¿Cómo transmitir a los jóvenes los valores de la DSI para formar ciudadanos responsables? Antes de tratar propiamente el tema de esta presentación, quisiera indicar cómo concibo la doctrina social de la Iglesia. Para mí, se trata de un rico patrimonio eclesial que nos ayuda a descubrir la pertinencia, o en otras palabras, la relación del Evangelio con la vida cotidiana de las personas. Como un subsidio útil para la interpretación de los signos de los tiempos. Esta dimensión es particularmente necesaria hoy, cuando, como resultado del fenómeno de la globalización, la realidad se hace cada día más compleja y requiere, por tanto, superar las visiones reduccionistas y simplistas, tan comunes, por desgracia, en los círculos eclesiales, que, “en muchos casos, introdujeron conflictos en la sociedad, dejando muchas heridas que aún no logran cicatrizar” (DA 36). La doctrina social de la Iglesia nos ayuda también a corregir falsas concepciones de la fe y del significado de la pertenencia a la Iglesia que no podemos reducir a un “bagaje, a elenco de algunas normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados” (DA, 12). Se trata de la acogida de Jesús dé Nazaret en cada hermano mediante la vivencia del Evangelio como admirablemente lo han resumido Mateo (25, 31‐46) y Santiago (2, 14‐26), como una manera de ver la realidad, un espíritu que inspira toda nuestra vida, nuestro actuar y, sobre todo, nuestro inter‐actuar. Los obispos del continente, reunidos en Aparecida, comprendieron la necesidad de responder al desafío “ de revitalizar nuestro modo de ser católico y nuestras opciones personales por el Señor, para que la fe cristiana arraigue más profundamente en el corazón de las personas y los pueblos latinoamericanos como acontecimiento fundante y encuentro vivificante con Cristo” (DA, 13).. 1 Esa acogida de Jesús nos debe hacer mejores, lo que, en palabras del beato Juan Pablo II, significa ser “más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos” (RH 15). El eje central en torno al cual gira todo el discurso social de la Iglesia es la persona humana y su eminente dignidad, como aparece desde los albores de la Revelación: “toda la riqueza doctrinal de la Iglesia tiene como horizonte al hombre en su realidad concreta de pecador y de justo” (CA 53). Hoy día este principio adquiere una relevancia particular en un momento en el que las amenazas a la vida se van convirtiendo en un elemento de la cultura dominante inspirada fuertemente por los valores del mercado. En pocas palabras podemos decir que la doctrina social de la Iglesia es el manual de instrucciones para vivir el Evangelio. Ella puede ayudarnos a resolver uno de los grandes problemas, especialmente de la juventud, como es la búsqueda del sentido de toda la realidad. “La persona busca siempre la verdad de su ser, puesto que es esta verdad la que ilumina la realidad de tal modo que pueda desenvolverse en ella con libertad y alegría, con gozo y esperanza” (DA 42). Finalmente, conviene recordar que, hoy día la doctrina social de la Iglesia ha sido aceptada como un elemento esencial de la evangelización. El beato Juan Pablo II nos recuerda “que la doctrina social tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización: en cuanto tal, anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo. Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de lo demás: de los derechos humanos de cada uno y, en particular, del «proletariado», la familia y la educación, los deberes del Estado, el ordenamiento de la sociedad nacional e internacional, la vida económica, la cultura, la guerra y la paz, así como del respeto a la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte” (CA 54). 