El Final de las Profesiones. Nuevas Formas de Trabajo y de Política

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EL FINAL DE LAS
PROFESIONES.
NUEVAS FORMAS
DE TRABAJO Y DE
POLÍTICA PÚBLICA
FERNANDO FLORES Y JOHN GRAY
TRADUCCIÓN
EL FINAL DE LAS PROFESIONES. NUEVAS FORMAS DE TRABAJO Y DE POLÍTICA PÚBLICA
FERNANDO FLORES Y JOHN GRAY
Los últimos días de las profesiones1
El deterioro de las profesiones como institución es una consecuencia inevitable
de la emergencia de una nueva economía, basada en el conocimiento. Las constantes innovaciones tecnológicas y empresariales que se están produciendo, conducen ineludiblemente a un proceso de destrucción de prácticas anteriormente
prestigiosas al que ya estamos asistiendo. Sin embargo, este cambio radical en las
expectativas de la mayoría de los trabajadores todavía no ha sido bien asimilado.
La política sigue centrándose en las promesas tradicionales y anacrónicas del centro izquierda, que toman la institución de las profesiones como modelo para el
empleo. Se acepta generalmente que el cambio hacia la nueva economía requiere
un mayor nivel educativo por parte de los trabajadores; pero no se suele tener en
cuenta que la forma tradicional de adquirir y aplicar el conocimiento profesional,
así como su validez a lo largo de la vida, es cada vez menos adecuada. La educación vocacional que se adquiere para siempre en un momento concreto de la vida
ya no es suficiente para manejarse en economías permanentemente trastocadas
por nuevas tecnologías de la información. Estudiar una segunda o tercera carrera
no es la respuesta, si tenemos en cuenta el ritmo, la magnitud y la profundidad de
los cambios.
Muchas de las prácticas e instituciones que hemos heredado de las primeras fases
de la revolución industrial no se adaptan al mundo laboral que las nuevas tecnologías están creando. Se necesita una nueva visión empresarial para prepararse
para el trabajo, así como reformas estructurales (pensiones, impuestos, créditos,
1 La palabra “career” en inglés expresa dos conceptos diferentes en nuestra lengua. Por una parte, se corresponde
directamente con nuestras carreras universitaria; por otro, con las profesiones que se desarrollan a continuación
de los estudios. También se corresponde con el uso de la palabra carrera como trayectoria, independientemente de
los estudios, como cuando se habla de una “carrera deportiva” o de “hacer carrera”. En cada ocasión le he dado la
traducción que me ha parecido más oportuna.
Por otra parte, a lo largo del texto e intentado mantener los términos característicos de la obra de Flores (mundos
locales, articulación, desarmonías, etc.), al tiempo que he sustituido otras expresiones que en nuestra cultura tienen
un sentido extraño o que incluso provocan una sensación contraria. En algunos lugares se indican y explican
dichos términos(Todas las notas del texto son de la traducción)
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etc.) y cambios radicales en la educación. En este artículo pretendemos sentar una
base firme para emprender la reforma de las políticas públicas, estudiando, en
primer lugar, el descrédito que están sufriendo las profesiones como modelo
principal de introducción en el trabajo, cuando hasta hace poco ha sido el modelo que casi todos hemos seguido. A continuación, nos centraremos en las nuevas
formas de trabajo que están surgiendo, y en el modo en el que la política pública
puede dar una respuesta más adecuada para aprovechar sus efectos.
Para poner de manifiesto la obsolescencia de las carreras profesionales, conviene
recordar que “carrera” significa “carretera”, “camino”. Una profesión era un camino que se seguía toda la vida en el mundo laboral. Una profesión era una vocación única que, aunque se elegía al comienzo de la edad adulta, se perfilaba desde
la infancia, y que se seguía durante el resto de la vida activa. En la segunda mitad
del siglo XX las profesiones han sido la principal fuente de puestos de trabajo
fijos dentro de una cultura profesional estable y, cuando era posible, de progresión dentro de una estructura jerarquizada.
El deterioro de esta institución es el principal desafío económico al que se enfrentan la mayoría de los trabajadores en las sociedades más desarrolladas. Los
partidos y Gobiernos de centro-izquierda, que consideran que su función consiste en ofrecer cada vez más ventajas y oportunidades a la clase media, han entendido muy mal las causas y las consecuencias de este declive. Con la obsolescencia
de las profesiones, desaparece uno de los pilares fundamentales de la clase media.
Las profesiones han sido una institución social esencial en la cultura industrial del
siglo XX. Si bien la mayoría no ha tenido acceso a una carrera, ha sido uno de los
pocos medios de realización personal que han existido; realización a la cual seguimos aspirando. A través de las profesiones confiábamos en convertirnos en
autores de nuestra vida económica, dándole continuidad y sentido. En medicina,
justicia, industria, política o cualquier otro dominio en el que las profesiones han
florecido, se progresaba en el desarrollo personal ampliando el nivel de conocimiento y de especialización. La profesión como institución también ha desempeñado un papel fundamental reforzando colectividades, confiriendo un alto valor
al conocimiento y a las relaciones sociales. Ha sido, asimismo, una de las principales fuentes de legitimación de los beneficios sociales del capitalismo, por lo que
su declive puede acabar con dicha legitimidad, especialmente entre la clase media,
que es donde las profesiones han gozado de mayor prestigio.
Hay dos grandes riesgos éticos relacionados con el declive de las profesiones. En
primer lugar, pone en peligro los valores liberales vigentes en las modernas economías de mercado, al mermar la capacidad de los individuos para elegir el trabajo estable y el sentido que proporcionan las profesiones. Al mismo tiempo, junto
con la creciente movilidad laboral y el deterioro de muchos valores tradicionales,
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debilita los lazos de la cohesión social en los que se basan. Con el paso del tiempo, estas amenaza éticas pueden suponer un riesgo asimismo para los partidos de
centro izquierda que, en los últimos años, se han ganado el apoyo de la clase media. Aun sin darse una recesión económica, la clase media desilusionada es terreno abonado para el renacer de la derecha.
El hecho de que una profesión tradicional ya no sea una aspiración razonable
para la mayoría de los trabajadores, presenta tantos peligros como oportunidades,
de los que ninguna sociedad capitalista desarrollada aún se ha dado cuenta. Hay
algunos signos de que muchos países comienzan a apreciar la importancia de estos cambios, como demuestran algunos estudios sobre la población activa realizados por la Administración Clinton y, en Gran Bretaña, por los programas de
educación a lo largo de toda la vida, promovidos por el gobierno de Blair. No
obstante, estos programas suelen ser meros intentos para ayudar a los ciudadanos
a comprender los “cambios” en las profesiones, pero no para adecuar una respuesta a un mundo en el que el cambio se acelera permanentemente y los individuos afrontan la incertidumbre de que se les exija constantemente redefinir su
papel en la sociedad.
Para la mayoría de las personas el declive de las profesiones supone un menor
control sobre sus vidas. Esta merma la experimentan claramente aquéllas personas cuyas profesiones han perdido de repente su terreno, si bien se trata de un
temor común a todos aquellos cuya profesión o aspiraciones se hallan cada vez
más cuestionadas. Sin la perspectiva de una profesión estable, la propia cohesión
de sus vidas está en entredicho. El resultado es que, hoy, nos enfrentamos no
sólo a la inseguridad en el trabajo, sino, sobre todo, a la pérdida de sentido que se
produce cuando el trabajo deja de tener una forma concreta. El problema al que
mucha gente se enfrenta no es sólo el de prepararse para 6 ó 7 trabajos diferentes
dentro de la misma ocupación o profesión, en lugar de a cuatro o cinco; ni la
obligación de cambiar de caballo a mitad de la vida, sino de desenvolverse en un
nuevo mundo laboral en el que ya no es posible entenderse a sí mismo de una
manera constante, o mejor dicho, ya no es posible la comprensión de sí mismo
que proporcionaba una profesión.
Las políticas socialdemócratas del pasado no pueden contrarrestar las fuerzas que
están provocando el declive de las profesiones. Tampoco las recetas estériles sobre la flexibilidad laboral, eficacia del mercado, etc. del periodo neoliberal, son
respuestas adecuadas a los efectos ampliamente extendidos del nuevo mundo
laboral que está surgiendo. Se necesita un nuevo pensamiento sobre las vidas
económicas de los individuos. Y este pensamiento tiene que estar dispuesto a
aceptar la decadencia de las profesiones y hacer de este declive una oportunidad
para fomentar prácticas laborales mejor adaptadas a la realidad actual. El entorno
económico que propició la institución de las profesiones es irrecuperable. Es más
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sensato considerar de qué manera puede el trabajo servir de nuevo, tanto para
estimular el desarrollo personal, como para reforzar la cohesión social, una vez
desaparecidas las profesiones, estudiando las fuerzas que están cambiando la naturaleza del trabajo.
Si bien las causas del declive de las profesiones son varias, hay tres particularmente importantes. En primer lugar, algunas de las nuevas tecnologías han provocado
grandes cambios en dos direcciones. Para empezar, están comenzando a desintegrar la industria y el empleo. Las empresas de servicios que median entre clientes
y vendedores, son especialmente vulnerables a los cambios tecnológicos. Las
agencias de viajes, los minoristas, etc. y buena parte del sector bancario, sobrevivirán sólo bajo formas mejor definidas y especializadas. Ya en 1993, el Bank of
America hizo circular un memorándum interno en el que estimaba que “pronto
sólo el 19% de los empleados del banco trabajará a jornada completa”. Instituciones financieras como Charles Schwab, de los Estados Unidos, ofrecen posibilidades de inversión y de ahorro, además de cuentas y préstamos. Otros intentan
superarles ofreciendo sus servicios a través de la línea telefónica o Internet, sin
necesidad de contar con sedes físicas. A medida que van apareciendo más especialistas en hipotecas y otros productos, los bancos van quedándose sólo con su
red de cajeros electrónicos.
