Ferruccio Busoni, entre idealismo y positivismo

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Luca Chiantore
FERRUCCIO BUSONI ENTRE IDEALISMO Y POSITIVISMO:
LA INTERPRETACIÓN COMO DESAFÍO CULTURAL
¿Quién era Ferruccio Busoni? Un compositor, sin duda. Y un intérprete: entre los más
extraordinarios que la historia de la música occidental recuerde. Fue un mecenas, en la
medida en que los alternos éxitos de su controvertida actividad le permitieron serlo, y uno
de los grandes profetas de la nueva música. Pero para gran parte del público Busoni fue
también —y sobre todo, hoy en día— editor y revisor, responsable de publicaciones y
transcripciones que son un emblema de la dificultad de trazar una diferencia clara entre
“composición” e “interpretación”. Él mismo tenía un vasto repertorio de vocablos para
definir este tipo de ediciones: Herausgabe, Bearbeitung, Umschreibung, Version e incluso
Konzertmässige Interpretation (así publicó Universal Edition, en 1910, la paráfrasis de
concierto del Klavierstück op. 11 n.º 2 de Schönberg), sin contar los vocablos que reservaba a
las obras originales compuestas sobre material de otros compositores (Fantasien, Variationen,
Improvisationen, Übungen, Studien, Vortragstücke...). Prefería el alemán, para ello, y no por
pura xenofilia; aprovechaba la precisión quirúrgica de esa lengua para intentar recordar
cuán complejo y diverso puede ser el trabajo de quien se sitúa ante las obras ajenas con
auténtico espíritu creativo.
PALABRAS OLVIDADAS
Durante toda su vida —desde las primeras transcripciones bachianas que se remontan al
1888 hasta los 10 tomos póstumos del Klavierübung— Busoni volcó tiempo y energías en
estas publicaciones: una decisión detrás de la cual se escondía una posición teórica muy
definida. Busoni intentó con fe inquebrantable explicar al mundo tanto ésta como las otras
tesis que componían su complejo credo artístico. Lo hizo mediante escritos frecuentemente
citados, que han sido objeto de agudos estudios; escritos incómodos y difíciles no tanto por
su forma como por su contenido. El Busoni pensador era aún más inclasificable que el
Busoni artista, y la posteridad no es generosa con esta clase de figuras. En el momento de
escribir este ensayo, sus escritos completos no se encuentran en el catálogo de ninguna
editorial, en ningún idioma. Se publicaron en italiano, en 1977 (Lo sguardo lieto, Milano: Il
Saggiatore) pero no hay señales de una reedición de un libro agotado desde hace tiempo; en
inglés nunca llegaron a editarse por completo, y la situación no es distinta con el idioma
favorito de Busoni, el alemán que había heredado de su madre Anna Weiss. Todo ello a
pesar del interés que su figura sigue despertando: en su ciudad natal, Empoli, existe un
Centro Studi Musicali Ferruccio Busoni que ha conseguido que se dedicaran a este gran músico
dos congresos internacionales en menos de quince años (La trascrizione. Bach e Busoni, 1985; y
Ferruccio Busoni e il pianoforte del Novecento, 1999) y los intérpretes —los pianistas, en
particular— están volviendo con creciente interés sobre un catálogo de obras multiforme y
lleno de sorpresas.
Actualmente, Busoni sigue presente en el mercado editorial básicamente gracias a su
epistolario (disponible en ediciones parciales tanto en italiano como en inglés y alemán) y,
cómo no, con su “Esbozo para una nueva estética musical”, su escrito más importante. Pero
la difusión internacional de este profético opúsculo, y sobre todo las banalizaciones de las
que puede ser objeto, no deben hacernos olvidar que la importancia de las posiciones
estéticas del artista italiano no se agota en estas célebres páginas.
NOTACIÓN E INTERPRETACIÓN
Busoni vivió las inquietudes intelectuales de su tiempo de forma absolutamente personal y
desde posiciones frecuentemente incómodas. Intentó en vano hacerse entender y no
consiguió que su mensaje calara hondo ni siquiera entre los músicos de su propio entorno,
que frecuentemente no comprendieron el auténtico alcance de sus convicciones. Hoy en día,
sus posiciones teóricas siguen incomprendidas como lo fueron, efectivamente, en su día, y su
nombre es a menudo arrinconado a los márgenes de la historia del pensamiento musical.1
No obstante, sus escritos tienen una especial actualidad ante los encendidos debates en curso
sobre la teoría de la interpretación y la significación musical. Es difícil, por ejemplo, no
Una buena muestra de ello son los manuales de estética musical actualmente disponibles en lengua castellana,
casi monopolizados por la figura de Enrico Fubini, un italiano del que nos esperaríamos un conocimiento
profundo de las tesis busonianas. En el más reciente de estos textos, el sintético Estética de la música (Fubini,
2001), traducción al español de la voz Estetica musicale del Dizionario Enciclopedico Della Musica e dei Musicisti
U.T.E.T., el nombre de Busoni ni siquiera aparece. ¿Una casualidad, tal vez causada por la extrema brevedad
del texto? Por supuesto que no. Los célebres dos manuales de Fubini recogidos en versión castellana en el
afortunado volumen La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX (1988/1999) mencionan a Busoni una
sola vez, de manera completamente marginal, y lo hacen exclusivamente en relación con su interés (nunca
llevado a la práctica) por elaborar música por tercios de tono. Otra mención sorprendentemente fugaz la hace
Fubini en los ensayos reunidos en Música y lenguaje en la estética contemporánea (1973), cuyo primer capítulo —
“La estética crociana y la crítica musical”— se concentra en la figura de Benedetto Croce y su repercusión sobre
la cultura italiana de la primera mitad del Novecento. Parecería inevitable relacionar a Busoni con los debates
filosóficos y estéticos de la época; no obstante, incluso aquí su figura queda relegada al margen.
1
relacionar con estos debates afirmaciones tan contundentes como las que realizara Busoni en
1906 en su célebre Entwurf einer neuen Aesthetik der Tonkunst:
El espíritu de una obra de arte, la medida de la emoción, y de su contenido humano,
permanecen inmutables en su valor a través del curso de los años; la forma que estos tres
asumen, los medios a través de los que se expresan y el gusto de la época que les dio
nacimiento son transitorios y envejecen rápidamente. (Busoni 1982: 27)
Aunque resulte un poco paradójico, los vocablos clave de Busoni, con toda su vocación de
eternidad, están muy ligados a su época: hablar de “espíritu”, “emoción” y “contenido” de
una obra sin especificar el marco teórico sería hoy inconcebible. Pero lo que más nos interesa
es que aquellos “medios” (transitorios pero indispensables) a través de los cuales la esencia
de la música se manifiesta son precisamente la interpretación. Una posición particularmente
actual que no lleva directamente hasta el objeto de nuestro estudio:
La ejecución musical deriva de aquellas alturas libres de donde desciende el arte mismo. En
donde el arte es amenazado por lo terrenal, es esta parte de la interpretación la que lo eleva y
le permite recobrar su estado primitivo de etérea independencia. La notación, la escritura de
las composiciones, es ante todo un ingenioso expediente para capturar una inspiración con el
propósito de explotarla posteriormente. Pero la notación es a la inspiración lo que el retrato
al modelo viviente. Queda para el intérprete la función de resolver la rigidez de los signos y
volverla a la emoción primitiva. Pero los legisladores requieren que el intérprete reproduzca
la rigidez de los signos, consideran que su reproducción está lo más cercana posible a la
perfección cuanto más se atenga a los signos. Lo que la inspiración del compositor
necesariamente pierde a través de la notación debe ser restaurado por el intérprete con base
a su propia intuición. (Busoni 1982: 39)
La interpretación como el momento en que la obra musical revela su esencia: ésta es la
posición clave de Busoni. En un momento decisivo en la historia de la música occidental,
ante esa definitiva escisión de la figura del intérprete y la del compositor que se consuma a
caballo de los dos siglos, el músico italiano reafirma con contundencia la trascendencia del
gesto interpretativo. Él, que era a la vez compositor e intérprete, redimensiona la
superioridad de la composición que de allí a poco sancionará Stravinsky, regalándonos una
y otra vez encendidas defensas del valor del acto interpretativo.
Aunque pueda parecer obvio, no será inútil recordar que Busoni no estaba intentando
defender posibles licencias del intérprete, contraponiéndolas a una presunta lectura
“objetiva” del texto. Su reflexión tenía como objeto principal el concepto mismo de obra
musical y la que es su indispensable complemento en la tradición culta occidental: la
notación.
Toda notación es, en sí, la transcripción de una idea abstracta. En el instante en que la pluma captura
la idea, en ese momento la idea pierde su forma original. La misma intención de escribir y anotar una
idea, compele a la elección de ritmo y tonalidad. La forma y el medio sonoro que el compositor debe
decidir para poder anotar su melodía, definen aún más cerradamente el camino y los límites. Hay
una evidente analogía con la vida del hombre. Nace desnudo, y sin tener todavía aspiraciones
definidas, decide, o en un momento dado de su vida es obligado a decidir, sobre una carrera. Desde
aquel momento de decisión, a pesar de que mucho de lo que es original e imperecedero en la idea o
en el hombre pueda seguir viviendo, cae encerrado en un tipo ya clasificado. La idea musical se
convierte en una Sonata o un Concierto, el hombre en un soldado o un sacerdote. Y esto también es
un arreglo del original. (Busoni 1982: 41)
Desde luego, se trata de una manera muy insólita de enfocar el problema epistemológico de
la obra musical, y de la obra de arte en general: una manera en la que Busoni creía
firmemente, hasta el punto que encontramos estas mismas idénticas frases, sólo ligeramente
retocadas, en otro texto de 1910, “El valor de la trascripción” (Busoni 1982: 91) y también
parafraseadas de una u otra forma en numerosos escritos posteriores. Detrás de estos
peculiares planteamientos no puede no haber una precisa posición filosófica, y es esta
posición que las próximas páginas pretenden investigar.
EL PROBLEMA DE LA TRANSCRIPCIÓN
Una parte importante de los escritos más estimulantes de Busoni están relacionados con la
voluntad de defender la legitimidad de la trascripción, que a principios del siglo XX muchos
empezaban a poner en duda. La trascripción parecía poner en peligro la integridad de la
obra de arte, y Busoni fue muy explícito en negar este supuesto. Era precisamente el
convencimiento de que detrás de cualquier obra existe una idea, un fragmento de eternidad
ajeno al paso del tiempo, lo que le permitía creer ciegamente en la trascripción.
La posición busoniana ante la trascripción es especialmente interesante porque no sólo se
opone rotundamente a cualquier descalificación de semejante práctica (“Una trascripción no
destruye al arquetipo, el cual es, por lo tanto, todavía perceptible a través de ella y no se
pierde por su culpa”, Busoni 1982: 41) sino que ve en la trascripción una herramienta
fundamental para adaptar la obra al tiempo presente y ayudar con ello a devolverle su
“etérea independencia”.
En efecto, las trascripciones de Busoni se alejaban profundamente (en el espíritu y en la letra) de las
que realizaron tantos otros virtuosos de su tiempo para el delirio de un público sediento de
malabarismos técnicos y rocambolescos juegos de manos. En aquella edad de oro muchos hallaron en
la trascripción de célebres obras (pianísticas y no) un medio para ensanchar y personalizar su
repertorio sin por ello necesitar un lenguaje compositivo propio, cuya búsqueda a principios del siglo
XX fue convirtiéndose en un problema escurridizo y cargado de polémicas. El repertorio de concierto
había empezado a cristalizarse en torno a las grandes figuras de los compositores clásico-románticos
y se miraba con creciente desinterés (desinterés, más que recelo) hacia los compositores de
vanguardia. Ante un marco de algún modo reaccionario, Busoni siempre miró al futuro. Pensemos
en su escrito más citado y recordado, el “Esbozo para una nueva estética musical”: en 1906, Busoni
fue capaz de hablar con confianza de la superación de la tonalidad; profetizó nuevos sistemas por
tercios, cuartos y sextos de tonos; abogó, finalmente, por una radical renovación de los instrumentos
tradicionales en nombre de una búsqueda de nuevos lenguajes que le permitió entrever la mismísima
música electrónica (véase Busoni 1982: 57-60).2
La modernidad de las posiciones de Busoni, sin embargo, es aún más evidente si nos alejamos del
lenguaje compositivo. Sus revisiones de obras barrocas (la revisión de las Toccatas y del Clave Bien
Temperado, en particular) muestran una decidida apuesta por fusionar el análisis formal y el gesto
interpretativo, un aspecto que sigue siendo un problema abierto en el mundo del análisis musical
más de un siglo después. Y otras revisiones suyas nos ayudan a comprender hasta donde llegaba su
interés por conocer el proceso evolutivo de las obras, que superaba con creces la especulación
arqueológica de los musicólogos alemanes de la generación anterior.
La edición completa de los Estudios de Liszt es el caso más evidente de este interés. Precisamente
aquellos mismos “Estudios Trascendentales” que Busoni fue el primero en tocar completos en
concierto fueron objeto de una publicación todavía hoy insuperada, que presenta las dos ediciones
completas (de 1837 y 1852) precedidas por los juveniles doce Estudios que fueron el embrión de los
posteriores Grandes Études. De este modo, podía seguirse por primera vez la extraordinaria evolución
técnica protagonizada el compositor húngaro a lo largo de un cuarto de siglo, una evolución que
sintetizaba la transición del fortepiano al piano moderno y el nacimiento de la nueva figura del
virtuoso tal como hoy la conocemos. La publicación —hoy fácilmente localizable gracias a la
reimpresión realizada por la edición norteamericana Dover— iba acompañada de una no menos
interesante introducción (traducción castellana en Busoni 1982: 269-281) que remataba una iniciativa
editorial visionaria, que unía rigor documental y divulgación en una publicación que todavía hoy en
día sigue siendo igualmente preciada para el estudioso y para el intérprete.
Un hilo conductor une éstas y otras importantes iniciativas de Busoni: la centralidad de la
interpretación. En esta búsqueda al tiempo interpretativa y musicológica en busca de la “verdad” de
La propuesta despertó en efecto el interés de Jörg Mager, quien apoyado por el propio Busoni y más tarde por
Alois Hába presentó, en 1926, el Sphärophon (un instrumento electrónico capaz de reproducir microintervalos) y
al año siguiente el Kaleidosphon (en grado de producir un glissando en acordes). Busoni habló con entusiasmo de
estos experimentos en una carta a Volkmar Andrae del 15 de junio de 1922 (Busoni 1988: 484-485).
2
los Estudios de Liszt está la fascinante complejidad de las inquietudes del músico italiano; en su
voluntad de dar una explicación a cada nota y cada estructura en la más sencilla de las fugas de Bach
está la voluntad de poner nuevas herramientas al servicio del intérprete. Por este motivo, la
interpretación, la trascripción y la búsqueda de nuevos lenguajes compositivos conviven con igual
dignidad en el “Esbozo para una nueva estética musical” que por primera vez pone la ejecución en el
centro de la discusión estética. Aquí más que nunca Busoni quiso dar a sus afirmaciones un marco
teórico de máxima amplitud. Un marco que abarca una precisa reflexión sobre la historia y el paso
del tiempo:
No existe algo que sea absolutamente moderno en el arte, sólo cosas que han nacido antes y han
nacido después; aquello que florece por largo tiempo o aquello che se marchita en breve. Lo moderno
y lo antiguo han existido siempre. (Busoni 1982: 28)
Esta capacidad de vencer la usura de tiempo es precisamente lo que otorga al arte de los sonidos su
sentido más hondo:
La obra musical existe, antes de que su sonido resuene y después de que ha muerto por completo;
entera e intacta, existe, a la vez, dentro y fuera del tiempo y a través de su naturaleza podemos
obtener un concepto definido de lo que de otra manera es una noción intangible de la idealidad del
tiempo. (Busoni 1982: 42)
Vislumbramos con toda claridad un marco filosófico preciso: el idealismo posthegeliano. Busoni no
disponía de una formación filosófica profunda, pero fue un intelectual atento y sintió con fuerza los
debates ideológicos de su tiempo. Creció en años profundamente marcados por el positivismo y su
posición, drásticamente opuesta a esa corriente, le llevó a planteamientos curiosamente próximos a
esa variopinta constelación de pensadores que fue el neoidealismo italiano.
