Tres tipos de filosofía de la religión

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Conferència de Mark C. Taylor “Three Types of Philosphy of Religion”
Grup de Recerca de la Bibliotheca Mystica et Philosophica Alois M. Haas
Institut Universitari de Cultura,Universitat Pompeu Fabra
6 d’ abril de 2011
Tres tipos de filosofía de la religión
Mark C. Taylor
Columbia University
Fundamentos teológicos
En 1946, Paul Tillich publicó un ensayo seminal, titulado “The Two Types of Philosophy
of Religion”, en el que sostenía que cada filosofía de la religión desarrollada en la tradición
cristiana es agustiniana o tomista. Al primer tipo lo llama ontológico; al segundo, cosmológico.
Esta distinción se basa en las diferencias entre los dos argumentos clásicos sobre la existencia de
Dios: el argumento ontológico y el cosmológico, que se formularon en la Edad Media, pero que
hoy día siguen siendo influyentes.
Tillich toma el problema del conocimiento de Dios como punto de partida. En el tipo
ontológico, sostiene, “el conocimiento de Dios y el conocimiento de la Verdad son idénticos, y
este conocimiento es inmediato o directo. Desde este punto de vista, “Dios es la presuposición de
la cuestión de Dios (13).”1 Uno no puede preguntarse sobre Dios si no posee de antemano un
conocimiento implícito de Dios. Este argumento es, obviamente, platónico: el conocimiento de la
verdad es la condición de posibilidad de distinguir entre verdadero y falso y, como tal, no puede
derivar de la experiencia. En cambio, en el tipo cosmológico, la relación entre lo humano y lo
divino es mediada o indirecta. Dios no es inmanente al yo y al mundo, sino trascendente. Dado
que nada se fundamenta en sí mismo, todo lo que existe es un signo que se refiere más allá de sí
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mismo, primero a otras cosas y, en última instancia, al origen divino, que es la verdad de toda
realidad. Por lo tanto, en el tipo cosmológico, el conocimiento de Dios es a posteriori, más que a
priori; Dios o la verdad es la conclusión, y no el supuesto, de la argumentación. Tillich no deja
duda alguna de que profesa más simpatía por el tipo ontológico. La diferencia entre el tipo
ontológico y el cosmológico es aproximadamente equivalente a la distinción convencional entre,
respectivamente, la filosofía continental y la analítica. La asociación del tipo cosmológico con la
filosofía analítica puede entenderse mejor mediante la elaboración de la referencia con la que
Tillich hace alusión a Guillermo de Ockham en el contexto de su análisis de Tomás de Aquino.
A primera vista, no hay otros dos pensadores que parezcan más diferentes entre sí que
Tomás de Aquino y Ockham. Mientras que el primero cree que Dios siempre actúa racionalmente
y, por lo tanto, el mundo es comprensible, el segundo insiste en que Dios es un deus absconditus
y, por consiguiente, el conocimiento es, inevitablemente, incierto. Tomás de Aquino, sin
embargo, distingue entre el conocimiento natural y el sobrenatural y, por extensión, entre la
razón y la fe. Está distinción abre el camino para la innovación teológica de Ockham, que acabó
conduciendo a la revolución socio-política que preparó el camino para la revolución protestante.
Para Tomás de Aquino, la fe y lo sobrenatural suplementan y complementan a la razón y a las
leyes naturales, pero nunca las contradicen. En cambio, para Ockham, lo divino y lo humano, así
como la fe y la razón son, en términos que Kierkegaard invocaría siglos más tarde, “infinita y
cualitativamente diferentes”.
Según Ockham, Dios es, ante todo, voluntad omnipotente: es absolutamente libre y, como
tal, no está ligado por nada, ni por la razón divina. En este esquema teológico, el fundamento
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[ground] del universo es la voluntad productora de Dios y toda existencia es Su don insondable.
Esta voluntad originaria es a-racional más que irracional; como condición de posibilidad de la
razón, así como de la sinrazón, la voluntad divina es, en última instancia, incognoscible. La fe no
es una cuestión de conocimiento; de hecho, uno debe creer a pesar de la razón y no debido a
ella. Dios, en tanto que radicalmente libre, siempre puede deshacer lo que ha hecho y, en
consecuencia, no puede haber ninguna certidumbre o seguridad última en el mundo. En otras
palabras, la voluntad divina establece los códigos mediante los cuales se ordena el mundo y
establece las normas a través de las cuales opera; estos códigos y normas, sin embargo, no están
determinados por ningún código o norma comprobables. Esta ontología voluntarista conduce a
una epistemología empírica: dado que todo lo que existe depende de la libre voluntad de Dios, el
conocimiento tiene que ser a posteriori e inductivo, más que a priori y deductivo. No obstante,
este conocimiento siempre permanece incompleto porque, en última instancia, está
“fundamentado” [“grounded”] en el abismo de la libertad divina. Este Abgrund (fondo,
fundamento) no es ni simplemente inmanente ni trascendente, de modo que no está exactamente
ni presente ni ausente.
La antropología de Ockham es la imagen especular de su teología y, por consiguiente,
tiene dos principios fundamentales: primero, la anterioridad y la prioridad del individuo singular
sobre el grupo social y, segundo, la libertad y la responsabilidad de cada sujeto individual. Esta
postura acabó conociéndose como nominalismo (del latín nomen, “nombre”). Para los
nominalistas, sólo los individuales son reales. En el caso de los seres humanos, los individuales
no están constituidos por ninguna idea universal o esencia atemporal, sino que se constituyen a sí
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mismos históricamente mediante sus propias decisiones libres. Según el nominalismo, el todo,
incluyendo el género humano, no es nada más que la suma de todos los individuales que lo
componen.
Por último, el nominalismo de Ockham implica una nueva concepción del lenguaje y,
más importante aún, de la relación entre las palabras y las cosas. Aunque generalmente se pasa
por alto, existe una tensión entre la epistemología empírica de Ockham y su teología. Por un
lado, el lenguaje se refiere a entidades específicas y, en consecuencia, las representa, pero, por
otro lado, en la medida en que el lenguaje es general, sino universal, y tanto los sujetos como los
objetos son singulares, las entidades existentes propiamente dichas no pueden, como tales, ser
representadas lingüísticamente. La conexión entre las palabras y las cosas se rompe, dejándonos
atrapados en un laberinto lingüístico del que no hay salida alguna. En términos semióticos, los
significantes, que parecen apuntar a significados independientes, se refieren realmente a otros
significantes. Como seres lingüísticos, traficamos con signos, que, aunque parecen referirse a
otras cosas, en realidad son signos de otros signos. Aunque parece representar el mundo, el
lenguaje es un juego de signos no anclados por referentes cognoscibles. Las palabras, pues, son
rastros de lo que nunca puede representarse y, como tales, son fantasmas de lo real que se ha
esfumado desde siempre y, sin embargo, no está precisamente ausente.
