Para el 25 aniversario del Golpe de Estado de 1976, la escritora argentina Griselda Gambaro escribió el siguiente texto que fue publicado en el diario La Nación el 24 de marzo de 2001. Cómo hubiera sido el país sin la dictadura? Difícil imaginarlo, como es difícil imaginar la historia de Alemania sin el abismo de Hitler. Las afrentas que la violencia institucionalizada dejan en un país son cicatrices que ningún tiempo borra. Esta Argentina, que no poca barbarie conoció en su historia, no se repuso todavía de esa barbarie mayor que fue la dictadura militar. Creo que aún a los que no ignorábamos sus métodos nos superó el conocimiento del detalle, esos detalles que agregan al crimen una trágica inventiva aplicada a la vejación y el castigo. Sin embargo, el Nunca más nos dio la idea de que una mínima reparación era posible. Fueron las madres, las abuelas, los seres solidarios y de buena memoria quienes buscaron el resarcimiento de la verdad y aún ahora construyen un país sólido sobre otro volátil. Pueden hacerlo porque no perdonan. La tortura y el asesinato programado son irredimibles, no significan meras equivocaciones de la conciencia. Ligado a un punto de acción sin retorno, el arrepentimiento (si ese deseo exitiera en los culpables) no tiene árbol donde sostenerse. Los árboles están muertos y las torturas, vivas en quienes las padecieron. Ahora, a 25 años de la dictadura, ¿qué nos pasa? Parecemos tranquilos y sólo disconformes con el estado de penuria económica. Los militares hacen buena letra (o la fingen), los gobiernos se suceden democráticamente, los megaeventos culturales sacuden a los jóvenes al compás de la música. Falta trabajo, salud, educación, pero vivimos en democracia y por esta democracia hemos pagado un precio bien alto. Nada coacciona nuestra libertad de palabra, y quizás por eso la queja es nuestro estado consuetudinario; no falta motivo, pero la queja sin reacción es inútil forma autocompasiva. Nos gusta el mundo civilizado y creemos pertenecer a él, salvo cuando nos perturban los hechos criminales de la delincuencia común que se pretende castigar sin poner freno a las causas. Este pueblo soporta mucho y siempre le mienten. La gran mayoría, cuya subsistencia es tan difícil, está preocupada por otros problemas que los del pasado. Ignora que entre la dictadura y el presente hay más puntos de contacto de los que supone. Más allá de nuestro olvido o nuestra memoria, el pasado tiene su propia autonomía. La democracia crece bajo la sombra de ese pasado innoble y sólo la voluntad de acción puede volverla menos densa. Precisamente porque esa democracia representativa no nos representa tan bien, está en nuestras manos y de nosotros depende. El discurso de nuestros gobernantes pide colaboración, pero el imperio inconsulto de sus decisiones la desprecia; todo tiende a convencernos de que delegar nuestras responsabilidades políticas después del canto de sirena de las elecciones es el mejor camino. Hoy podemos dormir sin el temor a las razzias de la dictadura, pero nuestro sueño carece de esperanzas y muchos padecen la inventiva de la estrechez que ha sustituido a la del horror en la provocación de sufrimiento. La libertad y sus ventajas terminan por ser ilusorias bajo la opresión selectiva de la miseria. Lo sabemos quienes deseamos que los únicos excluidos de esta tierra sean los que derramaron sangre en esos años de plomo y los que la siguen derramando hoy por otros métodos, no por consentidos menos crueles. Las aberraciones del hambre, del desamparo, de la hipocresía social, también son crímenes, y si los gobernantes cierran los ojos sin asumirlos como tales, no respiraremos nunca el aire de la verdadera libertad, de la verdadera democracia que debe asegurar aquellos derechos que la dictadura suprimió o mancilló en cada uno: a una vida digna, a la posibilidad de ser feliz. © Griselda Gambaro © La Nación