mamuts - Editorial Club Universitario

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Tras la pista de los
últimos
mamuts
Tras la pista de los
últimos
mamuts
Vicente Vázquez Hernández
Título: Tras la pista de los últimos mamuts
Autor: © Vicente Vázquez Hernández
ISBN: 978–84–8454–704-4
Depósito legal: A–858–2008
Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33
C/. Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)
www.ecu.fm
Printed in Spain
Imprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87
C/. Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)
www.gamma.fm
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Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de
este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún
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y por escrito de los titulares del Copyright.
A Patro, mi esposa, por tantos años de ilusión compartida
PRÓLOGO
Hoy, viernes 14 de septiembre de 2001, sentada en la
terraza de mi casa, frente al mar Mediterráneo, donde tantas veces me he sumergido en sus cálidas aguas, rodeada
de los míos, de mis padres, mi hermano y mis amigos,
con los ojos saturados del horror de las catastróficas y
horribles imágenes de los atentados terroristas del 11 de
septiembre, incapaz de asumir la maldad del hombre,
y con todos los medios de comunicación mundiales
dedicados de lleno a analizar los ataques del 11-S y sus
consecuencias para el futuro, creo que es el momento de
intentar dar a conocer los hechos que dieron lugar a la
aparición de un pequeño teletipo, procedente de Yakutsk
(Federación Rusa), fechado en la mañana del fatídico 11-S,
y que informaba sobre nuevos rumores de avistamientos
de mamuts vivos en la taiga. Este flash de agencia, en
otras circunstancias, hubiera tenido mayor relevancia
mundial, pero ante la magnitud de los acontecimientos
de ese día, quedó sepultado informativamente y, en todo
caso, fue considerado por los pocos periodistas que le
prestaron atención como una serpiente noticiosa más de
las que aparecen todos los veranos, similar a la aparición
del monstruo del lago Ness o al descubrimiento del yeti en
el Himalaya.
Sin embargo, la historia que dio lugar a que aquella
noticia tan insólita e increíble llegara a los medios de
comunicación se remonta, en lo que a mi participación
concierne, a cuatro meses y medio atrás, a los primeros
días de mayo de 2001.
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CAPÍTULO I:
EL SECRETO DE YAKUTIA
Carmen no se encontraba bien aquella mañana. Había
dormido poco y de manera irregular, pues cada vez que
lograba conciliar el sueño, volvía a despertarse angustiada, con aquella sensación de soledad y temor que no sabía
explicarse, resabio de la pesadilla nocturna.
No era la primera vez que se despertaba desasosegada,
con un lamento interior que la desazonaba. Sentía miedo
y tenía deseos de compañía. Como aquel día era domingo,
Carmen trató de olvidar sus angustias nocturnas con un
sustancioso desayuno sobre las nueve y media de la mañana. Tras las dos tazas de café con leche y las tostadas
con mantequilla y mermelada, acompañadas también de
un zumo de naranja y dos donuts, volvió a encontrarse en
forma y decidió salir hasta el quiosco de la esquina para
comprar los periódicos y suplementos dominicales que la
distrajeran en aquel domingo solitario.
Carmen estudiaba en Madrid, a cuatrocientos kilómetros de casa y vivía en un piso compartido con tres
compañeras de pueblos y ciudades cercanas a la capital,
por lo que los fines de semana los pasaban con sus familiares. Ella solía quedarse sola muchos domingos, aunque
en otras ocasiones se decidía a visitar a sus padres, que
vivían en la costa de Alicante.
Era una joven estudiante de Zoología, de veintitrés
años. De corto cabello moreno, más bien alta, pues medía
1’71 metros; delgada y fibrosa, por ser habitual practicante de deportes. Con sonrisa fácil y dientes blancos, un
poco separados, lo más atractivo de su rostro era la nariz
clásica y sus grandes ojos oscuros.
Era un domingo de finales de marzo, soleado y fresco,
pero con la alegría de la primavera eclosionando en los
árboles del parque. Una vez ante el quiosco, además de
comprar los periódicos y revistas de costumbre, de forma
inconsciente y al mismo tiempo decidida, cogió también
el último número de la revista “Muy Interesante”. Camino
de su casa contempló extrañada la revista en sus manos,
ya que no tenía intención de comprarla, pero se alegró,
pues como estudiante de Zoología, le apetecía leer todos
los artículos de divulgación científica sobre naturaleza,
biología, etc., que la revista solía publicar.