Aunque la importancia de su obra rara vez es reconocida, muchos de los temas que
Ockham identificó han tenido una gran influencia a lo largo de la tradición occidental. A lo largo
de los siglos siguientes, filósofos y teólogos sacaron unas conclusiones diferentes, a menudo
contradictorias, de sus principios rectores. En este contexto, es importante destacar que tanto el
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positivismo lógico y la filosofía analítica por un lado como, por el otro, determinadas corrientes
de la filosofía continental, derivan del nominalismo de Ockham. A fin de rastrear algunos
aspectos relevantes de esta genealogía, consideraré algunos textos críticos escritos por Heidegger
y Carnap. Esta comparación abrirá la posibilidad de volver a juntar los dos tipos filosóficos de
Tillich en términos diferentes y, así, apuntar hacia una tercera alternativa, más prometedora.
Ciencia y arte
Es importante recordar que la distinción entre la filosofía angloamericana y la continental
no surgió hasta el siglo veinte. Ockham escribió muchos de sus tratados más importantes cuando
estaba en Oxford y su influencia continúa incluso entre aquellos que no se percatan de ello. Su
crítica mordaz de la teología y la metafísica especulativas, su insistencia en la verificación
empírica de las proposiciones epistemológicas y su preocupación por el lenguaje dejaron una
profunda huella en la filosofía británica y, por ende, en la americana. El resurgimiento del
hegelianismo y la filosofía especulativa en el Reino Unido durante las primeras décadas del siglo
veinte desencadenó una reacción crítica, que fue, en gran parte, responsable de crear una división
filosófica que, con los años, se ha ensanchado. En un intento de distinguirse a sí misma, la
filosofía analítica constituyó la filosofía continental como su otro y, al hacer esto, agrupó, de
manera acrítica, posturas filosóficas que compartían poco menos que su diferencia respecto de la
filosofía positivista y analítica. En vez de reciclar la manida distinción entre la filosofía angloamericana y la continental, resulta más útil contrastar unos métodos o, dicho de forma más
provocativa, estilos filosóficos que se conciben a sí mismos como artísticos o científicos. Hay un
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importante precedente de esta distinción en Kierkegaard en el desarrollo de su autoría estética
como correctivo de lo que consideraba los excesos de la Wissenschaft de Hegel. Heidegger, en
efecto, hace extensiva la estetización de la filosofía por parte de Kierkegaard, mientras que
Carnap insiste en que la filosofía debe ser científica. En el siglo veinte, sin embargo, la
Wissenschaft de Hegel se ha convertido en el paradigma de la especulación sin sentido cuyas
ilusiones la filosofía científica cree tener que disipar. Aunque ambos eran alemanes y
contemporáneos, Heidegger (1891-1976) y Carnap (1889-1970) vivieron en mundos
completamente diferentes.
En 1929, Heidegger y Carnap publicaron unos breves textos que resultaron decisivos para
la filosofía posterior del siglo veinte. Carnap y sus colegas Hans Hahn y Otto Neurath publicaron
lo que es ampliamente conocido como el manifiesto del Círculo de Viena: “La concepción
científica del mundo: el Círculo de Viena”; y Heidegger impartió su lección inaugural en la
Universidad de Friburgo: “¿Qué es metafísica?”. Tanto Carnap como Heidegger llamaban a la
superación de la metafísica, pero sus razones y sus intenciones no podían haber sido más
diferentes. Para Carnap, las abstracciones y complejidades de la metafísica especulativa eran
filosóficamente vacías y socio-polítiamente sospechosas. Insistió en que la claridad y la
simplicidad son las características necesarias de la verdad. La filosofía sólo puede entrar en la era
moderna apropiándose de un método científico de investigación y de procedimientos empíricos
de verificación. Para Heidegger, en cambio, la ciencia moderna y la tecnología, que son la
culminación de lo que denomina “tradición ontoteológica” occidental, plantean una amenaza
para la vida humana, así como para el futuro del planeta. La única manera de impedir un desastre
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inminente es desarrollar una crítica exhaustiva de la ciencia y la tecnología mediante la
recuperación de la relación originaria de la filosofía con el arte. Tres años después de la lección
de Heidegger, Carnap respondió en un artículo titulado “La eliminación de la metafísica
mediante el análisis lógico del lenguaje”. La importancia de estos dos ensayos sobrepasa de lejos
el intercambio que llevó a su inicial publicación; Heidegger y Carnap presentan posiciones
opuestas que, implícita y explícitamente, moldearon el debate filosófico durante décadas.
Heidegger empieza su cuestionamiento de la metafísica con una discusión de la ciencia y
su papel en la construcción de la universidad moderna. Heidegger insiste en que la ciencia, lejos
de ser un método de investigación desinteresado capaz de establecer la verdad objetiva, es el
producto de la tradición metafísica occidental, que se ha caracterizado por el pernicioso “olvido
del ser”. Contextualizando históricamente la ciencia en términos de corrientes socio-culturales
más amplias, hace extensivos los argumentos de su mentor, Edmund Husserl. En su influyente
ensayo “El origen de la geometría”, que es un apéndice a La crisis de las ciencias europeas,
Husserl sostiene que incluso la geometría, que es la “expresión más pura de la actitud teórica”, se
constituye en lo que denomina el Lebenswelt (mundo de la vida). La crisis a la que este título
alude ocurre cuando la gente olvida que las ideas matemáticas y los conceptos científicos están
incrustrados en actitudes y prácticas cotidianas. La tarea de la filosofía o, en palabras de Husserl,
de la fenomenología, consiste en pensar lo que la tradición ha dejado sin pensar mediante la
reducción fenomenológica, que expone la constitución originaria de cada forma de consciencia.
Esta reflexión crítica tiene importantes consecuencias prácticas porque “desedimenta” la
tradición de tal manera que la reactiva y revitaliza. Como veremos, existe una línea directa que
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va de la reducción fenomenológica y la desedimentación de Husserl, pasa por la “desestructuración [Destrucktion]” o “desmantelamiento [Abbau]” y llega hasta la deconstrucción de
Derrida.
Para Heidegger, el “fondo esencial” que la ciencia olvida es el propio ser. Lejos de ser
desinteresada, la preocupación de la ciencia para con los seres prolonga la voluntad de poder de
Nietzsche en “la voluntad de dominio” a través de la cual el hombre (sic.) intenta “asegurar para
sí mismo lo que le es más propio”. En este esquema, la actitud científica descansa sobre dos
principios básicos: representación y utilitarismo. Cuando la verdad se derrumba en certeza con el
giro de Descartes hacia el sujeto, todo se convierte en un “fondo de reserva” [Bestand]
programado para servir a los fines humanos y, finalmente, el hombre parece encontrarse en casa
en el mundo. Pero precisamente en este momento de aparente triunfo, la suerte del género
humano se invierte. Mediante una inversión inesperada, el ejercicio de la voluntad de poder
desencadena lo que Hegel, al describir la Revolución francesa, llamó “la ira de la destrucción”
que amenaza con consumir toda la vida de la tierra. La única manera de regresar de este borde
del abismo es volver a un abismo no menos inquietante que yace en un pasado que siempre se
retira. Mientras que la ciencia sólo está preocupada por “los seres y, más allá de ellos, nada”,
Heidegger se pregunta “Qué pasa con la nada? Si la ciencia está en lo cierto, entonces sólo hay
una certeza: la ciencia no desea conocer nada sobre la nada.”2 Heidegger está convencido de que
la ciencia y la tecnología modernas marcan el cierre, que no es lo mismo que decir el fin, de la
tradición ontoteológica occidental. La tecnología atómica y la cibernética hacen explícita la
destructora voluntad de poder que siempre ha estado implícita en la metafísica. La larga marcha
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de la historia nos ha ido enseñando a olvidar, y esta trayectoria no puede ser invertida, a no ser
que la filosofía piense lo que previamente ha quedado sin pensar. El resto impensado, que es la
condición de posibilidad del pensamiento, así como de la imposibilidad de su conclusión, es la
nada [is nothing].
