Deber y conciencia Nicolás Trist, el negociador norteamericano en la Guerra del 47 HISTORIA alejandro sobarzo SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA DEBER Y CONCIENCIA ALEJANDRO SOBARZO DEBER Y CONCIENCIA Nicolás Trist, el negociador norteamericano en la Guerra del 47 FONDO DE CULTURA ECONÓMICA Primera edición, Editorial Diana, Segunda edición, FCE, Tercera edición, Cuarta edición, 1990 1996 2000 2012 Sobarzo Loaiza, Alejandro Deber y conciencia: Nicolás Trist, el negociador norteamericano en la Guerra del 47 / Alejandro Sobarzo. — 3ª ed. — Mexico : FCE, 2000 367 p. : fots. ; 21 × 14 cm — (Colec. Historia) ISBN 978-607-16-1020-1 1. Trist, Nicolás Philip — Vida y obra 2. Historia — México — Invasión norteamericana I. Ser. II. t. LC E4159. T84 Dewey 923.2 T837 S832d Distribución mundial D. R. © 1996, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008 Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com www.fondodeculturaeconomica.com Tel. (55)5224-4672; fax: (55)5227-4694 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos. ISBN 978-607-16-1020-1 Impreso en México • Printed in Mexico PRÓLOGO A LA CUARTA EDICIÓN Este libro, Deber y conciencia. Nicolás Trist, el negociador norteamericano en la Guerra del 47, de Alejandro Sobarzo, se ha vuelto ya un clásico en su tema, con tres ediciones anteriores a ésta de las cuales las dos últimas se ampliaron con respecto a la primera. Por lo tanto, todo lo que necesitamos saber acerca de este personaje que se vio entre la espada (de su deber imperialista) y la pared (de su conciencia favorable a México) aparece ya en las últimas dos ediciones. Las relaciones entre México y los Estados Unidos se iniciaron dentro de un ambiente poco propicio para que se fomentara a corto plazo un clima de acercamiento y de cooperación. Desde un principio hubo recelo y desconfianza que no sólo no auguraban una buena vecindad, sino que permitían prever tirantez, cuando no conflictos graves. No se podría negar que las ideas de un estadista como John Quincy Adams representaban el sentir de una buena parte del pueblo norteamericano, cuando abrigaba poca fe de que los mexicanos pudieran constituirse en una democracia una vez que triunfara su lucha emancipadora, o sea la Guerra de Independencia, por la opresión a que habían estado sometidos y, como muchos de sus coterráneos, tampoco él auguraba relaciones venturosas entre ambos países. Las diferencias de raza, religión y costumbres, así como una acendrada convicción de superioridad de los norteamericanos, obviamente no propiciaban el acercamiento. Por otra parte, la desigualdad de fuerzas obraba en contra de México, lo que se puso de relieve en una materia que ya amenazaba con empañar las buenas relaciones entre ambos países —como sucedió en varias etapas de nuestra historia—, o sea la interposición diplomática, motivada por norteamericanos residentes en el extranjero que acudían a su gobierno en demanda de protección, por reales o supuestos agravios de que habían sido víctimas. El tema desde un principio fue objeto de polémica e inclusive 7 8 PRÓLOGO A LA CUARTA EDICIÓN hubo norteamericanos que justificaron el derecho de su país de supervisar la administración de justicia de otra nación y de escudriñar la legalidad y la equidad de las decisiones de sus tribunales. A esto habría que agregar que, por una parte, el hecho de contar con una instancia adicional, o sea la protección de su gobierno, colocaba al extranjero en una posición de verdadero privilegio frente al resto de la población y, otra, que la medida normalmente sólo estaría al alcance de los países fuertes y tendría —para decir lo menos— serias limitaciones en el caso de los débiles. Sin embargo, el problema más grave que por la época se presentó —y se ha presentado— entre ambos países fue el ocasionado por la Guerra del 47, que sólo pudo terminar mediante un oneroso instrumento para México, el Tratado de Paz, Amistad, Límites y Arreglo Definitivo, más conocido por el nombre de Tratado de Guadalupe Hidalgo. Ese instrumento puso fin a la intervención norteamericana en México a mediados del siglo antepasado, pero como es bien sabido, el precio que se tuvo que pagar por el retiro de las tropas extranjeras de la zona que conservaríamos los mexicanos fue sumamente elevado. Cabe recordar que con el territorio que perdimos merced a esa guerra injusta y largamente planeada, se conformaron los presentes Estados de California, Texas, Nevada, Utah, Arizona y Nuevo México, así como partes de las presentes entidades de Colorado, Wyoming, Oklahoma y Kansas. Sin embargo, para comprender debidamente un capítulo histórico como es la Guerra del 47 y el tratado que le puso fin, no podemos partir del incidente suscitado entre las tropas de uno y otro país en el territorio supuestamente en disputa, ubicado entre los ríos Nueces y Bravo. Ése sería un criterio corto de alcances o fundado en la mala fe. Tampoco podemos partir de la Guerra de Texas. Ni siquiera de los permisos de colonización otorgados por el gobierno español y después por el mexicano. Si vamos a la etiología de los hechos, tendríamos que remontarnos a una corriente expansionista cuyas primeras manifestaciones se advirtieron en Estados Unidos más de medio siglo antes del inicio de la contienda y provinieron de voces tan autorizadas como la de Tomás Jefferson en 1876. Poco a poco los trazos del proyecto se hicieron más ostensibles PRÓLOGO A LA CUARTA EDICIÓN 9 y no pasó mucho para que mentes lúcidas comenzaran a precisar todo el contorno. Tal fue el caso de Manuel Gayosso de Lemus, gobernador de la Luisiana, la Luisiana todavía española, cuya visión resultó sorprendente, pues en 1798 describió con asombrosa exactitud la forma en que irían avanzando los norteamericanos sobre los territorios vecinos. Algo parecido externó algunos años después, también con admirable precisión, otro español, don Luis de Onís, representante del gobierno de España en Washington. Texas fue el primer objetivo. Comenzaron los intentos de invasión por parte de filibusteros, a los que no parecía dificultarse la obtención de ayuda norteamericana para sus siniestros propósitos. La independencia de Texas fue objetivo inaplazable, mismo que se logró en 1836 gracias a la combinación de dos factores que las armas nacionales no pudieron superar: por una parte, la ayuda de Estados Unidos y, por la otra, la torpeza, primero, y la cobardía, después, de Antonio López de Santa Anna. Años más tarde se desencadenaría la guerra al entrar tropas estadunidenses al territorio mexicano ubicado entre los ríos Nueces y Bravo. La guerra de Estados Unidos contra México se inició en abril de 1846 y aunque el presidente Polk intentó disfrazarla como reacción a las supuestas agresiones mexicanas, en realidad fue una afrenta imperialista de expansión y de conquista. Desde su campaña presidencial, Polk aseguraba que: “No tengo ninguna vacilación para declarar que estoy a favor de la inmediata reanexión de Texas al territorio y gobierno de los Estados Unidos” y dice reanexión porque sostenía que Texas originalmente formaba parte de Louisiana y había pertenecido a su país. En su discurso de toma de posesión corno presidente, el 4 de marzo de 1845, declaraba con cinismo: “Nuestra Unión es una confederación de Estados independientes, cuya política es la paz de uno con otro y con todo el mundo. Ensanchar sus límites equivale a extender el dominio de la paz sobre territorios adicionales y sobre millones de habitantes. El mundo no tiene nada que temer de la ambición militar de nuestro gobierno”. Sin embargo, poco después de haber asumido la presidencia, como ya dijimos, Polk inició la invasión de México. 10 PRÓLOGO A LA CUARTA EDICIÓN El resultado de la lucha se preveía con facilidad, pues la desigualdad de fuerzas era ostensible en población, en recursos, en ejército, en armamento yen industria. Como en alguna ocasión lo señaló Alejandro Sobarzo, fue una gran fortuna para su labor de investigación que entre el cúmulo de documentos y cartas localizado en la Biblioteca del Congreso de Washington, así como en las universidades de Virginia y de Carolina del Norte, que en esta última hubiese encontrado una carta de la esposa de Trist, donde recoge fielmente, entre comillas, el sentir de su marido en el momento de la firma misma del Tratado de Paz. El relato de don Nicolás fue el siguiente: “Si aquellos mexicanos hubieran podido ver dentro de mi corazón en ese momento, se hubieran dado cuenta de que la vergüenza que yo sentía como norteamericano era mucho más fuerte que la de ellos como mexicanos. Aunque yo no lo podía decir ahí, era algo de lo que cualquier norteamericano debía avergonzarse. Yo estaba avergonzado de ello, cordial e intensamente avergonzado de ello”. Esto revela claramente que Trist estaba convencido de la inequidad de la guerra y el motivo por el cual había desobedecido las instrucciones de su gobierno. Y lo hizo a sabiendas de que pagaría cara su audacia. Por u conducta, en efecto, el negociador perdió su puesto en el Departamento de Estado así como cualquier perspectiva de alguna otra posición en Washington y no se le pagó buena parte de los emolumentos que se le debían con motivo de su estancia en México. Después de 20 años de lucha en diversos quehaceres, y gracias a la postura asumida por el Senado, se le pagó a Nicolás Trist el doble de lo que le había asignado Polk con motivo de su estancia en México y, además, se le designó administrador de Correos en Alexandria, Virginia. Todo esto le causó honda satisfacción a don Nicolás, pero quizás lo que más lo emocionó fue que se hubiese justificado su conducta en México. Debe señalarse que Charles Sumner, senador por Massachusetts, fue quien defendió su causa con mayor ahínco y que, cuando era miembro de la Cámara Alta 20 años atrás, se había opuesto a la anexión de Texas y a la guerra con México. JOSÉ N. ITURRIAGA PALABRAS PRELIMINARES A LA TERCERA EDICIÓN Este libro tiene por objeto desempolvar una figura singular de nuestra historia. Reconocemos que ésta no es tarea fácil, al menos a corto plazo. Sin embargo, el propósito se ve favorecido porque son ostensibles los méritos de que se hizo acreedor Nicolás Trist, cuya calidad de extranjero no fue óbice para que prestara invaluable servicio a nuestro país. Además, las primeras dos ediciones de este libro, así como las presentaciones del mismo en diversas ciudades de la República y numerosas conferencias sobre el personaje, han ido allanando un poco el camino. Esta tercera edición aparece en el año del bicentenario del nacimiento de Trist, nacido en Virginia en 1800, lo que nos da motivo especial para recordarlo y continuar así con la tarea de lograr que ocupe el sitio que merece en la historia de México. Como dijo Jorge F. Hernández al presentar la segunda edición de este libro “… la vida de Nicolás Trist es una más, de las desconocidas y olvidadas vidas de personas que son personajes. Hay hombres que son como puentes, que el transcuririr de sus días abarcan un espectro raro de épocas y de