Nuestra oculta transparencia

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ANTROPOLOGÍA
Reflexión
Nuestra oculta transparencia
Antonio Bentué
A veces las situaciones «coyunturales»
llevan a pensar las cosas con categorías
más llanas, aunque no por ello de menor
significado teológico. Las denuncias sobre corrupción, transparencia, abuso de
poder y otras, llevaron al autor, teólogo,
a esta reflexión que apunta al fondo
mismo de nuestra condición humana.
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Transparencia ¿palabra mágica,
cargada de la nostalgia de un pasado
mítico, menos opaco que el presente, o proyección ilusoria de un futuro más sincero, menos hipócrita que
el presente? ¿Pero es propia de la realidad la transparencia o, más bien,
todo lo que parece real es, de por sí,
engañoso? Las apariencias engañan,
dice la sabiduría popular. Y la no popular también, puesto que
corresponde a una constante verificación. La naturaleza viva,
en sus mecanismos de supervivencia, tiene una sutil o flagrante
estrategia del camuflaje, cargada de hipocresía. Debajo de los
comportamientos y las estructuras aparentemente inofensivas
de los seres vivos se esconde siempre una intención egocéntrica
tendiente a asegurar mejor la propia supervivencia, sea como
autodefensa por parte de unos, más débiles, para evitar que
otros más fuertes puedan imponerse a costa suya, o bien como
estrategia del más fuerte para lograr imponer sus propios intereses a costa de los de los otros.
De esta manera, todo el llamado «equilibrio ecológico» se
sustenta sobre un gigantesco camuflaje con vistas a atrapar a la
víctima, «engañada» por la atractiva apariencia de la trampa
tendida. Es así como las arañas engañan a las moscas, los camaleones a los sapos; las manta rayas se mimetizan con la arena
del fondo marino para atrapar al pez que, ingenuo y curioso, se
le acerque o, en forma aún más notable, un tipo de
«seudoluciérnagas» imitan con gran habilidad a las auténticas,
atrayendo a los machos para, así, comérselos, en castigo por su
desprevenido enamoramiento.
Sin engaño nadie sobrevive, ya que no puede haber dominio sobre el otro. La ley de la selva es una compleja trama de
«camuflaje», o sea de «hipocresía» ( ya que eso significa «hipócrita»), para ocultar otras intenciones bajo la apariencia de un
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inocente desinterés. La naturaleza se
las arregla para sobrevivir, en sus individuos o especies más fuertes, sirviéndose de los más sofisticados engaños. Y a mayor capacidad de
inescrupulosa audacia, mayor es también la posibilidad de supervivencia.
Quizá es por ello que uno de los animales más pequeños, y a la vez más
audaces e inteligentes, el ratón (tan bien caracterizado precisamente debido a ello por Walt Disney), ha sido el que más ha
progresado en supervivencia numérica, a lo ancho del planeta,
desplazando a menudo incluso a especies mucho más grandes.
UN SUPERIOR CAMUFLAJE: LA CULTURA
Pues bien, cuando la cultura humana emergió del mundo
selvático previo, fue integrando también en su seno esa hipocresía instintiva en función de la propia supervivencia. En buena
parte, la «cultura» surgió como una forma superior, más «inteligente», de lograr los propios intereses, dentro de ese mismo
mundo de competencia «desleal» en que el fuerte tiende a crear
las formas más eficientes para conseguir y asegurar mejor su
supervivencia, sirviéndose para ello de medios sutiles de camuflaje.
Por eso Freud definió la cultura con la categoría de «neurosis», la
cual constituye un tipo de lenguaje sintomático por medio del
cual el deseo, frustrado por la realidad inmediata, intenta realizarse por una «vía larga» (neurótica), disimulando su verdadera
intención. Y todo psicoanalista sabe las enormes “resistencias”
que suscita el intento de superar ese ocultamiento para dejar que
aflore a la superficie de la conciencia, de manera «transparente»,
el verdadero fondo reprimido. De tal manera que quizá toda la
cultura sea «neurótica», tapando a la mirada exterior, o tal vez
también a la propia mirada, los verdaderos deseos camuflados o
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reprimidos en el inconsciente. Incluso la religión es definida por
Freud como la «neurosis colectiva de la humanidad», por medio
de la cual el ser humano intenta,
aun sin darse cuenta de ello, disimular por una vía larga, de
«sublimación», sus verdaderos
deseos frustrados en la vía corta.