Muchas profesiones ya no serán viables porque los sectores hacia los que están
orientadas habrán desaparecido o habrán cambiado radicalmente. El efecto de
Internet en el sector publicitario, por ejemplo, será probablemente gigantesco. Al
poder disponer fácilmente a través de la Red de la tecnología que utilizan las empresas editoriales, a éstas sólo les quedará decir qué merece la pena leer y a quién
va dirigido. Y eso, suponiendo que las nuevas tecnologías no sustituyan al libro
impreso. Con la actual tecnología bien podríamos volver a vivir las prácticas del
comienzo de la Modernidad, cuando los manuscritos circulaban de mano en mano y se iban añadiendo los comentarios de los lectores, sin haber pasado jamás
por una editorial.
El otro efecto de las nuevas tecnologías ha sido el de obligar a las empresas a reestructurarse. Las reestructuraciones de las empresas han acabado con escalafones completos de empleados. Buena parte de estas reestructuraciones han tenido
todo tipo de efectos, porque las nuevas tecnologías relacionadas con la propia
reestructuración fueron equivocadamente entendidas como equipos para procesar información. En realidad, las nuevas tecnologías no se limitan a procesar información ni a acelerar cálculos. Hacen algo mucho más radical: permiten una
coordinación más eficaz a un coste mucho menor. Cuando entendamos las nuevas tecnologías como instrumentos de coordinación, se producirán reestructuraciones con resultados mucho más satisfactorios, tanto para los clientes como para
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los empresarios. En cuanto a los empleados, el uso más eficaz de las nuevas tecnologías supondrá la desaparición de muchos niveles de actividad.
Como resultado de las actuales reestructuraciones, muchas de las expectativas de
la promoción tradicional han dejado de ser válidas. A medida que esto sucede, es
cada vez más difícil contratar empleados y mantenerlos en las grandes organizaciones jerarquizadas. La gente más brillante prefiere trabajar en empresas de nueva creación, más pequeñas, a las que pueden ligar sus ideas y sus destinos. Durante los 90 se han ido creando cada vez más empresas en los Estados Unidos. En
cinco años han aumentado un 20%. Entre 1980 y 1996 se aumentó el número de
empresas en un 50%. La tormenta de la destrucción creativa pronosticada por
Schumpeter ha irrumpido en todas las organizaciones, causando fusiones, reconversiones y la constante creación y desaparición de empresas. A medida que las
empresas se han hecho más difusas, han ido desapareciendo las formas tradicionales de empleo estable.
Muchas estadísticas sobre crecimiento del empleo ponen de manifiesto esta tendencia. Por ejemplo, en los Estados Unidos entre 1992 y 1996, las empresas con
menos de 20 empleados crecieron una media de un 13%, y aquéllas entre 20 y
100 empleados, un 4,5%, mientras que las de entre 100 y 5.000 empleados crecieron sólo un 1,8%. Las empresas más grandes aumentaron su contratación de personal en un 1,7%. Y estas cifras no incluyen a los contratistas independientes,
cuyas cifras crecieron en un 70% en los Estados Unidos durante el mismo periodo. Estos cambios no se han limitado a los Estados Unidos: el autoempleo ha
creado 3 de cada 4 nuevos puestos de trabajo en Canadá entre 1991 y 1995. En
Gran Bretaña supone el 15% de la ocupación, frente al 8% de hace 20 años.
Además, más de dos terceras partes de las empresas británicas no tienen empleados, y ya en 1994 sólo el 11% tenía más de cinco. Aunque cabe la tentación de
considerar esa tendencia como un ajuste cíclico, estas cifras no coinciden con la
recesión de los últimos años, ni refleja la gran reducción de tamaño de las empresas, ni la reestructuración de los 80.
Además, la cuestión es que los empleos perdidos en la última crisis o en la última
reestructuración, al contrario de lo que ocurría en el pasado, no son recuperables.
Las empresas están sustituyendo a estos empleados tradicionales mediante empresas de trabajo más rentables y flexibles que son, en estos momentos, el sector
que más está creciendo, tanto en los Estados Unidos como en el Reino Unido.
En Gran Bretaña las grandes empresas de servicios a las empresas, como las consultoras, crecieron entre un 20% y un 30% anual durante la crisis de desempleo
de los 80. En los Estados Unidos, entre 1982 y 1992 el empleo creció un 22,7%,
mientras que en el sector de servicios a las empresas creció en un 60,5%. Por
consiguiente, no debería sorprendernos que el mayor empleador en los EE.UU.,
duplicando las cifras de General Motors, sea ahora Manpower, que proporciona
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empleados temporales a todo tipo de empresas. Estas empresas de empleo temporal pasaron de ser 98 en 1984 a más de 1.300 en 1993, dando empleo al triple
de personas que a comienzos de los 80. No obstante, lo que sí es sorprendente es
el alcance de esta tendencia. Más de la mitad del 75% de las empresas norteamericanas que contratan a estos trabajadores temporales, los utilizan para trabajos
cualificados en contra de la creencia habitual de que los “temporeros” se limitan a
trabajos de menor rango. De hecho, la cantidad de empleados temporales profesionales está creciendo al doble de velocidad que otros trabajadores temporales,
habiéndose triplicado entre 1990 y 1994 el número de empresas que ofrecen sus
servicios. Igualmente, más del 55% de las empresas que les contratan pertenecen
a los sectores de gestión, ventas u otras actividades profesionales, aumentando
constantemente su número desde los 80. En Gran Bretaña, el número de empresarios autoempleados creció en un 50% a lo largo de los 80 y comienzo de los 90.
Con todo, las cifras son sorprendentes. Según numerosas estimaciones, el 30% de
los trabajadores de los Estados Unidos son “eventuales”. La revista Oxford Review
of Economic Policy calcula que el número de trabajadores a jornada completa, con
contratos indefinidos (es decir, trabajadores con empleos modelados según las
profesiones) suponían sólo el 50% de la población activa en Gran Bretaña en
1995 y, seguramente, caigan por debajo del 40% para el siglo que viene. En estos
momentos, casi una cuarta parte de la población activa de Gran Bretaña trabaja a
tiempo parcial, más que en los Estados Unidos o en cualquier otro país de Europa occidental.
Otro factor que está poniendo fin a las condiciones que fomentaron las profesiones y que está ocasionando todas estas transformaciones, es la importancia, cada
vez mayor, de la personalización de bienes y servicios. Se ha producido un desplazamiento desde la producción y la distribución hacia una mayor preocupación
por el cliente y sus hábitos. Con ello, las empresas han entrado en competencia
en un terreno que no les es familiar. Con este nuevo enfoque personalizado los
expertos estudian con cuidado cuáles son las cualidades de la empresa que funcionan mejor de cara a los clientes. Una vez identificadas, se reorganizan muchas
áreas de la empresa y otras son desechadas. Este proceso ha hecho que cada vez
más hombre y mujeres tengan que vender su cualidades a distintos empleadores.
La tendencia hacia la calidad del servicio y la nueva personalización ha hecho que
muchos directivos se vean a sí mismos como clientes internos. Esta tendencia ha
convertido las estructuras basadas en la viejas profesiones en programas empresariales donde se paga según el rendimiento. A medida que cada sección de una
organización vuelve a concebirse a sí misma como una empresa por sí sola, las
compensaciones se hacen más variables. En Wall Street, por ejemplo, se prima la
productividad con un 100% y hasta 200% de la nómina mensual. En Gran Bretaña, el 20% de las gratificaciones se deben a este tipo de incentivos.
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Estas respuestas a la sensibilidad del cliente y a la innovación tecnológica no están propiciando un ajuste definitivo, tras el cual el modelo de actividad económica vuelva a un equilibrio. Mientras la nueva economía, en la que ya estamos, se
defina por el cambio permanente, las respuestas de los gobiernos y los individuos, incluso aquellas que pretendan moderar la velocidad de los cambios, seguirán produciendo transformaciones en la vida productiva. Hemos iniciado un proceso cuyos límites no pueden definirse de antemano.
Las ventajas de la orientación personalizada en la innovación de los productos y
en el trato al cliente, así como las ventajas de la tecnología de la información en lo
que a costes se refiere, van a introducir la innovación en campos en los que el
prestigio profesional está todavía muy arraigado. Ni siquiera profesiones tradicionales tan paradigmáticas como la medicina o el derecho son inmunes a la presión
del cambio tecnológico, que provoca una competencia mayor por los clientes.
Por ejemplo, en los Estados Unidos la creciente diversidad de las técnicas de sanidad y la mayor disposición de las compañías de seguros para costearlas ya está
creando nuevos gestores de sanidad y profesionales interdisciplinares que ofrecen
una amplia gama de servicios sanitarios según la demanda.
Hoy, cuando pensamos en nuestra salud, ya no pensamos sólo en nuestro médico
de cabecera, sino también en el fisioterapeuta, el entrenador o el quiropráctico,
por no mencionar a toda una multitud de servicios alternativos: acupuntura, herbolarios, etc. Al centrarse en ofrecer un valor añadido al paciente, las diferencias
tradicionales entre estas ocupaciones serán cada vez más difusas y permeables.
Con las nueva formas de competencia orientadas hacia el cliente y las nueva tecnologías de la información, serán muy pocas las ocupaciones que permanezcan
sin sufrir grandes cambios. En el mundo laboral en el que nos adentramos, el conocimiento profesional y las clasificaciones ocupacionales rígidas serán cada vez
más breves.
Hay, sin embargo, un tercer cambio que tiene implicaciones aún más profundas.
El nuevo mestizaje cultural ocasionado por la globalización de las nuevas tecnologías está haciendo inútil la especialización fomentada por las profesiones. Por
globalización no entendemos el régimen de comercio mundial y de flujo de capitales dominante durante hace más o menos una década (puede que su vida sea
corta), sino la difusión mundial de las nuevas tecnologías, que continuará independientemente de que siga el régimen actual, de que se modifique o se detenga.