lugares. Hay vidas cuyo peregrinar en el tiempo y en el espacio merecerían quedar escritas, o por lo menos, plasmadas en una buena película”. EL AUTOR 11 PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN Aún quedan en nuestra historia aspectos desconocidos, o por establecer, oscuros o por acabar de iluminar. Y un día uno y mañana otro, llega un investigador, un estudioso y aporta nueva luz que alivia de oscuridades y humo aquel capítulo que estaba incompleto, cuando no erróneo. Es lo que hace ahora con su libro, Deber y conciencia. Nicolás Trist, el negociador norteamericano en la Guerra del 47, Alejandro Sobarzo. Muchas cosas hay que ponderar en esta obra y en su autor. La larga paciencia en la reunión de los documentos en que se apoya; el sereno frenesí con que la decisión de cumplirla fue llevado y traído; el manejo juicioso, el criterio histórico con que la documentación reunida fue manejada, pues es claro que pueden ser históricos todos los documentos y, sin embargo, la historia resulta falsa. Una cosa más: el rigor del tema, del asunto, no se opone, resta ni anula la buena prosa, los hermosos hallazgos de la expresión literaria; por el contrario, tras de adornar, embellecen la verdad. Porque verdad y belleza siempre anduvieron juntas. Muchos años de trabajo supone Deber y conciencia. Nicolás Trist, el negociador norteamericano en la Guerra del 47. Discrepar de los móviles y las supuestas razones de aquella injusta guerra fue la grandeza de Trist. Mostrar, razonar tamaña grandeza fue el afán y empeño de Alejandro Sobarzo. Sortear los escollos y llegar a seguro puerto es suceso largo, peligroso y difícil de lograr. Todo lo largo es difícil, escribió Federico Nietzsche. La idea de escribir esta obra apareció en su autor cuando era aún estudiante, allá por los finales del quinto decenio de nuestro siglo. No él al tema, sino el tema a él, lo llevó y lo trajo a lo largo de 30 años. En ese lapso, lo que fue una vaga idea, un mero propósito, se convirtió en la concreta realidad de un libro, para el que atrevo, sin autoridad alguna, estas palabras que son a manera de prólogo. No peón caminero, sino sólo un compañero de la lectura. Queda Deber y conciencia en el marco del nuevo género biográfico que, sin detrimento de la verdad, acepta y agrega a la bio13 14 PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN grafía las aportaciones de la imaginación y la fantasía, dos cosas previas a la realidad: nada que después fue verdad no fue mentira en sus principios. El historiador y el literato y creador que es Alejandro Sobarzo caminan aquí de la mano. El político, hombre de acción, historiador y literato no riñen, sino que se conjugan armoniosamente. Bien lo sabe quien frecuentó su trato, entre los que quiero contarme. ¿Novela biográfica? ¿Biografía histórica? La dilucidación no importa. Lo es, sí, anotar que la obra rescata los mejores valores del género biográfico y que cada una de sus partes constituye un gran fresco en movimiento en el que las pinceladas recogen aun los más mínimos detalles de la vida de Nicolás Trist, y los trazos conducen al tiempo histórico que le tocó vivir. Procede afirmar —aunque ya está insinuado— que este trabajo pasará a ocupar un lugar dentro de la corriente historiográfica que, desde hace varias décadas, ha pugnado por estudiar desde un enfoque mexicano a los Estados Unidos. Una palabra final. Desde hace un poco más de dos décadas he sido testigo de la publicación de otras de las obras de Sobarzo, todas notables contribuciones jurídicas al conocimiento del derecho del mar. Alejandro Sobarzo viene a ser, así, una afortunada conjunción de valores, poco frecuente en nuestro medio. Conforta y reconforta reconocerlo, decirlo y proclamarlo. Es lo que hago ahora. ANDRÉS HENESTROSA Jueves 24 de mayo de 1990 Si aquellos mexicanos hubieran podido ver dentro de mi corazón en ese momento, se hubieran dado cuenta de que la vergüenza que yo sentía como norteamericano, era mucho más fuerte que la de ellos como mexicanos. Aunque yo no lo podía decir ahí, era algo de lo que cualquier norteamericano debía avergonzarse. Yo estaba avergonzado de ello, cordial e intensamente avergonzado de ello. NICOLÁS TRIST I. EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON NO RESULTABA fácil para quienes se encontraban congregados en una hacienda en Virginia a principios de julio de 1826, resignarse a que la vida se le escapara a Tomás Jefferson, hombre singular que había participado en momentos trascendentes de la historia del país. Todos los habitantes de la joven república lo recordaban como el autor de la Declaración de Independencia y como su tercer presidente. Eso, aunado a su empeño en defender la libertad y en introducir al gobierno una “sencillez republicana”, como clara reacción a lo que él juzgaba un ambiente pretencioso de los “federalistas” que le antecedieron en el poder, le habían permitido dejar una huella profunda. Sus coterráneos virginianos tenían motivos adicionales para recordarlo: como autor del Estatuto de Virginia sobre Libertad Religiosa, como gobernador y como fundador de la Universidad de Virginia. En síntesis, lo veían como uno de sus grandes hombres. Y vaya que la gente de Virginia jugó un papel destacado antes, durante y después de la lucha librada por las colonias para emanciparse del dominio de Gran Bretaña. El papel, por cierto, era tan ostensible que generalmente era reconocido por todos. Así se puso de relieve en conocido incidente: En junio de 1776 el Congreso Continental decidió nombrar una comisión de cinco miembros para elaborar una exposición de motivos del movimiento emancipador. El grupo se integró por Tomás Jefferson, John Adams, Benjamín Franklin, Robert R. Livingston y Roger Sherman. Sin embargo, puesto que uno de ellos debía ser el autor del proyecto, Adams no sólo se negó a aceptar la encomienda al ser propuesto para ello por Jefferson, sino que insistió con vehemencia en que éste lo hiciera y al efecto inició así su argumentación: “La primera razón es que usted es virginiano y un virginiano debe aparecer a la cabeza de este asunto”. 17 18 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON Y así fue como don Tomás escribió el texto base de aquel documento que en un párrafo genial recogería principios que serían recordados siempre: Sostenemos como verdades evidentes que todos los hombres nacen iguales; que a todos les confiere su Creador ciertos derechos inalienables entre los cuales están la vida, la libertad y la consecución de la felicidad; que para garantizar esos derechos los hombres instituyen gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno tiende a destruir esos fines el pueblo tiene derecho a reformarla o a abolirla, a instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en forma que a su juicio garantice mejor su seguridad y su felicidad. Bellas palabras, sin duda, pero lo cierto era que en un país esclavista el principio de igualdad obviamente no se aplicaba a todos. Sin embargo, el pensamiento de Jefferson quedaría como aspiración permanente no sólo ahí, sino en muchas otras partes del mundo. Pero si los virginianos jugaron un papel destacado en el movimiento de independencia, su ascendiente en los primeros años de la vida de la República tuvo un claro predominio. Bastaría recordar el hecho de que cuatro de los primeros cinco presidentes fueron oriundos de Virginia: George Washington, Tomás Jefferson, James Madison y James Monroe. Gracias a que el segundo, John Adams, provenía de Massachusetts, se rompió lo que hubiera sido una larga cadena. Para muchos de sus compatriotas Tomás Jefferson era algo especial. Su pasión por el saber y su disciplina en el estudio hicieron posible un vasto conocimiento en las más diversas áreas. Largas horas dedicaba a la lectura. De entre los autores de su predilección los clásicos ocupaban un lugar destacado. Extensa y variada era la lista de temas que recomendaba para tener una cultura aceptable: poesía, literatura, filosofía, historia, historia natural, política, derecho, física, pintura y otras materias. Además de su conocida formación en las disciplinas jurídicas se le admiró como científico, como investigador y como arquitecto, aunque ningún campo del saber parecía serle totalmente ajeno. Pero no obstante sus vastos conocimientos, la gran admiración EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 19 que supo generar, lo que su figura significaba para el país, y pese a los esfuerzos de los médicos y a los cuidados de su familia, se le extinguía poco a poco la vida a don Tomás. En eso pensaba esa noche de 1826, en Monticello, el joven abogado Nicolás Felipe Trist, una de las personas más cercanas al lecho de muerte y que mayor admiración y afecto sentía por el moribundo. El afecto venía de muchos años atrás. Hasta se podía decir que se remontaba a generaciones anteriores. Sin embargo, el hecho de recibir buena parte de su formación profesional bajo la guía del ex presidente y de haberse casado con una de sus nietas, Virginia Jefferson Randolph, le dio a Trist la oportunidad de convivir con él en forma estrecha, de conocerlo íntimamente y de admirarlo como pocos. Bajo la orientación de aquel lector insaciable y teniendo a su alcance las numerosas obras que se encontraban en Monticello, se había fortalecido en Trist la afición a los libros. Aun cuando Jefferson había vendido su biblioteca al Congreso al destruirse la existente durante la guerra de 1812 librada contra Gran Bretaña, comenzó a partir de entonces a integrar una nueva y, con el tiempo, volvió a reunir una cantidad considerable de volúmenes. Como lo había expresado don Tomás en una de sus cartas, él no podía vivir sin libros y siempre tenía a la mano alguna lectura trascendente. A Trist le constaba que las últimas obras leídas por el estadista le habían sido enviadas por su entrañable amigo La Fayette, el destacado general francés que luchó por la independencia de los Estados Unidos y que apenas año y medio antes se había hospedado durante seis semanas en Monticello. Una de ellas se intitulaba Colección completa de panfletos políticos y opúsculos literarios de Paul-Louis Courier. Este relevante helenista francés, que fue asesinado por manos desconocidas en 1825, era para Trist uno de los más extraordinarios genios de los muchos que surgieron en la Revolución francesa. El otro libro, Vida y discursos del eminente patriota y orador francés general Foy, le dio a Jefferson, según comentario hecho a Trist, una idea de la verdadera grandeza del personaje, cuyos discursos calificó de perfectos modelos de elocuencia para un cuerpo deliberativo. Precisamente Jefferson había pensado enviarle ambos libros a 20 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON James Madison, que había sido su secretario de Estado y luego su sucesor en la presidencia, y con quien se identificaba en tantos aspectos. Puesto que Montpelier, donde tenía su residencia Madison, era un lugar ubicado a corta distancia de Monticello, aquél visitaba con frecuencia a don Tomás y nunca dejó