Pero entonces, tal como lo
preguntaba Pilatos, «¿qué es la
verdad?». Y se trata de una muy
buena pregunta, quizá la menos
hipócrita de todas. Ya la venerable sabiduría hindú y budista
constataba también ese carácter
«hipócrita» de toda la realidad,
expresándolo con la categoría de
«maya». Según ello, todo lo que
constituye el mundo de las realidades cambiantes, que se encuentran en el espacio-tiempo de
la existencia múltiple, es «maya»;
o sea «aparente», aunque se funde en la única verdad de Brahma
o del Nirvana budista. La verdad hay que des-cubrirla «más
allá de las apariencias». No se
identifica nunca con ellas. La
misma construcción del término «verdad», en griego «alétheia», expresa esa perspectiva:
«létheia» o «lethos» significa tapar, ocultar, olvidar. Y, así, el prefijo «a», que antecede a «létheia»,
indica el des-ocultamiento, el
des-tape, o el re-cuerdo. Para El pecado original, Miguel Ángel, 1510
conseguir la verdad (a-létheia)
hay que des-cubrir o des-tapar
lo que se oculta debajo («hupó- La «aparente» existencia feliz de Adán y Eva, viviendo como dioses en un
crita») bajo la apariencia exterior,
recordar lo «olvidado» (lethos). Edén paradisíaco, inmortales como ellos y en perfecta armonía, los lleva a
De ahí que las tradiciones reli- caer en la trampa narcisista de la «omnipotencia del deseo», pretendiengiosas identifiquen el concepto
de «verdad» con el de «re- do dominar el secreto inalcanzable de la vida, simbolizado con ese árbol
velación». Aparentemente Dios misterioso de la ciencia del bien y del mal, que está en medio del Paraíso.
no existe; pero quizá la «verdad»,
más allá de las apariencias, es una
Realidad oculta que constituye el fondo del asunto mundano y
de la competencia entre diversos intereses amparados por los
la única posibilidad de lograr la «transparencia» en la vida.
diversos poderes en juego, donde el más fuerte se impone siempre a costa del más débil, y ello tanto en biología como en
EL CAMUFLAJE RELIGIOSO
economía, en política, o también en religión. Sobre este último camuflaje, el religioso, ya la antigua Torah prevenía al
Pero no somos Dios y todos estamos, pues, condicionados
advertir: «No usarás el nombre de Dios por vanidad»
por la hipocresía que nos impulsa a sobrevivir en este mundo
(hipócritamente). Esa misma sospecha de «hipocresía religio-
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sa», impulsada por la hipocresía basal de las «hormonas
mulada. De esta forma, la misma cultura occidental, con toda su
egocéntricas» que determinan la actuación de todos los seres
euforia «globalizadora», podría también constituir otra torre de
vivos, según el «principio de placer» freudiano, llevó a otro
Babel, condenada a nuevos derrumbes estrepitosos, que volvemaestro de la sospecha, Marx, a sentenciar que «la religión dorán quizá a enfrentarnos con nuestra propia verdad «al desnuminante es la religión de la clase dominante». Y se trata probado», obligándonos a reconocer que «aunque la mona se vista de
blemente de una sospecha razonable, habida cuenta de la raíz
seda, mona se queda». La seda del «éxito fácil», de un «creciselvática de la que procedemos y de la que procede también la
miento estable» blindado por nuestra supuesta realidad diferen«cultura», aunque ello es cierto tanto en sus dimensiones relite a todo el resto, o por la incorruptible «reserva moral» de miligiosas como ateas.
tares o eclesiásticos, así como de la «libertad de expresión» deAlgo de ello se expresa en lo que la primera escena bíblica
mocrática amparada en el monopolio de los medios de comunidel Génesis expresa con su profunda «verdad mítica» sobre el
cación y de comercialización, con su marketing avasallador, hihombre (Adam). En efecto, la «aparente» existencia feliz de
riente casi hasta la obscenidad, domesticando al pobre consumiAdán y Eva, viviendo como diodor, engañado por las «aparienses en un Edén paradisíaco, incias» de un mercado que lo oblimortales como ellos y en per- Esta constatación de la fragilidad antropológica, ga a confundir la felicidad con
fecta armonía, los lleva a caer que constituye nuestro código genético, e inclu- la adquisición y el consumo de
en la trampa narcisista de la
sus frenéticas ofertas.
