CAPÍTULO 1 Raíces históricas de la política de los Estados Unidos hacia Cuba Cuba ocupó siempre un lugar especial en la política exterior norteamericana. Al igual que México y Canadá, la Isla constituyó, desde fecha temprana, un objetivo de la voluntad de engrandecimiento geopolítico de contornos imperiales que caracterizó a las 13 colonias británicas convertidas en los Estados Unidos de América, a finales del siglo XVIII. El historiador norteamericano J. Fred Rippy, al referirse a la lucha entre los Estados Unidos y Gran Bretaña por el control de América Latina, a principios del siglo XIX, manifestó: El presidente Jefferson, ya en noviembre de 1805, dijo al ministro británico que Estados Unidos podría apoderarse de Cuba en caso de guerra con España. ‘Consideraba que, en caso de guerra, sucesivamente Florida Oriental y Occidental y la isla de Cuba, cuya posesión era necesaria para la defensa de Luisiana y Florida (...) serían conquista fácil’ para Estados Unidos. Así informó Anthony Merry en 1805.1 En agosto de 1807, Jefferson retomó la idea, incluyendo el norte de México en el campo de actividades. ‘Hubiera preferido que estuviéramos en guerra con España a que no lo estemos, si declaramos la guerra a Inglaterra’, escribió Jefferson. Luego sugirió que ‘nuestras fuerzas defensivas del Sur pueden (podrían) tomar las Floridas, se 1 Merry a Mulgrave, no. 45, 3 de noviembre de 1805, F.O. (5), 45. Citado en J. Fred Rippy: La rivalidad entre los Estados Unidos y Gran Bretaña por América Latina (1808-1830), Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), Buenos Aires, 1967, pp. 44. 13 reunirán (reunirían) voluntarios para un ejército mexicano bajo nuestra bandera, y (...) probablemente Cuba misma se agregaría a nuestra confederación’.2 Una vez más, en 1809, cuando Napoleón parecía a punto de extender su dominio a América Latina, Jefferson escribió a Madison que el emperador ‘nos daría las Floridas’ y quizás también ‘consintiera en que recibamos Cuba en nuestra Unión, para evitar que ayudemos a México y otras provincias’. Esto sería suficiente por entonces. ‘Solo nos restaría incluir el Norte en nuestra Confederación y eso se haría, por supuesto, en la primera guerra’.3 No aclaraba qué entendía por ‘norte’.4 Según la cronología de Jane Franklyn, en 1809, en carta privada a su sucesor al frente del Poder Ejecutivo, James Madison, el ex presidente Thomas Jefferson afirmó: “Confieso francamente que siempre he visto en Cuba la más interesante adición que se puede hacer a nuestro sistema de estados”. 5 Para que se tenga una idea de la importancia que Cuba tenía para los Estados Unidos desde fechas muy tempranas, baste con citar a dos historiadores norteamericanos de prestigio, nada sospechosos de inclinaciones pro cubanas o izquierdistas, los historiadores norteamericanos Arthur P. Whitaker y Samuel Flagg Bemis. El primero, en su historia de la política estadounidense hacia la independencia de América Latina entre, 1800 y 1830, cita la opinión dada, en 1823, por John Quincy Adams, a la sazón secretario de Estado del presidente James Monroe y autor intelectual de la Doctrina que lleva el nombre de este último, en el sentido de que Cuba tiene “una importancia en la suma de nuestros intereses nacionales, que no es comparable con la de ningún otro territorio extranjero, y un poco inferior a la que mantiene unido a los distintos estados de la Unión”.6 Samuel Flagg Bemis, por su parte, en su clásica biografía sobre John Quincy Adams,7 refirió lo siguiente: 2 Robertson, W. S.: Francisco de Miranda, Washington, 1908, p. 395. Citado en J. Fred Rippy: Ob. cit., p. 44. 3 Latané, John H.: The Diplomatic Relations of the United States and Spanish America, Baltimore, 1900, p. 90. Citado en J. Fred Rippy: Ob. cit., pp. 44-45. 4 J. Fred Rippy: Ob. cit., pp. 44-45. 5 Jane Franklyn: The Cuban Revolution and the United States: A Chronological History, Ocean Press, Melbourne, Australia, 1992, p. 10. 6 John Quincy Adams: Writings, vol. VI, p. 112. Citado en Arthur P. Whitaker: The United States and the Independence of Latin America, 1800-1830, W. W. Norton & Company, Inc., Nueva York, 1964, p. 400. 7 Samuel Flagg Bemis: John Quincy Adams and the Foundations of American Foreign Policy, W. W. Norton & Company, Inc., Nueva York, 1973. 14 Cuba era de vital interés para los Estados Unidos, y era claramente deseable que continuara por el momento en manos españolas. Los presidentes Jefferson, Madison y Monroe no sintieron tanta simpatía hacia los esfuerzos revolucionarios en la Isla como la que sintieron hacia las insurrecciones de las provincias españolas en el continente (...) Los miembros de la Administración [de James Monroe] temían que una rebelión prematura en la Perla de las Antillas —antes de que se resolviera la cuestión de la esclavitud en los Estados Unidos8— pudiera perturbar lo que Madison alguna vez calificó como “el manifiesto curso de los acontecimientos”, y lo que John Quincy Adams tildó ahora como “la ley de gravitación política”,9 o sea, la anexión final a Estados Unidos. “La cuestión cubana,” hizo notar Adams después de una reunión del Gabinete del 30 de septiembre de 1822, era la de ‘más honda importancia y significativa magnitud que hubiera ocurrido desde el establecimiento de nuestra independencia’.10 La denominada “ley de la gravitación política” fue el eufemismo que Bemis utilizó para referirse a la conocida formulación del entonces Secretario de Estado acerca de Cuba. El investigador norteamericano Philip S. Foner, al referirse a este tema en su obra Historia de Cuba y sus relaciones con los Estados Unidos, citó las siguientes palabras de Adams: Son tales, en verdad, entre los intereses de aquella Isla y los de este país, los vínculos geográficos, comerciales y políticos, formados por la naturaleza, fomentados y fortalecidos gradualmente con el transcurso del tiempo que, cuando se echa una mirada hacia el curso que tomarán probablemente los acontecimientos en los próximos cincuenta años, casi es imposible resistir a la convicción de que la anexión de Cuba a nuestra república federal será indispensable para la continuación de la Unión y el mantenimiento de su integridad ... Es obvio que para ese acontecimiento (la anexión de la Isla a los Estados Unidos) no estamos todavía preparados, y que a primera vista se presentan numerosas y formidables objeciones contra la extensión de 8 “Si la población de la Isla fuera de la misma sangre y del mismo color, no cupiese duda o vacilación con respecto a lo que (los Estados Unidos) buscarían, según lo dictan sus intereses y derechos”. John Quincy Adams: Writings, vol. VII, p. 375. Citado en Samuel Flagg Bemis: Ob. cit., p. 372. 9 John Quincy Adams: Writings, vol. VII, p. 373. Citado en Samuel Flagg Bemis: Ob., cit., p. 372. 10 John Quincy Adams: Memoirs, vol. VI, pp. 72-73. Citado en Samuel Flagg Bemis: Ob. cit., p. 373. 15 nuestros dominios dejando el mar por medio (...) Pero hay leyes de gravitación política, como las hay de gravitación física, y así como una fruta separada de su árbol por la fuerza del viento no puede, aunque quiera, dejar de caer en el suelo, así Cuba, una vez separada de España y rota la conexión artificial que la liga con ella, es incapaz de sostenerse por sí sola, tiene que gravitar necesariamente hacia la Unión Norteamericana, y hacia ella exclusivamente, mientras que a la Unión misma, en virtud de la propia ley, le será imposible dejar de admitirla en su seno.11 Con esta definición de política hacia Cuba, John Quincy Adams no había hecho otra cosa que aplicar a la Perla de las Antillas lo que el historiador cubano Ramiro Guerra definió como “las cuatro reglas prácticas de la diplomacia expansionista de los Estados Unidos”, elaboradas entre 1804 y 1805 por Thomas Jefferson, a saber: 1. Las prendas ambicionadas, mientras los Estados Unidos no pudieran tomarlas, debían permanecer en las manos más débiles. 2. Los Estados Unidos debían aguardar “en espera paciente” hasta la ocasión propicia. 3. En el momento difícil del débil, poseedor de la prenda, se debía abandonar la actitud expectante para obrar rápida y enérgicamente contra este. 4. Las formas debían guardarse en todos los casos y justificarse moralmente el despojo.12 Esta referencia histórica a formulaciones hechas por dirigentes políticos norteamericanos en el primer cuarto del siglo XIX pudiera parecer extemporánea para un trabajo que se refiere a mediados del siglo XX. Sin embargo, deben tenerse en cuenta dos elementos importantes. En primer lugar, el alto grado de continuidad en la definición de los intereses estratégicos estadounidenses alcanzado por las clases dirigentes de ese país desde los años fundacionales. Un ejemplo de ello lo constituye la formulación de la denominada “Doctrina Monroe” que, como ha demostrado el profe11 Philip S. Foner: Historia de Cuba y sus relaciones con los Estados Unidos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, t. I, pp. 156-157. El subrayado es de Foner, quien tomó el texto de un despacho confidencial, del 28 de abril de 1823, de Adams a Hugh Nelson, designado en aquel momento Minisitro de los Estados Unidos en Madrid, según obra en el Archivo Nacional de los Estados Unidos. Otros autores cubanos, norteamericanos e ingleses han utilizado un documento idéntico que aparece en John Quincy Adams: Writings, W. C. Ford, Nueva York, 1917, vol. VII, pp. 372-373. 12 Ramiro Guerra: La expansión territorial de los Estados Unidos a expensas de España y de los países hispanoamericanos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, pp. 76-89. 