LA HORA DE LA VERDAD Los referéndums de independencia Los referéndums no son en absoluto una alternativa preferible a una sana democracia representativa, pero en algunas decisiones sobre el futuro de un país son necesarios. Nadie sabe qué va a pasar con el del día 9. Cuando escribo estas líneas Mas dice que renuncia al referéndum, pero no a una consulta paralela, que organizará con 20.000 voluntarios; ERC pide elecciones plebiscitarias que permitan proclamar de inmediato la independencia. Lo más probable es que el día 9 asistamos a un desordenado espectáculo de votaciones sin control organizadas por Ayuntamientos y entidades sociales que pongan urnas en las calles y plazas de Cataluña, sin ninguna garantía ni valor legal. Ello se verá acompañado, en Febrero o Marzo, de unas elecciones plebiscitarias con lista única o no, pero con un mensaje coincidente por parte de las tres fuerzas políticas nacionalistas (sin ICV): la independencia de Cataluña. Equivaldría a unas votaciones referendarias presididas por la revancha y el rencor cuyo resultado es absolutamente impredecible. ¿No hubiera sido preferible un referéndum pactado, organizado en las debidas condiciones y con la pregunta adecuada? Los referéndum de secesión son decisiones trascendentales en la vida de un país, a las que se vinculan muchas consecuencias que no están explícitas en la pregunta que se hace a los votantes. De estas consecuencias la mayoría de ciudadanos no son muy conscientes, pero configurarán su vida futura. Se ha dicho alguna vez que los referéndums de independencia son un salto a la oscuridad, a un mundo en el que uno no sabe dónde, ni cómo, ni cuándo va a caer. Pero las motivaciones, en la mayor parte de la población, no son en estos casos racionales, sino emocionales. Desde que esta opción se plantea por una parte significativa de la población –sea o no mayoritaria, que al principio nunca se sabe- hay que tomarse muy en serio la tarea de preparar con cuidado su realización. Los referéndums los carga el diablo. Lo que un Gobierno debe hacer es afrontar la situación y elaborar un amplio programa de actuación. Una decisión así requiere, en primer lugar, la más completa información de los ciudadanos. Determina el futuro y hay que ser consciente de las consecuencias que tiene el voto que se deposita en la urna. Hay que analizar y poner de manifiesto los costes y beneficios de la independencia, no sólo económicos, sino también sociales, culturales, familiares, internacionales. Esto requiere tiempo y presencia prolongada en los medios de opinión masivos (radio, televisión), de modo que desde posiciones antagónicas y en igualdad de condiciones puedan debatirse 1 los temas con una argumentación racional y veraz. Hay que tratar de explicar –y valorar- lo que la declaración de independencia implica. Hay que dar tiempo a que estos análisis lleguen a la gente, lo cual requiere meses o años (tanto en Escocia como en Quebec este tiempo de análisis, debate, información y reflexión duró más de dos años). Deben establecerse asimismo las condiciones y garantías con que una consulta de este tipo se tiene que celebrar. En primer lugar la formación de un censo específico de personas con derecho a voto; sólo deben votar aquellos que tengan legitimidad para hacerlo, los que están identificados con el país por familia, residencia permanente y duradera, tradición, lengua y arraigo en la tierra, sean o no en ese momento residentes en la región; no deben ser electores, en cambio, los emigrantes no insertados en la sociedad local, ni gente recién llegada, ni ciudadanos ocasionales que están de paso, a quienes no les importa nada lo que vaya a ser el país en el futuro. Tienen además que ser personas que reúnan condiciones de fiabilidad y responsabilidad; es absurdo que voten, en referéndums secesionistas, chicos y chicas excesivamente jóvenes, fácilmente manipulables, que no reúnen las condiciones de conocimiento y madurez para emitir juicios tan trascendentales sobre temas que ignoran y no pueden valorar. Es un error poner en los 16 años (menos que en los comicios electorales) la edad hábil para votar en estas consultas (aunque lo haya hecho así Escocia, es muy dudoso que a esa edad se pueda tener una idea bien fundada sobre lo que es el Reino Unido y el papel de Escocia en su seno). Puede haber emoción, sentimientos, deseos nobles de hacer historia, altos ideales de juventud, pero no un juicio bien fundado. Los que deseen votar deben registrarse y acreditar en ese momento su condición de elegible como titulares del derecho de sufragio activo. Hay que acordar una pregunta que no suponga, de entrada, una violación de la Constitución y hay que acordar asimismo qué mayoría se considera necesaria para obtener un resultado vinculante en este tipo de consultas. No puede ser la mitad más uno, sino que debe ser una mayoría cualificada, que refleje una abrumadora decisión colectiva de constituirse como país independiente. Si esa mayoría significativa no se alcanza, lo procedente es confirmarla pasado un tiempo prudencial (por ejemplo, tres años). Un referéndum incierto, con un resultado muy ajustado, no es nunca buena solución, pues deja a una sociedad partida en dos y genera conflicto e incertidumbre para el futuro. Cuando los resultados son escasos (no son contundentes ni en un sentido ni en otro), como ha ocurrido en Escocia, como ocurrió en Quebec y como ocurriría seguramente en Cataluña, el referéndum se transforma en el llamado “neverendum”, es decir, en el cuento de nunca 2 acabar. Yo estaba en Londres el día 18 de septiembre y un alto funcionario inglés me comentaba al día siguiente: “Mire usted, tener el 45% de la población de Escocia dispuesta a irse del Reino Unido no es una victoria, es algo bien triste y bastante preocupante; porque volverán a intentarlo dentro de pocos años”. He visto después algunas encuestas y el 45% de los votantes que votaron sí a la independencia cree que la cuestión se puede volver a plantear dentro de cinco años, un 16% cree que en 10 años, y un 18% que en la próxima generación (20 años). Hay que prever también en estos casos y comprometerse a respetar los derechos de las minorías: derecho a conservar su nacionalidad originaria, con las consecuencias fiscales, educativas, de libertad de residencia y uso del idioma que prefiera en sus relaciones comerciales, laborales y otros órdenes de su vida privada. Es este un derecho fundamental del que no se puede privar a nadie. Pero sobre todo, hay que evitar absolutamente que el referéndum se convierta en un fenómeno presidido por manifestaciones callejeras y el gentío gritando independencia. Los referéndums secesionistas, por la carga emocional que conllevan, tienen siempre este peligro: convertirse en fenómenos revolucionarios, que desembocan en el conflicto civil, con frecuencia violento. Leo en la prensa de estos días el programa de invasión de domicilios que quieren llevar a cabo agentes promotores del referéndum catalán (la Asamblea Nacional Catalana y Omnium Cultural); pretenden llegar, puerta a puerta, a tres millones de hogares. Es una forma de hacer campaña, una especie de mailing personalizado, legítimo si se hace respetuosamente. Pero puede también levantar tensiones entre la población. La propia Generalitat ha advertido de las consecuencias –dice- “imprevisibles, de extremismo político e incluso violencia” que puede tener la prohibición del referéndum. Cataluña es la tierra del “seny”, pero ha sido también la tierra del anarquismo en el siglo pasado; y en los últimos años los llamados antisistema han demostrado en varias ocasiones estar bien organizados, hasta doblarle el brazo al Alcalde de Barcelona (asunto Can Vies). Los referéndums en ocasiones pueden ser legítimos y necesarios. Pero sólo son fiables cuando están convocados y celebrados en las debidas condiciones. Madrid, 8 de octubre de 2014 Gaspar Ariño Ortiz Catedrático de Derecho Administrativo 3