Practica 5

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MANUEL CIFO GONZÁLEZ
DIDÁCTICA DE LA LENGUA Y LA LITERATURA
FACULTAD DE EDUCACIÓN
Práctica 5. Análisis de monólogos
1. En la escena II del acto III de Romeo y Julieta, la protagonista de la
tragedia de William Shakespeare lleva a cabo el siguiente
monólogo. Análisis del mismo:
¡Corred veloces, caballos de pies de fuego!
Galopad donde Febo duerme. El látigo de Faetón,
el auriga, ya os habría llevado hasta el Ocaso
y me habría traído las nubes de la noche.
¡Extiende tu negro manto, oh noche protectora
del amor! ¡Y tú, sol, cierra tus ojos ya!
Que Romeo venga, inadvertido, en silencio, a mis brazos.
Los amantes celebran sus amorosos ritos
con la sola luz de su belleza, pues siendo ciego
busca el amor la noche. Ven, noche oscura,
ven matrona sabiamente enlutada,
y enséñame a perder un fácil juego,
ése que juegan dos virginidades inocentes.
Cubre la sangre indómita que arde en mis mejillas
con manto de tinieblas, hasta que el tímido amor
se decida, y amar no sea sino pura inocencia.
Ven, noche; ven, Romeo; ven, tú, día de la noche.
Tú que yaces sobre alas nocturnas, y en ellas
más blanco apareces que la nieve sobre el cuervo.
¡Ven, dulce noche, amor de negro rostro!
Dame a mi Romeo y, cuando muera, tómalo,
y haz de sus pedazos estrellas diminutas
que iluminen el rostro del Cielo, de tal forma
que el mundo entero ame la noche,
y nadie rendirá tributo al sol radiante.
(Romeo y Julieta, ed. Cátedra, Letras Universales,
Madrid, 2010, pp. 317-319)
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2. Análisis del siguiente monólogo de Romeo en la escena III del acto
V:
La muerte que sorbió la miel de tus labios
No pudo nada contra tu belleza.
¡No te ha conquistado! La belleza
es rosa en tus mejillas y en tus labios.
Y la pálida enseña de la muerte no fue
enarbolada. Tybalt, yaces allí en tu mortaja de sangre.
¿Qué puedo hacer por ti sino matar,
con la mano que partió en dos tu juventud,
a quien fue tu asesino? Perdón, amigo.
Julieta, amada mía, ¿cómo puedes ser
tan bella aún? ¿He de creer
que el fantasma de la muerte se ha enamorado,
y que el abominable monstruo te guarda aquí,
en la oscuridad, para que seas su amante?
Por temor de esto he de quedarme aquí
para nunca más marchar de este palacio
de noche oscura. Aquí he de quedarme
con los gusanos que ahora son tus damas
de compañía… aquí tendré mi descanso
eterno y libraré a la carne, hastiada ya del mundo,
del influjo maligno de las estrellas. Mirad,
ojos, por vez última. Brazos, el último abrazo.
¡Labios, puertas de aliento, sellad con este beso
legítimo un pacto eterno con la muerte
que espera! ¡Ven, guía amargo, ven, timonel
desesperado, ven fatal guía, y lanza ahora
contra las rocas destructoras tu barcaza sin norte,
y fatigada! ¡Bebo por mi amor! [Bebe] ¡Tú, veraz, boticario,
rápida es tu droga! Con este beso… muero…
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(Romeo y Julieta, ed. citada, pp. 457-459)
3. Análisis del siguiente monólogo narrativo:
Tendré que dar gracias a Dios por haberme permitido dormir este rato.
Así he podido volver a nuestro hermoso mundo muerto.
La tarde avanza. Yo no sé si el sepulturero iría a merendar junto a su
mujer. Parecía temprano. Quizá fuese sólo a beber un trago. Tendrán la
redoma, llena de vino, en la cornisa de la chimenea o en el poyo de la ventana
que da a los campos. La mujer se marcha ahora arreglada y con el niño. Irá al
pueblo a comprar algo. Tú, hijo, te has extrañado, como tantos, de que estas
gentes vivan aquí con la misma naturalidad que los demás vivimos en el
pueblo. Ellos sentirían una rara sensación al principio. Pero ya deben haberse
acostumbrado. Duermen ahí, en esa casita, rodeados de este silencio, orilla de
todas estas gentes enterradas. Él está cojo desde la guerra, ya te lo dije. Tiene
metralla en una rodilla, dicen. El Ayuntamiento le dio este empleo. Aún era
soltero. Se casó poco después, con esa mujer, veinte años más joven que él.
