Luca Chiantore FERRUCCIO BUSONI ENTRE IDEALISMO Y POSITIVISMO: LA INTERPRETACIÓN COMO DESAFÍO CULTURAL ¿Quién era Ferruccio Busoni? Un compositor, sin duda. Y un intérprete: entre los más extraordinarios que la historia de la música occidental recuerde. Fue un mecenas, en la medida en que los alternos éxitos de su controvertida actividad le permitieron serlo, y uno de los grandes profetas de la nueva música. Pero para gran parte del público Busoni fue también —y sobre todo, hoy en día— editor y revisor, responsable de publicaciones y transcripciones que son un emblema de la dificultad de trazar una diferencia clara entre “composición” e “interpretación”. Él mismo tenía un vasto repertorio de vocablos para definir este tipo de ediciones: Herausgabe, Bearbeitung, Umschreibung, Version e incluso Konzertmässige Interpretation (así publicó Universal Edition, en 1910, la paráfrasis de concierto del Klavierstück op. 11 n.º 2 de Schönberg), sin contar los vocablos que reservaba a las obras originales compuestas sobre material de otros compositores (Fantasien, Variationen, Improvisationen, Übungen, Studien, Vortragstücke...). Prefería el alemán, para ello, y no por pura xenofilia; aprovechaba la precisión quirúrgica de esa lengua para intentar recordar cuán complejo y diverso puede ser el trabajo de quien se sitúa ante las obras ajenas con auténtico espíritu creativo. PALABRAS OLVIDADAS Durante toda su vida —desde las primeras transcripciones bachianas que se remontan al 1888 hasta los 10 tomos póstumos del Klavierübung— Busoni volcó tiempo y energías en estas publicaciones: una decisión detrás de la cual se escondía una posición teórica muy definida. Busoni intentó con fe inquebrantable explicar al mundo tanto ésta como las otras tesis que componían su complejo credo artístico. Lo hizo mediante escritos frecuentemente citados, que han sido objeto de agudos estudios; escritos incómodos y difíciles no tanto por su forma como por su contenido. El Busoni pensador era aún más inclasificable que el Busoni artista, y la posteridad no es generosa con esta clase de figuras. En el momento de escribir este ensayo, sus escritos completos no se encuentran en el catálogo de ninguna editorial, en ningún idioma. Se publicaron en italiano, en 1977 (Lo sguardo lieto, Milano: Il Saggiatore) pero no hay señales de una reedición de un libro agotado desde hace tiempo; en inglés nunca llegaron a editarse por completo, y la situación no es distinta con el idioma favorito de Busoni, el alemán que había heredado de su madre Anna Weiss. Todo ello a pesar del interés que su figura sigue despertando: en su ciudad natal, Empoli, existe un Centro Studi Musicali Ferruccio Busoni que ha conseguido que se dedicaran a este gran músico dos congresos internacionales en menos de quince años (La trascrizione. Bach e Busoni, 1985; y Ferruccio Busoni e il pianoforte del Novecento, 1999) y los intérpretes —los pianistas, en particular— están volviendo con creciente interés sobre un catálogo de obras multiforme y lleno de sorpresas. Actualmente, Busoni sigue presente en el mercado editorial básicamente gracias a su epistolario (disponible en ediciones parciales tanto en italiano como en inglés y alemán) y, cómo no, con su “Esbozo para una nueva estética musical”, su escrito más importante. Pero la difusión internacional de este profético opúsculo, y sobre todo las banalizaciones de las que puede ser objeto, no deben hacernos olvidar que la importancia de las posiciones estéticas del artista italiano no se agota en estas célebres páginas. NOTACIÓN E INTERPRETACIÓN Busoni vivió las inquietudes intelectuales de su tiempo de forma absolutamente personal y desde posiciones frecuentemente incómodas. Intentó en vano hacerse entender y no consiguió que su mensaje calara hondo ni siquiera entre los músicos de su propio entorno, que frecuentemente no comprendieron el auténtico alcance de sus convicciones. Hoy en día, sus posiciones teóricas siguen incomprendidas como lo fueron, efectivamente, en su día, y su nombre es a menudo arrinconado a los márgenes de la historia del pensamiento musical.1 No obstante, sus escritos tienen una especial actualidad ante los encendidos debates en curso sobre la teoría de la interpretación y la significación musical. Es difícil, por ejemplo, no Una buena muestra de ello son los manuales de estética musical actualmente disponibles en lengua castellana, casi monopolizados por la figura de Enrico Fubini, un italiano del que nos esperaríamos un conocimiento profundo de las tesis busonianas. En el más reciente de estos textos, el sintético Estética de la música (Fubini, 2001), traducción al español de la voz Estetica musicale del Dizionario Enciclopedico Della Musica e dei Musicisti U.T.E.T., el nombre de Busoni ni siquiera aparece. ¿Una casualidad, tal vez causada por la extrema brevedad del texto? Por supuesto que no. Los célebres dos manuales de Fubini recogidos en versión castellana en el afortunado volumen La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX (1988/1999) mencionan a Busoni una sola vez, de manera completamente marginal, y lo hacen exclusivamente en relación con su interés (nunca llevado a la práctica) por elaborar música por tercios de tono. Otra mención sorprendentemente fugaz la hace Fubini en los ensayos reunidos en Música y lenguaje en la estética contemporánea (1973), cuyo primer capítulo — “La estética crociana y la crítica musical”— se concentra en la figura de Benedetto Croce y su repercusión sobre la cultura italiana de la primera mitad del Novecento. Parecería inevitable relacionar a Busoni con los debates filosóficos y estéticos de la época; no obstante, incluso aquí su figura queda relegada al margen. 1 relacionar con estos debates afirmaciones tan contundentes como las que realizara Busoni en 1906 en su célebre Entwurf einer neuen Aesthetik der Tonkunst: El espíritu de una obra de arte, la medida de la emoción, y de su contenido humano, permanecen inmutables en su valor a través del curso de los años; la forma que estos tres asumen, los medios a través de los que se expresan y el gusto de la época que les dio nacimiento son transitorios y envejecen rápidamente. (Busoni 1982: 27) Aunque resulte un poco paradójico, los vocablos clave de Busoni, con toda su vocación de eternidad, están muy ligados a su época: hablar de “espíritu”, “emoción” y “contenido” de una obra sin especificar el marco teórico sería hoy inconcebible. Pero lo que más nos interesa es que aquellos “medios” (transitorios pero indispensables) a través de los cuales la esencia de la música se manifiesta son precisamente la interpretación. Una posición particularmente actual que no lleva directamente hasta el objeto de nuestro estudio: La ejecución musical deriva de aquellas alturas libres de donde desciende el arte mismo. En donde el arte es amenazado por lo terrenal, es esta parte de la interpretación la que lo eleva y le permite recobrar su estado primitivo de etérea independencia. La notación, la escritura de las composiciones, es ante todo un ingenioso expediente para capturar una inspiración con el propósito de explotarla posteriormente. Pero la notación es a la inspiración lo que el retrato al modelo viviente. Queda para el intérprete la función de resolver la rigidez de los signos y volverla a la emoción primitiva. Pero los legisladores requieren que el intérprete reproduzca la rigidez de los signos, consideran que su reproducción está lo más cercana posible a la perfección cuanto más se atenga a los signos. Lo que la inspiración del compositor necesariamente pierde a través de la notación debe ser restaurado por el intérprete con base a su propia intuición. (Busoni 1982: 39) La interpretación como el momento en que la obra musical revela su esencia: ésta es la posición clave de Busoni. En un momento decisivo en la historia de la música occidental, ante esa definitiva escisión de la figura del intérprete y la del compositor que se consuma a caballo de los dos siglos, el músico italiano reafirma con contundencia la trascendencia del gesto interpretativo. Él, que era a la vez compositor e intérprete, redimensiona la superioridad de la composición que de allí a poco sancionará Stravinsky, regalándonos una y otra vez encendidas defensas del valor del acto interpretativo. Aunque pueda parecer obvio, no será inútil recordar que Busoni no estaba intentando defender posibles licencias del intérprete, contraponiéndolas a una presunta lectura “objetiva” del texto. Su reflexión tenía como objeto principal el concepto mismo de obra musical y la que es su indispensable complemento en la tradición culta occidental: la notación. Toda notación es, en sí, la transcripción de una idea abstracta. En el instante en que la pluma captura la idea, en ese momento la idea pierde su forma original. La misma intención de escribir y anotar una idea, compele a la elección de ritmo y tonalidad. La forma y el medio sonoro que el compositor debe decidir para poder anotar su melodía, definen aún más cerradamente el camino y los límites. Hay una evidente analogía con la vida del hombre. Nace desnudo, y sin tener todavía aspiraciones definidas, decide, o en un momento dado de su vida es obligado a decidir, sobre una carrera. Desde aquel momento de decisión, a pesar de que mucho de lo que es original e imperecedero en la idea o en el hombre pueda seguir viviendo, cae encerrado en un tipo ya clasificado. La idea musical se convierte en una Sonata o un Concierto, el hombre en un soldado o un sacerdote. Y esto también es un arreglo del original. (Busoni 1982: 41) Desde luego, se trata de una manera muy insólita de enfocar el problema epistemológico de la obra musical, y de la obra de arte en general: una manera en la que Busoni creía firmemente, hasta el punto que encontramos estas mismas idénticas frases, sólo ligeramente retocadas, en otro texto de 1910, “El valor de la trascripción” (Busoni 1982: 91) y también parafraseadas de una u otra forma en numerosos escritos posteriores. Detrás de estos peculiares planteamientos no puede no haber una precisa posición filosófica, y es esta posición que las próximas páginas pretenden investigar. EL PROBLEMA DE LA TRANSCRIPCIÓN Una parte importante de los escritos más estimulantes de Busoni están relacionados con la voluntad de defender la legitimidad de la trascripción, que a principios del siglo XX muchos empezaban a poner en duda. La trascripción parecía poner en peligro la integridad de la obra de arte, y Busoni fue muy explícito en negar este supuesto. Era precisamente el convencimiento de que detrás de cualquier obra existe una idea, un fragmento de eternidad ajeno al paso del tiempo, lo que le permitía creer ciegamente en la trascripción. La posición busoniana ante la trascripción es especialmente interesante porque no sólo se opone rotundamente a cualquier descalificación de semejante práctica (“Una trascripción no destruye al arquetipo, el cual es, por lo tanto, todavía perceptible a través de ella y no se pierde por su culpa”, Busoni 1982: 41) sino que ve en la trascripción una herramienta fundamental para adaptar la obra al tiempo presente y ayudar con ello a devolverle su “etérea independencia”. En efecto, las trascripciones de Busoni se alejaban profundamente (en el espíritu y en la letra) de las que realizaron tantos otros virtuosos de su tiempo para el delirio de un público sediento de malabarismos técnicos y rocambolescos juegos de manos. En aquella edad de oro muchos hallaron en la trascripción de célebres obras (pianísticas y no) un medio para ensanchar y personalizar su repertorio sin por ello necesitar un lenguaje compositivo propio, cuya búsqueda a principios del siglo XX fue convirtiéndose en un problema escurridizo y cargado de polémicas. El repertorio de concierto había empezado a cristalizarse en torno a las grandes figuras de los compositores clásico-románticos y se miraba con creciente desinterés (desinterés, más que recelo) hacia los compositores de vanguardia. Ante un marco de algún modo reaccionario, Busoni siempre miró al futuro. Pensemos en su escrito más citado y recordado, el “Esbozo para una nueva estética musical”: en 1906, Busoni fue capaz de hablar con confianza de la superación de la tonalidad; profetizó nuevos sistemas por tercios, cuartos y sextos de tonos; abogó, finalmente, por una radical renovación de los instrumentos tradicionales en nombre de una búsqueda de nuevos lenguajes que le permitió entrever la mismísima música electrónica (véase Busoni 1982: 57-60).2 La modernidad de las posiciones de Busoni, sin embargo, es aún más evidente si nos alejamos del lenguaje compositivo. Sus revisiones de obras barrocas (la revisión de las Toccatas y del Clave Bien Temperado, en particular) muestran una decidida apuesta por fusionar el análisis formal y el gesto interpretativo, un aspecto que sigue siendo un problema abierto en el mundo del análisis musical más de un siglo después. Y otras revisiones suyas nos ayudan a comprender hasta donde llegaba su interés por conocer el proceso evolutivo de las obras, que superaba con creces la especulación arqueológica de los musicólogos alemanes de la generación anterior. La edición completa de los Estudios de Liszt es el caso más evidente de este interés. Precisamente aquellos mismos “Estudios Trascendentales” que Busoni fue el primero en tocar completos en concierto fueron objeto de una publicación todavía hoy insuperada, que presenta las dos ediciones completas (de 1837 y 1852) precedidas por los juveniles doce Estudios que fueron el embrión de los posteriores Grandes Études. De este modo, podía seguirse por primera vez la extraordinaria evolución técnica protagonizada el compositor húngaro a lo largo de un cuarto de siglo, una evolución que sintetizaba la transición del fortepiano al piano moderno y el nacimiento de la nueva figura del virtuoso tal como hoy la conocemos. La publicación —hoy fácilmente localizable gracias a la reimpresión realizada por la edición norteamericana Dover— iba acompañada de una no menos interesante introducción (traducción castellana en Busoni 1982: 269-281) que remataba una iniciativa editorial visionaria, que unía rigor documental y divulgación en una publicación que todavía hoy en día sigue siendo igualmente preciada para el estudioso y para el intérprete. Un hilo conductor une éstas y otras importantes iniciativas de Busoni: la centralidad de la interpretación. En esta búsqueda al tiempo interpretativa y musicológica en busca de la “verdad” de La propuesta despertó en efecto el interés de Jörg Mager, quien apoyado por el propio Busoni y más tarde por Alois Hába presentó, en 1926, el Sphärophon (un instrumento electrónico capaz de reproducir microintervalos) y al año siguiente el Kaleidosphon (en grado de producir un glissando en acordes). Busoni habló con entusiasmo de estos experimentos en una carta a Volkmar Andrae del 15 de junio de 1922 (Busoni 1988: 484-485). 