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Vicente Vázquez Hernández
Leería los periódicos antes de comer, pensó, y dejaría
para la cálida y larga sobremesa ante el televisor el hojear
la revista, curioseando los artículos más interesantes. Así
lo hizo, y almorzó con una ensalada, algunos fiambres, pan
integral y fruta, mientras contemplaba las no por repetidas
cada día, menos crueles noticias sobre la ex-Yugoslavia, el
hambre y la guerra en África y la interminable crisis de
Oriente Medio.
Con veintitrés años, a punto de terminar su doctorado
en Madrid, ante estas noticias, estaba descorazonada por
el mundo que la rodeaba, sintiendo una mezcla de rabia e
impotencia. Muchas veces se sentía incapaz de continuar
viviendo en una gran ciudad como Madrid y añoraba su
cálida ciudad costera, donde el sol y el agua salada de
las playas de su niñez habían bronceado su piel hasta
conseguir la tonalidad del melocotón maduro, echando de
menos la luminosidad de su ciudad natal.
Aquella tarde sentía un momento de nostalgia, mientras el aroma del café le traía a la memoria recuerdos de
muchas tardes de domingo compartidas con sus padres y
amigos ante una humeante taza de café en el casino del
pueblo marinero. Estaba repasando distraídamente las
páginas de la revista cuando un titular llamó su atención:
“Mamuts: No se descarta que aún quede alguno vivo”.
Carmen, con un vuelco en el corazón, sobresaltada por
una rara emoción, continuó leyendo: “En los años setenta
hubo científicos que basándose en testimonios de cazadores y en evidencias de huellas y estiércol, no descartaban
la posibilidad de que subsistan mamuts vivos en la taiga,
el inmenso bosque siberiano, con una superficie diez veces
mayor que la de España. ¿Imposible? El okapi fue un
animal desconocido para la ciencia hasta que se descubrió
en 1900 en las selvas del Congo”.
No podía explicárselo, pero aquel reportaje estaba
relacionado con sus temores nocturnos. Estaba segura,
aunque no podía demostrarlo, pero el cosquilleo en el
estómago no la engañaba. Lo que había leído tenía que ver
con su estado de ánimo, pero, ¿por qué? Pensativa, intentó
concentrarse en contestar este interrogante.
Ese mismo mes, en otra revista divulgativa, había leído
un artículo de investigación sobre “Mamuts en Tailandia”,
del que recordaba el siguiente párrafo: “Científicos tailandeses están investigando la posible presencia en su país
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Tras la pista de los últimos mamuts
de supervivientes de los mamuts. La alarma la dio una
fotografía aérea en la que se apreciaban varios elefantes
de extraño aspecto, pues aparecían cubiertos de pelo,
una característica que no se da en las especies actuales,
pero sí en cambio en los mamuts que desaparecieron en
la época del hombre de las cavernas. El interés por la
Naturaleza y su conservación de una princesa de ese país,
Rangsrinopadorn Yukil, han sido determinantes para que
finalmente se haya obtenido la imagen, muy sugerente,
aunque no demasiado clara.”
De pronto, la respuesta cruzó ante sus ojos, tan rápida
como el centelleo de la idea que había iluminado su cerebro. Sí, pensó Carmen, la respuesta estaba en aquel viejo
libro de zoología que le había enseñado su padre durante
su niñez, en una de las muchas ocasiones que curioseaba
la nutrida biblioteca del despacho paterno, donde la
literatura y la historia se daban la mano con la zoología
y la geografía, en una amalgama algo insólita, pero que
descubría los gustos y aficiones de un padre, profesor de
humanidades en el instituto de la ciudad, entonces joven
e insaciable lector, cualidad que Carmen había heredado,
por lo menos en parte.