16 sor Dexter Perkins, ha sido uno de los principios en que se ha sustentado la política exterior norteamericana durante más de un siglo.13 Nótese que las definiciones sobre la actitud a adoptar con respecto a Cuba preceden a la enunciación de esa política. En su reciente obra acerca de la persistencia de los intereses nacionales de los Estados Unidos, desde 1759 hasta nuestros días, el que fuera alto funcionario de algunas administraciones demócratas y en la actualidad es profesor de la Universidad de Yale, Eugene V. Rostow, ha recordado que, en el pensamiento geopolítico de su país, Cuba ha sido el único territorio extracontinental sobre el cual Washington tuvo invariablemente un afán anexionista, lo que no sucedió, por ejemplo, con Hawai. El interés de este último archipiélago surgió con posterioridad y como consecuencia de las ambiciones resultantes de la expansión hacia la costa del Oeste, y de la necesidad de construir un canal transoceánico en el istmo centroamericano para unir por mar el litoral Atlántico con el Pacífico.14 En 1881, el secretario de Estado James G. Blaine para subrayar la importancia del archipiélago hawaiano, lo comparó con el cubano, subrayando en unas instrucciones a un representante diplomático norteamericano que “en ninguna circunstancia pueden los Estados Unidos permitir cambio alguno en el control territorial de cualquiera de los dos que rompa sus lazos con el sistema americano”.15 En segundo lugar, la influencia que tienen determinados valores, nociones y conceptos adquiridos de forma intuitiva por los formuladores de política, en sus decisiones cotidianas, basados en lo que el profesor Robert Axelrod definió como “los mapas cognoscitivos de las elites políticas”.16 En el caso de los Estados Unidos y Cuba, puedo afirmar que lo que yo denomino como el “síndrome de la fruta madura”, se manifestó pronto en la manera de pensar y formular políticas hacia nuestro país. El resultado de ello fueron una serie de acciones que, con modificaciones a lo largo de los años, predeterminaron la posición hegemónica de los Estados Unidos. Al principio, esa potencia procuraba la anexión de la Isla, y luego, cuando esta se hizo impracticable o improcedente, persiguió el establecimiento en Cuba de un sistema político subordinado y abierto al más crudo intervencionismo norteamericano. Puede afirmarse, sin ninguna duda, que los afanes de dominación sobre Cuba precedieron históricamente al sur13 Dexter Perkins: Historia de la Doctrina Monroe, Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), Buenos Aires, 1964. 14 Eugene V. Rostow: Toward Managed Peace: The National Security Interests of the United States, 1759 to the Present, Yale University Press, New Haven, Connecticut, 1993, pp. 126, 164-165. 15 Ibídem, p. 259. 16 Robert Axelrod (compilador): Structure of Decision: The Cognitive Maps of Political Elites, Princeton University Press, Princeton, Nueva Jersey, 1976, pp. 3-76, 221-250. 17 gimiento del imperialismo norteamericano y fueron incorporados a la praxis política de las elites dirigentes, las que justificaron con distintos pretextos su política de acuerdo a las circunstancias. Ese “síndrome”, como lo califico, continúa hoy vigente y se expresa en la Ley Helms Burton y en otros documentos posteriores. En Cuba, entre 1808 y 1868, se desplegaron todas las contradicciones de la sociedad colonial que, para su mejor comprensión, pueden separarse en dos etapas. Hasta 1840, a pesar de las transformaciones introducidas por el Despotismo Ilustrado, se hizo patente que la crisis que se perfilaba ya en el sistema esclavista de producción y en las relaciones entre la metrópoli y la colonia, trascendía cualquier solución de carácter reformador promovida desde la Ilustración. Con la influencia de la revolución burguesa en Francia, el propio régimen absolutista español resultó derrocado, lo que abrió paso al triunfo del liberalismo en las Cortes de Cádiz y a las guerras de independencia en América Latina. La Isla no escapó a estos aires de libertad. Surgieron conspiraciones separatistas y el padre Félix Varela desplegó, por primera vez, las ideas del patriotismo revolucionario. Por su parte, también se desarrolló un reformismo liberal que intentó de manera infructuosa solucionar la crisis. En las bases, sin embargo, se observaban cambios sustanciales. Pese a que las masas estaban fuera de la lucha política —lucha por el poder— en ellas se extendieron sentimientos más definidos. El concepto de cubano se generalizó, comenzó a surgir un interés nacional patriótico que tenía sus grandes fundamentadores en Varela, Saco y Luz y Caballero, independientemente de las diversas interpretaciones que capas, sectores, clases y estamentos, y aun los propios fundamentadores, le daban. Por último, no puede escapar a una pupila aguda que la diferencia de intereses entre Cuba y España ya había alcanzado el nivel de diferencia política. La bonanza económica, la debilidad de la clase dominante atrapada en una estructura económica esclavista que la incapacitaba para sostener por sí misma su dominio, la correlación de fuerzas internacionales y la desunión de los factores internos, impedían la creación de una línea de acción independentista. Estas circunstancias inclinaron a algunos sectores de la clase dominante y de los liberales cubanos a la búsqueda de una nueva variante política que pudo haber frustrado las aspiraciones nacionales y patrióticas: el anexionismo.17 A partir de 1840, el anexionismo tuvo su etapa más relevante. Su auge no fue ajeno a la evolución de la situación económica y política interna de 17 Instituto de Historia de Cuba: Historia de Cuba. La colonia. Evolución socioeconómica y formación nacional. Desde los orígenes hasta 1867, Editora Política, La Habana, 1994, pp. 352-353. 18 los Estados Unidos y a su proyección en Cuba. Durante todo el período que media entre las formulaciones de John Quincy Adams y la Guerra de Independencia de 1895, la política de los Estados Unidos hacia Cuba estuvo encaminada a lograr la adquisición de la Isla mediante la anexión o la compra o a apoyar, según su conveniencia, el mantenimiento de la Isla bajo el régimen colonial español. Sin embargo, en la etapa inmediata precedente a la Guerra Civil norteamericana (1860-1865), el asunto de la incorporación de Cuba a la Unión se entremezcló con el tema de la esclavitud, produciéndose una contradicción entre los intereses sureños, que intentaron varias veces incorporarla para fortalecer sus posiciones en el conflicto con sus vecinos abolicionistas, y los intereses norteños, que se negaron a apoyar tal idea, previendo que aumentara el número de estados esclavistas. Por distintas vías, y en diferentes formas, los intereses de los estados del Norte prevalecieron,18 lo cual limitó las posibilidades de la corriente anexionista dentro de Cuba que, por añadidura, nunca tuvo un verdadero arraigo nacional ni gozó de una vocación unificadora.19 La Guerra de los Diez Años permitió comprobar que, si bien las clases dirigentes en los estados del Norte no favorecían una incorporación de la Isla a los Estados Unidos, ello no se debía a que estuvieran dispuestas a apoyar la independencia. A pesar de las grandes simpatías que despertó la lucha cubana contra el colonialismo español entre amplias capas de la sociedad norteamericana, el presidente Ulysses S. Grant, influenciado por su secretario de Estado, Hamilton Fish, se negó a reconocer la beligerancia de la República en Armas. Así lo expresó el Primer Mandatario en su mensaje al Congreso, el 14 de junio de 1870, lo que se convirtió en la posición inalterable de los Estados Unidos hasta el final de las hostilidades, en 1878.20 El gobierno de Washington llegó hasta el extremo de paralizar las tentativas conjuntas de los gobiernos continentales, encabezados por el presidente de Colombia, Manuel Murillo, en 1872, para gestionar, de común acuerdo, la independencia de Cuba presionando a España. Con sutilezas diplomáticas, la administración Grant se negó tajantemente a apoyar la independencia de Cuba que no era, en esos momentos, conveniente a los intereses económicos y expansionistas de Estados Unidos, que enfrascados en su reconstrucción, no podían asumir el control de la isla ni enfrentar los conflictos internacionales que podrían crearse.21 18 19 20 21 Philip S. Foner: Ob. cit., t. II, pp. 33-44. Instituto de Historia de Cuba: Ob. cit., pp. 432-446. Philip S. Foner: Ob. cit., t. II, p. 239. Instituto de Historia de Cuba: Historia de Cuba. Las luchas por la independencia nacional y las transformaciones estructurales, 1868-1898, Editora Política, La Habana, 1996, p. 72. 