Tampoco queremos decir que las nuevas tecnologías hagan inútiles todas las viejas cualificaciones. Hay muchas cosas que las nuevas tecnologías no pueden hacer
por sí mismas. No pueden sustituir la importancia de la amistad, la familia, la política, las limitaciones temporales o la muerte, inherentes a nuestra condición de
seres finitos. No somos dueños de nuestras tecnologías, pero tampoco ellas pueden cambiar las circunstancias existenciales de la vida humana. Es un error pen8
sar que la nuevas tecnologías pueden hacer obsoletas las cosas realmente importantes, así como lo es la idea de Luddite de que mantener dichas costumbres suponga oponerse al cambio tecnológico. Lo que las nuevas tecnologías están
haciendo, no obstante, es transformar los contextos en los cuales vivimos nuestras vidas como trabajadores.
En parte lo logran haciendo menos útiles muchas de las formas tradicionales de
conocimiento local2. Muchas profesiones se desarrollaron sobre las prácticas de
aprendizaje en las que el conocimiento acumulado en el trabajo se transmitía de
generación a generación. Este tipo de conocimiento implicaba redes locales, colectivos y prácticas. Pero en muchos contextos, el efecto de las tecnologías de la
información consiste en trastocar las colectividades de trabajo locales. A pesar de
la concentración de empresas que trabajan sobre un mismo campo, como el Silicon Valley, las redes en las que se basan las empresas son cada vez más distantes.
Clientes y proveedores no sólo se encuentran a miles de kilómetros de distancia,
sino que pueden pertenecer a distintas culturas empresariales. En lugar de basarse
en la familiaridad, las relaciones de confianza se basan en una mayor transparencia de los costes, en la franqueza, la valoración de las prestaciones y la aceptación
y el respeto a las identidades que no nos son familiares. El conocimiento local
sigue teniendo una función que desempeñar como base del empleo del informador local, pero esta función rara vez es lo suficientemente continua como para
constituir una profesión, y además no reportará grandes beneficios.
El conocimiento local tiene una gran caducidad. A la velocidad que está cambiando la empresa, es mucho mejor adaptarse a nuevos contextos sociales que
seguir un modelo de comprensión más lento, basado en una realidad estable. En
este caso, los trabajadores pueden convertirse en piezas de recambio de un conocimiento local que ya no vale. Tal vez más que ningún factor, la creciente obsolescencia del conocimiento local explica la irreversibilidad del declive de las profesiones. Las profesiones representaban asimismo una organización particular del
conocimiento profesional en grados de destreza3. La destreza o maestría era el
requisito más importante para tener éxito en el trabajo. El conocimiento, básicaEl término locales está tomado de la ontología de Heidegger en Ser y Tiempo, más concretamente, de su idea de
mundaneidad. Un mundo es un conjunto de piezas interrelacionadas que forman un equipo, y se utilizan con una
finalidad, como clavar un clavo. Ese equipo se usa con un propósito, como construir un armario. Esa actividad
crea identidades, como ser carpintero. Un mundo se compone, por lo tanto, de: 1) Equipo; 2) Propósito; 3) Identidades. Las identidades dan sentido a esas actividades.
Las culturas son mundos. También hay otros mundos más reducidos como el del cine, la medicina, la política, etc.
Los mundos interactúan unos con otros. Unos comparten unas prácticas y otros no. Estos son los mundos locales,
como eran las polis griegas. Los mundos locales son aquellos que interactúan sin presuponer un mundo común.
2
La palabra utilizada es expertise, pericia, habilidad, conocimiento técnico. Se usa más generalmente con el sentido
de asesoramiento basado en la experiencia profesional.
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mente implícito, que hacía que una profesión tuviera éxito, era precisamente el
conocimiento de un mundo local vocacional, así como de un mundo geográfico.
Cuando las empresas y las industrias cambian constantemente, este tipo de conocimiento pierde sus bases, y el mundo que lo constituyó y le otorgó un valor, deja
de existir.
Las tres fuerzas que están acabando con las profesiones4 se corresponden con la
creatividad y productividad de las economías de mercado dinámicas. Todos somos conscientes de que el futuro pertenece a las economías basadas en el conocimiento. No obstante, entendemos peor el hecho de que las formas de adquirir y
utilizar el conocimiento que las profesiones representaban es cada vez menos útil
en una economía determinada por la competencia por el cliente, las nuevas tecnologías de la información y las nuevas relaciones globales.
Para ser precisos, las profesiones no están decayendo en la misma medida en todos los terrenos, ni tienen las mismas consecuencias en las distintas culturas económicas. Algunos trabajadores (trabajadores sin capacitación y algunas clases de
trabajos administrativos, por ejemplo) no tienen ninguna carrera. Algunas carreras profesionales (deportes, moda, artes, espectáculos) han sido generalmente
más breves de lo normal. Con todo, una vez más, algunas profesiones han permanecido comparativamente más aisladas de las fuerzas que han provocado la
obsolescencia. Los jueces, por ejemplo. Además, el emprendizaje empresarial
siempre ha tenido un ritmo distinto del de las profesiones. Los empresarios están
más expuestos a los cambios del mercado. Su situación depende más de la constante reinvención de sus productos y servicios, y su éxito no depende tanto de su
grado de maestría profesional como de su capacidad para impulsar a otros a convertirse en adalides de su causa. Dado que los empresarios siguen este método
como modelo normal de sus profesiones, veremos más adelante cómo tienen
algo importante que enseñarnos sobre el trabajo en la nueva economía.
Llegados a este punto, conviene destacar hasta qué grado estos cambios son omnipresentes. Parecen hechos a medida para acabar con las profesiones, incluso
como ideales. Si bien son más evidentes en las economías liberales anglosajonas,
estos cambios afectan igualmente a las economías sociales de mercado del resto
de Europa y Asia. Los mayores niveles de paro de larga duración de Europa son,
al menos en parte, una respuesta a estos cambios que en los países anglosajones
han acabado con amplios sectores del mercado laboral. No obstante, no se sabe
con certeza hasta qué punto el desempleo en Europa se debe a estas tendencias.
Algunos expertos conceden mayor importancia a la falta de reformas estructurales del mercado laboral del tipo de las emprendidas en el Reino Unido. Otros
4
Es decir, la innovación tecnológica, la importancia creciente del trato personalizado al cliente y la globalización.
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apuntan al método deflacionario debido a las imposiciones de los criterios de
convergencia de la moneda única europea.
En cualquier caso, este debate es aquí superfluo. En nuestra opinión, las diferencias políticas a las que se asocia pertenecen al pasado. Ni la reforma estructural
del mercado laboral, ni las medidas keynesianas, dejan de ser parches ante las
nuevas circunstancias económicas. Tampoco es suficiente reciclar a parte de los
trabajadores en “nuevas profesiones” para cubrir las necesidades que constantemente se van produciendo. No son sino respuestas superficiales al cambio profundo que se está produciendo en el trabajo, marcado por el declive de las profesiones.
Estamos en un momento de transición. Hasta cierto punto, la división social del
trabajo en distintas profesiones se corresponde con una fase del desarrollo tecnológico que ya es historia. Su importancia es cada vez menor en una época de economías basadas en el conocimiento, que se basan cada vez menos en empleos
estáticos y orientados hacia la industria, y más en la reestructuración continua de
la información y la tecnología para afrontar la demanda con eficacia.
Si bien esta reestructuración afecta a nuestras preferencias como consumidores y
como productores, las necesidades humanas a las que han servido nuestras profesiones no están desapareciendo. Son tan importantes como siempre han sido.
Ningún modelo de trabajo que no las tenga en cuenta, conseguirá ser humanamente duradero ni políticamente legitimable.
Las profesiones proporcionaban varias ventajas. Una profesión unía el trabajo
con el ciclo vital normal. De este modo, nos daba la posibilidad de crear una narrativa coherente del trabajo. Podíamos ver retrospectivamente nuestras carreras
como una actividad continua a lo largo de toda nuestra vida, más que como un
flujo de experiencias inconexas. Más aún, al unirse la profesión a la idea de vocación, confería un sentido a toda una vida humana, dando la sensación de que cada individuo tenía una misión concreta. Así, en las profesiones descubríamos un
mundo de significados en el que se hacían inteligibles opciones muy individualizadas y sucesos aleatorios. Conviene recalcar la importancia que esto tiene en lo
que se refiere al trabajo, la identidad y la realización personal. Por este motivo las
profesiones eran el ideal del trabajo.
La mayoría de la gente nunca ha pensado en el trabajo como una invención personal o una opción existencial. Al elegir un trabajo teníamos que tener mucho
cuidado, porque tomábamos una decisión de por vida. Durante la Modernidad, la
profesión ha sido la institución de ha servido de base a esta idea. Una profesión
modelaba las aspiraciones individuales, promoviendo proyectos a largo plazo.
Nos impulsaba a vivir la vida como un compromiso productivo, más que como
una sucesiva satisfacción de necesidades. La gente con profesión no se veía a sí
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misma sólo como medio de producción, sino más bien como agente productivo.
Y esa comprensión como agente era lo que le producía satisfacción. La profesión
abría un mundo en el que los ajustes necesarios a las fuerzas del mercado se vivían como la consecuencia de ser sujetos agentes autónomos, más que como una
adaptación pasiva o una sumisión alienante.
A este respecto, el papel de las profesiones en el trabajo se asemejaba al desempeñado por la propiedad privada en la formación de la identidad personal, tal
como se describe en las obras de Kant y Hegel. Al igual que la propiedad privada,
una profesión permitía a los sujetos humanos personalizar sus vidas. Al operar
sobre sí mismos para conseguir la capacitación de una profesión podían reconocer su propia identidad y hacerla reconocible en su colectividad. Las profesiones
han desempeñado un papel primordial en la formación de identidades personales
en las sociedades industrializadas modernas. Seguimos identificando a las personas por sus profesiones. Con el declive de las profesiones, empieza a difuminarse
la sensación de autonomía y la conexión con los demás.
Los fundadores del pensamiento social europeo reconocieron las ventajas sociales y psicológicas de la división del trabajo en profesiones y ocupaciones bien definidas. Emile Durkheim veía esta división como una solución a la anomia; enfermedad de la aspiración infinita a la que creía que las culturas individualistas
eran especialmente vulnerables. Para Durkheim las profesiones eran una institución moderna, valiosa e incluso, tal vez, indispensable. Por el contrario, Marx veía
la división del trabajo en profesiones y ocupaciones diferentes como una amenaza a la autonomía personal y a la solidaridad social. Temía que la creciente división del trabajo en la sociedad incrementara la alienación de los trabajadores respecto de su trabajo y de los demás.