de haber un contacto estrecho entre ambos estadistas. En el estudio, una pequeña pieza ubicada junto a la alcoba donde pasaba sus últimas horas el Sabio de Monticello, Trist vio en la mesa de lectura dos libros sobre la vida y la obra de Séneca. No cabía la menor duda de que el anciano había conservado intacta su gran admiración por los clásicos hasta los momentos finales. Y Nicolás pensaba, al hojear lentamente los libros del filósofo ibérico y leer algunos de sus pasajes, en la facilidad con la que Jefferson sabía contagiar su entusiasmo por las lecturas más diversas. A todas parecía encontrarles algo trascendente que a veces no se advertía por el lector común. Los recuerdos de Trist sobre la vida de ese hombre tan admirado se agolpaban aquella tibia noche de julio, a medida que se acercaba el desenlace. Muchos de esos recuerdos habían surgido de su propia vivencia, otros los había leído y algunos se los habían relatado. Incluso había un aspecto de la vida del viejo estadista que algunos familiares, especialmente su hija Marta Jefferson Randolph, suegra del propio Trist, se esforzaban en negar. Sin embargo, era ampliamente conocido el hecho de que poco después del deceso de su esposa Marta, Jefferson se había enamorado de la joven y atractiva esclava Sally Hemings, con la que seguiría vinculado durante muchos años y de cuya unión se procrearían varios hijos. Una relación de este tipo no era algo inusitado en aquella época en la sociedad del viejo Sur estadunidense. Sally era nada menos que hija del suegro de Jefferson, John Wayles, quien después de enviudar en tres ocasiones se unió sentimentalmente con una bella esclava mulata que llevaba por nombre Betty Hemings. Betty, que había ya tenido seis hijos, procreó otros seis con Wayles, tres varones y tres mujeres. Entre éstas se contó Sally. Al morir John Wayles su hija Marta heredó 135 esclavos, entre los cuales se encontraban Betty Hemings y 10 de sus 12 hijos. Así fue como llegó a vivir en Monticello, aún muy pequeña, EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 21 la hermosa Sally, quien resultaba ser media hermana de Marta Jefferson. Parece que lejos de suscitar el repudio de su ama, Betty fue bien recibida en su nueva casa. Ahí se le encomendaron tareas domésticas que la mantuvieron en contacto estrecho con la familia. Hasta se dijo que ella fue una de las personas que había atendido a Marta durante su última enfermedad, lo que, de ser cierto, revelaba una relación de confianza que aumentó al paso del tiempo. Aun en Monticello la prolífica Betty tuvo dos hijos más, uno de John Nelson, un carpintero blanco, y el otro de un esclavo. La situación que vivió Marta Jefferson era hasta cierto punto común en el viejo Sur de los Estados Unidos. Había en la comarca muchos casos similares al de su padre —y no sólo de solteros o viudos—, por lo que se creó en alguna medida cierta tolerancia al respecto. La promiscuidad que había en la sociedad sureña de la época a veces hasta reunía bajo el mismo techo a la esposa y a la concubina negra y era frecuente advertir el parecido entre los niños blancos y sus medios hermanos mulatos. Aun cuando esas relaciones se mantenían con discreción, eran secreto a voces en cada comunidad y cualquier vecino podía señalar la paternidad de los numerosos mestizos del poblado. El caso de John Wayles no fue algo insólito, ni lo sería después el de su yerno Tomás Jefferson. Fue en vano el intento de su hija Marta de atribuir la paternidad de los hijos de Sally a sus primos Pedro y Samuel Carr, que habían pasado temporadas en Monticello, pues hasta los mínimos pormenores de la relación de su padre se conocieron ampliamente con el paso del tiempo. Todo se inició en Francia allá por 1787 gracias a una serie de circunstancias que se fueron concatenando en forma curiosa. En 1785, la edad, la gota y los cálculos fueron una alianza que hacía demasiados estragos en Benjamín Franklin, ministro de los Estados Unidos en Francia, por lo que el diplomático se vio en la necesidad de regresar a su país. Sólo razones de peso como ésas lo pudieron llevar a tal determinación, porque Franklin era feliz entre los franceses, donde llevaba ya cerca de nueve años. Todos ahí lo querían, lo respetaban y lo admiraban. Tenía muchas amistades, especialmente del suburbio parisino de Passy, donde esta- 22 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON ba ubicada la residencia del ministro. En una verdadera mansión desde la cual disfrutaba de una espléndida vista del Sena, con su gran cultura, amena charla y la amabilidad que le caracterizaba, hacía el señor Franklin las delicias de sus invitados. Puesto que ya estaba cerca de los 80, el conocido estadista no sentía el vigor de antes, pero quizá no influía tanto la edad en el deseo de regresar sino los severos ataques de gota que día con día eran más frecuentes y lo obligaban a recluirse en medio de intensos dolores. Fue precisamente este padecimiento lo que llevó a Franklin a escribir uno de sus ensayos más ingeniosos: Diálogo con la gota. En la obra, escrita en la noche de uno de sus malos momentos, se ponía de relieve el ingenio y la gracia inimitable del talentoso estadista y diplomático. Pero, además, del diálogo se advierte que el autor estaba convencido de que su gota, aunque ocasionada por su inclinación a la buena mesa, se veía exacerbada aún más por llevar una vida sedentaria y que el padecimiento hubiera sido menor si se hubiera dedicado a hacer algo de ejercicio. Las siguientes líneas tomadas del Diálogo sintetizan la tesis del célebre gotoso: FRANKLIN.–¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¿Qué he hecho para merecer estos crueles sufrimientos? LA GOTA.–Muchas cosas. Has comido y bebido con demasiada libertad y has sido demasiado indulgente con la ociosidad de esas piernas tuyas. FRANKLIN.–¿Quién es que me acusa? LA GOTA.–Soy yo, yo misma, la gota. FRANKLIN.–¿Cómo? ¿Mi enemiga en persona? LA GOTA.–No, no tu enemiga. FRANKLIN.–Lo repito, mi enemiga, porque usted no sólo me infligiría tormentos corporales hasta ocasionarme la muerte, sino que arruinaría mi nombre. Usted me tacha de glotón y de borrachín y todo el mundo que me conoce estará de acuerdo en que no soy ni lo uno ni lo otro. LA GOTA.–El mundo puede pensar lo que le plazca, siempre es muy complaciente consigo mismo y, a veces, con sus amigos. Sin embargo, yo sé muy bien que la cantidad de carne y de bebida propia para un hombre que hace una cantidad razonable de ejercicio, sería excesiva para otro hombre que no hace ninguno. EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 23 Los cálculos renales también le provocaban a Franklin intenso sufrimiento. Es más, al partir de París se había agudizado tanto el mal y era tan intolerable el dolor que le ocasionaba el movimiento del carruaje, que tuvo que viajar hasta el puerto de embarque en una camilla tirada por las mulas del rey. Así salió Benjamín Franklin de la capital francesa a mediados de 1785. Para sucederle en el cargo de ministro en Francia fue nombrado Tomás Jefferson, quien había llegado a París acompañado de su hija mayor, Marta, cerca de un año antes. El objetivo inicial del viaje fue negociar tratados con potencias extranjeras. En los Estados Unidos se habían quedado en casa de sus tíos Francis y Elizabeth Eppes las otras dos hijas de don Tomás, María y Lucy. Aunque al llegar a París le había precedido la fama de ser el autor de la Declaración de Independencia, los franceses pudieron corroborar en breve tiempo su talento y su vasta cultura. También su agudeza y su imaginación se pusieron pronto de relieve. Al presentarse el nuevo funcionario ante el ministro de Asuntos Extranjeros de Francia, éste le preguntó: “¿Así que usted sustituye a Benjamín Franklin?” Y la respuesta ingeniosa no se hizo esperar: “No, yo sólo lo suplo, porque Benjamín Franklin es insustituible”. En su domicilio de París, primero en Rue des Petits Augustins y después en Rue Neuve de Berry, se daban cita artistas, científicos, filósofos y estadistas, y pronto fueron bien conocidas las tertulias del diplomático en los ámbitos intelectuales de la ciudad. De inmediato hizo amistad con algunas destacadas figuras de la época como el barón de Grimm, los abades Chalut y Arnaud, el duque de la Rochefoucauld-Liancourt, el duque de Noailles y el naturalista Buffon. Su antipatía por el gobierno monárquico no fue obstáculo para tener estrecho contacto con miembros de la aristocracia, todo lo cual le permitió gozar de un amplio ámbito de relaciones, por lo que no de balde alguien lo calificó como el embajador más popular en la corte francesa. En un medio sumamente grato desempeñaba con gran eficacia sus funciones diplomáticas en París don Tomás Jefferson. Grande, sin embargo, fue su consternación cuando recibió la noticia de la muerte en los Estados Unidos de su hija Lucy. Un ataque de tos ferina había acabado con la vida de la niña, de apenas dos 24 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON años de edad, así como con la de una de sus pequeñas primas, Lucy Eppes. A través de La Fayette había recibido dos cartas: una de Francis Eppes, su cuñado, en la que se refería a la extrema gravedad de las niñas, y la otra del doctor James Currie, en la que le daba la noticia de la muerte de ambas. Puesto que don Tomás sentía un cariño extraordinario por sus hijas, la noticia no sólo lo apesadumbró, sino que lo llevó a extrañar más a María, de ocho años, y a pensar en la conveniencia de tenerla a su lado en la capital francesa. Además sentía que la niña poco a poco se olvidaba de su padre y cada vez se refugiaba más en el afecto de sus tíos. Pronto se resolvió a mandar por ella y pidió se la enviaran a París bajo el cuidado de una esclava responsable. Algún tiempo después llegó la pequeña María acompañada de una bella mulata de nombre Sally Hemings, conocida en Monticello como la Garbosa Sally. Si bien don Tomás identificaba a la joven como a todos y cada uno de sus esclavos, grande fue su sorpresa al ver que en tres años se había transformado aquella niña en una atractiva adolescente que acaparaba las miradas a su paso. Ahora se trataba de una bella joven de buena estatura, de tez casi blanca, que pronto cautivó al ya conocido pensador, que a la sazón contaba con 44 años de edad. Se supo también que al cabo de unos dos años de estancia en París ya esperaba Sally un hijo y cuando llegó el momento del regreso de Jefferson a su patria, ella pensó en la posibilidad de quedarse en Francia. Y eso resultaba fácilmente explicable: mientras que ahí era libre, regresar a los Estados Unidos sería volver a su condición de esclava. Por otra parte, a medida que había avanzado su comprensión del francés ya no se sentía tan extraña en ese país, que por la época vivía la sacudida revolucionaria y era teatro de la lucha por la libertad y la igualdad. Y es que a pesar de la limitada instrucción de Sally Hemings, ella se percató de que las libertades en Francia se reconocían a todos los hombres del mundo, mientras que en los Estados