19 Mientras en Cuba maduraban las condiciones para una nueva acometida revolucionaria independentista, que finalmente comenzó el 24 de febrero de 1995, entre otras cuestiones, gracias a los ingentes esfuerzos que realizara José Martí,22 en los Estados Unidos, entre 1878 y 1898, se creaban un conjunto de condiciones que provocaron el surgimiento del imperialismo norteamericano y sus primeras manifestaciones en el ámbito internacional. Aunque otros autores también analizaron el surgimiento de este nuevo fenómeno económico, correspondió a Vladimir Ilich Lenin el mérito histórico de hacer el estudio más certero y profundo sobre esta etapa del desarrollo del capitalismo. Entre los muchos aportes que hizo el fundador del Estado soviético a la teoría del imperialismo se destaca la siguiente apreciación, de significativa importancia para Cuba y sus relaciones con los Estados Unidos: Puestos a hablar de la política colonial de la época del imperialismo capitalista, es necesario hacer notar que el capital financiero y la política internacional correspondiente, la cual se traduce en la lucha de las grandes potencias por el reparto económico y político del mundo, originan abundantes formas transitorias de dependencia estatal. Para esta época son típicos no solo los dos grupos fundamentales de países —los que poseen colonias y las colonias—, sino también las formas variadas de países dependientes que desde un punto de vista formal, político, gozan de independencia, pero que en realidad se hallan envueltos en las redes de la dependencia financiera y diplomática.23 En la nación norteña se fraguó y cristalizó un nuevo sector de la burguesía, la oligarquía financiera. Su indetenible ascenso ha sido más que analizado y estudiado por los especialistas de las ciencias sociales de ese país, pero quizás quien mejor la describió fue Matthew Josephson, en su obra The Robber Barons: The Great American Capitalists, 1861-1901.24 Los Morgan, los Rockefeller y los Guggenheim, que tanto tuvieron que ver con el nacimiento y desarrollo del imperialismo norteamericano y su expansión mundial, hicieron su entrada en la escena estadounidense y dejaron su indeleble y nefasta impronta en todos los terrenos de esa sociedad. Entre tanto, Cuba presenció el florecimiento del más importante pensamiento antimperialista de ese período histórico: el de José Martí, quien había vivido en los Estados Unidos durante muchos años y supo calar 22 Ibídem, pp. 209-269, 318-379, 430-519. 23 Vladimir Ilich Lenin: Sobre los Estados Unidos de América del Norte, Editorial Progreso, Moscú, 1977, p. 180. El subrayado es de Lenin. 24 Matthew Josephson: The Robber Barons: The Great American Capitalists, 1861-1901, Harcourt, Brace & World, Inc., Nueva York, 1962. 20 profundamente la esencia de lo que allí se gestaba. Sus crónicas y otros escritos pusieron al desnudo el fenómeno económico, social y político que surgía. Advirtió de inmediato el peligro que este significaba para Cuba y su lucha por la libertad. Por eso afirmó de manera rotunda que su Patria debía ser independiente de España y de los Estados Unidos, y que nada era más peligroso para la Isla que permitir que un nuevo amo determinara su futuro y se convirtiera en el principal comprador de sus productos. Para nadie que se adentre en el estudio de la obra martiana y, en particular, en su descripción de la Conferencia Panamericana de Washington, de 1889, puede resultar extraño que en la carta inconclusa que escribiera a su amigo Manuel A. Mercado, en la víspera de su caída en combate, el poeta y patriota cubano revelara que todo cuanto había hecho estaba dirigido a evitar, con la independencia de Cuba, que los Estados Unidos cayeran sobre las tierras de Nuestra América para destruir lo que en décadas atrás se había logrado después de la cruenta lucha contra el colonialismo español.25 La guerra organizada por José Martí, en 1895, hubiera conducido, inevitablemente, a la independencia de Cuba. A pesar de la voluntad española de defender su enclave colonial “hasta el último soldado y la última peseta”, el Gobierno de Madrid no se encontraba en condiciones de aniquilar la insurrección mambisa. Como ha señalado el profesor Louis A. Pérez, a principios de 1898 estaban presentes todos los síntomas de la completa catástrofe española, de lo cual estaban conscientes los gobernantes norteamericanos.26 El triunfo mambí era solo cuestión de tiempo. Ese fue el momento en que el Gobierno de los Estados Unidos llegó a la conclusión de que la fruta ya estaba madura y se apresuró a intervenir en el conflicto. Todo su accionar diplomático apuntaba a que el objetivo era arrebatarle a la metrópoli ibérica lo que quedaba de su imperio colonial —las islas de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam, todas ellas estratégicas posiciones para el proyecto expansionista norteamericano— allende 25 José Martí: Textos martianos. Nuestra América. Carta a Federico Henríquez y Carvajal. Carta a Manuel A. Mercado, Editora Política, La Habana, 1995. Véase, además, la excelente presentación del pensamiento antimperialista de José Martí hecha por Ramón de Armas y Pedro Pablo Rodríguez, en Instituto de Historia de Cuba: Historia de Cuba. Las luchas por la independencia nacional y las transformaciones estructurales, 1868-1898, Editora Política, La Habana, 1996, t. II, pp. 329-402. 26 Louis A. Pérez: Cuba Between Empires, 1878-1902, University of Pittsburgh Press, Pittsburgh, Pennsylvania, 1982, pp.167-168. Esta apreciación del profesor de la Universidad de Carolina del Norte Louis A. Pérez es importante, pues este es uno de los puntos en que existe mayor divergencia entre los historiadores de los Estados Unidos y Cuba. Mientras los norteamericanos, por lo general, dudan de que los mambises hubieran podido ganar la guerra por sí solos, los cubanos son unánimes al sostener la posición opuesta. 21 los mares, en el Caribe y en el Lejano Oriente.27 El presidente William McKinley prefería lograr estos objetivos sin llegar a la guerra, pero ella se hizo inevitable por dos razones: 1. España no quería ceder a las demandas cubanas y 2. el Gobierno norteamericano no estaba dispuesto a dar el único paso que la evitaría: reconocer la beligerancia de los insurrectos cubanos y suministrarles la ayuda necesaria para terminar la contienda. Esta última medida hubiera sido decisiva para convencer a Madrid de que era preferible buscar una salida negociada al conflicto. Pero implicaba aceptar la independencia de Cuba y, como ha señalado Philip S. Foner a partir de sus exhaustivas investigaciones “la política de los Estados Unidos hacia Cuba, que culminó en el empleo de la fuerza contra España, tuvo su raíz en el desarrollo del capitalismo monopolista y su búsqueda de mercados”.28 Por su parte, el profesor Walter LaFeber ha señalado: “En 1898, McKinley y los hombres de negocios querían la paz, pero buscaban beneficios que solo la guerra podía proveerles. Examinando desde la perspectiva de la década de 1960, el conflicto hispanoamericano no puede ser visto ya como una ‘espléndida guerrita’.29 Fue una guerra para preservar el sistema americano.30 Contrario a las reales intenciones del presidente William McKinley, con la presión popular y a instancias de los legisladores más progresistas, el 20 de abril se aprobó la llamada “Resolución Conjunta”, por la cual el Senado y la Cámara de Representantes de los Estados Unidos declararon que “el pueblo de la isla de Cuba es, y por derecho debe ser, libre e independiente” y proclamaron que “a partir de ahora, los Estados Unidos niegan cualquier disposición o intención de ejercer la soberanía, la jurisdicción o el control de la citada Isla”.31 Este Documento puso límites a lo que el gobierno imperialista de McKinley podía hacer en el caso de Cuba (no así en el de Puerto Rico, Filipinas y Guam). Sin em27 John L. Offner: An Unwanted War: The Diplomacy of the United States and Spain over Cuba, 1895-1898, The University of North Carolina Press, Carolina del Norte, 1992, p. 230. 28 Philip S. Foner: La Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana y el surgimiento del imperialismo yanqui, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1978, t. I, p. 353. 29 Así calificó el secretario de Estado John Hay (1898-1905) al conflicto con España. 30 Walter LaFeber: “That ‘Splendid Little War’ in Historical Perspective,” en Texas Quarterly, 1968, no. 11, p. 98. Citado en Thomas G. Paterson y Dennis Merrill (compiladores): Major problems in American Foreign Relations, Volume I: to 1920, Documents and Essays, D. C. Heath and Company, Lexington, Massachusetts, 1995, p. 403. 31 Véase el texto de la Resolución Conjunta aprobada por el Congreso, en Hortensia Pichardo (compiladora): Documentos para la Historia de Cuba, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, t. I, pp. 509-510. John Offner: Ob. cit., pp. 188-189. 22 bargo, no impidió que el objetivo de sojuzgar a la Perla de las Antillas se consumara por otros medios. A pesar de que el mando militar norteamericano en Cuba, se apoyó en el Ejército Libertador para efectuar todas sus acciones —lo cual resultó decisivo para una rápida conclusión de la guerra— se comportó desde el primer momento como la jefatura de una fuerza de ocupación, ignorando en sus disposiciones a los patriotas cubanos. Un ejemplo de esto se pudo observar cuando, de forma unilateral, aceptó la rendición de las tropas españolas en Santiago de Cuba, y en otras plazas, sin siquiera permitir la participación de los jefes mambises en estas ceremonias. Con posterioridad, se comprobó que no era esa una actitud excepcional de la jefatura del Ejército yanqui, pues el Gobierno de la República de Cuba en Armas no fue invitado tampoco a las conversaciones de paz en París, donde se discutió el futuro de la Isla.32 Con respecto a este asunto, Louis A. Pérez planteó: Los españoles sabían lo que los cubanos únicamente sospechaban: la victoria norteamericana significaba la derrota cubana. Los objetivos cubanos eran inalcanzables mientras se quedara en Cuba el ejército norteamericano (...) La responsabilidad de proteger el orden colonial existente pasó del Ejército español al norteamericano en un sentido mucho más que simbólico. 33 Después de la guerra transcurrieron cuatro años de ocupación militar norteamericana, durante la cual el Gobierno Interventor adoptó un conjunto de leyes y decretos que facilitaron el afianzamiento de la penetración de capitales estadounidenses y se establecieron las bases de la futura seudorrepública. Como ha señalado Louis A. Pérez, las instituciones militares de ocupación se organizaron sobre la base de varias presunciones, la más importante de ellas era la que manifestaba la “duradera convicción de que en el siglo XIX el establecimiento de una Cuba independiente y soberana era incompatible con los intereses norteamericanos”. 