2 los Estudios de Liszt está la fascinante complejidad de las inquietudes del músico italiano; en su voluntad de dar una explicación a cada nota y cada estructura en la más sencilla de las fugas de Bach está la voluntad de poner nuevas herramientas al servicio del intérprete. Por este motivo, la interpretación, la trascripción y la búsqueda de nuevos lenguajes compositivos conviven con igual dignidad en el “Esbozo para una nueva estética musical” que por primera vez pone la ejecución en el centro de la discusión estética. Aquí más que nunca Busoni quiso dar a sus afirmaciones un marco teórico de máxima amplitud. Un marco que abarca una precisa reflexión sobre la historia y el paso del tiempo: No existe algo que sea absolutamente moderno en el arte, sólo cosas que han nacido antes y han nacido después; aquello que florece por largo tiempo o aquello che se marchita en breve. Lo moderno y lo antiguo han existido siempre. (Busoni 1982: 28) Esta capacidad de vencer la usura de tiempo es precisamente lo que otorga al arte de los sonidos su sentido más hondo: La obra musical existe, antes de que su sonido resuene y después de que ha muerto por completo; entera e intacta, existe, a la vez, dentro y fuera del tiempo y a través de su naturaleza podemos obtener un concepto definido de lo que de otra manera es una noción intangible de la idealidad del tiempo. (Busoni 1982: 42) Vislumbramos con toda claridad un marco filosófico preciso: el idealismo posthegeliano. Busoni no disponía de una formación filosófica profunda, pero fue un intelectual atento y sintió con fuerza los debates ideológicos de su tiempo. Creció en años profundamente marcados por el positivismo y su posición, drásticamente opuesta a esa corriente, le llevó a planteamientos curiosamente próximos a esa variopinta constelación de pensadores que fue el neoidealismo italiano. Es sobre todo esta fe en la eternidad del arquetipo que sostiene y vivifica cada auténtica obra de arte lo que relaciona Busoni con el neoidealismo. Y fue este aspecto de su pensamiento el que fue afianzándose con el paso del tiempo. Su último escrito de envergadura, fechado el 8 de junio de 1924, menos de dos meses antes de morir, reincide precisamente en este punto, con una contundencia que no deja espacio a dudas. El siguiente pasaje, citado de una novela de Anatole France [Histoire Comique] podría ser tomado como lema para mi propio libro Entwurf einer neuen Aesthetik der Tonkunst, 1906: «Puesto que el contenido de una pieza de música existió y existe completo e inalterable antes y después de que ha sonado». En esta novela del maestro francés, un médico dice a un joven dramaturgo cuyo batiente corazón espera por el final de la primera representación de su obra: «¿No crees que todo lo que va a pasar ha pasado ya para toda época?». Y sin esperar una respuesta añade: «si los fenómenos del mundo vienen a nuestro conocimiento uno después de otro, no debemos concluir que en realidad ellos siguen en sucesión uno al otro, y tenemos menos razón para suponer que tienen lugar en el exacto momento en que los percibimos. El universo aparece continuamente incompleto ante nosotros y tenemos la ilusión de que está completándose continuamente. De esta manera, al mismo tiempo que som0s concientes de los fenómenos sucesivos, creemos que ellos vienen realmente hacia nosotros en forma sucesiva. Tenemos que aquellos que no vemos más están en el futuro. Sin embargo, imagina que existieran seres formados de tal manera que pudieran ver simultáneamente lo que para nosotros es pasado y futuro. Uno podría concebir también seres que percibieran los fenómenos en orden inverso y que los vieran desenrollarse desde nuestro futuro hasta nuestro pasado»”. (Busoni 1982: 63-64). Estamos ante una dramática negación de la historia entendida como un camino unidireccional, y la música es precisamente el terreno privilegiado en que vivir la experiencia de este “eterno presente”. Ésta era, en el fondo, la esencia de la música de la que Busoni no dudaba en hablar en los últimos años de su vida con creciente fervor: una esencia “percibida por unos pocos”, y por la mayoría “desconocida o incomprensible” (Busoni 1982: 67). Y con el paso del tiempo el músico italiano fue concienciándose de la dificultad de transmitir incluso a su entorno más próximo una visión de la música elitista y ciertamente hermética: Hay algunos tiempos, en raros casos, en que un mortal consigue hacerse de la percepción de algo inmortal en la esencia de la música por el mero proceso de escucha que se funde en las manos cuando uno trata de atraparlo, se congela en el momento en que uno desea trasplantarlo a la tierra, se extingue tan pronto como se bosqueja a través de las tinieblas de nuestra mentalidad. Sin embargo, permanece lo suficiente para reconocer su origen celestial y, a través de todo lo que es elevado, noble y translúcido que nos rodea y estamos en la capacidad de distinguir, aparece hacia nosotros como lo más alto, lo más noble y lo más translúcido. La música no es, como dijo el poeta, “embajadora” del cielo, sino que los embajadores son aquellos escogidos en quienes ha recaído el alto cargo de traer a nosotros los simples rayos de la luz original a través del espacio inconmensurable. (Busoni 1982: 70) CRECER EN LOS MÁRGENES Nacido en Empoli, cerca de Florencia, en 1866, Busoni crece y se educa en la ciudad materna, Trieste, una ciudad única bajo muchos puntos de vista. Entonces aún más que hoy, Trieste era una ciudad de frontera, políglota por necesidad y provinciana por vocación. Pero bajo el punto de vista cultural, la inquieta Trieste era también el reflejo de la situación de la entera península. En Italia, durante los tres siglos que siguieron el esplendor del Renacimiento, no se dieron esas condiciones sociales y políticas que habían permitido a las lenguas y las culturas francesa, inglesa y más tarde alemana desarrollarse e intercambiar experiencias. En pleno siglo XIX, las ideas políticas y filosóficas seguían penetrando en la península como “de reflejo”, sin encontrar por lo general el tejido social necesario para que se desarrollaran de forma autóctona. La frágil reelaboración de los temas esenciales de la ilustración francesa y del utilitarismo inglés que culmina en el empirismo de Carlo Cattaneo representa, en este sentido un caso emblemático. El que pretendía ser el motor filosófico de la expansión capitalista, capaz de transformar la inmovilista sociedad italiana, acabó derrotado “por la manera misma en que se formó el estado nacional italiano, sin una gran burguesía empresarial que fuera la protagonista de la transformación política” (Papi 1982: 395). La difusión del positivismo, que domina el panorama cultural en que crece el joven Busoni, siguió pautas similares. No faltaron los personajes de gran relieve, especialmente en el terreno de la sociología y la psicología, pero se trató de un movimiento fragmentado y socialmente poco homogéneo. Sirvió, eso sí, para abrir nuevos frentes de debate de tipo religioso, moral y político, especialmente relacionados con la divulgación de la cultura y la educación, debates cuyos ecos seguirían oyéndose durante el principio del siglo siguiente. La reacción antipositivista se organiza en los primeros años del Novecento entorno a un heterogéneo movimiento irracionalista. La revista Leonardo, fundada en 1903, fue el referente de esta corriente: una revista que se nutría de fuentes culturales de primera línea (Bergson, Nietzsche, Peirce, James) y que sintetizó el rechazo a un pensamiento objetivo y racional en favor del que Giovanni Papini —co-fundador de la revista— definía l’arte della creazione. No tenemos documentos que sustenten algún contacto entre Busoni y el entorno del Leonardo, pero la proximidad de las ideas busonianas con el entorno de Papini a principios del siglo es evidente. Precisamente en este contexto surge la figura de Benedetto Croce y su “filosofía del espíritu”, donde la reacción antipositivista se convierte en el punto de partida de una revitalización de tipo idealista de tradiciones culturales muy arraigadas en la vida cultural italiana. La pretensión de un “saber” entendido como valor en sí mismo le acarreó reacciones de los irracionalistas, pero su mensaje caló hondo en el mundo intelectual italiano, y hasta la irrupción del fascismo el suyo seguirá siendo el nombre más emblemático de la cultura de ese país. No hubo una frecuentación personal directa de Busoni por parte de Croce, quien de hecho se mostró siempre indiferente a temáticas de tipo musical. Sin embargo las similitudes entre el pensamiento de ambos es particularmente significativo, especialmente en los años anteriores a la grande guerra del 1914-18. Las coincidencias son, en primer lugar, cronológicas: Busoni y Croce nacen el mismo año, 1866. Ambos nacen en ciudades de provincia, en entornos familiares que marcaron profundamente sus respectivas inclinaciones e inquietudes. Ambos maduran su posición teórica relativamente tarde, en los primeros años del siglo. Otra similitud significativa: Busoni y Croce, con el paso de los años, no fueron transformando radicalmente su posición teórica, a pesar de vivir una época ideológica y políticamente convulsa. Fueron perfeccionando sus argumentos, por supuesto, pero siempre al servicio de unos planteamientos ya plenamente definidos en el momento de convertirse en personajes públicos. Y al lado de estas coincidencias, otra aún más significativa: el compromiso con la sociedad civil, que en Croce se materializó en su cargo como ministro de la pública instrucción en el gobierno Giolitti (1920-21) y en Busoni tiene su máxima expresión en la aceptación, en 1913, de dirigir el Liceo Musical de Bolonia. Una decisión aparentemente incomprensible por parte de un músico mundialmente aclamado y que hasta entonces había vivido entre Rusia, Alemania y los Estados Unidos. En la base de estos paralelismos, existe una sintonía de fondo en el que, para ambos pensadores, fue el telón de fondo de toda su actividad: la reflexión sobre la historia. El pensamiento de Croce es historicismo absoluto; para él, la realidad es espíritu y el espíritu ha de entenderse como devenir histórico. La historia es el terreno en que lo individual y lo universal se unen, según una sensibilidad muy próxima al mundo intelectual de Busoni. Pero a pesar de su interés por el arte (figurativo, especialmente), Croce no se ocupó por igual de todas las manifestaciones artísticas. La música, en particular, nunca encontró un espacio en sus reflexiones teóricas, ni tuvo contactos personales con los principales compositores e intérpretes de su tiempo. Y esto no deja de resultar inquietante, considerando que la música —para expresarnos en términos crocianos— es precisamente el terreno más resbaladizo para semejante ordenada racionalización de la actividad intelectual. ENTRE NEOIDEALISMO Y FILOSOFÍA DEL ACTO Busoni nunca intentó sistematizar su pensamiento, por lo que no es posible establecer un paralelismo estricto entre sus ideas sobre le arte y la filosofía del arte de Croce. Pero no es difícil leer puntos en común en las posiciones de ambos: una concepción fuertemente espiritualista de la realidad; la importancia dada a la reflexión teórica y a su interacción con el acto práctico; la voluntad de dar una perspectiva de tipo kantiano al eterno problema estético de la interdependencia entre el juicio objetivo y la intuición creativa; la necesidad de proyectar la dimensión individual de la voluntad hacia fines universales. Estas no eran ideas filosóficas únicamente crocianas: otros pensadores, en la Italia de la época y fuera de ella, hicieron suyos puntos de vista al menos en parte análogos. Giovanni Gentile, en particular, representó la otra cara del neoidealismo: una filosofía contrapuesta a la de Croce en muchos sentidos, pero al tiempo significativamente paralela a las posiciones resumidas anteriormente. Y con Gentile, el paralelismo como Busoni adquiere nuevos matices. Pensemos en el núcleo esencial del pensamiento gentiliano, la filosofía del acto, máxima manifestación de una reacción antipositivista inspirada en las tesis de Bernardo Spaventa, el filósofo que había buscado a partir de las tesis hegelianas modelos especulativos íntimamente ligados a la tradición filosófica italiana. Mucho más que Croce, cuyas posiciones pueden analizarse según una perspectiva de tipo europeo, el idealismo de Gentile es íntimamente itálico en su origen y en sus manifestaciones. No es de extrañar, pues, que su posición conformó el marco en el cual Italia asimilaría otras experiencias filosóficas, como el marxismo y el existencialismo, antagónicas a las posiciones políticas de Gentile, Ministro de Educación en el gobierno fascista de 1922-24 y máxima autoridad cultural del período fascista. Descartando cualquier posibilidad de una definición objetiva, el pensamiento para Gentile sólo existe “en acto” y en un determinado momento, por lo que su universalidad es siempre históricamente concreta. Lo espiritual es, pues, indefinible: es el acto mismo de la experiencia, un acto individual, concreto e histórico, que no puede objetivarse porque es siempre acto subjetivo. Y si el acto es acto artístico, éste se convierte en expresión concreta de una subjetividad emocional, de un sentimiento que será siempre, por definición, individual. Lo que será objetivable serán los medios técnicos, los instrumentos de la realización artística. Pero el fenómeno artístico en sí mismo está al margen de cualquier objetivación. Y lo que es más importante: cada obra de arte tiene una historia suya propia, que no puede vincularse a un más amplio diseño histórico. A pesar de las evidentes diferencias (en la importancia de la perspectiva histórica, en particular), vislumbramos un fundamental elemento común entre la filosofía del arte de Croce y Gentile: la autonomía del mundo artístico, un aspecto de gran trascendencia si lo comparamos con la posición busoniana. Para Croce, la intuición es la primera forma del momento cognitivo del espíritu; pero intuir quiere decir en primer lugar expresar: la intuición es, pues, el nivel más puro de lenguaje, cuando éste es pura expresividad, no condicionada por predicaciones lógicas. Y con esta relación entre intuición y lenguaje nos hallamos, por supuesto, muy cerca del Romanticismo alemán, de ese Romanticismo que era el manantial último de la formación artística e intelectual de Busoni. Análogamente a los románticos alemanes, Croce ve en el arte el resultado de esta actividad espiritual presidida por la intuición, lo que la aleja profundamente del conocimiento filosófico e incluso moral. Se afirma, pues, una autonomía del arte que, más allá de las fórmulas banalizantes del tipo “el arte por el arte” (explícitamente rechazadas por Croce), se alimenta en la raíz universal del fenómeno artístico. Con Gentile, el proceso se radicaliza. Para él ni siquiera existe un proceso temporal en el arte: cada obra es un organismo capaz de recrearse en el ánimo del receptor de la obra; una tesis que podría tener grandes implicaciones si sólo Gentile hubiera llegado a vincular a la música sus reflexiones sobre el arte. MÚSICA Y FILOSOFÍA EN LA ITALIA POSTCROCIANA Para encontrarnos con filósofos que sí se acercaron a la música hemos de esperar a las generaciones inmediatamente posteriores a Croce y Gentile, en particular con Antonio Banfi (cuya filosofía de la razón crítica, de origen neokantiano, inspiró la izquierda italiana antes y después de la Segunda Guerra Mundial) y Alfredo Parente (un fiel discípulo de Croce que escribió mucho sobre música). Pero el profundizar en temas musicales, como era previsible, no llevó a una mayor sintonía de posiciones, sino a una abierta contraposición de tesis diversas. Dos revistas en particular, Il Pianoforte y La rassegna Musicale, ambas vinculadas a la personalidad de G. M. Gatti, fueron capaces, a partir de 1920, de activar un intenso debate en torno a problemas de estética musical a partir de tesis neoidealistas. Entre los primeros y más activos teóricos en intervenir en estos debates se encuentra precisamente Alfredo Parente, cuyas tesis se hallan expuestas en La música e le arti (escrito en 1935 y publicado el año siguiente) y fueron a su vez el detonante del breve pero densísimo A proposito di un’estetica musicale de Banfi, en el cual el filósofo de Vimercate, en abierta polémica con las propuestas de este último, esboza los elementos esenciales de una filosofía de la música desgraciadamente nunca desarrollada por completo, que vinculaba el problema del “significado” de la música al propio gesto interpretativo. La atención de Banfi por la interpretación no era un hecho aislado: entre 1930 y 1940 es activo en Italia un encendido debate sobre este aspecto, un debate que produjo posicionamientos muy diversos (además de Parente y Banfi, Gatti, Pugliatti, Mila, Graziosi, Casella y otros) pero casi siempre sustentados en presupuestos neoidealistas. Otro filósofo poco posterior, Enzo Paci, hizo de la relación entre el intérprete y la obra el eje de su