Es sobre todo esta fe en la eternidad del arquetipo que sostiene y vivifica cada auténtica obra de arte lo
que relaciona Busoni con el neoidealismo. Y fue este aspecto de su pensamiento el que fue
afianzándose con el paso del tiempo. Su último escrito de envergadura, fechado el 8 de junio de 1924,
menos de dos meses antes de morir, reincide precisamente en este punto, con una contundencia que
no deja espacio a dudas.
El siguiente pasaje, citado de una novela de Anatole France [Histoire Comique] podría ser tomado
como lema para mi propio libro Entwurf einer neuen Aesthetik der Tonkunst, 1906: «Puesto que el
contenido de una pieza de música existió y existe completo e inalterable antes y después de que ha
sonado». En esta novela del maestro francés, un médico dice a un joven dramaturgo cuyo batiente
corazón espera por el final de la primera representación de su obra: «¿No crees que todo lo que va a
pasar ha pasado ya para toda época?». Y sin esperar una respuesta añade: «si los fenómenos del
mundo vienen a nuestro conocimiento uno después de otro, no debemos concluir que en realidad
ellos siguen en sucesión uno al otro, y tenemos menos razón para suponer que tienen lugar en el
exacto momento en que los percibimos. El universo aparece continuamente incompleto ante nosotros
y tenemos la ilusión de que está completándose continuamente. De esta manera, al mismo tiempo
que som0s concientes de los fenómenos sucesivos, creemos que ellos vienen realmente hacia nosotros
en forma sucesiva. Tenemos que aquellos que no vemos más están en el futuro. Sin embargo,
imagina que existieran seres formados de tal manera que pudieran ver simultáneamente lo que para
nosotros es pasado y futuro. Uno podría concebir también seres que percibieran los fenómenos en
orden inverso y que los vieran desenrollarse desde nuestro futuro hasta nuestro pasado»”. (Busoni
1982: 63-64).
Estamos ante una dramática negación de la historia entendida como un camino unidireccional, y la
música es precisamente el terreno privilegiado en que vivir la experiencia de este “eterno presente”.
Ésta era, en el fondo, la esencia de la música de la que Busoni no dudaba en hablar en los últimos años
de su vida con creciente fervor: una esencia “percibida por unos pocos”, y por la mayoría
“desconocida o incomprensible” (Busoni 1982: 67). Y con el paso del tiempo el músico italiano fue
concienciándose de la dificultad de transmitir incluso a su entorno más próximo una visión de la
música elitista y ciertamente hermética:
Hay algunos tiempos, en raros casos, en que un mortal consigue hacerse de la percepción de algo
inmortal en la esencia de la música por el mero proceso de escucha que se funde en las manos
cuando uno trata de atraparlo, se congela en el momento en que uno desea trasplantarlo a la tierra, se
extingue tan pronto como se bosqueja a través de las tinieblas de nuestra mentalidad. Sin embargo,
permanece lo suficiente para reconocer su origen celestial y, a través de todo lo que es elevado, noble
y translúcido que nos rodea y estamos en la capacidad de distinguir, aparece hacia nosotros como lo
más alto, lo más noble y lo más translúcido. La música no es, como dijo el poeta, “embajadora” del
cielo, sino que los embajadores son aquellos escogidos en quienes ha recaído el alto cargo de traer a
nosotros los simples rayos de la luz original a través del espacio inconmensurable. (Busoni 1982: 70)
CRECER EN LOS MÁRGENES
Nacido en Empoli, cerca de Florencia, en 1866, Busoni crece y se educa en la ciudad materna,
Trieste, una ciudad única bajo muchos puntos de vista. Entonces aún más que hoy, Trieste
era una ciudad de frontera, políglota por necesidad y provinciana por vocación. Pero bajo el
punto de vista cultural, la inquieta Trieste era también el reflejo de la situación de la entera
península. En Italia, durante los tres siglos que siguieron el esplendor del Renacimiento, no
se dieron esas condiciones sociales y políticas que habían permitido a las lenguas y las
culturas francesa, inglesa y más tarde alemana desarrollarse e intercambiar experiencias. En
pleno siglo XIX, las ideas políticas y filosóficas seguían penetrando en la península como “de
reflejo”, sin encontrar por lo general el tejido social necesario para que se desarrollaran de
forma autóctona.
La frágil reelaboración de los temas esenciales de la ilustración francesa y del utilitarismo
inglés que culmina en el empirismo de Carlo Cattaneo representa, en este sentido un caso
emblemático. El que pretendía ser el motor filosófico de la expansión capitalista, capaz de
transformar la inmovilista sociedad italiana, acabó derrotado “por la manera misma en que
se formó el estado nacional italiano, sin una gran burguesía empresarial que fuera la
protagonista de la transformación política” (Papi 1982: 395).
La difusión del positivismo, que domina el panorama cultural en que crece el joven Busoni,
siguió pautas similares. No faltaron los personajes de gran relieve, especialmente en el
terreno de la sociología y la psicología, pero se trató de un movimiento fragmentado y
socialmente poco homogéneo. Sirvió, eso sí, para abrir nuevos frentes de debate de tipo
religioso, moral y político, especialmente relacionados con la divulgación de la cultura y la
educación, debates cuyos ecos seguirían oyéndose durante el principio del siglo siguiente.
La reacción antipositivista se organiza en los primeros años del Novecento entorno a un
heterogéneo movimiento irracionalista. La revista Leonardo, fundada en 1903, fue el referente
de esta corriente: una revista que se nutría de fuentes culturales de primera línea (Bergson,
Nietzsche, Peirce, James) y que sintetizó el rechazo a un pensamiento objetivo y racional en
favor del que Giovanni Papini —co-fundador de la revista— definía l’arte della creazione. No
tenemos documentos que sustenten algún contacto entre Busoni y el entorno del Leonardo,
pero la proximidad de las ideas busonianas con el entorno de Papini a principios del siglo es
evidente.
Precisamente en este contexto surge la figura de Benedetto Croce y su “filosofía del
espíritu”, donde la reacción antipositivista se convierte en el punto de partida de una
revitalización de tipo idealista de tradiciones culturales muy arraigadas en la vida cultural
italiana. La pretensión de un “saber” entendido como valor en sí mismo le acarreó
reacciones de los irracionalistas, pero su mensaje caló hondo en el mundo intelectual
italiano, y hasta la irrupción del fascismo el suyo seguirá siendo el nombre más emblemático
de la cultura de ese país.
No hubo una frecuentación personal directa de Busoni por parte de Croce, quien de hecho se
mostró siempre indiferente a temáticas de tipo musical. Sin embargo las similitudes entre el
pensamiento de ambos es particularmente significativo, especialmente en los años anteriores
a la grande guerra del 1914-18. Las coincidencias son, en primer lugar, cronológicas: Busoni y
Croce nacen el mismo año, 1866. Ambos nacen en ciudades de provincia, en entornos
familiares que marcaron profundamente sus respectivas inclinaciones e inquietudes. Ambos
maduran su posición teórica relativamente tarde, en los primeros años del siglo. Otra
similitud significativa: Busoni y Croce, con el paso de los años, no fueron transformando
radicalmente su posición teórica, a pesar de vivir una época ideológica y políticamente
convulsa. Fueron perfeccionando sus argumentos, por supuesto, pero siempre al servicio de
unos planteamientos ya plenamente definidos en el momento de convertirse en personajes
públicos. Y al lado de estas coincidencias, otra aún más significativa: el compromiso con la
sociedad civil, que en Croce se materializó en su cargo como ministro de la pública
instrucción en el gobierno Giolitti (1920-21) y en Busoni tiene su máxima expresión en la
aceptación, en 1913, de dirigir el Liceo Musical de Bolonia. Una decisión aparentemente
incomprensible por parte de un músico mundialmente aclamado y que hasta entonces había
vivido entre Rusia, Alemania y los Estados Unidos.
En la base de estos paralelismos, existe una sintonía de fondo en el que, para ambos
pensadores, fue el telón de fondo de toda su actividad: la reflexión sobre la historia. El
pensamiento de Croce es historicismo absoluto; para él, la realidad es espíritu y el espíritu
ha de entenderse como devenir histórico. La historia es el terreno en que lo individual y lo
universal se unen, según una sensibilidad muy próxima al mundo intelectual de Busoni.
Pero a pesar de su interés por el arte (figurativo, especialmente), Croce no se ocupó por igual
de todas las manifestaciones artísticas. La música, en particular, nunca encontró un espacio
en sus reflexiones teóricas, ni tuvo contactos personales con los principales compositores e
intérpretes de su tiempo. Y esto no deja de resultar inquietante, considerando que la música
—para expresarnos en términos crocianos— es precisamente el terreno más resbaladizo para
semejante ordenada racionalización de la actividad intelectual.
ENTRE NEOIDEALISMO Y FILOSOFÍA DEL ACTO
Busoni nunca intentó sistematizar su pensamiento, por lo que no es posible establecer un
paralelismo estricto entre sus ideas sobre le arte y la filosofía del arte de Croce. Pero no es
difícil leer puntos en común en las posiciones de ambos: una concepción fuertemente
espiritualista de la realidad; la importancia dada a la reflexión teórica y a su interacción con
el acto práctico; la voluntad de dar una perspectiva de tipo kantiano al eterno problema
estético de la interdependencia entre el juicio objetivo y la intuición creativa; la necesidad de
proyectar la dimensión individual de la voluntad hacia fines universales.
Estas no eran ideas filosóficas únicamente crocianas: otros pensadores, en la Italia de la
época y fuera de ella, hicieron suyos puntos de vista al menos en parte análogos. Giovanni
Gentile, en particular, representó la otra cara del neoidealismo: una filosofía contrapuesta a
la de Croce en muchos sentidos, pero al tiempo significativamente paralela a las posiciones
resumidas anteriormente.
Y con Gentile, el paralelismo como Busoni adquiere nuevos matices. Pensemos en el núcleo
esencial del pensamiento gentiliano, la filosofía del acto, máxima manifestación de una
reacción antipositivista inspirada en las tesis de Bernardo Spaventa, el filósofo que había
buscado a partir de las tesis hegelianas modelos especulativos íntimamente ligados a la
tradición filosófica italiana. Mucho más que Croce, cuyas posiciones pueden analizarse
según una perspectiva de tipo europeo, el idealismo de Gentile es íntimamente itálico en su
origen y en sus manifestaciones. No es de extrañar, pues, que su posición conformó el marco
en el cual Italia asimilaría otras experiencias filosóficas, como el marxismo y el
existencialismo, antagónicas a las posiciones políticas de Gentile, Ministro de Educación en
el gobierno fascista de 1922-24 y máxima autoridad cultural del período fascista.
Descartando cualquier posibilidad de una definición objetiva, el pensamiento para Gentile
sólo existe “en acto” y en un determinado momento, por lo que su universalidad es siempre
históricamente concreta. Lo espiritual es, pues, indefinible: es el acto mismo de la
experiencia, un acto individual, concreto e histórico, que no puede objetivarse porque es
siempre acto subjetivo. Y si el acto es acto artístico, éste se convierte en expresión concreta de
una subjetividad emocional, de un sentimiento que será siempre, por definición, individual.
Lo que será objetivable serán los medios técnicos, los instrumentos de la realización artística.
Pero el fenómeno artístico en sí mismo está al margen de cualquier objetivación. Y lo que es
más importante: cada obra de arte tiene una historia suya propia, que no puede vincularse a
un más amplio diseño histórico.
A pesar de las evidentes diferencias (en la importancia de la perspectiva histórica, en
particular), vislumbramos un fundamental elemento común entre la filosofía del arte de
Croce y Gentile: la autonomía del mundo artístico, un aspecto de gran trascendencia si lo
comparamos con la posición busoniana. Para Croce, la intuición es la primera forma del
momento cognitivo del espíritu; pero intuir quiere decir en primer lugar expresar: la intuición
es, pues, el nivel más puro de lenguaje, cuando éste es pura expresividad, no condicionada
por predicaciones lógicas. Y con esta relación entre intuición y lenguaje nos hallamos, por
supuesto, muy cerca del Romanticismo alemán, de ese Romanticismo que era el manantial
último de la formación artística e intelectual de Busoni.
Análogamente a los románticos alemanes, Croce ve en el arte el resultado de esta actividad
espiritual presidida por la intuición, lo que la aleja profundamente del conocimiento
filosófico e incluso moral. Se afirma, pues, una autonomía del arte que, más allá de las
fórmulas banalizantes del tipo “el arte por el arte” (explícitamente rechazadas por Croce), se
alimenta en la raíz universal del fenómeno artístico. Con Gentile, el proceso se radicaliza.
Para él ni siquiera existe un proceso temporal en el arte: cada obra es un organismo capaz de
recrearse en el ánimo del receptor de la obra; una tesis que podría tener grandes
implicaciones si sólo Gentile hubiera llegado a vincular a la música sus reflexiones sobre el
arte.
MÚSICA Y FILOSOFÍA EN LA ITALIA POSTCROCIANA
Para encontrarnos con filósofos que sí se acercaron a la música hemos de esperar a las
generaciones inmediatamente posteriores a Croce y Gentile, en particular con Antonio Banfi
(cuya filosofía de la razón crítica, de origen neokantiano, inspiró la izquierda italiana antes y
después de la Segunda Guerra Mundial) y Alfredo Parente (un fiel discípulo de Croce que
escribió mucho sobre música). Pero el profundizar en temas musicales, como era previsible,
no llevó a una mayor sintonía de posiciones, sino a una abierta contraposición de tesis
diversas.
Dos revistas en particular, Il Pianoforte y La rassegna Musicale, ambas vinculadas a la
personalidad de G. M. Gatti, fueron capaces, a partir de 1920, de activar un intenso debate en
torno a problemas de estética musical a partir de tesis neoidealistas. Entre los primeros y
más activos teóricos en intervenir en estos debates se encuentra precisamente Alfredo
Parente, cuyas tesis se hallan expuestas en La música e le arti (escrito en 1935 y publicado el
año siguiente) y fueron a su vez el detonante del breve pero densísimo A proposito di
un’estetica musicale de Banfi, en el cual el filósofo de Vimercate, en abierta polémica con las
propuestas de este último, esboza los elementos esenciales de una filosofía de la música
desgraciadamente nunca desarrollada por completo, que vinculaba el problema del
“significado” de la música al propio gesto interpretativo.
La atención de Banfi por la interpretación no era un hecho aislado: entre 1930 y 1940 es
activo en Italia un encendido debate sobre este aspecto, un debate que produjo
posicionamientos muy diversos (además de Parente y Banfi, Gatti, Pugliatti, Mila, Graziosi,
Casella y otros) pero casi siempre sustentados en presupuestos neoidealistas. Otro filósofo
poco posterior, Enzo Paci, hizo de la relación entre el intérprete y la obra el eje de su
reflexión, con agudas reflexiones sobre la ejecución de las obras de compositores clave del
repertorio occidental como Wagner, Schönberg y Stravinsky. Pero tras una época de cierta
vitalidad, semejante interés por la interpretación musical no ha dejado de representar, en la
segunda mitad del siglo XX, una presencia esporádica en la reflexión filosófica italiana: el
más importante filósofo de la música de las últimas décadas, Giovanni Piana, no ha
mostrado nunca una especial sensibilidad por la performance musical, que no encuentra
cabida ni en su densísima Filosofia della musica, de 1991, ni en los más recientes Mondrian e la
musica (1995) y Teoría del sogno e dramma musicale (1997). Y no deja de sorprender que el
mismísimo Umberto Eco, referente mundial en las discusiones sobre semiótica e
interpretación, haya destinado un espacio irrisorio a la interpretación musical en sus
múltiples escritos.