Pero ¿qué “es”, precisamente, esta nada? La cuestión, claro está, se niega a sí misma en
su misma formulación, de modo que Heidegger nunca la plantea directamente. La nada no puede
ser objetivada, representada o manipulada; nunca se da, aunque siempre da lo que es y lo que no
es. La nada es aprehendida, que no es lo mismo que decir comprendida, en estados como la
distracción, el aburrimiento y, sobre todo, la ansiedad. A diferencia del miedo, que siempre tiene
un objeto específico, la ansiedad no revela nada [reveals nothing] “en el escabullirse de los
seres... „Planeamos‟ en la ansiedad. Dicho de forma más precisa, la ansiedad nos deja
suspendidos porque induce el escabullirse de los seres en su totalidad.”3 Este vacío en medio de
todo lo que resulta estar presente inquieta a todos los eres y socava la propia posibilidad de
conocimiento completo y de control razonable. Allá donde la ciencia ve las causas que fundan
determinadas entidades, Heidegger divisa el fondo sin fondo [groundless ground] ―der
Abgrund― a partir del cual todo emerge y hacia el cual todo vuelve mediante un proceso que
denomina “anonadamiento” [nihilation]. Las entidades que la ciencia investiga y la tecnología
manipula no son ni autosuficientes ni auto-fundadas; al contrario, emergen a partir de otro lugar
que, aun cuando nunca está presente, no está ausente. Anonadar [Nihilating] la nada aclara el
espacio que permite que las diferencias se articulen y las identidades se establezcan, aunque
nunca sean firmes. La verdad, sostiene Heidegger, no supone la correspondencia entre palabra y
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cosa o representación y hecho, sino que es la apertura primordial (Aletheia) entre los distintos
seres, así como dentro de ellos, que es la condición de posibilidad de toda correspondencia.
Como tal, esta verdad no puede ser ni representada ni abarcada, sino que se revela como el
ocultamiento que fue llamado el juego de los dioses y que ahora es puesto en escena en la obra
de arte.
Carnap declara confidencialmente que toda esta especulación es un sinsentido absurdo. El
objetivo del Círculo de Viena era “poner a la filosofía en el camino de la ciencia.” El positivismo
lógico descansa sobre dos principios fundamentales: 1. la estricta adhesión al método científico,
que implica un empirismo riguroso; 2. la insistencia en que todos los problemas pueden
resolverse mediante un análisis lógico y lingüístico. Carnap y sus colegas llegan a proclamar,
“La concepción científica del mundo no conoce ningún enigma irresoluble.” 4 Para que la ciencia
y la filosofía alcancen la noble meta del conocimiento total, deben liberarse de la teología y la
metafísica desmantelando las maneras tradicionales de pensar mediante un análisis crítico del
lenguaje.
Aunque los detalles del análisis difieren, las variaciones de este enfoque filosófico
comparten cinco presuposiciones importantes, de las cuales muchas de las más destacadas
pueden remontarse a la teología nominalista medieval.
1. Las proposiciones lingüísticas con sentido son cognitivas. El sentido sólo puede
determinarse mediante un análisis lógico y “la reducción a los enunciados más simples
sobre lo dado empíricamente.”
2. Los enunciados con sentido son referenciales, es decir, se refieren a entidades, sucesos o
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estados de los asuntos que son reales. Esta verificación requiere de “experiencias
introspectivas o sensoriales” 5
3. Los enunciados con sentido son representacionales. Las palabras y los enunciados representan hechos objetivos al sujeto cognitivo.
4. El análisis científico y filosófico presupone un atomismo lógico-lingüístico y ontológico.
Los enunciados sólo tienen sentido en la medida en que “dicen lo que sería dicho
mediante la afirmación de determinados enunciados elementales y la negación de otros,
es decir, sólo en la medida en que dan una imagen verdadera o falsa de los hechos que, en
última instancia, son 'atómicos'”6.
5. El análisis riguroso reduce la complejidad a la simplicidad. Este método de análisis
privilegia la simplicidad por encima de la complejidad; dicho de forma más precisa, el
análisis crítico siempre reduce las estructuras y los sistemas complejos a sus partes más
simples.
Como hemos visto, el principio de verificación desempeña un papel crítico en el
positivismo lógico, así como en el empirismo radical. Pero cuando se valora críticamente, se
hace evidente que este estilo de verificación empírica conduce a dificultades insuperables. Como
percibieron Ockham y sus seguidores, si la realidad, tanto subjetiva como objetiva, es singular,
entonces no puede mediarse (expresarse, participarse) lingüísticamente ni representarse
conceptualmente. La generalidad del lenguaje no puede captar la especificidad constitutiva de
entidades, eventos, estados de los asuntos y otras cuestiones consideradas reales. Además, si el
principio de verificación descansa sobre las “experiencias introspectivas o sensoriales del
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sujeto”, difícilmente puede ser normativa. A pesar de las protestas en contra, la experiencia es
idiosincrásica o en términos que sacudirían pero no socavarían el positivismo lógico y el
empirismo radical “privada”.
Contrariamente a lo esperado, la “filosofía científica” acaba en el mismo impasse
solipsista que el existencialismo kierkegaardiano y sartriano. Finalmente, Carnap concedió este
problema, pero su intento de solución crea otras dificultades para su postura. En un esfuerzo por
superar el solipsismo, propone criterios intersubjetivos para la verificación. Este cambio de
experiencia privada a intersubjetiva conduce a la reinterpretación del sentido en términos de
sintaxis. Esta revisión lleva a otra conclusión, que es decisiva para su crítica de Heidegger:
“Dado que el sentido de una palabra está determinado por su criterio de aplicación (en otras
palabras: por las relaciones de deducibilidad de las que participa su forma proposicional
elemental, por sus condiciones de verdad, por el método de verificación), la estipulación de los
criterios suprime la libertad de uno para decidir lo que uno desea “significar” con la palabra.” 7
El argumento de Carnap no resuelve los problemas de su postura. Primero, en la medida
en que sigue estando comprometido con el atomismo lógico y ontológico, la experiencia y el
conocimiento intersubjetivos siguen siendo imposibles. Afirma la necesidad de unos criterios
intersubjetivos de verificación, pero no explica cómo son posibles. Segundo, incluso si fuese
posible establecer estos criterios, la intersubjetividad socavaría la misma positividad y
objetividad con la que Carnap está comprometido. Al asociar el sentido con “protocolos” que
determinan los criterios de aplicación, identifica de modo efectivo el sentido con el uso y, por
extensión, con la convención. En la medida en que el sentido es intersubjetivo, se establece
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mediante el consenso y, como tal, está socialmente construido. Lejos de ser objetivo y, por ende,
independiente de todo marco interpretativo particular, los criterios para adjudicar el sentido son
internos a prácticas lingüísticas históricamente contingentes. En otras palabras, no hay metanormas con las que elegir las normas mediante las cuales creemos pensar y actuar. Los
protocolos no se fundamentan a sí mismos, sino que se constituyen mediante decisiones
originales que no pueden ni explicarse ni justificarse a partir de las normas que ellos instituyen.
