramo más encantador del mundo, en
una vereda conocida desde siempre como El Salitre, tuvo Rigo conciencia de su existencia al lado
de su madre, una india caucana cariñosa y violenta a la vez, y de sus hermanos mayores, Ester,
José, Mario, Enrique y Pablito, un grupo de chicos astutos y amantes de las travesuras, que solían
llevarlo con ellos cada vez que huían de los fuertes castigos aplicados por su madre.
Desde muy niño Rigo se sintió distinto a sus hermanos que corrían y saltaban con gran habilidad.
Sus piernas eran mucho más cortas, su cuerpo parecía más corpulento, al tiempo que sus brazos y
sus manos le parecían más pequeños y carnosos. Pero a su corta edad no reparaba demasiado en
esas cosas. En las escapadas con sus hermanos, siempre los varones pues Ester era mayor, más
obediente y juiciosa, Rigo conocía con curiosidad y disfrutaba el paradisíaco lugar donde crecía.
Solían regresar a casa uno o dos días después, cuando estaban seguros de que la furia de su madre
había menguado y ya en cambio se hallaría sufriendo por su ausencia.
Sus hermanos eran en realidad endiablados. No tenían problema para dormir a la intemperie,
conocían las bondades del frailejón para abrigarse entre la niebla y sabían colarse a las viviendas
vecinas para hurtar la cuajada y la panela a fin de alimentarse. También eran expertos en la pesca
de truchas, para apoderarse de las cuales se metían a las aguas cristalinas y heladas a fin de
atraparlas con sus manos entre las cuevas y nudos de rocas sumergidas. Con ellas se presentaban
a la casa de algún campesino si su decisión era dormir bajo techo. Y sabían disfrutar del manjar
que representaban las uvas silvestres, curubas y moras tan fáciles de recoger. Siempre los
acompañaban tres perros, amigos inseparables de aventuras, que los ayudaban a abrigarse
cuando llegaba la hora de pasar la noche entre frailejones a la orilla de cualquier laguna.
El mundo de su madre en los años ochenta del siglo pasado, que a su vez era por naturaleza el
suyo, estaba acompañado de dos palabras que quizás a muchos colombianos de otros lares les
parecerían extrañas y peligrosas, el Partido y la guerrilla. Casi todos los habitantes del gigantesco
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páramo militaban en el Partido Comunista y contaban en su haber con largas historias de
persecución y fuga. Al mismo tiempo, ayudaban y cuidaban a la guerrilla, unos grupos de hombres
y mujeres que aparecían con frecuencia por el sector y desaparecían luego de permanecer durante
varios días en alguna vivienda o campamento improvisado. Unos y otros eran gente muy buena,
especialmente cariñosos con su madre y con ellos cada vez que llegaban de visita.
Además, sus hermanos y él asimilaron como la cosa más normal del mundo, el ser hijos de Manuel
Marulanda Vélez, un jefe guerrillero de quien todos se expresaban con sumo respeto y veneración,
pero al que sólo llegaban a ver ocasionalmente. Entendían que su padre era un hombre muy
importante y ocupado, que enviaba de vez en cuando cartas, alguna ayuda y cargas de
abastecimientos para su subsistencia, pero ese hecho no los hacía sentir diferentes a los hijos de
los demás colonos que conformaban la dispersa población de la región.
Su madre dedicaba la mayor parte del tiempo a la enorme huerta que sembraba y cuidaba con sus
manos. Era tan ruda y tan buena trabajadora como cualquier campesino. Hacía producir a la tierra
papa negra y criolla, cebolla, cubios, zanahoria, remolacha, cilantro, lechuga y repollos. Y además
criaba gallinas, marranos y adelantaba algunos ovejos y vacas. Con eso tenía cómo sostener su
creciente familia. Pero además el padre siempre le ayudaba con sus envíos, y recibía la solidaridad
de las comisiones de guerrilla que pasaban y de colonos que les mostraban de ese modo su cariño.
Para Rigo no constituía novedad el arribo a casa de comisiones guerrilleras. El sitio se llamaba Casa
Roja y en su mente permanece vivo el recuerdo de aquel hogar de infancia como una especie de
posada o lugar de paso obligado para muchos. Por aquellos años, las FARC habían instalado su
campamento central en un lugar llamado La Caucha, y luego en otro que bautizaron Casa Verde o
el pueblito, siempre en inmediaciones del río Duda. Desde niño escuchó hablar de la existencia de
conversaciones de paz con el gobierno. Y de reuniones que con ese propósito se llevaban a cabo
en uno y otro lugar de las inmediaciones.
Por lo mismo aprendió que el ganado vacuno y las ovejas que cuidaba su madre pertenecían en
realidad a la guerrilla, que se presentaba de vez en cuando a sacrificar alguno de esos animales
para su propio abastecimiento, o para ofrecer como alimento en una de las tantas reuniones que
tenían lugar por aquel sector. Los guerrilleros preferían para acamparse una finca, con una
vivienda enorme que llamaban Casa Grande, a la que le habían instalado luz eléctrica mediante
una planta Pelton, ubicada en el fondo de una cañada. Se hallaba situada a una hora aproximada
de la habitada por la familia de Rigo y por tanto los visitaban de seguido.