«omnipotencia del deseo», pre- so «teológico», no tiene por qué convertirnos en
Pues bien, ¿qué es la verdad?
tendiendo dominar el secreto cínicos, sino que debiera hacernos menos ilusos. ¿dónde está, si es que está? Ante
inalcanzable de la vida, simbotamaña sospecha suscitada por
lizado con ese árbol misterioso
tantos lenguajes y mecanismos
de la ciencia del bien y del mal, que está en medio del Paraíso.
hipócritas, hay quien ya desespera de ella. Y es que «todo ser
Pero sus pretensiones chocan bruscamente con la realidad frushumano es mentiroso», como reza el salmo. También el viejo
trante de su deseo narcisista de omnipotencia: «Se les abrieron
Lévy-Strauss, iniciador del Estructuralismo, llegaba a la misma
los ojos y vieron que estaban desnudos» (Gén 3, 7). De esta maconclusión de que sólo hay «apariencias», meras formas
nera, se des-cubren a sí mismos al desnudo, en su propia «verlingüísticas, más o menos bellas e incluso fantásticas en su esdad», con sus tres dimensiones: por una lado, el carácter no
tructura formal, pero carentes de fondo. La cultura podría ser,
paradisíaco de la vida, simbolizada por la expulsión fuera del
así, un artificio genial de formas, sin mensaje real alguno. Un
Edén, que los deja condenados a la «insoportable levedad del
multiforme mercado de la palabra, donde, quien más quien
ser»; por otro lado, la muerte prevista como amenaza cierta de
menos, todos hablan sin que nadie diga nada de fondo porque
aniquilación, retornando al ser humano a la «nada» de donde
no hay nada que decir. Y, de nuevo, como mono porfiado, surge
salió; y, finalmente, la incapacidad de armonía, que culmina
la porfiada pregunta: ¿Qué es la verdad? ¿O es, quizá, mejor seen el relato del derrumbe de la torre de Babel con la que los
guir el consejo estoico del «No pidas peras al olmo», puesto que,
pobres descendientes de Adán y Eva pretendían llegar al cielo
más allá de las apariencias banales del olmo, no hay peras, o más
de una sociedad sin egocentrismo, superando la oposición de
allá del frondoso follaje de nuestra higuera cultural, no puede
intereses; pero resulta que afloran las porfiadas «hormonas
hallarse higo alguno? (cf. Lc 13, 6-8).
egocéntricas» y nadie se entiende con nadie, en una diversidad
Aunque tal vez resulte que la única realidad es precisamende lenguas que, cual mítica «perestroika», lleva al derrumbe de
te la «apariencia» y que, por lo mismo, la verdad consiste únila ilusoria «torre de Babel» (Gén 11). Surge, así, la profunda
camente en la misma hipocresía mentirosa. Quizá somos ani«verdad» del hombre en su autonomía: «homo, homini lupus»
males hipócritas, no tanto porque intentemos disimular lo que
(el hombre es un lobo para el hombre). Y esa verdad autónohay, en una comprensible reacción utilitaria determinada por
ma, camuflada bajo los ilusos proyectos de «esperantos»
el instinto de supervivencia, sino debido a que la angustia susidiomáticos, vuelve a aflorar cuando menos se esperaría, decitada por la misma realidad nos lleva a ocultar con formas
rrumbándose una y otra vez las ilusiones puestas en torres de
vacías lo insoportable de la nada de fondo.
desarrollos científico-técnicos construidas como un castillo de
Lo dicho hasta aquí podría parecer una manera cínica de
naipes, o en los utópicos socialismos que camuflaban sórdidos
presentar la «corrupción» como «transparencia», consistente en
«gúlags», o también en «seguridades nacionales» basadas en la
reconocer que eso es lo que somos, «al desnudo», sin engañarinseguridad general provocada por el abuso de poder.
nos con falsas ilusiones de una supuesta «verdad» como «honestidad» posible. Y de ahí podría también desprenderse la si¿LA CORRUPCIÓN COMO TRANSPARENCIA?