Como Goethe y Freud insisten, “en el comienzo es la acción.”
Carnap no parecía ser del todo consciente de estos problemas y procedió con lo que
confidencialmente creyó que era un total desmantelamiento de “los escombros metafísicos y
teológicos del milenio.”8 Las proposiciones de la metafísica y la teología, sostiene, son “seudoenunciados” que son “enteramente carentes de sentido.” Como hemos visto, una palabra carece
de sentido si no puede especificarse ningún método de verificación o si palabras con sentido son
puestas de lado de manera incorrecta. Dado que la palabra “Dios” se refiere a algo que está más
allá de la experiencia y, en consecuencia, está “deliberadamente despojada de su referencia a un
ser físico o a un ser espiritual que esté inmanente en lo físico,” es inevitablemente carente de
sentido.”9 La mayoría de los otros términos importantes empleados por los metafísicos y los
teólogos, como es el caso de la Idea, lo absoluto, lo incondicionado, el infinito, la esencia, el yo,
etc., son descalificados de manera similar. En el segundo tipo de seudo-enunciado, las palabras
con sentido se combinan de manera que no resulta ningún sentido. “La sintaxis del lenguaje”,
sostiene Carnap, “especifica qué combinaciones de palabras son admisibles y cuáles
inadmisibles.”10 Aunque las normas de la gramática y la sintaxis no se violan, no se transmite
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ningún sentido.
Para respaldar este argumento, Carnap recurre a lo que describe como la “escuela
metafísica, que actualmente es la que ejerce más influencia en Alemania.” Se centra en unas
pocas frases del ensayo de Heidegger, “¿Qué es metafísica?”. La argumentación de Heidegger no
pasa ninguna de las dos partes del test de Carnap sobre el sentido. Primero, sus proposiciones
obviamente no se refieren a entidades físicas o eventos y, en consecuencia, no pueden verificarse
empíricamente. Según los criterios de Carnap, cada enunciado sobre la nada es inevitablemente
un seudo-enunciado. Pero la argumentación de Carnap tampoco pasa el test sintáctico ―viola las
convenciones lingüísticas empleando “la misma forma gramatical para el sentido y secuencias
sin sentido de palabras.” Carnap concentra su crítica en dos frases: “La nada nadea” y “La nada
sólo existe porque...”. En la primera frase, Heidegger comete dos errores: primero, emplea la
palabra “nada” como un nombre, cuando “es costumbre en el lenguaje ordinario emplearla en
esta forma para construir una frase existencial negativa;” y, segundo, inventa una palabra carente
de sentido: “nadear” (en la traducción anterior, “anonadar”). Heidegger, peor aún que si intentara
extender el sentido mediante un uso metafórico, crea una nueva palabra que no tiene sentido
alguno. La segunda frase, insiste Carnap, es, simplemente, autocontradictoria: decir que la nada
existe ―independientemente de cómo se entienda esto― es un sinsentido.
Si Carnap tiene razón, ¿entonces, porqué tanta gente aparentemente inteligente se aferra a
sus compromisos metafísicos y teológicos? Carnap sugiere que tales afirmaciones “sirven para la
expresión de la actitud general de una persona hacia la vida (Lebenseinstellung, Lebensgefühl).”
Suspendiendo sus criterios de juicio usuales, se permite especular, “Tal vez debamos asumir que
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se originaron a partir de la mitología…. La herencia de la mitología ha sido legada, por una
parte, a la poesía, que produce e intensifica los efectos de la mitología en la vida de una manera
deliberada; por otra parte, pasa a la teología, que desarrolla la mitología en un sistema.”11
Carnap, así como su colega vienés Freud, insiste en que los teólogos y los metafísicos difieren
respecto de los artistas en un aspecto importante: creen en la realidad de sus fantasías y tales
creencias plantean una amenaza no sólo para la filosofía científica, sino también para la propia
modernidad.
Aunque reivindica que la filosofía siempre está al servicio de la ciencia, la agenda de
Carnap y sus colegas es considerablemente más ambigua. Concluyen: “La concepción científica
del mundo” con una resonante declaración que se hace eco de otros manifiestos modernistas del
momento: “Somos testigos de que el espíritu de la concepción científica del mundo penetra cada
vez más en las formas de la vida personal y pública, la educación, la crianza, la arquitectura, y el
moldeamiento de la vida económica y social según principios racionales. La visión científica del
mundo sirve a la vida, y la vida la recibe.”12 Por encima y más allá del afianzador conocimiento
científico, la filosofía realmente prepara el camino para la transformación del mundo. Estas
atrevidas reivindicaciones se hacen eco de las ambiciones de muchos artistas modernos. Durante
las primeras décadas del siglo veinte, Viena fue un caldo de cultivo del modernismo: el arte
(Gustav Klimt, Oskar Kokoschka y los secesionistas), la música (Arnold Schoenberg), el
psicoanálisis (Freud), y la arquitectura (Otto Wagner, Camillo Sitte and Adolf Loss). Aquí, como
en otros sitios de Europa, había dos corrientes del modernismo en conflicto que guardaban un
parecido con los estilos filosóficos opuestos de Carnap y Heidegger. Por un lado, los artistas y,
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especialmente, los arquitectos modernos, se apropiaron de la ciencia y de la tecnología modernas
para desarrollar una estética comprometida con la racionalidad, la claridad, la transparencia, la
utilidad y el funcionalismo y, por otro lado, escritores y artistas, que intentaban comprender las
profundidades de la subjetividad humana en obras que son deliberadamente oscuras, polivalentes
y funcionalmente inútiles. El representante más influyente de la segunda tendencia es Klimt,
cuyas pinturas expresan la erotización freudiana de la personalidad. Mientras Carnap
desarrollaba su filosofía madura, esta corriente del expresionismo estaba dando lugar al
racionalismo. Este cambio puede observarse en la manera en que el arte de Klimt pasa de lienzos
cargados psicológica y sexualmente a una obra posterior más clásica, casi bizantina. El cambio
también es evidente en la transformación de las formas orgánicas y fluidas del art noveau en las
cristalinas y geométricas formas del art deco. Ocurre un cambio paralelo entre la primera
arquitectura de Otto Wagner y la tardía. Esta trayectoria racionalista lleva al estilo supuestamente
sin estilo de Walter Gropius, Mies van der Rohe y sus colegas de la Bauhaus. Alérgicos a la
complejidad y encaprichados de la simplicidad, los filósofos minimalistas se hacen eco de sus
equivalentes arquitectónicos repitiendo silenciosamente el mantra “menos es más”. Si el
positivismo lógico y el empirismo radical comparten una visión del poder transformador de la
cultura, entonces, la diferencia entre la filosofía científica y el arte no debe ser tan grande como
sus seguidores sostienen. La cuestión no es tanto arte frente a no arte, sino dos diferentes
estéticas, que implican unas actitudes opuestas frente a la vida. La filosofía y el arte se reflejan
mutuamente: mientras que la ciencia y la tecnología del arte se hacen funcionales, el programa
supuestamente científico de la filosofía se apropia, implícitamente, de los principios estéticos
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para proponer su agenda práctica. Del mismo modo que la arquitectura formalista sirve a unos
fines utilitarios, la filosofía científica persigue transformar la vida personal y pública. En ambos
casos, el desmantelamiento de la tradición ―ya sea artística, arquitectónica, metafísica o
teológica― es el prerrequisito de la emergencia de la modernidad.