Los temores de Marx tienen precedentes. Adam Smith ya los anticipó en “La riqueza de las naciones”. Smith temía que el trabajador especializado de comienzos de
la industrialización careciera de educación, espíritu cívico y virtudes marciales. En
su “Ideología alemana”, Marx articulaba una visión utópica en la cual la división social del trabajo había prácticamente desaparecido, en parte como respuesta a los
temores que compartía con Adam Smith. Con el final de las profesiones comprobamos ahora hasta qué punto la visión de Durkheim era profética. Los temores que invaden hoy el trabajo se concentran en la marginalidad social ocasionada
por el paro de larga duración y, más profundamente, por la pérdida de sentido
causada por la desaparición irreversible de muchos puestos de trabajo. Por consiguiente, se ha demostrado que el temor de Marx a una sociedad sin cohesión a
causa de un sistema económico que encarcelaba a sus miembros en un nicho diminuto dentro de la división del trabajo, carecía de fundamento.
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Cuando el trabajo se organizaba en profesiones, desvelaba un mundo marcado
por el toque personal que daban la destreza profesional y el conocimiento implícito que fomentaba las vocaciones personales. Hoy, nuestros toques personales
deben basarse en un reajuste continuo de nuestras cualificaciones básicas como
seres sociales. El mundo del trabajo con un significado que anteriormente desvelaban las profesiones, debe ser sustituido por modelos de trabajo definidos por
una nueva sensibilidad hacia el cliente, la aceleración de las innovaciones tecnológicas y las culturas económicas cada vez más globalizadas, que están reemplazando las formas tradicionales de conocimiento profesional.
Nuevas formas de trabajo: el conectado5 y el emprendedor
La desaparición de las profesiones no sólo reduce la seguridad económica. Supone también la pérdida de tres principios éticos fundamentales para definir la vida
en las sociedades industriales modernas. En primer lugar, las profesiones eran el
medio por el que la mayoría de las personas que participaban directamente en la
población activa, definían sus identidades. Se comprometían de por vida a ser
administradores, ingenieros, abogados, físicos, etc. Este compromiso les permitía
planificar su formación y su estilo de vida. Es más, con una profesión, ese compromiso de por vida se hacía público y podía ser valorado por los que se encontraban en la misma colectividad vocacional. Una profesión proporcionaba el reconocimiento de la colectividad.
En segundo lugar, además de darle a uno una identidad dentro de una colectividad vocacional, como una empresa, un hospital o un bufete de abogados, le otorgaba un lugar dentro de una comunidad más amplia. Un contable, por ejemplo,
podía ser tesorero de una asociación o un ayuntamiento. Del mismo modo, un
médico o un cura podía ser candidato a un puesto en diversas organizaciones públicas, asociaciones deportivas etc. Las profesiones nos permitían representar un
rol como ciudadanos responsables y, a cambio, esta representación mejoraba
nuestras profesiones.
En tercer lugar, las profesiones nos daban una sensación de autonomía, de ser
autores de nuestras propias vidas. Esto se producía al elegirlas o aceptarlas como
nuestras vocaciones personales, y al darnos el dinero, el tiempo y la autoestima
necesarios para desempeñar actividades que definían el tipo de persona que creíamos ser. Así, las profesiones nos daban la posibilidad de participar en experien5 En algunos escritos en castellano F. Flores describe esta forma de trabajo como “conexión a distancia a través
de la red”. Su caracterización coincide con la que en “Disclosing New Worlds” hacía del posmoderno o ahistórico.
He preferido la traducción más literal porque resulta más natural la pareja conectado-emprendedor que conexión a distancia-emprendizaje.
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cias vitales que cambiaban y enriquecían nuestra propia comprensión. Y, aún mas
importante, una persona con una profesión se sentía autor de su vida al mejorar
día a día las cualificaciones requeridas por su profesión.
A medida que van desapareciendo las profesiones, están surgiendo en las sociedades occidentales dos formas distintas de trabajo. Por un lado está lo que llamaremos una forma conectada (rápida, globalmente interconectada, centrada en el
proyecto), que está apareciendo en Silicon Valley y en otros centros de alta tecnología. Esta forma de trabajo crea nuevos valores sociales y éticos que sustituyen y
reducen nuestra estima por los valores tradicionales, representados por las profesiones. Por otra parte, está surgiendo otra forma de trabajo que acentúa otros
valores nuevos pero que fomenta a la vez, de manera distinta, los valores sociales
tradicionales de las profesiones. A esta nueva fórmula la llamamos emprendizaje.
Comprendiendo estas dos nuevas formas de trabajo, podremos crear políticas
sociales que afronten con éxito el fenómeno de la desaparición de las profesiones.
Tanto el modelo conectado como el emprendedor tienen sus raíces en ideas bien conocidas del pasado. En la “Genealogía de la moral” y en otros escritos, la descripción e idealización que hacía Nietzsche de los proyectos vitales de la nobleza en
el mundo antiguo y de comienzos de la modernidad, se parecía mucho a la que
nosotros hacemos del modelo conectado. Se trata de una vida basada en las virtudes
de fortaleza y asunción de riesgos con las cuales constantemente recreamos y perfeccionamos nuestra identidad. No está representada por una sola narrativa de
desarrollo gradual, sino por una serie de logros distintos e incluso contradictorios. En los últimos tiempos se han popularizado varios modos de trabajo neonietzscheanos a los que, siguiendo el uso que se hace en California, hemos denominado conectados. El modelo de emprendedor puede remontarse en el tiempo
más aún que el de conectado. Sus raíces se hallan en las tradiciones cívicohumanistas de Grecia y Roma, donde los individuos fomentaban los cambios en
sus comunidades, implicando directamente a sus conciudadanos, inicitándolos y
participando en distintas organizaciones, como las asambleas deliberativas. Esta
tradición fue continuada a principios de la era moderna con las prácticas asociativas de los mercaderes. Pero lo que aquí nos importa no es tanto la genealogía
como las formas modernas de estos dos estilos de vida, y las implicaciones que
tienen en nuestra cultura y nuestra política.
La forma conectada evita la idea de un compromiso de por vida. Este compromiso
se entiende como un estancamiento en la vida, como una barrera al desarrollo
personal, al estímulo y a la creatividad. En lugar de comprometerse con una profesión, vocación o trabajo, los conectados se bastan solamente con su talento e inspiración. Según sus ideas, pueden pasar siete años trabajando como ingenieros,
hacer después un máster y convertirse en consultores durante otros siete años,
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para después comprar unos viñedos y dedicarse exclusivamente a la viticultura,
etc. (En los Estados Unidos está ocurriendo algo similar entre oficios. Se puede
comenzar como ayudante de fontanero, pasar después a una empresa que ofrezca
cursos de formación y convertirse en electricista. Una vez promocionado laboralmente y adquirido un cierto capital, el trabajador puede hacer un viaje de seis
meses o comprarse un rancho en México, para después volver como electricista y
dar cursos de fontanería). Sería un error considerar que estos estilos de vida de
clase media o trabajadora consisten en acumular una mini-profesión tras otra.
Antes bien, estas vidas se basan en una serie de proyectos. Estos proyectos son
en sí mismos distintos de las profesiones, porque no pretenden fundamentar la
identidad de un individuo. Si bien pueden incluir ciertos compromisos a corto
plazo, no por ello se relacionan con el compromiso, con uno mismo o con los
demás, de vivir una forma de vida en especial. Surgen del interés de manifestar
un talento. De esta manera, la expresión y el perfeccionamiento de nuestras cualidades sustituye al compromiso que estabiliza y define una identidad. Si las personas con profesiones entraban a formar parte de colectividades vocacionales a
las que eran leales y a través de las cuales podían ver su propio estilo de vida, las
personas con proyectos pasan constantemente de una colectividad de proyectos a
otra. Los miembros de estas colectividades de corta vida pueden ser muy apasionados, como ponen de manifiesto las conocidas historias de los creadores de software y hardware, que trabajaban sin descanso desarrollando sus nuevos productos.
Sin embargo, estos grupos guardan una menor lealtad a las colectividades profesionales o empresariales que exigen compromisos a largo plazo, porque suelen
verlas como fuerzas que reprimen su creatividad.
Vivir la pasión de conseguir un objetivo concreto sustituye con creces la lealtad a
las instituciones o colectivos. De hecho, los propios objetivos pueden ir en contra de las lealtades que, en ocasiones, hay que traicionar si se quiere conseguir la
“revolución” pretendida. Un trabajador de este tipo puede, por ejemplo, buscar la
empresa que mejor le sirva para alcanzar ese objetivo, en lugar de quedarse en la
empresa que originó el proyecto, o en la que ha estado trabajando durante años.
Por lo tanto, la vida del conectado le exige muchas veces enfrentarse a valores o
estilos de vida que imponen un compromiso permanente. Necesitan el reconocimiento, pero un reconocimiento sin la carga que conlleva una identidad vocacional. Puesto que pasan de una colectividad a otra, el reconocimiento dentro de
esos grupos se basa en el propio código de vida del conectado: seguir su propia inspiración, gozar con sus pasiones, y aceptar la libertad que ello conlleva. Por consiguiente, debe rechazarse el reconocimiento público, ya que no tiene ninguna
trascendencia en la vida del conectado. Naturalmente, pueden implicarse en proyectos públicos, pero el conectado nunca se identifica con una colectividad política.
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En general, los conectados prefieren explorar diversas zonas geográficas como si
fueran nómadas, en lugar de quedarse en las colectividades locales. Si bien esto
tiene sus costes (tanto económicos como psicológicos), constituye uno de sus
principales méritos.
