EPISTEMOLOGÍA, RAZONAMIENTO Y COGNICIÓN EN EL DEBATE

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Universitas Philosophica 57, año 28: 163-187
julio-diciembre 2011, Bogotá, Colombia
EPISTEMOLOGÍA, RAZONAMIENTO
Y COGNICIÓN EN EL DEBATE
HISTORIOGRÁFICO CONsTRUCTIVISMO
VS. RECONSTRUCTIVISMO1
MARÍA GONZÁLEZ NAVARRO*
RESUMEN
Algunos autores sostienen que la investigación histórica
es un producto de un contexto historiográfico específico
(Jenkins, 1991; González de Oleaga, 2009). En este artículo
se propone una aproximación al debate historiográfico
entre los partidarios del modelo constructivista y el
reconstructivista. Se presentan dos tesis. La primera es
que dicho debate está profundamente relacionado con
cuestiones epistemológicas (estudio de las representaciones
mentales, desarrollo de concepciones distintas sobre las
funciones del razonamiento histórico, sesgos cognitivos y
falacias discursivas). La segunda tesis es que cada corriente
historiográfica es el resultado de asumir una perspectiva
propia acerca de dichos problemas epistémicos. Como una
evidencia de ello se analiza la conexión entre historiografía
y epistemología comparando el debate reconstructivismo vs
constructivismo con el debate epistemológico detectivismo
vs constitutivismo (Finkelstein, 2003).
Palabras clave: historiografía, sesgos cognitivos, razonamiento
histórico, inferencias rebatibles, cognición social
*
Instituto de Filosofía, Centro de Ciencias Humanas y Sociales, Madrid. Consejo Superior
de Investigaciones Científicas (CSIC). Este artículo forma parte del proyecto “Filosofía de
la historia y valores en la Europa del siglo XXI” [FFI2008-04279/FISO] financiado por
el Ministerio de Ciencia e Innovación español, y del proyecto europeo ENGLOBE Marie
Curie Initial Training Network [FP7-PEOPLE-2007-1-1-ITN] financiado por el Séptimo
Programa Marco de la Comisión Europea. Recibido 17.10.11 Aceptado: 02.12.11
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julio-diciembre 2011, Bogotá, Colombia
EPISTEMOLOGY, REASONING AND
COGNITION IN THE CONSTRUCTIVISM
VS. RECONSTRUCTIVISM
HISTORIOGRAPHICAL DEBATE
María González Navarro
ABSTRACT
Some authors sustain that historical research is an effect of a
specific historiographical context (Jenkins, 1991; González
de Oleaga, 2009). An approach to the historiographical debate
between constructivism and recontructivism is presented
in this paper. Two theses are here defended. The first one
affirms that the above mentioned debate is deeply related to
epistemological questions (study of mental representations,
different conceptions about historical reasoning functions,
historical reasoning, cognitive bias, and informal falacies).
The second thesis affirms that each historiographical
conception can be understood as the effect of assuming a
specific perspective about these epistemic questions. As an
evidence of this, some connections between historiography
and epistemology will be analysed through the analogy
between the reconstructivism vs. constructivism debate, and
the epistemological debate detectivism vs. constitutivism
(Finkelstein, 2003).
Key words: historiography, cognitive bias, historical
reasoning, defeasible inferences, social cognition
1. La historia como investigación: ¿existe un razonamiento histórico?
¿Tiene el historiador acceso al significado original de los hechos
históricos? ¿Existe un acceso al significado original del hecho
historiográfico? Estas son las dos preguntas más importantes en el debate
historiográfico constructivismo vs. reconstructivismo (Alun Munslow,
1997). La descripción de las posiciones teóricas de ambos modelos
historiográficos ha ocupado a distintos autores, por lo que contamos
con aproximaciones ligeramente distintas acerca de cada una de estas
concepciones historiográficas (Southgate, 1996; González de Oleaga,
2007a; 1998).
La clasificación entre constructivistas y reconstructivistas se ha
mantenido con cierto éxito porque ésta ha sabido reformularse a la luz
de nuevos desafíos teóricos tales como el representado por el modelo
historiográfico deconstructivista cuya lejanía respecto al constructivismo
ha sido para unos evidente, insalvable; mientras otros prefieren valorar
dicha distancia como una cuestión de proporciones: “El disenso tiene que
ver más con una cuestión de proporciones —cuánto de realidad, cuánto
de fabulación en el relato histórico— que con posiciones radicalmente
diferentes” (González de Oleaga, 2007a: 174).
Si tuviéramos que emplearnos en un ejercicio de conciliación y
aproximación entre constructivistas, deconstructivistas y reconstructivistas,
seguramente uno de los fenómenos culturales aceptados sin discusión sería
que “la aparición del lenguaje como estructura significativa del devenir
humano o la acción humana entendida como lenguaje no es un invento
ni un descubrimiento de la historiografía deconstructivista o posmoderna”
(González de Oleaga, 2007a: 172).
Estas páginas tratan precisamente de ese presupuesto; pero para
abundar en él no abordaré directamente ni la naturaleza ni la genealogía del
giro lingüístico (ampliamente debatido e incluso exitosamente dilucidado
durante el siglo pasado) sino su conexión con el razonamiento. Después
de todo, si el lenguaje nos interesa es porque a través de él producimos
razonamientos. Si tuviéramos que valorar el lenguaje, haciendo caso omiso
de los usos, contextos discursivos y/o estrategias semánticas a que da lugar,
seguramente éste no llamaría tan poderosamente nuestra atención.
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¿Existe un razonamiento histórico? ¿En qué medida puede decirse que
las distintas concepciones historiográficas sostienen modelos sustancialmente
diversos de razonamiento histórico? En el supuesto de que existieran
diferentes concepciones historiográficas debido a que (supuestamente
también) existieran diversas aproximaciones al tema del razonamiento: ¿por
qué razón podría decirse que es legítima dicha diferencia?
Si quisiéramos hacer una caracterización ad radice de constructivistas
y reconstructivistas tendríamos que aludir a la circunstancia de que ambos
se diferencian porque mientras los primeros se centran en el estudio y en
la producción de conocimiento histórico, los segundos, reconstructivistas,
únicamente aceptan estar investigando fenómenos capturados por
técnicas de investigación historiográfica. Frente a estas dos últimas, la
posición deconstructivista se caracteriza por su profundización en las
paradojas asociadas al conocimiento histórico producido a través de una
potencialmente infinita recreación de relatos (Jenkins, 1991).
