ENCUENTROS EN VERINES 2003 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) DE LA SOSPECHA A LA GARANTÍA Patxi Zubizarreta 1. La sospecha De la Literatura Infantil y Juvenil, casi desde sus orígenes, ha colgado el sambenito de la irrelevancia, de la insignificancia y, si se quiere, de la vacuidad. Incluso ha tenido que cargar con el estigma de la sospecha por su muy dudosa calidad literaria. Los propios autores hemos contribuido en esta apreciación. Hans Christian Andersen confiesa en El cuento de mi vida que «para que los lectores no esperaran otra cosa, había titulado mis primeras narraciones Cuentos para niños —…—. Los cuentos pasaron a ser lectura de niños y mayores, y yo creo que ésa es la meta a que debe aspirar todo narrador de cuentos. Empezaba a ganarme el corazón de la gente; entonces suprimí el “para niños” y publiqué tres libritos más, ahora bajo el título de “nuevos cuentos”, todos de mi propia invención.» El recelo no se extingue con el tiempo y, con otras palabras, Bernardo Atxaga reconoce que «Hasta que conocí al ilustrador Juan Carlos Eguillor, ni siquiera se me había ocurrido escribir para niños. Como a otros muchos, me parecía algo que debían hacer, para explicarlo de algún modo, abuelos bondadosos y de barba blanca; no pensaba que pudiera ser el objetivo de alguien atento a las vanguardias». Las palabras de Juan Cervera vienen a resumir con claridad esta sospecha: «A menudo se ha creído que la literatura infantil es insignificante en cantidad y deleznable en calidades. Otras veces se ha creído que no es infantil, o sea, que es inapropiada para los niños. Y otras, las más, que no es literatura». Tras la evolución de estas últimas décadas, ¿qué valoración podríamos hacer hoy a este respecto? ¿La situación ha cambiado? Y, si lo ha hecho, ¿ha sido a peor, o a mejor? Estas serán las preguntas que, también brevemente (para análisis más sesudos y exhaustivos están los entendidos y los críticos), intentaré responder en las próximas páginas. 2. Un cuento y un problema Hace varios años, leí estas líneas en la novela La hija del Caníbal de Rosa Montero: «Hay quien cree que la música es el arte más básico, y que desde el principio de los tiempos y la primera cueva que habitó el ser humano, hubo una criatura que batió palmas o golpeó dos piedras para crear ritmo. Pero yo estoy convencido de que el arte primordial es el narrativo, porque, para poder ser, los humanos nos tenemos previamente que contar. La identidad no es más que el relato que nos hacemos de nosotros mismos». Aquella reflexión en torno a la narración como fundamento del ser y de la identidad, me trajo a la memoria un relato apenas conocido de Bernardo Atxaga, titulado Este cuento es un problema y que, justamente, comienza en una caverna: un hombre se dirige al monte con la intención de dibujar el paisaje y, al anochecer, con la satisfacción de la labor concluida, se sienta en la entrada de una cueva, enciende un cigarro, y echa una última mirada al paisaje. A partir de esta situación, el autor nos plantea dos cuestiones: ¿ha cambiado mucho la vida de las personas que habitaron la gruta hace 20.000 años y la de ese hombre?, y ¿hay algo que los una todavía, algo invisible quizá? A pesar de que pueda parecer una cuestión difícil de resolver, en opinión del autor la solución es muy sencilla y se limita a una simple ecuación: A-B=X. A no sería mas que la relación detallada de las cosas que el hombre actual tiene en su cuerpo o en su mente: la cazadora, el jersey, el carné de identidad, el mechero, la idea de que su familia se pueda preocupar si se retrasa, el bosque…; y B sería precisamente la lista de cosas que las personas que vivieron hace 20.000 años no podían tener: la cazadora, el jersey, el carné de identidad, el mechero… Una vez efectuada la ecuación, la