La vida de un conectado encarna otro tipo de autonomía personal. Anteriormente,
se consideraba personas autónomas a los autores de una historia que escribían a
diario. Por el contrario, los conectados llevan la autonomía hasta el extremo de liberarla del engorroso concepto de autor. Según el concepto liberal tradicional de
autonomía, todo individuo tiene la obligación de darle un sentido a su vida, de
dar un paso después del otro, y así crear una narrativa de toda una vida. Por el
contrario, la vida de una conectado difiere en los valores, objetivos y compromisos
que exige dicha narrativa. De este modo, puede adaptarse perfectamente a sus
preocupaciones del momento. Por ejemplo, si de repente siente la necesidad de
hacer un viaje espiritual a la India sólo porque cree que sus intereses espirituales
han sido reprimidos, se dedicará a ello con todas sus energías.
Si bien la mayoría carece de los recursos suficientes para seguir este tipo de impulsos, el ideal está en el propio acto de seguirlos. Esto supone un cambio significativo, puesto que en el pasado este tipo de actitudes eran consideradas “caprichosas”. Se responde a cada situación con espontaneidad como prueba de la autonomía personal, antes que con la constancia de los proyectos y de las relaciones. Esta espontaneidad tiene sus ventajas comerciales, y por lo tanto, se está
convirtiendo en una de las capacidades fundamentales para afrontar las necesidades cambiantes de los clientes.
El estilo conectado se está imponiendo en varios campos de la economía. Cada vez
con más frecuencia, las empresas de alta tecnología se organizan en torno a proyectos. Por ejemplo, en los Estados Unidos se calcula que para el año 2000, el
80% de las empresas del Fortune 500 (lista de las primeras 500 empresas) tendrán
a más de la mitad de los empleados organizados en equipos. Esto supone un
cambio notable respecto del tipo de organización jerarquizada que surgió a comienzos de siglo. No obstante, lo más importante no es la estructura ni la organización, sino las consecuencias que esto tiene en la mentalidad de los trabajadores.
Para dar respuesta a esta tendencia, el Departamento de Trabajo de los Estados
Unidos ha propuesto que en las escuelas se fomente el trabajo en grupo y la gestión de proyectos. Científicos, ingenieros, técnicos, etc., se ven cada vez más implicados en un proyecto que en la propia empresa. Si se diera el caso de que otra
empresa apoyara ese mismo proyecto con mayor interés, no tendrían reparos en
cambiar de una a otra.
Algunos destacados teóricos de la empresa como James Maxmin, ex-director general de Laura Ashley, están desarrollando nuevos modelos conectados sirviéndose
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de sofisticados sistemas de logística y de grupos de empleados creativos, que buscan la inspiración mientras se dedican a gestionar un pub o un sistema de reparto
de comida a domicilio.
El modelo de conectado sigue desarrollándose porque encaja perfectamente dentro
de las estructuras flexibles que están apareciendo en las empresas, incluso en las
organizaciones de mayor tamaño. En una reciente encuesta de Louis Harris se
indica que el 22% de los trabajadores de los Estados Unidos tienen valores conectados, y el 49% empieza a tenerlos, mientras que sólo el 29% sigue siendo “tradicional”. Según este estudio, los conectados son aquellos que entienden la lealtad
como una contribución, el cambio de empleo como un medio para desarrollarse,
y hacen depender su ascenso de su rendimiento. Por el contrario, los tradicionales entienden la lealtad como contrapartida a un puesto fijo, piensan que cambiar
de empleo es perjudicial para su profesión, y basan su ascenso en los años de
servicio. Además, los conectados no tienen ningún interés en la seguridad laboral
porque la toman como un compromiso con una organización. Estos cambios de
actitud no son raros en los Estados Unidos, donde el número de puestos fijos, el
más bajo del mundo industrializado, se redujo en un 19% entre 1991 y 1996,
después de haber caído un 10% en la década anterior. Puede que estos datos,
procedentes del Gobierno, no tengan en cuenta la tendencia provocada por el
envejecimiento de la población activa.
El problema fundamental de la vida de los conectados es que no son tan libres como creen. Dependen de un marco social más amplio, por mucho que lo fracturen
o lo transfiguren. Sin este marco su vida en inviable. Y con todo, los conectados no
aceptan ninguna responsabilidad con la sociedad que hace posible su estilo de
vida.
El escaso contenido ético de la vida del conectado se pone de manifiesto en la falta
de confianza a largo plazo, de una identidad estable y de otros valores sociales
que surgen cuando se contraen compromisos: la familia, el amor, la preocupación
por una comunidad, la lealtad a los ideales cívicos y patrióticos, la confianza en
los profesionales que han dedicado su vida a una vocación, etc. Puesto que estos
valores sociales exigen un compromiso de por vida, no tienen más que un papel
secundario en la vida del conectado. Para fomentarlos se necesita algo más que la
apertura al momento. Exigen dedicación y sacrificio. Por ello, por considerarlos
obstáculos a su desarrollo, no los tienen en consideración.
Conviene destacar aquí que la pérdida de estos valores no se debe exclusivamente
a las nuevas tecnologías y la globalización. Movimientos culturales como los beats
en los 50 y otros en los 60, rechazaban los lazos comunales que interferían en sus
deseos personales. Sin embargo, estos movimientos no ofrecían una alternativa
productiva al sistema tradicional de las profesiones. Ahora, las tendencias que
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afectan al trabajo posibilitan la integración del desarrollo personal en la vida productiva en nombre de la flexibilidad.
Pero al margen de su creatividad y flexibilidad, el modelo conectado, conlleva numerosos riesgos morales y políticos. A nivel personal, siempre está la posibilidad
del fracaso. Naturalmente el riesgo está presente en cualquier forma de vida, pero
el que afrontan los conectados tiene consecuencias especialmente severas. El
conectado necesita una gran movilidad para pasar de un proyecto a otro. Requiere,
por consiguiente, tener el éxito suficiente para poder financiar su independencia.
Cuando un conectado fracasa, vuelve a un contexto social o colectividad a la que ve
más como un castigo que como una base de apoyo. Al basar su identidad en la
movilidad, su pérdida no solo supone fracaso y confinamiento, sino que le causa
una grave crisis de identidad.
Como hemos visto, con su idea de la realización personal a través de la respuesta
inmediata a un momento presente, el modelo de conectado encarna un modelo
nietzscheano de trabajo. Lo irónico es que entonces se ven expuestos a lo que
Nietzsche identificaba como uno de los peores vicios: el resentimiento. Los conectados
que han fracasado sienten resentimiento contra aquellos que siguen en la brecha.
Incluso puede que envidien a los que tienen profesiones. Poco se puede hacer
para impedir que los que pierden su independencia financiera se conviertan en
unos seres amargados, sobre todo por su falta de valores, su insolidaridad y su
falta de sacrifico, imprescindible para remontar estas situaciones.
El resentimiento del conectado fracasado no solo entraña un riesgo moral, sino que
también puede tener consecuencias políticas. Cuando la economía sufre una recesión, no hay grandes diferencias entre conectados, autoempleados y “freelancers”,
que se sienten, todos ellos, estafados. Se volverán contra los partidos de centroizquierda, culpándoles de no haber mantenido su promesa de prosperidad sostenida.
Hay un precedente en la coalición de descontentos de Essex que ayudaron a Blair
a alcanzar el Gobierno. Muchos de ellos eran personas a las que durante los años
del mandato Thatcher-Major se había impulsado a seguir formas de vida similares
a las del conectado. En lugar de alquilar viviendas protegidas, se les inducía a asumir
el riesgo de comprar sus casas, para verse después asfixiados por las deudas. En
lugar de buscar empleos tradicionales, se les impulsaba a confiar en su talento y
establecer negocios, para verse luego exprimidos por los tipos de interés. El resentimiento de estos grupos contra los mercados desregularizados fue una de las
causas de la holgada victoria de Blair. Todas las energías de los conectados se encauzaron como resentimiento contra el partido político que las había promovido.
Existe la posibilidad de que ocurra lo mismo contra el gobierno de Blair si la
economía entra en recesión.
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Una crisis económica relativamente larga puede provocar otro sentimiento peligroso: la nostalgia de la estabilidad y la seguridad que ofrecían las profesiones. La
otra cara de la moneda del conectado resentido es el decepcionado con su profesión.
Cuando la economía se halla en una fase expansiva, aquellos que se han visto
afectados por las reducciones de plantilla y por la nuevas tecnologías, esperan
volver a empezar con otra profesión, normalmente más modesta. Sin embargo,
en estos momentos las esperanzas se han desvanecido, independientemente del
estado de la economía.
Incluso un pensador tan sensible a los cambios en el trabajo como Richard Sennett menciona la nostalgia de las profesiones en “La corrupción de la personalidad”.
Es evidente el peligro de que esta nostalgia quite muchos votos a los partidos de
centro-izquierda que en estos momentos ocupan el poder en la mayor parte de
Europa. Este cambio de intención podría resucitar a la maltrecha derecha europea y, lo que aún es peor, a la ultraderecha criptofascista.
Sin embargo, está surgiendo una forma de trabajo que puede competir con el conectado. Y además, esta forma emprendedora de vida productiva puede reducir los
riesgos. En lugar de dejarse llevar por el cambio, el talento y la inspiración del
momento, una persona emprendedora se guía por su percepción de que la única vida que merece la pena vivir se basa en una nueva serie de valores que refuerzan la
colectividad a la que pertenece. Para un emprendedor la vida se llena de sentido
cuando va más allá de la expresión de sus cualidades personales. Se trata de renovar la vida de la colectividad mediante la creación de un nuevo producto o práctica, un nuevo logro político, como una ley o una institución, un acontecimiento
cultural o un nuevo servicio social.
Por consiguiente, se puede ser emprendedor en muchos aspectos de la vida. Además
de aquellos emprendedores cuya principal contribución consiste en crear una nueva
empresa, un nuevo producto o una nueva práctica empresarial, hay también emprendedores sociales que crean nuevos campos de acción política, y emprendedores
culturales que abren nuevos intereses. Todos ellos tienen en común que inician
un gran cambio en un contexto de responsabilidades e historias compartidas.