Hemos de alejarnos del pensamiento filosófico tradicional y del mundo académico para que
la interpretación musical se vea atribuir el lugar privilegiado que la práctica musical le ha
otorgado desde hace tiempo y que Busoni reclamaba para ella. Limitémonos a un caso
emblemático: el ya clásico L'anima di Hegel e le mucche del Wisconsin de Alessandro Baricco,
bien conocido también en España por la traducción castellana publicada por Siruela en 1999.
La propuesta de Baricco es especialmente pertinente aquí, porque la suya no es simplemente
una alabanza de la interpretación frente al gesto compositivo, sino una precisa apuesta por
un concepto de interpretación creativa y postmoderna: una interpretación producto de un
constante diálogo con el texto, alejada de cualquier pretensión de “autenticidad” y capaz de
liberar la obra de los vestigios de la tradición.
Ante semejante planteamiento, es imposible no volver de nuevo a Busoni y a su dinámica
relación con el texto musical. Como él mismo se encargó de subrayar, no se trataba de
“modernizar” las obras, ni de apartarse de la rutina en busca de excéntricas e insólitas
soluciones: la originalidad de Busoni nacía de la obra misma, de sus exigencias y de la
necesidad de que la idea original de la obra llegue intacta a un público que en su memoria
auditiva tiene lo que no pudo tener el público al que las obras se dirigieron el día de su
estreno. Y ése es precisamente uno de los ejes del planteamiento de Baricco:
Desde los tiempos de Beethoven han cambiado muchas cosas: la praxis de la ejecución, el
contexto social, los términos de referencia cultural, el paisaje sonoro. El piano que usamos
hoy es sólo un pariente lejano del fortepiano que se usaba entonces, diferentes son los
lugares, los modos y las motivaciones sociales que condicionan la audición, diferente es el
patrimonio auditivo con el que nos acercamos hoy a esa música: en el oído no tenemos sólo a
Haydn y Mozart, sino también a Brahms, Mahler, Ravel (y Morricone, Madonna, las
sintonías publicitarias, Philip Glass...). En los ojos se tiene el cine, en la mente consignas
completamente distintas y en el salón un artilugio que al apretarle un botón escupe música
cuantas veces se quiera y con una calidad de sonido que Beethoven, aun queriendo
concederle un oído mejor de aquel que pudiera presumir, no se habría ni imaginado.
(Baricco 1999: 34)
No obstante, si profundizamos un poco más, entendemos pronto por qué, a pesar de los
evidentes paralelismos, la postura deconstructivista de Baricco posee también inevitables
diferencias con respecto a la posición de Busoni y su idealismo de raíz decimonónica. Leamos
los párrafos siguientes, y comparémoslos con las posiciones de Busoni que se transcriben a
continuación:
Como ha enseñado la estética del siglo XX, ninguna obra de arte del pasado nos es entregada
cono era en su origen: a nosotros llega como un fósil con incrustaciones de sedimentos
coleccionados en el tiempo. Cada época que la ha custodiado para transmitirla ha dejado su
propia huella. Y ella a su vez custodia y transmite esas huellas que se convierten en parte
integrante de su esencia. Lo que nosotros heredamos no es sólo la intonsa criatura de un autor,
sino una constelación de hormas en las que las originales no son de hecho distinguibles de las
otras. La unidad de la obra de arte de ciñe alrededor de sus propias metamorfosis borrando
todo rastro fronterizo entre una hipotética autenticidad y la historia de su acontecer en el
tiempo. Ella es historia. Todo ello pulveriza el tótem de la fidelidad a la obra. No existe un
original al que permanecer fiel. Es más, se hace justicia a las ambiciones de una obra
precisamente al hacerla acontecer, una vez más, como material del presente, no retomándola
como vestigio de algún pasado inmóvil. Lo que el melómano medio denomina el verdadero
Beethoven no es otra cosa que el último Beethoven producido por las metamorfosis de la
interpretación. [...] El acto que extravía el original encuentra la esencia más íntima en la obra: su
objetiva ambición es no acabar nunca. (Baricco 1999: 34-35)
Estas frases tienen un aire profundamente busoniano: la obra como historia, la interpretación
como gesto capaz de proyectarla más allá del presente, el rechazo de una vacía aproximación a
un original perdido para siempre. Las diferencias (sutiles, todo hay que decirlo) residen si
acaso en la relación con el pasado, que tanta importancia tenía para Busoni. Véase, en
particular, la carta abierta que envió en 1902 al crítico belga Marcel Rémy, quien le había
reprochado las grandes “licencias” que su estilo interpretativo implicaba:
Si cree que yo tengo intención de “modernizar” las obras que toco, parte Ud. de una idea falsa.
Es todo lo contrario: limpiándolas del polvo de la tradición, yo intento hacerlas “jóvenes”, tal y
como le sonaron al público en el momento en que brotaron de la mente y de la pluma del
autor. La “Patética” era una Sonata casi revolucionaria en su época, y tiene que sonar
revolucionaria; no se pone nunca suficiente pasión en la Appassionata, que fue en su época la
cumbre de la expresión de la pasión. Cuando toco Beethoven intento alcanzar la libertad, la
energía nerviosa y la humanidad que son los rasgos peculiares de sus composiciones […].
Remontándome al carácter del hombre Beethoven y a lo que se dice de su modo de tocar me
he formado un ideal que equivocadamente ha sido definido como “moderno” y que, en
realidad, no es más que “vida”. Hago lo mismo con Liszt y curiosamente, en este caso, muchos
me aprueban, mientras que me condenan en el otro. (Busoni 1977: 157)
Remontarse al carácter del compositor, a las intenciones originarias de la obra y a la impresión
emocional que pretendía suscitar en el público: éstas no son precisamente inquietudes propias
de una actitud postmoderna como la de Baricco. Pero la proximidad entre ambas posturas,
aún así, es mayor de lo que podríamos imaginar: la clave, tanto en Busoni como en Baricco,
reside en situar la obra en el presente, en la geografía cultural de nuestro tiempo (Baricco 1999:
38). El problema es que el presente con el que contaba Busoni no es el mismo de hoy. Hacia
1920 todavía se podía relacionar el mundo interior de muchos compositores clásicos y
románticos con el ideario del público que un concertista se encontraba en las butacas de una
sala de concierto. Pero, ¿hoy? Hoy el problema es diametralmente distinto, según nos
recuerda, una vez más, Alessandro Baricco:
El problema es tener que trabajar sobre un material que se apoyaba sobre categorías, valores e
ideales que resultan, al momento, pulverizados. La [post]modernidad ha suspendido
consignas como progreso, trascendencia, verdad, espiritualidad, sentimiento, forma, sujeto.
Incluso la línea de demarcación del arte se ha convertido en problemática. Y lo que se
denomina “cultura” es un puzzle sin coordenadas de hallazgos de todo tipo, imposibles de
jerarquizar y difíciles de juzgar. La música culta era la expresión de un sistema social y
filosófico en sí mismo terminado y resuelto. La [post]modernidad es un no-sistema cuya regla
es la indeterminación, la provisionalidad y la parcialidad. Esto significa que una actitud capaz
de volver a conectar esa tradición con este presente no puede ser más que una actitud violenta,
exasperada y extrema. (Baricco 1999: 39)
La actitud de Busoni no era precisamente violenta, ni exasperada. Pero sí extrema y sin
compromisos. Es difícil imaginar qué hubiera podido hacer un genio como él ante el presente,
un presente tan ajeno a sus inquietudes espirituales y humanistas. Pero sí es posible
reconstruir con aceptable aproximación lo que hizo Busoni en su día. Y no deja de sorprender
la extrema actualidad de la inagotable riqueza de ideas que su legado sigue regalándonos a
más de ochenta años de su muerte.
RECUPERAR EL ASOMBRO
Para hacernos una idea de cómo se concretaban las ideas busonianas sobre la interpretación,
las fuentes no son muy diversificadas: a diferencia de otros pianistas de su generación
Busoni grabó poquísimo y siempre con poco entusiasmo. A diferencia de los casos de
Paderewski o Hofmann, no nos queda ni un aislado testimonio audiovisual, y muchos de los
rollos de pianola que registró fueron publicados póstumos sin su permiso. Entre ellos se
encuentran, esto sí, formidables muestras de su arte (como la Fantasía lisztiana sobre Lucia di
Lammermoor y su transcripción de la Ciaccona de Bach) pero a las habituales reservas sobre
la fiabilidad de la grabación de los rollos se une en este caso la falta del aval por parte del
más directo protagonista. Tenemos, esto sí, siete breves grabaciones acústicas, realizadas en
dos sesiones, en 1919 y 1922: sesiones que tampoco satisficieron a Busoni (véase, en
particular, Busoni 1938: 285, 287) pero que siguen siendo a día de hoy el insustituible núcleo
de su legado sonoro.
Ante semejante e incierta documentación, los textos escritos siguen presentándose como el
más certero de los documentos, como si de un compositor-pianista del siglo anterior se
tratara. Un buen ejemplo para entender qué clase de sorpresas podía reservar a sus oyentes
Ferruccio Busoni podemos oír, por ejemplo, el Preludio, Fuga y Fuga figurata publicado en
1909 como parte de An die Jugend.3 El punto de partida es el quinto Preludio y Fuga del Clave
Bien Temperado de Johann Sebastian Bach. Pero no se trata de una transcripción propiamente
dicha: de hecho, hasta pasado el ecuador de la Fuga, las diferencias con respeto al original
son tan pequeñas que cualquier oyente las identificaría como licencias adecuadas para una
obra barroca o provenientes de alguna fuente secundaria. La verdadera sorpresa llega justo
antes de los que deberían haber sido los triunfantes acordes conclusivos: tras un inesperado
silencio vemos reaparecer el característico ritmo acéfalo del motivo inicial del Preludio, que
en pocos compases se convierte en una verdadera reexposición de esa pieza inicial
superpuesta —y en esto reside la auténtica acrobacia compositiva— al tema de la fuga,
tratado de forma imitativa como si se tratara de un estrecho.
Como nos recuerda el principal biógrafo de Busoni, Edward Dent, las piezas de An die Jugend (“A la
juventud”) no eran música escrita con intenciones didácticas, sino “dedicada a quienes fueran jóvenes lo
suficiente como para mirar a la música de un modo nuevo.” (Dent 1933: 192)
3
No se trata de una breve cita: a lo largo de 42 largos compases Busoni reelabora el preludio
en toda su extensión, desarrollando con especial espero el doble pedal de dominante original
y el fantasioso pasaje virtuosístico con el que éste concluye. Pero tras ello, en lugar de los
últimos acordes del preludio, hacen su aparición, a ese punto casi inesperados, los acordes
conclusivos de la fuga original, como si esos últimos cuarenta compases hubieran sido tan
sólo un onírico paréntesis.
La sorpresa, para el oyente, es colosal. Para el oyente que conoce la obra, por supuesto, ya
que un oyente desprevenido podría imaginarse que todo fuera producto de la portentosa
imaginación de un Bach. Y quien conoce la obra no puede no quedarse pasmado por la
inventiva, la frescura, el aire de vibrante novedad que se respira al escuchar estas notas
tantas veces oídas. Jugar con las obras y descubrir sus potencialidades: esto es lo que hacía
Busoni, una y otra vez, con una capacidad de asombro por la riqueza de las grandes obras
del repertorio encuentra confirmación en su epistolario.4
Busoni habló por primera vez de la posible superposición del Preludio y la Fuga en Re mayor, en una carta a
Egon Petri del 26 de junio de 1909, mostrándose especialmente intrigado por esta curiosa solución y de las
posibilidades combinatorias resultantes (véase Busoni 1988: 151-152).
4
En el caso del Preludio, Fuga y Fuga figurata, el centro de atención de Busoni es el entramado
contrapuntístico: ésa era la razón de ser de la obra original y de allí partió el músico italiano.
Pero si de Bach nos movemos hacia el Romanticismo las prioridades cambian, y la actitud de
Busoni también. Un caso especialmente transparente nos lo ofrece el principio de las
Variaciones sobre un tema de Chopin que aparecieron en 1922 como parte de su
Klavierübung. El tema es el Preludio en do menor, con su solemne sucesión de acordes, y al
ser un tema con Variaciones no esperaríamos la cita íntegra del tema antes de pasar a las
variaciones propiamente dichas. Adelantándose en más de una década al análogo inicio de
la Rapsodia sobre un tema de Paganini de Rachmaninov, Busoni empieza, en cambio, con
una breve introducción, cuatro compases directamente derivados del tema chopiniano, pero
caracterizados por procedimientos canónicos dignos de un Hindemith. Este sorprendente
contrapunto inicial, con su armonía disonante y asimétrica, desemboca inesperadamente en
el tema original. Si nos había sorprendido el principio, este quinto compás nos sorprende
aún más, sobre todo por la sensación de fuerza y solemnidad que estos acordes tan
conocidos desprenden, tras la inquietante vaguedad de los anteriores.
Retardando la aparición del tema de tan sólo pocos segundos, el genio de Busoni consigue
que el oyente se fije en la sucesión harmónica que se elaborará en las páginas siguientes. Y lo
hace de una forma especialmente sofisticada, ya que la transición de la textura
contrapuntística inicial a la vertical homofonía del tema de Chopin es un fulgurante
recordatorio de una transición histórica. Obras como este Preludio en do menor pudieron
existir gracias al nacimiento de una nueva sensibilidad armónica, que veía en la verticalidad
de las triadas mayores y menores nuevas posibilidades expresivas al tiempo que supeditaba
a esta escritura acordal lo que quedaba del antiguo arte contrapuntístico (sin por ello
olvidarse de él, como bien nos recuerda esta página plagada de apoyaturas y retardos). De
algún modo, Busoni nos hace revivir el paso histórico de la horizontalidad contrapuntística a
la armonía tonal haciendo hincapié en su eje portante: la nueva emoción que representó la
escritura acordal que el período clásico legó al Romanticismo.
Las variaciones que siguen a este impactante inicio son, de hecho, reflexiones sobre la
armonía y sus posibilidades de desarrollo. Pero antes aún de llegar a la primera variación,
otro detalle atrae nuestra atención: como último acorde del tercer compás no hallamos el
habitual acorde de do menor, sino el correspondiente acorde mayor. No se trata de una
alteración del texto original, ya que el bemol en correspondencia del mi falta en el
manuscrito autógrafo y, de hecho, Busoni no era el único pianista de su época en preferir
aquí el acorde mayor, pero en este contexto —tras una introducción tan cromática y densa—
el cambio de modo suena portentosamente nuevo, y consigue que el oyente esté al acecho
durante toda la obra, para ver si alguna otra novedad se produce.