Unidos no se hacían extensivas ni a los negros ni a los indios. Sin necesidad de acudir a texto alguno, pues no sabía leer, desde el momento de su llegada a París pudo comprobarlo. Además, la joven había conocido en alguna medida la elegan- EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 25 cia francesa, ya que las cuentas de Jefferson relativas a los últimos meses de estancia en París revelaban una cantidad bastante considerable en “ropa para Sally”, que no correspondía ciertamente al vestuario de una esclava. Si a lo anterior se agrega el hecho de que tenía un salario mensual nada desdeñable de 24 francos, su estancia en ese país contrastaba con el recuerdo que tenía de la vida en Monticello, por gentiles que fueran los amos y por bello que fuera el paisaje. Ya por esta época grandes cambios habían tenido lugar en los Estados Unidos. Se volvió cada vez más ostensible que la frágil Confederación creada al triunfo de la lucha independentista no era el gobierno adecuado para sacar adelante al nuevo país. Un Congreso débil, integrado por estados que defendían su soberanía a toda costa, poco podía hacer para evitar las disensiones entre las partes y le resultaba en extremo difícil conducir las relaciones con el exterior. Los 13 miembros estaban unidos apenas en una “liga de amistad”. La solidaridad se constreñía al ámbito de la propia entidad y había poco interés en fortalecer al gobierno central. Si a todo ello se agregan los graves problemas económicos que se afrontaban en todo el país y que afectaron a buena parte de la población, no es de extrañar que hubiesen estallado graves disturbios en algunas entidades. Por todas esas razones, resulta explicable que a la etapa que siguió al fin de la lucha por la independencia (1781) se le haya conocido como el “Periodo Crítico” de la historia de los Estados Unidos. No sería sino hasta la Convención Constituyente reunida en Filadelfia en 1787 cuando se iniciaría el gran cambio en el joven país. Los delegados que ahí se congregaron de mayo a septiembre, empeñados en crear “una Unión más perfecta”, juntaron su capacidad y su esfuerzo para idear un gobierno nacional más fuerte, que pudiera encauzar al país por la senda de la paz, la estabilidad y el progreso. Los constituyentes, entre los que había figuras consagradas, como Jorge Washington y Benjamín Franklin, así como jóvenes brillantes, como Alexander Hamilton y James Madison, aportaron ideas geniales que pudieron armonizar marcadas diferencias entre los diversos intereses ahí representados. Las diferencias de población entre los estados, por ejemplo, llegaron a presentar un obstáculo que pareció en determinado mo- 26 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON mento insalvable, pues mientras las entidades grandes pretendieron que la representación en el Congreso se basara en la población, las pequeñas pugnaron por una representación igualitaria. El problema, que provocó profundas discrepancias y largos debates que llegaron a amenazar la continuidad misma de los trabajos, finalmente se pudo solucionar gracias a una fórmula conciliatoria que se conoce como la “Gran Transacción”. De acuerdo con ésta, el Congreso se integraría por dos cámaras: el Senado, donde los estados estarían representados en pie de igualdad, y la Cámara de Representantes, que se integraría con base en la población. A otros diferendos también se les fue encontrando soluciones adecuadas hasta conformarse una Ley Fundamental de marcada trascendencia. Si bien Jefferson estuvo de acuerdo en los lineamientos básicos del documento y creía en la necesidad de fortalecer al gobierno nacional, fue de los que deploraron la ausencia de una declaración de derechos. Pronto se corregiría, sin embargo, la omisión a través de diez enmiendas que salvaguardaron debidamente los derechos básicos del individuo. Una vez ratificada la Constitución por la gran mayoría de los estados, en cumplimiento de sus disposiciones se celebraron los primeros comicios en 1788 y, como resultado de los mismos, resultó electo presidente Jorge Washington, quien tomó posesión al año siguiente. Este hombre era para Jefferson un gran caudillo cuyos “talentos ejecutivos” eran superiores a los de cualquier hombre del mundo y que, por la autoridad de su nombre y la confianza que inspiraba su integridad, era el único completamente calificado para poner en marcha al nuevo gobierno y para protegerlo contra los esfuerzos de la oposición. En 1789, ya con Washington en el poder y Francia en estado convulso, se le autorizó a don Tomás el regreso a casa. Para convencer a Sally Hemings de que regresara a los Estados Unidos, Jefferson no sólo le prometió privilegios excepcionales, sino además le empeñó su palabra de que sus hijos serían libres al cumplir los 21 años de edad. Esto finalmente convenció a la joven esclava, quien optó por regresar con don Tomás a su país, lo que tuvo lugar en septiembre de 1789, unos dos meses después EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 27 de la toma de la Bastilla, episodio que impresionó vivamente al pensador norteamericano. En los Estados Unidos continuaría por largos años la relación íntima entre la guapa mulata y el estadista. Seguirían para él responsabilidades cada vez más elevadas: secretario de Asuntos Extranjeros en el gabinete de Washington, la vicepresidencia con Adams y, finalmente, la presidencia del país durante dos periodos. Vendrían también ataques despiadados a través de la prensa con motivo de sus vínculos con la esclava. De hecho la situación escandalizó a algunos medios políticos durante su primer cuatrienio en la Casa Blanca, pero no tanto como para impedirle una clara victoria al buscar su reelección en 1804. Jefferson fue fiel a su palabra: los cuatro hijos que sobrevivieron hasta la edad adulta, una mujer, Harriet, y tres varones, Beverly, Madison y Eston, recibieron a su debido tiempo la libertad. Es más, dos de ellos, Harriet y Beverly, se casaron con personas de raza blanca de otras ciudades y nunca se supo de su ilustre ascendencia, ni de que corría por sus venas sangre negra. Sin embargo, Jefferson no le concedió la libertad a Sally porque su emancipación hubiera significado su destierro de Virginia, salvo que se hubiera hecho una petición especial a la Legislatura del Estado, y ello hubiera implicado revivir un escándalo que don Tomás a toda costa quiso evitar. Siendo bien conocida su antipatía por la esclavitud, esa circunstancia quizá explique el hecho de no haber concedido la libertad a sus otros esclavos, pues exceptuar a Sally Hemings de la medida hubiera resultado demasiado notorio y por tanto inconveniente. Por la razón que haya sido, pero el antiesclavista Jefferson ni siquiera acabó con la esclavitud en sus propios dominios. El hombre que se refirió a esa práctica como “infame” y a la trata de esclavos como algo “abominable”, siempre tuvo un grupo numeroso de esclavos a su servicio en su elegante hacienda de Virginia. Todos esos recuerdos se agolpaban en la mente de Trist, convencido de que le quedaban pocas horas de vida a su admirado maestro y amigo. El silencio absoluto que reinaba en la casa alentaba la evocación. Trist había nacido el 2 de junio de 1800 muy cerca de Monticello, en Charlottesville, Virginia, un poblado que entonces tenía unas 28 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 50 casas, capital del condado de Albermarle, donde la Cordillera Azul acentúa la belleza del paisaje. Sus padres fueron Hore Browse Trist y Mary Louise Brown. Su abuelo, Nicolás Trist, un inglés que había emigrado del condado de Devon, se había casado con Elizabeth House, buena amiga de la familia Jefferson. Don Nicolás, que había logrado una posición de cierta relevancia al morir en 1784, dejó a sus herederos algunas tierras en Mississippi y en Luisiana, que andando el tiempo sacarían de varios apuros a los nietos. Jefferson, al enterarse del deceso de aquél, le escribió a la viuda Elizabeth una carta de pésame en la que señala que el tiempo y la ocupación, aunque lentos, son los únicos remedios para superar la pena. A partir de entonces se inició entre ambos una correspondencia intermitente que duró muchos años. Eliza, como le decían con afecto, también intercambió cartas con Marta, la hija mayor de Jefferson, desde la época en que ésta vivió con su padre en París. Los vínculos, pues, entre la familia de Trist y la de Tomás Jefferson tuvieron inicio mucho tiempo antes del nacimiento de Nicolás. En el año de 1800 se llevó a cabo una campaña presidencial de ataques virulentos que a su vez condujo a una de las elecciones de mayor trascendencia de la historia de los Estados Unidos. Los federalistas, encabezados por John Adams, buscaban la reelección, y los republicanos encabezados por Jefferson libraron dura batalla. El centralismo del primero y la defensa de los derechos de los estados auspiciada por el segundo, fueron las tesis que se opusieron de manera clara en los meses previos a la cuarta elección presidencial que tuvo lugar en los Estados Unidos. Varias veces Trist había escuchado el comentario de labios del propio Jefferson sobre los pormenores de esa campaña y sobre su desenlace. Curiosamente, las diferencias internas entre los mismos federalistas fue lo que en última instancia dio la victoria a los contrarios. En efecto, habían llegado a tal nivel las discrepancias entre los dos federalistas de mayor influencia, Adams y Alexander Hamilton, que éste logró desviar algunos votos claves hacia su enemigo acérrimo del bando republicano. Pudieron más las rencillas internas que la lucha unificada contra los candidatos del partido opositor. Hamilton lo dijo sin ambages al referirse por la época a EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 29 Adams en los siguientes términos: “Nunca más me responsabilizaré de él mediante mi apoyo directo aunque la consecuencia sea la elección de Jefferson. Si vamos a tener un enemigo a la cabeza del gobierno, que sea uno al que nos podamos oponer y del cual no seamos responsables, que no involucre a nuestro partido en la desgracia de sus medidas torpes y negativas”. Es más, cuando la Cámara de Representantes tuvo que decidir la presidencia entre Jefferson y Aaron Burr, los dos compañeros de fórmula, ya que ambos habían recibido el mismo número de votos electorales, Hamilton se echó a cuestas la tarea de convencer a algunos federalistas de que el segundo era aún peor que el primero. Tenía amplias razones que lo impulsaban a ello, pues su desprecio por Burr no conocía límites. Decía que aun cuando por disposición natural era el más arrogante de los hombres, podía también arrastrarse vilmente cuando quería lograr sus deseos; que el único principio político que lo guiaba era el despotismo y que sus métodos eran comparables a los de Catilina. ¿Cómo iba, pues, a desaprovechar Hamilton la oportunidad de influir en algunos legisladores amigos para tratar de evitar que Burr llegara a la presidencia? Por eso escribió un buen número de cartas en las que les pedía a sus correligionarios que fuesen