La diferencia entre constructivistas y deconstructivistas es por
consiguiente una cuestión de proporciones. Para llegar a un acuerdo, unos
y otros tendrían que disponerse únicamente a señalar (pero sin elementos
gramaticales deícticos que no sean los metafóricos ‘éste’, ‘allí’ y aun
‘ayer’) cuánto de realidad o, simplemente, cuánto de invención hay en esa
forma de conocimiento denominada ‘conocimiento histórico’.
La cuestión que se nos plantea aquí es la de si hay en la adscripción
teórica de cada historiador —sea éste constructivista, deconstructivista o
reconstructivista—, alguna clase de vinculación más o menos justificada
con una concepción del razonamiento. Los hay que tildarán esta cuestión
de excesivamente gnoseológica o incluso gnoseologizante (si se me
permite el uso del término), pero si nos atenemos al desarrollo histórico
de la disciplina historiográfica, lo cierto es que no parece ya legítima la
complaciente suposición según la cual la especulación filosófica no debería
exigir ninguna atención disciplinar al historiador.
No obstante, como la complacencia puede ser —por extraño que
parezca a otros— una tentación acomodaticia legítimamente originada
(“¡con todo derecho!”, exclamarán algunos) por el así llamado sentido
acomodaticio o sensorio común, puede, con todo, decirse que la disciplina
filosófica no tiene objeto filosófico per se, y que epistemología, ontología
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y metodología de la historia le confieren por fin su materia a aquélla. Yo
así lo veo. Fuera de la historia no existe filosofía, y ésta no es nada en sí
misma: acaso este lema pueda resultar de una rentabilidad inusual a los
defensores de la posición reconstructivista, puesto que los conocimientos
denominados ‘filosóficos’ tienen ganado a pulso su falta de concreción
empírica y, si se me apura, su inevitable pantextualismo. Continuemos
entonces con el tema del razonamiento.
Existen planteamientos psicológicos, cognitivos, metodológicos y
filosóficos acerca de la actividad de razonar y de sus productos (Vega,
2011: 508). A esto último habría que añadir que todos estos planteamientos
se desarrollan en el tiempo, que son históricos. Algo que suele tomarse
como un supuesto, por cierto, y en lo que convendría abundar para
desustancializar el carácter abstracto e incondicionado de algunos modelos
canónicos del razonamiento.
Todo razonamiento entraña un proceso mental “de interrelación
y tratamiento secuencial de ideas o presunciones, creencias o actitudes,
adoptadas o tomadas en consideración, hasta alguna otra posiblemente
nueva” (Vega, 2011: 509). Ese proceso, por tanto, no sólo implica una
representación mental, también puede alcanzar alguna forma de expresión
en virtud de la cual se torne discursivo. Esto último resulta fundamental pues
da idea de que los procesos mediante los cuales se organiza y se produce
información, en la medida en que se tornan discursivos, permanecen
abiertos, vinculados a la producción comprensiva de una situación. La
circunstancia de su comprensibilidad o inteligibilidad (para uno mismo, en
soliloquio, y junto al resto, en expresivo diálogo) depende de la naturaleza
de su formulación lingüística.
Un razonamiento puede constar de algún punto de partida (asumido
generalmente como un conjunto de premisas) y un desenlace denominado
conclusión. Así descrita, ésta podría considerarse la perspectiva del
razonamiento desde un punto de vista inferencial, según el cual el
razonamiento es un proceso que da lugar a un producto inferencial. En el
último siglo, el estudio empírico de secuencias inferenciales discursivas
en las que frecuentemente se apoya la defensa de un argumento ha dado
como resultado el descubrimiento de las llamadas ilusiones inferenciales.
Algunos autores las han clasificado —cuando no directamente asumido—
bajo el concepto de sesgo cognitivo (Johnson-Laird y Savary, 1999), cuando
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no bajo el concepto de sesgo inferencial y/o sesgos en el razonamiento.
Este descubrimiento ha dado lugar a la consideración de que el estudio
empírico del razonamiento humano (y por extensión de los seres vivos)
conduce sensu stricto a la idea de la competencia racional.
Seguramente debido a la influencia del enfoque de las ciencias
experimentales, que salió victorioso del famoso debate entre las dos
culturas (Snow, 1959), solemos encontrar estos conceptos (‘ilusiones
inferenciales’, ‘sesgos’ y ‘competencia racional’) asociados a la idea
de que los seres vivos emplean sus competencias inferenciales para la
resolución de problemas prácticos. Sin embargo, no se ha contemplado con
suficiente detenimiento el efecto e influencia del razonamiento histórico
en la conformación no sólo de nuestra competencia racional sino en la
producción de ilusiones inferenciales y sesgos cognitivos.
No es necesario llegar a adoptar una posición adaptativa o evolutiva
respecto a la función del conocimiento para vislumbrar que el llamado
conocimiento histórico es en realidad uno de los más importantes procesos de
autopoiesis (capacidad de producirse a sí mismos) de los organismos vivos.
Tanto para los adalides de las llamadas posiciones reconstructivistas como
para los constructivistas y/o deconstructivistas, la investigación histórica
no se puede realizar sin desarrollar una cierta elaboración conceptual. Esto
último representa una objeción de difícil superación para un reconstructivista;
y es precisamente esta tesis la que sostengo en estas páginas.
Si desde el modelo historiográfico reconstructivista se acepta que
el significado de los conceptos no se puede transmitir inequívocamente
de modo intersubjetivo puesto que los conceptos no se presentan bajo la
forma de la evidencia empírica, ¿por qué creer que una red conceptual a
la que no puedan suscribirse intersubjetivamente todos los seres humanos
pueda llegar a hacer de los hechos empíricos realidades susceptibles de
captura, presas estables e idénticas para todas las ocasionales redes?
El conocimiento histórico no puede identificarse sin más con el
pasado. Un reconstructivista podría aceptar esta tesis siempre y cuando
se añada que aunque el pasado en su conjunto no puede ser apresado a
través de nuestro conocimiento histórico sobre él, sí puede decirse que
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existen técnicas historiográficas cuyo seguimiento puede dar lugar a un
conocimiento histórico más fundado (González de Oleaga y Monge,
2007b; González de Oleaga, 1998).
Supongamos que dentro del conjunto de los historiadores que han
existido hubiese alguno que siguiese más competentemente que ningún
otro las técnicas de investigación histórica que mejor expresan la
concepción historiográfica reconstructivista. Por fortuna, esta hipótesis es
sólo tentativa, ideal, aunque de hecho pueda resultar intranquilizadora la
posibilidad de su representación, pues querría ello indicar que el resto de
historiadores está equivocado, y sólo uno está en lo cierto en relación con
el conocimiento del pasado. Además, querría decir también que esto es así
porque dicho conocimiento procede conforme a técnicas historiográficas
de investigación, y no está causado o motivado por la experiencia de la que
se predica que alguien tiene un conocimiento objetivo.