2 Pero no olvidemos que se trata de un discurso orientado a la praxis. “Para la Iglesia el mensaje social del Evangelio no debe considerarse como una teoría, sino, por encima de todo, un fundamento y un estímulo para la acción” (CA 57). La política, entendida como la búsqueda del bien común, constituye un elemento fundamental de la vida en sociedad. Es importante comprender que el bien común no es algo dado, sino que es el resultado del compromiso de todos los ciudadanos y podemos describirlo como “el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección” (GS 74) es decir, realizarse según su vocación de imagen y semejanza del Creador, en todas las dimensiones de su personalidad. Con razón, y según esta concepción, pudo el papa Pío XI referirse a la participación activa de los ciudadanos en la construcción de la sociedad como caridad política. La relevancia del tema fue subrayada por Benedicto XVI en su discurro inaugural en Aparecida:” Formar las conciencias, ser abogada de la justicia y de la verdad, educar en las virtudes individuales y políticas, es la vocación fundamental de la Iglesia en este sector”. Tratando el tema de la formación política de los jóvenes, debemos enmarcar nuestra reflexión dentro de una correcta concepción de la sociedad, propia de la doctrina social, pero que, tal vez, hemos olvidado. El beato Juan XXIII nos enseña que La sociedad humana, “tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de 3 la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo” (PT 36). Es función de la política contribuir a facilitar las relaciones entre las personas en la experiencia cotidiana, relaciones, que como bien nos enseña el beato Juan XXIII, en coherencia con su concepción de la sociedad, requieren necesariamente” como fundamento la verdad, como medida la justicia, como fuerza impulsora la caridad y como hábito normal la libertad” (PT 149). Educar para la política significa aprender a vivir en la sociedad así concebida, no solamente como una realidad sociológica, económica y cultural. La participación política es un deber y un derecho del cristiano y por ello la Iglesia nos exhorta a vivirlos comprometida y responsablemente: “exhortamos de nuevo a nuestros hijos a participar activamente en la vida pública y colaborar en el progreso del bien común de todo el género humano y de su propia nación. Iluminados por la luz de la fe cristiana y guiados por la caridad, deben procurar con no menor esfuerzo que las instituciones de carácter económico, social, cultural o político, lejos de crear a los hombres obstáculos, les presten ayuda positiva para su personal perfeccionamiento, así en el orden natural como en el sobrenatural (PT 146). Uno de los desafíos que tenemos que afrontar en este intento de formar a los jóvenes para la participación política es la indiferencia de los mismos causada, en parte, por el descrédito de los políticos en todos nuestros países. La política se identifica con corrupción, con deshonestidad, con la utilización de los cargos públicos para el enriquecimiento personal, con total despreocupación por quienes los han puesto en ellos. Otro factor importante es el debilitamiento de las ideologías que se disputaron el dominio del mundo en siglos anteriores, pero que, contrariamente a cuanto podría aparecer, no han desaparecido y hoy somos víctimas de la más sutil de ellas como es la resultante del neoliberalismo y su glorificación del mercado. Con el sentido profético que lo caracterizó, Pablo VI había intuido la situación presente cuando decía: “si hoy día se ha podido 4 hablar de un retroceso de las ideologías, esto puede constituir un momento favorable para la apertura a la trascendencia y solidez del cristianismo. Puede ser también un deslizamiento más acentuado hacia un nuevo positivismo: la técnica universalizada como forma dominante del dinamismo humano, como modo invasor de existir, como lenguaje mismo, sin que la cuestión de su sentido se plantee realmente” (OA 29). Este dominio del pragmatismo hace cada día más difícil comunicar los valores del Evangelio, lo cual, con todo, en lugar de llevarnos al derrotismo nos debe estimular a encontrar nuevos caminos para la evangelización. Resultado, en cierta manera, de esta nueva ideología es el relativismo que hace difícil la proclamación de los valores cristianos y la propuesta de un modo de vida diferente al proclamado por la cultura dominante y, por ende, lleva a los jóvenes a la indiferencia ante cualquier realidad que no sea el goce inmediato y pasajero que no implique compromiso alguno. ¿Cómo formar, entonces, a la juventud para una participación responsable en la gestión del bien común? No quisiera generar expectativas quiméricas y por ello hay que reconocer que nadie ha encontrado una respuesta satisfactoria. Por ello me limito