¿Extraño? ¡Ah!, si te cuento estas cosas, tendré que hablarte de los líos, de los
chismes del pueblo. ¿Y qué puede importarte a ti todo eso? ¿Qué pensarás tú
y los que están contigo de todas las bajezas y miserias de este mundo, vistas
desde allá arriba? No sé, no sé... Los hombres deberíamos sentir muchas
veces vergüenza de nosotros mismos, de la mayoría de nuestros actos. El
hombre -pienso yo, sobre todo cuando rezo, algunas noches antes de
dormirme- es siempre digno de piedad y misericordia. Somos algo tan débil
como los tallos de un trigal recién nacido, aunque muchas veces, muchísimas
veces, presumamos de forzudos y valientes. ¡Cómo nos derrumbamos, sin
embargo, de pronto, por algunas de esas fuerzas ocultas, que pueden, en poco
tiempo, aniquilarnos! Por eso yo, hijo, ya no piso, viéndolos, los pequeños
insectos que se posan en las lindes y en las sendas de tierra fina de los
caminos. Si los veo, me aparto y los dejo vivir, porque quizá -pienso- nosotros
somos más insignificantes que ellos, montados sobre nuestro orgullo.
¡Ah!, me voy, como tantas veces, por caminos que no me propuse
seguir. Todo porque he mirado a la mujer del sepulturero cuando se alejaba,
vestida con una bata limpia y el niño en brazo, hacia el pueblo. Ya, metido en
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esto, voy a decirte algo de ellos. Están, viven aquí, cerca de esta tierra que
acaricia tu cuerpo frío y, tal vez por eso, entre otras razones, les tenga afecto.
Las gentes del lugar hablan, ya sabes... Y cuando el río suena, agua lleva, dice
el refrán. Hablan mal, sobre todo de la mujer, de Andrea. De él, se ríen. No voy
a decir si hacen bien o mal; allá cada uno. Él, Santiago, es un hombre tímido,
apocado. Cuando yo era niño, lo veía siempre solo. Nunca iba con los mozos
de su edad. No estuvo en el servicio, por estrecho de pecho, dijeron. Luego,
cuando llegó la guerra, ya era maduro. Y entonces se lo llevaron como a
tantos. Y lo hirieron, como a miles.
(Rodrigo Rubio, La Feria, Ed. Plaza Janés, col. Rotativa,
Barcelona, 1972)
4. Análisis del siguiente monólogo del viejo profesor Aldo Brunelli en
la obra de teatro El loco de los balcones de Mario Vargas Llosa:
Lima. Lima, ¿has sido también ingrata conmigo? Sí, pues me voy de tus
calles más pobre de lo que llegué. Se terminó el noviazgo, putanilla. Cuarenta y
pico de años. Quedas libre de ir a corromperte por ahí con gentes como el
doctor-doctor Asdrúbal Quijano o el ingeniero Cánepa. Te comprarán abrigos
de concreto armado, joyas de plexiglás, vestidos de acero y sombreros de
vidrio esmerilado. ¡Pobre de ti! ¡La ciudad de los reyes! Así te llamaban cuando
el joven Brunelli desembarcó en el puerto del Callao, hambriento de exotismo.
¡Lima, la morisca! ¡Lima, la sevillana! ¡Lima, la sensual! ¡Lima, la andaluza!
¡Lima, la mística! Coqueterías de putanilla para seducir al joven florentino
enamorado del arte y de la historia. Eras la capital de una república, pero la
vida colonial seguía viva. Cómo te deslumbraba ese pasado que aquí era
presente, Aldo Brunelli. Cuando iba a dar mis clases a las niñas de sociedad,
todo me maravillaba de ti. ¡Qué espectáculo! Las calles trazadas a cordel, por
los conquistadores. Los adoquines pulidos por las herraduras de las bestias.