OBRAS EN EVOLUCIÓN
Una vez más, Busoni nos obliga a replantear no sólo la relación entre el intérprete y el
compositor, sino la propia posición del público. En una época trascendental para la historia
de la música occidental, en la que se iba cristalizando definitivamente un “repertorio de
referencia” centrado en unos pocos compositores clásicorrománticos, el genio italiano no se
sustrae a las profundas contradicciones de su tiempo viviéndolas, al contrario, en toda su
trascendencia. Busoni cuenta con un oyente capaz de una escucha consciente, capaz de
seguir la estructura de una obra, su itinerario armónico, su textura, su perfil melódico. Pero
juega también a sorprenderle: no quiere que la interpretación se limite a satisfacer sus
expectativas, las expectativas de quien ya sabe lo que sucederá en cada momento de la
ejecución. Quiere, al contrario, que su oyente se sorprenda, como él mismo no dejó de
sorprenderse, a lo largo de toda su vida, por la inagotable riqueza de ese repertorio. Por este
motivo, sus creaciones siempre fueron, de algún modo, “provisionales”. Estas mismas
Variaciones sobre un tema de Chopin eran una radical reelaboración de otra obra análoga
anterior, mucho más extensa y menos equilibrada, pero no menos chocante que esta versión
más tardía. Y esta misma situación se repite con muchos de sus “estudios” sobre el Clave
Bien Temperado o la Fantasia Contrappuntistica, que recibió hasta cuatro versiones.
Pero es sobre todo en todo aquello que va más allá de la propia partitura en donde las obras
de Busoni se nos presentan no como formas cerradas y perfectas, sino como obras “en
construcción”, obras “abiertas”. La referencia a Umberto Eco, no por fácil es menos
adecuada: las obras de Busoni exigen un intérprete creativo no menos que un receptor capaz
de tomar una posición, capaces, ambos, de dar ellos mismos una “interpretación” del
fenómeno ante el que se encuentran.
A menudo, las revisiones de Busoni nos hablan precisamente de esta necesidad de dar
respuesta a los tantos interrogantes que la música del pasado plantea. Particularmente
significativa es la edición de las Variaciones Goldberg, no sólo por su contenido, sino por el
explícito texto que las acompañaba en la impresión original y que todavía hoy puede
consultarse en la reimpresión moderna. En ella, se muestra particularmente consciente de
que esta obra monumental supone un desafío casi inabarcable para las capacidades
perceptivas de un oyente no particularmente entrenado. Por este motivo, a pesar de publicar
las variaciones en su entereza, Busoni propone una “versión de concierto” acortada y
variamente arreglada (abierta, por otra parte, a diversas alternativas), argumentando una
por una las razones de su elección en favor de la supresión de una u otra de las variaciones y
de las nuevas conexiones que de ello derivan.5 Entre las variaciones “sacrificadas” destacan
sobre todo los cánones, que corresponden a las Variaciones 3, 6, 9, 12, 15, 18, 21, 24 y 27.
Renunciando a la simbología numérica original, Busoni “salva” únicamente los cánones a la
segunda —Var. n.º 6— y a la quinta —Var. n.º 15—, en un homenaje a los ejes portantes de la
cadencia perfecta que sustituye la aritmética simetría de la obra original, donde los cánones
proceden de forma progresiva: al unísono, a la 2.ª, a la 3.ª, a la 4.ª, a la 5.ª, a la 6.ª, a la 7.ª, a la
8.ª y a la 9.ª.
Aunque Busoni no lo diga expresamente, estos cambios están presididos por la voluntad
otorgar a la obra una precisa direccionalidad, borrando cualquier posible resquicio de una
concepción circular del tiempo. Dos cambios muestran con especial claridad esta búsqueda
de linearidad: la supresión de la Variación n.º 16 (Ouverture), que con su emplazamiento
justo en la medianía de la obra dividía el ciclo en dos mitades, y la radical reelaboración de
la sección final, con una Variación n.º 29 suspendida a la dominante y una Aria da Capo
radicalmente transfigurada, que deja de ser una “da capo” para transformarse en una pieza
monumental de regerianas proporciones. De este modo, la última página se convierte en el
Véase Busoni 1915/1943: V-VI. La propuesta de Busoni divide la obra en tres partes según el siguiente
esquema (entre paréntesis los números de las variaciones según el texto de Bach; las indicaciones de tiempos
son las del propio Busoni; íd.: VI):
5
Aria
Variaciones: PRIMER GRUPO
1 Allegro (1)
2 Andantino (2)
3 Lo stesso movimento (4)
4 Allegro non troppo (5)
5 Canone alla seconda (6: canon a la segunda)
6 Allegro scherzando (7)
7 Allegro (8)
8 Fughetta (10)
9 Più vivace (11)
10 Andante con grazia (13)
SEGUNDO GRUPO
11 Allegro ritenuto (14; o, en su lugar, Allegro slanciato, 17)
12 Canone alla quinta (15: canon a la quinta)
13 Allegretto piacevole (19)
14 Allegretto vivace (20)
15 Fugato (22)
16 Non allegro (23)
17 Adagio (25)
TERCER GRUPO
18 Allegro corrente (26)
19 Andante brillante (28)
20 Allegro finale (29), Quodlibet (30) e Ripresa
punto de llegada de todo el ciclo, impregnándose de una sensibilidad que no es ajena al
mundo de los finales tardorrománticos, como el de los Cuadros de una Exposición o el de
tantos Conciertos para piano y orquesta, desde Liszt a Chaikovsky, Grieg o Rachmaninov.
Estamos, evidentemente, muy lejos del mundo sonoro bachiano. Pero las fáciles
generalizaciones no se adaptan a la sofisticada experimentación busoniana. La
direccionalidad que el músico italiano quería subrayar, ya existe en el texto original, donde
el emplazamiento de las explosivas Variaciones n.º 26, 28 y 29 no es en absoluto casual y
responde a un preciso planteamiento retórico. La serie de los cánones, por su parte, otorga a
la obra una unidad marcada por su orientación ascendente. Y por supuesto el Aria, aunque
vuelva idéntica tras las 30 variaciones (lo que de todos modos no habría hecho un
clavecinista barroco, siempre dispuesto a ornamentaciones diversas), nunca se escuchará
idéntica a cómo se escuchó una hora antes debido por todo aquello que habremos escuchado
entre una y otra repetición.
Una vez más, las propuestas de Busoni ponen en primer plano el problema de la recepción,
que es precisamente de donde partía su actividad. Leamos las palabras de propio Busoni en
relación con este problema:
Para que esta imponente composición pueda mantenerse en las salas de concierto (es decir
para que los miles de personas que no son en grado de interpretarla por sí mismos lleguen a
escucharla), es aquí necesario —más que en las otras obras para piano de Bach— adaptarla
tanto a la fuerza intelectual del oyente como a las facultades del pianista, tanto acortando
como retocando aquí y allá. (Busoni 1915/1943: V)
No se trataba, pues, de “alejarse” del mundo de Bach, sino de ponerlo al alcance de unos
oyentes (y de unos intérpretes) no familiarizados con tanta densidad compositiva. Por
supuesto, el filtro es el de Busoni, hombre de su tiempo como ninguno; pero la suya no
dejaba de ser una forma de actuar que partía, en todo momento, de un análisis
extremadamente pormenorizado de las características propias de cada obra y de cada autor.
ACERCARSE AL ESTILO DE CADA AUTOR
Para Busoni, la aproximación al mundo sonoro de cada compositor fue una obsesión desde
los primeros años de estudio. Las principales creaciones de su infancia, como el tema con
Variaciones en Do mayor, escrito en 1873, y sobre todo las impactantes Inno Variationen, del
año siguiente, nos muestran una extraordinaria capacidad mimética por parte de un niño
que a los 8 años de edad ya era capaz de evocar con precisión los estilos compositivos de sus
autores preferidos, como Beethoven, Schubert, Mendelssohn, Schumann. Algunos años
después, tras sus estancias de estudios en Viena y Leipzig, esta capacidad mimética alcanzó
un tono aún más explícito en otro breve ciclo de Variaciones (escrito en 1886, pero publicado
tan sólo en 1987), esta vez sobre la canción popular Kommt ein Vogel geflogen. Se trataba de
una explícita respuesta al análogo ciclo de variaciones “en el estilo de maestros antiguos y
modernos” publicadas por Siegfried Ochs, y en ella Busoni parodió con éxito a Schumann,
Mendelssohn, Chopin, Wagner y Scarlatti.
La que podría parecer una aristocrática forma de juego compositivo era, en realidad, el
reflejo de la sensibilidad de una época en que tanto los intérpretes como el público se
interrogaban con creciente profundidad sobre el arte de la interpretación. En los últimos
años del siglo, las mayores autoridades en el tema subrayan una y otra vez la necesidad de
hallar un estilo de ejecución propio para cada autor. En la que era la más actualizada historia
del piano escrita hasta la fecha, Oskar Bie no encontró mejor forma de alabar a Eugen
d’Albert —prototipo del pianista contemporáneo y a quien el libro iba dedicado— que
destacar que con él la “seriedad” de Brahms, la “delicadeza” de Chopin, la “solemnidad” de
Bach se reconocían en todo momento, sin nunca confundirse una con otra (Bie 1899: 301). Y
pocos años antes, durante las conferencias vinculadas a su célebre ciclo de siete programas
históricos publicadas bajo el título de “La Música y sus representantes”, el mayor pianista de
la época, Anton Rubinstein, llegó incluso a una profética alabanza de la recuperación de la
técnica original, con tal de adecuarse al mundo estético de los distintos compositores:
Desearía, en general, que el modo de tratar el piano de hoy (en lo referente a la técnica y a los
pedales) variara según las diferentes épocas de nuestro arte. Tocaría en nuestro piano una
pieza de Haydn o de Mozart toda con el pedal izquierdo, especialmente en los forte, pues su
forte no tenía el carácter del forte de Beethoven, y aún menos el de los compositores
posteriores. [...] En general, yo abogo por diferenciar los matices de sonoridad según los
compositores y las distintas épocas del arte. (Rubinstein: La musique et ses représentants, 1892,
pp. 120-121; cit. en Chiantore 2001: 425)
LA IMPORTANCIA DEL DETALLE
Esta voluntad de aproximarse a los secretos de cada compositor y de cada obra empezaba,
con Busoni como con sus ilustres contemporáneos, con la atención al detalle, y al detalle
técnico en primer lugar. Important details in piano study es precisamente el título la
conferencia con la que Busoni contribuyó al texto de Francis Cooke Great Pianists on Piano
Playing (Cooke 1913: 97-106) y también del detalle técnico parten algunas de las
sorprendentes contribuciones de Busoni a la ciclópea Master School of Modern Piano Playing
and Virtuosity de Alberto Jonás, que inicia precisamente con algunos ingeniosos ejercicios del
italiano dedicados a un problema tan concreto y material como el del ensanchamiento de las
manos.
De esta atención a la técnica instrumental nos hablan, una y otra vez, los escritos del propio
Busoni (véase, en particular, Busoni 1982: 87-88, 90, 178-181, 189-190) y sus propias
revisiones de los clásicos, empezando por las portentosas propuestas de estudio que Busoni
nos propone en su edición de la primera parte del Clave Bien Temperado (véase, entre otros,
Chiantore 2001: 453-455). Y lo que más sorprende de estas propuestas de estudio es, una vez
más, la determinación con la que Busoni se niega a la idea que su destinatario sea un
intérprete incapaz de relacionarse con la partitura con la creatividad de un compositor. Las
arreglos propuestos, los redobles en terceras, sextas y octavas, los cambios en la distribución
de las manos que acompañan cada uno de los Preludios y Fuga no son tanto despliegues
virtuosísticos pensados de cara al público, sino la expresión de un desafío para que el propio
intérprete vea la partitura de manera siempre nueva, en nombre de una flexibilidad que sea
al tiempo manual y mental.
Pensemos, para limitarnos a un solo ejemplo, en las desconcertantes propuestas que Busoni
formula en ocasión del más sencillo de todos los Preludios de la serie, el primero. Si en otros
casos sus “variantes” parecen realmente estudios de concierto en la más pura tradición postlisztiana, en este caso no es tanto la complejidad de la escritura lo que sorprende, como la
voluntad de practicar el texto original de maneras siempre nuevas. Una novedad que se
concentra esencialmente en la elección de la digitación, constituyendo un ejemplo extremo
del principio que Busoni resumiría en 1898 en la primera de sus doce “Reglas para estudiar
el piano”:
Practica el pasaje con la digitación más difícil; cuando lo tengas todo dominado, tócalo con la
más sencilla. (Busoni 1938: 27)
a)
b)
c)
El primer objetivo de estas fórmulas de estudio, parece claro, es no caer en la rutina. Ante la
evidente simplicidad del pasaje, es fácil olvidarse de la diferente distribución de los
intervalos, de las modulaciones, de la propia asimetría de la fórmula inicial: un peligro del
que nos percatamos inmediatamente al practicar estas variantes aparentemente tan simples.
Pero hay un segundo nivel de lectura, aquí aún más importante. Una vez descubierta la
dificultad de tocar el preludio con estas nuevas digitaciones, el paso siguiente podría ser que
el estudiante practique cada fórmula como si se tratara de otras tantas obras originales. En
cambio, el verdadero desafío es precisamente opuesto: alcanzar una flexibilidad suficiente
como para poder ver en el texto original (así como en cualquiera de las variantes propuestas)
tan sólo una de las infinitas posibles versiones, y no perder así esa ductilidad indispensable
para acercarse al gesto creador que dio origen a la obra.
No es de extrañar, pues, que cuando el propio Busoni tocaba esos mismos Preludios y Fuga
en su versión original, lo hiciera de una forma que se alejaba no sólo del texto bachiano, sino
de las propuestas interpretativas de su propia edición impresa. Esto, por lo menos, es lo que
parece poderse desprender de la escucha de la grabación de este Preludio y Fuga en Do
mayor del primer libro del Clave Bien Temperado que el pianista italiano realizara en Londres
el 27 de febrero de 1922. Al tratarse de una grabación acústica, y no de un rollo de pianola, la
fiabilidad del documento sonoro está fuera de toda duda. Y lo que nos sorprende de esa
escucha es, en primer lugar, la riqueza de diferencias con respecto a la edición impresa. Es
verdad que entre la fecha de esa publicación y la grabación londinense hay un intervalo de
casi treinta años, pero no es aventurado suponer que los nuevos efectos agógicos y
dinámicos que Busoni introduce en su grabación sean, por encima de todo, el resultado de
una actitud muy creativa ante el gesto interpretativo.
Sin embargo, es indispensable definir con más precisión qué debe entenderse aquí por
“actitud creativa”, ya que una errónea comprensión de esta idea podría llevarnos a pensar
en un Busoni incapaz de tomar decisiones o genéricamente abandonado a la inspiración del
momento. La realidad es justamente opuesta: cada de las escasas interpretaciones
busonianas que conservamos nos hablan de un pianista analítico y racional, cuyas decisiones
responden a un plan riguroso, directamente vinculado a una precisa concepción de la obra y
de cada una de sus partes, así como de su localización histórica.
Pensemos, por ejemplo, en la flexibilidad en el uso del tempo en el citado Preludio de Bach,
capaz por sí sólo de otorgar direccionalidad a toda la primera parte de la obra mediante una
progresiva animación que se detiene repentinamente al pasar del c. 22 al c. 23, el único que
no responde a una reproducción exacta del patrón melódico del compás inicial y que con su
la bemol al bajo genera la única sucesión “prohibida” (melódica y armónicamente) en toda la
obra. Tras esta sorprendente sucesión de dos séptimas disminuidas (aunque la segunda de
ella, en realidad, podría entenderse también como un acorde de subdominante con 6.ª,
considerando el si como nota de ataque, y no el do como nota de paso), empieza el pedal de
dominante, y he aquí que Busoni vuelve a acelerar, esta vez con mayor decisión, con tal de
que no se pierda la creciente tensión de esos compases y se haga de ese modo patente la
tendencia resolutoria de la dominante sobre la tónica.