Esta hipótesis es sumamente relevante para cualquier reconstructivista
el cual no sólo acepta los límites semánticos entrañados en la sintaxis y
pragmática conceptual, sino que ve profundamente afectada la disposición
a la plena inteligibilidad de los acontecimientos históricos de la que son
presa aquellos sujetos que no poseen los necesarios conocimientos. Esta
situación acaba invalidando la pretensión de que existan de veras hechos
históricos; más aún, de que éstos se puedan capturar de alguna manera.
Es precisamente la posición reconstructivista la que abre el llamado
‘vértigo ontológico’; y el deconstructivismo la respuesta a esa situación.
La elaboración de técnicas historiográficas para la investigación histórica
está marcada por el conjunto de sesgos cognitivos e ilusiones inferenciales
presentes —en grado más o menos acusado— en todo proceso de
razonamiento, así como en la dimensión intersubjetiva del discurso en el
que dicho proceso se exprese.
El razonamiento histórico no sólo es presa potencial de sesgos
cognitivos individuales sino que dichos sesgos terminan formando parte
de una comunidad, de una colectividad. Veo una paradoja —amén de una
objeción al reconstructivismo— en la circunstancia de que las ilusiones
inferenciales empleadas por quienes profieren una cadena de razonamientos
sólo puedan manifestársenos o ser detectadas gracias a otras cadenas
de razonamiento. Para comprobar que así es, presentaré un caso algo
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paradójico. No hay por ejemplo evidencia intersubjetivamente empírica de
una ilusión inferencial pues este es un fenómeno de índole mental, y tiene
lugar en el razonamiento. Y lo mismo puede decirse respecto a aquellos
acontecimientos del pasado de los que no podemos tener más evidencia que
la que estemos dispuestos a atribuir a la historia de nuestros razonamientos
en torno a ellos, así como a la historia de los argumentos que aseguren su
verdad hipotética.
Parece por consiguiente razonable afirmar que más allá de la
fuerza reveladora de quien produce evidencia histórica en función
de la concepción historiográfica que le asiste, no hay propiamente
conocimiento del pasado. Y bien mirado, esta es la posición a la que
podría llegar a conducir el reconstructivismo. Porque si el testimonio de
quienes vivieron un acontecimiento no constituye una evidencia histórica
sobre la existencia del mismo, sino únicamente el caso de quien hizo esa
experiencia determinada de los hechos: ¿no es acaso mínima la distancia
que media entre esta posición y la de quien afirma que el pasado no es
accesible en sí mismo porque hay en él radicado un vértigo ontológico
insalvable en todo discurso?
Una vez bosquejada cada una de las posiciones aunque sea
someramente, la pregunta que vuelve a imponerse es la de si se asumen
implícitamente definiciones sustancialmente diferentes del ‘razonamiento
histórico’ desde las distintas concepciones historiográficas. Ésta, que
así formulo, podría ser una estrategia para determinar ante qué clase
de exigencias lógico-formales tendría que responder cada uno de esos
modelos; y de hecho nos permitiría evaluar si las cumple consistentemente.
La definición de razonamiento que ofrecíamos arriba lo describía asociado
a un proceso mental, como una secuencia y, cuando así se expresa, como un
discurso. El problema que, a mi modo de ver, anima estas tensiones es el de
la fundamentación del lenguaje objeto. Después de todo, el razonamiento
histórico es inseparable de la facultad de juzgar; así las cosas: ¿qué clase
de fundamento cabe buscar para él?
Por esa razón defendemos que el objetivo con que se emplea el
razonamiento e, incluso el razonamiento en cuanto tal, es diferente en cada
modelo historiográfico. Cada concepción historiográfica se encuentra con
dificultades específicas para describir los fundamentos del razonamiento
según las distintas acepciones de éste: epistémico (por qué se acepta o se
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sigue que p), cognitivo (por qué p es el contenido proposicional), normativo
(¿por qué debe hacerse p?) e intencional (¿por qué haces p?).
El fundamento de un razonamiento histórico es sobre todo de
naturaleza epistémica y cognitiva, ya que busca esclarecer por qué se acepta
o se sigue que p; y por qué p es el contenido proposicional. No obstante,
no puede decirse que el conjunto de la actividad investigativa asociada
a la historia se deba desligar de las dos restantes, a saber: la normativa
y la intencional; puesto que la investigación histórica presta una clara
asistencia al razonamiento jurídico, al debate político y a la historia de la
moralidad. Sin embargo, para llegar a examinar lo que aquí nos interesa,
a saber, si cada modelo historiográfico asume sus propias limitaciones
gnoseológicas y cognitivas, bastaría con reparar al menos eventualmente
en las dos primeras clases de fundamentación antedichas.
Los razonamientos históricos versan sobre contextos discursivos. En
ellos se aducen razones que no se refieren a estados de cosas existentes
(no principalmente, dirán algunos; no necesariamente, otros) ni tampoco
a estados de cosas que deban producirse. Los razonamientos históricos
tampoco arguyen razones que se refieran a intenciones. Las razones que
se invocan cuando se construye un razonamiento histórico se refieren
a los fundamentos en los que se asienta el mismo lenguaje objeto. En
dichos fundamentos se cifran las pretensiones de validez vinculadas a
los razonamientos y a los argumentos históricos. Estas pretensiones son
radicalmente distintas en cada modelo; no imagino en virtud de qué razones
podría afirmarse que exista un razonamiento histórico único, común a
todos esos modelos.
La pretensión de forjar la disciplina histórica sobre la base de una
concepción del razonamiento histórico de la que, por otra parte, no se
hace cuestión es ilegítima, pues pospone la responsabilidad de describir
qué tipo de validez podría llegar a atribuirse a cada razonamiento, y, por
descontado, no consigue dar una idea de en qué sentido habría que entender
los juicios históricos (¿en el literal, en el alegórico, en el anagógico, en el
espiritual?). Esta es la situación en la que nos encontramos porque estas
son algunas de las más elementales constricciones a que conduce no sólo
el empleo de razonamientos y la producción de discursos, sino la exigencia
(cognitiva y epistémica, sí, pero también ético-jurídica) de presentar, junto
a ellos, las pretensiones de validez en las que se asientan nuestros discursos
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y argumentos. “Reconocer que el lenguaje no es el reflejo de la realidad
no es igual que afirmar que la realidad sólo es lenguaje, o reconocer que
la historia se nos presenta en forma textual no implica ninguna suerte de
reducción de la complejidad histórica al texto, o en todo caso implica
nuevas consideraciones de la textualidad” (González de Oleaga, 1999: 88).