reflexión, con agudas reflexiones sobre la ejecución de las obras de compositores clave del repertorio occidental como Wagner, Schönberg y Stravinsky. Pero tras una época de cierta vitalidad, semejante interés por la interpretación musical no ha dejado de representar, en la segunda mitad del siglo XX, una presencia esporádica en la reflexión filosófica italiana: el más importante filósofo de la música de las últimas décadas, Giovanni Piana, no ha mostrado nunca una especial sensibilidad por la performance musical, que no encuentra cabida ni en su densísima Filosofia della musica, de 1991, ni en los más recientes Mondrian e la musica (1995) y Teoría del sogno e dramma musicale (1997). Y no deja de sorprender que el mismísimo Umberto Eco, referente mundial en las discusiones sobre semiótica e interpretación, haya destinado un espacio irrisorio a la interpretación musical en sus múltiples escritos. Hemos de alejarnos del pensamiento filosófico tradicional y del mundo académico para que la interpretación musical se vea atribuir el lugar privilegiado que la práctica musical le ha otorgado desde hace tiempo y que Busoni reclamaba para ella. Limitémonos a un caso emblemático: el ya clásico L'anima di Hegel e le mucche del Wisconsin de Alessandro Baricco, bien conocido también en España por la traducción castellana publicada por Siruela en 1999. La propuesta de Baricco es especialmente pertinente aquí, porque la suya no es simplemente una alabanza de la interpretación frente al gesto compositivo, sino una precisa apuesta por un concepto de interpretación creativa y postmoderna: una interpretación producto de un constante diálogo con el texto, alejada de cualquier pretensión de “autenticidad” y capaz de liberar la obra de los vestigios de la tradición. Ante semejante planteamiento, es imposible no volver de nuevo a Busoni y a su dinámica relación con el texto musical. Como él mismo se encargó de subrayar, no se trataba de “modernizar” las obras, ni de apartarse de la rutina en busca de excéntricas e insólitas soluciones: la originalidad de Busoni nacía de la obra misma, de sus exigencias y de la necesidad de que la idea original de la obra llegue intacta a un público que en su memoria auditiva tiene lo que no pudo tener el público al que las obras se dirigieron el día de su estreno. Y ése es precisamente uno de los ejes del planteamiento de Baricco: Desde los tiempos de Beethoven han cambiado muchas cosas: la praxis de la ejecución, el contexto social, los términos de referencia cultural, el paisaje sonoro. El piano que usamos hoy es sólo un pariente lejano del fortepiano que se usaba entonces, diferentes son los lugares, los modos y las motivaciones sociales que condicionan la audición, diferente es el patrimonio auditivo con el que nos acercamos hoy a esa música: en el oído no tenemos sólo a Haydn y Mozart, sino también a Brahms, Mahler, Ravel (y Morricone, Madonna, las sintonías publicitarias, Philip Glass...). En los ojos se tiene el cine, en la mente consignas completamente distintas y en el salón un artilugio que al apretarle un botón escupe música cuantas veces se quiera y con una calidad de sonido que Beethoven, aun queriendo concederle un oído mejor de aquel que pudiera presumir, no se habría ni imaginado. (Baricco 1999: 34) No obstante, si profundizamos un poco más, entendemos pronto por qué, a pesar de los evidentes paralelismos, la postura deconstructivista de Baricco posee también inevitables diferencias con respecto a la posición de Busoni y su idealismo de raíz decimonónica. Leamos los párrafos siguientes, y comparémoslos con las posiciones de Busoni que se transcriben a continuación: Como ha enseñado la estética del siglo XX, ninguna obra de arte del pasado nos es entregada cono era en su origen: a nosotros llega como un fósil con incrustaciones de sedimentos coleccionados en el tiempo. Cada época que la ha custodiado para transmitirla ha dejado su propia huella. Y ella a su vez custodia y transmite esas huellas que se convierten en parte integrante de su esencia. Lo que nosotros heredamos no es sólo la intonsa criatura de un autor, sino una constelación de hormas en las que las originales no son de hecho distinguibles de las otras. La unidad de la obra de arte de ciñe alrededor de sus propias metamorfosis borrando todo rastro fronterizo entre una hipotética autenticidad y la historia de su acontecer en el tiempo. Ella es historia. Todo ello pulveriza el tótem de la fidelidad a la obra. No existe un original al que permanecer fiel. Es más, se hace justicia a las ambiciones de una obra precisamente al hacerla acontecer, una vez más, como material del presente, no retomándola como vestigio de algún pasado inmóvil. Lo que el melómano medio denomina el verdadero Beethoven no es otra cosa que el último Beethoven producido por las metamorfosis de la interpretación. [...] El acto que extravía el original encuentra la esencia más íntima en la obra: su objetiva ambición es no acabar nunca. (Baricco 1999: 34-35) Estas frases tienen un aire profundamente busoniano: la obra como historia, la interpretación como gesto capaz de proyectarla más allá del presente, el rechazo de una vacía aproximación a un original perdido para siempre. Las diferencias (sutiles, todo hay que decirlo) residen si acaso en la relación con el pasado, que tanta importancia tenía para Busoni. Véase, en particular, la carta abierta que envió en 1902 al crítico belga Marcel Rémy, quien le había reprochado las grandes “licencias” que su estilo interpretativo implicaba: Si cree que yo tengo intención de “modernizar” las obras que toco, parte Ud. de una idea falsa. Es todo lo contrario: limpiándolas del polvo de la tradición, yo intento hacerlas “jóvenes”, tal y como le sonaron al público en el momento en que brotaron de la mente y de la pluma del autor. La “Patética” era una Sonata casi revolucionaria en su época, y tiene que sonar revolucionaria; no se pone nunca suficiente pasión en la Appassionata, que fue en su época la cumbre de la expresión de la pasión. Cuando toco Beethoven intento alcanzar la libertad, la energía nerviosa y la humanidad que son los rasgos peculiares de sus composiciones […]. Remontándome al carácter del hombre Beethoven y a lo que se dice de su modo de tocar me he formado un ideal que equivocadamente ha sido definido como “moderno” y que, en realidad, no es más que “vida”. Hago lo mismo con Liszt y curiosamente, en este caso, muchos me aprueban, mientras que me condenan en el otro. (Busoni 1977: 157) Remontarse al carácter del compositor, a las intenciones originarias de la obra y a la impresión emocional que pretendía suscitar en el público: éstas no son precisamente inquietudes propias de una actitud postmoderna como la de Baricco. Pero la proximidad entre ambas posturas, aún así, es mayor de lo que podríamos imaginar: la clave, tanto en Busoni como en Baricco, reside en situar la obra en el presente, en la geografía cultural de nuestro tiempo (Baricco 1999: 38). El problema es que el presente con el que contaba Busoni no es el mismo de hoy. Hacia 1920 todavía se podía relacionar el mundo interior de muchos compositores clásicos y románticos con el ideario del público que un concertista se encontraba en las butacas de una sala de concierto. Pero, ¿hoy? Hoy el problema es diametralmente distinto, según nos recuerda, una vez más, Alessandro Baricco: El problema es tener que trabajar sobre un material que se apoyaba sobre categorías, valores e ideales que resultan, al momento, pulverizados. La [post]modernidad ha suspendido consignas como progreso, trascendencia, verdad, espiritualidad, sentimiento, forma, sujeto. Incluso la línea de demarcación del arte se ha convertido en problemática. Y lo que se denomina “cultura” es un puzzle sin coordenadas de hallazgos de todo tipo, imposibles de jerarquizar y difíciles de juzgar. La música culta era la expresión de un sistema social y filosófico en sí mismo terminado y resuelto. La [post]modernidad es un no-sistema cuya regla es la indeterminación, la provisionalidad y la parcialidad. Esto significa que una actitud capaz de volver a conectar esa tradición con este presente no puede ser más que una actitud violenta, exasperada y extrema. (Baricco 1999: 39) La actitud de Busoni no era precisamente violenta, ni exasperada. Pero sí extrema y sin compromisos. Es difícil imaginar qué hubiera podido hacer un genio como él ante el presente, un presente tan ajeno a sus inquietudes espirituales y humanistas. Pero sí es posible reconstruir con aceptable aproximación lo que hizo Busoni en su día. Y no deja de sorprender la extrema actualidad de la inagotable riqueza de ideas que su legado sigue regalándonos a más de ochenta años de su muerte. RECUPERAR EL ASOMBRO Para hacernos una idea de cómo se concretaban las ideas busonianas sobre la interpretación, las fuentes no son muy diversificadas: a diferencia de otros pianistas de su generación Busoni grabó poquísimo y siempre con poco entusiasmo. A diferencia de los casos de Paderewski o Hofmann, no nos queda ni un aislado testimonio audiovisual, y muchos de los rollos de pianola que registró fueron publicados póstumos sin su permiso. Entre ellos se encuentran, esto sí, formidables muestras de su arte (como la Fantasía lisztiana sobre Lucia di Lammermoor y su transcripción de la Ciaccona de Bach) pero a las habituales reservas sobre la fiabilidad de la grabación de los rollos se une en este caso la falta del aval por parte del más directo protagonista. Tenemos, esto sí, siete breves grabaciones acústicas, realizadas en dos sesiones, en 1919 y 1922: sesiones que tampoco satisficieron a Busoni (véase, en particular, Busoni 1938: 285, 287) pero que siguen siendo a día de hoy el insustituible núcleo de su legado sonoro. Ante semejante e incierta documentación, los textos escritos siguen presentándose como el más certero de los documentos, como si de un compositor-pianista del siglo anterior se tratara. Un buen ejemplo para entender qué clase de sorpresas podía reservar a sus oyentes Ferruccio Busoni podemos oír, por ejemplo, el Preludio, Fuga y Fuga figurata publicado en 1909 como parte de An die Jugend.3 El punto de partida es el quinto Preludio y Fuga del Clave Bien Temperado de Johann Sebastian Bach. Pero no se trata de una transcripción propiamente dicha: de hecho, hasta pasado el ecuador de la Fuga, las diferencias con respeto al original son tan pequeñas que cualquier oyente las identificaría como licencias adecuadas para una obra barroca o provenientes de alguna fuente secundaria. La verdadera sorpresa llega justo antes de los que deberían haber sido los triunfantes acordes conclusivos: tras un inesperado silencio vemos reaparecer el característico ritmo acéfalo del motivo inicial del Preludio, que en pocos compases se convierte en una verdadera reexposición de esa pieza inicial superpuesta —y en esto reside la auténtica acrobacia compositiva— al tema de la fuga, tratado de forma imitativa como si se tratara de un estrecho. Como nos recuerda el principal biógrafo de Busoni, Edward Dent, las piezas de An die Jugend (“A la juventud”) no eran música escrita con intenciones didácticas, sino “dedicada a quienes fueran jóvenes lo suficiente como para mirar a la música de un modo nuevo.” (Dent 1933: 192) 3 No se trata de una breve cita: a lo largo de 42 largos compases Busoni reelabora el preludio en toda su extensión, desarrollando con especial espero el doble pedal de dominante original y el fantasioso pasaje virtuosístico con el que éste concluye. Pero tras ello, en lugar de los últimos acordes del preludio, hacen su aparición, a ese punto casi inesperados, los acordes conclusivos de la fuga original, como si esos últimos cuarenta compases hubieran sido tan sólo un onírico paréntesis. La sorpresa, para el oyente, es colosal. Para el oyente que conoce la obra, por supuesto, ya que un oyente desprevenido podría imaginarse que todo fuera producto de la portentosa imaginación de un Bach. Y quien conoce la obra no puede no quedarse pasmado por la inventiva, la frescura, el aire de vibrante novedad que se respira al escuchar estas notas tantas veces oídas. Jugar con las obras y descubrir sus potencialidades: esto es lo que hacía Busoni, una y otra vez, con una capacidad de asombro por la riqueza de las grandes obras del repertorio encuentra confirmación en su epistolario.4 Busoni habló por primera vez de la posible superposición del Preludio y la Fuga en Re mayor, en una carta a Egon Petri del 26 de junio de 1909, mostrándose especialmente intrigado por esta curiosa solución y de las posibilidades combinatorias resultantes (véase Busoni 1988: 151-152). 4 En el caso del Preludio, Fuga y Fuga figurata, el centro de atención de Busoni es el entramado contrapuntístico: ésa era la razón de ser de la obra original y de allí partió el músico italiano. Pero si de Bach nos movemos hacia el Romanticismo las prioridades cambian, y la actitud de Busoni también. Un caso especialmente transparente nos lo ofrece el principio de las Variaciones sobre un tema de Chopin que aparecieron en 1922 como parte de su Klavierübung. El tema es el Preludio en do menor, con su solemne sucesión de acordes, y al ser un tema con Variaciones no esperaríamos la cita íntegra del tema antes de pasar a las variaciones propiamente dichas. Adelantándose en más de una década al análogo inicio de la Rapsodia sobre un tema de Paganini de Rachmaninov, Busoni empieza, en cambio, con una breve introducción, cuatro compases directamente derivados del tema chopiniano, pero caracterizados por procedimientos canónicos dignos de un Hindemith. Este sorprendente contrapunto inicial, con su armonía disonante y asimétrica, desemboca inesperadamente en el tema original. Si nos había sorprendido el principio, este quinto compás nos sorprende aún más, sobre todo por la sensación de fuerza y solemnidad que estos acordes tan conocidos desprenden, tras la inquietante vaguedad de los anteriores. Retardando la aparición del tema de tan sólo pocos segundos, el genio de Busoni consigue que el oyente se fije en la sucesión harmónica que se elaborará en las páginas siguientes. Y lo hace de una forma especialmente sofisticada, ya que la transición de la textura contrapuntística inicial a la vertical homofonía del tema de Chopin es un fulgurante recordatorio de una transición histórica. Obras como este Preludio en do menor pudieron existir gracias al nacimiento de una nueva sensibilidad armónica, que veía en la verticalidad de las triadas mayores y menores nuevas posibilidades expresivas al tiempo que supeditaba a esta escritura acordal lo que quedaba del antiguo arte contrapuntístico (sin por ello olvidarse de él, como bien nos recuerda esta página plagada de apoyaturas y retardos). De algún modo, Busoni nos hace revivir el paso histórico de la horizontalidad contrapuntística a la armonía tonal haciendo hincapié en su eje portante: la nueva emoción que representó la escritura acordal que el período clásico legó al Romanticismo. Las variaciones que siguen a este impactante inicio son, de hecho, reflexiones sobre la armonía y sus posibilidades de desarrollo. Pero antes aún de llegar a la primera variación, otro detalle atrae nuestra atención: como último acorde del tercer compás no hallamos el habitual acorde de do menor, sino el correspondiente acorde mayor. No se trata de una alteración del texto original, ya que el bemol en correspondencia del mi falta en el manuscrito autógrafo y, de hecho, Busoni no era el único pianista de su época en preferir aquí el acorde mayor, pero en este contexto —tras una introducción tan cromática y densa— el cambio de modo suena portentosamente nuevo, y consigue que el oyente esté al acecho durante toda la obra, para ver si alguna otra novedad se produce. OBRAS EN EVOLUCIÓN Una vez más, Busoni nos obliga a replantear no sólo la relación entre el intérprete y el compositor, sino la propia posición del público. En una época trascendental para la historia de la música occidental, en