La religión dentro de los límites del mero arte
A lo largo de la historia de la teología y la filosofía occidentales, la religión ha sido
alternativamente asociada a la cognición (pensamiento), la volición (voluntad) y la afección
(sentimiento). Durante el siglo dieciocho, muchos defensores y críticos interpretaron las ideas
religiosas como fundamentalmente cognitivas, es decir, las consideraban como enunciados sobre
la existencia o la no-existencia de Dios, que ellos comprendían teístamente o deístamente, y
sobre la existencia humana y los sucesos del mundo. Para defender las creencias religiosas contra
las críticas basadas en la concepción científica del mundo, teólogos y filósofos se apropiaron de
criterios empíricos de sentido y verificación para refundir los tradicionales argumentos
cosmológicos y teleológicos de la existencia de Dios. Al final del siglo dieciocho, sin embargo,
se había hecho evidente que esta estrategia no era efectiva porque, como demostró Hume, el
propio empirismo empleado para defender la creencia en realidad socavaba su fundamento. Si la
fe tenía que justificarse racionalmente, su defensa tendría que ser práctica, más que teórica. Uno
de los objetivos fundamentales de la filosofía crítica de Kant fue desarrollar un argumento
persuasivo para la religión en los límites de la mera razón, refundiendo la creencia en términos
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de actividad moral más que de conocimiento científico o casi-científico. Pero este análisis de la
relación entre el pensamiento y la voluntad dejó algunos problemas por resolver, que trató en la
Tercera Crítica. Mediante su análisis del juicio estético, Kant extiende el principio de autonomía
de la razón teórica y práctica a la obra de arte entendida tanto como el proceso de producción
como el producto producido. Para muchos de los seguidores de Kant, la Crítica del juicio planteó
la posibilidad de reinterpretar la religión mediante el arte y viceversa.
Aunque Heidegger y Carnap están de acuerdo en que la religión se puede entender en
términos de arte, entienden esta relación de manera muy distinta. Para Carnap, el arte y, en
concreto, la poesía, carece de valor referencial y, en consecuencia, sus enunciados son seudoenunciados que, en el análisis final, carecen de sentido; para Heidegger, la filosofía que ya no
está ligada por las presuposiciones de la ontoteología revela el carácter poético, incluso
científico, de todo pensamiento. La poiesis, lejos de ser un género limitado, es la actividad
creadora mediante la cual el pensamiento y el ser emergen. Heidegger articula la idea crucial
alrededor de la cual gira todo su pensamiento en Kant y el problema de la metafísica, que se
publicó el mismo año en el que impartió la lección “¿Qué es metafísica?”. Para comprender
cómo pasa de la filosofía crítica de Kant a una interpretación de la filosofía en términos de obra
de arte es necesario volverse hacia la Tercera Crítica.
La reformulación de Kant del principio de autonomía mediante la noción de “teleología
interna” lleva a una nueva interpretación de la obra de arte. A diferencia de toda forma de
utilidad e instrumentalidad en la cual los medios y los fines se relacionan externamente, la
teleología interna implica lo que Kant describe como una “finalidad sin fin” en la cual los medios
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y los fines se relacionan recíprocamente de tal manera que cada uno de ellos se convierte en sí
mismo en y mediante el otro, y ninguno de los dos puede ser él mismo sin el otro. Ilustra esta
idea describiendo la interrelación del todo y la parte en la obra de arte. “Las partes de una cosa se
combinan en la unidad de un todo siendo, recíprocamente, causa y efecto de su forma. Porque
esta es la única manera en que es posible que la idea del todo pueda, a la inversa, o
recíprocamente, determinar, a su vez, la forma y la combinación de todas las partes, no como
causa ―pues esto la convertiría en un producto de arte―, sino como la base epistemológica
alrededor de la cual la unidad sistemática de la forma y combinación de toda la multiplicidad
contenida en la materia dada se haga cognoscible para la persona que así lo estima.”13 A
diferencia del arte producido para el mercado, que es utilitario y, como tal, tiene una finalidad
extrínseca, las bellas artes no son producidas para ningún fin externo, sino que son creadas para
su propio fin. La llamada alta cultura, que nunca se refiere a nada más que a sí misma, versa
sobre arte y, en consecuencia, es autorreferencial y autorreflexiva.
Aunque parecen ser completamente autónomas, las estructuras de la autorreferencialidad
y la autorreflexividad son considerablemente más complejas de lo que inicialmente parece. Todas
estas estructuras parecen estar cerradas, pero si se inspeccionan de más cerca, resultan estar
abiertas, dado que presuponen como condición de posibilidad algo, que puede ser nada [which
might be nothing], que no pueden ni incorporar ni asimilar. La interrupción del circuito
autorreferencial de la reflexividad expone unas aporías que provocan pensar sensu strictissimo y
que son las condiciones de creatividad. El pivote alrededor del cual gira este análisis es la
interrelación de la imaginación y la representación en la producción de la autoconsciencia. En la
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autoconsciencia, el sujeto se vuelve hacia sí, convirtiéndose en un objeto para sí mismo. El yocomo-sujeto y el yo-como-objeto se relacionan recíprocamente y, en consecuencia, son
coemergentes y codependientes. Como tal, la estructura de la autorrelación constitutiva de la
subjetividad autoconsciente presupone la actividad de la autorepresentación.
La autoconsciencia [self-awareness], en otras palabras, es imposible sin la representación
del yo a sí mismo. Aunque no se vea a primera vista, precisamente en el punto donde la
autoconsciencia parece ser completa, se aproxima a su límite constitutivo. Cuando la consciencia
se vuelve hacia sí misma, descubre una laguna sin la cual es imposible, pero con la cual es
incompleta. Entonces, la apremiante cuestión es: ¿De dónde procede lo que el sujeto
autoconsciente representa para sí mismo? Si el yo-como-sujeto y el yo-como-objeto son
codependientes, entonces ninguno de los dos puede ser la causa originaria del otro. La actividad
de autorrepresentación, en consecuencia, requiere de una presentación más primordial que debe
originarse en otra parte. Este límite es el borde del caos donde el orden, simultáneamente,
emerge y se disuelve. Para comprender lo que ocurre en este borde, es necesario considerar las
dinámicas de la representación con más detalle.