Al contrario que el conectado, el emprendedor se ve dentro de la historia de una cplectividad concreta, participando activamente en los compromisos sociales. Sin duda, vivir en este tipo de colectividades históricas es consustancial al ser humano,
pero lo que distingue a unos de otros es el modo en que se vive y el valor que se
le concede. Si los conectados consideran que las instituciones y las comunidades
limitan su creatividad personal, para los emprendedores son la propia base de su acción. Su éxito se debe precisamente a cultivar los compromisos con sus comunidades de clientes, vecinos, empleados, etc.
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La realización personal ocupa también un lugar diferente en la vida de los emprendedores. El emprendedor no explota tanto su talento como su sensibilidad a las desarmonías, tensiones o conflicto de valores entre diversas personas de su colectividad. El emprendedor busca modos de vida que hagan desaparecer las desarmonías, reuniendo un grupo de gente para este fin.
El emprendedor no solo desarrolla el conocimiento local6 como hace el que tiene
una profesión, sino que experimenta con ese conocimiento para cambiarlo. Como investigadores que son, no se atienen a los principios que heredan ni a los
métodos establecidos. Son sensibles al modo en que las situaciones cotidianas
difieren de un día para otro. Buscan constantemente nuevas formas de resolver
las desarmonías.
Anita Roddick, para nosotros emprendedora ejemplar, fue sensible a la desarmonía
que había surgido entre la lucha por la dignidad de la mujer y el intento de hacerse atractiva. Roddick comprobó que la industria cosmética se había aprovechado
de que las mujeres se sintieran inseguras de su atractivo, vendiendo sus productos
como un remedio a su inseguridad. En lugar de resignarse al conflicto entre una
dignidad segura y un atractivo inseguro, como hicieron otras feministas, que pensaban que la desarmonía solo desaparecería con la supresión del patriarcado,
Roddick se comprometió a introducir una diferencia. Se dio cuenta de que para
vender productos cosméticos podía servirse de prácticas de cuidado personal,
como los baños de espuma y la manicura. Diseñó una tienda en la que los cosméticos compartían espacio con productos de cuidados personal y panfletos políticos. Los clientes compraban en su tienda porque así cuidaban su cuerpo y hacían
un bien a la sociedad. De este modo, los cosméticos dejaban de ser un instrumento de opresión para convertirse en un instrumento de diversión y reforma al
mismo tiempo. Roddick se declaró7 como una persona que estaba dispuesta a
seguir esa estrategia. Mediante su declaración, otros se unieron a ella para crear
Body Shop. Body Shop cambió claramente las normas por las que se vendían productos cosméticos. Su éxito se debe a su especial atractivo, independientemente
de que los clientes estén interesados o no en productos cosméticos.
Al parecer, la gente como Anita Roddick es escasa. ¿Cómo podríamos los demás
tener una vida emprendedora como la suya? Desde luego, cuando se crearon las
profesiones debió plantearse una cuestión semejante. Antes de que triunfaran los
gremios y las asociaciones de mercaderes, sólo sacerdotes, abogados y médicos
tenían acceso a las ventajas que ofrecían las profesiones. En cualquier caso, no
6
El conocimiento local es el conocimiento de un mundo local. Véase la nota 2
Expresiones como “se comprometió”, “se declaró”, etc. resultan un tanto extrañas, pero tienen un sentido en la
obra de F. Flores. Son términos tomados de la teoría de actos de habla de Austin y Searle. Los actos declarativos
hacen que “el contenido de la proposición coincida con la realidad”.
7
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pretendemos que todos nos convirtamos en emprendedores comerciales como Anita
Roddick.
Sustituir las profesiones con actividades emprendedoras no significa que todo el
mundo tenga que crear una empresa innovadora. En primer lugar, poner en marcha una actividad que aporte a la colectividad algo que hasta entonces se consideraba imposible, ya es hacer emprendizaje. Hay emprendedores sociales, cívicos y
comerciales. Encontrar el modo de abrir un café en un pueblo que parecía demasiado pequeño, ya es ser emprendedor, así como abrir un centro social en las afueras
de Méjico. No pretendemos que todo el mundo sea un emprendedor, sino que se
adopte una actitud emprendedora en el trabajo y en las instituciones sociales que se
han heredado.
En el sentido más amplio, los emprendedores generan valor al responsabilizarse del
desarrollo de nuevas prácticas que pueden resolver tensiones o disminuir ciertas
desarmonías presentes en su colectividad o sociedad. Un ejemplo de trabajador
emprendedor sería alguien que descubriera las subastas por Internet, se declarara
responsable de conseguir con ello beneficios para su empresa y, reuniendo un
pequeño grupo de colaboradores, hiciera posible ese cambio en el trabajo. A medida que cada vez más empleados de esta empresa organicen sus actividades en
torno a este emprendedor, consultándole antes de efectuar sus compras, su poder se
ampliará, pudiendo hacer nuevas ofertas dentro de su compañía.
En este ejemplo vemos como un trabajador muestra las características principales
de un emprendedor: se da cuenta de que la gente piensa que los precios son demasiado altos, pero no saben como afrontar el problema (muy frecuente en muchos
negocios), descubre y se hace responsable de las subastas por Internet, algo que
los demás consideran novedoso; declara ante sí y ante la empresa que obtendrá
beneficios de esta gestión, reúne un grupo de personas que le respalde, y aumenta
su poder o su eficacia impulsando a los demás a descubrir los precios que puede
conseguir, aunque sólo sea para negociar en mejores condiciones con otros proveedores. Si el ejemplo cunde, la empresa se irá constituyendo en torno a grupos
interconectados que se verán a sí mismos como personas que se benefician mutuamente. El Wells Fargo Bank está intentando en los Estados Unidos convertir
cada uno de sus departamentos en empresas organizadas según este modelo. Al
igual que no es necesario ser abogado o gestor de una gran empresa para tener
una carrera profesional, tampoco es preciso poner en marcha individualmente
una empresa comercial, social o cultural para ser un emprendedor.
Entre los elementos que constituyen la vida de un emprendedor, se encuentran muchas de las virtudes básicas de las profesiones. El emprendedor asume un compromiso
definido para desarrollar una práctica desconocida que, en mayor o menor medida,
resolverá una desarmonía. El emprendedor es reconocido declarándose responsable de
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esa resolución, y reuniendo un grupo de personas con el mismo interés. El emprendedor valora mucho la lealtad de este grupo, e intenta mantenerla. Los emprendedores, prestan apoyo a otros que se encuentran en actividades de riesgo similares, como demuestra el hecho de que los emprendedores que han tenido éxito invierten en capitales de riesgo. Al prestar su apoyo a otros emprendedores, generan nuevas formas de
comunidad. Por último, mediante su declaración de responsabilidad con la superación de una desarmonía de su colectividad, se convierte en autor de la historia de
una vida continua. Esta continuidad es su responsabilidad, puesto que implica la
desaparición de la desarmonía y la lealtad continua al grupo formado. Al igual
que el profesional que hace que sus cualidades resulten más atractivas ofreciéndoselas a asociaciones civiles, el emprendedor basa el poder de su empresa en orientarla hacia el interés general. Anita Roddick, por ejemplo, creó Body Shop para
atraer más consumidores hacia otros comercios situados alrededor del suyo. Del
mismo modo, Microsoft facilita a otras empresas que se sirvan de sus plataformas para crear sus programas.
Las virtudes sociales del emprendedor mantienen básicamente las de una vida creada en torno a una profesión, añadiendo además innovación. El mundo emprendedor tiene muchas de las virtudes de nuestro estilo de vida corriente, añadiendo
cambios innovadores. Sin embargo, el emprendizaje no es la vida del conectado,
sino una alternativa. El nuevo mundo de los emprendedores se asemeja al de muchos pequeños grupos interconectados de personas que quieren resolver conflictos de valores. Estos grupos pueden estar interconectados dentro de una misma
empresa, colectividad local o región, o entre distintos grupos de interés. Pero hay
que tener muy claras las diferencias entre grupos de emprendedores interconectados
y proyectos. Los grupos de emprendedores seguirán trabajando hasta conseguir la
solución al conflicto de valores que les preocupa, hallando alguna práctica que
generalmente pasaba desapercibida. Para un conectado el proyecto termina tan
pronto como se le pase la inspiración. El emprendedor que se responsabiliza de la
disolución de la desarmonía en una declaración pública, compromete con ello su
propia identidad y no sólo su inspiración, energías o talento. Para un conectado, el
emprendedor se ve atado a su propia declaración de compromiso, mientras que el
emprendedor se ve a sí mismo como alguien que busca un valor social y una confianza a largo plazo, que fue lo que inspiró a quienes lo buscaron anteriormente.
Las características fundamentales del emprendedor y del conectado son totalmente
diferentes.
Dados los distintos tipos de ideales en los que se basan las actitudes del conectado y
del emprendedor (el proyecto de Nietzsche de una casta aristocrática y las asociaciones civiles humanistas) no es casual que la forma conectada de trabajo, encaje
muy bien con la creación de riqueza atomista del neoliberalismo global, y que el
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emprendedor encaje con una forma más socialmente integrada de entender el progreso.
Las prácticas conectadas no fomentan la creación de un “nosotros” social. En la
medida en que estas prácticas socavan las viejas interacciones comunales a las que
estamos acostumbrados, acaban con los medios por los que estamos acostumbrados a preocuparnos de bienes comunes, como el medio ambiente, la ley, la
educación, la sanidad y el mantenimiento del acervo cultural. Por supuesto que
pueden surgir de vez en cuando proyectos medioambientales, educativos, etc.
cuando tengan ganas de hacerlo. Pero la vida en común depende de algo mucho
más fuerte que la inspiración. Depende de bienes mucho más mundanos por los
que los conectados no se preocupan: los compromisos a largo plazo, la tolerancia, la
confianza y el calor de la vecindad. De hecho, dentro de la vida conectada, ese tipo
de bienes comunes son como bienes personales compartidos por grupos. Las
vidas conectadas no dejan espacio a la vida en común.