sensatos, ya que Burr, decía, era “el hombre más inadecuado, más peligroso de la comunidad”. No obstante que la influencia de Hamilton en el seno de su partido se había visto menguada por sus ataques a Adams, su enemistad hacia Burr —que algunos años después encontraría fatal desenlace— influyó en que finalmente después de 36 votaciones se definieran las cosas en favor del hombre de Virginia. Ello obligó al presidente de la Cámara, Theodore Sedgwick, partidario de Burr, a declarar que Tomás Jefferson era oficialmente el tercer presidente de los Estados Unidos. La elección de 1800 fue tan importante para Jefferson que después la calificaría de una verdadera revolución, del mismo modo que había sido la de 1776. Con fundamento o no, sentía que había salvado al país de la monarquía y del militarismo. Trist con frecuencia se había puesto a pensar en cuáles hubieran sido las consecuencias si los federalistas hubieran conservado su cohesión interna. Pero se felicitaba de que las cosas hubieran resultado como resultaron. De hecho se había podido unificar al 30 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON país pues era bien sabido por todos que Jefferson disfrutaba de gran popularidad en la época en que finalizaba su primer periodo presidencial. El año de 1800 no sólo se caracterizó en Virginia por su gran actividad electoral, sino también porque por la misma época recorrió el estado un fuerte rumor sobre una sublevación de los esclavos en Richmond. Según se supo, dos esclavos le dijeron a su dueño, Mosby Sheppard, el sábado 30 de agosto, que esa noche se pensaba dar muerte a todos los blancos del vecindario para después apoderarse de Richmond. Sheppard le avisó al gobernador James Monroe, quien tomó todas las providencias necesarias para proteger la ciudad y hacer frente al levantamiento. Esa tarde, sin embargo, una violenta tempestad azotó la comarca e hizo crecer las corrientes hasta hacerlas infranqueables. En todo Virginia quedó la impresión de que esta circunstancia impidió que se reunieran centenares de esclavos como lo habían programado, que echaran mano de las rudimentarias armas pacientemente acopiadas y que se lanzaran sobre Richmond, lo que sin duda hubiera ocasionado un gran número de muertos y heridos. Al día siguiente, todo comenzó a aclararse. El movimiento lo encabezaba un joven corpulento de nombre Gabriel, perteneciente a un tal Tomás Prosser, del condado de Henrico, quien iba a acaudillar la lucha libertaria de más de mil esclavos. Con el tiempo se hicieron numerosas detenciones; unos 40 esclavos que participaron en el intento de sublevación fueron ajusticiados y algunos otros deportados. Ése fue el resultado del malogrado movimiento libertario que tuvo por teatro la campiña virginiana durante el año en que nació Nicolás Trist. Después él se enteraría de los momentos de tensión que la población blanca de la comarca vivió por aquellos días. Dos años después, en 1802, nació su hermano Hore Browse Jr., quien sería persona de toda su confianza y con quien lo uniría siempre profundo afecto. La ecuanimidad y la rectitud de Hore fueron factores básicos para que Nicolás tomara siempre en cuenta sus opiniones y confiara en él en forma ilimitada en la administración de algunos negocios familiares. En 1804 la familia se fue a residir a Nueva Orleans —donde el padre fue el primer recaudador norteamericano en dicho lugar— EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 31 después de que adquiriera Jefferson la Luisiana del gobierno de Napoleón el año anterior. Sin embargo, el señor Trist desempeñó el cargo por breve tiempo, pues en el verano del mismo año falleció víctima de fiebre amarilla, después de varios días de intenso sufrimiento. El hermano de Mary Trist, William Brown, que fue nombrado para cubrir la vacante, se convirtió en el apoyo económico de la viuda y sus dos hijos en aquella etapa difícil. Estuvo siempre pendiente de sus necesidades y siempre dispuesto a tenderles la mano. Sin embargo, no tardó mucho en cambiar nuevamente la vida de los Trist, pues no obstante la oposición de su suegra Elizabeth, en 1807 Mary casó con Philip Livingston Jones, un próspero abogado neoyorkino que se había establecido en Nueva Orleans. Una vida familiar completa pronto volvió a reinar en casa. Mary se preocupó siempre porque sus hijos tuvieran buena educación. No sólo los envió a la renombrada escuela del señor Devecour, sino que diariamente asistían a la academia del profesor Digrain a tomar clases de baile. Desde pequeño se advirtió en Trist un marcado interés por ampliar sus conocimientos en forma constante. A temprana edad comenzó a tomar clases de francés y de español, y pronto se pusieron de manifiesto sus avances en ambos idiomas. Su gran sentido de observación se puso de relieve en las cartas que escribió cuando contaba con menos de 10 años de edad. Una estancia de dos meses en Nueva York con su familia, en 1809, lo impresionó vivamente, y desde entonces comenzó a advertirse una característica que lo acompañaría a lo largo de su vida: una tendencia a escribir largas cartas y una letra que siempre destacó por su claridad. Poco a poco se formaba el pequeño Nicolás. Disfrutaba mucho la escuela y la vida en casa era placentera, pues tanto él como su hermano le habían tomado gran afecto al abogado Jones. Sin embargo, la salud de éste comenzó a deteriorarse al paso del tiempo. Las heridas recibidas en un duelo sostenido algunos meses después de casarse con Mary comenzaron a hacer sentir sus efectos cada vez más graves hasta que lo privaron de la vida. No parecía durar la normalidad por largo tiempo en casa, pero la corta edad de los niños Trist permitía que se adaptaran con fa- 32 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON cilidad a las nuevas circunstancias. De ahí que cuando su madre contrajo nuevamente nupcias no cambió gran cosa la vida de los hermanos. Además, el tercer marido de Mary, un acaudalado productor de caña y de algodón de nombre St. Julian Tournillon, les brindó las comodidades necesarias y todos los medios que requerían para continuar su formación. Trist permaneció en la escuela del profesor Devecour hasta el año de 1812 y después pasó al Colegio de Orleans a continuar sus estudios. Por esa época tuvo lugar un acontecimiento que estaba fresco en el recuerdo de Nicolás. Fue la guerra de 1812 que se libró entre los Estados Unidos y Gran Bretaña y que para sus opositores en Nueva Inglaterra se conoció con el nombre de la “Guerra del señor Madison”, refiriéndose a James Madison, entonces presidente de los Estados Unidos. Algo que lo impresionó vivamente fue enterarse de la quema de la Casa Blanca y de varios edificios públicos de Washington que llevaron a cabo soldados ingleses bajo el mando del general Robert Ross en agosto de 1814. Como incidente de ese episodio corrió la noticia de que mientras Madison estaba en Maryland con tropas de su país, Dolley, su esposa, estaba en la Casa Blanca con la cena preparada esperando su regreso. Sin embargo, en ese momento la sorprendió la noticia de que se acercaban las tropas inglesas, por lo que se veía obligada a abandonar de inmediato la ciudad. Entonces Dolley, contando con la ayuda de los sirvientes, llenó cuatro cajas con papeles de su marido, pidió que le descolgaran el famoso cuadro de George Washington pintado por Gilbert Stuart y con ese cargamento salió de la residencia, cruzó el río Potomac y buscó refugio en casa de unos conocidos. Pero cuál no sería su sorpresa cuando en el momento de entrar, la mujer de la casa, histérica, le gritó: “¡Señora Madison: su esposo tiene al mío peleando fuera y, condenada, usted no se quedará en mi casa, así que lárguese!” Y Dolley tuvo que buscar refugio en Willey’s Tavern, conocido mesón del estado de Virginia, donde Madison finalmente la localizó después de una separación de 36 horas. También recordaba Trist cómo esa guerra había dado prestigio nacional al general Andrew Jackson por la brillante victoria, quizás la más destacada de toda la contienda, lograda en Nueva EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 33 Orleans el 8 de enero de 1815. Curiosamente ese hecho de armas no tuvo influencia alguna en las condiciones del tratado de paz, pues sin que tuvieran conocimiento de ello los contendientes, aquél había sido ya firmado en la ciudad de Gante desde el 24 de diciembre anterior. Pero a partir de entonces la figura de Jackson fue en ascenso hasta llegar, en 1824, apenas dos años antes de ese momento en que Trist hacía remembranzas, a ser candidato a la presidencia del país. Jackson llevó a cabo sin duda una campaña exitosa puesto que tuvo más votos populares y electorales que cualquiera de los otros tres candidatos que contendieron, o sea John Quincy Adams, Henry Clay y William H. Crawford. Sin embargo, como ninguno de los cuatro aspirantes había obtenido la mayoría absoluta, en acatamiento a lo señalado por la Constitución el presidente debió ser electo por la Cámara de Representantes. En este cuerpo Henry Clay pidió a sus partidarios apoyo para Adams, gracias a lo cual éste llegó a la presidencia de los Estados Unidos… y Clay a la Secretaría de Estado. Claro que no faltó quien dijera que sólo gracias a un “pacto corrupto” entre ambos se pudo haber llegado a ese desenlace. Cuando contaba con unos 15 años, Nicolás hizo estrecha amistad con Lewis Livingston, un joven con quien congenió plenamente y en quien advirtió grandes cualidades. Además, a través de Lewis pudo entrar en contacto con el padre de éste, Edward Livingston, un conocido abogado de Nueva Orleans que ejerció destacada influencia en el joven Trist por su preparación, su experiencia y su trato cordial. A fines de 1817 Nicolás y su hermano fueron invitados por Tomás Jefferson a pasar una temporada en Monticello. Ahí no sólo pudo apreciar la cultura y gozar de la plática de su famoso anfitrión, sino entrar en contacto estrecho con los nietos del estadista y con otros jóvenes de la región que se daban cita en la hacienda del ex presidente a disfrutar de los frecuentes bailes y tertulias que ahí tenían lugar. Fue aquí donde conoció a Virginia Jefferson Randolph, la nieta consentida de don Tomás, por quien sintió Trist una atracción inmediata. Esto se pudo advertir por todos, pues desde un principio Virginia fue objeto de las atenciones especiales y los galanteos del invitado. Al poco tiempo se vio que la atracción 34 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON era mutua y llegó el momento en que los dos jóvenes pasaban juntos, en amena charla y en pasatiempos diversos, largas horas del día. Sin embargo, puesto que Nicolás se decidió por la carrera militar y al efecto había tramitado su ingreso en la Academia de West Point, al cabo de unos meses hubo de partir hacia allá a iniciar sus estudios. Al sobrevenir la separación, Virginia se sintió desconsolada, se tiró en la cama de su madre y se deshizo en lágrimas. No había duda de que se había prendado de aquel joven de buena presencia y finos modales. Al escuchar doña Marta