solución nos muestra que hay diez elementos que van más allá del tiempo: el humo, el cielo, el bosque, un cuarto de luna amarillento, los montes, cinco o seis hormigas sobre una piedra, el silencio, el rugido de una bestia en el silencio, el viento frío del invierno y el deseo de hacer un dibujo. Respecto a la segunda pregunta, si hay algo invisible que los una, está claro que son cuatro los elementos comunes e invisibles (lo esencial es invisible a los ojos), es decir, el silencio, el rugido de una bestia en el silencio, el viento frío del invierno y el deseo de hacer un dibujo. Y son precisamente estos cuatro elementos los que me servirán para ofrecer mi análisis sobre la pregunta inicial respecto a la evolución de la LIJ española. 2.1. El silencio Hace varios años, leí estas líneas en el libro Nadie escucha de Julio Llamazares: «Últimamente hay demasiado ruido. Si de alguna manera tuviera que definir la época en la que estamos viviendo, sería como un tiempo en el que hay tanto ruido que nadie escucha a nadie, ni siquiera a sí mismo. Últimamente, en España, y supongo que también en otros sitios, el aire está tan lleno de palabras que es imposible oír otra cosa que el ruido que éstas producen. Parece como si todos se hubiesen puesto de acuerdo en ahogar con sus palabras las voces de los demás —…—. En un país en el que nadie lee y en un tiempo, como éste, en el que nadie escucha, seguramente el silencio es la única postura inteligente y todo lo demás vanas palabras condenadas, como todas, a convertirse en ruido». Nadie escucha a nadie. Vivimos frenéticamente. Tanto, que todo se olvida con rapidez. Y quizá por todo ello la literatura nos ofrece un espacio privilegiado, silencioso, en el que encontrarnos a nosotros mismos a través de los demás. Nadie lee, afirma también Llamazares, y quizá por eso mismo la escuela sea todavía uno de los lugares privilegiados donde potenciar la lectura. Pero no me interesa ahora hacer sociología literaria, sino subrayar algunos silencios que aprecio en la LIJ. 2.1.1. El silencio de la nueva censura Reconocía, como pocas veces lo he visto, Manuel L. Alonso en CLIJ, que «todos los autores sabemos qué temas van a ser mejor recibidos, y qué argumentos o ingredientes conviene evitar. Podría dar una larga lista de ejemplos de temas que invariablemente encantan a los editores, pero será mejor no dar ideas. También sé que algunas cosas sobre las que me gustaría escribir, no las publicaría en estos momentos ninguna editorial importante. El editor recibe presiones, se le exigen resultados, ha de moverse dentro de una banda que tiene un tope por abajo, en cuanto a la calidad, pero también un límite por arriba, para no sobresaltar a nadie. ¿Resultado? Prefiere un libro bueno a un libro excepcional. Lo excepcional es difícil de manejar: podría ser explosivo». Creo que, en mayor o en menor medida, todos tenemos una cierta experiencia al respecto: alguna escena de amor, violenta, alguna descripción realista, alguna insinuación sobre determinados finales pesimistas… Nos hemos acomodado en lo políticamente correcto y llenamos los silencios de demasiadas palabras: nos dirigimos con demasiada frecuencia al lector, llenamos los libros de epílogos para lectores tontos que no han captado el mensaje de la historia… Elipsis es sinónimo de silencio y creo que, sobre todo en la LIJ, explicitamos demasiado, explicitamos más que sugerimos. Abusamos de palabras ya desgastadas como paz, libertad, solidaridad y, con frecuencia, las desarrollamos en historias excesivamente simplistas. No nos atrevemos con realidades complejas y difíciles. Para ser algo más explícito, imaginemos esta escena que el citado Suso de Toro desarrolla en su novela Calzados Lola: una mujer observa a un gato que acecha a un mirlo; cuando el gato se acerca