la que se iba cristalizando definitivamente un “repertorio de referencia” centrado en unos pocos compositores clásicorrománticos, el genio italiano no se sustrae a las profundas contradicciones de su tiempo viviéndolas, al contrario, en toda su trascendencia. Busoni cuenta con un oyente capaz de una escucha consciente, capaz de seguir la estructura de una obra, su itinerario armónico, su textura, su perfil melódico. Pero juega también a sorprenderle: no quiere que la interpretación se limite a satisfacer sus expectativas, las expectativas de quien ya sabe lo que sucederá en cada momento de la ejecución. Quiere, al contrario, que su oyente se sorprenda, como él mismo no dejó de sorprenderse, a lo largo de toda su vida, por la inagotable riqueza de ese repertorio. Por este motivo, sus creaciones siempre fueron, de algún modo, “provisionales”. Estas mismas Variaciones sobre un tema de Chopin eran una radical reelaboración de otra obra análoga anterior, mucho más extensa y menos equilibrada, pero no menos chocante que esta versión más tardía. Y esta misma situación se repite con muchos de sus “estudios” sobre el Clave Bien Temperado o la Fantasia Contrappuntistica, que recibió hasta cuatro versiones. Pero es sobre todo en todo aquello que va más allá de la propia partitura en donde las obras de Busoni se nos presentan no como formas cerradas y perfectas, sino como obras “en construcción”, obras “abiertas”. La referencia a Umberto Eco, no por fácil es menos adecuada: las obras de Busoni exigen un intérprete creativo no menos que un receptor capaz de tomar una posición, capaces, ambos, de dar ellos mismos una “interpretación” del fenómeno ante el que se encuentran. A menudo, las revisiones de Busoni nos hablan precisamente de esta necesidad de dar respuesta a los tantos interrogantes que la música del pasado plantea. Particularmente significativa es la edición de las Variaciones Goldberg, no sólo por su contenido, sino por el explícito texto que las acompañaba en la impresión original y que todavía hoy puede consultarse en la reimpresión moderna. En ella, se muestra particularmente consciente de que esta obra monumental supone un desafío casi inabarcable para las capacidades perceptivas de un oyente no particularmente entrenado. Por este motivo, a pesar de publicar las variaciones en su entereza, Busoni propone una “versión de concierto” acortada y variamente arreglada (abierta, por otra parte, a diversas alternativas), argumentando una por una las razones de su elección en favor de la supresión de una u otra de las variaciones y de las nuevas conexiones que de ello derivan.5 Entre las variaciones “sacrificadas” destacan sobre todo los cánones, que corresponden a las Variaciones 3, 6, 9, 12, 15, 18, 21, 24 y 27. Renunciando a la simbología numérica original, Busoni “salva” únicamente los cánones a la segunda —Var. n.º 6— y a la quinta —Var. n.º 15—, en un homenaje a los ejes portantes de la cadencia perfecta que sustituye la aritmética simetría de la obra original, donde los cánones proceden de forma progresiva: al unísono, a la 2.ª, a la 3.ª, a la 4.ª, a la 5.ª, a la 6.ª, a la 7.ª, a la 8.ª y a la 9.ª. Aunque Busoni no lo diga expresamente, estos cambios están presididos por la voluntad otorgar a la obra una precisa direccionalidad, borrando cualquier posible resquicio de una concepción circular del tiempo. Dos cambios muestran con especial claridad esta búsqueda de linearidad: la supresión de la Variación n.º 16 (Ouverture), que con su emplazamiento justo en la medianía de la obra dividía el ciclo en dos mitades, y la radical reelaboración de la sección final, con una Variación n.º 29 suspendida a la dominante y una Aria da Capo radicalmente transfigurada, que deja de ser una “da capo” para transformarse en una pieza monumental de regerianas proporciones. De este modo, la última página se convierte en el Véase Busoni 1915/1943: V-VI. La propuesta de Busoni divide la obra en tres partes según el siguiente esquema (entre paréntesis los números de las variaciones según el texto de Bach; las indicaciones de tiempos son las del propio Busoni; íd.: VI): 5 Aria Variaciones: PRIMER GRUPO 1 Allegro (1) 2 Andantino (2) 3 Lo stesso movimento (4) 4 Allegro non troppo (5) 5 Canone alla seconda (6: canon a la segunda) 6 Allegro scherzando (7) 7 Allegro (8) 8 Fughetta (10) 9 Più vivace (11) 10 Andante con grazia (13) SEGUNDO GRUPO 11 Allegro ritenuto (14; o, en su lugar, Allegro slanciato, 17) 12 Canone alla quinta (15: canon a la quinta) 13 Allegretto piacevole (19) 14 Allegretto vivace (20) 15 Fugato (22) 16 Non allegro (23) 17 Adagio (25) TERCER GRUPO 18 Allegro corrente (26) 19 Andante brillante (28) 20 Allegro finale (29), Quodlibet (30) e Ripresa punto de llegada de todo el ciclo, impregnándose de una sensibilidad que no es ajena al mundo de los finales tardorrománticos, como el de los Cuadros de una Exposición o el de tantos Conciertos para piano y orquesta, desde Liszt a Chaikovsky, Grieg o Rachmaninov. Estamos, evidentemente, muy lejos del mundo sonoro bachiano. Pero las fáciles generalizaciones no se adaptan a la sofisticada experimentación busoniana. La direccionalidad que el músico italiano quería subrayar, ya existe en el texto original, donde el emplazamiento de las explosivas Variaciones n.º 26, 28 y 29 no es en absoluto casual y responde a un preciso planteamiento retórico. La serie de los cánones, por su parte, otorga a la obra una unidad marcada por su orientación ascendente. Y por supuesto el Aria, aunque vuelva idéntica tras las 30 variaciones (lo que de todos modos no habría hecho un clavecinista barroco, siempre dispuesto a ornamentaciones diversas), nunca se escuchará idéntica a cómo se escuchó una hora antes debido por todo aquello que habremos escuchado entre una y otra repetición. Una vez más, las propuestas de Busoni ponen en primer plano el problema de la recepción, que es precisamente de donde partía su actividad. Leamos las palabras de propio Busoni en relación con este problema: Para que esta imponente composición pueda mantenerse en las salas de concierto (es decir para que los miles de personas que no son en grado de interpretarla por sí mismos lleguen a escucharla), es aquí necesario —más que en las otras obras para piano de Bach— adaptarla tanto a la fuerza intelectual del oyente como a las facultades del pianista, tanto acortando como retocando aquí y allá. (Busoni 1915/1943: V) No se trataba, pues, de “alejarse” del mundo de Bach, sino de ponerlo al alcance de unos oyentes (y de unos intérpretes) no familiarizados con tanta densidad compositiva. Por supuesto, el filtro es el de Busoni, hombre de su tiempo como ninguno; pero la suya no dejaba de ser una forma de actuar que partía, en todo momento, de un análisis extremadamente pormenorizado de las características propias de cada obra y de cada autor. ACERCARSE AL ESTILO DE CADA AUTOR Para Busoni, la aproximación al mundo sonoro de cada compositor fue una obsesión desde los primeros años de estudio. Las principales creaciones de su infancia, como el tema con Variaciones en Do mayor, escrito en 1873, y sobre todo las impactantes Inno Variationen, del año siguiente, nos muestran una extraordinaria capacidad mimética por parte de un niño que a los 8 años de edad ya era capaz de evocar con precisión los estilos compositivos de sus autores preferidos, como Beethoven, Schubert, Mendelssohn, Schumann. Algunos años después, tras sus estancias de estudios en Viena y Leipzig, esta capacidad mimética alcanzó un tono aún más explícito en otro breve ciclo de Variaciones (escrito en 1886, pero publicado tan sólo en 1987), esta vez sobre la canción popular Kommt ein Vogel geflogen. Se trataba de una explícita respuesta al análogo ciclo de variaciones “en el estilo de maestros antiguos y modernos” publicadas por Siegfried Ochs, y en ella Busoni parodió con éxito a Schumann, Mendelssohn, Chopin, Wagner y Scarlatti. La que podría parecer una aristocrática forma de juego compositivo era, en realidad, el reflejo de la sensibilidad de una época en que tanto los intérpretes como el público se interrogaban con creciente profundidad sobre el arte de la interpretación. En los últimos años del siglo, las mayores autoridades en el tema subrayan una y otra vez la necesidad de hallar un estilo de ejecución propio para cada autor. En la que era la más actualizada historia del piano escrita hasta la fecha, Oskar Bie no encontró mejor forma de alabar a Eugen d’Albert —prototipo del pianista contemporáneo y a quien el libro iba dedicado— que destacar que con él la “seriedad” de Brahms, la “delicadeza” de Chopin, la “solemnidad” de Bach se reconocían en todo momento, sin nunca confundirse una con otra (Bie 1899: 301). Y pocos años antes, durante las conferencias vinculadas a su célebre ciclo de siete programas históricos publicadas bajo el título de “La Música y sus representantes”, el mayor pianista de la época, Anton Rubinstein, llegó incluso a una profética alabanza de la recuperación de la técnica original, con tal de adecuarse al mundo estético de los distintos compositores: Desearía, en general, que el modo de tratar el piano de hoy (en lo referente a la técnica y a los pedales) variara según las diferentes épocas de nuestro arte. Tocaría en nuestro piano una pieza de Haydn o de Mozart toda con el pedal izquierdo, especialmente en los forte, pues su forte no tenía el carácter del forte de Beethoven, y aún menos el de los compositores posteriores. [...] En general, yo abogo por diferenciar los matices de sonoridad según los compositores y las distintas épocas del arte. (Rubinstein: La musique et ses représentants, 1892, pp. 120-121; cit. en Chiantore 2001: 425) LA IMPORTANCIA DEL DETALLE Esta voluntad de aproximarse a los secretos de cada compositor y de cada obra empezaba, con Busoni como con sus ilustres contemporáneos, con la atención al detalle, y al detalle técnico en primer lugar. Important details in piano study es precisamente el título la conferencia con la que Busoni contribuyó al texto de Francis Cooke Great Pianists on Piano Playing (Cooke 1913: 97-106) y también del detalle técnico parten algunas de las sorprendentes contribuciones de Busoni a la ciclópea Master School of Modern Piano Playing and Virtuosity de Alberto Jonás, que inicia precisamente con algunos ingeniosos ejercicios del italiano dedicados a un problema tan concreto y material como el del ensanchamiento de las manos. De esta atención a la técnica instrumental nos hablan, una y otra vez, los escritos del propio Busoni (véase, en particular, Busoni 1982: 87-88, 90, 178-181, 189-190) y sus propias revisiones de los clásicos, empezando por las portentosas propuestas de estudio que Busoni nos propone en su edición de la primera parte del Clave Bien Temperado (véase, entre otros, Chiantore 2001: 453-455). Y lo que más sorprende de estas propuestas de estudio es, una vez más, la determinación con la que Busoni se niega a la idea que su destinatario sea un intérprete incapaz de relacionarse con la partitura con la creatividad de un compositor. Las arreglos propuestos, los redobles en terceras, sextas y octavas, los cambios en la distribución de las manos que acompañan cada uno de los Preludios y Fuga no son tanto despliegues virtuosísticos pensados de cara al público, sino la expresión de un desafío para que el propio intérprete vea la partitura de manera siempre nueva, en nombre de una flexibilidad que sea al tiempo manual y mental. Pensemos, para limitarnos a un solo ejemplo, en las desconcertantes propuestas que Busoni formula en ocasión del más sencillo de todos los Preludios de la serie, el primero. Si en otros casos sus “variantes” parecen realmente estudios de concierto en la más pura tradición postlisztiana, en este caso no es tanto la complejidad de la escritura lo que sorprende, como la voluntad de practicar el texto original de maneras siempre nuevas. Una novedad que se concentra esencialmente en la elección de la digitación, constituyendo un ejemplo extremo del principio que Busoni resumiría en 1898 en la primera de sus doce “Reglas para estudiar el piano”: Practica el pasaje con la digitación más difícil; cuando lo tengas todo dominado, tócalo con la más sencilla. (Busoni 1938: 27) a) b) c) El primer objetivo de estas fórmulas de estudio, parece claro, es no caer en la rutina. Ante la evidente simplicidad del pasaje, es fácil olvidarse de la diferente distribución de los intervalos, de las modulaciones, de la propia asimetría de la fórmula inicial: un peligro del que nos percatamos inmediatamente al practicar estas variantes aparentemente tan simples. Pero hay un segundo nivel de lectura, aquí aún más importante. Una vez descubierta la dificultad de tocar el preludio con estas nuevas digitaciones, el paso siguiente podría ser que el estudiante practique cada fórmula como si se tratara de otras tantas obras originales. En cambio, el verdadero desafío es precisamente opuesto: alcanzar una flexibilidad suficiente como para poder ver en el texto original (así como en cualquiera de las variantes propuestas) tan sólo una de las infinitas posibles versiones, y no perder así esa ductilidad indispensable para acercarse al gesto creador que dio origen a la obra. No es de extrañar, pues, que cuando el propio Busoni tocaba esos mismos Preludios y Fuga en su versión original, lo hiciera de una forma que se alejaba no sólo del texto bachiano, sino de las propuestas interpretativas de su propia edición impresa. Esto, por lo menos, es lo que parece poderse desprender de la escucha de la grabación de este Preludio y Fuga en Do mayor del primer libro del Clave Bien Temperado que el pianista italiano realizara en Londres el 27 de febrero de 1922. Al tratarse de una grabación acústica, y no de un rollo de pianola, la fiabilidad del documento sonoro está fuera de toda duda. Y lo que nos sorprende de esa escucha es, en primer lugar, la riqueza de diferencias con respecto a la edición impresa. Es verdad que entre la fecha de esa publicación y la grabación londinense hay un intervalo de casi treinta años, pero no es aventurado suponer que los nuevos efectos agógicos y dinámicos que Busoni introduce en su grabación sean, por encima de todo, el resultado de una actitud muy creativa ante el gesto interpretativo. Sin embargo, es indispensable definir con más precisión qué debe entenderse aquí por “actitud creativa”, ya que una errónea comprensión de esta idea podría llevarnos a pensar en un Busoni incapaz de tomar decisiones o genéricamente abandonado a la inspiración del momento. La realidad es justamente opuesta: cada de las escasas interpretaciones busonianas que conservamos nos hablan de un pianista analítico y racional, cuyas decisiones responden a un plan riguroso, directamente vinculado a una precisa concepción de la obra y de cada una de sus partes, así como de su localización histórica. Pensemos, por ejemplo, en la flexibilidad en el uso del tempo en el citado Preludio de Bach, capaz por sí sólo de otorgar direccionalidad a toda la primera parte de la obra mediante una progresiva animación que se detiene repentinamente al pasar del c. 22 al c. 23, el único que no responde a una reproducción exacta del patrón melódico del compás inicial y que con su la bemol al bajo genera la única sucesión “prohibida” (melódica y armónicamente) en toda la obra. Tras esta sorprendente sucesión de dos séptimas disminuidas (aunque la segunda de ella, en realidad, podría entenderse también como un acorde de subdominante con 6.