los sollozos entró en la habitación, estrechó a la hija entre los brazos y le dijo suavemente: “Temía que así fuera”. Luego agregó en tono amoroso que le simpatizaba mucho Nicolás pero que dada la juventud de ambos, había que darle tiempo al tiempo y que ella misma le había hecho prometer a él que no pretendería formalizar la relación hasta que su amor resistiera la prueba de los tres años de ausencia, que él proyectaba estar en la academia. Las palabras de la madre poco a poco fueron confortando a la abatida joven, pero el momento la impresionó en tal forma que lo tendría presente hasta en los mínimos detalles por el resto de su vida. En octubre de 1818 Nicolás ingresó a West Point, la conocida academia militar ubicada a 80 kilómetros al norte de la ciudad de Nueva York, en un bello paraje de la margen derecha del río Hudson. Precisamente el ingreso de Trist tuvo lugar en la época en que se iniciaba una radical transformación del plantel bajo la guía del superintendente del mismo, Sylvanus Thayer, que había tomado posesión del cargo apenas el año anterior. Desde los inicios de la vida independiente del nuevo país se había gestado la necesidad de una escuela de ingenieros militares y artilleros. Y es que en algunos estaba fresco el recuerdo del importante papel que durante la lucha por la independencia había jugado el teniente coronel francés Louis Duportail, que encabezaba el grupo de ingenieros del Ejército Continental. Pero algún tiempo tardó el proyecto en convertirse en realidad, pues durante varios años privó en el Congreso la idea de que no había guerra que no pudiera ganarse por un ejército integrado por milicianos con fervor patriótico y provistos de un mosquetón. Sin embargo, fue en 1802 cuando el Congreso aprobó la ley que dio nacimiento a la academia militar, institución que ese mis- EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 35 mo año inició, aunque con serias limitaciones, las actividades encomendadas. Correspondería a Thayer, egresado del mismo West Point y con viaje de estudios a Francia, transformar la vida académica e implantar los sistemas disciplinarios que darían creciente prestigio a la institución. Para el diseño de los programas de estudio se basó, en buena medida, en los que por la época se empleaban en la famosa Escuela Politécnica de París. Claro que la disciplina rigurosa en un principio no fue bien aceptada por todos. Precisamente durante el año en que Trist ingresó al plantel, Thayer se enfrentó a un movimiento estudiantil en contra del capitán John Bliss, a la sazón instructor de táctica. Un grupo de cinco cadetes encabezados por Thomas Ragland fue el vocero del grupo rebelde. Al no encontrar satisfechas sus demandas ante Thayer, quien juzgó que no se apegaban a formas elementales, el grupo llevó su queja ante el secretario de Guerra, John C. Calhoun, y posteriormente al mismo Congreso de los Estados Unidos, donde algunos de sus miembros ya atacaban en forma directa al superintendente de la academia. Sin embargo, la postura de los quejosos no sólo no prosperó, sino que el apoyo brindado a Thayer desde todos los niveles, incluido el mismo presidente Monroe, fortaleció la posición del primero dentro y fuera del plantel y le permitió llevar a cabo todas las reformas necesarias para la gradual transformación y el creciente prestigio del mismo. Durante tres años Nicolás Trist se vio sometido a un régimen de 15 horas diarias de trabajo en la academia de West Point. Sólo media hora libre a mediodía y el descanso del sábado por la tarde eran los breves paréntesis que interrumpían la intensa actividad de la semana. Los reglamentos ahí observados se referían a diversos aspectos de la vida del cadete. No sólo estaban sometidos los alumnos a una actividad intensa distribuida en horarios precisos, sino a normas estrictas de comportamiento dentro y fuera del plantel. Había una rigurosa disciplina y se aplicaban severos castigos a la menor infracción cometida por los cadetes. Además, la propensión de Nicolás a polemizar y a rebelarse contra la postura dogmática de muchos maestros dificultaba en ocasiones su relación en clase. A todo ello se sumaba una constitución frágil y 36 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON salud precaria del joven Trist con una marcada propensión a los resfriados y a las jaquecas, lo que a veces volvía más penoso hacer los ejercicios y cumplir con las guardias a que se veían sometidos los alumnos. El ambiente que ahí se vivía no era del todo grato para él. No obstante, se empeñó en cumplir escrupulosamente con sus obligaciones y dedicar el mayor tiempo posible a sus estudios. Su dedicación rindió frutos de inmediato, pues le hizo posible ocupar el lugar más destacado de su clase al someterse a los difíciles exámenes de fin de curso. La lectura de la nota en un periódico que recogió la noticia fue recibida con verdadero orgullo por todos los que vivían en Monticello. Browse, que había permanecido en la hacienda en espera de la apertura de la Universidad de Virginia, escribía con frecuencia a su hermano y lo ponía al tanto de las noticias concernientes a la localidad, especialmente a la joven Randolph, de quien estaba ya Nicolás profundamente enamorado y con quien mantenía nutrida correspondencia. Este noviazgo contaba con la mayor simpatía de Browse, quien siempre tenía frases de admiración y afecto hacia la joven. La abuela Elizabeth, por su lado, era entusiasta partidaria de la relación y veía con sumo agrado el eventual matrimonio entre Nicolás y la nieta de su querido amigo. Durante su estancia en la academia Trist también mantuvo correspondencia con Thomas Mann Randolph, padre de su prometida, que a la sazón era gobernador de Virginia. La comunicación frecuente entre ambos fue estableciendo un vínculo de cordialidad, que le permitió a Nicolás pedirle consejos de diverso tipo al señor Randolph, quien parecía sentir gran satisfacción por la confianza que le manifestaba el joven cadete. Su paso por este plantel tuvo consecuencias importantes en la vida de Trist: contribuyó a la formación de su carácter y le inculcó un estricto sentido del deber que estaría presente el resto de su vida. Por otra parte, hizo allí valiosas amistades, entre las que destacó la de un compañero con el cual sintió gran identificación: Andrew Jackson Donelson, sobrino del héroe de Nueva Orleans. Esta amistad tendría efectos trascendentes en la vida futura de Nicolás. Las vacaciones de verano de 1821, las primeras a que tuvo derecho en tres años, le permitieron a Trist lo que tanto añoraba: ir a Monticello y pedirle a la señora Randolph la mano de Virginia. EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 37 Concedida la petición, Trist pensó contraer matrimonio y regresar a Luisiana, pero la joven sostuvo que la culminación de sus estudios era requisito previo e indispensable para la boda. Puesto que ella se mantuvo firme en su postura, pese a la insistencia de Nicolás, a éste no le quedó otra alternativa que resignarse a que su enlace se viese aplazado durante algún tiempo. Sin embargo, él ya no se podía hacer el ánimo de regresar a la academia. En parte influyó el ambiente rígido al que no se había podido adaptar, pero especialmente el convencimiento de que su verdadera vocación no estaba en la milicia sino en otra área muy diferente. Por ello decidió regresar a Luisiana y emprender los estudios correspondientes a la carrera de derecho. Con una dedicación total a sus tareas académicas —si bien a medida que avanzaba en ellas pareció menguar un poco su idea original de ejercer la profesión— transcurrieron los meses siguientes de la vida de Nicolás Trist. La correspondencia con su prometida y con otros miembros de la familia Randolph como Ellen, hermana de Virginia, lo mantenía al tanto de todo lo que sucedía en Monticello. Por la época se dedicó a precisar los linderos de los terrenos que él y Browse habían heredado de su padre. La venta de un predio les significó un ingreso de 1 652.50 dólares —una cantidad nada desdeñable— y todavía les quedaron extensiones considerables en la zona de Natchez y de Donaldsonville. Puesto que los terrenos adquirían cada vez mayor valor, suscitaron la codicia de Tournillon, lo que generó un marcado distanciamiento entre el padrastro y los hermanos Trist. Sólo la amenaza de demandarlo ante los tribunales lo hizo desistir de su intento y, para tranquilidad de Mary, pronto desapareció la fricción que había surgido en el seno familiar. A principios de 1824 la venta de otro predio significó un ingreso de 3 000 dólares para cada uno de los hermanos. Esto le permitió a Nicolás hacer realidad dos grandes ilusiones: terminar su preparación jurídica bajo la guía de Tomás Jefferson y casarse con Virginia, pues el grado de avance de sus estudios y el ya largo noviazgo habían llevado a aquélla a consentir en que así fuera. De ahí que en el verano de 1824 hubiese emprendido el viaje de Nueva Orleans a Monticello, adonde llegó a fines de julio, después de un largo recorrido de varias semanas. 38 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON Al arribar, su prometida y él fijaron la fecha de matrimonio, que acordaron fuese el 11 de septiembre y pronto comenzaron a hacer los preparativos necesarios para la ceremonia. A eso dedicaron las semanas siguientes sin que el menor detalle pasara inadvertido para la feliz pareja. Al llegar la fecha fijada un numeroso grupo de invitados se dio cita en Monticello para estar presente en el que sería destacado evento de la región. Toda la familia Randolph y Nicolás, con la ayuda de numerosos sirvientes, habían decorado con esmero los espaciosos jardines y el gran comedor de la casa para que connotados representantes de la sociedad virginiana escucharan las palabras del reverendo F. W. Hatch, quien tuvo a su cargo formalizar la unión de la pareja. Después de la ceremonia se sirvió un gran banquete que hizo las delicias de los invitados y fue tal el ambiente de cordialidad y alegría que la fiesta se prolongó hasta bien entrada la noche. Tomás Jefferson disfrutó como pocos la recepción. Convivió alegremente con todos los invitados y charló con ellos de los temas más diversos. No podía ocultar la gran satisfacción que le ocasionaba el matrimonio de su nieta Virginia, a quien tanto afecto le profesaba, con un joven al que tenía en alto concepto por su dedicación y sentido de responsabilidad y a cuya familia lo vinculaba una vieja amistad. Así se inició una nueva etapa en la vida de Nicolás, quien quedó instalado con su mujer en el pabellón norte de la casona y continuó su preparación bajo la guía del famoso político virginiano. Trist se incorporó plenamente a la familia de Monticello y supo fortalecer los lazos de afecto que había conquistado desde su primera visita en 1817. Guardaba una relación muy cordial con viejos y jóvenes pese a que no todos los miembros de la familia eran iguales, y hasta había uno, su suegro, que denotaba cierto desequilibrio desde tiempo atrás. En efecto, Thomas Mann Randolph, que tenía un carácter