Sólo muchos años después comprendería Rigo que había sido criado en la cuna de las FARC y lo
que aquello significó en realidad para su vida y la de su familia. Su padre nunca llegó a casa, pero
en dos o tres ocasiones se acampó en Casa Grande u otro sitio cercano. Entonces su madre los
enviaba a ellos para que pasaran con él los días que estaba por allí. Les encantaba aquello, pero
más que por la convivencia con su padre, quien siempre estaba muy ocupado, porque eran
ubicados en medio del campamento con los demás guerrilleros, los cuales los entretenían y
divertían de diversos modos, brindándoles siempre gran afecto y solidaridad.
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Su más asiduo visitante era el camarada Joselo Lozada, un hombre de cabeza cana y sombrero,
que portaba siempre una carabina, unos binoculares y lucía fornituras de carpolón verde. Solía
hablar mucho con su madre. Tenía fama de haber sido un gran guerrero, había estado en
Marquetalia con Marulanda, con quien siempre se llamó compadre, y tenía además renombre de
gran bebedor. Asimismo Rigo recuerda a Alfonso Cano, quien pasaba a visitarlos de vez en cuando,
generalmente montado en un gran caballo y en compañía de una bonita muchacha que se llamaba
Patricia y era su compañera.
Pese a no estar tan lejos de la capital del país, a la que pertenece la mayoría del páramo, su vida
en el campo transcurría como si estuvieran a cientos o miles de kilómetros de ella. Para ellos no
existían la luz eléctrica, los electrodomésticos o el acueducto. Rigo ni siquiera sabía que existían
los teléfonos o la televisión. Los automóviles eran cuestión de fantasía, en su mundo todo se
movía a pie o a lo sumo en el lomo de bestias. Por una conversación reciente con Romaña, un jefe
guerrillero de nueva generación, se enteró de que hoy hay una vía y llegan carros a esos sitios.
Durante su infancia, siempre se alumbraron con velas, las lámparas de gasolina eran un lujo.
Los niños fueron matriculados en una Escuela que Rigo recuerda como de La Cuncia, pero era
difícil asistir a ella, y el estudio no era algo que los inspirara realmente. Allí cursó Rigo el año
primero de la escuela. Sus hermanos un poco más. La única que llegó a culminar los cinco años de
la educación primaria fue Ester, su hermana mayor. De quien sólo tiempo después supo Rigo que
no era hija de Marulanda, sino de algún compañero que su madre conoció antes de empezar su
convivencia con él. Pero era su hermana, de eso nunca le cupo duda.
Por lo que Rigo pudo enterarse con el tiempo, preguntando a su madre, por allá en los años
setenta ella hacía parte, junto a cuatro mujeres más, las únicas guerrilleras por entonces, de la
columna de las FARC que dirigía directamente Manuel Marulanda. Éste había tenido antes otra
mujer, una civil, con quien trajo al mundo seis hijos, dos mujeres entre ellos. La vida de ella debió
ser muy difícil, visitándolo ocasionalmente en algún campamento o quizás recibiendo la visita
furtiva de él, y haciéndose cargo de los hijos que llegaban, siempre cuidando de la clandestinidad
de su relación con un hombre tan perseguido.
Por ello Marulanda decidió formalizar su unión con la guerrillera que sería después madre de Rigo.
Ella se convirtió en su compañera permanente durante un buen tiempo, hasta cuando comenzó a
concebir y traer hijos al mundo, realidad que la obligó a salir de filas para atender a su crianza. El
jefe guerrillero asumió el compromiso de apoyarla económica y moralmente. Pero como era de
esperarse, con el paso de los años consiguió otra compañera, Sandra, con quien nunca tuvo hijos y
quien habría de acompañarlo durante casi medio siglo hasta su muerte.
La madre de Rigo terminó por organizar su vida también con otro hombre, a quien le dio dos hijos,
los dos hermanos menores de Rigo. Se trataba del arriero personal de Marulanda, el encargado de
llevarles los correos y remesas de alimentos. El jefe guerrillero no le quitó por ello el apoyo a su
antigua compañera, se sentía responsable por ella y por sus hijos. En sus recuerdos Rigo reconoce
desde muy niño a Sandra, quien ya como compañera de su padre los visitaba en casa.
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La dispersión de su familia y su vida errante
El primero en salir de casa fue su hermano José, quien siendo ya ligeramente hombrecito fue
recogido por su padre y se hizo guerrillero. Aquello no resultaba de escándalo para ninguno, de
alguna forma se presentaba como un destino natural para todos ellos. No volvieron a verlo sino
hasta muchos años después. Pero Rigo, que había nacido en el año 1982, todavía no cumplía los
ocho años cuando vivió la más imprevisible alteración de su vida. Y todo por una carta que recibió
su madre de parte de su padre, Manuel Marulanda Vélez.