Nada de todo esto aparece en la Busoni-Ausgabe donde, esto sí, se sugieren dos opciones
dinámicas contrapuestas para el final de esta obra (una piano dolce y otra fortissimo
allargando), pero no hay una diferenciación clara entre la dinámica de los cc. 22 y 23 ni
menciones a una agógica específica para éste último, así como tampoco hay referencias a
otros efectos característicos de la ejecución de Busoni, como el eco en la segunda mitad de
los cc. 12 y 14 (que en cambio están marcados en la edición impresa con un específico
regulador [p] cresc. mp decresc.).
cc. 12-14:
cc. 20-25:
cc. 32-35
Esta situación se repite en la grabación de la Fuga, tal vez aún más sorprendente por lo que a
fluctuaciones del tempo se refiere. Mediante dobles barras Busoni intenta organizar en
secciones esta insólita obra, rebelde a cualquier análisis que parta de los modelos de la fuga
escolástica. De este modo subraya el paso de la exposición al primer estrecho (en el c. 7, allá
donde nos esperaríamos un divertimento) y sobre todo las modulaciones principales: a la
menor (c. 14), re menor (c. 19, situada en realidad en la mitad de este compás, como Busoni
recuerda en una nota al pie), sol mayor (c. 21) y do (c. 24). La-re-sol-do: no se trata de
tonalidades cualesquiera, sino de una sucesión definida por el círculo de las quintas, eje del
sistema tonal, y donde predomina la tendencia resolutoria de la dominante sobre su tónica
respectiva. A su vez, la sucesión de las notas la-re-sol-do adquiere una especial
trascendencia precisamente en esta fuga, cuyo tema, tras un primer trazo ascendente por
grados conjuntos (enmarcado en un intervalo —nada casual— de cuarta ascendente: do-fa),
a su vez deja paso a una serie de saltos cuyas notas son precisamente la, re, sol y a la
posteriores bajadas descendentes (especulares con respecto al principio) la-sol-fa-mi y fa-mire-do.
La sucesión melódica la-re-sol (do) se convierte, pues, en un modelo para el esquema
armónico de toda la obra, un modelo anunciado en el propio tema y desarrollado de modo
que se podría reducir la obra a una simple sucesión de acordes cuyas notas fundamentales
sean las de dicho tema. Todo esto podría parecer pura teoría (¿cómo no pensar en Schenker,
que justo en los años ‘20 estaba madurando su idea de Urlinie?) si no fuera que Busoni, con
su grabación aún más que con su edición, nos deja un testimonio fulgurante de hasta qué
punto estas observaciones analíticas pueden implicar importantes decisiones interpretativas.
En su registro de la obra, el pianista italiano subraya con un imponente rallentando cada uno
de los momentos clave de la Fuga, aunque combinando de forma siempre distinta los
cambios de tempo y la dinámica de cada voz. Estos cambios (especialmente evidentes en el
caso de las cadencias a la y re menor) superan con creces las tímidas indicaciones de su
revisión bachiana (el pochissimo riten. del c. 13; el calmando del c. 19, situado además allá
donde la cadencia ya se ha consumado) permitiendo ya desde una primera escucha percibir
con claridad la estructura armónica de la obra. Se trata, esto sí, de una precisa posición
estética, que ve en Bach el auténtico padre de la música posterior, el compositor ya
plenamente impregnado de la sensibilidad armónica de un Beethoven y un Brahms: una
posición hoy muy poco actual, pero perfectamente en línea con las concepciones estéticas de
Busoni y con el lugar que ocupaba Bach en su visión de la historia de la música.
Para ratificarlo, en último compás de la Fuga Busoni nos ofrece una ulterior sorpresa,
ausente en su edición impresa y tal vez la mayor de toda su grabación: tras reforzar el acorde
de fa mayor explicitando la presencia de una subdominante que podría pasar desapercibida,
el pianista italiano baja de una octava las notas fa-re reservadas al contralto “completando”
el recorrido melódico con un inesperado sol a su vez armonizado como fundamental del
acorde de sol mayor. Con su posterior salto de quinta descendente, este sol resalta la relación
“dominante-tónica” y la solidez del armazón tonal de una obra cuyo denso entramado
contrapuntístico podría desviar la atención de un oyente desprevenido. Todo esto en el más
etéreo pianissimo, muy lejos de la evidente imponencia y de los decididos sfz de la propuesta
editorial de la Busoni-Ausgabe.
UNA DOMINANTE SIN RESOLVER...
La grabación del Preludio y Fuga en Do mayor del Clave Bien Temperado encierra sin duda
algunos de los momentos más importantes entre los escasos testimonios del arte
interpretativo de Busoni. Pero el registro tal vez más significativo e interesante como objeto
de estudio es otro. Se trata de la doble grabación del Estudio op. 10 n.º 5 de Chopin, el
célebre estudio de las “teclas negras”. Busoni grabó dos veces este Estudio, una primera vez
en noviembre de 1919 y otra en febrero de 1922, en la misma sesión de la grabación bachiana
antes comentada. La existencia de este doble registro es de extrema importancia para
comprobar con datos fehacientes hasta qué punto las sorprendentes soluciones que
caracterizaban el estilo interpretativo de este artista dependían del momento o se repetían
una y otra vez de forma análoga. Además, se trata de una obra muy amada por los grandes
virtuosos de esa época dorada para la interpretación pianística, por lo que es fácil comparar
la grabación busoniana con las de otros grandes contemporáneos suyos. Por último la pieza,
a pesar de su brevedad y aparente sencillez formal, es una perfecta muestra de las sutiles
ambigüedades estructurales tan frecuentes en la producción de Chopin. Con sólo conocer un
poco la figura y el arte interpretativo de Busoni, es inevitable esperarse una ejecución capaz
de rescatar la obra del inevitable cliché de brillante y superficial pieza de salón para
devolverla al rango que se merece.
La principal diferencia entre ambas grabaciones es el formato. En 1919, la obra se grabó por
separado (matriz 75059) y acabó ocupando por completo una de las caras del disco
Columbia L 1432. La otra grabación, en cambio, viene precedida por otra breve obra de
Chopin, el Preludio op. 28 n.º 7. Y no se trata de una simple yuxtaposición: Busoni conecta
las dos obras mediante una ingeniosa transición que permite pasar de manera convincente
de la tonalidad de la mayor del Preludio al sol bemol mayor del Estudio, al tiempo que
suaviza el cambio de tesitura e anticipa de algunos segundos la característica escritura
instrumental de la segunda obra presentándola como si fuera una metamorfosis de la
primera.
Pero las auténticas revelaciones llegan a la hora de la ejecución de la obra propiamente
dicha: revelaciones que son significativamente parecidas en las dos grabaciones. Ni la
velocidad —relativamente moderada en ambos casos—, ni la dinámica y los planos sonoros
nos sorprenden, ni tampoco la elección tímbrica, aunque en este caso estemos condicionados
por la defectuosa calidad de los registros. Los que dejan desconcertados son los momentos
en los que Busoni se aleja del texto chopiniano: licencias en absoluto casuales y muy
parecidas entre una y otra grabación.
Cuatro son los momentos que más atraen la atención del oyente moderno: cuatro momentos
que en su conjunto constituyen una muestra muy representativa de la creatividad
interpretativa de Busoni, de ese tipo de ejecución “más próximo a la composición que a la
interpretación” que “sólo su telúrica potencia intelectual y su magia digital podían crear”,
según la brillante definición de Antonio Latanza (1999: 140). Veamos uno por uno estos
cuatro fragmentos, situados —como era de esperarse— en momentos formalmente
estratégicos de la obra. La primera sorpresa llega con el c. 8. Éste es el texto original de
Chopin:
Estamos ante un esquema constructivo clásico, 8 + 8 compases, con un recorrido general
Tónica-Dominante y cadencia final a la Dominante, orientada a introducir la sección
intermedia que está precisamente en la tonalidad de re bemol mayor. Sin embargo, en medio
de tanta clásica simetría, ese octavo compás representa el momento discordante, la asimetría,
la negación de las reglas. En lugar de cerrar la primera semifrase con una Tónica o una
Dominante, Chopin introduce en el c. 7 un acorde de la bemol menor en primera inversión
tras el cual llega un acorde de si bemol mayor. Nada extraño, en realidad, si no fuera que
este último acorde es, a todos los efectos, una dominante del relativo menor, y tiene por
tanto un reducido abanico de posibles soluciones, todas ellas en el área de la tonalidad de mi
bemol menor. Lo que, desde luego, rompía todas las reglas era dejar el re natural (la sensible
recién introducida) sin resolución. Y esto es precisamente lo que Chopin hace al amoldarse a
la estructura clásica a-b-a-c, basada en la identidad de los cc. 1-4 y 9-12. De este modo, el
itinerario armónico de los primeros ocho compases deja de parecer el de un “antecedente”
tras el cual esperarse un “consecuente” para adquirir el aspecto de un “intento fallido”, de
un itinerario sin salida que abandonamos al no haber dado el resultado esperado. Y el c. 9
suena, pues, como una vuelta a empezar, más que como la “otra mitad” de una estructura
arquitectónicamente equilibrada.
Todo ello puede desprenderse sin dificultad al observar con un mínimo de cuidado la
partitura. Pero ¿qué hacer a la hora de interpretar? Estamos aquí ante un perfecto ejemplo de
la clase de problemas a los que Busoni amaba enfrentarse. Escuchar esta obra sin
asombrarse, sin sorprenderse por el “callejón sin salida” en el que Chopin nos introduce con
su c. 8, sin percibir el sofisticado manejo de manidas estructuras clásicas puestas al servicio
de una nueva sensibilidad, escuchar, pues, esta primera frase sin apreciar lo que la hace
única y extraordinaria sería, en la mentalidad busoniana, el peor servicio que podríamos
hacer a la música. Y si este problema ya existió en el momento del estreno de la obra, el paso
del tiempo no hace otra cosa que realzar el problema.
En 1832, año de composición de este Estudio, una transición si bemol mayor - sol bemol
mayor era algo sorprendente: el único compositor que hasta entonces había sondeado de
forma sistemática las relaciones entre tonalidades tan lejanas era Franz Schubert, cuya
producción instrumental era entonces totalmente desconocida al gran público (y al propio
Chopin, por cierto). Es de suponer, pues, que cuando la obra resonó por primera vez la
propia sucesión armónica no necesitara grandes artificios interpretativos para desplegar
todo su potencial. Pero cuando Busoni graba esta obra ya ha terminado la Primera Guerra
Mundial; el público ha oído la Consagración de la Primavera y la Historia del Soldado, los
Estudios de Debussy y los de Skriabin, el Castillo de Barbazul y hasta el Pierrot Lunaire: obras
cuyas transiciones armónicas son infinitamente más complejas que las de cualquier Estudio
de Chopin, y donde la propia idea de que un acorde tenga una “resolución obligada” viene
puesta, una y otra vez, en entredicho.
Las soluciones que Busoni encontraba a estos problemas eran dignas de un genio, y ante
soluciones con ésta no es difícil entender porqué hasta un hombre tan riguroso como
Claudio Arrau, máximo ejemplo de fidelidad al texto, llegara a reconocer: “Tenía sus propias
ideas acerca de todo. [...] Era tan maravilloso, tan creativo, que había que aceptarlo. [...] Era
increíble” (Horowitz 1984: 110). Observamos cómo Busoni soluciona el problema concreto
de este c. 8. Se trata de tres ligeras modificaciones del texto, simultáneas y complementarias
entre sí:
1) En los acordes arpegiados de la mano izquierda, llevar al extremo la sugerencia
chopiniana para ese c. 8, convirtiendo el poco rall. en un molto ritenuto que retarda
inevitablemente la entrada del c. 9 atrayendo la atención del oyente sobre el contenido
del propio c. 8.
2) Introducir en esa misma mano izquierda, tras los dos arpegios, un si bemol grave que
otorgue mayor solidez al acorde de si bemol mayor y prevenga la posibilidad de
concebir esa tríada como un simple “efecto de color”.
3) Mientras tanto (y aquí reside el golpe de genio), no ralentizar en absoluto el
movimiento de octavas partidas de la mano derecha limitándose a un decrescendo
extremo. De este modo, aunque la mano derecha parece perderse en el silencio, la
sensación de rallentando se limita a la mano izquierda mientras la derecha da
continuidad al ininterrumpido movimiento de semicorcheas que se prolonga a lo
largo de todo el Estudio.
Para que esto sea posible, obviamente, Busoni realiza en ese compás 8 muchas más
semicorcheas que los cuatro tresillos indicados por el texto. Pero ¿cuántas notas
exactamente? O —lo que es lo mismo— ¿en cuánto se alarga ese compás con respecto a los
que le rodean? Es aquí en donde hallamos las mayores sorpresas. A la primera escucha es
prácticamente imposible determinar la envergadura real de la intervención busoniana. No
obstante, una escucha más atenta (y aún mejor una medición cuidadosa realizada a través de
un programa informático) permite valorar con más precisión este detalle de las dos
grabaciones. Y la comparación entre ambos registros es básica, ya que Busoni en 1919 no
elige exactamente la misma solución que en 1922. En la grabación más antigua, el compás se
prolonga de 10 semicorcheas, es decir el equivalente a algo menos de un compás. Aunque el
oído es incapaz de apreciarlo concientemente, sí aprecia que de este modo el c. 9 entra
totalmente inesperado, tras ocho compases regulares, ejecutados perfectamente a tempo. En
la segunda grabación el efecto no es muy distinto, pero la prolongación equivale a algo más
que un compás; el tempo es ligeramente más rápido y ese c. 8 es aquí más inquieto, de modo
que la mano derecha parece ejecutar un tremolo, más que una figura derivada directamente
de la escritura de los compases anteriores, mientras la mano izquierda se mueve de forma
definitivamente independiente de la sucesión de semicorcheas. La entrada del c. 9 continúa
sorprendiendo, pero en este caso la espera se prolonga durante más tiempo, durante un c. 8
más ambiguo y asimétrico perfectamente coherente con un registro ya de por sí anómalo,
debido a la curiosa fusión anteriormente mencionada de este Estudio con el Preludio op. 28
n.º 7.
El hecho de disponer de dos grabaciones tan próximas entre sí, tan parecidas y al mismo
tiempo caracterizadas por estas sutiles diferencias, nos permite avanzar la hipótesis —
imposible de verificar— que diferencias como éstas (prolongar un poco más o un poco
menos el tremolo; retardar o no los acordes de la mano izquierda) no eran tanto en producto
de una meditada reflexión interpretativa sino la reacción instintiva a las necesidades del
momento; en cambio parece fuera de toda duda que el propio hecho de modificar ese c. 8 —
y de modificarlo de este modo y no de cualquier otro— sí respondía a un plan meditado que
no debía de variar excesivamente de una ejecución a otra de esta obra.
...Y UNA DOMINANTE QUE RESUELVE
Tras empezar de forma bastante convencional la parte intermedia de la obra, Busoni vuelve
a sorprendernos justo antes de reexponer el tema inicial, al final del largo pasaje (cc. 41-48)
que nos lleva otra vez a la tonalidad de sol bemol mayor.
Aquí también, no se trata de una elección casual, sino la respuesta a un problema implícito
en la partitura. Al c. 41 llegamos tras un largo pasaje cadencial que refuerza notablemente la
sensación de estar aquí ante la tónica de la tonalidad de re bemol mayor. Si esto es así,
necesitaríamos una cadencia perfecta para modular otra vez a sol bemol, y en este caso no la
tenemos. Al contrario, Chopin inserta sutilmente el do bemol una primera vez en el c. 46,
luego con más decisión en el siguiente c. 47 y reincide en él en el c. 48.
En la época de Chopin, el propio hecho de introducir el do bemol justo en la parte fuerte del
compás (tanto en el c. 46 como en el c. 48), prolongando durante tanto tiempo el acorde de re
bemol con séptima podía ser suficiente para despejar, al menos en parte, la innegable
ambigüedad del pasaje. Pero cuando Busoni se encuentra a grabar por primera vez esta obra
estamos en 1919. Ese año Falla escribe su Fantasía Bética; Stravinsky empieza su Pulcinella;
Schönberg funda su sociedad privada de conciertos que dará a conocer la Nueva Música al
mundo. ¿En 1919 es suficiente un simple do bemol para convertir una triada en un acorde
cargado de “tensión”? Un año después de la muerte de un hombre como Debussy, el propio
hecho de que un acorde de séptima pueda ser considerado una “disonancia” se estaba
poniendo en entredicho. No en las clases de armonía de los Conservatorios, por supuesto,
pero sí en los oídos del público, y es al público a quien Busoni se dirige.