difícil y padecía inestabilidad emocional hasta llegar en ocasiones a “paroxismos de coraje”, sentía que sus problemas se exacerbaban cuando vivía en Monticello. Alguna vez llegó a decir que allí se sentía como el pájaro tonto del proverbio que no podía sentirse a gusto entre los cisnes. EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 39 Tenía roces frecuentes con toda la familia. Llegó al grado de acusar a su hijo, Jefferson Randolph, y a su propio suegro de confabularse en su contra. Le tenía marcada antipatía a su concuño, John Eppes, pues a su juicio había una clara preferencia de don Tomás por el otro yerno. Gracias a que los problemas mentales de Randolph pudieron mantenerse fuera del dominio público, así como al hecho, también, de que pasó por una etapa de mayor estabilidad emotiva, y en buena parte debido al prestigio de Jefferson, fue electo gobernador de Virginia en 1819 y reelecto por una pequeña mayoría en 1820 y 1821. Sin embargo, al terminar su tercer periodo había alcanzado fama de conflictivo y de tener frecuentes altercados en público, por lo que perdió el apoyo hasta de sus propios amigos. Después de ese intervalo sus males se acentuaron y su situación económica se vio cada vez más deteriorada, al grado de tener que vender poco a poco sus valiosas propiedades. Las visitas de Randolph a Monticello se espaciaron cada vez más hasta que se desterró totalmente durante varios años. Fuera de esa excepción, entre toda la familia existía un gran afecto y marcada solidaridad, en buena parte debido a don Tomás, que era el primero en fomentarlos. El apego a los suyos era proverbial. Alguna vez había dicho que por una ley de la naturaleza no se podía ser feliz sin el vínculo amoroso de una familia. Nada era más satisfactorio que tener a varios de los más cercanos viviendo con él y contar con la estancia periódica de los otros. Marta y sus 11 hijos vivieron ahí. Aunque al contraer matrimonio los dos mayores, Anne Cary y Thomas Jefferson Randolph, ya no radicaban ahí, se convirtieron en visitantes asiduos. Dos de las hermanas de don Tomás, la esposa de Davney Carr, así como la de Hastings Marks, a instancias de aquél, se fueron a vivir a Monticello al enviudar. La familia tenía un significado tan especial para él que alentó a sus hijas a casarse “dentro” de la misma. Sus instancias produjeron el efecto deseado, pues tanto Marta como María se casaron con parientes. En ocasiones don Tomás le daba al término “familia” un significado que rebasaba la consanguinidad y el parentesco por afinidad, y lo hacía extensivo a la población esclava de Monticello. Uno de esos casos tuvo lugar cuando se refirió a un experi- 40 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON mento de vacunación contra la viruela, al señalar que había inoculado alrededor de 70 u 80 miembros de su propia familia. Los dos años que llevaba Trist de residir ahí fueron suficientes para convertirlo en miembro cabal del grupo. No sólo valoraba en alto grado su avenimiento con todos sino también las enseñanzas que recibía de don Tomás sobre las materias más diversas. En los últimos meses se habían hecho más frecuentes y más largas sus conversaciones con él. Pudo conocer sus puntos de vista sobre numerosos temas, pero especialmente sobre importantes capítulos de la historia del país y de los hombres que contribuyeron a escribirla. Trist tomaba tanto interés en esos comentarios y los consideraba tan importantes que con frecuencia los transcribía como si quisiera evitar que se perdiesen y trataba de recoger hasta el mínimo detalle. En esas pláticas desfilaron figuras como las de Washington, Patrick Henry, John Adams, Benjamín Franklin, Samuel Adams, John Marshall, Alexander Hamilton, Aaron Burr, algunas admiradas y otras acremente censuradas en las remembranzas de Jefferson. Trist recordaba con especial interés algunos comentarios, quizás por el convencimiento que transmitía en ellos el ameritado político. Por ejemplo, en fecha reciente le había dicho: “Si hubo algún Palinuro de la Revolución, ese hombre fue Samuel Adams. En efecto, en los estados del Este, después de un año o dos de haberse iniciado el movimiento, él fue realmente el hombre de la revolución”. Fue grande el reconocimiento que le tenía a aquel patriota de Boston, fallecido precisamente cuando Jefferson ocupaba la presidencia del país. Pero también podía acudir al vituperio, como cuando se refirió a Alexander Hamilton, a quien trató con aspereza y tachó de político corrupto. Dijo que a juicio de aquél había sólo dos formas de gobernar al hombre: miedo e interés. Descartado el miedo en el país, agregó que Hamilton empleó la corrupción y que el manejo del Banco de los Estados Unidos le había dado los medios para hacerlo extensamente. Claro que nadie, ni el mismo Jefferson, era capaz de negar la brillantez de Hamilton y fueron muchos los que se apesadumbraron al enterarse de que había caído herido de muerte al enfrentarse en duelo con Aaron Burr en un paraje de Nueva Jersey, junto al río Hudson a temprana hora de la mañana del 11 de julio de 1804. EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 41 Para Trist resultaba admirable la forma en que Jefferson mantenía frescos los detalles de acontecimientos que habían tenido lugar 50 o más años antes y cómo podía refutar punto por punto cualquier imprecisión que se escribiera sobre sucesos que a él le hubiese tocado vivir. Tal fue el caso cuando en 1825 apareció un libro sobre Richard Henry Lee, un virginiano del condado de Westmoreland que había sido de los pensadores destacados de la lucha independentista, y se había vinculado estrechamente en ese movimiento a Patrick Henry y al mismo Jefferson. Con posterioridad, ya lograda la independencia, si bien se opondría a que se adoptara la Constitución, después en su calidad de senador sería uno de los factores determinantes para que se aprobaran las primeras diez enmiendas a la Carta Fundamental. A medida que iba leyendo Jefferson las Memorias de Richard Henry Lee, escritas por uno de los descendientes del personaje, detectaba inexactitudes que comentaba detalladamente con Trist después del desayuno en los días últimos de noviembre y primeros de diciembre del mismo año en que apareció la publicación de referencia. El creciente contacto y el sentido de responsabilidad que siempre demostró Trist hicieron que fueran aumentando el afecto y la confianza que Jefferson le tenía. Esto se puso claramente de manifiesto cuando en marzo de 1826 hizo don Tomás nuevo testamento en el que le dio al joven abogado, así como a su nieto Tomás Jefferson Randolph y a Alexander Jarret, importantes facultades de administración para proteger los bienes de su hija Marta frente a los acreedores de su marido. También lo nombró como uno de sus albaceas en caso de muerte de su nieto, el señor Randolph. A Trist le constaba que el viejo estadista había sufrido mucho últimamente. Si bien es cierto que desconfiaba de los médicos, el dolor lo obligó a acudir a uno de ellos, gracias a cuyo tratamiento logró cierto alivio. No se erradicó el mal, pero sí se redujo un poco el sufrimiento. Sin embargo, durante los últimos meses Jefferson sólo podía conciliar el sueño gracias a una dosis diaria de láudano que le daba noche a noche su hija Marta. Aunque nunca se supo la cantidad exacta de narcótico que le suministraba al paciente, en alguna ocasión señaló la hija que debido a la extrema fatiga de aquél, se había visto obligada a aumentarle la dosis “en cien gotas”. Ni para Trist ni para ninguno de los presentes era fácil resig- 42 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON narse a perder a un hombre al que tanto debía el país y al que tanto debían ellos. Pero Jefferson se veía muy débil. La reclusión de los últimos días lo había desmejorado física y anímicamente. Extrañaba sus montas a caballo, que había reanudado seis meses antes, pero que se había visto obligado nuevamente a suspender. La monta era para Jefferson más que una distracción. Puesto que muchos años antes había sido su remedio para la disentería y para sus persistentes migrañas, desde entonces formaba parte de sus actividades cotidianas, por lo que no resultaba fácil ahora prescindir de su recorrido habitual. Extrañaba también la recreación que le ocasionaba recorrer la hacienda y ver los campos de tabaco, maíz, trigo y de otros plantíos en los que gustaba experimentar técnicas diversas de cultivo y observar cuidadosamente su evolución. Pero ya hacía tiempo que su Águila, un bayo entrado en años, tenía que estar confinado todo el día en la caballeriza. Un motivo especial de gozo para Jefferson fue el nacimiento de una hija de los Trist en mayo de 1826. La niña, que recibió el nombre de Marta, por su abuela, fue la alegría de todos en Monticello. Sin embargo, poco después de ese acontecimiento ya no se advertía ahí el ambiente acostumbrado. Es cierto que la numerosa familia, integrada ya por cuatro generaciones, contribuía a generar un clima festivo, a brindar alegría permanente, pero habían cesado las visitas constantes de las numerosas amistades del ex presidente, visitas que con frecuencia se prolongaban varios días —a veces hasta semanas— y ya se habían convertido en parte de la vida cotidiana. Fueron numerosas las ocasiones en que decenas de amigos se encontraban hospedados simultáneamente en Monticello. El comentario sobre política, filosofía, agricultura, los acontecimientos relevantes del momento, tanto de los Estados Unidos como de otros países, diversos aspectos históricos, los avances de la técnica, libros y otras publicaciones recientes eran temas obligados de los convites y acentuaban el interés de la vida diaria en la casa del famoso estadista. Esto y la hospitalidad que sabía brindarles el anfitrión alentaban el regreso de las visitas. Pero la costumbre, también es cierto, contribuyó en buena parte al deterioro permanente de las finanzas de don Tomás. Claro que el golpe definitivo para la economía del ex presidente fue un aval de 20 000 dólares que otorgó a su buen amigo Wil- EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 43 son Cary Nicholas, pues aunque le advirtió a éste que no estaba en condiciones de responder, llegado el caso, a un adeudo de esa magnitud, lo hizo ante la insistencia de Nicholas de que sólo se trataba de una formalidad y de que no debía haber motivo alguno de preocupación. Sin embargo, el grave quebranto económico del deudor motivó que los acreedores volvieran sus demandas en contra de Jefferson, lo que afectó tan severamente la salud de éste que sus familiares temieron por su vida. No obstante la contrariedad que esto le ocasionó y el efecto que la nueva carga tenía en su maltrecha economía, las veces que Jefferson se encontró con Nicholas —pese a que éste por vergüenza evitaba cualquier encuentro— lo saludó con el afecto acostumbrado y nunca le hizo referencia alguna al grave problema que le había ocasionado el haber accedido a su petición. Había mucho que recordar en silencio aquella noche en la que reflejaban tristeza los