Las FARC habían firmado con el gobierno de Belisario Betancur los Acuerdos de La Uribe, y a partir
de ahí desplegado una intensa actividad política y de crecimiento. Vinieron los tiempos del cese al
fuego y la tregua, pero desafortunadamente aquel camino a la paz terminó por truncarse. En el
entretanto había surgido la Unión Patriótica, movimiento saludado con alborozo por la gente del
páramo, pero que luego comenzó a sufrir un doloroso y creciente exterminio. La guerra se
recrudeció en buena parte del país, y la amenaza constante de una operación militar contra los
campamentos centrales de las FARC se tornó cuestión de rutina.
La carta que un día recibió la madre de Rigo de parte de Marulanda, exponía una situación
dramática. El Secretariado, o dirección nacional de las FARC, tenía conocimiento de la próxima
realización de una embestida militar de grandes proporciones contra sus campamentos centrales y
toda la región circundante, incluido desde luego el páramo de Sumapaz. En esas condiciones la
familia de Manuel Marulanda Vélez corría un riesgo evidente. Era necesario que se mudaran de
allí. Pero eran demasiados los hijos para correr con ellos a una u otra parte.
La propuesta de su padre, como siempre, fue bien concreta. Con excepción de Rigo, demasiado
pequeño y con alguna limitación física, todos sus otros hijos debían ser enviados con él.
Personalmente se haría cargo de ellos, no para dejarlos en algún otro lugar, sino para que
anduvieran con él y la guerrilla que lo acompañaba. En ningún otro sitio estarían más seguros. En
cuanto a Rigo, le proponía elegir entre dos alternativas.
La primera era quedarse con su madre, su padrastro, Ester y sus dos hermanos menores, e iniciar
con ellos el desplazamiento a otra zona. Era seguro que iban a sufrir y pasar muchas necesidades.
La otra era estudiar, para lo cual podría permanecer en la zona, en condición de protegido por otra
familia. Balín y la Mona, una pareja de guerrilleros muy antiguos, se encontraban reubicados en
condición de civiles en una vivienda de las cercanías. Gozaban de la plena estimación y confianza
de Marulanda. Ellos se harían cargo con todo gusto de él. Y cuidarían que estudiara y no le faltara
nada. Su hermana Ester lo convenció de inclinarse por esta opción.
La cuestión así planteada sonaba fácil. Pero sólo después, con los años, pudo tomar Rigo
conciencia de su tremendo significado. En realidad se trató del vuelco más radical y trascendente
de su vida. Pasaría una década para que pudiera volver a verse con sus hermanos, y por lo menos
catorce años para volver a abrazar a su madre. La ruptura con el mundo fascinante de su infancia
resultó total y ya nunca volvería a ver el páramo de sus alegrías y aventuras infantiles.
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Balín y la Mona eran demasiado conocidos en el área como antiguos combatientes y personas de
toda la confianza de Manuel Marulanda. La llegada de una operación militar a una zona tiene el
primer efecto de romper la armonía reinante en la comunidad. Los servicios de inteligencia
trabajan todos los medios posibles para dividir y enfrentar a los hasta entonces buenos vecinos.
Matan, amenazan, corrompen, azuzan enemistades, echan a correr los más sucios rumores contra
uno y otro. La confianza entre los conocidos comienza a tambalear, nadie sabe en realidad a quién
creer, aparecen rencillas, inconformidades, venganzas y delaciones. El Partido sigue siendo factor
de unión y resistencia, y por eso sus principales dirigentes y cuadros comienzan a ser objeto de
todo tipo de hostilidades. Deben huir, pasar a la clandestinidad o desaparecerse.
Por eso Balín y la Mona tuvieron que trasladarse al municipio de Cabrera. Llevaban consigo a Rigo
y a una niña, también hija de una pareja de guerrilleros. La chica se llamaba Milena, era algo
mayor que Rigo y desde ese momento pasó a convertirse en su nueva hermana. En adelante todos
se cambiaron sus nombres. Por fortuna el Partido tenía amigos en todas partes, y con apoyo suyo
consiguieron documentos con una nueva identidad. Rigo y Milena fueron registrados de nuevo,
esta vez en Tunjuelito, como hijos de Balín y la Mona, a quién podía importarle el nombre o el
apellido que le pusieran, lo importante es difuminarse inadvertidamente entre la gente.
Por si aún no la tenía acendrada, desde entonces tuvo Rigo conciencia de la enorme hermandad
que significaba pertenecer al Partido Comunista. En adelante su vida y la de su nueva familia se
tornaron en una constante migración de un sitio a otro. Siempre había una familia de comunistas
que los acogía en su seno por un tiempo, hasta cuando la necesidad les indicaba marcharse a la
casa de otros camaradas que les daban apoyo. De Cabrera pasaron a Viotá, a disimular su
condición en una finca cafetera.
De su estancia aproximada a los seis meses allá, recuerda Rigo dos cosas. Una, que una señora que
pasó por el rancho humilde que habitaban en medio de un cafetal, quedó impresionada con el
aspecto de él y Milena, y corrió a advertirle a la Mona que tenía que ponerle cuidado a los niños
porque estaban afectados de hepatitis. Su piel tenía un tono amarillento y en sus ojos resultaba
evidente la ictericia. Ella le recomendó a la Mona una dieta de cilantrón, cuajada y miel de abejas,
caldos bajos de grasa y comidas muy bajas en sal. Unos días después, en una casa vecina a la que
fue enviado en busca de cuajada, Rigo vio por primera vez en su vida la televisión. No olvidaría la
impresión que le causó El lobo del aire, una serie de aventuras sobre un helicóptero de guerra.