La solución que Busoni elige para este c. 48 es genial en su extrema sencillez,
complementaria con la del anterior c. 8 y sin embargo muy distinta. Aquí también, la mano
derecha sigue un movimiento regular y continuo mientras la izquierda aumenta la duración
de sus valores. Pero no se trata, en este caso, de la simulación de un rallentando, sino de un
redoble exacto de la duración de cada nota: la negra se convierte en blanca y las dos corcheas
en negras. Con respecto al texto original, pues, la derecha ejecuta doce semicorcheas más,
exactamente el equivalente a un compás, sin interrumpir pues la continuidad de la obra y
permitiendo concentrar toda la atención de la escucha en la mano izquierda y en su acorde
de séptima. El efecto es grandioso, acompañado además por un crescendo (especialmente en
1919), un ligero rallentando en la parte conclusiva (particularmente marcado en la grabación
de 1922), el refuerzo de la armonía en las últimas dos corcheas y la inserción de un re bemol
grave —en la subdivisión del primer tiempo— que refuerza la sensación de solidez de cara a
la posterior resolución.
DISTINTOS FINALES
Cualquier ambigüedad se ve despejada por una realización que consigue transformar el c. 49
en el natural punto de llegada de todo lo oído hasta aquí. Pero la obra no termina aquí, y de
hecho la solución elegida para el c. 48 encuentra su complemento pocos compases después,
cuando termina la reexposición variada de la sección inicial. Mientras tanto, Busoni no
renuncia a subrayar algunas significativas diferencias entre la parte A y esta A’, en particular
gracias a la introducción de un sol bemol en el c. 61 que difumina el paralelismo con el
anterior c. 7 y orienta ese acorde hacia la siguiente cadencia. Pero es precisamente la
cadencia lo que aquí más nos importa. Veamos el texto original de Chopin:
En sus dos grabaciones, Busoni interpreta los cc. 65-66 (y especialmente este último) a un
tempo muy moderado, que difícilmente puede relacionarse con un simple rallentando. Y en
efecto, si escuchamos con atención, lo que realiza Busoni no es un rallentando, sino un cambio
de medida, que empieza con el c. 65 (interpretado muy despacio especialmente en 1919) y
sigue con dos acordes muy lentos, sobre todo el primero, cuyos valores oscilan entre el doble
y el tripo de lo indicado por la partitura. El motivo, parece claro, es subrayar con toda
claridad la conclusión de la parte A’, que allí termina, de la coda que sigue a continuación. Y
es inevitable relacionar esta solución, esta aumentación de resonancias barrocas con lo que
Busoni había hecho 18 compases antes, con ese peculiarísimo redoble de los valores en la
mano izquierda y también con la ampliación de la que había sido objeto el c. 8. En los tres
casos, Busoni parece querer dar mayor peso a los momentos clave de la obra, aquellos que
estructuralmente le dan sentido y coherencia.
En esta perspectiva, el cambio tal vez más inesperado aportado al texto de Chopin llega justo
en la conclusión de la obra. Aquí también se trata de prolongar un efecto escrito: los
resonantes tresillos de los cc. 81-82. En lugar de realizarlos en crescendo, Busoni prefiere un
decrescendo que en lugar de desembocar en las siguientes octavas paralelas presente estas
últimas como una sorpresa inesperada. Y para retardar esta sorpresa, dando tiempo a que el
decrescendo llegue hasta un auténtico pianissimo, el pianista italiano vuelve a añadir
material. En este caso, se trata de ocho tresillos de semicorcheas (dos compases en total, por
tanto), como si el c. 82 se repitiera tres veces.
También en este caso, para comprender el sentido de las intervenciones busonianas, hemos
de pensar en la música de la época. Para los contemporáneos de Chopin la decisión de
escribir una obra centrada en las teclas negras del piano podía ser saludada únicamente
como un excéntrico experimento sin más trascendencia. Pero en 1919, tras las experiencias
pentatónicas de Debussy y Ravel, y en medio de la popularidad alcanzada por la música
oriental (mejor o peor comprendida, esto poco importa), resultaba inevitable leer en este
pasaje el anuncio del mundo sonoro de Laideronette, Impératrice des Pagodes o de la primera de
las Estampas. Y es precisamente el mundo de Debussy el que saca a relucir Busoni. Ya no
para prevenir los peligros de algún malentendido, como en los casos de los cc. 8 y 48, sino
para reforzar ese efecto de vaguedad ya implícito en este pasaje de la partitura chopiniana
donde la armonía se difumina y la tónica parece expandirse alejada de cualquier posible
tensión modulante: un efecto impresionista particularmente evidente en la grabación de
1922, pero que no le impide a Busoni añadir un último y conclusivo bajo re-sol en la mano
izquierda, como para ratificar el carácter intrínsecamente tonal de esta obra. En el fondo,
había sido él, en 1911, quien se había encargado de subrayar que Debussy la propia escala de
tonos enteros la utilizó “sólo en la melodía” (Busoni 1982: 109).6
Esto, en realidad, es verdad sólo hasta cierto punto: el principio y el final de una obra como Voiles (segundo de
los Preludios del 1.er libro) están efectivamente escritos en tonos enteros, y lo mismo puede decirse de Cloches à
travers feuilles (Images, 2.o libro). Pero Busoni tiene razón en recordar que la experimentación sobre nuevas
escalas ocupa en Debussy un papel secundario: la disolución de los nexos formales y de las tensiones
armónicas tradicionales era para él mucho más importante que la búsqueda de nuevos sistemas y nuevas
escalas. Un buen ejemplo de utilización de la escala por tonos enteros “sólo en la melodía” (y en cualquier caso
en un contexto siempre inconfundiblemente tonal) nos lo ofrece L’Isle Joyeuse (1904) para piano.
6
En realidad, las novedades no terminan aquí: Busoni ampliaba la escala de octavas,
empezándola con el sol sobreagudo —una octava más arriba de lo indicado por Chopin—, y
en ambos registros discográficos modifica significativamente la duración de los últimos
acordes, aunque de forma distinta: la brillante y nerviosa conclusión de la grabación de 1919,
que termina con dos ataques brillantes, forte, staccato y sin pedal, deja paso, tres años más
tarde, a un final ambiguo y ligero, con un último sol más prolongado y piano que aleja
definitivamente de esta página chopiniana cualquier atisbo de ampulosidad. Dos soluciones
igualmente atractivas, pero innegablemente diversas, vinculadas a unos acordes que
armónicamente nada aportan al plan general de la obra. No es atrevido afirmar que,
precisamente por este último motivo, las dos versiones grabadas que poseemos sean tan sólo
una pequeña muestra de las distintas soluciones que Busoni podía aportar a la hora de
ejecutar este pasaje. Ninguna solución “definitiva”, pues, sino distintas maneras de poner un
punto y final a una obra cuyos momentos decisivos eran otros: aquellos en los que la
armonía estaba en juego, aquellos que podían plantear problemas estructurales o estilísticos.
Pero ver a Busoni manipular este final no es desde luego lo que más sorprende en un
pianista de su generación. Entre las grabaciones de esta obra anteriores a 1940 hallamos un
sin fin de soluciones diversas, que parecen poner un broche personal a la ejecución. Era
usual, especialmente en obras brillantes o ligeras, realizar con libertad los acordes
conclusivos; pero en este caso la costumbre se unía al problema técnico, ya que la ejecución
de las octavas del c. 83 —si las queremos a la misma velocidad que el resto del Estudio—
representa un desafío manual nada despreciable. De ahí que hasta un virtuoso como Moriz
Rosenthal nos regale aquí una de sus más simpáticas “hazañas” técnicas: realizar las octavas
en glissando (un glissando en teclas negras, lo que es aún más difícil que un ya de por sí
incómodo glissando en octavas), empezando el movimiento en el si sobreagudo y por tanto
tocando dos octavas más que el propio Busoni.
Este glissando era un verdadera “marca de la casa” para Rosenthal, que nos lo muestra —en
realizaciones algo distintas— tanto en su grabación americana de 1929 como en las
posteriores de 1931 y 1935. Pero Rosenthal no fue el único en insertar un glissando en su
interpretación de esta obra. Otro gran virtuoso, Ignaz Friedman, lo adelantaba al c. 65 (y
también en octavas, aunque en este caso ejecutado probablemente vez a dos manos) y en
cambio convertía en acordes las octavas del c. 83: todas soluciones que no incluyó en su
edición de los Estudios publicada por Breitkopf & Härtel en 1913, pero que se oyen con
claridad en su grabación del 10 de febrero de 1928. También otro polaco, Raoul Koczalski,
alumno predilecto de Karl Mikuli y por tanto directo heredero de la tradición interpretativa
chopiniana, nos regala un glissando en el c. 65, mientras que otro extraordinario intérprete
de la obra, Alfred Cortot —seguido en esto por Vladimir Horowitz—, amaba armonizar el
sol conclusivo, como nos demuestra su grabación de 1923. También en este caso, el cambio
no aparece mencionado en la édition de travail de estos Estudios op. 10 que Cortot había
preparado en 1915 para el editor Senart.
Volvemos a encontrar el re grave añadido por Busoni en el c. 48 (esta vez a la octava baja y
en medio de un rallentando excepcionalmente amplio) en la pacata e introvertida
interpretación de Paderewski, muy bien documentada por la grabación eléctrica de 1928,
mientras que en la primera grabación completa de los Estudios de la historia, llevada a cabo
por Wilhelm Backhaus en 1927, hallamos algunos interesantes añadidos (cc. 4, 8, 12, 47, 7576, 83) orientados básicamente a hacer más llenos y sólidos los acordes de la mano izquierda.
Obviamente, a medida que nos acercamos a los intérpretes más próximos a nosotros, las
diferencias entre una interpretación y otra van matizándose. Los propios protagonistas de
aquella época dorada fueron cada vez más prudentes antes de introducir cambios en la
partitura: Backhaus, con los años, fue abandonando esos “rellenos armónicos” antes
mencionados (como testimonian, una vez más, las grabaciones discográficas, y en particular
las realizadas en 1950-52 en el Victoria Hall de Ginebra para Decca), mientras que el propio
Cortot, a la hora de grabar los Estudios completos, prefirió atenerse a la partitura escrita,
tanto en su registro de 1933 como en el 1942.
El último intérprete en manipular al menos en parte la escritura chopiniana fu György
Cziffra en su electrizante grabación de los 24 Estudios de 1962. Los redobles en el bajo en los
cc. 61-63, en busca de un potente clímax, y el caprichoso mordente que adorna la última nota
del c. 66 —como si se tratara de restar trascendencia a tanta tensión acumulada— son
muestras tardías de una tradición improvisatoria de la que Cziffra fue el último gran
representante.
Esa tradición tenía orígenes antiguas. Y tal vez no sea casual que el hombre
cronológicamente más ligado al mundo de Chopin, el excéntrico y siempre sorprendente
Vladimir von Pachmann, sea también quien nos ha dejado la versión de este Estudio sin
duda más sorprendente entre todas las que se conservan. Cuando grabó los dos minutos
largos que His Master’s voice publicaría como disco DA 1302, Pachmann tenía ya 79 años y
estaba punto de morir por un cáncer de próstata. Pero esto no le impidió dejarnos un
extraordinario testimonio de una manera de tocar realmente “de otra época”. Antes, durante
y después de la ejecución, el pianista ruso habla de la obra y de su interpretación, inspirada
—como él mismo subraya en sus animados comentarios— en las soluciones que Godowsky
había incluido en sus Estudios sobre Estudios de Chopin. En este contexto, lo que menos
sorprende es que Pachmann, tras equivocarse y pasar directamente del 6.º al 15.º compás,
vuelva a empezar desde el principio, con una autoironía capaz de adelantarse a cualquier
posible crítica.
Al margen de la simpatía que la prontitud de espíritu y la jovialidad de Pachmann puede
despertar, esta flexible relación la partitura debe hacernos confundir las caprichosas
soluciones de pianistas como Rosenthal o Friedman con las ingeniosas propuestas
busonianas. Por muchos paralelismos que puedan existir, introducir unas octavas glissando
en el final de una obra brillante no dejaba de ser un efecto de cara a la galería. Y lo mismo
puede decirse de la armonización del último sol de la pieza: una armonización que no aporta
nada nuevo al oyente, pero hace más llamativa la conclusión y arranca el aplauso hasta al
más despistado. Los “retoques” busonianos, en cambio, añadían mucha información a quien
fuera capaz de leer entre líneas y ir más allá de la novedad del efecto. Pero para ello hacía
falta una preparación y una cultura. La interpretación de Busoni no sólo permitía compensar
al bache temporal que separaba al oyente de la obra, devolviéndole la frescura y la
impresión de constante sorpresa que pudo vivir el primer oyente de la obra, sino que es
capaz de volver a favor del oyente moderno esa misma distancia temporal.
El oyente de la época de Chopin pudo extrañarse tal vez de esa sonoridad sin IV ni VII grado
de la escala, pero de ningún modo podía relacionar esa sensación auditiva con la historia
musical posterior. La principal diferencia que separa cualquier audición moderna de la que
pudieron tener los contemporáneos del compositor es precisamente el hecho que en nuestro
patrimonio auditivo existe música que el propio compositor no pudo conocer. Y si esto acaba
por ser un problema a la hora de apreciar adecuadamente la lógica de las obras del pasado
(pensemos cuán fácil es perder la sensación de una “tendencia resolutoria” de una
disonancia o asistir imperturbables a una chocante transición armónica), el intérprete genial
puede volver a su favor esta misma distancia.
Busoni, al interpretar este Estudio, parece perseguir precisamente este objetivo. Entre
aquello que nosotros tenemos en nuestra memoria auditiva y que no podía tener el oyente al
que iba dirigida la obra no hay solo Debussy o Stravinsky, sino algo aún más importante: el
propio Estudio de Chopin. Para nosotros, escuchar a Busoni tocar esta obra supone
inevitablemente compararla con otras decenas de versiones oídas en casa, en las clases de
Conservatorio o en las salas de concierto. Y Busoni lo sabe. Por ello cuenta con un oyente
que se espera algo, y procura ofrecerle algo distinto, evidentemente no por un infantil
espíritu de contradicción sino por estimularle a ir más allá.