34 En función de esa premisa cardinal se sustentó la tesis colonialista de que el pueblo cubano era incapaz de gobernarse. El principal defensor de esta idea fue el general Leonardo Wood, gobernador Militar de Santiago de Cuba durante la primera etapa de la ocupación (1899-1902), y después de 1899, Gobernador General de la Isla. Sin embargo, la Resolución Conjunta había comprometido al Gobierno estadounidense con el reconocimiento de la autodeterminación cubana. Por su parte, los largos años de 32 Enrique Collazo: Los americanos en Cuba, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1972, pp.155-162. 33 Louis A. Pérez: Ob. cit., p. 215. 34 Ibídem, p. 271. 23 lucha habían creado la fuerte expectativa de que Cuba se había ganado la libertad y el derecho a figurar en el concierto de naciones independientes. Era necesario hallar una fórmula que permitiera alcanzar más adelante el objetivo de la anexión y que, al mismo tiempo, subordinara a los cubanos a la voluntad imperial norteamericana. En su mensaje al Congreso, a finales de 1898, el presidente McKinley describió las futuras relaciones con la Isla en los términos siguientes: “La nueva Cuba que se levantará de las cenizas del pasado debe estar unida a nosotros por lazos de singular intimidad y fuerza si ha de asegurarse su bienestar”.35 Lo que esto quería decir lo dejó bien claro el general Leonardo Wood, tan pronto asumió el mando de la Isla. De acuerdo al pensamiento del gauleiter36 yanqui, “la autoridad y los recursos del gobierno de ocupación se comprometieron en la preparación de Cuba para su futura anexión. Después de un breve período de independencia y autogobierno, uno que permitiera a los Estados Unidos liberarse de sus obligaciones y honrar las continuas aspiraciones cubanas, la Isla pediría voluntariamente su admisión a la Unión”.37 No resultó difícil para las autoridades intervencionistas obtener el apoyo de determinados sectores en la Isla. Ante todo, los partidarios del régimen colonial hispano, enemigos acérrimos de la independencia. El Gobierno Interventor no solo mantuvo en vigor las leyes españolas, sino que se apoyó en las recomendaciones de las autoridades locales constituidas para estructurar la Administración del territorio. Por lo general, los dirigentes separatistas fueron excluidos. Una segunda fuente de apoyo y, por tanto, de funcionarios para la Administración, la constituyeron los numerosos repatriados que, habiendo vivido en los Estados Unidos, conocían el idioma y hasta habían adoptado la ciudadanía del poderoso vecino del Norte. Se excluía, sin embargo, a los principales jefes mambises y a los más fuertes partidarios de la independencia. Con aguda perspicacia, Louis A. Pérez señaló: en la medida que la ocupación militar penetró en todas las esferas de la vida social, el Gobierno norteamericano —y no la comunidad separatista— se convirtió en la principal vía de ascenso para los ambiciosos y arribistas (...) cuando ser miembro del conjunto separatista se convirtió en sí mismo en un elemento en contra del progreso personal, el separatismo perdió su pretensión a la fidelidad de todos, excepto los más apasionados defensores del independentismo.38 35 Este mensaje aparece citado en Leland M. Jenks: Nuestra colonia de Cuba, Edición Revolucionaria, La Habana, 1966, p. 92. Louis A. Pérez: Ob. cit., p. 318. 36 Esta palabra la tomo del alemán. Está compuesta por el vocablo “gaul” (distrito) y por el vocablo “leiter” (jefe). En la Alemania fascista se denominaba así a los jefes de los territorios ocupados. 37 Louis A. Pérez: Ob. cit., p. 279. 38 Ibídem, pp. 299-300. El subrayado es de Pérez. 24 Se concretaba así, en el caso de Cuba, uno de los métodos más utilizados por el imperialismo yanqui, el antiguo subterfugio romano expresado en la frase latina divide ut regnes (divide para reinar). Después que murieron José Martí y Antonio Maceo, entre los patriotas que habían dirigido la lucha en los campos de batalla, no surgió un líder capaz de prever el peligro, aunar voluntades y encaminar al país hacia su verdadera independencia. Por el contrario, lo que prevaleció en el campo de la Revolución fueron los viejos vicios de la división, las rencillas personales y el caudillismo.39 En muchos patriotas también influyó la candidez de confiar en las supuestas intenciones amistosas de los Estados Unidos. La primera ocupación militar norteamericana concluyó el 20 de mayo de 1902, después de culminar sus objetivos: abrir el país a la sumisión económica y política ulterior, y prepararlo para la anexión. El último acto de ese período trágico fue la imposición de la ignominiosa Enmienda Platt, apéndice constitucional que lastró a Cuba por más de 30 años. La historia ha recogido con lujo de detalles la forma burda y arrogante con la que el general Leonardo Wood, último gobernador de la Isla, obligó a la Convención Constituyente a que aprobara aquella aberración legislativa, que daba a Washington la facultad de intervenir en los asuntos internos cubanos. Triste, lamentable y doloroso fue para los patriotas constatar que las advertencias de José Martí sobre el peligro que se cernía desde el Norte se convirtieron en una alucinante realidad. Después de 30 años de lucha, lo único que se había logrado era cambiar de amo. 40 Una vez más, las divisiones en el campo separatista por la ingenuidad de algunos dirigentes y el oportunismo de ciertos hombres que habían ganado méritos, junto a otros factores, facilitaron el camino de los Estados Unidos en su objetivo de imponerle al país, a través de todo tipo de elucubraciones, confabulaciones y chanchullos electoreros, un Gobierno subordinado a sus intereses, como resultó ser el presidido por Tomás Estrada Palma. El Primer Mandatario, a quien lo rodeaba el aura de haber combatido en la Guerra de los Diez Años tenía, sin embargo, una cualidad importante a los ojos de los gobernantes norteamericanos: su prolongado asilo de 30 años en tierras yanquis lo había convertido en ese modelo de personaje que luego abundaría en la seudorrepública hasta 1959. Su actitud a favor de los norteamericanos “era tan inequívoca como sus aspiraciones anexionistas”.41 39 Jorge Ibarra: Cuba: 1898-1921. Partidos políticos y clases sociales, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1992, pp. 239-241. 40 Emilio Roig de Leuchsenring: Historia de la Enmienda Platt. Una interpretación de la realidad cubana, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, pp. 57-157. 41 Louis A. Pérez: Ob. cit., p. 371. 25 Tomás Estrada Palma era un nuevo tipo de político cubano, un anexionista solapado, de esos que creían que el destino del país estaba ligado a los intereses de los Estados Unidos y que Cuba sin el apoyo de los americanos no podía hacer nada, pero que consideraba necesario ocultar sus verdaderas intenciones, encubriéndolas con una supuesta fidelidad a una Cuba independiente. El historiador cubano Jorge Ibarra ha recordado que Enrique Collazo llamó a Estrada Palma el “anexionista tapado de Valley Forge” y citó la frase siguiente de don Tomás, de la carta que le enviara, el 8 de mayo de 1899, a Gonzalo de Quesada: “Yo no veo asegurado el porvenir material y moral de Cuba, sino por medio de sus relaciones íntimas y muy estrechas con los Estados Unidos, ya sea como nación independiente o formando parte de ella”. 42 Como ha señalado la historiografía cubana, el instrumento jurídico del cual se valió el imperialismo yanqui para entronizar su dominio semicolonial en Cuba fue la Enmienda Platt. Ella dio lugar a la firma del Tratado Permanente sobre las Relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. Más adelante, se “negociaron” —por decirlo de alguna forma— y firmaron dos convenios más que complementaban al Tratado Permanente: el de Reciprocidad Comercial43 y el Tratado de Arrendamiento para estaciones navales, que cedía a las fuerzas armadas norteamericanas el derecho de construir y mantener cuatro estaciones navales carboneras en territorio cubano. Por este último tratado, también permanente y de dudosa legalidad, como han demostrado muchos juristas cubanos, Washington pretende fundamentar el mantenimiento de la Base Naval que todavía existe, injusta e ilegítimamente, en la Bahía de Guantánamo, en contra de la voluntad expresa del pueblo cubano.44 Según Louis A. Pérez, para 1906 la idea de la anexión abierta de Cuba había quedado relegada a un segundo plano, atribuyendo ese hecho a que la Isla ya estaba inmersa en el entramado del dominio adquirido sobre toda la región caribeña.45 Aunque no deja de tener razón, existían otros factores que él mismo ha señalado en sus libros, pero que han sido estudiados con mayor profundidad por Jorge Ibarra en sus dos últimas obras.46 42 Jorge Ibarra: Ob. cit., p. 225. Véase también el análisis que sobre Tomás Estrada Palma hizo Emilio Roig de Leuchsenring: Ob. cit., pp. 31-36. 43 Oscar Zanetti: Los cautivos de la reciprocidad. La burguesía cubana y la dependencia comercial, Departamento de Historia de Cuba de la Universidad de La Habana, Ediciones ENSPES, La Habana, 1989, pp. 69-85. 44 Ministerio de Relaciones Exteriores de la República de Cuba: Historia de una usurpación. La Base Naval de los Estados Unidos en la Bahía de Guantánamo, Ministerio de Relaciones Exteriores, La Habana, 1979, pp. 47-59. Julio Le Riverend: La república: dependencia y revolución, Editora Universitaria, La Habana, 1966, pp. 29-38. 