Después se fueron a vivir a Fusagasugá, en pleno centro, en un barrio que llamaba Los Comuneros.
Allí permanecieron unos siete meses, durante los cuales Rigo y su hermana estuvieron asistiendo a
clases en un colegio que tenía todo el aspecto de un jardín infantil. De ahí se mudaron para
Bogotá, al barrio Santa Librada, a la casa de otro compañero de Partido. La vida les mejoraba y
Rigo y su hermana fueron matriculados en un colegio, él en segundo grado y ella en tercero. Sin
embargo el infortunio volvió a ensañarse contra ellos. Una mañana, cuando Rigo y Milena volvían
del colegio, se encontraron con el espectáculo de la casa repleta de soldados que lo revolcaban
todo, al tiempo que Balín y la Mona eran subidos atados a un vehículo militar.
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Setenta y dos horas después nadie daba noticia de su paradero. Aquello generó la solidaridad de
sus camaradas de Partido que denunciaron su desaparición por todos los medios a su alcance. El
escándalo produjo efecto, pues el Ejército procedió a publicar la noticia sobre la detención de dos
importantes jefes guerrilleros al sur de Bogotá, y a ponerlos a disposición de fiscales y jueces.
Golpeados y maltratados, Balín y la Mona fueron trasladados por fin a la cárcel. Los informes del
Ejército daban cuenta de su largo y peligroso historial en las FARC, algo que pocos podían creer al
mirar la inofensiva apariencia de la enfermiza pareja de adultos de la tercera edad.
Rigo recuerda haber sido llevado de visita a la cárcel Modelo, en donde se vio con su padre
adoptivo unas horas, y a la cárcel de mujeres del Buen Pastor, donde pudo recibir el abrazo de la
Mona. La detención de sus padres de todos modos resultaba preocupante, pues había el riesgo de
que el Ejército se enterara de quiénes eran hijos en realidad. Por ello fueron inscritos en un
internado, en donde los niños podían permanecer fuera de la vista de cualquier fisgón.
Allí terminaron el año lectivo. Balín y la Mona recuperaron su libertad varios meses después. No
alcanzaron a completar un año en prisión, porque los militares no pudieron acreditar pruebas
sobre los cargos que les señalaron. Entonces la familia se mudó al barrio Lucero Bajo, donde los
niños fueron inscritos para continuar sus estudios. Los dos eran precoces y muy inteligentes, por lo
que en un solo año Rigo aprobó el tercer y el cuarto grado, mientras su hermana logró sacar
adelante el cuarto y quinto.
Balín y la Mona habían sido guerrilleros desde muy jóvenes y aunque ahora no eran más que una
pareja de ancianos jubilados, no podían desprenderse del afán de ayudar de algún modo a la
causa. Por eso alojaban en su vivienda de vez en cuando a algún guerrillero en tránsito por
cualquier misión, o a algún enfermo que salía a tratamiento médico. De entonces cree recordar
Rigo a Yuri, por esa época un muchachito, al que años después reconocería como tropa de Manuel
Marulanda y quien ahora hace parte de la delegación de paz en La Habana.
Sea porque los vigilaban desde su liberación o porque algún tipo de seguimiento los condujo hasta
ellos, un buen día comenzaron a presentarse por la casa unos sujetos que se identificaron como
miembros del B2, el servicio de inteligencia militar. Hacían preguntas, acosaban, hostigaban de
distintas maneras, aunque no procedían a allanar la casa o detenerlos. Por tal razón, con la ayuda
de camaradas del Partido, Balín y la Mona optaron por escabullirse una madrugada en compañía
de los niños. Su nueva residencia estuvo en el barrio Alfonso López, más al sur de la ciudad.
Aquella decisión resultó por fin acertada. Durante los siguientes cinco años pudieron vivir en
completa tranquilidad, sin que nadie llegara a molestarlos. Balín y la Mona lograron hacerse a una
casita propia, lo cual puso fin al pago insufrible de arriendos. Abrieron en ella un negocio, una
tienda de víveres que les garantizó una renta con la cual subsistir. Rigo y su hermana siguieron
estudiando y comenzaron a cursar los años de secundaria.
Sus padres adoptivos cuidaron de no romper los vínculos con las FARC. Tomaban muchas más
precauciones que antes, pero eso no les impedía seguir haciendo eventualmente cualquier favor al
movimiento. Con frecuencia llegaba gente del Partido a visitarlos y de algún modo se mantenía el
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contacto con la guerrilla. Un día de mediados de los noventa, la Mona regresó de un viaje que
realizó a un campamento guerrillero. Traía la primera carta que le enviaban su padre y hermanos a
Rigo, tras más de seis años de haberse separado. En ella le contaban de Pablito y sus travesuras. Él
no andaba con ellos que permanecían al lado de su padre, sino que se encontraba bajo la
responsabilidad El Mono. Allí se había hecho diestro en el manejo de motocicleta.