Somos conscientes de que este modo de entender lo que es un emprendedor se
aparta de las versiones que del emprendizaje dan la derecha neoliberal o la izquierda intervencionista. Sus retratos nos parecen meras caricaturas: ambos plantean la empresa como expresión de un modo estrechamente individualista de
vida, catapultado sólo por la perspectiva de ganar dinero.
Esta versión no puede distinguir entre un especulador de bolsa que hace dinero
abusando de nuestras expectativas, y un emprendedor que pone en marcha una empresa que nos proporciona algo nuevo. El emprendedor nos proporciona el banco
en casa, una forma de adquirir productos cosméticos sin insultar a las mujeres, el
transporte desde el aeropuerto incluido en el precio del billete, un servicio de reparto nocturno, y muchas otras innovaciones que antes eran totalmente impensables. Además, nuestra definición destaca los valores comunes tradicionales que
el emprendedor promueve. Sobre todo, define lo que se les escapa a las definiciones
politizadas: la preocupación por la colectividad y el bienestar de los demás, como
motivación principal para tener éxito. Por supuesto, al igual que la versión que
hemos dado del conectado, nuestro modelo de emprendedor corresponde a un estereotipo. En la realidad, hay muchas versiones diferentes. En cualquier caso, estamos convencidos de que nuestra descripción es más fiel a la realidad del emprendedor que las que difunden la nueva derecha y la vieja izquierda.
La vida conectada, que atrae cada vez a más personas, es demasiado pobre o efímera para basar en ella una sociedad cohesionada o una economía de mercado dinámica. Al mismo tiempo, por todas las razones que hemos expuesto, no hay
vuelta posible al mundo en el que las profesiones eran el centro. En el nuevo
mundo del trabajo que fluye entre las nuevas tecnologías, la orientación hacia el
cliente y la globalización, tenemos que volver la vista hacia el emprendedor como la
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única forma que puede renovar los valores comunes que en su tiempo defendió
la institución de las profesiones.
La política tras el final de las profesiones
Buena parte de las políticas y las instituciones occidentales siguen basadas en las
profesiones como pilar principal del trabajo. Nuestros institutos, escuelas y universidades introducen a los jóvenes en profesiones y ocupaciones concretas, animándoles a seguir profesiones que duren toda su vida. Nuestros sistemas de impuestos y de créditos bancarios se basan asimismo en el supuesto de que las personas idóneas son aquellas que tienen un empleo fijo y que pasarán el resto de su
vida desempeñando una misma función o vocación. Nuestros sistemas de pensiones se basan en el mismo modelo anacrónico. Así, esta herencia se está convirtiendo en un estorbo para desarrollar nuevas formas de trabajo, por lo que resulta
imprescindible emprender una reforma radical.
A este respecto, tan sólo podemos esbozar aquí las líneas principales de dicha
reforma. Se trata de hacer que nuestras prácticas sociales atiendan a la nueva realidad en cada área, de forma que el trabajo vuelva a tener un sentido tras la desintegración de las profesiones.
Tomemos, por ejemplo, las pensiones. La práctica de jubilarse con una pensión
no es en absoluto antigua. Fue a finales del siglo pasado cuando Bismark instauró
las pensiones que ahora nos resultan tan familiares. Desde entonces, este ha sido
el mecanismo por el que las profesiones se han mantenido dentro de un esquema
paternalista y burocrático, tanto en lo que se refiere a las empresas como al Estado, conservando un sueldo tras la jubilación. Las profesiones siguen las fases del
ciclo vital normal: empiezan con una fase en la que se adquiere experiencia, para
ir alcanzando un mayor vigor con la madurez, finalizando cuando la vitalidad física comienza a decaer. La pensión, estructurada normalmente como una renta
vitalicia, se basa asimismo en la estructura del salario, de forma que se recibe una
paga regular tanto cuando se trabaja, como cuando se está jubilado. Mientras se
trabaja, el capital que la profesión produce queda en manos de la empresa, del
sindicato o del Estado. Parte de ese capital corresponde al fondo de pensiones
con el que se efectuarán los pagos al pensionista, dejando que sea de nuevo la
organización quien administre el dinero. Puede que en el siglo diecinueve, y de
hecho hasta hace poco más de una década, esta relación con el capital basada en
estructuras corporativas y fondos de pensiones, haya sido el modo más sensato
de organizar las finanzas de la población activa.
Sin embargo, el emprendizaje deja mucho menos espacio al paternalismo, y se
abre al riesgo y a la propiedad del capital. Al contrario que los que se dedican a
una profesión, que buscan un futuro estable, los emprendedores no se contentan
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con ahorrar un poco de dinero con su sueldo, sino que invierten lo que han ganado en otros emprendedores. No creen que su vida consista en crear profesionalidad, sino en enriquecer a su colectividad. Los ciudadanos no van a aceptar sin
más que se les retire la capa protectora de las pensiones, pero hay que ir cambiando de todos modos el papel paternalista que representan el Estado, las empresas y los sindicatos, para aproximarlo más al que desempeñan los capitalistas
de riesgo. El dinero de las pensiones, o al menos parte de él, puede transformarse. Puede utilizarse para pagar un piso, o para financiar un negocio, o como inversión en nueva tecnología. También puede emplearse para financiar proyectos
en los que se ofrezcan servicios a la colectividad o a la familia.
No es este el lugar para entrar con detalle en las propuestas, aunque podríamos
hacerlo. No obstante, es evidente que los impuestos y las pensiones fueron concebidos en una época en la que las profesiones eran el centro del mundo laboral.
Las pensiones tradicionales son un híbrido de dos cosas bien diferentes: un plan
de inversión y un plan de jubilación. Salvo para unos pocos, que pueden disfrutar
de una pensión equivalente a su último salario, la mayoría de las pensiones suponen un serio recorte, sin que se garantice ningún nivel de ingresos durante la jubilación. Especialmente, el requisito de que se emplee el “dinero de la pensión”
para conseguir una renta vitalicia, no encaja con formas de trabajo en las que la
jubilación puede ser parcial o temporal. Tenemos que dejar de ser una carga para
el Estado, aunque se siga manteniendo una pensión mínima para evitar la pobreza en la tercera edad. Sería mejor seguir el estilo emprendedor uniendo las exenciones de impuestos que actualmente se dan por separado en pensiones e inversiones, y tener la libertad de hacer lo que se quiera con los ahorros.
Deberíamos tener la mente muy abierta a los tipos de instituciones que están mejor adaptadas para proporcionar la seguridad financiera y la libertad que necesitan
los emprendedores. El capitalismo de accionistas no es la única, ni siquiera la mejor
manera de satisfacer las necesidades de los emprendedores. Es fundamental que
exista una pluralidad de formas. Es inevitable y deseable que los emprendedores se
vean representados en distintas instituciones, según el tipo de capitalismo, la historia y las necesidades del momento de la economía en cuestión. Será muy distinto el emprendedor chino del japonés, el alemán, el español o el británico, por ejemplo.
En este último caso, las cooperativas pueden desempeñar una función importante para prestar apoyo financiero a los emprendedores. Como han destacado Charles
Leadbeater e Ian Christie en su informe “To mutual Advantage” (Demos, Londres
1999), las cooperativas están presentes en muchos sectores de la economía, y son
mucho más diversas e innovadoras en sus prácticas de lo que suele pensarse. Dicen Christie y Leadbeater que “las cooperativas pueden hacer algo más que limitarse a sobrevivir; pueden competir en la economía de servicios del siglo XXI,
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porque pueden aportar dos ingredientes importantísimos para el éxito de la empresa: confianza y saber hacer.” Más concretamente, las cooperativas pueden hacer muy bien que las familias y las colectividades que se ven atrapadas en la pobreza y sin oportunidades, consigan cambiar sus vidas. Como dicen Christie y
Leadbeater, “hay que combinar las distintas experiencia en un esfuerzo común,
combinando los conocimientos tácitos adquiridos con la experiencia, con las destrezas explícitas de los profesionales. Este es uno de los principales elementos de
la aportación de las cooperativas al desarrollo de la comunidad”.
Esto es tan solo un ejemplo. El abanico de instituciones que tenemos y que necesitamos es mucho más amplio de lo que se reconoce en el discurso convencional
de la izquierda y la derecha. No estamos condenados a elegir entre el capitalismo
de accionistas y el colectivismo estatalista.
Y lo dicho sobre las pensiones se aplica también a muchas otras prácticas financieras. Por ejemplo, cada vez tendrá menos sentido analizar el riesgo financiero
según las profesiones. Lo mismo vale para cualificar a personas dignas de recibir
préstamos basándose en los ingresos procedentes de su profesión. Los productos
financieros están cambiando más deprisa que los bancos y los Gobiernos, que
son mucho más lentos en dar una respuesta adecuada. Gobiernos y banca no se
dan cuenta de que hay un mar de posibilidades de cambio en el que pueden naufragar. Ya ha llegado a los Estados Unidos la era de los productos sofisticados
para todos, y no tardará en hacerlo en el Reino Unido.
A medida que nos hacemos más emprendedores, dejamos de vernos primordialmente como consumidores (sea de bienes o de productos financieros), para vernos
más bien como directores y productores. Las instituciones financieras de la nueva era
del emprendizaje nos ayudarán a generar riqueza creando nuevos productos y nuevos mercados. Las subastas por Internet son una de las posibilidades de abrir
nuevos mercados para la clase media. Sin duda, al igual que los grandes empresarios crean y distribuyen riqueza con las acciones de sus empresas, los pequeños
empresarios querrán hacer lo mismo. Los micro-créditos concedidos a los pobres
en Bangladesh por el Grameen Bank de Muhammad Yunus son un ejemplo de la
llegada de esta nueva era financiera.
Sin embargo, los cambios más importantes hay que hacerlos en la educación. El
papel de las escuelas y las universidades para canalizar a la gente joven hacia distintos puestos en la división social del trabajo es bien conocido por los sociólogos. Ultimamente, los Gobiernos han tenido el objetivo declarado de planificar
racionalmente a la población activa. Todas estas políticas están condenadas al
fracaso. Hacer que escuelas y universidades se conviertan en instituciones que
canalicen cada vez más las profesiones vocacionales es hacer justo lo contrario de
lo que se necesita.