La pregunta sobre la forma y la función que quepa asignar al razonamiento
histórico en cada modelo historiográfico guarda una estrecha relación con
la distinción entre ‘historia’ e ‘historiografía’. En la cita anterior palpita la
apelación a la distinción de rigor entre la historia como acontecer que somos
nosotros mismos, y en la que estamos implicados; y la historiografía como
indagación metahistórica a través de la cual se da a conocer lo que aconteció.
Según Heidegger, esta última forma de conocimiento se lleva a efecto junto
al descubrimiento, la crítica y la interpretación de las fuentes, así como a
través de la exposición de lo encontrado en esas fuentes (Heidegger, 2009:
93). Parece pues evidente que es en definitiva en la historiografía donde
tiene lugar la integración de la dimensión discursiva de la racionalidad junto
a la actividad de razonar y argumentar. Después de todo, si atendemos a
la distinción de rigor entre ‘historia’ e ‘historiografía’ resulta inconsistente
afirmar que en la historia se puedan acaso encontrar argumentos que
puedan a la postre rescatarse o capturarse. Lo que quiero decir es que el así
llamado razonamiento histórico únicamente se puede encontrar y rescatar
en la historiografía, pero no en la historia.El razonamiento es un proceso
mental, se ha dicho. Ahora bien: “¿Por qué la expresión de conocimiento de
un acontecer se utiliza para designar este acontecer mismo? Porque se trata
de un acontecer que nos concierne a nosotros mismos. El acontecer queda
preservado en el conocimiento que tenemos de él” (Heidegger, 2009: 93).
La persistente distinción entre aquello que corresponde a la investigación
historiográfica y el, por así decir, régimen del acontecer histórico —del
tiempo histórico— debería ser tomada en un sentido figurado ya que este
último (el acontecer histórico) no existe en cuanto fenómeno. De aquí no debe
inferirse que no hayan tenido lugar determinados acontecimientos como, por
ejemplo, el encuentro entre Franco y Hitler en Hendaya, la existencia de
Menocchio el molinero del Friuli o la fiesta de cumpleaños de mi hermano
Agustín, pongo por caso, sino que dichos eventos no constituyen un hecho
histórico per se. La historia no nace, se hace.
El concepto de acontecer histórico debe tomarse como una
representación mental necesaria (un ente de razón), irrenunciable, en la
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medida en la que existe, de facto, una investigación (de nosotros mismos)
en tanto en cuanto nos vemos concernidos e incluso envueltos y atañidos
por los efectos de la disposición historiográfica del así llamado tiempo
histórico. En conclusión, nos las habemos con hechos historiográficos pero
no con hechos históricos. La única manera de otorgar una causa razonable
a los partidarios de la posición reconstructivista tiene relación con esto.
Es verdad que el hecho historiográfico es indiscutible en lo relativo a su
existencia; pero el régimen lingüístico al que éste accede hace necesario
su tránsito constante entre la univocidad y la equivocidad, porque no es
completamente unívoco ni tampoco equívoco. No obstante, que se pueda
conceder que existe (en los términos en los que nos viene dada la facticidad
lingüística) un hecho historiográficamente acontecido no debe confundirse
con la pretensión de que existe un hecho histórico.
La confusión entre estos dos planos (el plano de lo histórico y el
de lo historiográfico) conduce a la perniciosa asociación de la historia
con conceptos modales aléticos (necesario, posible, contingente), mas
lo cierto es que sólo se debe reservar dicha relación a la indagación
historiográfica. Como es sabido, hay conceptos modales en los ámbitos
en los que cabe expresarse: el ontológico, el epistemológico, el relativo
a la verdad (o alético) y el deontológico. Traigo a colación esto último
porque resulta a todas luces evidente que tampoco es legítimo el empleo
de los conceptos modales aléticos (relativos al modo en el que cabe
expresar o presentar la verdad: con carácter de necesidad, posibilidad o
contingencia) para referirse a la historia, ya que su uso sólo compete a la
indagación historiográfica. Esto último implica que no puede decirse, por
ejemplo, que el concepto modal de necesidad, en su modalidad alética,
pueda acaso, desde el régimen historiográfico, saltar al régimen de la
existencia hasta confundirse con un concepto modal en su declinación
ontológica. Para decirlo en dos palabras, y sin detenerme aquí en su
análisis: si decidimos no sólo no salvaguardar la relación entre la
modalidad lógica y la ontológica (porque si algo es lógicamente posible
lo es también ontológicamente) sino entre la alética y la ontológica,
entonces, no habría que tomar lo necesariamente verdadero como si esto
equivaliera a lo necesariamente existente o a lo necesariamente acontecido.
Lo necesariamente verdadero es una noción, y en cuanto noción se refiere
al concepto que se tiene de algo: es un término teórico empleado tan sólo
para referirse al conocimiento de una realidad cualquiera.
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Una vez hechas estas concesiones teóricas, me parece que es el
deconstructivismo la posición más consistente en lo que hace a la limitación
y función otorgadas al razonamiento en el plano de la historia y en el de la
historiografía. A mi modo de ver, el argumento expuesto arriba en torno a las
limitaciones lógico-discursivas atribuibles a los conceptos modales bajo sus
distintas declinaciones (alética, ontológica, epistémica o si se quiere lógica
y deontológica) no podría ser rebatido por cualquier hallazgo producto de
la aplicación de cualesquiera técnicas de indagación historiográfica (dentro
de las cuales algunos autores han incluido la lexicografía, la semiótica, el
pragmatismo, la retórica, la antropología simbólica, etcétera).
Hasta ahora hemos visto que la consideración de qué sea y qué
función adquiera el razonamiento histórico no es equivalente en cada
modelo historiográfico. No obstante, se me podría reprochar que aún no
haya formulado una de las preguntas más decisivas: ¿se debe o no tomar la
historiografía como una indagación descriptiva o normativa? La separación
entre aquello que únicamente se puede tomar de un modo descriptivo y
lo que tiene carácter normativo parece insalvable, y, con frecuencia, se
acepta como una situación de partida. Para decirlo sumariamente: ¿dónde
podríamos hacer radicar las fuentes de la normatividad? Si mantenemos la
separación entre el orden de lo descriptivo y lo normativo, la respuesta a la
indagación acerca de las fuentes de la normatividad puede llegar a ser no
sólo inconsistente sino seguramente violenta simbólicamente.