Sin que Rigo llegara a ser de mala condición, era un muchacho bastante inquieto. Su condición de
enano lo hacía singular de entrada en un mundo de barrio humilde en el que había muchos
muchachos de su edad. Hizo muchos amigos que lo convidaban a jugar fútbol, a sus primeras
fiestas y tragos, a permanecer muchas horas con ellos en la calle, a presentarse en casa muy
avanzada la noche. Al tiempo aprobó el sexto, el séptimo y el octavo grado. Siempre tuvo
dificultades con el inglés, pero su rendimiento en las demás materias le ayudaba a que sus
maestros le tuvieran alguna consideración y lo pasaran, para que no perdiera el año.
La juventud en los barrios pobres del sur de Bogotá es atraída por los más diversos fenómenos.
Muchos muchachos adquieren el vicio de la droga, otros se mezclan en pandillas y comienzan a
recorrer los caminos de la delincuencia. Balín y la Mona se preocupaban por Rigo, por sus
andanzas callejeras y las amistades que iba haciendo. Temían que el muchacho fuera a tomar un
rumbo negativo y así llegaron a comunicárselo de algún modo a su padre. Sus advertencias le
resultaban exageradas a Rigo, quien confiaba en no tomar nunca un mal camino.
Su vida como guerrillero
Para entonces sobrevino la elección de Andrés Pastrana a la Presidencia de la República y se tuvo
noticia del comienzo de las conversaciones de paz con las FARC en el Caguán. El gobierno nacional
había estado de acuerdo con la desmilitarización de cinco municipios, en donde no habría
confrontación y podrían permanecer los mandos guerrilleros. Se les llamó la zona de despeje. Un
día Balín le dijo a Rigo que estaba seguro de que pronto iba a volver a tener noticias de su padre y
hermanos, y que incluso creía podrían volverse a reencontrar.
Una mañana recibieron un correo de Manuel Marulanda en el que le pedía a Rigo prepararse para
viajar a la zona de despeje una vez llegaran sus vacaciones de fin de año. Rigo no había pensado
antes de ese modo, pero al recibir la noticia algo le dijo que después de aquel viaje no regresaría
más a casa. Allá estaban su padre y sus hermanos, lo más probable era que terminara quedándose
con ellos. Cursaba el noveno grado y había aprendido muchas cosas en su vida citadina.
Los hechos sucedieron tal y como él esperaba. Su padre decidió que lo mejor para él era quedarse
a su lado, y era natural que tuviera su propio punto de vista. Había sido guerrillero desde los
tiempos del 9 de abril, después colono en Marquetalia y de nuevo guerrillero tras la operación
militar del año 64. Después de treinta y cinco años de rebeldía se reunía con el Presidente para
hablar sobre el futuro del país y la paz. Las FARC, aunque una obra colectiva, eran de algún modo
su obra, creía en ellas, en su capacidad para forjar mujeres y hombres nuevos. Sus hijos, al igual
que los y las demás combatientes, podían formarse en filas como grandes seres humanos.
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Para Rigo no representaba ningún trauma quedarse a ser guerrillero. Había crecido entre ellos,
todo en su vida había girado de uno u otro modo alrededor de las FARC, así que tomó las cosas del
modo más natural. Se había reencontrado por fin con su papá y sus hermanos, en adelante viviría
con ellos. Para todos era motivo de gran satisfacción volver a estar juntos. La única diferencia
consistía en que se hallaban en las filas guerrilleras, en las que todo lo gobernaban unas normas,
unos estatutos, reglamentos y régimen de comando.
Ya no serían como antes unos muchachos traviesos e indisciplinados. Pertenecían a un Ejército y
debían someterse a su disciplina sin el menor privilegio. Su padre era el comandante general, sí,
pero eso no implicaba para ellos un trato especial. Debían cumplir con horarios estrictos, formar,
estudiar, trabajar, marchar, dormir, pagar guardia y hasta comer lo mismo que los demás
guerrilleros. Su dotación de ropa, armas y demás era exactamente igual a la de los otros.
Incluso la relación con su padre no era la tradicional de afecto y convivencia, sino la misma de
cualquier tropa con su comandante general. En ese campo Marulanda tuvo para con Rigo una
concesión especial, lo autorizó a tomar sus tres comidas diarias y sus refrigerios al lado suyo, en su
casino personal. Con los días, aquella preferencia comenzó a molestar a Rigo, lo obligaba a
establecer cierta distancia con sus hermanos y compañeros. Así que un buen día optó por
insubordinarse y manifestarle a Sandra, la misma compañera de su padre que había conocido en El
Salitre, que en adelante tomaría sus comidas en el casino general, con los demás guerrilleros. Su
padre no hizo nada por cambiar su decisión. Si era lo que él quería, estaba bien.
De sus hermanos, José, Mario y Enrique hacían parte de la unidad de guardia de su padre. Sólo
Pablito permanecía al lado de El Mono. La única diferencia que tenían con el resto de la tropa era
que cuando Marulanda optaba por movilizarse en carro, prefería que quienes condujeran los
autos de su caravana fueran sus hijos. Por cierto que al poco tiempo el mayor de ellos, José,
decidió pedir el licenciamiento de filas, es decir la salida de la guerrilla. Argumentó estar cansado
de ese destino, no quería ser más guerrillero y prefería volver a la vida civil para organizar su vida
de otra manera. Después de un tiempo le fue aprobada su solicitud, así que un buen día, con
alguna ayuda económica en el bolsillo, se marchó para siempre de filas.