Se trataba de la obra del doctor en zoología Bernard
Heuvelmans, titulada: “Tras la pista de los animales
desconocidos”, editada en dos tomos en Barcelona por
Luis Caralt, en 1958, traducción de la obra original “Sur
la piste des bêtes ignorées”, editada en París por la Librería
Plon. En el segundo tomo había un capítulo que siempre
la intrigó: “El mamut, coloso velludo de la taiga”, donde el
autor afirmaba que el mamut había sido visto vivo recientemente. Para ello se apoyaba en que tras la retirada de
los hielos tras la última glaciación, los mamuts se habrían
desplazado con ellos, siguiendo su hábitat tradicional,
más frío y boscoso, y en la taiga, “interminable bosque de
coníferas y de abedules, cortado aquí y allá por zonas cenagosas de marismas, encontrarían dichos animales una
extraordinaria cantidad de alimentos gratos a su paladar
(en tales zonas sigue creciendo aún la misma flora que
reinaba en Europa en la época glaciar), agua abundante y
el ideal refugio de un bosque --o techo, para ellos-- que les
protegiese de las precipitaciones atmosféricas”.
Tras diversas consideraciones sobre la posibilidad de
que la taiga fuese su hábitat idóneo, y no la fría y helada
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Vicente Vázquez Hernández
tundra, donde, por cierto, sí que aparecían mamuts congelados, el autor se hacía la siguiente pregunta: “¿Es posible,
en tal caso, que los elefantes velludos hayan subsistido en
la taiga siberiana?”, añadiendo “que no sólo es posible, sino
hasta muy probable”.
El mamut es el proboscidio prehistórico mejor conocido
de todos, debido a los restos en buen estado de conservación que se han rescatado del barro helado de Alaska
y Siberia. Su pelaje estaba formado por pelos de unos
ochenta centímetros de largo de color negro, no rojo, como
aparece en la mayoría de las restauraciones, ya que el tono
cobrizo es producto de una reacción química que ocurre
“post mortem”.
En este momento, Carmen se sentía inclinada a darle
la razón al zoólogo, pues en los ejemplares congelados de
“Mammuthus primigenius” o mamut lanudo encontrados
en Siberia, aparecían en su estómago los siguientes restos
de comida, que revelan cuál era su nutrición: abedul enano, gramíneas, agujas de pino, piñas, hojas y semillas de
sauces y otras plantas propias de los climas fríos.
¿Y dónde se encuentra actualmente esta vegetación?,
se preguntaba Carmen. Pues en la taiga, pero no en la
tundra. Entonces, los mamuts congelados encontrados
en la tundra, ¿qué hacían allí? La taiga es la palabra
rusa que designa la selva virgen de Siberia, constituida
principalmente por coníferas (pino, abeto, alerce y cedro).
Su sombrío aspecto verde oscuro se anima con ocasionales
formaciones de árboles de madera blanca, como el abedul
y el chopo. Son abundantes los pantanos y tiene un clima
rigurosamente continental: inviernos muy fríos y veranos
que arrojan una temperatura media de diez a veinte grados
centígrados. La extensión de la taiga siberiana se calcula
en cinco mil kilómetros de oeste a este y en mil seiscientos
de norte a sur. Rica en fauna y recursos naturales, está
atravesada en miles de kilómetros por los grandes ríos
siberianos: Obi, Yenisei y Lena.
Carmen siguió recordando sus conocimientos sobre la
geografía de la antigua Unión Soviética, vista rápidamente
en el segundo curso de BUP. La taiga es un bosque de
coníferas de hojas generalmente persistentes, producto de
inviernos largos y rigurosos (seis u ocho meses), verano muy
corto (un mes o menos), y cuatro meses como máximo con
temperaturas medias superiores a diez grados centígrados.
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Tras la pista de los últimos mamuts
La taiga deja paso, hacia el norte, a la tundra; el límite
entre ambas formaciones corresponde a la zona en que el
verano es lo bastante marcado para permitir un suficiente
deshielo del suelo, condición necesaria para el suministro
de agua a la vegetación. La taiga se prolonga hacia el
norte a lo largo de todos los grandes valles, mientras que
la tundra se extiende entre los interfluvios. Hacia el sur
la taiga desaparece ante el bosque templado, de anchas
hojas caducas.