ª, considerando el si como nota de ataque, y no el do como nota de paso), empieza el pedal de dominante, y he aquí que Busoni vuelve a acelerar, esta vez con mayor decisión, con tal de que no se pierda la creciente tensión de esos compases y se haga de ese modo patente la tendencia resolutoria de la dominante sobre la tónica. Nada de todo esto aparece en la Busoni-Ausgabe donde, esto sí, se sugieren dos opciones dinámicas contrapuestas para el final de esta obra (una piano dolce y otra fortissimo allargando), pero no hay una diferenciación clara entre la dinámica de los cc. 22 y 23 ni menciones a una agógica específica para éste último, así como tampoco hay referencias a otros efectos característicos de la ejecución de Busoni, como el eco en la segunda mitad de los cc. 12 y 14 (que en cambio están marcados en la edición impresa con un específico regulador [p] cresc. mp decresc.). cc. 12-14: cc. 20-25: cc. 32-35 Esta situación se repite en la grabación de la Fuga, tal vez aún más sorprendente por lo que a fluctuaciones del tempo se refiere. Mediante dobles barras Busoni intenta organizar en secciones esta insólita obra, rebelde a cualquier análisis que parta de los modelos de la fuga escolástica. De este modo subraya el paso de la exposición al primer estrecho (en el c. 7, allá donde nos esperaríamos un divertimento) y sobre todo las modulaciones principales: a la menor (c. 14), re menor (c. 19, situada en realidad en la mitad de este compás, como Busoni recuerda en una nota al pie), sol mayor (c. 21) y do (c. 24). La-re-sol-do: no se trata de tonalidades cualesquiera, sino de una sucesión definida por el círculo de las quintas, eje del sistema tonal, y donde predomina la tendencia resolutoria de la dominante sobre su tónica respectiva. A su vez, la sucesión de las notas la-re-sol-do adquiere una especial trascendencia precisamente en esta fuga, cuyo tema, tras un primer trazo ascendente por grados conjuntos (enmarcado en un intervalo —nada casual— de cuarta ascendente: do-fa), a su vez deja paso a una serie de saltos cuyas notas son precisamente la, re, sol y a la posteriores bajadas descendentes (especulares con respecto al principio) la-sol-fa-mi y fa-mire-do. La sucesión melódica la-re-sol (do) se convierte, pues, en un modelo para el esquema armónico de toda la obra, un modelo anunciado en el propio tema y desarrollado de modo que se podría reducir la obra a una simple sucesión de acordes cuyas notas fundamentales sean las de dicho tema. Todo esto podría parecer pura teoría (¿cómo no pensar en Schenker, que justo en los años ‘20 estaba madurando su idea de Urlinie?) si no fuera que Busoni, con su grabación aún más que con su edición, nos deja un testimonio fulgurante de hasta qué punto estas observaciones analíticas pueden implicar importantes decisiones interpretativas. En su registro de la obra, el pianista italiano subraya con un imponente rallentando cada uno de los momentos clave de la Fuga, aunque combinando de forma siempre distinta los cambios de tempo y la dinámica de cada voz. Estos cambios (especialmente evidentes en el caso de las cadencias a la y re menor) superan con creces las tímidas indicaciones de su revisión bachiana (el pochissimo riten. del c. 13; el calmando del c. 19, situado además allá donde la cadencia ya se ha consumado) permitiendo ya desde una primera escucha percibir con claridad la estructura armónica de la obra. Se trata, esto sí, de una precisa posición estética, que ve en Bach el auténtico padre de la música posterior, el compositor ya plenamente impregnado de la sensibilidad armónica de un Beethoven y un Brahms: una posición hoy muy poco actual, pero perfectamente en línea con las concepciones estéticas de Busoni y con el lugar que ocupaba Bach en su visión de la historia de la música. Para ratificarlo, en último compás de la Fuga Busoni nos ofrece una ulterior sorpresa, ausente en su edición impresa y tal vez la mayor de toda su grabación: tras reforzar el acorde de fa mayor explicitando la presencia de una subdominante que podría pasar desapercibida, el pianista italiano baja de una octava las notas fa-re reservadas al contralto “completando” el recorrido melódico con un inesperado sol a su vez armonizado como fundamental del acorde de sol mayor. Con su posterior salto de quinta descendente, este sol resalta la relación “dominante-tónica” y la solidez del armazón tonal de una obra cuyo denso entramado contrapuntístico podría desviar la atención de un oyente desprevenido. Todo esto en el más etéreo pianissimo, muy lejos de la evidente imponencia y de los decididos sfz de la propuesta editorial de la Busoni-Ausgabe. UNA DOMINANTE SIN RESOLVER... La grabación del Preludio y Fuga en Do mayor del Clave Bien Temperado encierra sin duda algunos de los momentos más importantes entre los escasos testimonios del arte interpretativo de Busoni. Pero el registro tal vez más significativo e interesante como objeto de estudio es otro. Se trata de la doble grabación del Estudio op. 10 n.º 5 de Chopin, el célebre estudio de las “teclas negras”. Busoni grabó dos veces este Estudio, una primera vez en noviembre de 1919 y otra en febrero de 1922, en la misma sesión de la grabación bachiana antes comentada. La existencia de este doble registro es de extrema importancia para comprobar con datos fehacientes hasta qué punto las sorprendentes soluciones que caracterizaban el estilo interpretativo de este artista dependían del momento o se repetían una y otra vez de forma análoga. Además, se trata de una obra muy amada por los grandes virtuosos de esa época dorada para la interpretación pianística, por lo que es fácil comparar la grabación busoniana con las de otros grandes contemporáneos suyos. Por último la pieza, a pesar de su brevedad y aparente sencillez formal, es una perfecta muestra de las sutiles ambigüedades estructurales tan frecuentes en la producción de Chopin. Con sólo conocer un poco la figura y el arte interpretativo de Busoni, es inevitable esperarse una ejecución capaz de rescatar la obra del inevitable cliché de brillante y superficial pieza de salón para devolverla al rango que se merece. La principal diferencia entre ambas grabaciones es el formato. En 1919, la obra se grabó por separado (matriz 75059) y acabó ocupando por completo una de las caras del disco Columbia L 1432. La otra grabación, en cambio, viene precedida por otra breve obra de Chopin, el Preludio op. 28 n.º 7. Y no se trata de una simple yuxtaposición: Busoni conecta las dos obras mediante una ingeniosa transición que permite pasar de manera convincente de la tonalidad de la mayor del Preludio al sol bemol mayor del Estudio, al tiempo que suaviza el cambio de tesitura e anticipa de algunos segundos la característica escritura instrumental de la segunda obra presentándola como si fuera una metamorfosis de la primera. Pero las auténticas revelaciones llegan a la hora de la ejecución de la obra propiamente dicha: revelaciones que son significativamente parecidas en las dos grabaciones. Ni la velocidad —relativamente moderada en ambos casos—, ni la dinámica y los planos sonoros nos sorprenden, ni tampoco la elección tímbrica, aunque en este caso estemos condicionados por la defectuosa calidad de los registros. Los que dejan desconcertados son los momentos en los que Busoni se aleja del texto chopiniano: licencias en absoluto casuales y muy parecidas entre una y otra grabación. Cuatro son los momentos que más atraen la atención del oyente moderno: cuatro momentos que en su conjunto constituyen una muestra muy representativa de la creatividad interpretativa de Busoni, de ese tipo de ejecución “más próximo a la composición que a la interpretación” que “sólo su telúrica potencia intelectual y su magia digital podían crear”, según la brillante definición de Antonio Latanza (1999: 140). Veamos uno por uno estos cuatro fragmentos, situados —como era de esperarse— en momentos formalmente estratégicos de la obra. La primera sorpresa llega con el c. 8. Éste es el texto original de Chopin: Estamos ante un esquema constructivo clásico, 8 + 8 compases, con un recorrido general Tónica-Dominante y cadencia final a la Dominante, orientada a introducir la sección intermedia que está precisamente en la tonalidad de re bemol mayor. Sin embargo, en medio de tanta clásica simetría, ese octavo compás representa el momento discordante, la asimetría, la negación de las reglas. En lugar de cerrar la primera semifrase con una Tónica o una Dominante, Chopin introduce en el c. 7 un acorde de la bemol menor en primera inversión tras el cual llega un acorde de si bemol mayor. Nada extraño, en realidad, si no fuera que este último acorde es, a todos los efectos, una dominante del relativo menor, y tiene por tanto un reducido abanico de posibles soluciones, todas ellas en el área de la tonalidad de mi bemol menor. Lo que, desde luego, rompía todas las reglas era dejar el re natural (la sensible recién introducida) sin resolución. Y esto es precisamente lo que Chopin hace al amoldarse a la estructura clásica a-b-a-c, basada en la identidad de los cc. 1-4 y 9-12. De este modo, el itinerario armónico de los primeros ocho compases deja de parecer el de un “antecedente” tras el cual esperarse un “consecuente” para adquirir el aspecto de un “intento fallido”, de un itinerario sin salida que abandonamos al no haber dado el resultado esperado. Y el c. 9 suena, pues, como una vuelta a empezar, más que como la “otra mitad” de una estructura arquitectónicamente equilibrada. Todo ello puede desprenderse sin dificultad al observar con un mínimo de cuidado la partitura. Pero ¿qué hacer a la hora de interpretar? Estamos aquí ante un perfecto ejemplo de la clase de problemas a los que Busoni amaba enfrentarse. Escuchar esta obra sin asombrarse, sin sorprenderse por el “callejón sin salida” en el que Chopin nos introduce con su c. 8, sin percibir el sofisticado manejo de manidas estructuras clásicas puestas al servicio de una nueva sensibilidad, escuchar, pues, esta primera frase sin apreciar lo que la hace única y extraordinaria sería, en la mentalidad busoniana, el peor servicio que podríamos hacer a la música. Y si este problema ya existió en el momento del estreno de la obra, el paso del tiempo no hace otra cosa que realzar el problema. En 1832, año de composición de este Estudio, una transición si bemol mayor - sol bemol mayor era algo sorprendente: el único compositor que hasta entonces había sondeado de forma sistemática las relaciones entre tonalidades tan lejanas era Franz Schubert, cuya producción instrumental era entonces totalmente desconocida al gran público (y al propio Chopin, por cierto). Es de suponer, pues, que cuando la obra resonó por primera vez la propia sucesión armónica no necesitara grandes artificios interpretativos para desplegar todo su potencial. Pero cuando Busoni graba esta obra ya ha terminado la Primera Guerra Mundial; el público ha oído la Consagración de la Primavera y la Historia del Soldado, los Estudios de Debussy y los de Skriabin, el Castillo de Barbazul y hasta el Pierrot Lunaire: obras cuyas transiciones armónicas son infinitamente más complejas que las de cualquier Estudio de Chopin, y donde la propia idea de que un acorde tenga una “resolución obligada” viene puesta, una y otra vez, en entredicho. Las soluciones que Busoni encontraba a estos problemas eran dignas de un genio, y ante soluciones con ésta no es difícil entender porqué hasta un hombre tan riguroso como Claudio Arrau, máximo ejemplo de fidelidad al texto, llegara a reconocer: “Tenía sus propias ideas acerca de todo. [...] Era tan maravilloso, tan creativo, que había que aceptarlo. [...] Era increíble” (Horowitz 1984: 110). Observamos cómo Busoni soluciona el problema concreto de este c. 8. Se trata de tres ligeras modificaciones del texto, simultáneas y complementarias entre sí: 1) En los acordes arpegiados de la mano izquierda, llevar al extremo la sugerencia chopiniana para ese c. 8, convirtiendo el poco rall. en un molto ritenuto que retarda inevitablemente la entrada del c. 9 atrayendo la atención del oyente sobre el contenido del propio c. 8. 2) Introducir en esa misma mano izquierda, tras los dos arpegios, un si bemol grave que otorgue mayor solidez al acorde de si bemol mayor y prevenga la posibilidad de concebir esa tríada como un simple “efecto de color”. 3) Mientras tanto (y aquí reside el golpe de genio), no ralentizar en absoluto el movimiento de octavas partidas de la mano derecha limitándose a un decrescendo extremo. De este modo, aunque la mano derecha parece perderse en el silencio, la sensación de rallentando se limita a la mano izquierda mientras la derecha da continuidad al ininterrumpido movimiento de semicorcheas que se prolonga a lo largo de todo el Estudio. Para que esto sea posible, obviamente, Busoni realiza en ese compás 8 muchas más semicorcheas que los cuatro tresillos indicados por el texto. Pero ¿cuántas notas exactamente? O —lo que es lo mismo— ¿en cuánto se alarga ese compás con respecto a los que le rodean? Es aquí en donde hallamos las mayores sorpresas. A la primera escucha es prácticamente imposible determinar la envergadura real de la intervención busoniana. No obstante, una escucha más atenta (y aún mejor una medición cuidadosa realizada a través de un programa informático) permite valorar con más precisión este detalle de las dos grabaciones. Y la comparación entre ambos registros es básica, ya que Busoni en 1919 no elige exactamente la misma solución que en 1922. En la grabación más antigua, el compás se prolonga de 10 semicorcheas, es decir el equivalente a algo menos de un compás. Aunque el oído es incapaz de apreciarlo concientemente, sí aprecia que de este modo el c. 9 entra totalmente inesperado, tras ocho compases regulares, ejecutados perfectamente a tempo. En la segunda grabación el efecto no es muy distinto, pero la prolongación equivale a algo más que un compás; el tempo es ligeramente más rápido y ese c. 8 es aquí más inquieto, de modo que la mano derecha parece ejecutar un tremolo, más que una figura derivada directamente de la escritura de los compases anteriores, mientras la mano izquierda se mueve de forma definitivamente independiente de la sucesión de semicorcheas. La entrada del c. 9 continúa sorprendiendo, pero en este caso la espera se prolonga durante más tiempo, durante un c. 8 más ambiguo y asimétrico perfectamente coherente con un registro ya de por sí anómalo, debido a la curiosa fusión anteriormente mencionada de este Estudio con el Preludio op. 28 n.