La zona de despeje tenía como característica que en ella no se libraba ningún tipo de
enfrentamiento con el Ejército, que por orden presidencial debía permanecer acantonado a cierta
distancia. Las unidades de los principales jefes ubicados dentro de ella, se dedicaban a labores
distintas a la guerra, y ese era el caso de la unidad de Marulanda. Su misión principal era la
seguridad del jefe, pero al lado de ella cumplía con otros trabajos propios de la vida guerrillera.
Rigo inició su militancia como integrante de ella y por tanto esa fue su experiencia.
Nunca hizo el curso básico de guerrillero, pero entre las actividades propias de la unidad a la que
pertenecía, fue escogido una y otra vez para hacer algunos cursos de formación. Asistió por
ejemplo a una escuela de economía política que dictó el camarada Diego Suárez. Y a otra de
manejo de computadores y programas. También fue incluido en un curso de manejo de armas. Al
terminar éste vinieron las prácticas de polígono que realizó conjuntamente con la compañía de
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francotiradores. Allí se destacó entre los diez mejores tiradores, algo que sorprendió a más de
uno, puesto que alguien que nunca había disparado un arma pegó mejor que muchos otros.
Los documentos que integran la línea de las FARC-EP los fue estudiando con el colectivo en las
horas culturales y otros espacios designados para ello. Su grado de escolaridad le permitía leer
perfectamente, por lo que varios mandos e instructores lo ponían a leer en voz alta los distintos
materiales de estudio que luego ellos se encargaban de explicar.
Aparte del estudio, su unidad era frecuentemente asignada a la realización de trabajos materiales.
Rigo asistió repetidamente a las labores de siembra y cuido de caña de azúcar, plátano y yuca que
la guerrilla realizaba para ayudarse en sus aprovisionamientos. Y también participó en la
construcción de viviendas, particularmente otra Casa Roja, que fue después campamento de
Marulanda y sitio escogido para diversas reuniones con delegados del gobierno.
En líneas generales esas fueron sus actividades hasta que sobrevino la ruptura de los diálogos con
el gobierno y el fin de la zona de despeje. Habían sido tres años de conversaciones frustradas de
paz y al mismo tiempo de formación guerrillera para Rigo. Lo que se vino en adelante fue la
guerra. Claro, la unidad de Manuel Marulanda, el máximo jefe de las FARC, no entraba
directamente a la confrontación con el enemigo, sino que se movía dentro de la más absoluta
clandestinidad en medio de las operaciones militares, cumpliendo la función de prestar total
seguridad al jefe máximo en su labor de dirección y mando.
Las áreas escogidas por Marulanda siempre contaban con excelentes condiciones de seguridad.
Por eso podría afirmarse que al menos durante los dos primeros años de reiniciada la
confrontación, las cosas nunca la parecieron tan difíciles a Rigo. Había posibilidades para
desplazarse por el agua, en motores, e incluso por carreteras, en vehículos, lo cual los libraba de
cargarse el equipo a la espalda en caso de marchas.
Hacia el 2003 Rigo fue enviado a la unidad de El Mono con el fin de complementar su formación.
Allí conoció a Alexandra, la holandesa, quien no tenía mucho de ingresada, y a Rocío, una
guerrillera del Frente Antonio Nariño, que hablaban perfectamente el inglés y estaban
preparando un curso de este idioma para los guerrilleros. Fue incluido dentro de los alumnos.
Puede decir que aprendió nociones básicas, sobre todo a entender el lenguaje militar de los
pilotos de la aviación, pero de ahí a hablar perfectamente ese idioma, como afirmó algún desertor,
hay un abismo total. Desde el colegio fue muy rudo para esa lengua.
También tuvo un curso de manejo de equipos de monitoreo, y le fue bien. Se convirtió en un buen
escaneador de las comunicaciones enemigas y pasó a hacer parte de un equipo de cinco
guerrilleros que El Mono dedicó especialmente a esa labor de inteligencia. Además tuvo allí una
oportunidad inesperada. El Mono, siempre tan diligente y humano, había logrado localizar y
entablar contacto con la madre de Rigo, a la que trajo hasta la selva a fin de que pudiera
reencontrarse con sus hijos. La emocionante reunión familiar duró seis días.
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La historia que le contó su madre fue dolorosa. Algún tiempo después de su separación, había
viajado a El Casanare, un territorio donde estaba segura no había nadie que la conociera y la
pusiera en peligro. Habían conseguido con su compañero ponerse a trabajar como mayordomos a
cargo de una hacienda ganadera. Si alguna vez volvió a ver guerrilla, fue a unos guerrilleros del ELN
que pasaron a buena distancia de la finca. Ni siquiera oyó hablar de las FARC en donde estuvo. En
cambio a los que sí conoció y le helaron la sangre muchas veces fue a los paramilitares.
