Epílogo Abuso de la confianza académica y la antigua amistad que me dispensan María Antonieta Rebeil y Alberto Montoya Martín del Campo. Ellos tuvieron la amabilidad de pedirme un prólogo para su libro. Les he respondido con este epílogo. Me ha parecido que, más que con una presentación ritual pero quizá hueca, puedo contribuir con algunos puntos de vista a los cinco textos que componen esta obra. Ante un libro que apela a la interlocución y la deliberación, creo que lo más pertinente es ofrecer comentarios que puedan conocer los lectores que hayan cursado la provechosa travesía que significa leerlo. Este epílogo es un intento para dialogar, con los autores y los lectores de Desafíos Éticos de la Comunicación en México y desde luego con cada uno de los textos. Me apresuro a decir, más allá de formalismos y cortesías, que este libro me parece útil, actual y sugerente. Me ha puesto a pensar tanto en los retos que significa la ética, como en otras asignaturas que llevamos demasiados años propugnando para los medios de comunicación. Ojalá que este libro sea leído y discutido en las escuelas de comunicación, así como entre los profesionales que están a cargo de los medios. Varias de las reflexiones que aparecen en sus páginas se concentran en la circunstancia mexicana, pero puede ser conocido con provecho en otros contextos nacionales. Rebeil Corella y Montoya Martín del Campo, junto con Jorge Alberto Hidalgo Toledo y Marco Antonio Millán Campuzano, están a cargo del artículo inicial. Aquí se encuentra el texto que justifica el título, así como la inclusión del resto de los artículos del libro, que lo apuntalan y ensanchan. El 1 escrupuloso aunque breve recorrido sobre la ética en la historia del pensamiento que hacen en las primeras páginas, les permite sustentar una convicción básica: la “autoconciencia”, consideran, debe mover a las personas a tener comportamientos responsables. Eso significa que, en los medios pero además delante de ellos, las personas tendrían que procurar el ejercicio de las libertades, la deliberación razonada, el entretenimiento creativo y otras de las tareas que los autores enumeran cuando se ocupan de la que denominan defensa ético-­‐ciudadana de los medios. Tales aspiraciones constituyen un pertinente inventario de requerimientos a los medios y sus operadores. Pero ¿qué sucede si, como podemos constatar cotidianamente, los medios de comunicación no solo se desentienden de esas y otras obligaciones sino que además se comportan de manera contrapuesta a ellas? Allí radica, me parece, la insuficiencia no solo en el planteamiento de estos autores sino, de manera más amplia, en el comportamiento habitual de los medios de comunicación. Rebeil, Montoya, Hidalgo y Millán construyen una exhaustiva descripción acerca del desarrollo de la comunicación, identifican sus líneas rectoras, elaboran complejos diagramas acerca de las formas que asume la comunicación de acuerdo con la evolución de la cultura, las relacionan con la memoria de las sociedades y la mudanza de los significados: ofrecen, en fin, un entramado múltiple sobre de las imbricaciones de la comunicación. Pero cuando se ocupan de las responsabilidades de los medios, lo hacen como si se tratara de instituciones, y estuvieran manejados por personas, necesariamente comprometidas con el interés común. Esa apreciación está relacionada con la idea de que las audiencias de tales 2 empresas de comunicación, al interactuar con los medios, tienen la “responsabilidad mediática de las personas participantes”. Cualquier esfuerzo para procurar y apuntalar la educación mediática de la sociedad es plausible. En la medida en que estén prevenidos de las lógicas que utilizan los medios para crear y difundir mensajes, sus públicos serán menos vulnerables ante esos contenidos de las empresas de comunicación. Pero cuando se exige responsabilidad a los actores de cualquier proceso social, es conveniente hacerlo de acuerdo con las capacidades de cada individuo o institución. Por ejemplo, la responsabilidad pública de un gobernante es mayor que la de un ciudadano común; el gobernante tiene facultades jurídicas y capacidad para ejercer formas de poder de las cuales carece el ciudadano. Los padres, en otro ejemplo, tienen más responsabilidad que los hijos mientras éstos son menores de edad –e incluso, son responsables de muchas de las cosas que hagan esos menores de edad–. Así también, los medios de comunicación disfrutan de recursos para la propagación de mensajes que no suelen estar al alcance de