º 7. El hecho de disponer de dos grabaciones tan próximas entre sí, tan parecidas y al mismo tiempo caracterizadas por estas sutiles diferencias, nos permite avanzar la hipótesis — imposible de verificar— que diferencias como éstas (prolongar un poco más o un poco menos el tremolo; retardar o no los acordes de la mano izquierda) no eran tanto en producto de una meditada reflexión interpretativa sino la reacción instintiva a las necesidades del momento; en cambio parece fuera de toda duda que el propio hecho de modificar ese c. 8 — y de modificarlo de este modo y no de cualquier otro— sí respondía a un plan meditado que no debía de variar excesivamente de una ejecución a otra de esta obra. ...Y UNA DOMINANTE QUE RESUELVE Tras empezar de forma bastante convencional la parte intermedia de la obra, Busoni vuelve a sorprendernos justo antes de reexponer el tema inicial, al final del largo pasaje (cc. 41-48) que nos lleva otra vez a la tonalidad de sol bemol mayor. Aquí también, no se trata de una elección casual, sino la respuesta a un problema implícito en la partitura. Al c. 41 llegamos tras un largo pasaje cadencial que refuerza notablemente la sensación de estar aquí ante la tónica de la tonalidad de re bemol mayor. Si esto es así, necesitaríamos una cadencia perfecta para modular otra vez a sol bemol, y en este caso no la tenemos. Al contrario, Chopin inserta sutilmente el do bemol una primera vez en el c. 46, luego con más decisión en el siguiente c. 47 y reincide en él en el c. 48. En la época de Chopin, el propio hecho de introducir el do bemol justo en la parte fuerte del compás (tanto en el c. 46 como en el c. 48), prolongando durante tanto tiempo el acorde de re bemol con séptima podía ser suficiente para despejar, al menos en parte, la innegable ambigüedad del pasaje. Pero cuando Busoni se encuentra a grabar por primera vez esta obra estamos en 1919. Ese año Falla escribe su Fantasía Bética; Stravinsky empieza su Pulcinella; Schönberg funda su sociedad privada de conciertos que dará a conocer la Nueva Música al mundo. ¿En 1919 es suficiente un simple do bemol para convertir una triada en un acorde cargado de “tensión”? Un año después de la muerte de un hombre como Debussy, el propio hecho de que un acorde de séptima pueda ser considerado una “disonancia” se estaba poniendo en entredicho. No en las clases de armonía de los Conservatorios, por supuesto, pero sí en los oídos del público, y es al público a quien Busoni se dirige. La solución que Busoni elige para este c. 48 es genial en su extrema sencillez, complementaria con la del anterior c. 8 y sin embargo muy distinta. Aquí también, la mano derecha sigue un movimiento regular y continuo mientras la izquierda aumenta la duración de sus valores. Pero no se trata, en este caso, de la simulación de un rallentando, sino de un redoble exacto de la duración de cada nota: la negra se convierte en blanca y las dos corcheas en negras. Con respecto al texto original, pues, la derecha ejecuta doce semicorcheas más, exactamente el equivalente a un compás, sin interrumpir pues la continuidad de la obra y permitiendo concentrar toda la atención de la escucha en la mano izquierda y en su acorde de séptima. El efecto es grandioso, acompañado además por un crescendo (especialmente en 1919), un ligero rallentando en la parte conclusiva (particularmente marcado en la grabación de 1922), el refuerzo de la armonía en las últimas dos corcheas y la inserción de un re bemol grave —en la subdivisión del primer tiempo— que refuerza la sensación de solidez de cara a la posterior resolución. DISTINTOS FINALES Cualquier ambigüedad se ve despejada por una realización que consigue transformar el c. 49 en el natural punto de llegada de todo lo oído hasta aquí. Pero la obra no termina aquí, y de hecho la solución elegida para el c. 48 encuentra su complemento pocos compases después, cuando termina la reexposición variada de la sección inicial. Mientras tanto, Busoni no renuncia a subrayar algunas significativas diferencias entre la parte A y esta A’, en particular gracias a la introducción de un sol bemol en el c. 61 que difumina el paralelismo con el anterior c. 7 y orienta ese acorde hacia la siguiente cadencia. Pero es precisamente la cadencia lo que aquí más nos importa. Veamos el texto original de Chopin: En sus dos grabaciones, Busoni interpreta los cc. 65-66 (y especialmente este último) a un tempo muy moderado, que difícilmente puede relacionarse con un simple rallentando. Y en efecto, si escuchamos con atención, lo que realiza Busoni no es un rallentando, sino un cambio de medida, que empieza con el c. 65 (interpretado muy despacio especialmente en 1919) y sigue con dos acordes muy lentos, sobre todo el primero, cuyos valores oscilan entre el doble y el tripo de lo indicado por la partitura. El motivo, parece claro, es subrayar con toda claridad la conclusión de la parte A’, que allí termina, de la coda que sigue a continuación. Y es inevitable relacionar esta solución, esta aumentación de resonancias barrocas con lo que Busoni había hecho 18 compases antes, con ese peculiarísimo redoble de los valores en la mano izquierda y también con la ampliación de la que había sido objeto el c. 8. En los tres casos, Busoni parece querer dar mayor peso a los momentos clave de la obra, aquellos que estructuralmente le dan sentido y coherencia. En esta perspectiva, el cambio tal vez más inesperado aportado al texto de Chopin llega justo en la conclusión de la obra. Aquí también se trata de prolongar un efecto escrito: los resonantes tresillos de los cc. 81-82. En lugar de realizarlos en crescendo, Busoni prefiere un decrescendo que en lugar de desembocar en las siguientes octavas paralelas presente estas últimas como una sorpresa inesperada. Y para retardar esta sorpresa, dando tiempo a que el decrescendo llegue hasta un auténtico pianissimo, el pianista italiano vuelve a añadir material. En este caso, se trata de ocho tresillos de semicorcheas (dos compases en total, por tanto), como si el c. 82 se repitiera tres veces. También en este caso, para comprender el sentido de las intervenciones busonianas, hemos de pensar en la música de la época. Para los contemporáneos de Chopin la decisión de escribir una obra centrada en las teclas negras del piano podía ser saludada únicamente como un excéntrico experimento sin más trascendencia. Pero en 1919, tras las experiencias pentatónicas de Debussy y Ravel, y en medio de la popularidad alcanzada por la música oriental (mejor o peor comprendida, esto poco importa), resultaba inevitable leer en este pasaje el anuncio del mundo sonoro de Laideronette, Impératrice des Pagodes o de la primera de las Estampas. Y es precisamente el mundo de Debussy el que saca a relucir Busoni. Ya no para prevenir los peligros de algún malentendido, como en los casos de los cc. 8 y 48, sino para reforzar ese efecto de vaguedad ya implícito en este pasaje de la partitura chopiniana donde la armonía se difumina y la tónica parece expandirse alejada de cualquier posible tensión modulante: un efecto impresionista particularmente evidente en la grabación de 1922, pero que no le impide a Busoni añadir un último y conclusivo bajo re-sol en la mano izquierda, como para ratificar el carácter intrínsecamente tonal de esta obra. En el fondo, había sido él, en 1911, quien se había encargado de subrayar que Debussy la propia escala de tonos enteros la utilizó “sólo en la melodía” (Busoni 1982: 109).6 Esto, en realidad, es verdad sólo hasta cierto punto: el principio y el final de una obra como Voiles (segundo de los Preludios del 1.er libro) están efectivamente escritos en tonos enteros, y lo mismo puede decirse de Cloches à travers feuilles (Images, 2.o libro). Pero Busoni tiene razón en recordar que la experimentación sobre nuevas escalas ocupa en Debussy un papel secundario: la disolución de los nexos formales y de las tensiones armónicas tradicionales era para él mucho más importante que la búsqueda de nuevos sistemas y nuevas escalas. Un buen ejemplo de utilización de la escala por tonos enteros “sólo en la melodía” (y en cualquier caso en un contexto siempre inconfundiblemente tonal) nos lo ofrece L’Isle Joyeuse (1904) para piano. 6 En realidad, las novedades no terminan aquí: Busoni ampliaba la escala de octavas, empezándola con el sol sobreagudo —una octava más arriba de lo indicado por Chopin—, y en ambos registros discográficos modifica significativamente la duración de los últimos acordes, aunque de forma distinta: la brillante y nerviosa conclusión de la grabación de 1919, que termina con dos ataques brillantes, forte, staccato y sin pedal, deja paso, tres años más tarde, a un final ambiguo y ligero, con un último sol más prolongado y piano que aleja definitivamente de esta página chopiniana cualquier atisbo de ampulosidad. Dos soluciones igualmente atractivas, pero innegablemente diversas, vinculadas a unos acordes que armónicamente nada aportan al plan general de la obra. No es atrevido afirmar que, precisamente por este último motivo, las dos versiones grabadas que poseemos sean tan sólo una pequeña muestra de las distintas soluciones que Busoni podía aportar a la hora de ejecutar este pasaje. Ninguna solución “definitiva”, pues, sino distintas maneras de poner un punto y final a una obra cuyos momentos decisivos eran otros: aquellos en los que la armonía estaba en juego, aquellos que podían plantear problemas estructurales o estilísticos. Pero ver a Busoni manipular este final no es desde luego lo que más sorprende en un pianista de su generación. Entre las grabaciones de esta obra anteriores a 1940 hallamos un sin fin de soluciones diversas, que parecen poner un broche personal a la ejecución. Era usual, especialmente en obras brillantes o ligeras, realizar con libertad los acordes conclusivos; pero en este caso la costumbre se unía al problema técnico, ya que la ejecución de las octavas del c. 83 —si las queremos a la misma velocidad que el resto del Estudio— representa un desafío manual nada despreciable. De ahí que hasta un virtuoso como Moriz Rosenthal nos regale aquí una de sus más simpáticas “hazañas” técnicas: realizar las octavas en glissando (un glissando en teclas negras, lo que es aún más difícil que un ya de por sí incómodo glissando en octavas), empezando el movimiento en el si sobreagudo y por tanto tocando dos octavas más que el propio Busoni. Este glissando era un verdadera “marca de la casa” para Rosenthal, que nos lo muestra —en realizaciones algo distintas— tanto en su grabación americana de 1929 como en las posteriores de 1931 y 1935. Pero Rosenthal no fue el único en insertar un glissando en su interpretación de esta obra. Otro gran virtuoso, Ignaz Friedman, lo adelantaba al c. 65 (y también en octavas, aunque en este caso ejecutado probablemente vez a dos manos) y en cambio convertía en acordes las octavas del c. 83: todas soluciones que no incluyó en su edición de los Estudios publicada por Breitkopf & Härtel en 1913, pero que se oyen con claridad en su grabación del 10 de febrero de 1928. También otro polaco, Raoul Koczalski, alumno predilecto de Karl Mikuli y por tanto directo heredero de la tradición interpretativa chopiniana, nos regala un glissando en el c. 65, mientras que otro extraordinario intérprete de la obra, Alfred Cortot —seguido en esto por Vladimir Horowitz—, amaba armonizar el sol conclusivo, como nos demuestra su grabación de 1923. También en este caso, el cambio no aparece mencionado en la édition de travail de estos Estudios op. 10 que Cortot había preparado en 1915 para el editor Senart. Volvemos a encontrar el re grave añadido por Busoni en el c. 48 (esta vez a la octava baja y en medio de un rallentando excepcionalmente amplio) en la pacata e introvertida interpretación de Paderewski, muy bien documentada por la grabación eléctrica de 1928, mientras que en la primera grabación completa de los Estudios de la historia, llevada a cabo por Wilhelm Backhaus en 1927, hallamos algunos interesantes añadidos (cc. 4, 8, 12, 47, 7576, 83) orientados básicamente a hacer más llenos y sólidos los acordes de la mano izquierda. Obviamente, a medida que nos acercamos a los intérpretes más próximos a nosotros, las diferencias entre una interpretación y otra van matizándose. Los propios protagonistas de aquella época dorada fueron cada vez más prudentes antes de introducir cambios en la partitura: Backhaus, con los años, fue abandonando esos “rellenos armónicos” antes mencionados (como testimonian, una vez más, las grabaciones discográficas, y en particular las realizadas en 1950-52 en el Victoria Hall de Ginebra para Decca), mientras que el propio Cortot, a la hora de grabar los Estudios completos, prefirió atenerse a la partitura escrita, tanto en su registro de 1933 como en el 1942. El último intérprete en manipular al menos en parte la escritura chopiniana fu György Cziffra en su electrizante grabación de los 24 Estudios de 1962. Los redobles en el bajo en los cc. 61-63, en busca de un potente clímax, y el caprichoso mordente que adorna la última nota del c. 66 —como si se tratara de restar trascendencia a tanta tensión acumulada— son muestras tardías de una tradición improvisatoria de la que Cziffra fue el último gran representante. Esa tradición tenía orígenes antiguas. Y tal vez no sea casual que el hombre cronológicamente más ligado al mundo de Chopin, el excéntrico y siempre sorprendente Vladimir von Pachmann, sea también quien nos ha dejado la versión de este Estudio sin duda más sorprendente entre todas las que se conservan. Cuando grabó los dos minutos largos que His Master’s voice publicaría como disco DA 1302, Pachmann tenía ya 79 años y estaba punto de morir por un cáncer de próstata. Pero esto no le impidió dejarnos un extraordinario testimonio de una manera de tocar realmente “de otra época”. Antes, durante y después de la ejecución, el pianista ruso habla de la obra y de su interpretación, inspirada —como él mismo subraya en sus animados comentarios— en las soluciones que Godowsky había incluido en sus Estudios sobre Estudios de Chopin. En este contexto, lo que menos sorprende es que Pachmann, tras equivocarse y pasar directamente del 6.º al 15.º compás, vuelva a empezar desde el principio, con una autoironía capaz de adelantarse a cualquier posible crítica. Al margen de la simpatía que la prontitud de espíritu y la jovialidad de Pachmann puede despertar, esta flexible relación la partitura debe hacernos confundir las caprichosas soluciones de pianistas como Rosenthal o Friedman con las ingeniosas propuestas busonianas. Por muchos paralelismos que puedan existir, introducir unas octavas glissando en el final de una obra brillante no dejaba de ser un efecto de cara a la galería. Y lo mismo puede decirse de la armonización del último sol de la pieza: una armonización que no aporta nada nuevo al oyente, pero hace más llamativa la conclusión y arranca el aplauso hasta al más despistado. Los “retoques” busonianos, en cambio, añadían mucha información a quien fuera capaz de leer entre líneas y ir más allá de la novedad del efecto. Pero para ello hacía falta una preparación y una cultura. La interpretación de Busoni no sólo permitía compensar al bache temporal que separaba al oyente de la obra, devolviéndole la frescura y la impresión de constante sorpresa que pudo vivir el primer oyente de la obra, sino que es capaz de volver a favor del oyente moderno esa misma distancia temporal. El oyente de la época de Chopin pudo extrañarse tal vez de esa sonoridad sin IV ni VII grado de la escala, pero de ningún modo podía relacionar esa sensación auditiva con la historia musical posterior. La principal diferencia que separa cualquier audición moderna de la que pudieron tener los contemporáneos del compositor es precisamente el hecho que en nuestro patrimonio auditivo existe música que el propio compositor no pudo conocer. Y si esto acaba por ser un problema a la hora de apreciar adecuadamente la lógica de las obras del pasado (pensemos cuán fácil es perder la sensación de una “tendencia resolutoria” de una disonancia o asistir imperturbables a una chocante transición armónica), el intérprete genial puede volver a su favor esta misma distancia. Busoni, al interpretar este Estudio, parece perseguir precisamente este objetivo. Entre aquello que nosotros tenemos en nuestra memoria auditiva y que no podía tener el oyente al que iba dirigida la obra no hay solo Debussy o Stravinsky, sino algo aún más importante: el propio Estudio de Chopin. Para nosotros, escuchar a Busoni tocar esta obra supone inevitablemente compararla con otras decenas de versiones oídas en casa, en las clases de Conservatorio o en las salas de concierto. Y Busoni lo sabe. Por ello cuenta con un oyente que se espera algo, y procura ofrecerle algo distinto, evidentemente no por un infantil espíritu de contradicción sino por estimularle a ir más allá. DECEPCIÓN La aproximación busoniana a la interpretación presuponía un público capaz de una escucha extremadamente atenta y consciente, un público que conociera las obras con detalle y tuviera una sensibilidad armónica y formal extremadamente cultivada. Pero este público, hacia 1920, empezaba a escasear. Cada vez eran más quienes sustituían las audiciones domésticas de música en directo por la comodidad de los aparatos de reproducción, y cada vez se hacía más patente la predilección de gran parte del público por una música —y un tipo de escucha— que buscaran fáciles satisfacciones y no un estímulo intelectual. En Busoni creció la desconfianza en las posibilidades perceptivas del público, una desconfianza que se hizo extensiva a la sociedad en su conjunto en el período inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial, cuando la escasez de bienes de consumo y el miedo a la inseguridad hicieron el resto. En una carta dirigida a su alumno predilecto Philipp Jarnach desde Londres el 5 de octubre de 1919 Busoni llega a escribir amargamente: Querido amigo Jarnach [...] Ud. no puede ni siquiera imaginarse hasta qué punto todo haya caído tan abajo, aquí como a París; el mundo se ha vuelto vulgar y mezquino – o tal vez (como es más probable) estas cualidades se han hecho patentes, han salido a la superficie – las caretas han caído. Por doquier indiferencia y estrechez de ideas; en suma, no se piensa en otra cosa que en la seguridad y la comida, como en los tiempos prehistóricos. (Busoni 1988: 403) Esta sensación de progresivo alejamiento, de aislamiento del mundo presente se radicalizó en los últimos años de vida, a medida que las distintas vanguardias tomaban caminos rupturistas totalmente ajenos a las pretensiones de continuidad con la tradición que habían caracterizado a Busoni desde sus inicios. Siguió viviendo en Alemania, lo que contribuyó a que en su amada Italia se le sintió cada vez menos como una referencia para el presente musical. Y, finalmente, pudo comprobar cuán dramática sería la diferencia entre el pianismo de la edad de oro al que él había pertenecido y la joven generación de virtuosos que se preparaban para dar el salto a la fama internacional: pianistas a menudo incapaces de componer ni improvisar, preocupados (y era una novedad) por encima de todo de la precisión mecánica. Ya en octubre de 1907, en el momento de empezar a enseñar en Viena, Busoni había mostrado su indignación por el poco interés que sus jóvenes pupilos reservaban a otras formas de arte, a la lectura, a la psicología o los problemas estéticos. Lo había hecho en una carta a su mujer Gerda en que reconocía que lo único que despertaba realmente el interés de sus alumnos eran los problemas de “digitación, pedalización, dinámica y ritmo” (Busoni 1938: 120). Con el tiempo, su posición al respecto se radicalizó. Dejó de hablar de técnica en sus clases, a pesar de que su sistema de ejecución era uno de los más meditados e interesantes de aquella mítica época en la historia del piano. Sobre su “técnica volante” (fliegende Technik) se hablaba, se investigaba e incluso se escribirían libros, como La technique fulgurante de Busoni de Paul Röes (1941), pero él mostró un creciente recelo —evidente especialmente en sus últimos años de vida— a hablar de problemas pianísticos. Una situación que Piero Rattalino describe del siguiente modo en la ingeniosa síntesis del pianismo busoniano que corona su Le grandi scuole pianistiche: Parece incluso que Busoni se permitiera la coquetería de no querer hablar difundidamente de técnica; sus escritos más atrevidos sobre la técnica —aquellos incluidos en su revisión del primer libro del Clave bien temperado— se remontan a 1893 y no son todavía plenamente maduros; en los escritos sucesivos el problema tratado con generosidad es el de la técnica en general, no el de la técnica pianística, y en la Klavierübung hallamos sí una mina de ejemplos y de ejercitaciones de transcripción que sorprenden por la claridad con la que nos muestran la evolución de la instrumentación pianística, pero pocas explicaciones. Busoni, según todos aquellos que le escucharon, daba la impresión de saber siempre lo que hacía, y de hacerlo a sabiendas. Pero de técnica hablaba poco. Y surge casi la sospecha que no entendiera poner el “secreto” de su técnica al alcance de quien habría podido hacer mal uso de él. (Rattalino, 1992: 94) ¿Cuál era el “secreto” de esa técnica? El mismo secreto de todo su pianismo: ver en la obra no una simple sucesión de notas sino la expresión de una idea, la manifestación de una energía que se mueve en el tiempo estableciendo jerarquías y polos de atracción. Esos polos de atracción eran la clave de su técnica “volante” (véase Chiantore 2001: 451-453), que buscaba ya desde la fase de estudio localizar puntos de referencia que fueran al mismo tiempo los ejes del movimiento pianístico y la manifestación de la estructura jerárquica sobre la cual se regía la obra. Concebir la obra como un sistema de relaciones potencialmente infinito es perfectamente en línea con la filosofía idealista que subyace a toda la actividad busoniana. Es coherente con el interés de Busoni por las formas clásicas (“¡Soy un adorador de la forma!”, escribió en 1917; Busoni 1982: 102) y con su recelo por el futurismo (que llegó a definir como una “secta”; Busoni 1982: 101).7 Y es coherente también con su interés por buscar nuevos sistemas de Esta aversión por el futurismo (“un movimiento del tiempo presente, [que] no podría tener conexión alguna con mis argumentos”; Busoni 1982: 101; véase también Busoni 1982: 115-116) no le impidió a Busoni mantener una intensa amistad con Umberto Boccioni, iniciada en 1912, particularmente intensa en la primavera de 1916 y drásticamente truncada por la repentina muerte del pintor en agosto de ese mismo año. En junio de 1916, Busoni y Boccioni trascurrieron juntos tres semanas, huéspedes del Marqués Silvio de la Valle di Casanova en 7 organización de los sonidos, ya que su veneración por el pasado no era tanto ligada al sistema tonal como a la tradición —principalmente alemana— que había visto en él un sistema constructivo basado en la atracción recíproca de los sonidos y los acordes que éstos formaban. Las peculiares iniciativas de Busoni como intérprete, los compases añadidos y los otros cambios aportados a la partitura, no son más que intentos de mostrar al público la obra en toda su vitalidad, y no una simple decodificación del texto. No le interesaban tanto las formas en sí, sino aquello que se escondía detrás de ellas. Y en este sentido Busoni se encontró sólo. Mientras los conservadores le reprochaban el atrevimiento de sus escritos (en particular Hans Pfitzner, cuya polémica carta de 1917 al Süddeutsche Monatsheffe desató una larga polémica que se prolongó durante años; véase Busoni 1982: 101-107), él se preocupó sin éxito de advertir contra la dirección que estaba tomando la música contemporánea de su tiempo. No compartió el camino emprendido por el admirado Schönberg (“ya ha empezado a caminar en círculos”; Busoni 1982: 109) y fue siempre muy cáustico con Stravinsky, “el tártaro” (Busoni 1988: 453), el “polichinela ruso del sonido” (Busoni 1982: 131). El reproche era siempre el mismo, matizado de una u otra forma: la negación de una continuidad con el pasado, una continuidad que le pareció cada vez más importante con el paso del tiempo. NEOCLASICISMO, NUEVA CLASICIDAD E INTERPRETACIÓN En los últimos años de su vida Busoni intentó plasmar sus ideas ante las vanguardias en el concepto de Junge Klassizität, expuesto con precisión en una carta a Paul Bekker publicada en el Frankfurter Zeitung el 7 de febrero de 1920 (Busoni 1982: 104-107), pero esta propuesta tampoco fue realmente comprendida. Su búsqueda de un equilibrio entre tradición y experimentación acababa por no contentar ni los conservadores ni los músicos de vanguardia, sobre todo por los términos en los que estaba expuesta. Con su “Nueva clasicidad”8 Busoni vaticinaba una superación de la fase experimental en que se encontraban las vanguardia (no olvidemos que estamos a principios en 1920: Stravinsky vive su fase más su recién estrenada villa de San Remigio en Pallanza, situada en la orilla del italiano Lago Maggiore. En Pallanza Boccioni pintó sus últimas obras, entre las cuales el gran retrato de Busoni hoy conservado en la Galleria d’Arte Moderna en Roma. La relación entre Busoni y Boccioni ha sido estudiada detenidamente por Laureto Rodoni en Tra futurismo e cultura mitteleuropea: l’incontro di Boccioni e Busoni a Pallanza (Verbania-Intra: Alberti Editore, 1998). 8 Traducir Junge Klassizität con “Nuevo Clasicismo”, como hizo Jorge Velazco en Busoni 1982: 104 y ss., supone perder la ocasión de trazar una diferencia terminológica clara entre “clasicidad” y “clasicismo”, especialmente importante en el caso de Busoni por las razones que se deducen de la continuación de este escrito. Por este motivo, hemos preferido el italianismo “clasicidad” a cualquier otra posible traducción. Para las diferencias entre la “Nueva Clasicidad” de Busoni y el “Neoclasicismo” europeo véase, en particular, Borio 1985: 215-227. ecléctica, el jazz empieza a “contaminar” la música culta y Schönberg aún no ha formulado los principios de la dodecafonía) y la recuperación de la melodía como “el regulador [...] de todas las emociones, [...] la portadora de la idea y la productora de la armonía” (Busoni 1982: 106). Pero al lado de esa revalorización del contrapunto, Busoni propone otro elemento aún más esencial para el intérprete, ligado a su rechazo frontal a la música a programa y a la música funcional: la “expulsión de todo lo que es “sensual” y la renuncia a la subjetividad [...] y la reconquista de la serenidad (serenitas). [...] La sonrisa de la sabiduría, de la divinidad y la música absoluta. No la profundidad y el sentimiento personales y metafísicos, sino música que sea absoluta, destilada y no esté jamás bajo una máscara de figuras e ideas prestadas de otras esferas. El sentimiento humano, pero no los asuntos humanos. (Busoni 1982: 106) Es inevitable reconocer en esta definición de “nueva clasicidad” una profética descripción de esa estética “neoclásica” que frecuentemente ha querido reconocerse en la producción de entreguerras de autores tan dispares como Ravel, Bartók, Stravinsky o Hindemith. Pero si profundizamos un poco más en las implicaciones que se esconden detrás de esta ambigua etiqueta, veremos pronto qué radicales diferencias separan las posiciones de Busoni de las sus ilustres contemporáneos. Limitémonos aquí al caso de la interpretación, por otra parte muy significativo. Tanto en sus escritos teóricos como en sus propias interpretaciones, los principales compositores activos en Europa en los años ‘20 y ‘30 defienden a menudo con sorprendente contundencia la superioridad de una actitud de extremo respeto hacia las obras. No se trataba sencillamente de una reivindicación gremial: era la expresión de una nueva sensibilidad, la misma que les estaba llevando a especializarse separando paulatinamente la actividad compositiva del oficio del intérprete profesional. Una separación que Busoni nunca quiso hacer suya, pero que fue extendiéndose imparablemente a lo largo de su existencia. El más radical, en este sentido, fue sin duda Igor Stravinsky, encendido defensor de los sistemas de grabación —precisamente por su capacidad de fijar para siempre la ejecución “ideal” de las obras— y autor de frases tan chocantes como éstas: Entre el ejecutante puro y simple y el verdadero intérprete hay una diferencia que es de orden ético, más que estético, y que supone un caso de conciencia: en teoría, se puede exigir al ejecutante la simple traducción material de su parte, que él garantizará de buen grado o bien con desgana, mientras estamos en derecho de exigir al intérprete, además de la perfección de esta traducción material, también una admirable complicidad, lo que no significa colaboración, sea furtiva o bien deliberadamente afirmada. El pecado contra el espíritu de la obra empieza siempre por el pecado contra la letra. (Stravinsky 1950: 85) Stravinsky ni siquiera contempla la posibilidad de que el intérprete manipule de una forma u otra la partitura. Tanto el “intérprete” como el “ejecutante” deberán respetar hasta el más mínimo detalle el contenido del texto; la única diferencia entre uno y otro reside únicamente en que el primero entenderá el porqué de esas mismas indicaciones e incluso será capaz de realizar adecuadamente todo aquello que la notación inevitablemente (Stravinsky lo dice con cierta resignada tristeza) es incapaz de definir (Stravinsky 1950: 84). Se trataba de una novedad: nunca antes se había llegado a pedir al intérprete el respeto literal de la partitura, como si su actividad tuviera que limitarse, de hecho, a una decodificación del texto escrito. Hasta entonces, se hablaba del acercamiento a la estética de cada época y de cada compositor, así como de la necesidad de encontrar una interpretación adecuada al estilo de la obra, pero esto no implicaba necesariamente el dogmático respeto del signo escrito. Las interpretaciones de los primeros grandes virtuosos inmortalizados por el fonógrafo nos ofrecen un sin fin de ejemplos de esta actitud creativa ante la partitura, que heredaba modelos barrocos y fue actualizándose durante el siglo XIX hasta alcanzar la época de los primeros sistemas de grabación. No obstante, poco a poco, la estética “neoclásica” hizo mella también entre estos mismos virtuosos, y no sólo entre los más jóvenes sino también entre algunos de los intérpretes más ligados a la tradición decimonónica. De este modo, al lado del surgir de nuevas estrellas directamente ligados a esta “nueva objetividad” (Claudio Arrau, por ejemplo), empezaron a valorarse cada vez más, a lo largo de los años ’20 y aún más en la década siguiente, las actitudes interpretativas de pianistas ya expertos, más austeros y atento al respeto de la partitura (como fue el caso de Wilhelm Backhaus o Artur Rubinstein), apreciados hasta entonces sobre todo por su dominio instrumental más que por el valor artístico de sus interpretaciones. El repertorio empezó a apartarse de todo lo que sonara a “música de salón”, se vieron con creciente recelo las transcripciones en favor de la ejecución de obras originales, se empezó a hablar de “integrales” y ediciones Ur-Text, mientras el bache entre el mundo profesional y el artesanal disfrute doméstico de la música se hacía poco a poco insalvable. Los pianistas que seguían ligados a la tradición empezaron a ser etiquetados como pianistas de la “vieja escuela” (como le pasó a Moriz Rosenthal, quien reaccionó con un breve y polémico ensayo titulado precisamente The Old and New School of Piano Playing en 1924), mientras se hacía cada vez más natural —cómplice también la industria discográfica— identificar una “buena ejecución” con una realización impecable de todas y cada una de las notas presentes en la partitura. Se trataba, con toda evidencia, de un cambio ideológico: el neoidealismo que tanto favor había encontrado entre los músicos de principios de siglo dejaba paso a una nueva estética de enfoque positivista, que tenía sus antecedentes más claros en la estética interpretativa francesa de la segunda mitad del siglo XIX, florecida justo cuando Auguste Comte fundaba las bases de su teoría filosófica. BUSONI Y GODOWSKY El artista que mejor permite seguir las consecuencias de este cambio estético —que Busoni sólo pudo intuir, al morir en 1924— fue Leopold Godowsky. Pianista y compositor, virtuoso genial y infatigable transcriptor, Godowsky, nacido sólo cuatro años después del italiano, es la única figura de esa época que puede asociarse a Busoni y su tentativa de no trazar una barrera clara entre la figura del ejecutante y la figura el artista-creador. Todos los demás pianistas-compositores eran, en realidad, o bien pianistas que aspiraban a ser también valorados como compositores (una pretensión probablemente justificada en el caso de Paderewski, d’Albert o Sauer; mucho menos en otros casos) o bien compositores que se mantenían en activo como intérpretes esencialmente para que se conociera su música (como fue el caso de Prokofiev, de Stravinsky e incluso de Rachmaninov). Godowsky, en cambio, fue un pianista profesional, con un repertorio amplio y diversificado, pero al tiempo un compositor ingenioso, particularmente estimulante allá donde la separación entre la transcripción, las variaciones sobre un material preexistente y la creación original tendía a difuminarse. No es extraño, pues, que su mayor contribución a la literatura pianística sea su Passacaglia en forma de 44 variaciones, cadencia y fuga sobre el primer tema de la Sinfonía Inacabada de Schubert, una obra de 1927 que trata las 11 notas iniciales de aquella sinfonía como basso ostinato sobre el cual se eleva un monumento de colosales dimensiones y aún más colosal dificultad técnica. La extraordinaria trayectoria artística de Godowsky (estudiada con gran detalle por Jeremy Nicholas en su