Los aguateros y afiladores pregonando sus servicios y los párrocos llevando la
extremaunción, entre campanillas y sahumerios, a los moribundos del barrio.
¡Adónde viniste a parar, Aldo Brunelli! Era octubre. Allí pasaban los negros y
mulatos, vestidos de morado, en la procesión del Señor de los Milagros, o
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bebiendo y zapateando como en una saturnal. Fue un amor a primera vista,
putanilla. A pesar de lo maltratada que estás, todavía te amo. Aún pienso en ti
como en mi novia. “A lo único que le tengo celos es a Lima”, decía mi pobre
mujer, que en paz descanse.
(Mario Vargas Llosa, El loco de los balcones, ed. Seix Barral,
Barcelona, 1993, pp. 19-20)
5. Análisis del siguiente monólogo de Augusto Pérez:
Pero aquel chiquillo -iba diciéndose Augusto, que más bien que
pensaba hablaba consigo mismo-, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo?
¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hormiga, bah, uno de los
animales más hipócritas! Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que
trabaja. Es como ese gandul que va ahí, a paso de carga, codeando a todos
aquellos con quienes se cruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que
hacer! Es un vago, un vago como… ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no
descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen sino
aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese mamarracho de
de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo
majadero, para que le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un
vago? Y a nosotros, ¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo!
¡Hipocresía! Para trabajo el de ese pobre paralítico que va ahí medio
arrastrándose… Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano! –esto se lo dijo en
voz alta-. ¿Hermano? ¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos somos
hijos de Adán. Y éste, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín!
¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se adelanta
con suprimir así distancias? La manía de viajar viene de topofobia y no de
filotopía, el que viaje mucho va huyendo de cada lugar que deja y no buscando
cada lugar a que llega. Viajar… Viajar… Qué chisme molesto es el paraguas…
(Miguel de Unamuno, Niebla, ed. Tárraco, p. 78)
6. Análisis del siguiente monólogo de Segismundo:
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Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso que recibe
prestado en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte (¡desdicha fuerte!);
¡que hay quien intenta reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte!
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueño el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
(Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño, ed. de Manuel
Cifo González, Aguaclara, Alicante, 1989, p. 82)
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7. Análisis del siguiente monólogo de Pleberio:
¡Oh vida de congojas llena, de miserias acompañada! ¡Oh mundo,
mundo! Muchos mucho de ti dijeron, muchos en tus cualidades metieron la
mano. A diversas cosas por oídas te compararon; yo por triste experiencia lo
contaré, como a quien las ventas y compras de tu engañosa feria no
prósperamente sucedieron, como aquel que mucho ha hasta agora callado tus
falsas propiedades por no encender con odio tu ira, porque no me secases sin
tiempo esta flor que este día echaste de tu poder. Pues agora, sin temor, como
quien no tiene qué perder, como aquel a quien tu compañía es ya enojosa,
como caminante pobre, que sin temor de los crueles salteadores va cantando
en alta voz. Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos
regidos por alguna orden; agora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas,
me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de
fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región
llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes,
huerto florido y sin fruto, fuente de cuidados, río de lágrimas, mar de miserias,
trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría, verdadero
dolor. Cébasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleites; al mejor sabor nos
descubres el anzuelo. No lo podemos huir, que nos tiene ya cazadas las
voluntades. Prometes mucho, nada no cumples; échasnos de ti porque no te
podamos pedir que mantengas tus vanos prometimientos. Corremos por los
prados de tus viciosos vicios, muy descuidados, a rienda suelta; descúbresnos
la celada cuando ya no hay lugar de volver. Muchos te dejaron con temor de tu
arrebatado dejar; bienaventurados se llamarán, cuando vean el galardón que a
este triste viejo has dado en pago de tan largo servicio. Quiébrasnos el ojo y
úntasnos con consuelos el casco. Haces mal a todos porque ningún triste se
halle solo en ninguna adversidad, diciendo que es alivio a los míseros, como
yo, tener compañeros en la pena. Pues, desconsolado viejo, ¡qué solo estoy!
(Fernando de Rojas, La Celestina, ed. de Manuel Cifo
González, ed. Bruño, Madrid, pp. 335-336)
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