sus audiencias; la relación que suelen tener con ellas es vertical y unilateral; la capacidad que alcanzan para que unos cuantos (propietarios, directivos, productores) difundan mensajes a muchos más, les confiere un poder que esos destinatarios de sus mensajes no tienen. Al mismo tiempo los medios que transmiten en segmentos del espectro radioeléctrico, como la radio y la televisión abiertas, tienen responsabilidades adicionales porque usufructúan espacios que son patrimonio de la nación y a los cuales, puesto que están sujetos a adjudicaciones por parte del Estado, no tienen acceso todo los que quisieran comunicar por esas vías. 3 Tales rasgos, propician que los medios y sus operadores tengan una responsabilidad mayor que los ciudadanos sin acceso a tales recursos de difusión. Esa es la condición que se soslaya cuando se dice, o se sugiere, que todos los actores del proceso de la comunicación tienen responsabilidades similares. No es otra cosa hablar de autoconciencia sin precisar que las responsabilidades a las que puede conducir ese reconocimiento de la ubicación que se tiene delante de otros, son de diversa índole cuando se trata de la desigual relación entre los medios y sus públicos. El imperativo kantiano, que los autores recuerdan al comienzo de su ensayo, es útil como orientación acerca de cómo debería ser una sociedad conducida por principios y afanes racionales y por el reconocimiento del otro –de los otros–. Interlocución, tolerancia, respeto, convivencia, son coordenadas esenciales de los procesos auténticamente civilizatorios. El propósito es, como indican los autores, “tratar a los otros como personas” y allí se encuentra “la esencia de lo ético”. De acuerdo. Así deberían ser las cosas. Pero como no son necesariamente así, y como suele haber más quebrantamiento que observancia a ese imperativo ético, resulta preciso que la sociedad cuente con reglas, acuerdos e instituciones tanto para propiciar esas conductas civilizadas como, sobre todo, para impedir su quebrantamiento o sancionar su incumplimiento. En ese proceso la ética resulta esencial. Pero no alcanza para propiciar el anhelado pero tan distante propósito de tratar a todos los otros como personas. Con demasiada frecuencia, nuestras sociedades están más cerca de las caracterizaciones de Hobbes que de las aspiraciones de Kant. Por eso hace falta el Estado que articula instituciones, administra las leyes y ejerce la 4 fuerza. El Estado es necesario porque ninguna colectividad extensa se mantiene sin reglas, atenida solo, o fundamentalmente, a la buena voluntad de sus integrantes. Ningún Estado se sostiene –aunque resulten fundamentales– únicamente en principios éticos. De allí el papel de las leyes. Los medios de comunicación de masas son tan importantes que tienen que ser regulados para que no funcionen únicamente al garete de la voluntad (buena o mala, magnánima o interesada, como sea) de sus propietarios y operadores. E incluso la ética, en el caso de actividades públicas como las que desempeñan los medios de comunicación, requiere de precisiones que suelen estar contenidas en códigos deontológicos. Los autores del texto que comentamos proponen un ambicioso esquema institucional, a medio camino entre las instituciones del Estado –que en una democracia tienen que ser establecidas por mandato de ley– y las organizaciones más propias de la sociedad, que dependen de la decisión –es decir, del afán ético y el compromiso público, o la carencia de ellos– de los individuos que las constituyen. El “Instituto Nacional Corregulador” que sugieren los autores buscaría, entre otras cosas “promover, mediante la exhortación a los responsables de las instituciones de la sociedad del conocimiento, a la conducción de sus actividades en forma tal que incorporen los criterios sugeridos por el Instituto”. Supongamos que ese Instituto se encuentra integrado por individuos de la más reconocida virtud, de intachable reputación y que se han ganado el respeto de la sociedad. Supongamos que tienen aptitud y virtud suficientes para formular las mejores recomendaciones a los actores de los procesos de comunicación de masas. Pretendamos, incluso, que esas 5 exhortaciones conquistan el respaldo de la sociedad. Y presumamos, sin esforzarnos demasiado, que los dueños o los administradores de un medio de comunicación deciden que no les harán caso. Allí terminaría la capacidad del ameritado Instituto para influir a fin de que los medios de comunicación sean socialmente responsables. Sin mecanismos de