¿Por qué algunos autores (Southgate, 1996) partidarios de la posición
deconstructivista han renunciado a presentar una ligazón entre el orden
de lo normativo y el de lo descriptivo? ¿Por qué no se ha asumido el
deconstructivismo como una posición teórica desde la que dar cuenta de
las fuentes de la normatividad?
2. La cognición social en el debate historiográfico
Suele tomarse como un lugar común que la racionalidad epistémica
“se puede estudiar descriptiva o normativamente: desde el punto de
vista descriptivo estudiamos cómo se acepta de hecho que algunas
representaciones constituyen información válida sobre el mundo. Desde
el punto de vista normativo buscamos establecer criterios ideales para la
aceptación racional” (Broncano, 1995: 223). La cuestión que comenzamos
a pergeñar líneas arriba es si, en definitiva, puede decirse que exista una
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acepción, o una corriente incluso, en torno a la racionalidad epistémica
historiográfica en la que la separación entre lo descriptivo y lo normativo
pueda leerse en clave de interdependencia.
Me puedo imaginar que un deconstructivista tendrá cierto reparo
en aceptar que la investigación historiográfica pueda llegar a producir
información válida sobre el mundo. Y que aceptará con ciertas dosis de
escepticismo la tarea de buscar criterios ideales para la aceptación racional;
si bien terminará simpatizando con la idea de que es a la luz de la retórica y
del ejercicio racional y pragmático del consenso como habría que entender
el desafío de establecer, mas no de imponer, criterios ideales compartidos
para la aceptación racional. Sin embargo, a mi modo de ver, también en
la primera de las tareas se define el concepto de validez cum grano salis
puesto que ésta se predica de la información sobre el mundo, y de ninguna
otra cosa. ¿No habría pues de asumirse sin tantas reticencias la doble tarea?
Si esto es así, puede juzgarse que la posición deconstructivista se inclina
por el desarrollo de una racionalidad epistémica en clave historiografía
o, por decirlo de otro modo, una epistemología de la historiografía
posmoderna. Sin que ello suponga dejar de reconocer el impacto
ejercido por autores como Stuart Mill, Carnap, Popper, Lakatos, Kuhn,
Feyerabend, Laudan, Johnson-Laird, o Tversky, sobre la construcción de
un programa de reconstrucción racional, son sin embargo el giro cognitivo
y la epistemología naturalizada (Quine, 1969) aquellas corrientes que, a
mi modo de ver, mejor armonizarían con ese proyecto de epistemología
aplicado a la historiografía posmoderna.
Con todo ello, lo que se está sugiriendo aquí es que corrientes
historiográficas que podemos considerar constructivistas, y en cierto modo
también deconstructivistas (sus respectivas diferencias son una cuestión de
proporciones) entre las que cabe citar la historia social, Annales, etcétera,
podrían enfrentar con todo derecho el problema de construir una teoría
descriptiva de la racionalidad así como el de determinar las fuentes de la
normatividad a la luz de la naturalización de la epistemología.
Nuestro objetivo aquí no será desarrollar este tema cuanto el de hallar
una justificación para su conexión y asociación. Es probable que ni tenga
sentido hablar de epistemología al margen de las distintas concepciones
historiográficas ni afrontar los retos teóricos de la historiografía sin
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que, de inmediato, se esté entrando de lleno en cuestiones de teoría del
conocimiento. Volvamos entonces donde lo dejamos: ¿cómo sería una
teoría descriptiva de la racionalidad en clave naturalista?, ¿y cuáles
podrían aceptarse como las fuentes de la normatividad en el caso de la
historiografía deconstructivista?
En relación con lo primero, a saber, el desafío consistente en
describir completamente los componentes de una teoría descriptiva
de la racionalidad, podríamos comenzar a desgranar su complejidad
haciéndonos la siguiente pregunta: ¿qué pudo hacer posible que los seres
humanos se beneficiaran a tal punto (tal vez más que otras especies) del
espectacular desarrollo de nuestras capacidades cognitivas? Para responder
a esta pregunta habría que reparar en el complejo entorno político-social
que ha dado lugar al origen y al desarrollo de las mentadas capacidades.
El razonamiento histórico, en cualquiera de sus declinaciones supone,
por de pronto, hacer uso de representaciones mentales cuando no de
representaciones acerca de representaciones metahistóricas. Esta compleja
trama del razonamiento rebasa con mucho el problema de si habría que
entender dicha representación como una reflexión bien sobre nociones,
bien sobre hechos históricos o bien sobre hechos historiográficos. Hay aquí
imbricada, además, tal y como hemos visto, una cuestión que afecta tanto
al estatuto de la validez epistémica del razonamiento, como a la de los
argumentos desarrollados en cada caso.
Esta última cuestión, la de la validez y justificación epistémicas, no
se enfrenta de igual modo si se tiene por insalvable la distinción entre
‘conocimiento’ y ‘creencia’ que cuando, por el contrario, se acepta el lema
del eliminativismo epistemológico según el cual la diferencia entre tales
nociones depende de lo que ciertas comunidades científicas determinen
qué es conocimiento, qué es creencia. De nuevo nos encontramos con una
cuestión de proporciones.
También para los defensores de la teoría de la fiabilidad de los
procesos cognitivos (los razonamientos históricos son procesos cognitivos,
se ha dicho) una creencia es un indicador fiable del mundo si, y sólo si, es
producto de un proceso causal mediante el cual se establece una dependencia
entre el suceso original y la creencia (Nozick, 1981; Goldman, 1986). Por
esta razón, algunos defensores de la teoría de la fiabilidad de los procesos
cognitivos se terminaron preguntando mediante qué procesos podríamos
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acaso generar creencias fiables acerca de un suceso pasado; esto es, que
terminaron siendo asaltados por la duda sobre qué clase de metacreencias
iban a poder garantizar que nuestras creencias sobre un suceso pasado
estén justificadas.
Como consecuencia de todo ello, para algunos autores la mera
fiabilidad es insuficiente si lo que se busca es justificar racionalmente
nuestras creencias. Este es el ejemplo de la teoría de las virtudes epistémicas
que surge con ocasión de resolver esa insuficiencia en el enfoque fiabilista
(Sosa, 1993). Es precisamente a partir de estos complejos desafíos de
justificación epistémica como surge la teoría de las virtudes cognitivas: en
la resolución de tareas cognitivas habría no sólo destreza natural, por así
decir, sino habilidad para resolverlas o afrontarlas.