Aquel era territorio de sus atroces operaciones y en el cual se movían con total libertad. Llegaban
con mucha frecuencia a la hacienda y había que atenderlos del mejor modo posible. Pedían reses,
las sacrificaban y luego las asaban y consumían. Aquello era de miedo. Cuando las cosas se
pusieron más difíciles decidieron regresar a zonas guerrilleras, en donde lograron contactarse de
nuevo con las FARC. Éstas terminaron por ubicarlos en el área general de río Lozada, en donde fue
a instalarse su hijo José tras su salida de la guerrilla.
Sucede que José se había organizado con una muchacha que le resulto sumamente casquivana y
problemática. Reñían y tenían serios problemas domésticos, que ella solucionaba marchándose
con el primero que le proponía, y regresando a su lado cuando le fracasaban las cosas. El pobre
José le perdonaba todo, pero ella no se corregía. Al coincidir en el área donde fue a instalarse, la
muchacha conoció a su suegra, la madre de José y de Rigo, y supo cuál era su historia.
A la siguiente riña con José se escapó con un soldado profesional y terminó por contarle todo lo
que sabía sobre su anterior marido, su suegra y su familia. Éste los denunció al Ejército y se les
vino encima otra persecución que los obligó a huir y pasar toda clase de trabajos. Su madre,
furiosa, había expresado una vez en una carta desesperada a la guerrilla, que había estado más
tranquila cuando estuvo en el área de los paramilitares que ahora que había vuelto a su lado.
Después se vino encima el Plan Patriota y la dureza real de la vida guerrillera en medio de la larga
confrontación. Se acabaron los desplazamientos en carro y en motor, hubo que moverse
caminando todo el tiempo entre la selva. Rigo se hallaba con El Mono en su campamento de El
Cansado, en las selvas del Yarí, el día que la tropa llegó para asaltarlo. Por fortuna, unos
exploradores guerrilleros habían descubierto la presencia del Ejército y dado el aviso, lo cual
permitió a la guerrilla preparar el combate. Rigo salió de allí entre los primeros en un carro.
Unos días después se enteró que el campamento de Manuel Marulanda había sido molido a
bombas por la aviación en las inmediaciones del río Yarí. Una comisión llegó de noche a éste,
aguas arriba por uno de sus afluentes, alumbrando su ruta con una lámpara, sin percatarse de que
una avioneta exploradora enemiga volaba a gran altura observándolo. El Ejército ubicó así un
campamento y dispuso su bombardeo, sin conocer siquiera quién se encontraba allí. Marulanda y
los suyos lograron escabullirse gracias al olfato del viejo en cuanto oyó de lejos los aviones.
Rigo estuvo en adelante en la unidad de su padre hasta cuando este murió en marzo del 2008. En
ella, y siempre con el viejo, vivió distintos episodios de la violenta guerra contra las FARC desatada
por el gobierno colombiano que duplicó sus fuerzas armadas, incrementó en altísimo grado su
capacidad aérea, obtuvo la ayuda tecnológica y asesoría militar permanente de los Estados Unidos
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y recibió miles de millones de dólares de ellos. En ella fue testigo de la extraordinaria capacidad de
su padre para situarse en el ojo del huracán, justo en medio de las grandes ofensivas, sin que el
enemigo pudiera siquiera ponerlo en riesgo una sola vez.
Se movió por las selvas de los ríos Yarí, Caguán, Guayabero, Leiva, Pato y Papamene en períodos
alternos de largas marchas y quietud absoluta. Admiró de su padre la prodigiosa habilidad que
tenía para desaparecérsele al enemigo y borrar absolutamente cualquier rastro que pudiera
conducir hasta él. Salvo aquel bombardeo en el Yarí, producido por la indisciplina de una comisión,
Marulanda jamás fue blanco de ningún ataque, asalto o incursión terrestre o aérea del enemigo. Y
ello no significó nunca que el viejo se saliera de la zona de guerra.
Sabía que estaba enfermo, que había estado delicado de salud en los últimos días e incluso más de
una vez se le había atravesado el pensamiento de que dada su edad era probable que un día
cualquiera llegase a morir. Pero aquella tarde del 26 de marzo en que lo vio subir lentamente del
caño en compañía de Sandra y dirigirse a sus aposentos en el campamento, jamás imaginó que se
le había llegado el día. Recuerda aún el doloroso grito de lamento de Sandra, que lo movió a él y a
los demás a correr hacia allá atraídos por la curiosidad. Y el rostro angustiado de ella cuando les
dijo que el viejo nos había dejado solos. Caminó hasta donde estaba tendido el cuerpo de su padre
y lo tomó por las manos todavía cálidas. Acababa de morirse y no había nada qué hacer.
La sensación de desamparo y de impotencia fue total. Había varios mandos que asumieron en
seguida la responsabilidad por lo que había que hacer. Decidieron bañar el cuerpo, vestirlo y
conducirlo al aula en donde permanecieron a su alrededor toda la noche. Eran un poco más de
setenta guerrilleros y todos asumieron el compromiso de guardar por completo el secreto de lo
sucedido. Sólo los superiores deberían enterarse de su muerte y eran ellos los que decidirían
cuándo dar cuenta de ella. El primero en saberlo sería El Mono, a quien le informarían la novedad
en la comunicación de la mañana.