a sugerir puntos de reflexión que pueden ayudar a la búsqueda de respuestas que dependerán en gran parte, de cada situación concreta. El beato Juan Pablo II decía algo que, más que una realidad, veo como un ideal lejano aún: “Hoy más que nunca, la Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna” (CA 57). Si queremos transmitir valores, debemos hacerlo, ante todo, con el ejemplo. La Iglesia ha hecho una opción por los pobres que será creíble, cuando toda su vida sea coherente. Hacemos críticas legítimas a la sociedad, muchas veces sin darnos cuenta que aquello que criticamos, muchas veces es una realidad al interior de nuestra institución. 5 Recordemos las virtudes que, según Juan XXIII deben caracterizar las relaciones sociales: la verdad, la justicia, la caridad y la libertad. El Espíritu nos llama a examinarnos sinceramente sobre cómo estas virtudes caracterizan las relaciones al interior de la Iglesia, entendida como la comunidad de los bautizados. Hay que volver a la simplicidad del Evangelio muchas veces oscurecida por una legalidad invocada por encima de la transparencia y, sobre todo, por encima de la caridad. Vivimos fuertes tensiones en la Iglesia ante el clamor legítimo por la libertad de investigación, por la legítima participación y el respeto por la dignidad e igualdad de la mujer en la vida de la Iglesia en ámbitos en los que no se trata de asuntos doctrinales, sino de simple tradición. Mucho hablamos de los laicos, pero lejos estamos aún de reconocerles su pertenencia plena en la vida eclesial, de respetar su legítima autonomía. Se les llama a colaborar, pero siempre en una sujeción a los pastores que no es coherente con cuanto los documentos reclaman y mucho menos con el espíritu evangélico. Ya tiempo atrás, Pablo VI decía que “Los seglares deben asumir como su tarea propia la renovación del orden temporal; si la función de la jerarquía es la de enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que hay que seguir en este campo, pertenece a ellos, mediante sus iniciativas y sin esperar pasivamente consignas y directrices, penetrar del espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las estructuras de su comunidad de vida” (PP 81). Precisamente en estos días Benedicto XVI invita a reconocer a los laicos, no como colaboradores, sino como corresponsables en la vida de la Iglesia, llamando a un cambio radical de actitud por parte de los Pastores. Con esta premisa, viniendo a algo más concreto, ya en su gran encíclica Mater et magistra, el beato Juan XXIII proponía un método para formar a los jóvenes en la doctrina social: “Ahora bien, los principios generales de una doctrina social se llevan a la práctica comúnmente mediante tres fases: primera, examen completo del verdadero estado de la situación; segunda, valoración exacta de esta situación a la luz de los principios, y tercera, determinación de lo posible o de lo obligatorio para aplicar los principios de acuerdo con las circunstancias de tiempo y lugar. Son tres fases de un mismo 6 proceso que suelen expresarse con estos tres verbos: ver, juzgar y obrar” (MM 236). Formar ciudadanos responsable significa educar para la participación política entendida como “la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común” (ChL 42). El documento de Aparecida ofrece algunas pistas que pueden iluminar nuestra reflexión: “Esto requiere ante todo que los laicos sean honestos, responsables y eficientes en sus tareas. También supone una formación doctrinal y especializada que permita decir palabras autorizadas que puedan ser escuchadas y respetadas aun en ambientes escépticos. Además, teniendo en cuenta la actual crisis de valores, entendemos que una adecuada participación en lo público exige un constante desarrollo de las virtudes sociales que se traduzca en un testimonio claro. En este ámbito, la labor educativa de la Iglesia, la predicación, la catequesis y el acompañamiento espiritual tienen mucho que ofrecer, aportando una formación ética, un desarrollo de la conciencia ciudadana y un fuerte aliento a la construcción de la democracia” (DA 281). Cada día revisamos nuestros procesos formativos, preocupados por los resultados de una educación formal que hasta ahora ha sido incapaz de formar agentes