peligrosamente al pájaro, ella duda si debe hacer algún ruido para asustar al mirlo y evitar su caza, o, simplemente, dejar que las cosas sigan su rumbo; pero inesperadamente el mirlo sale volando y ella suspira aliviada, aunque luego piensa que tal vez podría tratarse de una gata que anduviera cazando para alimentar a sus crías… Sinceramente, creo que mucha de la LIJ actual se limita a asustar al gato cuando va a saltar sobre el mirlo, y que la buena literatura va más allá, ahonda más y, por lo menos, nos hace reflexionar sobre la situación del aparentemente malvado gato. Pero como la LIJ es la Cenicienta de los grandes medios de comunicación, y apenas tiene eco en ellos, estos problemas apenas son abordados por una crítica rigurosa y científica. 2.1. 2. El silencio de la ignorancia La ignorancia también es sinónimo de silencio. Recuerdo las palabras del poeta Gabriel Aresti cuando decía que nadie es español si no conoce las cuatro lenguas del estado. Salta a la vista el interés provocador del poeta, pero es significativo que todos estemos obligados a conocer a los participantes de los grandes concursos televisivos y que, a la par, no tengamos ni la menor idea de los grandes cantantes, escritores, actores… que trabajan en las lenguas minoritarias, aquí, al ladito nuestro. Hay una cuota para los escritores periféricos, es cierto, y todos conocemos a Rivas, Monzó y a Atxaga, pero, en general, el desconocimiento es generalizado, y penoso. Nuevamente con el deseo de ser más explícito, a un editor no le interesa la bibliografía de un escritor en lengua minorizada, sino que publique en su lengua literaria, con el premio de verla publicada en el resto de las lenguas del estado. A pesar de lo dicho y, quizá, a modo de consuelo, hay que reconocer que si en algún campo se traduce con relativa fluidez, ése es el de la LIJ, donde la cuota de escritores periféricos se triplica o cuadruplica. 2.1.3. El eco del silencio Está claro que la LIJ es una realidad invisible y silenciada en los grandes medios. Sin embargo, es justamente en la periferia donde goza de cierto prestigio, además de buena salud. Las presentaciones de libros infantiles y juveniles tienen amplio eco —en ocasiones exagerado— en los medios e incluso hay espacio para la crítica algo más exhaustiva que la de la mera reseña, en particular gracias a la revista de LIJ Behinola. 2.2. El rugido de una bestia en el silencio Yo no sé si la música fue antes que la narración (¿0 quizá fueron ambas a través de la canción?), pero es evidente la necesidad fundamental de la persona por expresarse. Paul Wingensttein, hermano del gran filósofo, fue un afamado pianista que perdió la mano derecha en una contienda durante la primera guerra mundial; pero era tal su deseo de seguir tocando, que encargó a compositores de la talla de Strauss o Ravel que compusieran obras para interpretarlas con la mano izquierda. Al barbero que cortaba el pelo al rey Midas, le ocurrió algo parecido: la primera vez que descubrió que su rey tenía unas orejas semejantes a las de los burros, no pudo guardar su secreto y, a pesar de la amenaza de muerte que pesaba sobre él en caso de contarlo, se fue al campo, hizo un agujero en la tierra para introducir allí su cabeza, y por fin se desahogó diciendo: “¡El rey Midas tiene orejas de burro! ¡El rey Midas tiene orejas de burro!”