Aquí es imposible hacer justicia al complejo análisis de Kant. Baste con decir que su
argumentación recurre a la distinción entre Vorstellung (representación) y Darstellung
(presentación o pasar a la presencia). En la lectura heideggeriana de Kant, Darstellung, pasar a la
presencia, es la condición de posibilidad de la Vorstellung, la representación. ¿Pero cómo ocurre
esta presentación? Al comentar la idea de Hegel de que “la ciencia, al manifestarse, es ella
misma una manifestación”, Heidegger sugiere una posible respuesta a esta cuestión: “la
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manifestación es, ella misma, la auténtica presencia: la parusía de lo absoluto. De acuerdo con su
absolutez, lo absoluto está con nosotros por sí mismo. En su voluntad de estar con nosotros, lo
absoluto está siendo presente. En sí mismo, trayéndose en sí a sí mismo de este modo, lo
absoluto es para sí. La voluntad de parusía hace necesaria la presentación del conocimiento
como fenómeno. La presentación se ve obligada a seguir vuelta hacia la voluntad de lo absoluto.
La presentación es, ella misma, un querer [la cursiva es mía], es decir, no sólo un desear y un
esforzarse, sino la acción misma, en la medida en que se repliega en sí misma”14. Esta singular
visión complica el hegelianismo de tal manera que lo abre como si desde dentro. El Absoluto
hegeliano, lejos de ser un sistema cerrado que, como estructura estable, sería la encarnación del
Logos, resulta ser una voluntad infinitamente agitada que se quiere a sí misma en su querer todo
lo que emerge en la naturaleza y la historia, y que desea todo lo que existe en su quererse a sí
misma.
Aunque Kant distingue, de manera clara y coherente, los usos teóricos y prácticos de la
razón, siempre insiste en la “primacía de la razón práctica”. La cognición presupone la volición,
pero la voluntad no necesariamente presupone el pensar. La imbricación de pensamiento y
voluntad yace en el centro de la imaginación. En su análisis del juicio estético, en la Tercera
Crítica, Kant ofrece una definición de la imaginación que resultó decisiva para muchos
escritores, artistas, filósofos y teólogos posteriores: “Si ahora, en el juicio del gusto, la
imaginación debe ser considerada en su libertad, entonces, de entrada, no se la entiende como
reproductiva y sujeta a las leyes de asociación, sino como productiva que ejerce una actividad
propia (origina formas arbitrarias de posibles intuiciones).”15 La imaginación supone dos
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actividades interrelacionadas, que Kant describe como productora y reproductora. En su
modalidad productora, la imaginación configura formas que la imaginación reproductora
combina y recombina para crear unos esquemas que organizan, en patrones comprensibles, los
datos de la experiencia. La argumentación pivota alrededor de la relación entre la Darstellung y
la Vorstellung. La razón teórica y la práctica son imposibles sin representaciones; la actividad de
la re-presentación, a su vez, es imposible sin datos dados anteriormente. La cuestión es,
entonces: ¿Cómo sucede la Darstellung o cómo emergen las representaciones? Según Fichte, la
presentación es un acto que “tiene lugar con absoluta espontaneidad” y, por consiguiente, la
Darstellung se “fundamenta” en la libertad. Esta libertad es anárquica ―no es la libertad de la
subjetividad, sino la libertad respecto de la subjetividad mediante la cual se establecen o se dan
tanto la subjetividad como la objetividad.
Mientras que la autonomía se fundamenta a sí misma, la an-arquía carece de fundamento.
Heidegger describe la an-arquía de la libertad implicada en la actividad presentacional de la
imaginación como un abismo. En Kant y el problema de la metafísica, explica: “En el
radicalismo de sus preguntas, Kant llevó la „posibilidad‟ de la metafísica hasta el abismo. Vio lo
desconocido. Tuvo que retroceder. No era sólo que el poder trascendental de la imaginación lo
asustara, sino más bien que entre [las dos ediciones de la Primera Crítica] la razón pura como
razón lo arrastró cada vez más con su hechizo.”16 Este abismo o Abgrund, del que surge toda
determinación, es el fondo sin fondo que no se puede distinguir de la nada.
Este
fundamento insondable es la no-cosa de la que todo depende y en la que se funda todo
fundamento. Hegel explica la relación entre la nada y la libertad: “En su más elevada forma de
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explicación, la nada sería libertad. Pero esta forma más elevada es negatividad en la medida en
que interiormente se profundiza hasta su máxima intensidad; y de esta manera es, ella misma,
afirmación; de hecho, afirmación absoluta.”17 La negatividad es afirmativa en la medida en que
es la condición de la emergencia creadora de todo lo que existe. Del mismo modo que Dios crea
libremente ex nihilo, la imaginación productora crea libremente a partir de la nada. Esta “es” la
nada que nadea dando el don de su propio ser. La nada, que es la condición de posibilidad de
todo lo existente, nunca está presente y, por consiguiente, no puede ser representada; ni tampoco
está, evidentemente, ausente. Lejos de invertir el pensamiento, la nada mantiene al pensamiento
en juego.
Llegados a ese punto, se hacen evidentes las diferencias entre las filosofías que toman a
las ciencias naturales como modelo y aquellas guiadas por el arte. A diferencia de la filosofía
científica, que presupone que los enunciados con sentido son referenciales y, por ende,
representacionales, Heidegger sostiene que la tarea de la filosofía es pensar lo que elude la
referencia y se resiste a la representación. Si se entiende de esta manera, la filosofía no abandona
al pensamiento; al contrario, cuando el análisis filosófico es empujado hasta su límite, uno
encuentra contradicciones que son las condiciones de posibilidad del propio pensar. Lo que la
filosofía científica ve como la fuente de error constituye, para Heidegger, el origen de la verdad.
Heidegger sostiene que la filosofía científica, al situarse contra la teología y el arte, en realidad
extiende la voluntad de poder característica de la metafísica occidental. Para invertir la voluntad
que construiría el mundo a su propia imagen, es necesario volver al origen de la obra de arte
preguntándose: ¿Qué es la obra de arte?
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El arte, entendido como poiesis, es la actividad de configurar la forma en y a través de la
cual se articulan determinados objetos, así como las palabras y los conceptos con los que se
aprehenden. La correspondencia entre palabra y cosa, que tradicionalmente ha sido identificada
con la verdad, requiere de la diferenciación, que, en efecto, presenta todo lo que está presente.
Heidegger denomina esta manifestación “desocultamiento”―Aletheia, que, según él, es la
verdad. La verdad, interpretada de esta manera, es un evento que no puede ni experimentarse ni
pensarse. En lugar de la fiel representación de un objeto a un sujeto, la verdad es la apertura entre
el sujeto y el objeto que hace que tanto la representación como la correspondencia sean posibles.
Esta interpretación de la verdad supone una concepción del lenguaje que es completamente
diferente de la de los positivistas lógicos y los analistas lingüísticos. Para Heidegger, el lenguaje
no representa entidades antecedentes, sino que forma entidades que pueden representarse. Esta
actividad formadora o configuradora es la poiesis que define la obra de arte. En consecuencia, el
lenguaje es esencialmente poético y la poiesis es el desocultamiento que es el evento de la
verdad. Como sugiere nuestra consideración de la interrelación entre la Vorstellung y la
Darstellung, este desocultamiento es inseparable del ocultamiento; no hay ningún mostrar que no
sea, al mismo tiempo, un ocultar. La obra de arte representa la imposibilidad de la
representación, que es el origen del ser y el pensar. Nunca reducible ni a la sintaxis ni a la
semántica, la obra de arte presenta lo que nunca puede ser representado. Otro nombre o, para ser
más exactos, pseudónimo para esta Nada es Dios. Para los creyentes que, consciente o
inconscientemente, siguen comprometidos con la tradición ontoteológica occidental, este Dios no
es, para nada, Dios.