Godowsky, The Pianist’ Pianist), mantiene notables puntos de contacto con la de Busoni. Pero al prolongarse su vida hasta 1938, el pianista de origen lituano vivió en pleno los cambios estéticos de los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y tanto su producción compositiva como su epistolario y sus propias grabaciones nos hablan de ello. Quedémonos aquí sobre todo con este último aspecto. Las grabaciones hoy más conocidas de Godowsky fueron realizadas en Londres por la English Columbia Graphophone [sic] Company entre 1928 y 1930, pocos meses antes de que el 17 de junio de 1930 el artista sufriera, precisamente durante una sesión de grabación, el ataque neurológico que pondría fin a su carrera pública. Estos registros, de notable calidad técnica y particularmente cuidados, contienen obras de gran dimensión, como las Sonata Les Adieux de Beethoven, la Balada op. 24 de Grieg, la segunda Sonata de Chopin y el Carnaval de Schumann. Y al escucharlos es inevitable preguntarse dónde está el gran pianista que llevaba al delirio las masas y que suscitaba la admiración incondicional de tantos ilustres colegas. Es verdad que Godowsky nunca amó particularmente los estudios de grabación, y que a dicha de quienes le conocieron daba lo mejor de sí en pequeños entornos, en familia o entre personas a él allegadas. Pero no deja de sorprender el hecho de escuchar estas ejecuciones tan comedidas y asépticas, serenas y sin aparente participación. Ejecuciones “objetivas”, cabría decir: realmente poco más que una decodificación del texto, leído según un patrón que parece inspirarse directamente en la austeridad stravinskiana. La estética interpretativa neoclásica no podría encontrar mejor ejemplificación. Pero ¿Godowsky había tocado siempre así? La documentación de la que disponemos no es tan completa como desearíamos. No existe, en particular, ninguna grabación de estas mismas obras que se remonte a una fecha significativamente anterior. Pero sí podemos llegar a reconstruir de una forma suficientemente fiable el estilo interpretativo de Godowsky en los años de la Primera Guerra Mundial gracias a sus numerosos rollos de pianola, y desde luego su manera de tocar no era la misma. La fulgurante grabación de la primera Balada de Chopin, realizada en 1916, nos regala cualquier cosa menos una ejecución prudente y comedida: hallamos en ella una dionisíaca exaltación de los puntos culminantes, una declamación libre y emocionada, un desafiante virtuosismo capaz de transfigurar enteros pasajes de bravura. Con el tiempo, sin embargo, Godowsky fue abandonando esta extroversión interpretativa. Sus transcripciones, antes tan explosivas, se hicieron cada vez más sofisticadas, culminando en las etéreas e introvertidas Sonatas para violín solo y Suites para cello solo de Bach, very freely transcribed and adapted for the pianoforte, de 1923, y en los no menos elaborados doce Lieder de Schubert publicados en 1927; su epistolario registra declaraciones de sorprendente desconfianza hacia la superficialidad del mundo de los conciertos y de los fáciles éxitos que pueden cosecharse (Nicholas 1989: 114-115; 146-147; 156) y hasta esbozó los principios para un “Sínodo mundial de la Música y los Músicos” (World Synod of Music and Musicians) cuyos objetivos “científicos” tienen innegables resonancias positivistas.9 A lo largo de su vida, Godowsky no cambió de forma trascendental su repertorio, a diferencia de otros intérpretes como Backhaus, Arrau o Serkin, quienes fueron concentrándose con el tiempo en las obras de unos pocos compositores, principalmente alemanes, dejando atrás el repertorio de bravura que les garantizó tantos éxitos en su juventud. Pero un pequeño detalle en su discografía merece nuestra atención. La obra sin duda más célebre de todo el catálogo de Godowsky era su Badinage, un estudio de concierto El texto íntegro de la articulada propuesta de Godowsky está publicado en Nicholas 1989: 294-300. Para sus planteamientos más específicamente ideológicos, véase, en particular, las pp. 297-298. 9 elaborado superponiendo el Estudio op. 10 n.º 5 de Chopin (el estudio sobre las teclas negras, una vez más) con el otro estudio en sol bemol mayor del mismo autor, el op. 25 n.º 9. El resultado era inaudito, y no dejó de asombrar al público de medio mundo. En los años en torno a la Primera Guerra Mundial, Godowsky grabó en dos ocasiones esta peculiar “fusión” de los dos estudios en rollo de pianola. Pero cuando se trató de volver a la sala de grabación, esta vez para una grabación acústica, en 1922 —y también cuando, cuatro años más tarde, hizo lo mismo para una grabación eléctrica— Godowsky optó por una solución muy distinta: en lugar de tocar los estudios superpuestos uno a otro, los tocó uno tras otro, ambos en su versión original. La decepción no podría ser mayor, para quien espera oír la hazaña instrumental que durante mucho tiempo Godowsky fue el solo en poder realizar. Se trata, sin embargo, de un cambio de época: lo que merece ser inmortalizado por el disco es el texto “original”, la obra tal como fue escrita por el compositor, y la interpretación de Godowsky parece confirmar precisamente esto. La ejecución es precisa, exacta y sin afectación; en ella no hay ni octavas en glissando ni cambios en la escritura, ni menos todavía algún compás añadido. Si Badinage y los otros 52 “Estudios sobre Estudios de Chopin” que Godowsky había escrito entre 1893 y 1914 podían tener puntos de contacto con la estética busoniana, esta grabación no podría estar más alejada del espíritu del genio de Empoli. Godowsky, cuya actividad había tenido hasta los años ‘20 un evidente paralelismo con la del italiano, vivió con tal intensidad los cambios ideológicos de su tiempo que sus propias grabaciones acaban por ser un digno testimonio de ello. No podemos saber qué habría hecho Busoni si no hubiera muerto todavía relativamente joven y en el pleno de sus facultades. Probablemente, animado por el mismo recelo hacia muchas tendencias de la sociedad moderna, habría compartido con Godowsky la búsqueda de un aristocrático aislamiento de las masas y del mercado de la música; pero es difícil decir qué habría sido de él como intérprete. Difícilmente su “Nueva Clasicidad” habría podido replegar sobre posiciones positivistas como las que impregnan la actividad de tantos pianistas antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Es más probable que su itinerario habría acabado por tener puntos de contacto con el de otro gran intérprete, Artur Schnabel, que tan equivocadamente fue tomado a ejemplo de esa pretendida “objetividad” interpretativa que se estaba imponiendo. BUSONI Y SCHNABEL Schnabel fue el único intérprete capaz de recoger el testigo del enfoque busoniano de la interpretación. Fue un idealista convencido que remó siempre contracorriente y terminó sin ser casi nunca entendido en profundidad. Y al tiempo es la demostración más perfecta de que el mundo de Busoni se estaba yendo para siempre. Al igual que Busoni, Schnabel era un hombre erudito, crecido en la cultura mitteleuropea; ambos eran intérpretes y compositores; ambos escribieron, enseñaron y publicaron afortunadas revisiones. Existe, sin embargo, una diferencia importante: a diferencia de Busoni (y de Godowsky, de Rachmaninov y de tantos compositores virtuosos de la época), Schnabel nunca tocó su propia música. Él sólo tocaba el repertorio clásico-romántico, con un abanico de autores reducido y conservador (principalmente Bach, Mozart, Beethoven, Weber, Schubert, algo de Schumann, un poco de Chopin y el amado Brahms), dejando que otros interpretaran sus complejas composiciones atonales. Se trata de una peculiar forma de vivir una época marcada por la irremediable escisión entre la figura del intérprete y la del compositor. De manera análoga a Godowsky, también Schnabel experimentó una importante transformación en su vida artística, sólo en parte documentada por el disco: una transformación que muchos no entendieron, viendo únicamente descuido y falta de control en la que era, en realidad, la búsqueda de una declamación del texto que se inspirase al arte oratoria. Fue anteponiendo las asimetrías a las simetrías, y cualquier detalle, en sus interpretaciones más maduras, acabó subordinado a una visión de conjunto a menudo impregnada de un verdadero espíritu dionisíaco; un espíritu que incluso un artista como Claudio Arrau demostró no entender.10 Schnabel, en muchos sentidos, era un idealista. Nos lo dicen sus escritos, su lenguaje a la hora de dar clase, toda su concepción de la música. Pero los tiempos estaban cambiando. De allí que, a diferencia de Busoni, Schnabel marcase un límite a la actitud del intérprete ante la partitura: no modificar las notas. Todo lo demás (como bien indican sus revisiones mozartianas y, sobre todo, beethovenianas) podía y a veces debía modificarse, aunque siempre con una sólida justificación. No es difícil trazar paralelismos entre Schnabel y algunos de los principales pensadores alemanes de su tiempo. Georg Simmel y su humanismo del espíritu, en particular, para el cual la cultura era reproducción ideal de la vida y expresión de su significado. O el propio Husserl, cuya filosofía tardía parece tan íntimamente ligada al mundo interior de Schnabel, con su mensaje humanista, la importancia otorgada a la intuición y su idealismo espiritualístico volcado en la búsqueda de la verdad última. Y después está la hermenéutica del joven Heidegger, tan fácil de relacionar con el enfoque de un hombre que siempre estuvo interesado en deducir del propio texto, más que del estudio musicológico, los caminos a seguir a la hora de interpretar. “[Schnabel, en su juventud] solía ser un pianista impecable”, reconoció Arrau en sus conversaciones con Joseph Horowitz. Pero con el tiempo la cosa fue empeorando: empezaron los errores y los problemas técnicos. “Y adquirió esa cosa neurótica en su ejecución que es muy perniciosa... el apresuramiento impulsivo. [...] Fue terrible en las etapas posteriores.” (Horowitz 1984: 113) 10 Schnabel era perfectamente consciente de que las sonoridades elaboradísimas o aquellos tiempos estáticos que a menudo encontramos en sus interpretaciones beethovenianas tenían poco en común con la ejecución del propio Beethoven. No era la “verdad histórica” lo que interesaba a Schnabel, sino la capacidad de la obra para expresar el presente. Sin embargo, no son filósofos contemporáneos suyos, como Husserl o Heidegger, quienes ocupan un lugar de relieve en los escritos de Schnabel, sino pensadores ligados al idealismo decimonónico. Las explícitas referencias a Schopenhauer, en particular, son menos ingenuas de lo que podría parecer: no es tan extraño que un intérprete cuyo repertorio se concentra en el siglo XIX alemán elabore una visión del mundo que tiene tantos puntos de contacto con la de los filósofos decimonónicos. En el caso de Schnabel lo que extraña es que esta concepción pudiera convivir con un estilo compositivo tan vanguardista. Y también con otra de las grandes diferencias entre éste y Busoni: al haber nacido en 1882, 16 años después del italiano, Schnabel pudo vivir en primera persona fenómenos que el segundo no pudo presenciar. Entre ellos, el apogeo de la industria discográfica, en el que Schnabel (en esto muy alejado del aristocrático desprecio busoniano por los sistemas de grabación) colaboró con la más significativa de las “integrales” de los años ‘30, la de las 32 Sonatas de Beethoven, que el gran pianista de origen austriaco fue el primero en grabar entre 1933 y 1936. Y poco después, la más aterradora de las guerras mundiales. Para Schnabel la guerra representó una toma de conciencia que reafirmó su conciencia cívica y le ayudó a perfeccionar su concepción de la música como arte del espíritu. La tesis básica de su conmovedor Music, or the Line of Most Resistance, publicado en 1942 y escrito directamente en inglés sólo dos años antes de recibir la ciudadanía norteamericana, es tal vez la última flor crecida sobre la onda de la concepción idealista busoniana. En el peor momento de la guerra, precisamente cuando muchos veían con extrema preocupación el destino de la humanidad ante la barbarie nazista, Schnabel nos viene a recordar —en medio de unas reflexiones a menudo autobiográficas sobre la música— que la verdadera batalla no es la del frente, sino la del espíritu, y allí la música es un verdadero “frente de resistencia”. Y que mientras seamos capaces de ver en la música un mundo de valores e ideales que superen la materialidad del presente, la verdadera batalla no estará perdida. Una tesis aparentemente ingenua, pero demostración poderosa de una visión del mundo que encomienda a la música una función altísima, tal vez la más elevada posible. Esa música capaz de construir arquitecturas sonoras cuyos equilibrios se escapan a nuestra comprensión, esa música capaz de vislumbrar otras realidades, otros mundos más perfectos. Una vocación de trascendencia que tendría vida muy difícil en un siglo XX marcado por otra clase de ideologías. MIRAR ALEGREMENTE En la música clásica, a partir del período de entreguerras, muchos intérpretes acabaron por demostrar que, consciente o inconscientemente, la elección de un repertorio básicamente centrado en el pasado podía esconder un rechazo de la modernidad. Una significativa pérdida de contacto con el presente del que Schnabel fue dramáticamente consciente. Lo intentó compensar escribiendo obras originales (y cadencias desconcertantes, como las del Concierto K. 491 de Mozart) de una apabullante modernidad, como si su actividad compositiva fuera su modo de interrogarse sobre el futuro, mientras su entrega al repertorio del pasado adquiría cada vez más los tintes de una investigación sobre todo lo que hemos dejado atrás. Para Busoni esta contraposición no existía. Para él, idealista hasta la médula, la propia idea de que pudiera hablarse de un pasado y de un presente podía ponerse fácilmente en entredicho. Sólo la superficie de las cosas estaba vinculada a la usura del tiempo, no la esencia, y en esa vocación de eternidad se encontraba la verdad de la música. Sin embargo, a lo largo del siglo XX, la interpretación acabaría por identificar estos términos clave con fenómenos muy distintos de aquellos a los que se refería Busoni: la eternidad se vio materializada en la inmovilidad de la grabación; la verdad se identificó con el respeto del signo escrito en la partitura. Y hoy, a un siglo de distancia de aquel profético Entwurf einer neuen Aesthetik der Tonkunst, es inevitable preguntarse, más allá del diverso destino que ha aguardado a aquellas propuestas, si seríamos capaces de trazar con tanta lucidez caminos para el futuro. Se trataría, probablemente, de caminos muy distintos de aquellos que trazó en su día Busoni; y, sin embargo, bastarían los términos en los que actualmente se debate el actualísimo problema de la identidad de la obra de arte para demostrar que podríamos aprender mucho de Busoni. La postmodernidad ha puesto en entredicho muchas de las certezas que se habían ido afirmando durante la segunda mitad del siglo XX, y si el mensaje de Busoni parecía no interesar entonces, quizás haya llegado el momento de volver a interrogar su complejo e intricado legado. Tal vez empezando por la recomendación que puso como broche a su extenso Von der Einheit der Musik (“Sobre la unidad de la música”) en agosto de 1921: A los jóvenes les imploro: [...] vuélvanse hacia la perfección del trabajo seria y gozosamente. “Sólo aquel que mira hacia el futuro mira alegremente”. (Busoni 1982: 86) Luca Chiantore, 2004 BIBLIOGRAFÍA Baricco, Alessandro, 1999: El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin (traducción castellana de L'anima di Hegel e le mucche del Wisconsin, Milano: Garzanti). Traducción de Romana Baena Bradaschia. Madrid: Siruela Basso, Alberto (ed.), 1985: Dizionario enciclopedico universale della musica e dei musicisti. Le biografie, vol. 2. Torino: U.T.E.T. 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