45 Louis A. Pérez: Ob. cit., pp. 383-384. 46 Jorge Ibarra: Ob. cit. De este autor véase, además: Cuba: 1898-1958. Estructura y procesos sociales, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1995. 26 Los cambios que se produjeron en el país por la guerra, la intervención militar norteamericana, la ocupación, y también por otras causas, dieron como resultado una estructura de clases desajustada y distorsionada, en la cúpula de la cual se encontraba el bloque oligárquico antinacional burgués. Louis A. Pérez ha descrito la actitud de esa clase en los términos siguientes: La intervención norteamericana restauró a la asediada burguesía en su posición de supremacía local, pero a cierto precio. Esta era ahora una burguesía cautiva, una clase que no tenía otra función que la de servir a las exigencias norteamericanas, como un medio para garantizar su propia supervivencia. Seguiría siendo una elite enajenada, artificial en algunas conductas, superflua en otras, y siempre sumisa a los intereses del exterior y vulnerable ante las fuerzas domésticas. No se hacía necesario para las elites locales justificar su relieve o defender sus intereses, los Estados Unidos siempre lo harían. La burguesía cubana estaba condenada para 1898; durante los próximos 60 años sería funcionalmente inerte en todos los asuntos importantes, salvo uno: otorgar legitimidad a la hegemonía norteamericana en Cuba.47 En realidad, como ha sugerido el propio Louis A. Pérez en Cuba and the United States: Ties of Singular Intimacy: los norteamericanos buscaban un sustituto para la independencia, las elites locales buscaban un sustituto para el colonialismo. La lógica de la colaboración era ineludible y obligatoria. Las viejas elites coloniales, que necesitaban protección, y los nuevos gobernantes, que necesitaban aliados, llegaron a un acuerdo. Verdaderamente, la ascendencia política de las ‘mejores clases’ prometía no solo obstruir el ascenso del independentismo, sino también institucionalizar la influencia de los Estados Unidos desde adentro. Poco importaba si Cuba era independiente, si esa independencia era bajo los auspicios de una clase política cliente cuya propia salvación social era una función y, a la vez, dependiente de la hegemonía de los Estados Unidos. 48 Para Jorge Ibarra, se trataba de ensayar un modelo que Washington trató de extender a toda la región: Independencia formal, control mayoritario de la economía mediante la penetración de capitales norteamericanos, dominio absoluto e indiscutible de nuestras relaciones comerciales en el exterior, presencia de fuer47 Louis A. Pérez: Ob. cit., pp. 382-383. 48 Louis A. Pérez: Cuba and the United States: Ties of Singular Intimacy, The University of Georgia Press, Atlanta, Georgia, 1997, p. 102. 27 zas militares y navales en nuestro territorio, un nuevo Tratado de Reciprocidad Comercial y, sobre todo, una injerencia ininterrumpida y omnisciente que afectaba hasta los detalles más insignificantes de este sistema de relaciones.49 A mi juicio, es válida la periodización de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos en la seudorrepública que propuso Oscar Pino Santos en su ensayo “De Magoon a Batista. Estudio del intervencionismo yanqui en Cuba (1902-1958)”, y que consiste en dividir el período en dos etapas: la semicolonial (1902-1934) y la neocolonial (1934-1958). Aunque esencialmente intervencionista en ambas, la política del imperialismo norteamericano hacia Cuba presentó matices distintos en cada una de ellas.50 La primera etapa, que se extendió hasta 1934, cuando se produjo la derogación de la Enmienda Platt, se caracterizó por el uso de los métodos más brutales de intervención de los norteamericanos en los asuntos cubanos, desde la segunda ocupación militar, con el mando de Charles E. Magoon, en 1906, hasta el burdo injerencismo del general devenido Embajador, Enoch Crowder. 51 El objetivo central de esa política intervencionista fue facilitar “el asalto a Cuba por la oligarquía financiera yanqui”. En ese sentido, Oscar Pino Santos señaló: Pero lo significativo del período 1914-1925 no fue sólo el incremento de la participación del capital yanqui en la industria azucarera de Cuba sino, también, el hecho de que ese fenómeno vino acompañado de otro de aún no bien estudiadas, pero sin dudas decisivas, implicaciones en nuestro proceso histórico: la oligarquía financiera yanqui hizo su aparición en Cuba y en el brevísimo curso de la década citada asumió el dominio prácticamente absoluto de los sectores más dinámicos y estratégicos de la economía nacional.52 Este fenómeno trajo como consecuencia la definitiva distorsión y el quebranto de la estructura económica nacional, que agotaría toda posibilidad de 49 Jorge Ibarra: Cuba: 1898-1921. Partidos políticos y clases sociales, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1992, p. 25. 50 Oscar Pino Santos: Cuba: Historia y Economía, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1983, pp. 528-529. 51 General del Ejército de los Estados Unidos. Vino a Cuba en 1921, como Representante Especial del Presidente de los Estados Unidos. Luego de terminar esa misión, en 1923, se quedó en Cuba hasta 1927, en calidad de Embajador de ese país en La Habana. Para apreciar su desempeño en ambas funciones puede consultarse a Oscar Pino Santos: Ob. cit., pp. 529-539. 52 Oscar Pino Santos: “De Magoon a Batista. Estudio del intervencionismo yanqui en Cuba (1902-1958)”, en El asalto a Cuba por la oligarquía financiera yanqui, Casa de las Américas, La Habana, 1973, p. 100. 28 crecimiento autónomo y planificado, pues lo impediría el modelo monoproductor (azúcar) y monoexportador (hacia los Estados Unidos) que le fuera impuesto a Cuba. Pino Santos lo ha resumido de la forma siguiente: El proceso ‘normal’ de desarrollo de la economía capitalista de Cuba fue interrumpido en sus mismos inicios por el impacto del imperialismo norteamericano. El fenómeno comenzó a producirse en las postrimerías del siglo pasado, pero adquirió fuerza e impulso incontrastables luego de la participación de Estados Unidos en la Guerra Hispano-Cubana, es decir, luego de la intervención norteamericana y durante las primeras décadas de vida republicana. El objetivo final del imperialismo yanqui fue convertir a Cuba en un país monoproductor de azúcar y multimportador de todos sus bienes de consumo. Esto lo logró en gran medida a través de un proceso de concentración de inversiones en la industria azucarera y del dominio del mercado interno, dominio garantizado con la creación de una serie de estructuras institucionales —arancelaria, monetaria y crediticia, fiscal y agraria— que consolidaron la mencionada deformación y mantuvieron luego en el estancamiento a la economía isleña.53 Consciente de que la amenaza de una intervención militar directa era demasiado costosa y podía tener resultados contrarios a los perseguidos, como había sucedido en 1906, Washington fue refinando sus métodos de intromisión. Así, se elaboró la noción de la denominada “intervención preventiva”, expuesta por el secretario de Estado P.S. Knox, en una nota que dirigió, el 16 de enero de 1912, a José Miguel Gómez, entonces presidente de la seudorrepública, en la cual se intimaba a las autoridades que detentaban el poder en la Isla a que “evitaran una situación peligrosa que pudiera obligar al Gobierno de los Estados Unidos, contra sus propios deseos, a considerar las medidas que debe tomar en función de sus obligaciones con respecto a las relaciones con Cuba”.54 Cristalizó así un intervencionismo de nuevo tipo: el injerencismo, que tuvo su expresión más evidente en el envío a Cuba, en 1921, del general Enoch Crowder, en calidad de “representante especial del Presidente de los Estados Unidos”, con el objetivo de establecer un control más efectivo y versátil, que fuera “modelador incluso del medio político-administrativo 53 Oscar Pino Santos: El imperialismo norteamericano en la economía de Cuba, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, p. 15. 54 Nota del secretario de Estado P. S. Knox al presidente José Miguel Gómez, del 16 de enero de 1912. Citada en Harry F. Guggenheim: The United States and Cuba: A Study In International Relations, The Macmillan Company, Nueva York, 1934, p. 210. Guggenheim fue Embajador de los Estados Unidos en Cuba, entre 1929 y 1933, y su obra, a pesar de su título, tiene carácter de memorias. 29 cubano y no rectificador ocasional de eventualidades adversas”.55 De esta suerte, sobrevinieron los conocidos 15 memorándums de Enoch Crowder al presidente Alfredo Zayas, en los que, como ha reconocido el embajador Harry F. Guggenheim, se hacían “recomendaciones explícitas y detalladas sobre como debía conducirse el Gobierno”.56 El injerencismo al estilo de Crowder se extendió hasta 1927, pues el viejo General, con su carácter despótico, prepotente e hipócrita, fiel reflejo del puritanismo del establishment57 norteño, prolongó su estancia en Cuba después de 1923, como Embajador de su país en La Habana. Con su accionar, se crearon las condiciones que permitieron pasar a nuevos métodos: lo que se denominó “el crowderismo sin Crowder”. La razón de este cambio hay que buscarla en el ascenso al poder de la dictadura de Gerardo Machado (1928-1933), dócil instrumento de la oligarquía financiera yanqui —y en particular del Grupo Morgan—, que hizo innecesario apelar a intermediarios por ser capaz de “administrar y defender” los intereses norteamericanos en Cuba “sin necesidad de redundantes coacciones o presiones externas”.58 A finales de la década de los años veintes y principios de los treintas, la oleada revolucionaria del pueblo cubano, que no había renunciado a sus objetivos de liberación nacional y social, enfrentó la brutal represión de la dictadura machadista en su vano intento por prorrogarse en el poder, poniendo en crisis el sistema y, en consecuencia, el control semicolonial sobre Cuba. Era la Revolución del 33. La historia, ya larga y nutrida de los pueblos sometidos a la opresión imperialista, tiene en Cuba uno de sus capítulos más sangrientos y vergonzosos. Esa opresión, ejercida a través de las clases privilegiadas nativas y de sus camarillas políticas, dóciles a sus exigencias crecientes, adquiere, durante los últimos años, extrema agudeza, lo que si, por una parte, ha lanzado al país por el plano inclinado de la barbarie, por la otra, acelera el proceso del despertar político de las masas sojuzgadas, 55 Oscar Pino Santos: Ob. cit., p. 533. 