persuasión fincados en el Derecho y no únicamente en formulaciones morales no habrá instituciones, por muy preclaras que sean, capaces de conseguir que los medios –hoy en día poderosos, y junto con ello con frecuencia alevosos respecto de sus audiencias– tengan un desempeño íntegro. Además, los autores proponen la creación de un Instituto Internacional, una Asociación de Audiencias, un Canal Ciudadano de Televisión y un ”Instituto Nacional de Responsabilidad Social Mediática” para “sensibilizar” a los anunciantes. Habría, también, un “Consejo de Autorregulación” y un “Colegio Nacional de Profesionales” de la comunicación política. No queda claro, en todos los casos, si esos organismos serían parte del Estado o si se trataría de agrupaciones no gubernamentales. La aportación de Eduardo de la Paz Castañeda, al recuperar la discusión desde varias perspectivas acerca de la ética en los medios, subraya la necesidad de la crítica ante los medios. Recuperando a Sartori y Cassirer sin someterse a sus esquemas analíticos, comparte las preocupaciones de esos y otros autores acerca del empobrecimiento de las habilidades analíticas de los individuos expuestos de manera intensa a los medios audiovisuales. Una de las opciones que De la Paz Castañeda encuentra para moderar los efectos desfavorables de los medios, consiste en la capacitación de quienes estarán a 6 cargo de ellos: “El profesional de los Medios tiene que estar lo suficientemente preparado para poder ser un vehículo adecuado… en la transmisión de información y no un medio de manipulación, engaño, desinformación o ideologización”. Sin duda la preparación de los profesionales en esta área resulta necesaria. Por eso es prioritaria, aunque a menudo sea tan descuidada, la calidad en la instrucción que ofrecen, para dicho campo, las facultades universitarias. Pero aunque esa preparación sea muy escrupulosa, los medios manipularán, engañarán y desinformarán si no cuentan con exigencias públicas, restricciones legales y contrapesos comunicacionales que los disuadan o, al menos, acoten el alcance de esos comportamientos. La acción del Estado y las posibilidades del marco legal son indispensables, pero siempre resultarán limitadas si no se apoyan en los requerimientos que la sociedad presente ante los medios. Por eso la inquietud de De la Paz Castañeda por la educación de los comunicadores resulta pertinente, de la misma manera que las propuestas contenidas en el ya comentado primer artículo de este libro apuntan en la solución de una de las carencias que padecemos en la apreciación social de los medios de comunicación. La educación para la recepción, la organización de los públicos de los medios y la observación profesional de su desempeño, resultan de la mayor importancia para crear y mantener un contexto de exigencia frente a los propios medios. Y un tercer elemento (al lado del orden jurídico e institucional y la conformación de una sociedad crítica) es la existencia de diversas opciones en el campo de los medios de comunicación, a diferencia 7 de la concentración de recursos comunicacionales que durante décadas ha existido en México. De la Paz es cuidadoso cuando, después de admitir que “los MC se han convertido hoy en el medio por el cual se establece y amplían los horizontes de interpretación y percepción del mundo”, define una posición: “No es mi intención colaborar con este capítulo en la construcción de una hoguera para los MC, sin embargo una interpretación ética de cualquier fenómeno implica una crítica profunda y fuerte de las acciones y las consecuencias que éstas tienen en la vida individual y/o social”. Podríamos decir, sin el comedimiento de ese autor, que cualquier evaluación ética acerca del desempeño de los medios de comunicación en países como el nuestro desemboca, inevitablemente, en el señalamiento de arbitrariedades contra sus audiencias y en el reconocimiento de un abuso de poder de tales magnitudes que no se puede resolver únicamente con admoniciones y recomendaciones. Y si hay medios que ameritan la hoguera crítica, no es por afán incendiario del análisis académico o ciudadano sino por la extensa devastación cultural e ideológica –también moral y ética– que las corporaciones mediáticas y sus operadores han perpetrado, por lo general, en este país. El texto que Javier Esteinou Madrid escribe para este libro se refiere a la manera como la sociedad procesa los contenidos mediáticos. Ese prolífico autor considera que el “crecimiento mental” de la sociedad precede a su “desarrollo