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Una vía intermedia
Al interpretar la religión filosóficamente, ¿estamos forzados a elegir entre una postura
que sigue el modelo de la ciencia hasta excluir al arte y una que, cortada con el mismo patrón
que el arte, excluye a la ciencia? ¿Puede haber una tercera alternativa que reúna, sin sintetizar,
ideas procedentes tanto de la ciencia como del arte? ¿Y podría, esta vía intermedia, proporcionar
una concepción más adecuada de la religión que las caricaturas presentadas actualmente por sus
defensores, así como por sus críticos? Aunque mis observaciones en este contexto deben ser
necesariamente breves, intentaré sugerir un enfoque que se encuentra entre el binomio
tradicional de la filosofía analítica y la continental.18
Como resultado de la continua influencia del modelo newtoniano de ciencia a lo largo del
siglo veinte, los filósofos analíticos sistemáticamente han tomado la física como paradigma de la
ciencia, aunque a menudo lo han hecho de forma implícita. Durante la década inaugural del siglo
veintiuno, la neurociencia y la biología están desplazando a la física como la “reina” de las
ciencias. Aunque las apropiaciones filosóficas de la neurociencia tienden a extender el
reduccionismo característico de la filosofía científica anterior, las teorías que actualmente están
siendo desarrolladas por los biólogos apuntan hacia nuevas avenidas para la investigación
filosófica. La biología ahora se halla en el borde de una revolución cuyo impacto seguramente
será mayor que la revolución de la física durante la primera mitad del siglo pasado. Estos
cambios no son simplemente el resultado del descubrimiento del ADN, la descodificación del
genoma y el creciente reconocimiento del papel crítico que desempeñan las proteínas y el ARN
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en la creación y la preservación de la vida; lo que está ocurriendo es un cambio fundamental en
nuestra concepción de la propia vida. Los organismos vivos, lo empezamos a comprender, son
sistemas de procesamiento de información, que están conectados en emergentes redes
adaptativas complejas. Mientras que los sistemas basados en un modelo newtoniano son
cerrados, reversibles, operan cerca del equilibrio y pueden reducirse a sus componentes, las redes
adaptativas complejas son abiertas, irreversibles, operan lejos del equilibrio y son irreductibles a
sus partes constitutivas. Existe una relación inesperada entre esta nueva visión de la vida y
algunos de los desarrollos filosóficos de finales del siglo dieciocho y principios del diecinueve
que hemos tratado.19
Una vez más, esta conexión puede rastrearse en la interpretación de Kant de la teleología
interna. En la Tercera Crítica, ofrece dos ejemplos de este principio estructural: la obra de arte
bella y el organismo vivo.20 En ambos casos, se pasa de relaciones externas a relaciones internas.
En el reino natural, Kant se aleja del universo mecanicista de los deístas del siglo dieciocho y
sostiene que las partes de un organismo vivo no se relacionan externamente, sino que son
codependientes. Tanto en el organismo como en la obra de arte, las diferentes partes, así como
las partes y el todo, se relacionan recíprocamente: “Un ser organizado [organisiertes Wesen] no
es, pues, una simple máquina. Porque una máquina sólo tiene fuerza motriz [bewegende Kraft],
mientras que un ser organizado posee una fuerza formativa inherente [in sich bildende Kraft], y
esta, además, puede transmitirse al material que carece de él, al material que él organiza. Así
pues, esta fuerza formativa se reproduce a sí misma [sich fortpflanzende bildende Kraft] y no
puede explicarse sólo mediante la capacidad de movimiento, es decir, mediante el mecanismo.”
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La fuerza formativa (bildende) que se reproduce a sí misma es la encarnación natural de
la fuerza formativa o figurativa de la imaginación (Ein-bildungs-kraft). La distinción entre las
máquinas, que son movidas externamente, y los organismos, que se mueven a sí mismos, resultó
decisiva no sólo para la filosofía y el arte posteriores, sino también para las ciencias naturales.
Kant ya identificó el principio de autoorganización que los biólogos y químicos contemporáneos
han mostrado como constitutivo de los organismos vivos. Aunque tanto las obras de arte como
los organismos encarnan el principio de teleología interna, sólo los organismos vivos se autoorganizan. La argumentación de Kant señala cinco puntos estrechamente relacionados. Primero,
en los organismos vivos, el orden, más que ser impuesto desde fuera, emerge desde dentro.
Segundo, la relación entre las partes y el todo es totalmente interactiva ―el todo emerge de la
interacción de las partes y, a la vez, vuelve de nuevo sobre ellas para constituir sus identidades
diferenciales. Tercero, el todo es una estructura relacional integradora. En otras palabras, es la
interrelación de las partes. Cuarto, aunque el todo proporciona una cierta estabilidad, no es una
forma fija, sino un patrón dinámico que cambia en respuesta a sus interacciones con otros
patrones y estructuras. Y, finalmente, esta estructura relacional proporciona los parámetros de
restricción dentro de los cuales siguen desarrollándose las partes. Como el todo se reconfigura a
medida que las partes cambian, el todo y las partes son codependientes y coevolucionan.
Las múltiples implicaciones de esta reflexión seminal de Kant se están empezando a
reconocer ahora. El biólogo Stuart Kauffman fue el primero en reconocer la relevancia de la obra
de Kant para los debates de la biología contemporánea: “Immanuel Kant, escribiendo hace más
de dos siglos, veía los organismos como conjuntos o todos. El todo existía por medio de las
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partes; las partes existían debido al todo y, a la vez, para sostener al todo.”21 En su provocador
libro Las manchas del leopardo: la evolución de la complejidad, Brian Goodwin, profesor de
biología de la Universidad Abierta de Inglaterra, subraya la idea de Kauffman, cuando escribe
que un organismo “es una unidad funcional y estructural cuyas partes existen para y por medio de
otras en la expresión de una naturaleza particular. Esto significa que las partes de un organismo
―hojas, raíces, flores, ramas, ojos, corazón, cerebro― no se hacen independientemente y luego
se juntan, como en el caso de una máquina, sino que surgen como resultado de interacciones
dentro del organismo en desarrollo”. Goodwin, como Kauffman, hace remontar las nociones
estrechamente relacionadas de autoorganización y autopoiesis a Kant: “Kant no sabía nada sobre
estos procesos dinámicos, pero describió correctamente la aparición de partes en un organismo
como el resultado de interacciones internas, y no como el conjunto de partes preexistentes, como
en un mecanismo o una máquina. Los organismos no son máquinas moleculares. Son unidades
funcionales y estructurales fruto de una dinámica autoorganizativa y autogeneradora”.22
La biología teórica contemporánea, en efecto, traduce la estructura autotélica de la obra
de arte en la estructura autopoiética de los organismos vivos. Cuando se entiende ampliamente,
la obra de arte es poiesis ―la actividad de la emergencia creadora a través de la cual se
configuran y reconfiguran patrones, formas y esquemas. Estas figuras organizativas y los
procesos figurativos a través de los cuales emergen no son simplemente subjetivos; al contrario,
la propia vida es la encarnación objetiva del arte. Del mismo modo que el arte se crea a sí mismo
creando obras individuales, la vida se produce a sí misma creando seres vivos particulares.