Qué duda cabe que, en la conformación de esas habilidades, la
investigación historiográfica, como quiera que se entienda ésta, tiene
que haber desempeñado un papel destacado aunque sólo sea porque, de
hecho, nos encontramos con que los seres humanos se han procurado a sí
mismos la posibilidad de reflexionar sobre el pasado. Esa habilidad no la
tiene ningún organismo vivo a título individual (seguramente, si así fuera,
representaría más bien un impedimento para realizar la función adaptativa)
sino que disponemos de ella de manera colectiva.
En relación con lo segundo, a saber, cuáles serían las fuentes de la
normatividad en el caso de la historiografía deconstructivista, habría que
comenzar recordando que fue Christine M. Korsgaard quien sostuvo que
las fuentes de la normatividad se pueden formular de diferentes modos,
abriéndose con ello la posibilidad de que hubiera en definitiva formas no
morales de normatividad (Bernard Williams, 2000: 259). Me parece que esta
cuestión tiene una destacada importancia para la investigación historiográfica,
así como para nuestras aproximaciones al sentido del pasado, porque nos
ayuda a cuestionar qué clase de autoridad cabe atribuir a la expresión de
nuestros estados mentales en torno al pasado. Korsgaard afirmó que hay
conceptos que pueden gozar de carácter normativo; y argumentó a favor de la
tesis de que podían reconocerse sin miedo varias fuentes de la normatividad:
el voluntarismo, el asentimiento reflexivo, el realismo y la apelación a la
autonomía. Era este un debate de raigambre kantiana, y la autora así entendió
su propuesta. Pero supongamos que se pudiera rastrear otra fuente de la
normatividad en relación con la investigación metahistórica, entendiendo
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ésta como la expresión de un proceso discurso en el que a ciertas afirmaciones
se les reconoce una autoridad de la que no gozan otras. A mi modo de ver,
este sería un debate de hondas raíces analíticas. Propongo abundar en esta
cuestión a la luz de la propuesta de David H. Finkelstein (2010) acerca del
tema del auto-conocimiento, o sea, acerca de qué clase de autoridad quepa
atribuir a las expresiones sobre nuestros propios estados mentales. Después
de todo ya hemos visto que el razonamiento histórico se presenta como una
forma de cognición y entraña, por tanto, estados mentales; en primer lugar a
título individual y, después, bajo la forma de una cognición social.
Se puede llegar a compartir colectivamente una representación o, al
menos, el contenido de una representación, y, por tanto, el estado mental
asociado a dicha representación. Por ejemplo, que “2+2 son 4”, que “a
bobos y a locos no les tengas en poco”, que “al pan, pan y al vino, vino”
o que las integrantes de la Sección Femenina española compartían el
contenido representacional según el cual “la mujer no debe ser ni parecer
un intelectual”, y consideraron su obligación convertirlo en un contenido
representacional colectivo.
Finkelstein se pregunta cómo es que somos capaces de exponer
nuestros propios pensamientos de una manera tan sencilla, precisa e
investida de autoridad, y en qué sentido es diferente describir los estados
mentales propios, de describir los de cualquier otra persona. Estados
mentales y contenidos representacionales son dos problemas de calado en
la investigación historiográfica. Por lo tanto, las preguntas formuladas por
Finkelstein tendrían que poder formar parte del conjunto de tópicos que
constituyen el debate historiográfico contemporáneo: no hay razón para
desvincular razonamiento y argumentación histórica de los hallazgos y
controversias intelectuales que estos mismos temas suscitan en la filosofía
analítica tras el giro cognitivo y la naturalización de la epistemología. Los
ensayos sobre filosofía analítica de la historia de Arthur Danto (1965) ya
no pueden dar cuenta de desarrollos posteriores.
El debate planteado por Finkelstein guarda una relación estrechísima
con el debate constructivismo vs. reconstructivismo, ya que si existe
alguna clase de dimensión normativa ésta tiene por necesidad que estar
relacionada con la posibilidad de llegar a describir eventos del pasado con
ciertas garantías epistémicas. Pero ¿con qué autoridad podemos hablar
de la existencia de nuestros contenidos de representación? Finkelstein
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distingue en principio dos posiciones para responder a esa pregunta. Como
su trabajo se desarrolla dentro de la tradición analítica no hará uso de los
términos ‘reconstructivismo’ y ‘constructivismo’ sino de otros dos que, a
pesar de todo, tienen a mi modo de ver un cierto aire de familia, a saber:
‘detectivismo’ y ‘constitutivismo’.
El debate entre detectivistas y constitutivistas se remonta a la
controversia entre A. Comte y J. Stuart Mill cuando el primero afirmaba
que no era posible que un sujeto se percibiera a sí mismo razonando ya
que el órgano observado y el observador eran el mismo. Mill respondió
con sutileza y elegancia cuando apuntó que todos podemos apreciar que
hay en nosotros un tipo de percepción interior que, actuando junto a la
memoria, nos lleva a afirmar que sí podemos percibirnos a nosotros mismos
razonando. Esta ‘percepción interior’ a la que aludía no era otra cosa
sino una anticipación de la noción de ‘sentido interno’ que desarrollaría
posteriormente B. Russell en 1912 cuando, al distinguir entre nuestro
conocimiento de los objetos físicos y nuestro conocimiento de aquellos
datos sensoriales que conforman su apariencia, afirmó algo sustancial,
a saber, que era mediante la introspección como elaborábamos aquellos
datos que proceden del sentido interno.
Russell estaba afirmando pues que existía una cognición externa y
una cognición interna, y argumentó que la certeza con la que conocemos
nuestras propias cogniciones internas es de una índole diferente, más
compleja y mayor, según Russell, además de constituir un fenómeno
perceptivo únicamente en un sentido metafórico. Bautizada con el
nombre de detectivismo, según esta posición, la mente era un órgano
epistémicamente aislado de los procesos que acontecían fuera de ella.
No obstante, la posición inicial de Russell se ve enmendada 10 años
después. El viejo detectivismo inicial es reemplazado por una especie de
nuevo detectivismo. Según el nuevo, sí somos conscientes de nuestros
estados mentales, pero mediante una forma de acceso que es idéntica a
la que nos lleva a ser conscientes de sucesos externos, de fenómenos, los
cuales conocemos mediante procesos inferenciales. En resumen, puede
decirse que el detectivismo está inspirado en la idea de que la consciencia
conlleva siempre alguna clase de percepción interior, por lo que Russell
infiere que uno mismo (o la persona que se exprese en cuestión) es quien
mejor puede hablar acerca de sus intenciones.