56 Harry F. Guggenheim: Ob. cit., p. 214. 57 Acepción utilizada en las ciencias sociales norteamericanas y de difícil traducción al español, que significa aquel reducido grupo de la clase burguesa que ejerce mayor influencia y poder dentro del Gobierno, las empresas, las instituciones culturales, etcétera. En un principio, se asoció con los estamentos superiores de la burguesía en las ciudades de la costa Este, como Nueva York, Boston y Filadelfia, cuyos hijos e hijas se educaban en importantes universidades, entre ellas: Harvard, Yale, Princeton, Columbia, Radcliffe y Vassar (estas dos últimas para mujeres exclusivamente). Con estos sectores se asociaron originalmente instituciones, como el Council on Foreign Relations (Consejo sobre Relaciones Exteriores), y algunos periódicos, entre los cuales se destaca The New York Times. Hoy abarca un conjunto más amplio de sectores. 58 Oscar Pino Santos: Ob. cit., p. 583. 30 colocándolas en una posición francamente revolucionaria, al borde de cuajar en lucha armada.59 Así calificó el destacado revolucionario e intelectual cubano Raúl Roa la situación del país en su conocido artículo “Tiene la palabra el camarada máuser”, publicado en Línea, órgano del Ala Izquierda Estudiantil, el 10 de julio de 1931. Los Estados Unidos tuvieron que apelar a sus métodos de injerencismo político. La situación nacional e internacional, matizada esta última por la renuncia a la intervención militar directa implícita en la llamada “política del Buen Vecino”, le impedía utilizar los antiguos métodos coactivos y brutales de principios de siglo, por demás riesgosos, ante una arremetida popular como la ocurrida en Cuba en 1933. Fue así como tuvo lugar la “mediación” del embajador Sumner Welles, hombre de confianza del presidente Franklin D. Roosevelt, quien logró su objetivo de neutralizar el proceso que, como dijera Raúl Roa “se fue a bolina”. Otro intelectual revolucionario cubano de gran prestigio, Carlos Rafael Rodríguez, manifestó con respecto a la denominada “Misión Welles”, lo siguiente: “Welles no venía a derrocar a Machado, sino a resolver la intranquilidad cubana por vías que aseguraran el tránsito ordenado y pacífico, aunque Machado permaneciera en el poder”.60 En sus esfuerzos por lograr los objetivos de la mediación, los Estados Unidos optaron por negociar la derogación de la Enmienda Platt, a través de la firma de un nuevo Tratado Permanente que, esta vez, no contenía explícitamente ninguna cláusula que legitimara una intervención militar norteamericana en Cuba. Ese era un precio bastante módico a pagar, pues, por un lado, ya ese método había demostrado ser inoperante y costoso y, por el otro, se habían creado las condiciones económicas, políticas e ideológicas que permitieran reproducir en Cuba un sistema neocolonial que la burguesía, a tenor con sus intereses, ya había aceptado como orden natural. Además, con la liquidación del Gobierno de los Cien Días, o gobierno Grau /Guiteras, la política estadounidense había logrado disminuir el peligro más significativo que se había cernido sobre su control económico del país y sobre la oligarquía criolla.61 59 Raúl Roa: “Tiene la palabra el camarada máuser”, en Línea, La Habana, 10 de julio de 1931. Citado en Raúl Roa: La Revolución del 30 se fue a bolina, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, p. 71. 60 Así lo valoró Carlos Rafael Rodríguez en su ensayo “La Misión Welles”, en Mensajes, La Habana, junio-julio de 1957, que constituye un excelente análisis de los documentos del Departamento de Estado de ese período. Carlos Rafael Rodríguez: Letra con filo, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1983, t. I, p. 200. 61 José A. Tabares del Real: La Revolución del 30: sus dos últimos años, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, pp. 155-174. 31 La segunda etapa de la política norteamericana hacia Cuba durante la seudorrepública transcurrió entre 1934 y 1958. Este período se caracterizó por la consolidación del poderío de los Estados Unidos a escala mundial, sobre todo en América Latina y el Caribe. A ello se unía el reforzamiento de la penetración en Cuba por la oligarquía financiera yanqui y de la subordinación de su contraparte criolla,62 cada vez más aliada, dependiente y comprometida con el modelo neocolonial impuesto y totalmente imbuida de los presupuestos del anexionismo solapado. Sin embargo, la Revolución del 33 había sido un llamado de atención sobre el nivel alcanzado por la conciencia nacional antimperialista de los sectores medios y populares que, si bien fueron derrotados, no habían claudicado. La intervención norteamericana, la posterior ocupación militar, la imposición de la Enmienda Platt, la penetración económica, la instalación en Cuba de una base naval de los Estados Unidos, el claro contubernio de los corruptos políticos de turno con los embajadores yanquis, las violaciones de los derechos humanos y la falta de equidad social conformaron un cuadro general maligno de la sociedad cubana, asociado de forma muy estrecha con la dependencia del vecino del Norte. Esa era la perenne frustración del pueblo cubano. Por ello, podía afirmarse, como dijera Mario Alzugaray, mi padre, un joven abogado auténtico de talante reformista, en 1939: “El antimperialismo es la única bandera que puede unir a todos los cubanos”.63 Es interesante contrastar la tesis central de ciertos sectores reformistas, a partir de 1934, sobre las posibilidades de resolver los acuciantes problemas de Cuba mediante una política de nacionalización de la riqueza del país, no solo manteniendo relaciones normales con Washington, sino con el apoyo de las autoridades oficiales, como lo sugirió, por ejemplo, Mario Alzugaray en su obra ya referida (y en la edición posterior que de ella se hizo en 1944)64 con la actitud de los propios funcionarios norteamericanos, incluso algunos liberales como Philip W Bonsal, quien no solo vino a Cuba a servir como último Embajador de los Estados Unidos, de 1959 a 1961, precedido de la fama de haber tenido una posición flexible en el período posterior a la Revolución de 1952 en Bolivia, donde ocupó el mismo cargo, sino que conocía la realidad cubana por haber estado en el país dos veces —como empleado de la Cuban Telephone Company, en 1926, y como funcionario consular, entre 1938 y 1939—, antes de ser responsable del Buró Cuba en el Departamento de Estado, entre 1939 y 1940. 62 Francisca López Civeira (compiladora): Historia de las relaciones de los Estados Unidos con Cuba, Ministerio de Educación Superior, La Habana, 1985, pp. 434-451. 63 Mario Alzugaray: Antimperialismo, única solución cubana. Apuntes y sugestiones para una política de economía nacional, P. Fernández y Ca., La Habana, 1939, p. 23. 64 Mario Alzugaray: Nacionalización de la riqueza, auténtica solución del problema económico cubano, Editorial Lex, La Habana, 1944, pp. 80-83. 32 En sus memorias, escritas en 1971, Philip W. Bonsal, sin llegar a aceptar que su país había establecido en la Isla un sistema semicolonial que oprimía a la mayoría del pueblo en beneficio de una minoría aliada a los Estados Unidos, reconoció la presencia de tres factores que “durante años habían erosionado (hasta un nivel inadvertido para la mayoría de los observadores, incluyéndome a mí) los lazos de confianza entre dirigentes y seguidores que son esenciales para que cualquier sociedad enfrente los graves desafíos a su existencia”.65 Para el diplomático estadounidense esos tres factores eran: 1. Las amplias, súbitas e impredecibles fluctuaciones, en un año dado, de la cantidad y el valor del principal producto cubano de exportación de Cuba, el azúcar. 2. El tutelage político-económico real o potencial ejercido por el Gobierno de los Estados Unidos sobre las acciones y la conducta del Gobierno cubano. 3. El continuo impacto que sobre el Gobierno y el proceso político cubanos tienen las extensas inversiones norteamericanas en Cuba.66 Según el ex Embajador: “estos factores minaron la creencia de los cubanos, particularmente de los miembros del establishment, en la posibilidad de un control cubano sobre los destinos de Cuba y, por tanto, en la capacidad de la maquinaria política cubana para producir gobiernos cubanos que pudieran darle forma a esos destinos”.67 En la percepción de Bonsal “de manera suficientemente irónica, la estabilidad obtenida en el mercado norteamericano, después de 1934, estuvo acompañada por el carácter unilateral de la legislación azucarera norteamericana, por una mutilación ulterior de la creencia cubana en el control de su destino”.68 Resulta significativo que esta apreciación (bastante objetiva, por cierto), haya llevado a Bonsal a la conclusión siguiente que, en mi opinión, refleja la presencia en él de síntomas del síndrome de la fruta madura. En la Cuba de antes de Castro, la desbordante presencia norteamericana en términos geopolíticos era un permanente recordatorio de la naturaleza imperfecta de la soberanía cubana. Valorada por algunos como una garantía de la estabilidad y el mantenimiento de lo que era en general una forma de vida satisfactoria, era rechazada por otros como una transgresión intolerable de la independencia y la dignidad del pueblo cubano. Yo sospecho que la mayoría de los cubanos pensantes la consideraban como un hecho de la realidad contra el cual era inútil luchar. 