Carmen cerró los ojos y recostó cómodamente la cabeza
sobre el sofá, intentando concentrarse en Siberia, como una
medium en contacto con los espíritus. Una palabra acudía
a su mente: Yakutia. ¡Claro, eso era! Yakutia. La antigua
República Socialista Soviética Autónoma, incluida en la
Federación Rusa, con 3.103.200 kilómetros cuadrados y
una población de 1.009.000 habitantes en 1986, con una
densidad de población de 0`32 habitantes por kilómetro
cuadrado, extendida sobre mil seiscientos kilómetros de
norte a sur y con más de dos mil cuatrocientos kilómetros
de costas en el Océano Glacial Ártico. Está bañada por el
río Lena, que desemboca en el Ártico, y sus afluentes. Los
veranos son cálidos, aunque cortos, y los inviernos muy
largos, con medias inferiores en algunos puntos al mismo
Polo Norte, pues en Verkhoyansk, con temperaturas
inferiores a setenta grados bajo cero, se encuentra el polo
frío. En Yakutia, el bosque ocupa alrededor del ochenta
por ciento del territorio. Las especies más extendidas son
el cedro, el alerce, el abeto, la epícea, el tilo, el abedul, el
roble, el arce y el fresno. Se estima que siguiendo el ritmo
de explotación actual, serían precisos cuatro siglos para
agotar las riquezas forestales, que todavía están poco
estudiadas.
Por otra parte, si la densidad de población es escasísima, todavía lo es más si descontamos que la mayoría
de la población reside en las ciudades. Así, inmensas
zonas de Yakutia son desiertos humanos, con densidades
inferiores a 0`09 habitantes por kilómetro cuadrado. En
estas vastas regiones inexploradas de la taiga de Yakutia
podían sobrevivir perfectamente los últimos mamuts, pues
no necesitan salir del bosque para conseguir alimentos y
están adaptados y preparados para soportar los rigurosísimos inviernos.
Carmen seguía repasando todo lo que recordaba sobre
Yakutia y Siberia, excitada por la posibilidad de descubrir
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Vicente Vázquez Hernández
la existencia de mamuts en las recónditas tierras de la
taiga yakuta. Era una premonición, pero debía estar
segura. Mientras tanto, junto a los datos científicos, aparecían recuerdos literarios de sus lecturas juveniles. En
su memoria habitaban retazos de las aventuras de “Miguel
Strogoff”, grandiosa novela de aventuras del prolífico y
genial Julio Verne. También estaban las andanzas de
“Tres cazadores en Siberia”, de Joseph Velter, aunque en
este caso las aventuras fueran en las montañas de Sijota
Alin, en el extremo oriente ruso.
Cuando cumplió quince años, su padre le regaló el libro
“Cuentos del río Amur”, de Dmitri Naguishkin, bellamente
ilustrado por Guennadi Pavlishin. Con este libro entró en
contacto con la magia de la taiga, pues allí estaban los
hombres y los animales que la habitan, sus leyendas y
tradiciones, y entre ellas, ¿no existía una sobre Onkú,
el Amo de las Montañas y de los Bosques? ¿Quién era el
Amo del Bosque? ¿No sería la personificación mitológica
del mamut?
Todos estos interrogantes en cascada se contestaban
automáticamente en la cabeza de Carmen, que conocía al
ilustrador por otros títulos tan significativos que hablan
por sí solos: “Manantiales de la taiga” y “Saludo de la
taiga”. Pavlishin había ilustrado una serie de libros de
conocidos etnógrafos consagrados a la flora y fauna del
Extremo Oriente: “La taiga sobre nuestras cabezas”, de N.