Alguno durante la noche en vela propuso que cubrieran el cuerpo de Marulanda con una bandera
de Colombia que trajeron de alguna parte, y que a manera de homenaje cada uno tomara la
palabra durante unos minutos para hacer memoria de sus impresiones sobre la vida y obra del
recién fallecido comandante. Así lo hicieron, y en cuanto se percataron, todos estaban llorando
como niños en un arranque incontenible de dolor. Abrazados entre sí o tomados de sus manos,
con sus rostros bañados en lágrimas, sólo atinaban a repetir que no descansarían hasta hacer
realidad el sueño de su heroico comandante.
Les parecía que había muerto un hombre demasiado grande, alguien que merecía el mayor de los
homenajes, pero eran conscientes de que tanto su muerte como el lugar en donde quedaría
enterrado su cuerpo deberían permanecer en un secreto total. Deberían proceder con el mayor
sigilo y tomar todas las medidas para que el Ejército jamás pudiera obtener como trofeo el cuerpo
de Manuel Marulanda. Hoy Rigo confiesa su satisfacción por haberlo conseguido.
Las siguientes sacudidas de su vida
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Después vendrían los cambios. El ascenso del camarada Mauricio al Secretariado y a reemplazante
de El Mono en el Bloque Oriental, exigía que se le dotara de un equipo suficiente de
comunicaciones. Sandra fue designada como su radista y Rigo pasó a integrar la compañía Martín
Martínez, unidad que le serviría de guardia. Con él iban sus hermanos Mario y Enrique. Como
integrante de esa unidad viviría Rigo la época más dura de su vida guerrillera. La intensidad de las
operaciones contra el Bloque Oriental era creciente y los bombardeos aéreos se convirtieron en el
pan de cada día y noche. El más terrible de todos ocurrió un poco después de las dos de la mañana
del 22 de septiembre de 2010 y significó la inesperada muerte de El Mono.
Las trincheras y la sucesiva introducción en ellas pasaron a convertirse en algo semejante al
oxígeno para sus vidas. Las compañías de orden público combatían por tierra al enemigo en una
resistencia verdaderamente histórica. Una mañana del 2012 se enteró de la muerte de su
hermano Pablito en un bombardeo acaecido contra su unidad de curso en el Meta. La guerra
seguía cobrando vidas de manera incesante. El camarada Mauricio había partido para La Habana, a
fin de ponerse al frente de las conversaciones secretas con el gobierno, que después se conocerían
como encuentro exploratorio. Y su unidad recibió un tiempo después la orientación de marchar
hacia los límites de los departamentos de Vichada y Arauca.
Rigo realizó con ella los más de mil kilómetros de marcha por entre la selva y las sabanas, en un
período de varios meses, tomando todas las medidas de seguridad. Un tiempo después del
regreso de Mauricio de La Habana, éste le hizo conocer que tenía la orden de hacerlo llegar a la
unidad del Camarada Timo, comandante general de las FARC. Allá llegó Rigo para finales del año
2013, siendo vinculado a diversas tareas acordes con sus capacidades.
Los diálogos de paz con el gobierno de Santos implicaron la permanencia del Camarada Timo en La
Habana y después de un tiempo de hallarse ahí, decidió llevarse a Rigo como integrante de su
equipo. Por eso éste apareció haciendo parte un día del noticiero de las FARC que se emite cada
domingo a las ocho por la web. Y por eso pronto llamó la atención de los medios. En La Habana
Rigo decidió adoptar el apellido Martínez como recuerdo de la unidad de la que hizo parte.
De varios medios le han hecho saber su intención de entrevistarlo, pero él no le ve mucha razón a
ello. Es un guerrillero, como los otros, y salvo su apariencia física no tiene nada que lo diferencie
de ellos. Ser hijo de Manuel Marulanda Vélez puede significarle un gran honor, pero en ningún
momento lo hace más importante o interesante que los demás.
Salvo en las navidades o año nuevos en que Marulanda convidaba a sus hijos a algún almuerzo
especial, brindaba con ellos y hablaba de la familia, su padre fue en realidad para él un gran
comandante, del mismo modo que lo fue para todos, como lo fue también El Mono, quien nunca
se cansó de tomarle el pelo en sus charlas delante de todo el personal. Para éste, Marulanda
también fue como su padre. Y seguramente para todos los guerrilleros de las FARC-EP.
Así, para no tener que dar entrevistas a nadie que después tergiverse de algún modo lo expresado
por él, o que aproveche cualquier torpeza suya al hablar frente a un micrófono para armar algún
escándalo, Rigo, con su metro treinta de estatura y sus setenta y cinco kilos de peso, de 34 años de
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edad, con la mirada bondadosa de niño bueno que lo caracteriza, prefiere buscar a Gabriel Ángel
para contarle su historia. Sabe que él lo escuchará pacientemente y será fiel a lo que desea
expresar. Ese ha sido en realidad el origen de esta crónica.
La Habana, 20 de junio de 2016.
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