. Por decirlo de alguna manera, frecuentemente echo de menos el rugido en la LIJ. Me encuentro con voces apagadas, apocadas y grises, pero pocas veces me topo con esa energía, vitalidad, dinamismo que me gustaría encontrar (Borges advertía que quien escribe para niños corre el peligro de verse afectado por la “puerilidad”). Quizá porque, recogiendo las palabras de Manuel L. Alonso, podemos leer muchas obras buenas, pero pocas excepcionales. Quizá, también sea debido a que escribimos demasiado. Apuntaba Carmen Bravo Villasante que, antes, en el cuento maravilloso, se nos señalaba que había poderes maléficos de los había que precaverse; esos poderes estaban alegorizados en hadas, brujas, gnomos, magos…, «pero ahora también aparecen dentro de nosotros, en nuestros vicios y junto a nuestras virtudes, en la bella y la bestia que todos llevamos dentro…», y tengo la impresión de que el elenco de personajes de nuestras obras sigue siendo demasiado tópico y maniqueo, me da la impresión de que no nos atrevemos a sacar al lobo que vive en nosotros. Si el rugido fuera una representación del estilo, tampoco creo que explotamos el lenguaje en toda su potencialidad. A pesar de que, probablemente, no abusamos tanto de los diminutivos, buscamos un lenguaje cercano, pero con poca expresividad; buscamos un lenguaje comprensible, pero sin atrevernos a utilizar expresiones que puedan plantear problemas de comprensión. De todas formas, si tuviera que buscar una definición general de lo que para mí es el estilo, sobre todo en los libros infantiles, la que más se acerca a lo que yo pienso la encuentro en las palabras de un escritor al que nunca creo que se le haya pasado por la cabeza escribir para niños. Dice Juan José Millás al hablar sobre su novela El orden alfabético: «Tenía la ambición de escribir algo cuya apariencia fuera de enorme simpleza y en la que la complejidad estuviera oculta, para que no llegara el ruido de los motores». Es lo que él define como sencillez compleja. 2.3. El viento frío del invierno Apuntaba Julio Llamazares que hoy en día nadie escucha, pero que tampoco nadie lee. Y justamente porque apenas se lee, dejamos de paladear pensamientos como éste que aparece en la novela Sinuhé, el egipcio de Mika Waltari: «La vida es como una noche fría, pero es bello que dos solitarios se calienten en una noche fría, aunque sus ojos y sus manos se mientan por amistad». Asimismo, dejamos de recordar las palabras de Carmen Martín Gaite en Caperucita en Manhattan cuando afirma que la aventura fundamental, en referencia tanto a las personas como a los personajes, es «la de que fueran por el mundo ellos solos, sin una madre ni un padre que los llevaran cogidos de la mano, haciéndoles advertencias y prohibiéndoles cosa». Vivimos tiempos confusos. Por un lado hemos alcanzado un alto nivel de bienestar, pero eso no nos ha acercado demasiado a la felicidad. Se nos llena la boca de palabras como libertad, pero cada vez somos más sumisos y acríticos. Lanzamos campañas y más campañas a favor de la lectura, proclamamos sus bondades, pero no nos creemos nuestras palabras, y, en conclusión, no leemos. No terminamos de creernos que la literatura nos puede ayudar a conocer el mundo y a nosotros mismos. En ocasiones, infierno es sinónimo de invierno, y eso no debemos ocultárselo ni a los niños ni, menos aún, a los jóvenes. Es cierto que para eso hay mil maneras y que quizá sea excesivo lo que se cuenta de Hichkock niño: por lo visto, para que no tomara el mal camino, su padre quiso darle un ejemplo aleccionador y no se le ocurrió otra cosa que llevarle por unas horas a la cárcel para que aprendiera qué le esperaba allí. Es Rodari, en su gramática, quien afirma que por medio de la literatura ayudamos a los niños a entrar en la realidad «por la ventana, en vez de hacerlo por la puerta. Es más divertido y, por lo tanto, más útil». La literatura puede ser un excelente compañero de viaje. En este sentido, recuerdo una propuesta que Bernardo Atxaga hacía a la escuela, pero que yo reivindico para mí, en cuanto lector. Se trata de ir recogiendo los textos con los que más nos hemos identificado, los que más nos han motivado, en los que hemos encontrado consuelo, aquellos que más nos han animado; incluso iba un