familiares y amigos congregados en Monticello. Cada detalle de la casa hacía evocar la figura de aquel hombre que agonizaba, pues tanto su diseño como su construcción y su remodelación, todo lo cual se extendió durante más de 40 años, habían sido obra suya. Para el diseño, de estilo clásico, en el que destacaban columnas, frontones y un domo majestuoso, Jefferson se había basado fundamentalmente en un conocido libro del arquitecto italiano del siglo XVI Andrea Palladio, intitulado Los cuatro libros de la arquitectura. En la mayoría de las cornisas y molduras también se advertía la influencia de aquél, y en los frisos la de diversos edificios romanos. La distribución de la casa, así como los muebles, el diseño de las cortinas y los objetos que decoraban las paredes daban al conjunto una mezcla de elegancia y comodidad. Sólo había una sección de cuatro piezas en el ala sur, integrada por recámara, gabinete, biblioteca y estancia, que era el sanctasanctorum de Jefferson y adonde casi nunca tenían acceso las visitas o siquiera los mismos familiares. Ahí escribía buena parte de su abundante correspondencia y se solazaba con sus variadas lecturas. A muchos les impresionaba la construcción, que si bien no resultaba excepcional por su tamaño entre las haciendas virginianas de la época, sí revelaba buen gusto y un estilo singular para la región. Por allá en 1780 cuando el marqués de Chastellux, miem- 44 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON bro de la Academia Francesa, visitó la hacienda, se vio cautivado tanto por el dueño como por su casa. Respecto de aquél, comentó que el señor Jefferson era el primer norteamericano que había consultado las bellas artes para saber cómo guarecerse de la intemperie. Era tal el orgullo que sentía don Tomás por Monticello que nada era más grato para él que mostrar la casa y los alrededores a los visitantes y hacer interesantes descripciones de cada cosa que encontraban a su paso: el detalle arquitectónico, el motivo ornamental, sus preciadas flores, los árboles, los cultivos, y sus explicaciones siempre revelaban conocimiento y buen humor. Jefferson parecía ir siempre al fondo de las cosas, y esa característica la conservó hasta los últimos momentos. Cuando se dio cuenta de que estaba muy cerca el final, se dirigió al médico que lo atendía para decirle: “Pues bien, doctor, unas horas más y la lucha habrá terminado”. Después llamó a su familia y quiso platicar con cada uno de ellos en forma separada. Aquí la palabra de aliento, allá la manifestación de afecto y no faltó alguna que otra recomendación. Todas sus frases se escuchaban con admiración y con cariño, si bien generaban la natural tristeza porque no quedaba duda en nadie de que se trataba de una despedida. A Marta le dio un estuche de tafilete conjuntamente con la petición de que lo abriera hasta después de su muerte. Ahí ella encontraría una obra poética sobre las virtudes de su “incomparable hija”. Jefferson estaba ya cansado, pues habían sido muchos días de lucha. Llegó un momento en que se negó a tomar la medicina prescrita por el médico. Trist observó cómo, con una mezcla de impaciencia y debilidad, el enfermo rechazaba el medicamento diciendo: “¡No, nada más!” Pero había una razón muy poderosa que lo alentaba a seguir viviendo esa noche del 3 de julio: tenía que llegar al día largamente esperado, al día siguiente, al 4 de julio de 1826, fecha en que se conmemoraría el cincuentenario de la Declaración de Independencia. A las 11 de la noche del día 3 le preguntó a Trist: “¿Es el cuatro?” Conociendo Trist el anhelo de Jefferson y con la certeza de que le quedaban pocas horas de vida, le resultaba difícil responder que aún no, que aún no era el esperado 4, por lo que optó por no contestarle, por hacerse el desentendido. Pero vino la pregun- EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 45 ta de nuevo: “¿Es el cuatro?” Ya no podía Trist continuar con disimulo: había que responderle y además pensó: “¿Y para qué negarle esta satisfacción largamente acariciada a este hombre singular en sus últimos momentos?” Por eso, ante la reiteración, el joven abogado asintió con un movimiento de cabeza, lo que provocó en el moribundo una expresión de alegría y el siguiente comentario: “¡Ah!, tal y como yo lo deseaba”. Trist, sentado en un sofá muy cerca de la cama del anciano, volvía constantemente la vista al reloj ubicado en la esquina de la pieza. Le parecía que sus manecillas se movían con extrema lentitud y que el cansado organismo del moribundo pudiera quedar sin vida antes de llegar el deseado aniversario. Él y otros familiares ahí congregados, en su fuero interno sólo pedían algunos minutos adicionales. Seguramente todos pensaban que si había vivido más de 80 años, unos minutos más bien podían estar a su alcance. Y así fue. Llegó la medianoche y aún transcurrieron varias horas y seguía aferrado a la vida. Su corazón dejó de latir faltando 10 minutos para la una de la tarde, casi a la hora precisa en que 50 años antes la Declaración de Independencia recibió su última lectura en el seno del Congreso Continental. Ese mismo día en Braintree, Massachusetts, dejaba de existir John Adams, el viejo amigo y también signatario del famoso documento de 1776. El país no sólo estaba apesadumbrado por las pérdidas sino pasmado por la histórica coincidencia de que dos ex presidentes fallecieran el mismo día y en fecha tan singular para los Estados Unidos. Las vidas de ambos estuvieron estrechamente vinculadas durante largos años. Es cierto que hubo una etapa de distanciamiento surgida a raíz de la campaña presidencial de 1800, pero al reconciliarse surgió entre ellos una nutrida comunicación epistolar que duró hasta los últimos días de su existencia. Tocaron en sus cartas los más variados temas pero siempre se puso de relieve el afecto que ambos se profesaban. Eso lo ratificaría John Adams en su lecho de muerte al dedicarle a su amigo el último pensamiento. “Tomás Jefferson aún sobrevive”, fueron las palabras que Adams pronunció momentos antes de expirar. Afuera de la casona de Monticello ese día 4, cerca de la una de la tarde, las moreras, los alerces, los maples, los olmos y los álamos, que siempre fueron motivo de orgullo para Jefferson, reflejaban desde lo alto de la colina las más diversas tonalidades de 46 EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON verde hacia las cordilleras y valles circunvecinos al recibir los rayos del sol de julio. Al día siguiente un pequeño cortejo compuesto por familiares y unos cuantos dolientes no invitados, condujo el féretro hasta el cementerio familiar de Monticello que el mismo Jefferson había trazado más de 50 años antes. Bajo un cielo gris y una llovizna veraniega fueron depositados sus restos junto a los de su esposa, su hija y Davney Carr, su entrañable amigo de juventud que después se convertiría en cuñado al contraer nupcias con Marta Jefferson. Con el tiempo Carr fue prominente abogado, destacado orador y compañero de Jefferson en las primeras batallas políticas. El mismo Carr había tenido que ver con la selección de aquel pequeño cementerio. En efecto, a temprana edad en sus recorridos por la campiña virginiana, en varias ocasiones habían disfrutado la sombra de un gran roble ubicado en la propiedad de Jefferson. Y les parecía a ambos tan bello aquel sitio que en alguna ocasión se prometieron mutuamente que si alguno de los dos moría aún joven sería enterrado por el otro precisamente a la sombra del viejo árbol. Por eso cuando Carr murió en Charlottesville el 16 de mayo de 1773, apenas 35 días después de haber debutado brillantemente en la legislatura virginiana que existía en la época colonial, Jefferson hizo que se exhumaran sus restos y se llevaran al sitio que ambos habían acordado. El leal amigo también le escribió su epitafio en el que se señalaba que era un tributo de “Tomás Jefferson, quien, de todos los hombres vivientes, era el que más lo quería”. Mientras enterraban los restos del ex presidente, Trist no podía menos que recordar las numerosas ocasiones en que su admirado maestro le había hablado de aquellos seres tan queridos que ahí descansaban. Recordaba cómo, pese a los años transcurridos, a veces se entristecía cuando hablaba de Marta su esposa, de Polly, como cariñosamente le decía a su hija María, y de Davney Carr. Era un día tan triste en Monticello que parecía como si el ambiente fúnebre hubiese contagiado a la naturaleza misma. Los trabajadores ya terminaban de preparar la tumba donde descansaría para siempre el estadista y donde recibiría el tributo de muchos miles de personas año con año. Tiempo después, sobre la tumba quedaría un obelisco con el epitafio que el mismo ex presidente había redactado: EL JOVEN TRIST Y LA GUÍA DE JEFFERSON 47 AQUÍ FUE ENTERRADO TOMÁS JEFFERSON, DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA AMERICANA, DEL ESTATUTO DE VIRGINIA SOBRE LIBERTAD RELIGIOSA Y PADRE DE LA UNIVERSIDAD DE VIRGINIA AUTOR DE LA Jefferson dijo que ésas eran cosas que había dado al pueblo y que sus cargos, desde legislador de Virginia hasta presidente de los Estados Unidos, puesto que eran cosas que le habían sido dadas por el pueblo, las omitía. La muerte de Jefferson afectó profundamente a Nicolás Trist. No sólo se había formado profesionalmente bajo su dirección, sino que habiendo sido su secretario durante los últimos dos años de vida del ex presidente, las enseñanzas del estadista habían ido mucho más allá del ámbito jurídico. Desde ese momento se dio cuenta cabal de que la influencia de su mentor estaría presente durante el resto de su vida. n abril de 1846 estalló la guerra de los Estados Unidos contra México y aunque el presidente James K. Polk intentó disfrazarla como una reacción a supuestas agresiones mexicanas, en realidad fue una afrenta con fines de expansión y conquista. De este capítulo histórico, Alejandro Sobarzo rescata la figura de Nicolás Trist, comisionado de los Estados Unidos en México, quien, convencido de la inequidad de la guerra, tuvo que decidir entre seguir los lineamientos señalados por el deber o acatar los dictados de su conciencia. En el prólogo a la primera edición, don Andrés Henestrosa se preguntaba si es ésta una novela biográfica o una biografía histórica. La dilucidación no importa, concluye; lo que importa es que el historiador, el literato y el creador que conviven en el autor recogen los más mínimos detalles de un hombre que ha sido injustamente olvidado por la historiografía mexicana. Esta edición ofrece un nuevo prólogo en el que José N. Iturriaga introduce a los lectores en la complejidad de la Guerra del 47 a través de un preciso marco histórico. Alejandro Sobarzo (México, 1934) obtuvo la licenciatura en derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México y el doctorado en la Universidad Complutense de Madrid. Formó parte del Poder Legislativo federal, dos veces como diputado y una como senador; asimismo se www.fondodeculturaeconomica.com desempeñó como embajador de México en Venezuela. 9 786071 610201