material”. Tiene razón, aunque si la aplicamos para el caso mexicano esa premisa resulta desalentadora y paralizante. ¿Qué “crecimiento mental”, como le llama Esteinou, podemos tener en una sociedad en donde el 70% de las personas depende, para su entretenimiento 8 e información televisivos, de los contenidos que ofrecen Televisa y Televisión Azteca? ¿Qué concepciones de la realidad, qué ideas del mundo pueden desarrollar quienes están atenidos a los intencionados filtros y a la paupérrima calidad que suelen definir la programación de esas cadenas de televisión? Esteinou explica que para que exista progreso, tiene que haber un conocimiento forjado en la información veraz y amplia. También identifica diferencias entre la antigua sociedad mexicana lectora y oral, y la sociedad contemporánea fuertemente vinculada a la información audiovisual. Por fortuna, la conciencia y la instrucción de nuestra sociedad no dependen fatal ni exclusivamente de los medios de comunicación con más presencia pública. A pesar de la televisión, las concepciones que tienen los mexicanos acerca de sus realidades y del mundo no están del todo supeditadas al imaginario propalado por las televisoras. Los medios de comunicación, por muy influyentes que sean, no determinan mecánicamente la conducta de sus audiencias. Televidentes y radioescuchas atienden, además, a otras fuentes de mensajes y definen sus actitudes en variados espacios de socialización (familia, escuela, diversos espacios públicos y privados) en donde procesan los mensajes que han conocido en los medios de comunicación. Las nuevas tecnologías digitales contribuyen a crear entornos en donde los públicos de los medios no solamente comienzan a encontrar nuevas opciones para el consumo de mensajes sino además, en ocasiones, espacios para la deliberación acerca de los medios mismos. María de la Luz Casas Pérez sostiene que a los receptores es preciso considerarlos antes que nada como ciudadanos e incursiona en uno de los terrenos indispensables no solo para 9 entender sino, acaso, para modificar la relación que habitualmente han tenido con los medios tradicionales. Esa autora explica que “hoy los medios ya no operan como medios de comunicación masiva, sino como complejos sistemas de articulación comunicativa”. El papel de los actuales sistemas de redes interconectadas diversifica las opciones y en ocasiones permite la interacción entre emisores y receptores. “Los medios masivos ya no son masivos, ni los dispositivos tecnológicos que los albergan suponen exclusivamente la transmisión electrónica de contenidos estandarizados; por el contrario, ahora la comunicación es cada vez más individualizada y el receptor participa activamente en la construcción de sus propios mensajes”, dice Casas Pérez e indudablemente describe cambios que están modificando la realidad de la comunicación y el pensamiento en torno a ella. Pero la convergencia tecnológica y las bondades de la sociedad de la información no están al alcance, de la misma manera, para todas las personas. Junto a esos nuevos usos de los medios y junto a la diversificación de contenidos que se ha instalado en un segmento de nuestra sociedad la mayor parte de los mexicanos, como indicamos antes, consume fundamentalmente los contenidos de la televisión abierta. Al comenzar el siglo XXI, en 2001, 12 de cada 100 hogares mexicanos tenían televisión de paga y solamente 5 disponían de conexiones a Internet. Una década más tarde, alrededor de 34% de las viviendas disfruta de televisión por cable o satelital y aproximadamente el 25% cuenta con acceso a la Red de redes. Hay avances en la cobertura de medios y telecomunicaciones, pero aun faltan segmentos muy vastos de la población por incorporarse a la utilización de esas tecnologías. Con todo, el acceso a fuentes de información y entretenimiento 10 distintas a los medios convencionales ha contribuido para ampliar el horizonte cultural –y así, el talante crítico– de algunos sectores en la sociedad mexicana. Hay, incluso, expresiones de reclamo y propuesta que se articulan a través de las redes digitales. Casas Pérez examina someramente las posibilidades de los movimientos sociales articulados en torno a la Red, aunque también advierte las limitaciones que puede haber en el comportamiento pasivo de quienes, frente a la pantalla de la computadora, no hacen más que recibir contenidos sin replicar a ellos. Viejos y nuevos medios: entre los primeros, a menudo ubicamos modalidades de comunicación que pese a todo no dejan de transformarse; entre