El isomorfismo entre el arte y la vida refunde la interpretación de la relación entre el arte
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y la ciencia que ha caracterizado el debate filosófico durante casi un siglo. Como producto y
proceso, la obra de arte incluye dos momentos distintos, pero inseparables: configuración y
desfiguración. El arte emerge mediante un proceso de configuración en el que se articulan los
patrones y se moldean las formas. La desfiguración, a su vez, se crea mediante la disrupción, el
desplazamiento y la deslocalización de patrones y formas que parecen estables.
La desfiguración, que siempre elude las figuras que, sin embargo, permite, es la
formación de la forma, que constituye la irrepresentable condición de posibilidad de toda
representación. Como tal, la desfiguración representa el momento del arte que Heidegger
identifica en su concepción de aletheia. Los patrones emergentes no derivan en entidades
aisladas o atómicas, sino que se interrelacionan mediante redes complejas que coevolucionan.
Aunque Heidegger enfatiza la importancia de la emergencia, tiende a pasar por alto el no menos
importante momento de estabilización que la vida requiere y que los patrones configurados
proporcionan.
Este modelo de redes adaptativas complejas también pone en cuestión cuatro de las
tendencias reduccionistas del positivismo lógico, el análisis lingüístico y todas las posiciones
filosóficas que derivan de ellos. Como hemos visto, en las redes adaptativas complejas, las partes
y los todos son coemergentes y codependientes. Mediante la interacción de las partes o, para ser
más precisos, miembros, emerge un todo que no puede reducirse a sus elementos constitutivos.
Las estructuras emergentes tienen propiedades y siguen normas que no se encuentran en niveles
de menor organización. Los principios interrelacionados de coemergencia y codependencia no
son sólo intra-organísmicos, sino también inter-organísmicos; de hecho, la estructura relacional
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del ser se extiende más allá del dominio biológico hasta las esferas de la sociedad y la cultura.
Las redes sociales y culturales son estructuralmente y funcionalmente isomórficas a los sistemas
biológicos. Este isomorfismo hace posible que las condiciones de vida naturales, sociales,
culturales y tecnológicas interactúen.
Cuando se toma en conjunto, esta red relacional es infinita. El proceso mediante el cual el
infinito se realiza a sí mismo tiene dos ritmos codependientes: hacer finito lo infinito e infinito lo
finito [finitizing the infinite and infinitizing the finite]. Como tal, lo Infinito no está ni encima ni
debajo de lo finito, ni detrás ni más allá de él, sino que es el medio divino en el que todo es
relativo porque todo está relacionado. La infinitización de lo finito disrumpe, disloca y desfigura
toda estructura estabilizadora, manteniendo (el) todo en funcionamiento. Más que formas fijas,
los esquemas emergentes que, de modo efectivo, ordenan la experiencia y moldean el mundo,
son redes dinámicas complejas que son bolsas de estabilidad que cambian sutilmente en medio
de flujos y corrientes cuyo fin no es nada más que ellos mismos. Como la emergencia es
aleatoria, el cambio es episódico y la evolución es discontinua. Las lagunas temporales, así como
las espaciales, señalan el límite del abismo que es el fondo sin fondo de todo lo que es y no es.
Esta interpretación de la interrelación de la ciencia, el arte y la filosofía señala hacia una
tercera alternativa entre una posición que se apropia de la ciencia, pero excluye al arte, y una
posición que privilegia el arte a expensas de la religión. Esta vía intermedia, ni teísta ni atea,
conduce a una a-teología que crea la apertura para una religión sin Dios y una ética sin absolutos,
que supera muchos de los problemas inherentes a las teorías de la religión y los modelos de Dios
mal planteados que se hallan en el corazón de muchos de las controversias actuales más
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apremiantes que rodean la religión.
Notas
Paul Tillich, “The Two Types of Philosophy of Religion,” Theology and Culture, ed. Robert
1
Kimball (New York: Oxford University Press, 1959), p. 10. Aunque Tillich asocia el tipo
ontológico a Agustín y el tipo cosmológico con Tomás de Aquino, estas categorías son
aproximadamente paralelas a la distinción de Whitehead entre, respectivamente, Platón y
Aristóteles. A lo largo de esta sección, se dan referencias de este ensayo en el texto.
2
Heidegger, “What is Metaphysics?”, 97-98.
3
Ibid., 103.
4
Carnap et al., “The Scientific Conception of the World: The Vienna Circle,” The Emergence of
Logical Empiricism From 1900 to the Vienna Circle, ed. Sahotra Sarkar (New York: Garland
Publishing, 1996), 306-7.
5
A. J. Ayre, Introduction, Logical Positivism, ed. A. J. Ayre (Glencoe, IL: The Free Press, 1959),
13, 17.
6
Ibid., 11.
7
Carnap, “The Elimination of Metaphysics,” 62-63.
8
Carnap, “The Scientific Conception of the World,” 317.
9
Carnap, “The Elimination of Metaphysics,” 66.
10
Ibid., 67.
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11
Ibid., 79.
12
Carnap, “The Scientific Conception of the World,” 317-18.
13
Immanuel Kant, Critique of Judgment, trans. James Meredith (New York: Oxford University
Press, 1973), part 2, 21.
14
Martin Heidegger, Hegel’s Concept of Experience, trans. Kenley Dove (New York: Harper and
Row, 1970), 48-49.
15
Kant, Critique of Judgment, 86.
16
Martin Heidegger, Kant and the Problem of Metaphysics, trans. Richard Taft (Bloomington:
Indiana University Press, 1997), 118.
17
G. W. F. Hegel, The Logic of Hegel, trans. William Wallace (New York: Oxford University
Press, 1968, 162.
18
Para una exploración más completa de estas cuestiones, ver: Mark C. Taylor, The Moment of
Complexity: Emerging Network Culture (Chicago: University of Chicago Press, 2001);
Confidence Games: Money and Markets in a World Without Redemption (Chicago: University
of Chicago Press, 2004); y After God (Chicago: University of Chicago Press, 2007.
Traducción castellana: Después de Dios, Siruela: Madrid, 2011).
19
En este contexto, también sería fértil reconsiderar “Proceso y realidad” de Whitehead. Es uno
de los pocos filósofos que aprecia la importancia de las ciencias naturales. A pesar de que los
biólogos teóricos contemporáneos desconocen, en gran medida, su obra, comparten muchas
ideas, que deberían explorarse en detalle.
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Hay un antecedente teológico de la estructura de autorreferencialidad de Kant en la concepción
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de Agustín de la trinidad y su correlato en la autoconsciencia. Hegel reúne la idea teológica de
Augustín y la interpretación de Kant del arte para desarrollar su concepción de la vida y, por
extensión, del espíritu. Para un examen detallado de este punto, ver: Después de Dios,
capítulo tres.
21
Stuart Kauffman, At Home in the Universe: The Search for the Laws of Self-Organization and
Complexity (New York: Oxford University Press, 1995), 69.
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