reales de cambio social. Hoy se enfatiza más el aprendizaje que la docencia, como tradicionalmente se venía haciendo. Igualmente se recupera la experiencia como el punto de partida del aprendizaje. Considero que el valor central que debemos transmitir a los jóvenes es el discernimiento como actitud de vida que llevará a formar ciudadanos críticos, responsables, capaces de tomar decisiones con la necesaria autonomía. Para ello puede ayudar mucho la aplicación de la metodología propuesta por el Papa. Ante todo tenemos que acompañar a los jóvenes en el interés por conocer la realidad. Es alarmante su actitud inmediatista por un lado, y desinteresada 7 por otro, de cuanto sucede a su alrededor, si no son los hechos que los impactan más inmediatamente a nivel de sensaciones y emociones pasajeras. Pero se trata de un conocimiento discreto, es decir, acompañado por el discernimiento y generador del mismo como actitud de vida. Tenemos que hacer de los procesos formativos, experiencias de crecimiento de cada persona como sujeto de su propio desarrollo. No se trata de imponer, sino de acompañar en procesos dialógicos cuya característica es el respeto mutuo y la convicción de que todos los involucrados buscan la verdad que no es monopolio de nadie y que abre perspectivas ilimitadas. Queremos formar personas capaces de testimoniar en su vida los valores del Evangelio: “los fieles laicos han de testificar aquellos valores humanos y evangélicos, que están íntimamente relacionados con la misma actividad política; como son la libertad y la justicia, la solidaridad, la dedicación leal y desinteresada al bien de todos, el sencillo estilo de vida, el amor preferencial por los pobres y los últimos. Esto exige que los fieles laicos estén cada vez más animados de una real participación en la vida de la Iglesia e iluminados por su doctrina social. En esto podrán ser acompañados y ayudados por el afecto y la comprensión de la comunidad cristiana y de sus Pastores (ChL 42). Ya Pablo VI nos ofrecía algunas orientaciones en este camino de la formación: “No basta recordar principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética; todo ello no tendrá peso real si no va acompañado en cada persona por una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva. Resulta demasiado fácil echar sobre los demás la responsabilidad de las presentes injusticias, si al mismo tiempo no nos damos cuenta de que todos somos también responsables, y que, por tanto, la conversión personal es la primera exigencia” (OA 48). Y, sólo se aprende a tomar consciencia de la propia responsabilidad si se tiene oportunidad de asumir responsabilidades. Se aprende a actuar actuando. “Así como proverbialmente suele decirse que, para disfrutar honestamente de la libertad, hay que saberla usar con rectitud, del mismo 8 modo nadie aprende a actuar de acuerdo con la doctrina católica en materia económica y social si no es actuando realmente en este campo y de acuerdo con la misma doctrina” (MM 232). Los procesos formativos, por tanto, deben poner a los jóvenes en situaciones vivenciales que les permitan crecer y en ese sentido ayudará partir de situaciones reales o de casos concretos que deban ser discernidos a la luz de los grandes principios de la doctrina social. Con ello se ayudará a conocer la propia realidad con sentido crítico. Me permito presentar aquí un subsidio que considero útil en este esfuerzo. Me refiero al texto: “Enseñanza de la Doctrina Social de la Iglesia en la Universidad: Guía del Profesor”. Se trata del resultado de un trabajo conjunto entre el Pontificio Consejo Justicia y Paz, el CELAM y la Fundación Konrad Adenauer, y en su etapa de redacción la Fundación Pablo VI en un esfuerzo por llevar la doctrina social a los ámbitos universitarios con el Continente. Naturalmente, como su nombre lo dice, se trata de una guía, de un subsidio que debe ser utilizado en cada contexto con discernimiento y libertad. Con todo, considero que es una herramienta muy valiosa que podrá servir para comunicar los valores de la doctrina social a los jóvenes. Ante todo hay que hacer comprender a las nuevas generaciones que no hay contradicción entre el compromiso político y el evangélico como bien lo anota el Concilio: “aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios” (GS 39). “El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (Ibíd. 43). Precisamente es nuestra fe en Cristo la razón de ser del cumplimiento de nuestras obligaciones civiles, de nuestro compromiso con el mundo. La formación en estos valores no puede ser un capítulo aislado, sino que tenemos que buscar una gran coherencia en la vivencia eclesial desde los 9 primeros años y ellos supone la revisión de todos los procesos formativos, comenzando por le necesidad de renovar la catequesis, dando énfasis a los primeros años, cuando se aprenden los comportamientos que marcarán a la persona y evitando repeticiones rutinarias e improvisaciones peligrosas, como exhortaban los Obispos en el Sínodo sobre la catequesis. La finalidad de la catequesis, como parte del proceso de evangelización, es llegar al conocimiento y aceptación plena del misterio de Cristo, pero no como un acerbo de conocimientos, sino como adhesión personal que debe transformar la vida de la persona. En pocas palabras, se trata de una “catequesis didáctica, pero encaminada a dar testimonio de la fe” (CT 37). Temo que seguimos insistiendo en procesos puramente racionales en los que los contenidos teóricos siguen reforzando la idea de que la fe es aceptación de verdades y no la adhesión a una Persona cuyo amor debe transformarnos en seres para los demás y con los demás buscando el balance equilibrado entre ortodoxia y ortopraxis, pues es un aprendizaje para la vida comprometida en la sociedad. Quisiera subrayar la importancia que tienen los grupos de niños, adolescentes y jóvenes, con finalidades varias de estudio y, sobre todo, de servicio, que desarrollen en ellos la virtud de la solidaridad, el sentido de responsabilidad, el aprendizaje al trabajo en grupo y la colaboración, la alegría de darse a los demás en gratuidad, el conocimiento de la realidad, actitudes que los jóvenes no rechazan pero que hay que desarrollar mediante la praxis. En estos grupos es necesario mantener un proceso continuo de reflexión partiendo de la experiencia iluminada por la fe en Cristo y por los grandes principios de la doctrina social. Tal experiencia es un aprendizaje de praxis democrática. No obstante los esfuerzos históricos, todavía la humanidad no ha logrado encontrar la verdadera democracia, hoy amenazada por la dictadura del mercado y, en América Latina, por el retorno de los caudillismos de diversas tendencias. La democracia no se reduce al voto, como quieren hacernos creer. La democracia está en la participación real de 10 todos los ciudadanos en la toma de decisiones que afectan a todos, y en la participación de los bienes materiales e inmateriales a los que todos tienen derecho, en el respeto de todos los derechos fundamentales de la persona, comenzando por el derecho a la vida desde su concepción hasta la muerte natural, y el respeto al ejercicio de los deberes. Si queremos formar ciudadanos útiles, tenemos que comenzar por la familia donde se recibe la primera socialización de manera irreemplazable. Equivocadamente pensamos que la escuela o la parroquia deben ser las encargadas de la formación fundamental. Aquello que no se aprende en la familia, difícilmente se aprenderá en otras instituciones. La pastoral familiar hoy es más urgente que nunca, ante la renuncia en muchos hogares a formar en la fe. Hay valores y comportamiento que solamente se aprenden en el contexto familiar. En nuestro esfuerzo por transmitir los valores de la verdadera convivencia podemos soñar con una sociedad en la que, como anunciaba el beato Juan XXIII todos los ciudadanos iluminados por la verdad, puedan comunicarse entre sí los más diversos conocimientos, defender sus derechos y cumplir sus deberes, desear los bienes del espíritu, disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones, sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos, asimilar con afán en provecho propio los bienes espirituales del prójimo (cfr. PT 36). Es éste el camino hacia la construcción de una sociedad a medida del hombre y según el Evangelio en la que todos, no solamente unos pocos, puedan buscar la felicidad y la realización personal y comunitaria. Sergio Bernal R. s.j. Pontificia Universidad Javeriana Bogotá, D.C. 11