65 Philip W. Bonsal: Cuba, Castro and the United States, University of Pittsburgh Press, Pittsburgh, Pennsylvania, 1971, p. 7. 66 Ibídem. 67 Ibídem. 68 Ibídem, p. 8. 33 Después de todo, ello significaba para Cuba un número de ventajas económicas aparentemente irremplazables.69 Con tales conclusiones no era previsible que, como pensaban algunos reformistas cubanos, la presencia en la Casa Blanca de Franklin D. Roosevelt y la adopción de políticas que buscaban rectificar las disparidades del capitalismo en los Estados Unidos abrieran posibilidades para hacer lo mismo en Cuba.70 Obtener la necesaria comprensión oficial norteamericana para un proceso de reformas que rescatara la economía nacional de los asfixiantes tentáculos de la dependencia de los Estados Unidos no era una opción viable en la década de los años treintas ni en los cuarentas. Mucho menos lo sería en la década de los cincuentas, cuando prevalecían ideas diferentes a la política del buen vecino, en materia de política exterior, y el Partido Republicano volvía al poder en 1953. Las condiciones políticas predominantes en el ámbito nacional e internacional, después de 1934 — sobre todo, a partir de lo acaecido en el sistema interamericano, en la década de los treintas—, obligaban a Washington a actuar con más discreción, respetando el principio de no intervención en los asuntos internos de otros estados, que había sido reclamado por las demás repúblicas del hemisferio desde la Conferencia Interamericana de La Habana, en 1928, y se había adoptado en la de Montevideo, en 1933,71 apelando a métodos más sutiles, como el tipo de autogestión de la neocolonia, ensayado con Machado, pero respetando la fórmula de la llamada “democracia representativa”. La complicidad de las oligarquías nacionales era condición sine qua non de estos modelos y, en el caso de Cuba, ello estaba garantizado política e ideológicamente. Predominaba la corriente del anexionismo solapado entre la elite cubana, y el Ejército Constitucional, encabezado por un ex sargento llamado Fulgencio Batista y Zaldívar, era su garante.72 Como ha explicado Oscar Pino Santos: En su esencia, el nuevo estilo intervencionista consistía en aprovechar la complicidad de la oligarquía doméstica y la colaboración de los gobiernos de turno para lograr una administración neocolonialista, capaz de desenvolverse espontáneamente de acuerdo con los intereses de Wall Street y el State Department. En su expresión externa, el proce69 Ibídem, p. 9. 70 Mario Alzugaray: Antimperialismo, única solución cubana. Apuntes y sugestiones para una política de economía nacional, P. Fernández y Ca., La Habana, 1939, p. 90. 71 Gordon Connell-Smith: El sistema interamericano, Fondo de Cultura Económica, México, 1971, p. 117. 72 Irwin F. Gellman: Roosevelt and Batista. Good Neighbor Diplomacy in Cuba, 1933-1945, University of New Mexico Press, Albuquerque, Nuevo México, 1973, p. 63. 34 dimiento consistía en velar tal dependencia, actuando de modo más discreto y siempre tras la pantalla del principio de no intervención (...) A través de este período, en efecto, una especie de pacto de caballeros secreto o quizá, tácito, rigió las relaciones entre los gobiernos de Cuba y los Estados Unidos. Los primeros podían —y hasta debían, conforme a las reglas del juego— hablar de soberanía nacional, mientras hacían tocar el himno y flamear la bandera, mas procurando mantenerse alertas y atentos; los ojos puestos en la Embajada yanqui, prestos a satisfacer diligentemente la menor de sus insinuaciones.73 Una peculiaridad importante de esta etapa de la seudorrepública lo constituyó el despliegue en Cuba del sindicato del crimen organizado o mafia, que desde la década de los treintas estableció vínculos con Fulgencio Batista y, a través de este mostrum horrendum,74 logró fomentar sus turbios negocios de juego, drogas y prostitución. Enrique Cirules ha descrito con lujo de detalles este proceso, que tuvo como personajes centrales a Batista y a otros personajes conocidísimos del bajo mundo norteamericano, como Meyer Lansky, Santos Trafficante, Albert Anastasia, Lefty Clark, Bugsy Siegel, Lucky Luciano y otros.75 Para la década de los cincuentas este era un factor adicional de corrupción, desajuste y subordinación a los intereses estadounidenses del régimen político cubano. Con la excepción de los dos períodos de gobiernos auténticos de los presidentes Ramón Grau San Martín y Carlos Prío Socarrás, esta etapa estuvo prácticamente dominada por la figura de Fulgencio Batista, quien gobernó la Isla desde la sombra de los cuarteles, entre 1933 y 1940, asumió la Presidencia como resultado de elecciones, entre este último año y 1944, y volvió a posesionarse directamente del poder, en 1952, después de un golpe de Estado. En ese lapso, se convirtió en el más confiable y seguro servidor de los intereses norteamericanos, al tiempo que amasaba una enorme fortuna, fruto de su venalidad y corrupción. En apariencias, resulta paradójico que el primer período de mando de Batista coincidiera con la política del buen vecino y con la supuesta aceptación por parte de los Estados Unidos del principio de no intervención. La explicación pudiera resumirse en la afirmación del profesor Irwin F. Gellman, en el sentido de que “la Enmienda Platt había desaparecido, pero Batista la reemplazó efectivamente con el mantenimiento del orden”.76 La Constitución de 1940 contenía los elementos esenciales 73 Oscar Pino Santos: Ob. cit., p. 541. 74 Calificativo utilizado por Fidel Castro para nombrar a Batista. Fidel Castro: La historia me absolverá, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, 1993, p. 33. 75 Enrique Cirules: El imperio de La Habana, Casa de las Américas, La Habana, 1993, pp. 31-34. 76 Irwin F. Gellman: Ob. cit., p. 236. 35 de una política renovadora y progresista. Sin embargo, ni el bloque oligárquico antinacional lo pondría en práctica ni sus aliados foráneos lo permitirían. Batista y los embajadores norteamericanos de turno se encargarían de ello. Al respecto, vale la pena citar el pronóstico que, el 12 de octubre de 1940, hiciera la revista Business Week, uno de los órganos de prensa más vinculados a Wall Street: Sea aplicado o no, el nuevo estatuto cubano ha creado un poderoso instrumento para las reformas sociales y económicas demandadas por el país (...) No se anticipa una aplicación súbita y drástica de las nuevas regulaciones. Cuba está demasiado vinculada a los Estados Unidos, tanto económica como políticamente, como para darse el lujo de adoptar medidas contra bienes extranjeros como las expropiaciones mexicanas de propiedades petroleras foráneas (...) Observadores con acceso esperan que el cumplimiento de las cláusulas restringiendo posesiones ajenas y previendo la eventual restitución de los patrimonios actuales a manos cubanas, si es que se lleva a cabo, se haga de forma gradual. 77 La Segunda Guerra Mundial produjo un aumento de las importaciones de productos latinoamericanos por parte de los Estados Unidos, cuyo Gobierno se vio obligado a abrir sus mercados a la región para enfrentar el esfuerzo bélico y suplantar los insumos procedentes de otras regiones envueltas en el conflicto.78 A pesar de que el precio del azúcar fue ajustado a una tasa fija, muy por debajo de lo que se podría haber obtenido en el mercado mundial, la suspensión provisional del sistema de cuotas estimuló la producción cubana destinada al mercado estadounidense.79 Sin embargo, la consecuencia a largo plazo fue la de reforzar los lazos de dependencia y “endurecer la importancia de un sector azucarero cada vez más anquilosado”.80 El hecho de que Cuba y los Estados Unidos fueran aliados de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial permitió el establecimiento de relaciones diplomáticas entre La Habana y Moscú. Sin embargo, este hecho no se produjo sin que antes el gobierno de Batista consultara al de 77 Business Week, Nueva York, 12 de octubre de 1940. Citado en Samuel Farber: Revolution and Reaction in Cuba, 1933-1960. A Political Sociology from Machado to Castro, Wesleyan University Press, Middletown, Connecticut, 1976, p. 97. 78 Francisca López Civeira: Ob. cit., pp. 183-184. 79 Marcelo Fernández Font: Cuba y la economía azucarera mundial, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1989, p. 163. 80 Marifeli Pérez-Stable: The Cuban Revolution: Origins, Course and Legacy, Oxford University Press, Nueva York, 1993, p. 43. 