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Si Russell alumbró este original, nuevo y viejo detectivismo, serán
Crispin Wright (2001) y Saul Kripke (1982) quienes defiendan en nuestra
actualidad el constitutivismo. Ambos bosquejan su posición inspirándose
en el Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas a quien consideran
constitutivista cuando éste plantea qué cabe entender por el seguimiento
de reglas. En general, los partidarios del constitutivismo defienden que la
autoridad de la primera persona únicamente radica en que cuando juzgamos
que creemos o deseamos algo, a menudo, hacemos que el objeto de nuestro
juicio o de nuestro deseo sea el caso. Es cierto que habría una posición
intermedia, una especie de síntesis entre unos y otros, y que radicaría en la
pragmática idea de que a veces descubrimos y a veces construimos nuestros
estados mentales y/o su contenido representacional. ¿A veces descubrimos
hechos históricos y a veces los construimos? ¿Descubrimos o construimos
el pasado? ¿Cómo es esto posible, en qué quedamos?
Kripke afirma que lo que se debate en este problema filosófico es la tesis
escéptica según la cual “no hay hechos sobre lo que quieren decir nuestras
palabras” (Finkelstein, 2010: 89). ¿Cómo podría entonces afirmarse que
haya estados mentales con contenido? Con frecuencia se ha dicho que,
según esta interpretación de Wittgenstein, Kripke estaría sosteniendo en
definitiva una teoría de la verdad como redundancia: afirmar que algo es
verdadero es lo mismo que afirmar el enunciado mismo. Sin embargo,
Wright consiguió salir de esta paradoja planteando lo que denominó “la
respuesta obvia” consistente en reformular los términos en los que habría
que entender el seguimiento de reglas haciéndose esta sencilla pregunta:
¿por qué habría de ser irrefutable el platonismo implícito en la tesis de que
cuando seguimos reglas buscamos adivinar lo que el otro tiene en su mente?
¿Por qué no partir de la suposición de que, en realidad, lo decidimos?
Esta posición conduce a Wright a sostener una concepción constitutivista
sobre la autoridad de la primera persona porque cada regla y cada estado
intencional adquieren su contenido mediante cierto tipo de estipulación.
Ese abismo, esa inevitable regresión ad infinitum, el hecho de que
determinar el significado de cualquier interpretación requiera a su vez de
otra, no se puede zanjar, según Finkelstein, apelando a la estipulación o a
la decisión, tal y como hace Wright. Ni la interpretación ni la interposición
de una estipulación pueden salvar ese abismo; ¿por qué? En opinión de
Finkelstein, en las descripciones (o auto-descripciones, según se mire) de
nuestros estados mentales nos presentamos como responsables de ellas.
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No puede decirse de un dolor de cabeza que uno sea el responsable de
él; pero sí puede atribuírseme responsabilidad acerca de mi creencia (en
mi declaración) acerca de tal sensación. Eso le lleva a acuñar la posición
del constitutivismo doxástico; una alternativa teórica que no resta valor
al tema de la responsabilidad en el debate de la autoridad de la primera
persona. El autor va perfilando esta posición hasta aproximarla a un
cierto constitutivismo declarativo en el que pesa la noción de conciencia
interna de McDowell (1996) para quien aquello que, en definitiva, nos
permite establecer ciertas garantías de significado para un juicio, son
relaciones y capacidades conceptuales ya que la simple, pura e inmediata
experiencia sensorial no puede presentarse como intermediario entre el
sujeto y el mundo: mis impresiones sobre éste involucran, precisamente,
relaciones conceptuales.
En definitiva, tanto la experiencia interna como la experiencia externa
poseen radicalmente (en su génesis) un contenido conceptual. La experiencia
interna y la externa están constituidas por el desarrollo de capacidades
conceptuales. Reconstructivismo y constitutivismo serían inconcebibles
como modelos historiográficos si supusiéramos que el historiador está
desprovisto de ciertas capacidades conceptuales. El retorno constante ora
al detectivismo ora al constitutivismo ora a posiciones intermedias, es
zanjado por Finkelstein cuando introduce el problema de la interpretación
en los términos en que preocupó a Wittgenstein: “Todo signo parece por
sí solo muerto. ¿Qué es lo que le da vida? —vive en el uso—” (1958: §
432). No hay pues que desligar a las palabras de sus entornos o contextos,
es decir, de la fuente de su expresividad.
En su interpretación del expresivismo de Finkelstein, Ram Neta
(2008) sostiene que éste se basa en la idea de que una auto-descripción
supone la inmediata producción de un contexto dado para la expresión
de estados de conciencia. Es ese contexto lo que nos permite entender los
mismos pensamientos expresados. El modelo expresivista de Finkelstein
en filosofía de la mente puede ser de gran ayuda para entender mejor el
deconstructivismo. Pero no sólo eso. Puede decirse que el deconstructivismo
es ya un cierto modelo en términos de filosofía de la mente.
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3. Validez inferencial, inferencias rebatibles e investigación histórica.
A modo de conclusión
Si una auto-descripción (‘creo que es azul’; ‘Collingwood dice que no’;
‘¡me gusta comer con otros!’) supone la inmediata producción de un
contexto dado para la expresión de estados de conciencia, y es ese contexto
lo que nos permite entender los mismos pensamientos expresados, entonces,
parece a todas luces relevante preguntarse si también compartimos todos
la misma idea de validez inferencial. Algo nos puede llevar a considerar
de entrada que no: todos tenemos la experiencia del desacuerdo. Todos
tenemos experiencia de que o no acertamos a la hora de reproducir un
contexto dado para hacer comprensible nuestros estados de conciencia y sus
contenidos representacionales; o bien sí, todos hacemos esto con suficiente
maña, pero fallamos a la postre al inferir de ellos otros contenidos. O bien
fallamos en ambas cosas y nos quedábamos todos como estábamos…
Para entender algo más sobre qué quiere decir ‘validez inferencial’ y
por qué este proceso es presa de toda clase de sesgos cognitivos, habría
que referirse a los hallazgos en psicología del razonamiento de Peter C.
Wason. Los resultados de la investigación experimental llevada a cabo por
Wason (1960) son un ejemplo paradigmático sobre cómo las concepciones
acerca de la validez inferencial no dan cuenta satisfactoriamente de los
fenómenos de razonamiento ordinario.