DECEPCIÓN
La aproximación busoniana a la interpretación presuponía un público capaz de una escucha
extremadamente atenta y consciente, un público que conociera las obras con detalle y tuviera
una sensibilidad armónica y formal extremadamente cultivada. Pero este público, hacia
1920, empezaba a escasear. Cada vez eran más quienes sustituían las audiciones domésticas
de música en directo por la comodidad de los aparatos de reproducción, y cada vez se hacía
más patente la predilección de gran parte del público por una música —y un tipo de
escucha— que buscaran fáciles satisfacciones y no un estímulo intelectual. En Busoni creció
la desconfianza en las posibilidades perceptivas del público, una desconfianza que se hizo
extensiva a la sociedad en su conjunto en el período inmediatamente posterior a la Primera
Guerra Mundial, cuando la escasez de bienes de consumo y el miedo a la inseguridad
hicieron el resto. En una carta dirigida a su alumno predilecto Philipp Jarnach desde
Londres el 5 de octubre de 1919 Busoni llega a escribir amargamente:
Querido amigo Jarnach [...] Ud. no puede ni siquiera imaginarse hasta qué punto todo haya
caído tan abajo, aquí como a París; el mundo se ha vuelto vulgar y mezquino – o tal vez
(como es más probable) estas cualidades se han hecho patentes, han salido a la superficie –
las caretas han caído. Por doquier indiferencia y estrechez de ideas; en suma, no se piensa en
otra cosa que en la seguridad y la comida, como en los tiempos prehistóricos. (Busoni 1988:
403)
Esta sensación de progresivo alejamiento, de aislamiento del mundo presente se radicalizó
en los últimos años de vida, a medida que las distintas vanguardias tomaban caminos
rupturistas totalmente ajenos a las pretensiones de continuidad con la tradición que habían
caracterizado a Busoni desde sus inicios. Siguió viviendo en Alemania, lo que contribuyó a
que en su amada Italia se le sintió cada vez menos como una referencia para el presente
musical. Y, finalmente, pudo comprobar cuán dramática sería la diferencia entre el pianismo
de la edad de oro al que él había pertenecido y la joven generación de virtuosos que se
preparaban para dar el salto a la fama internacional: pianistas a menudo incapaces de
componer ni improvisar, preocupados (y era una novedad) por encima de todo de la
precisión mecánica. Ya en octubre de 1907, en el momento de empezar a enseñar en Viena,
Busoni había mostrado su indignación por el poco interés que sus jóvenes pupilos
reservaban a otras formas de arte, a la lectura, a la psicología o los problemas estéticos. Lo
había hecho en una carta a su mujer Gerda en que reconocía que lo único que despertaba
realmente el interés de sus alumnos eran los problemas de “digitación, pedalización,
dinámica y ritmo” (Busoni 1938: 120).
Con el tiempo, su posición al respecto se radicalizó. Dejó de hablar de técnica en sus clases, a
pesar de que su sistema de ejecución era uno de los más meditados e interesantes de aquella
mítica época en la historia del piano. Sobre su “técnica volante” (fliegende Technik) se hablaba,
se investigaba e incluso se escribirían libros, como La technique fulgurante de Busoni de Paul
Röes (1941), pero él mostró un creciente recelo —evidente especialmente en sus últimos años
de vida— a hablar de problemas pianísticos. Una situación que Piero Rattalino describe del
siguiente modo en la ingeniosa síntesis del pianismo busoniano que corona su Le grandi
scuole pianistiche:
Parece incluso que Busoni se permitiera la coquetería de no querer hablar difundidamente
de técnica; sus escritos más atrevidos sobre la técnica —aquellos incluidos en su revisión del
primer libro del Clave bien temperado— se remontan a 1893 y no son todavía plenamente
maduros; en los escritos sucesivos el problema tratado con generosidad es el de la técnica en
general, no el de la técnica pianística, y en la Klavierübung hallamos sí una mina de ejemplos
y de ejercitaciones de transcripción que sorprenden por la claridad con la que nos muestran
la evolución de la instrumentación pianística, pero pocas explicaciones. Busoni, según todos
aquellos que le escucharon, daba la impresión de saber siempre lo que hacía, y de hacerlo a
sabiendas. Pero de técnica hablaba poco. Y surge casi la sospecha que no entendiera poner el
“secreto” de su técnica al alcance de quien habría podido hacer mal uso de él. (Rattalino,
1992: 94)
¿Cuál era el “secreto” de esa técnica? El mismo secreto de todo su pianismo: ver en la obra
no una simple sucesión de notas sino la expresión de una idea, la manifestación de una
energía que se mueve en el tiempo estableciendo jerarquías y polos de atracción. Esos polos
de atracción eran la clave de su técnica “volante” (véase Chiantore 2001: 451-453), que
buscaba ya desde la fase de estudio localizar puntos de referencia que fueran al mismo
tiempo los ejes del movimiento pianístico y la manifestación de la estructura jerárquica sobre
la cual se regía la obra.
Concebir la obra como un sistema de relaciones potencialmente infinito es perfectamente en
línea con la filosofía idealista que subyace a toda la actividad busoniana. Es coherente con el
interés de Busoni por las formas clásicas (“¡Soy un adorador de la forma!”, escribió en 1917;
Busoni 1982: 102) y con su recelo por el futurismo (que llegó a definir como una “secta”;
Busoni 1982: 101).7 Y es coherente también con su interés por buscar nuevos sistemas de
Esta aversión por el futurismo (“un movimiento del tiempo presente, [que] no podría tener conexión alguna
con mis argumentos”; Busoni 1982: 101; véase también Busoni 1982: 115-116) no le impidió a Busoni mantener
una intensa amistad con Umberto Boccioni, iniciada en 1912, particularmente intensa en la primavera de 1916 y
drásticamente truncada por la repentina muerte del pintor en agosto de ese mismo año. En junio de 1916,
Busoni y Boccioni trascurrieron juntos tres semanas, huéspedes del Marqués Silvio de la Valle di Casanova en
7
organización de los sonidos, ya que su veneración por el pasado no era tanto ligada al
sistema tonal como a la tradición —principalmente alemana— que había visto en él un
sistema constructivo basado en la atracción recíproca de los sonidos y los acordes que éstos
formaban.
Las peculiares iniciativas de Busoni como intérprete, los compases añadidos y los otros
cambios aportados a la partitura, no son más que intentos de mostrar al público la obra en
toda su vitalidad, y no una simple decodificación del texto. No le interesaban tanto las
formas en sí, sino aquello que se escondía detrás de ellas. Y en este sentido Busoni se
encontró sólo. Mientras los conservadores le reprochaban el atrevimiento de sus escritos (en
particular Hans Pfitzner, cuya polémica carta de 1917 al Süddeutsche Monatsheffe desató una
larga polémica que se prolongó durante años; véase Busoni 1982: 101-107), él se preocupó sin
éxito de advertir contra la dirección que estaba tomando la música contemporánea de su
tiempo. No compartió el camino emprendido por el admirado Schönberg (“ya ha empezado
a caminar en círculos”; Busoni 1982: 109) y fue siempre muy cáustico con Stravinsky, “el
tártaro” (Busoni 1988: 453), el “polichinela ruso del sonido” (Busoni 1982: 131). El reproche
era siempre el mismo, matizado de una u otra forma: la negación de una continuidad con el
pasado, una continuidad que le pareció cada vez más importante con el paso del tiempo.
NEOCLASICISMO, NUEVA CLASICIDAD E INTERPRETACIÓN
En los últimos años de su vida Busoni intentó plasmar sus ideas ante las vanguardias en el
concepto de Junge Klassizität, expuesto con precisión en una carta a Paul Bekker publicada en
el Frankfurter Zeitung el 7 de febrero de 1920 (Busoni 1982: 104-107), pero esta propuesta
tampoco fue realmente comprendida. Su búsqueda de un equilibrio entre tradición y
experimentación acababa por no contentar ni los conservadores ni los músicos de
vanguardia, sobre todo por los términos en los que estaba expuesta. Con su “Nueva
clasicidad”8 Busoni vaticinaba una superación de la fase experimental en que se encontraban
las vanguardia (no olvidemos que estamos a principios en 1920: Stravinsky vive su fase más
su recién estrenada villa de San Remigio en Pallanza, situada en la orilla del italiano Lago Maggiore. En
Pallanza Boccioni pintó sus últimas obras, entre las cuales el gran retrato de Busoni hoy conservado en la
Galleria d’Arte Moderna en Roma. La relación entre Busoni y Boccioni ha sido estudiada detenidamente por
Laureto Rodoni en Tra futurismo e cultura mitteleuropea: l’incontro di Boccioni e Busoni a Pallanza (Verbania-Intra:
Alberti Editore, 1998).
8 Traducir Junge Klassizität con “Nuevo Clasicismo”, como hizo Jorge Velazco en Busoni 1982: 104 y ss., supone
perder la ocasión de trazar una diferencia terminológica clara entre “clasicidad” y “clasicismo”, especialmente
importante en el caso de Busoni por las razones que se deducen de la continuación de este escrito. Por este
motivo, hemos preferido el italianismo “clasicidad” a cualquier otra posible traducción. Para las diferencias
entre la “Nueva Clasicidad” de Busoni y el “Neoclasicismo” europeo véase, en particular, Borio 1985: 215-227.
ecléctica, el jazz empieza a “contaminar” la música culta y Schönberg aún no ha formulado
los principios de la dodecafonía) y la recuperación de la melodía como “el regulador [...] de
todas las emociones, [...] la portadora de la idea y la productora de la armonía” (Busoni 1982:
106). Pero al lado de esa revalorización del contrapunto, Busoni propone otro elemento aún
más esencial para el intérprete, ligado a su rechazo frontal a la música a programa y a la
música funcional:
la “expulsión de todo lo que es “sensual” y la renuncia a la subjetividad [...] y la reconquista
de la serenidad (serenitas). [...] La sonrisa de la sabiduría, de la divinidad y la música
absoluta. No la profundidad y el sentimiento personales y metafísicos, sino música que sea
absoluta, destilada y no esté jamás bajo una máscara de figuras e ideas prestadas de otras
esferas. El sentimiento humano, pero no los asuntos humanos. (Busoni 1982: 106)
Es inevitable reconocer en esta definición de “nueva clasicidad” una profética descripción de
esa estética “neoclásica” que frecuentemente ha querido reconocerse en la producción de
entreguerras de autores tan dispares como Ravel, Bartók, Stravinsky o Hindemith. Pero si
profundizamos un poco más en las implicaciones que se esconden detrás de esta ambigua
etiqueta, veremos pronto qué radicales diferencias separan las posiciones de Busoni de las
sus ilustres contemporáneos. Limitémonos aquí al caso de la interpretación, por otra parte
muy significativo. Tanto en sus escritos teóricos como en sus propias interpretaciones, los
principales compositores activos en Europa en los años ‘20 y ‘30 defienden a menudo con
sorprendente contundencia la superioridad de una actitud de extremo respeto hacia las
obras. No se trataba sencillamente de una reivindicación gremial: era la expresión de una
nueva sensibilidad, la misma que les estaba llevando a especializarse separando
paulatinamente la actividad compositiva del oficio del intérprete profesional. Una
separación que Busoni nunca quiso hacer suya, pero que fue extendiéndose imparablemente
a lo largo de su existencia.
El más radical, en este sentido, fue sin duda Igor Stravinsky, encendido defensor de los
sistemas de grabación —precisamente por su capacidad de fijar para siempre la ejecución
“ideal” de las obras— y autor de frases tan chocantes como éstas:
Entre el ejecutante puro y simple y el verdadero intérprete hay una diferencia que es de
orden ético, más que estético, y que supone un caso de conciencia: en teoría, se puede exigir
al ejecutante la simple traducción material de su parte, que él garantizará de buen grado o
bien con desgana, mientras estamos en derecho de exigir al intérprete, además de la
perfección de esta traducción material, también una admirable complicidad, lo que no
significa colaboración, sea furtiva o bien deliberadamente afirmada. El pecado contra el
espíritu de la obra empieza siempre por el pecado contra la letra. (Stravinsky 1950: 85)
Stravinsky ni siquiera contempla la posibilidad de que el intérprete manipule de una forma
u otra la partitura. Tanto el “intérprete” como el “ejecutante” deberán respetar hasta el más
mínimo detalle el contenido del texto; la única diferencia entre uno y otro reside únicamente
en que el primero entenderá el porqué de esas mismas indicaciones e incluso será capaz de
realizar adecuadamente todo aquello que la notación inevitablemente (Stravinsky lo dice con
cierta resignada tristeza) es incapaz de definir (Stravinsky 1950: 84).
Se trataba de una novedad: nunca antes se había llegado a pedir al intérprete el respeto
literal de la partitura, como si su actividad tuviera que limitarse, de hecho, a una
decodificación del texto escrito. Hasta entonces, se hablaba del acercamiento a la estética de
cada época y de cada compositor, así como de la necesidad de encontrar una interpretación
adecuada al estilo de la obra, pero esto no implicaba necesariamente el dogmático respeto
del signo escrito. Las interpretaciones de los primeros grandes virtuosos inmortalizados por
el fonógrafo nos ofrecen un sin fin de ejemplos de esta actitud creativa ante la partitura, que
heredaba modelos barrocos y fue actualizándose durante el siglo XIX hasta alcanzar la época
de los primeros sistemas de grabación.
No obstante, poco a poco, la estética “neoclásica” hizo mella también entre estos mismos
virtuosos, y no sólo entre los más jóvenes sino también entre algunos de los intérpretes más
ligados a la tradición decimonónica. De este modo, al lado del surgir de nuevas estrellas
directamente ligados a esta “nueva objetividad” (Claudio Arrau, por ejemplo), empezaron a
valorarse cada vez más, a lo largo de los años ’20 y aún más en la década siguiente, las
actitudes interpretativas de pianistas ya expertos, más austeros y atento al respeto de la
partitura (como fue el caso de Wilhelm Backhaus o Artur Rubinstein), apreciados hasta
entonces sobre todo por su dominio instrumental más que por el valor artístico de sus
interpretaciones. El repertorio empezó a apartarse de todo lo que sonara a “música de
salón”, se vieron con creciente recelo las transcripciones en favor de la ejecución de obras
originales, se empezó a hablar de “integrales” y ediciones Ur-Text, mientras el bache entre el
mundo profesional y el artesanal disfrute doméstico de la música se hacía poco a poco
insalvable.
Los pianistas que seguían ligados a la tradición empezaron a ser etiquetados como pianistas
de la “vieja escuela” (como le pasó a Moriz Rosenthal, quien reaccionó con un breve y
polémico ensayo titulado precisamente The Old and New School of Piano Playing en 1924),
mientras se hacía cada vez más natural —cómplice también la industria discográfica—
identificar una “buena ejecución” con una realización impecable de todas y cada una de las
notas presentes en la partitura. Se trataba, con toda evidencia, de un cambio ideológico: el
neoidealismo que tanto favor había encontrado entre los músicos de principios de siglo
dejaba paso a una nueva estética de enfoque positivista, que tenía sus antecedentes más
claros en la estética interpretativa francesa de la segunda mitad del siglo XIX, florecida justo
cuando Auguste Comte fundaba las bases de su teoría filosófica.
BUSONI Y GODOWSKY
El artista que mejor permite seguir las consecuencias de este cambio estético —que Busoni
sólo pudo intuir, al morir en 1924— fue Leopold Godowsky. Pianista y compositor, virtuoso
genial y infatigable transcriptor, Godowsky, nacido sólo cuatro años después del italiano, es
la única figura de esa época que puede asociarse a Busoni y su tentativa de no trazar una
barrera clara entre la figura del ejecutante y la figura el artista-creador. Todos los demás
pianistas-compositores eran, en realidad, o bien pianistas que aspiraban a ser también
valorados como compositores (una pretensión probablemente justificada en el caso de
Paderewski, d’Albert o Sauer; mucho menos en otros casos) o bien compositores que se
mantenían en activo como intérpretes esencialmente para que se conociera su música (como
fue el caso de Prokofiev, de Stravinsky e incluso de Rachmaninov). Godowsky, en cambio,
fue un pianista profesional, con un repertorio amplio y diversificado, pero al tiempo un
compositor ingenioso, particularmente estimulante allá donde la separación entre la
transcripción, las variaciones sobre un material preexistente y la creación original tendía a
difuminarse. No es extraño, pues, que su mayor contribución a la literatura pianística sea su
Passacaglia en forma de 44 variaciones, cadencia y fuga sobre el primer tema de la Sinfonía
Inacabada de Schubert, una obra de 1927 que trata las 11 notas iniciales de aquella sinfonía
como basso ostinato sobre el cual se eleva un monumento de colosales dimensiones y aún más
colosal dificultad técnica.