Visotski; “Las junglas norteñas”, y “Rigma la dorada”, de
V. Sisoev.
De la lectura de estos libros, y de otros, como las “Novelas de Siberia”, de Serguei Sartakov, publicadas por la
Editorial Progreso, de Moscú, Carmen había asimilado la
grandeza de los inmensos bosques y tierras siberianos, y en
su espíritu quedaba un poso de amor hacia la taiga y sus
habitantes. Y ahora creía, cada vez con mayor seguridad,
aunque le faltaba la certeza absoluta, que todavía existían
mamuts vivos en los bosques de Yakutia, y que de alguna
manera inexplicable, podía sentir su presencia. Los veía
vivos, grandes y fuertes, moviéndose majestuosamente
entre las interminables superficies forestales de Siberia,
con sus largas guedejas y sus colmillos curvados. Para
ella no eras restos congelados entrevistos en fotografías, o
esqueletos polvorientos en museos de Paleontología, sino
seres vivos que necesitaban ayuda.
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Tras la pista de los últimos mamuts
Después de volver a examinar sus conocimientos sobre
la geografía e historia de Siberia, Carmen comprendió que
los únicos que podían contestar a sus interrogantes eran
los yukaghir, uno de los pueblos aborígenes de Siberia,
habitantes de las montañas de Yakutia, en la Siberia
Oriental. De raza paleoasiática, los yukaghir forman un
grupo lingüístico totalmente aparte de sus vecinos paleoasiáticos --chukchi, korik y kamchandal, los tres de la
misma familia--, y difieren de estos y de sus otros vecinos
de lengua uralo-altaica --tungús, yakuto y samoyedo--, en
ser el único pueblo de la Siberia del Norte que aún conserva
una economía fundamentalmente cazadora y recolectora.
El censo de 1979 les daba una población de 800
habitantes, que a Carmen se le figuraban los últimos
hombres de la taiga, los verdaderos cazadores que podrían
responder a sus preguntas sobre la existencia de mamuts,
pues ellos, en la inmensidad de la taiga, podrían haberlos
entrevisto o, por lo menos, se habrían cruzado con sus
huellas.
En su imaginación, Carmen ya se veía como un moderno
padre David, el salvador del Mi-lu o ciervo del padre David.
La historia de este animal es extraordinariamente azarosa,
siendo un milagro fruto de casualidades que esta especie,
ya extinguida en estado salvaje, sobreviva hasta hoy en
parques zoológicos. ¡Si ella pudiera salvar al mamut, igual
que el padre David al Mi-lu! ¡Qué feliz sería!, pensaba
Carmen, mientras las endorfinas le proporcionaban una
cálida sensación de bienestar.
De pronto, una sombra de inquietud volvió a poner
a Carmen en alerta y tensión. Existían noticias sobre el
aumento de extracción y explotación del marfil del mamut
congelado de Siberia . Este incremento en el comercio del
marfil siberiano estaba en consonancia con el descenso del
marfil Áfricano, por las severas leyes que prohibían la caza
furtiva del elefante Áfricano.
Las gélidas tierras de la Siberia septentrional albergan
tal cantidad de fósiles de mamut que, desde tiempos
inmemoriales, las gentes del litoral y de los valles de los
ríos Yenisei, Lena y Obi, zonas donde la erosión fluvial los
saca constantemente a la superficie, se dedican a explotar
el marfil fósil. Se calcula que, en la década de los sesenta,
la cantidad vendida anualmente ascendía a cuarenta
toneladas.
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En la actualidad, debido al acuerdo internacional
para la protección de los elefantes, los mercaderes del oro
blanco han puesto sus ojos en las defensas de estas joyas
de la paleontología que son los mamuts. Y es que de un
solo colmillo de cuatro metros de largo se pueden extraer
hasta doscientos kilos de marfil. Esto, traducido a dinero,
equivale a muchos miles de dólares. Muchas empresas,
la mayoría japonesas, están negociando la posibilidad de
montar sus centros operativos en la misma tundra siberiana. De no evitarlo, estaríamos a punto de poner en peligro
un patrimonio paleontológico de la humanidad. Pero,
¿procedía todo el marfil de Siberia de mamuts congelados?
¿Podían existir cazadores desaprensivos, conocedores
de la existencia de mamuts en la taiga, que estuviesen
cazando y exterminando los últimos mamuts siberianos
para aprovechar sus grandes colmillos de marfil?
Preocupada e intranquila tras estas preguntas, Carmen
se hizo el firme propósito de solucionar este misterio, costase lo que costase. Para ello era necesario viajar a Siberia
y conocer el secreto de Yakutia.
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