36 Roosevelt sobre la conveniencia de dar ese paso, que se concretó el 17 de octubre de 1942.81 A pesar de que los gobiernos auténticos de Ramón Grau San Martín y Carlos Prío Socarrás dejaron tras sí una terrible estela de venalidad y corrupción, es forzoso reconocer que, hasta cierto punto obligados por las expectativas que sus retóricas populistas, antimperialistas y nacionalistas crearon en las masas, algunas de las medidas adoptadas por ellos no fueron tan abiertamente pro norteamericanas, como las aplicadas por Batista. En algunos terrenos prevaleció la ambigüedad. Por un lado, evitaron aplicar por completo lo establecido en la Constitución de 1940, salvaguardando así, en lo esencial, los intereses oligárquicos norteamericanos y nacionales y, en el plano interno se sumaron a la política anticomunista de la guerra fría, como lo había hecho Batista. Por el otro lado, adoptaron ciertas actitudes internacionales y domésticas que no fueron del todo satisfactorias para Washington. Cabe mencionar la posición asumida por el gobierno de Grau en la Conferencia de San Francisco82 y en las conferencias de Chapultepec (1945), Río de Janeiro (1947) y Bogotá (1948),83 lo que se conjugaba con los reales intereses nacionales.84 Por un lado, en Chapultepec85 y San Francisco la delegación cubana se opuso a la aceptación del derecho al veto por parte de las cinco potencias que conformarían el Consejo de Seguridad de la proyectada Organización de Naciones Unidas con carácter permanente, según se había acordado en Dumbarton Oaks, en Virginia, entre los Estados Unidos, Gran Bretaña, la Unión Soviética y Francia.86 Por otro lado, la representación de la Isla en Río de Janeiro y en Bogotá insistió para que se incluyeran cláusulas que previnieran el uso de la agre81 Ministerio de Relaciones Exteriores de la República de Cuba: Archivo Central, Legajo No. 66, Estados Unidos 114, 1943-1958. En lo adelante, citado como MINREX: Archivo Central. 82 Conferencia constitutiva de la Organización de Naciones Unidas (ONU), celebrada en San Francisco, California, en agosto-septiembre de 1945. 83 Primeras tres conferencias constitutivas del sistema interamericano de postguerra, celebradas en el período de 1944 a 1948. En ellas se analizaron y acordaron, sucesivamente, las posiciones de los gobiernos del Hemisferio Occidental ante la Carta de las Naciones Unidas (adoptada en San Francisco, California, en 1945), el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) o Tratado de Río de Janeiro, en 1947, y la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA) o Carta de Bogotá, en 1948. 84 Nerina Romero: La política exterior durante los gobiernos auténticos, Instituto Superior de Relaciones Internacionales, La Habana, 1996 (inédito). 85 Entre los miembros de la delegación cubana que asistió a la Conferencia de Chapultepec se encontraban los senadores Eduardo Chibás y Pelayo Cuervo, el representante Manuel Bisbé, el profesor Ernesto Dihigo y, por la parte militar, el oficial Ramón Barquín. Nerina Romero: Ob., cit., p. 38. 86 Nerina Romero:Ob. cit., pp. 8-13. 37 sión económica como instrumento de coerción contra cualquier país. Cuba tenía amargas experiencias en ese terreno. Este último punto fue conocido como la Doctrina Grau y fue recogido, en esencia, en la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA).87 Otros gestos de cierta significación del gobierno de Grau fueron los de pedir el cierre de las bases militares norteamericanas establecidas durante la Segunda Guerra Mundial en el período de seis meses preestablecido en los acuerdos firmados entre Cuba y los Estados Unidos,88 y el de esperar hasta que 14 países hubieran ratificado el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), firmado en Río de Janeiro, en 1947, para hacerlo en nombre de Cuba, cosa que hubiera sido impensable con Batista como presidente.89 No deben causar sorpresa estas posiciones, pues, como ha demostrado el profesor Morris H. Morley, basándose en su afanosa búsqueda en archivos norteamericanos: “la política norteamericana hacia Cuba durante el período de Grau/Prío se caracterizó también por las disputas constantes sobre la necesidad de crear un clima más favorable para las inversiones y por la disposición a aplicar presiones económicas (suspendiendo la asistencia económica y técnica) para lograr ese fin”.90 Por su parte, aunque los gobiernos auténticos desplazaron de la dirección de la Central de Trabajadores de Cuba (CTC) a los dirigentes comunistas, su base social —la clase media, la obrera y la desposeída— que ya había alcanzado un alto nivel de insatisfacción y combatividad, estimulada por las promesas incumplidas de la Constitución de 1940 y de los distintos candidatos del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), les obligaba a hacer ciertas concesiones a los sectores populares, política ya establecida desde la época precedente de Batista, cuyo primer gobierno como Presidente incluyó ministros comunistas. Una de las conquistas más importantes de ese período lo constituyó el diferencial 87 Rafael P. González Muñoz: Doctrina Grau. Antecedentes, exposición y problemática de la agresión económica, Publicaciones del Ministerio de Estado, La Habana, 1948. 88 Morris H. Morley: Imperial State and Revolution. The United States and Cuba, 1952-1986, Cambridge University Press, Gran Bretaña, Cambridge, 1987, p. 38. Esta es una obra excelente para cualquier lector o especialista que pretenda adentrarse en la historia más reciente del conflicto entre Cuba y los Estados Unidos. 89 Nerina Romero: El modelo de seguridad hemisférica en la Cuba pre revolucionaria, Instituto Superior de Relaciones Internacionales, La Habana, 1997, p. 13 (inédito). 90 Memorándum del secretario de Estado Interino Lovett al presidente Truman, 7 de diciembre de 1948, FRUS, vol. IX, 1948, p. 571. Citado en Morris H. Morley: Ob. cit., p. 37. FRUS es la referencia usual dada por los especialistas norteamericanos a los volúmenes de Foreign Relations of the United States que el Departamento de Estado publica cada cierto período, y contienen documentos desclasificados, total o parcialmente, al menos 30 años después de que estos fueran redactados. 38 azucarero91 alcanzado por la lucha del dirigente del gremio Jesús Menéndez. Según Morris H. Morley: “la hostilidad disimulada de Washington hacia las políticas laborales auténticas se manifestó a través de gestiones diplomáticas ante las autoridades cubanas para que ‘rechazaran más firmemente las demandas de los trabajadores para obtener continuos beneficios salariales y de otro tipo’.”92 Ello también se puso en evidencia cuando fue necesario negociar un nuevo acuerdo comercial entre ambos países y el Departamento de Estado trató de utilizar, infructuosamente, el arma de la cuota azucarera para obtener aún mayores concesiones de la parte cubana, en materia de derechos y privilegios para los inversionistas norteamericanos y de compensación por las reclamaciones de estos en varios casos que se encontraban pendientes.93 La participación que Carlos Prío tuvo en el sesgo anticomunista del gobierno de Grau, en su calidad de Ministro del Trabajo, trajo por consecuencia que fuera visto con mucha menos antipatía, tanto por la oligarquía criolla, como por sus patrones norteamericanos.94 El nuevo Presidente no decepcionó las expectativas y ni siquiera optó por seguir una política exterior como la de Grau.95 Por el contrario, el gobierno de Prío fue un activo colaborador de las políticas norteamericanas de seguridad hemisférica, rubricando los acuerdos mediante los cuales quedaron establecidas en Cuba misiones de los tres servicios armados de los Estados Unidos: la Fuerza Aérea (en 1950) y el Ejército y la Marina de Guerra (en 1951). El 7 de marzo de 1952, tres días antes del golpe de Estado castrense de Batista, se firmó el Acuerdo de Asistencia Mutua para la Defensa, en cumplimiento del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR).96 No obstante, según afirmó Morris H. Morley, las autoridades norteamericanas no estaban suficientemente satisfechas con el comportamiento de ambos presidentes auténticos. 91 Marifeli Pérez-Stable: Ob. cit., pp. 47-49. 92 Nota de Frederick L. Springborn (División de América Latina, Departamento del Tesoro) a Duwayne G. Clark (Consejero para Asuntos Económicos, Embajada en La Habana), del 3 de enero de 1952, en Legajo Cuba 0/00, Caja 44/1, Departamento del Tesoro de los Estados Unidos obtenida a través de la Freedom of Information Act (Ley de Libertad de Información). Citado en Morris H. Morley: Ob. cit., p. 37. 93 Morris H. Morley: Ob. cit., p. 38. En este caso, Morley se basó en el artículo de Thomas J. Heston titulado: “Cuba, the United States and the Sugar Act of 1948: The Failure of Economic Coercion”, en Diplomatic History, Malden, Massachusetts, diciembre-febrero de 1982, vol. 6, no. 1. 94 Marifeli Pérez-Stable: Ob. cit., pp. 50-51. 95 Nerina Romero: La política exterior durante los gobiernos auténticos, Instituto Superior de Relaciones Internacionales, La Habana, 1996 (inédito). 96 Nerina Romero: El modelo de seguridad hemisférica en la Cuba prerevolucionaria, Instituto Superior de Relaciones Internacionales, La Habana, 1997, pp. 28-34. 39 Los funcionarios norteamericanos identificaron cuatro puntos que afectaban las operaciones del capital: la utilización onerosa de los cargos públicos para el provecho personal; el soborno y la corrupción burocráticos o la ausencia de un ambiente en el cual, según Max Weber, ‘los asuntos oficiales de la administración pública (puedan ser) ejecutados con precisión, sin ambigüedades, y con tanta rapidez como fueran posible’; 97 el fallo en proveer una compensación adecuada a los inversionistas norteamericanos afectados, a quienes se les debía un estimado de 9 000 000 de dólares; y la incapacidad de ambos regímenes de mantener el pago de las deudas a las agencias públicas y privadas de los Estados Unidos.98 97 Max Weber: Economics and Society, Bedminster Press, Nueva York, 1968, t. 3, p. 974. Citado en Morris H. Morley: Ob. cit., p. 37. 98 Morris H. Morley: Ob. cit., p. 37. 40