Fue en 1960 cuando algunos psicólogos experimentales empezaron a
interesarse por la naturaleza del razonamiento humano. Llevaron a cabo
una serie de experimentos que les permitían concluir que la mayoría de los
seres humanos comenten ordinariamente errores básicos de orden deductivo
en sus inferencias. Como resultado de esta investigación surge el concepto
de ‘competencia inferencial’. La definición de ‘competencia inferencial’
que proponen los psicólogos experimentales no está conformada por todos
los principios ni por todas las reglas de la lógica clásica. Esta investigación
se enriqueció más adelante con la aplicación de una hipótesis tentativa
según la cual los sujetos de los experimentos realizaban inferencias más
consistentes desde el punto de vista formal cuando les presentaban una
versión concreta de las tareas inferenciales, es decir, cuando se les encarga
la resolución de dichas tareas sin dejar de utilizar el lenguaje natural; y no
a través de formalizaciones en un lenguaje objeto.
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La investigación de aquellos psicólogos experimentales está en
sintonía con el descubrimiento de sesgos cognitivos o errores sistemáticos
a la hora de realizar inferencias. Desde el punto de vista de la psicología
cognitiva, los sesgos cognitivos son uno de los conceptos nucleares de la
psicología del razonamiento porque nos permiten inferir que hay cierto
tipo de contextos, condiciones y situaciones en las cuales un mecanismo
cognitivo (con efectos inferenciales o inductivos) produce resultados
cognitivos que no son correctos. ¿Por qué este hallazgo no está plenamente
integrado como un tópico en el debate historiográfico?
Esta heurística cognitiva (Gigerenzer, 1991; García Aguilar, 2004)
representa en sí misma un ejemplo en el que se aprecia que los procesos
inferenciales y representacionales se abordan en el razonamiento ordinario
a partir de componentes y procesos interpretativos. Así, en el caso de los
sesgos epistémicos, es la previa interpretación de los contextos en los
cuales se llevan a efecto mecanismos cognoscitivos (una inferencia, una
representación) lo que orienta al sujeto a la hora de producir mecanismos
cognoscitivos justificados o aceptables.
Como se sabe, las disciplinas que aglutina la interpretación lingüística
son la lógica, la semántica y la pragmática. En sus estudios acerca de las
inferencias rebatibles (defeasible inferences), autores como Steninng y
Lambalguen (2001) han llamado la atención sobre la poca importancia
que suele concedérsele a estas tres dimensiones de la interpretación en el
dominio de la lógica y de la filosofía del lenguaje. Las inferencias rebatibles
son lo opuesto a los argumentos deductivos los cuales no son rebatibles.
Si una conclusión se sigue deductivamente de un conjunto de premisas
P, nunca puede ser válida si se aumenta P, o sea, una inferencia válida no
puede ser válida si, entre otros aspectos, se obtiene más información a
partir de ella.
Pues bien, las inferencias rebatibles son las empleadas en la
investigación histórica. De hecho, las funciones que los reconstructivistas
confieren al razonamiento histórico no se compadecen con la naturaleza
de las inferencias empleadas en el desarrollo del razonamiento porque
construyen razonamientos históricos sobre la base de una concepción
deductiva del mismo. Sin embargo, nos encontramos con que en la historia
no cabe deducir; la historia es un espacio eminentemente defeasible.
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También en la vida cotidiana nuestras inferencias son inferencias
rebatibles. Lo podemos comprobar, por ejemplo, a través de algunas de
las más importantes inferencias revocables o rebatibles como lo son las
inferencias condicionales dentro de las cuales cabría destacar, entre otras,
las llamadas implicaturas conversacionales, además de la inferencia
abductiva que a mi modo de ver debe entenderse como el patrón lógico
inherente al proceso cognitivo denominado ‘interpretación’ (González
Navarro, 2006; 2010; 2011).
La aplicación de la lógica del descubrimiento y el modelo abductivo
de razonamiento es constante no sólo en las ciencias experimentales sino
en la indagación historiográfica y, por tanto, en las ciencias humanas. Es
sobre la base de estos instrumentos de razonamiento como se desarrolla la
investigación en torno el pasado. El modelo abductivo de razonamiento está
presente en la racionalidad epistémica y en la cognitiva, pero es igualmente
determinante para explorar y justificar intenciones, motivaciones y, por lo
tanto, se utiliza en la racionalidad ético-jurídica: habría consiguientemente
un camino que conduciría hacia las fuentes de la normatividad.
Por todas estas razones, los llamados sesgos cognitivos así como la
concepción de la cognición como una actividad mental colectiva tendrían que
incorporarse al debate historiográfico. Después de todo, la representación
del pasado histórico a que da lugar la investigación histórica conforme
a modelos historiográficos específicos influye sobre la acción colectiva
y, por descontado, sobre las concepciones de lo social y de lo político.
Los modelos historiográficos nos trasmiten una idea del pasado a través
de un modelo de razonamiento: preforman nuestra cognición individual
y colectivamente, nos hacen compartir prejuicios y sesgos cognitivos, y
en ocasiones llegan incluso a enmascarar la naturaleza rebatible de las
inferencias a que da lugar el razonamiento histórico.
A pesar de todo ello, en estas páginas se mantiene que hay dificultades
para incorporar dicha temática a partir de concepciones reconstructivistas
porque aunque éstas entienden el razonamiento como un proceso
discursivo secuencial (donde hay premisas y conclusiones) desde ellas se
sigue defendiendo una visión realista sobre el problema del ‘referente’,
por lo que es en él donde cargan las tintas sus respectivas controversias
disciplinares. El deseable examen del razonamiento como instrumento
de investigación de primordial importancia o la incursión dentro de los
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temas relacionados con él (inferencias rebatibles, inducción abductiva,
sesgos cognitivos, falacias informales, etcétera) pasan a un segundo plano
en favor del uso —no reflexivo, y por tanto probablemente falaz— del
razonamiento. Como una evidencia de ello bastaría con rastrear qué
historiadores se han planteado el gran problema del sesgo cognitivo de
confirmación, o sea, la tendencia a interpretar información de modo tal que
corrobore nuestros propios prejuicios o cuándo han dedicado unas líneas al
sesgo de disconformidad, o sea, la tendencia a examinar información que
contradiga nuestras propias creencias. La tesis Duhen-Quine sobre que la
experiencia es suficiente para confirmar las teorías o ponerlas en aprietos,
pero que es insuficiente para identificar la unidad responsable del error
porque no forma parte de sus preocupaciones intelectuales. Es razonable
pensar que todo ello influya sobre nuestros procesos cognitivos durante
nuestra vida en comunidad: aquí y ahora.
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