los otros, solemos adscribir medios que quizá no son tan novedosos. El trabajo del prestigiado John Durham Peters es un llamado a reflexionar acerca de los rasgos inherentes a cada medio, como el único camino para establecer no solamente su permanencia o novedad, sino antes que nada los usos que les asigna la sociedad. Con una apreciación heterodoxa de la historia de los medios –tema al cual dedicó a fines del siglo pasado un libro fundamental– ese autor recuerda que todos ellos han comunicado mensajes, especialmente desde la invención de la escritura. La constatación de que en realidad no hay demasiado nuevo bajo el sol, si se atiende a la difusión de mensajes más que a las plataformas tecnológicas, conduce a Peters a prevenirnos contra las etiquetaciones propiciadas más por la moda (o por el afán de crear modas) que por el examen panorámico del desarrollo de los medios. 11 Inteligente y provocadora, la discusión de Peters acerca de la novedad (o no) de los medios digitales, lo conduce a revisar aportaciones del canadiense Harold Innis (que tuvo gran influencia en el pensamiento de McLuhan) así como del alemán Bernhard Siegert, sobre la evolución de los medios. Ese trayecto analítico desemboca en la circunstancia mexicana y abreva en contribuciones como las de nuestro Octavio Paz para encontrar que el desarrollo de los medios confiere una identidad utópica en muchos de los países occidentales. En ese tramo de su reflexión, el entusiasmo de Peters lo lleva a sostener una concepción bastante flexible de medios y entre ellos identifica, en el México prehispánico, al calendario de los aztecas y los sistemas de mensajería que tenían distintos pueblos antes de la llegada de los conquistadores. Los españoles, a su vez, disponían de recursos variados entre los que el autor menciona armas de fuego, mapas, brújulas e incluso cruces y campanas. Quizá a esas alturas de su explicación, Peters confunde medios, con símbolos. Y entre los medios, no distingue los que sirven para comunicar y aquellos que tienen otros usos como el seguimiento de los días y los años. Un medio es instrumento para hacer otras cosas, que contienen o producen significados. Un símbolo, alcanza significado por sí mismo en un contexto determinado. En todo caso, la invitación de Peters para profundizar en la historia mexicana como una vía para entender cuán nuevas o viejas son las realidades que enfrentamos hoy, resulta saludable y agradecible. Su preocupación para encontrar similitudes entre medios nuevos y viejos lo lleva a establecer equiparaciones imaginativas pero además a sugerir, quizá no de manera deliberada, algunas de las inercias que han definido a la comunicación 12 mexicana. Cuando previene “obviamente los medios aztecas de control político-­‐religioso y los medios españoles de conquista militar-­‐religiosa difieren destacadamente de los nuevos medios”, ese investigador recuerda que los primeros eran centralizados y bélicos y los actuales medios son descentralizados y pacíficos. Pero quizá la comparación no es tan forzada. Entre los medios que siguen siendo preeminentes ante la sociedad mexicana, hay algunos cuyos operadores y propietarios no vacilan en acudir a mecanismos violentos, como hizo una de las cadenas televisoras para apropiarse de la señal del Canal 40. Se trata de Televisión Azteca cuyo nombre, supongo, no dejará de suscitar alguna expresión irónica por parte del profesor Peters. Por otra parte, no hemos indagado de manera suficiente la apropiación que hacen las corporaciones mediáticas de los símbolos más arraigados en el imaginario de la sociedad mexicana: la utilización que suele hacer Televisa de la Virgen de Guadalupe, convertida hoy en imagen comercial e incluso en tema de telenovelas sugiere, más que un reencuentro entre culturas, el estancamiento o la involución en los contenidos y las propuestas ideológicas de los medios más destacados en este país. Ya advertían algunos clásicos acerca de la condena histórica que padecen los pueblos cuando la tragedia se replica en comedia. Quisiera desear, junto con sus coordinadores y autores, que este libro contribuya a organizar y documentar la reflexión en nuestras universidades, así como en otros espacios de la sociedad, acerca de usos y fines de los medios de información y comunicación. No es otra la utilidad que tiene el examen de esa tríada que muchos considerarán imposible, y que en nuestra 13 circunstancia ha sido inalcanzable, que está compuesta por ética, medios y democracia. Raúl Trejo Delarbre 14