poquito más allá de la literatura y proponía que estos textos los podíamos recoger de la literatura universal, de la música, de los anuncios, de los graffiti… Quizá por todo ello, no puedo dejar de recoger aquí un texto de Mariasun Landa que expresa muy bien lo que significa otro de los sinónimos del invierno, que no es otro que el miedo: «El miedo es como un sapo grande. Un sapo enorme que duerme en nuestro interior. En ocasiones despierta y se pone a saltar dentro de nuestro pecho. Entonces, es inútil esforzarse en hablar con él. Sus saltos son cada vez más grandes: del corazón a la garganta, de la garganta al estómago, del estómago a la cabeza… Según mi abuelo, lo único que podemos hacer entonces es ponernos a cantar. Si nos ponemos a cantar, el sapo se extraña y se pone a investigar de dónde viene la canción. Luego le entran ganas de aprender la canción y se queda muy atento. Pero los sapos no han nacido para la música y les entra el sueño, se quedan como atontados y, casi sin darse cuenta, se duermen. Y es entonces cuando volvemos a tranquilizarnos, a sosegarnos». Miedo a lo diferente, a lo inseguro, al futuro… Es hermoso que el lector y el escritor coincidan en las mentiras de los libros, ésas que, cuando son buenas, consiguen ejemplificar la verdad. Es hermoso que en ese encuentro mágico, como diría Juan Kruz Igerabide, el poema o el cuento se conviertan en un dulce que se saborea en común, en comunicación estética. Pero para eso, más allá de las campañas de lectura y de marketing al uso, se requiere del mimo y de la sensibilidad de los padres y de los maestros. 2.4. El deseo de hacer un dibujo Como hemos apuntado antes, en ocasiones, el infierno es el otro nombre del invierno. Tal es el caso de Leo Meter (exilio, detención de la Gestapo, separación de su esposa a causa de la Ley de Razas…), que fue fusilado en 1944, dicen, que por disparar al aire en lugar de a su enemigo. Pero desde Ucrania, se entretenía escribiendo unas cartas entrañables y hermosas a su hija Bárbara, unos textos ilustrados (Cartas a Bárbara) que, a veces, terminaban con estas palabras: «Si alguna vez tienes mucho, mucho tiempo y ya has aprendido algo en la escuela, entonces dibuja a tu papá una bonita carta». Es extraño que el autor añada el verbo dibujar al sustantivo carta, pero ésa es precisamente una de las características más impactantes y atractivas de la LIJ. Y justamente por ello se extrañó Alicia al ver que su hermana leía un libro que no tenía ni ilustraciones ni diálogos. Alicia hubiera compartido plenamente la reflexión que Carmen Martín Gaite hace al respecto: «Su padre le había dado un cuaderno grande, con tapas duras como de libro, que le había sobrado de llevar las cuentas de la fontanería. Era de papel cuadriculado, con rayas rojas a la izquierda, y en él empezó a pintar Sara unos garabatos que imitaban las letras y otros que imitaban muebles, cacharros de cocina, nubes o tejados. No veía diferencia entre dibujar y escribir —…—. Porque las letras y los dibujos eran hermanos de padre y madre: el padre el lápiz afilado y la madre la imaginación». Salta a la vista que los libros actuales están llenos de diálogos y de formidables ilustraciones, que cada vez llegan a nuestras manos ediciones más exquisitas. Pero nuevamente, deseosos de clasificaciones y compartimentos estancos, hemos encasillado el color con la primera infancia, la ilustración en blanco y negro con la adolescencia y el vacío más absoluto con la juventud. Quizá, en este sentido, el terreno más inclasificable y resbaladizo sea el del álbum infantil, donde se aprecian apuestas estéticas y “anticlasificatorias” que no abundan en otros campos. Regalo es también sinónimo de literatura. Por eso no puedo olvidar la visita que una vez hice a una escuela, en la que una niña se me acercó al terminar para ofrecerme un regalo. Me traía un dibujo en el que ella representaba los personajes de un libro mío que había leído en el sistema braille, y precisamente su ceguera hacía que su regalo fuera tan particular. Aquel dibujo, que no se correspondía a las características de las niñas de su edad, era, sin embargo, el más hermoso. Malen, que así se llamaba la niña, me dibujó un regalo y yo me sentí tan feliz como Leo Meter en el caso de haber recibido una carta de su hija Bárbara. 