La extraordinaria trayectoria artística de Godowsky (estudiada con gran detalle por Jeremy
Nicholas en su Godowsky, The Pianist’ Pianist), mantiene notables puntos de contacto con la
de Busoni. Pero al prolongarse su vida hasta 1938, el pianista de origen lituano vivió en
pleno los cambios estéticos de los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y tanto su
producción compositiva como su epistolario y sus propias grabaciones nos hablan de ello.
Quedémonos aquí sobre todo con este último aspecto. Las grabaciones hoy más conocidas
de Godowsky fueron realizadas en Londres por la English Columbia Graphophone [sic]
Company entre 1928 y 1930, pocos meses antes de que el 17 de junio de 1930 el artista
sufriera, precisamente durante una sesión de grabación, el ataque neurológico que pondría
fin a su carrera pública. Estos registros, de notable calidad técnica y particularmente
cuidados, contienen obras de gran dimensión, como las Sonata Les Adieux de Beethoven, la
Balada op. 24 de Grieg, la segunda Sonata de Chopin y el Carnaval de Schumann. Y al
escucharlos es inevitable preguntarse dónde está el gran pianista que llevaba al delirio las
masas y que suscitaba la admiración incondicional de tantos ilustres colegas. Es verdad que
Godowsky nunca amó particularmente los estudios de grabación, y que a dicha de quienes
le conocieron daba lo mejor de sí en pequeños entornos, en familia o entre personas a él
allegadas. Pero no deja de sorprender el hecho de escuchar estas ejecuciones tan comedidas
y asépticas, serenas y sin aparente participación. Ejecuciones “objetivas”, cabría decir:
realmente poco más que una decodificación del texto, leído según un patrón que parece
inspirarse directamente en la austeridad stravinskiana.
La estética interpretativa neoclásica no podría encontrar mejor ejemplificación. Pero
¿Godowsky había tocado siempre así? La documentación de la que disponemos no es tan
completa como desearíamos. No existe, en particular, ninguna grabación de estas mismas
obras que se remonte a una fecha significativamente anterior. Pero sí podemos llegar a
reconstruir de una forma suficientemente fiable el estilo interpretativo de Godowsky en los
años de la Primera Guerra Mundial gracias a sus numerosos rollos de pianola, y desde luego
su manera de tocar no era la misma. La fulgurante grabación de la primera Balada de
Chopin, realizada en 1916, nos regala cualquier cosa menos una ejecución prudente y
comedida: hallamos en ella una dionisíaca exaltación de los puntos culminantes, una
declamación libre y emocionada, un desafiante virtuosismo capaz de transfigurar enteros
pasajes de bravura.
Con el tiempo, sin embargo, Godowsky fue abandonando esta extroversión interpretativa.
Sus transcripciones, antes tan explosivas, se hicieron cada vez más sofisticadas, culminando
en las etéreas e introvertidas Sonatas para violín solo y Suites para cello solo de Bach, very
freely transcribed and adapted for the pianoforte, de 1923, y en los no menos elaborados doce
Lieder de Schubert publicados en 1927; su epistolario registra declaraciones de sorprendente
desconfianza hacia la superficialidad del mundo de los conciertos y de los fáciles éxitos que
pueden cosecharse (Nicholas 1989: 114-115; 146-147; 156) y hasta esbozó los principios para
un “Sínodo mundial de la Música y los Músicos” (World Synod of Music and Musicians) cuyos
objetivos “científicos” tienen innegables resonancias positivistas.9
A lo largo de su vida, Godowsky no cambió de forma trascendental su repertorio, a
diferencia de otros intérpretes como Backhaus, Arrau o Serkin, quienes fueron
concentrándose con el tiempo en las obras de unos pocos compositores, principalmente
alemanes, dejando atrás el repertorio de bravura que les garantizó tantos éxitos en su
juventud. Pero un pequeño detalle en su discografía merece nuestra atención. La obra sin
duda más célebre de todo el catálogo de Godowsky era su Badinage, un estudio de concierto
El texto íntegro de la articulada propuesta de Godowsky está publicado en Nicholas 1989: 294-300. Para sus
planteamientos más específicamente ideológicos, véase, en particular, las pp. 297-298.
9
elaborado superponiendo el Estudio op. 10 n.º 5 de Chopin (el estudio sobre las teclas
negras, una vez más) con el otro estudio en sol bemol mayor del mismo autor, el op. 25 n.º 9.
El resultado era inaudito, y no dejó de asombrar al público de medio mundo. En los años en
torno a la Primera Guerra Mundial, Godowsky grabó en dos ocasiones esta peculiar “fusión”
de los dos estudios en rollo de pianola. Pero cuando se trató de volver a la sala de grabación,
esta vez para una grabación acústica, en 1922 —y también cuando, cuatro años más tarde,
hizo lo mismo para una grabación eléctrica— Godowsky optó por una solución muy
distinta: en lugar de tocar los estudios superpuestos uno a otro, los tocó uno tras otro, ambos
en su versión original. La decepción no podría ser mayor, para quien espera oír la hazaña
instrumental que durante mucho tiempo Godowsky fue el solo en poder realizar. Se trata,
sin embargo, de un cambio de época: lo que merece ser inmortalizado por el disco es el texto
“original”, la obra tal como fue escrita por el compositor, y la interpretación de Godowsky
parece confirmar precisamente esto. La ejecución es precisa, exacta y sin afectación; en ella
no hay ni octavas en glissando ni cambios en la escritura, ni menos todavía algún compás
añadido.
Si Badinage y los otros 52 “Estudios sobre Estudios de Chopin” que Godowsky había escrito
entre 1893 y 1914 podían tener puntos de contacto con la estética busoniana, esta grabación
no podría estar más alejada del espíritu del genio de Empoli. Godowsky, cuya actividad
había tenido hasta los años ‘20 un evidente paralelismo con la del italiano, vivió con tal
intensidad los cambios ideológicos de su tiempo que sus propias grabaciones acaban por ser
un digno testimonio de ello. No podemos saber qué habría hecho Busoni si no hubiera
muerto todavía relativamente joven y en el pleno de sus facultades. Probablemente, animado
por el mismo recelo hacia muchas tendencias de la sociedad moderna, habría compartido
con Godowsky la búsqueda de un aristocrático aislamiento de las masas y del mercado de la
música; pero es difícil decir qué habría sido de él como intérprete. Difícilmente su “Nueva
Clasicidad” habría podido replegar sobre posiciones positivistas como las que impregnan la
actividad de tantos pianistas antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Es más
probable que su itinerario habría acabado por tener puntos de contacto con el de otro gran
intérprete, Artur Schnabel, que tan equivocadamente fue tomado a ejemplo de esa
pretendida “objetividad” interpretativa que se estaba imponiendo.
BUSONI Y SCHNABEL
Schnabel fue el único intérprete capaz de recoger el testigo del enfoque busoniano de la
interpretación. Fue un idealista convencido que remó siempre contracorriente y terminó sin
ser casi nunca entendido en profundidad. Y al tiempo es la demostración más perfecta de
que el mundo de Busoni se estaba yendo para siempre. Al igual que Busoni, Schnabel era un
hombre erudito, crecido en la cultura mitteleuropea; ambos eran intérpretes y compositores;
ambos escribieron, enseñaron y publicaron afortunadas revisiones. Existe, sin embargo, una
diferencia importante: a diferencia de Busoni (y de Godowsky, de Rachmaninov y de tantos
compositores virtuosos de la época), Schnabel nunca tocó su propia música. Él sólo tocaba el
repertorio clásico-romántico, con un abanico de autores reducido y conservador
(principalmente Bach, Mozart, Beethoven, Weber, Schubert, algo de Schumann, un poco de
Chopin y el amado Brahms), dejando que otros interpretaran sus complejas composiciones
atonales. Se trata de una peculiar forma de vivir una época marcada por la irremediable
escisión entre la figura del intérprete y la del compositor.
De manera análoga a Godowsky, también Schnabel experimentó una importante
transformación en su vida artística, sólo en parte documentada por el disco: una
transformación que muchos no entendieron, viendo únicamente descuido y falta de control
en la que era, en realidad, la búsqueda de una declamación del texto que se inspirase al arte
oratoria. Fue anteponiendo las asimetrías a las simetrías, y cualquier detalle, en sus
interpretaciones más maduras, acabó subordinado a una visión de conjunto a menudo
impregnada de un verdadero espíritu dionisíaco; un espíritu que incluso un artista como
Claudio Arrau demostró no entender.10
Schnabel, en muchos sentidos, era un idealista. Nos lo dicen sus escritos, su lenguaje a la
hora de dar clase, toda su concepción de la música. Pero los tiempos estaban cambiando. De
allí que, a diferencia de Busoni, Schnabel marcase un límite a la actitud del intérprete ante la
partitura: no modificar las notas. Todo lo demás (como bien indican sus revisiones
mozartianas y, sobre todo, beethovenianas) podía y a veces debía modificarse, aunque
siempre con una sólida justificación.
No es difícil trazar paralelismos entre Schnabel y algunos de los principales pensadores
alemanes de su tiempo. Georg Simmel y su humanismo del espíritu, en particular, para el
cual la cultura era reproducción ideal de la vida y expresión de su significado. O el propio
Husserl, cuya filosofía tardía parece tan íntimamente ligada al mundo interior de Schnabel,
con su mensaje humanista, la importancia otorgada a la intuición y su idealismo
espiritualístico volcado en la búsqueda de la verdad última. Y después está la hermenéutica
del joven Heidegger, tan fácil de relacionar con el enfoque de un hombre que siempre estuvo
interesado en deducir del propio texto, más que del estudio musicológico, los caminos a
seguir a la hora de interpretar.
“[Schnabel, en su juventud] solía ser un pianista impecable”, reconoció Arrau en sus conversaciones con
Joseph Horowitz. Pero con el tiempo la cosa fue empeorando: empezaron los errores y los problemas técnicos.
“Y adquirió esa cosa neurótica en su ejecución que es muy perniciosa... el apresuramiento impulsivo. [...] Fue
terrible en las etapas posteriores.” (Horowitz 1984: 113)
10
Schnabel era perfectamente consciente de que las sonoridades elaboradísimas o aquellos
tiempos estáticos que a menudo encontramos en sus interpretaciones beethovenianas tenían
poco en común con la ejecución del propio Beethoven. No era la “verdad histórica” lo que
interesaba a Schnabel, sino la capacidad de la obra para expresar el presente. Sin embargo,
no son filósofos contemporáneos suyos, como Husserl o Heidegger, quienes ocupan un
lugar de relieve en los escritos de Schnabel, sino pensadores ligados al idealismo
decimonónico. Las explícitas referencias a Schopenhauer, en particular, son menos ingenuas
de lo que podría parecer: no es tan extraño que un intérprete cuyo repertorio se concentra en
el siglo XIX alemán elabore una visión del mundo que tiene tantos puntos de contacto con la
de los filósofos decimonónicos.
En el caso de Schnabel lo que extraña es que esta concepción pudiera convivir con un estilo
compositivo tan vanguardista. Y también con otra de las grandes diferencias entre éste y
Busoni: al haber nacido en 1882, 16 años después del italiano, Schnabel pudo vivir en
primera persona fenómenos que el segundo no pudo presenciar. Entre ellos, el apogeo de la
industria discográfica, en el que Schnabel (en esto muy alejado del aristocrático desprecio
busoniano por los sistemas de grabación) colaboró con la más significativa de las
“integrales” de los años ‘30, la de las 32 Sonatas de Beethoven, que el gran pianista de origen
austriaco fue el primero en grabar entre 1933 y 1936. Y poco después, la más aterradora de
las guerras mundiales.
Para Schnabel la guerra representó una toma de conciencia que reafirmó su conciencia cívica
y le ayudó a perfeccionar su concepción de la música como arte del espíritu. La tesis básica
de su conmovedor Music, or the Line of Most Resistance, publicado en 1942 y escrito
directamente en inglés sólo dos años antes de recibir la ciudadanía norteamericana, es tal
vez la última flor crecida sobre la onda de la concepción idealista busoniana. En el peor
momento de la guerra, precisamente cuando muchos veían con extrema preocupación el
destino de la humanidad ante la barbarie nazista, Schnabel nos viene a recordar —en medio
de unas reflexiones a menudo autobiográficas sobre la música— que la verdadera batalla no
es la del frente, sino la del espíritu, y allí la música es un verdadero “frente de resistencia”. Y
que mientras seamos capaces de ver en la música un mundo de valores e ideales que
superen la materialidad del presente, la verdadera batalla no estará perdida. Una tesis
aparentemente ingenua, pero demostración poderosa de una visión del mundo que
encomienda a la música una función altísima, tal vez la más elevada posible. Esa música
capaz de construir arquitecturas sonoras cuyos equilibrios se escapan a nuestra
comprensión, esa música capaz de vislumbrar otras realidades, otros mundos más perfectos.
Una vocación de trascendencia que tendría vida muy difícil en un siglo XX marcado por otra
clase de ideologías.
MIRAR ALEGREMENTE
En la música clásica, a partir del período de entreguerras, muchos intérpretes acabaron por
demostrar que, consciente o inconscientemente, la elección de un repertorio básicamente
centrado en el pasado podía esconder un rechazo de la modernidad. Una significativa
pérdida de contacto con el presente del que Schnabel fue dramáticamente consciente. Lo
intentó compensar escribiendo obras originales (y cadencias desconcertantes, como las del
Concierto K. 491 de Mozart) de una apabullante modernidad, como si su actividad
compositiva fuera su modo de interrogarse sobre el futuro, mientras su entrega al repertorio
del pasado adquiría cada vez más los tintes de una investigación sobre todo lo que hemos
dejado atrás.
Para Busoni esta contraposición no existía. Para él, idealista hasta la médula, la propia idea
de que pudiera hablarse de un pasado y de un presente podía ponerse fácilmente en
entredicho. Sólo la superficie de las cosas estaba vinculada a la usura del tiempo, no la
esencia, y en esa vocación de eternidad se encontraba la verdad de la música. Sin embargo, a
lo largo del siglo XX, la interpretación acabaría por identificar estos términos clave con
fenómenos muy distintos de aquellos a los que se refería Busoni: la eternidad se vio
materializada en la inmovilidad de la grabación; la verdad se identificó con el respeto del
signo escrito en la partitura. Y hoy, a un siglo de distancia de aquel profético Entwurf einer
neuen Aesthetik der Tonkunst, es inevitable preguntarse, más allá del diverso destino que ha
aguardado a aquellas propuestas, si seríamos capaces de trazar con tanta lucidez caminos
para el futuro. Se trataría, probablemente, de caminos muy distintos de aquellos que trazó
en su día Busoni; y, sin embargo, bastarían los términos en los que actualmente se debate el
actualísimo problema de la identidad de la obra de arte para demostrar que podríamos
aprender mucho de Busoni. La postmodernidad ha puesto en entredicho muchas de las
certezas que se habían ido afirmando durante la segunda mitad del siglo XX, y si el mensaje
de Busoni parecía no interesar entonces, quizás haya llegado el momento de volver a
interrogar su complejo e intricado legado. Tal vez empezando por la recomendación que
puso como broche a su extenso Von der Einheit der Musik (“Sobre la unidad de la música”) en
agosto de 1921:
A los jóvenes les imploro: [...] vuélvanse hacia la perfección del trabajo seria y gozosamente.
“Sólo aquel que mira hacia el futuro mira alegremente”. (Busoni 1982: 86)
 Luca Chiantore, 2004
BIBLIOGRAFÍA
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Band XV. Aria mit 30 Veränderungen (Goldberg.Variationen) BWV 988. Wiesbaden: Breitkopf & Härtel,
pp. III-VI
Busoni, Ferruccio, 1938: Letters to his Wife (versión inglesa de la edición alemana de 1938). Traducción
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Busoni, Ferruccio, 1977: Lo sguardo lieto. Tutti gli scritti sulla musica e le arti, editado por
Fedele D'Amico. Milano: Il Saggiatore
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