guiente moraleja: Acostumbrémonos, pues, a vivir en esa «transparencia» de la «corruptela» en cuantos nos rodean y en nosoEsa constituye quizá la raíz de nuestra actual cultura
tros mismos, como la única verdad posible, fundando, así, una
«postmoderna», como una cultura de la «decepción». El ser hu«ética pragmática» del «sálvese quien pueda», o del «no seas
mano es de «barro» (=Adamah) y la «embarra». Y esos mismos
tonto» y, como todos, aprovecha lo mejor que puedas las oporpies «de barro», camuflados bajo la aparente tierra firme, están
tunidades de la fugaz vida, en este mundo fatalmente constisiempre al acecho de toda la maciza construcción cultural acutuido por la competencia selvática y desleal
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Sin embargo, todos sabemos que hay gente «honrada» y que
existe también en el ser humano el sueño porfiado de la honradez
perdida o imposible. Es cierto que ese mismo sueño nos lleva a
veces a mitificar a personas como «ideales de honestidad», mitos
que pueden cambiarse bruscamente en «escándalo» ante la evidencia de «corrupción» donde menos podíamos sospecharla. Es
así como hemos visto derrumbarse el mito del «militar incorrupto», al pretender sobrevivir defendiendo lo indefendible, transfiriendo a los antiguos subalternos el costo de los propios abusos de
poder, o el del «eclesiástico» utilizando su ascendencia «pastoral»
para cometer abusos inconfesables, y el del «economista» construyendo su fortuna con triquiñuelas a costa de los confiados
inversores, o el del «político» recurriendo a todo tipo de subterfugios maquiavélicos para medrar
en su provecho, aserruchando el
piso del contrincante. Es por culpa de todo esto que a menudo
hemos presenciado a «cazadores»
atrapados en la propia trampa y a
moralizadores —políticos, militares o eclesiásticos— pillados en
andanzas inmorales, o a críticos
de la politiquería abusando
«politiqueramente» de esa misma
crítica contra otros políticos.
de todo en el ser humano, alimentando no tanto la utopía,
sino la esperanza de conseguir una convivencia humana donde
poder mirarnos a los ojos mutuamente sin que se interpongan
sospechas de hipocresía ajena, al pretender hipócritamente ser
nosotros los transparentes. El sueño de una realidad donde la
política pueda ser un esfuerzo real por el bien común, con políticos dedicados realmente al servicio de ello y donde la ideología religiosa o laica pueda constituir de verdad un soporte y
no un estorbo a ese mismo bien común, de acuerdo con la
máxima de la sabiduría cuando expresa que «para el buen orden del universo es preferible la justicia sin religión a la tiranía
Ciertamente todos somos hijos de «Adán» (=barro) y , por lo
mismo, todos la «embarramos».
La Torre de Babel, Brueghel, 1563
Pero esta constatación de la fragilidad antropológica, que constituye nuestro código genético, e La misma cultura occidental, con toda su euforia «globalizadora», podría
incluso «teológico», no tiene por
también constituir otra torre de Babel, condenada a nuevos derrumbes
qué convertirnos en cínicos, sino
que debiera hacernos menos ilu- estrepitosos, que volverán quizá a enfrentarnos con nuestra propia verdad
sos, lo cual nos permitiría ser
«al desnudo».
también menos prepotentes
unos con otros y, a la vez, más
del gobernante devoto» (Sufí Tama), y que «la justicia y la equisolidarios en el trabajo común y fraternal por esforzarnos día a
dad, y no la religión o el ateísmo, es lo que se necesita para la
día en ir superando la selva hipócrita del éxito fácil, del poder a
protección del Estado» (Sufí Hakim Jami).
toda costa, del puritanismo indecente. Algo de esa misma expePero la debilidad estará siempre ahí, constituyendo nuesriencia hay detrás del grito paulino cuando exclama: «Quién me
tra verdadera “transparencia” dentro y fuera de nosotros; y hay
librará de este cuerpo de muerte!» (Rom 7, 24).
que contar con ella. Por lo mismo, no podemos fiarnos de nuesParece, pues, que la «transparencia» política, y toda otra
tros discursos exitistas y de nuestros marketing políticos, ni de
transparencia, estará siempre condicionada por ese fondo de
nuestros juicios puritanos descalificadores. Quizá así la transbarro del que estamos hechos. Y no se trata ahora de rasgar las
parencia del fondo narcisista que todos llevamos dentro podrá
vestiduras por todo esto, sino de comprender la realidad que
hacernos más comprensivos y solidarios unos con otros, e innos constituye y con la cual hay que seguir trabajando, sin percluso más dispuestos a corregir las «neurosis» de poder, de preder de vista la otra realidad que también nos constituye y que
potencia y de manipulación mediática que nos agobian y que
se expresa en ese sueño porfiado, tan bien plasmado en el texto
podrían destruirnos o condenarnos al cinismo. M
bíblico, de la «imagen y semejanza de Dios» que anida a pesar
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UN PORFIADO SUEÑO
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