3. La garantía A través de la pregunta de Bernardo Atxaga (¿ha cambiado mucho la vida de las personas que habitaron la gruta hace 20.000 años y la de ese hombre?), he querido responder a la pregunta sobre los cambios que ha experimentado la LIJ durante estos últimos años. Ya sé que la mía no ha sido una respuesta rigurosa y objetiva, sino una suma de impresiones —a veces plagada de buenas intenciones—, pero, a modo de conclusión diría que el volumen de publicaciones actual es enorme y, con todo, con frecuencia se echa en falta la literatura en la LIJ y son pocas las obras excepcionales, de aquellas que reivindicaba Andersen cuando se puso a escribir cuentos sin especificar que eran para niños. También diría que, a pesar del volumen, la LIJ sigue siendo una realidad invisible y silenciada, por lo que esas pocas obras excepcionales apenas tienen el eco que hubieran merecido (cosa que, por otra parte, es algo generalizable al arte en general) y que, en su mayor parte, no llegan al público mayoritario. Cuentan que, cuando el barbero de Midas regresó a la ciudad tras haber gritado “¡El rey Midas tiene orejas de burro! ¡El rey Midas tiene orejas de burro!, crecieron allí muchas cañas y que, cuando el viento las mecía, proclamaban a los cuatro vientos “¡El rey Midas tiene orejas de burro! ¡El rey Midas tiene orejas de burro!, de forma que todos terminaron conociendo el secreto que celosamente guardaba el rey. Y, aunque parezca una contradicción —de hecho, lo es—, creo que nunca como hoy se ha trabajado tanto la LIJ y que, gracias a revistas especializadas y a gente afanosa y estudiosa, en general, la repercusión de la LIJ en la sociedad y en los lectores, es cada vez mayor. Hace varios años, la los pocos días de leer el cuento de Bernardo Atxaga en el clausurado periódico Euskaldunon Egunkaria, leí en el mismo medio un artículo de Xabier Kintana referido a aquel: «Lo que veían y sentían los hombres de las cavernas». Hablaba del descubrimiento, por parte de unos arqueólogos ingleses, de los restos de un cuerpo en una cueva de Kurdistán. Al parecer, el cuerpo pertenecía a una joven mujer neanderthalensis, por lo que su edad se estimaba en unos 100.000 años. El cuerpo fue enviado a Londres y, allí, un arqueólogo decidió hacer un estudio palinológico; se trataba de analizar el polen fósil que podían envolver los restos. Contrariamente a lo que se esperaba, encontraron una cantidad extraordinaria de polen fósil de una pequeña flor azul que todavía hoy se puede encontrar a la entrada de la cueva. Pero lo extraño es que tamaña cantidad de polen no pudo haber sido llevada por el aire, ni siquiera transportada por los insectos. La conclusión era bastante lógica: el cuerpo fue enterrado y cubierto de aquellas florecillas azules, lo que provocó que a los arqueólogos les surgiera la duda sobre la supuesta falta de evolución del hombre de Neanderthal con respecto al de Cro-Magnon. El artículo terminaba con estas palabras: «Ellos, como nosotros, admiraban la belleza de las flores y sabían hacer ofrendas sentimentales y estéticas de ese tipo. Atxaga tiene razón: a pesar de los avances tecnológicos y los cambios de nuestra civilización, la cadena que nos une a los humanos no se ha roto del todo. Hay cosas que, más allá del tiempo, sentimos y vemos de manera parecida».