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Muchas de las profesiones que se están cursando en estos momentos en las universidades no sobrevivirán durante toda una vida laboral. Es evidente que muchas actividades requieren un alto grado de experiencia profesional. Sin embargo,
lo que los jóvenes necesitan no es que las escuelas y facultades les den una formación siguiendo las disciplinas académicas tradicionales, sino que se les enseñe
la capacidad para emprender por sí mismos. Para que no se nos mal interprete,
conviene repetir que no se trata de que todos nos convirtamos en empresarios.
Lo que queremos es que se forme a los jóvenes para que sepan cómo encontrar
oportunidades de crear algún tipo de valor y para impulsar a los demás a seguir
sus nuevos valores. Una educación basada en la creación de nuevos valores es
apta para todo el mundo. Con esta reorientación de la educación lo que se pretende es inyectar un nuevo núcleo de disciplinas emprendedoras, algunas de las
cuales se inspiran en las viejas, dejando estas en torno al nuevo núcleo.
Aquí no podemos sino hacer un esbozo. No nos importan tanto las instituciones
que actualmente se ocupan de la educación (escuelas y universidades) ni los métodos educativos, como los supuestos en los que se basa la propia educación.
Tanto si sirvieron en el pasado como si no, nuestras prácticas educativas tradicionales no consiguen ya preparar a los jóvenes para el mundo en el que tendrán
que vivir.
Nuestras culturas educativas y corporativas nos impulsan a ser personas que resuelven problemas cuando se les pide. Suponen un mundo claramente dividido
entre personas que piden y personas que resuelven, con problemas bien definidos. Si alguna vez existió un mundo así, ya no es el caso. Inculcar las capacidades
que funcionaban en dicho mundo es estar abocado al fracaso.
Para ser más precisos, estas capacidades podían funcionar durante un tiempo, al
terminar los estudios. Un director, un ingeniero o un periodista recién licenciados
aceptan las peticiones que le hacen los que están por encima de él, lo convierten
en un problema que hay que resolver y lo resuelven. Pero algunos años después
(a no ser que tenga un talento y una flexibilidad excepcionales), su empresa globalizada contratará a otro que haya recibido una formación más avanzada de cara
a los nuevos problemas. ¿Qué hará entonces? ¿Buscar otra empresa? En la nueva
economía, esta búsqueda tiene todas las posibilidades de fracasar, como lo ha
hecho la educación que ha provocado la situación.
Hoy, si se quiere ser eficaz en el trabajo, hay que hacer ofertas que tengan valor
para quien las recibe, tanto si se trata de consumidores o de otras personas dentro de la empresa. Los que se limitan a resolver problemas no piensan así, sino
que esperan que el mundo les pida lo que tienen que hacer. Pero a medida que el
mundo se hace más mestizo, más cosmopolita, más centrado en preocupaciones
concretas, más tecnológico, serán muy pocas las empresas que se enfrenten sim27
plemente a una serie de problemas bien diferenciados. Habrá que hacer ofertas a
los empleadores, al mercado o a la colectividad. Este es el primer paso para crear
una empresa, por lo que aprender a desarrollar una oferta debería ser la primera
piedra de la educación.
Tenemos que educar a los jóvenes para que se vean según sus habilidades sociales, intuiciones, emociones, capacidades, etc. En la actualidad, les enseñamos a
resolver los problemas que se les presentan de forma que les produzca satisfacción personal. En una economía de emprendizaje, están condenados al fracaso o,
en el mejor de los casos, a convertirse en conectados.
Tenemos que pensar de un modo diferente en los fines de la educación. Las cualificaciones que antes se reservaban a las élites políticas o profesionales tienen que
ampliarse a todos. Hay que poner en común esa especial destreza.
Hay que educar a los jóvenes como a personas que hacen ofertas, y no como pasivos receptores de peticiones, como “mandados”. Sin embargo, para que sepan
hacer ofertas, tendrán que aprender a escuchar de otro modo. Y para enseñarles a
crear empresas que ofrezcan dichas ofertas, tendrán que abandonar la fórmula
tradicional quid pro quo de relacionarse, y aprender a coordinar compromisos, manejar el poder, crear confianza y mantenerla, y crear identidades atractivas. En
resumen, tendrán que aprender algunas de las capacidades básicas que hasta ahora sólo atribuíamos a los líderes.
Para empezar, habrá que situarse dentro de una narrativa de desarrollo de la colectividad. No podemos seguir enseñando a sentirse fuera, por encima o al final
de las colectividades históricas, porque adquieren una falsa sensación de autonomía. Vivimos en las tradiciones. Para ser honestos y emprendedores, tenemos que
vernos como portadores de narrativas históricas. Las investigaciones efectuadas
en Business Design Associates (BDA) sugieren que los emprendedores se ven a sí
mismos como personas que desarrollan una narrativa histórica concreta opuesta a
las demás. Siempre hemos sabido que eso era lo que hacían los líderes políticos, y
que su éxito dependía de su capacidad para articular dichas narrativas.
Para los emprendedores es tan importante una narrativa que habla de grandes proyectos históricos como la que trata de abrir una nueva cafetería, porque ambas
tratan cosas que importan a la colectividad. Por consiguiente, para que podamos
trabajar emprendedoramente, tenemos que educar a los jóvenes para que reconozcan
las narrativas históricas en las que ya están, y para que respeten aquellas con las
que compiten. Tenemos que enseñarles a darse cuenta de cómo pueden modificar las narrativas que encarnan, y adoptar aspectos de otras. Para que sea posible,
hay que enseñarles a escuchar a sus compañeros de otra manera. Ya no se trata
de escuchar problemas concretos, necesidades o, lo que es peor, órdenes.
La formación de emprendedores requiere cuatro cambios fundamentales.
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En primer lugar, tenemos que aprender a escuchar las preocupaciones de nuestros compañeros y colegas, e identificarlas con determinadas narrativas históricas.
No se trata de escuchar encasillando a la gente en distintas colectividades políticas, como conservadores, liberales o socialistas. Tampoco se trata de encuadrar
en clases, edades, grupos económicos etc. Estamos habituados a ver a las personas con identidades fijas (práctica fallida privilegiada por las profesiones) y no
como mezclas de distintas tradiciones, roles y prácticas. Y lo que es aún peor, las
vemos como si controlaran el modo en el que ven el mundo y eligen sus valores.
Por ello, les escuchamos como si fueran sujetos de una elección racional, y no
como sujetos fragmentados y creativos.
En segundo lugar, escuchar de forma emprendedora implica escuchar a los demás
intentando definir cuál es el modelo de vida que les impulsa a decir lo que dicen.
Los emprendedores dejan de lado los prejuicios para escuchar las desarmonías que
se producen entre las distintas concepciones del modo de vida. Así lo hizo Anita
Roddick al escuchar cómo las mujeres vivían la dignidad y la belleza. Steve Jobs
escuchó que la gente quería tener las ventajas de la alta tecnología y la libertad
que daban las plataformas. Simon Marks, Akio Morita, Ted Turner y todos los
demás emprendedores de hoy basaron su éxito en que supieron ver conflictos
aparentemente irresolubles.
En tercer lugar, tenemos que enseñar a gestionar compromisos y a crear y mantener la confianza. Hasta ahora se nos enseñaba a creer que realizábamos acciones tales como preparar una presentación, como vender. Aunque muchos emprendedores sigan aún utilizando este lenguaje para hablar de sus acciones, no actúan
así realmente, como si fueran meros ejecutores, sino que basan sus empresas en
una red de acuerdos o compromisos con otras personas. No se limitan a resolver
problemas concretos, ni siguen un plan preestablecido, sino que utilizan sus habilidades para negociar relaciones con otras personas. Una habilidad fundamental
es la capacidad de transmitir confianza. En la actualidad, sólo un pequeño grupo
de profesionales, como los diplomáticos o los directores de empresas, cultivan
estas habilidades.
Uno de los objetivos de una educación orientada hacia el emprendizaje sería conseguir que la mayoría de la gente desarrollara estas habilidades. Tenemos que
animar a los jóvenes a verse de una forma no estandarizada. Se nos enseña precisamente todo lo contrario. Tenemos que ver las ventajas de crear y negociar
acuerdos no estandarizados con los demás. Para ello, tenemos que inculcar la habilidad de saber escuchar lo que supone un problema para el que lo padece. Hay
que estudiar las estructuras del poder de donde surge el problema y que, en parte,
lo constituyen.
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En cuarto lugar, hay que enseñarles a ver el mundo prestando atención a cómo y
dónde se crea y se mantiene el poder. Por lo general, en la política y en la empresa se entiende bastante mal el poder como una fuerza, una fuerza que crea barreras, que echa a los rivales del mercado con los precios. Se entiende mucho mejor
el poder en la capacidad de construir constantemente nuevas conexiones materiales con los valores que importan a la mayoría de la gente de una colectividad, y
situando a los competidores como si tuvieran conexiones materiales con valores
que la mayoría desprecia.
Bill Gates, de Microsoft, ejerce el poder, por ejemplo, integrando las ideas de sus
competidores en su sistema operativo para dar a sus clientes una solución empresarial total. Si se limitara a ofrecer precios más bajos que la competencia, que es el
lugar en el que la competencia le ha situado, tendría muchos más problemas con
la propiedad intelectual de los que tiene. De hecho, cuando incorporó el navegador de Internet para quitarle terreno a Netscape, consiguió que fueran sus competidores los que pareciera que estaban provocando una interrupción en el mundo
de los ordenadores. Anita Rodick ejerce el poder de la misma manera que Gates,
creando una experiencia comercial que sitúa a sus competidores en una posición
en la que parecen aburridos o egoístas.
Los emprendedores tienen que aprender estrategias basadas en el valor para crear
alianzas que desestabilicen, desplacen y reconstituyan el poder. Para ello, hay que
centrarse en disciplinas como la estrategia, el marketing y las artes interpretativas
de las humanidades. Las prácticas educativas que nos enseñan a ver el mundo
como una serie de problemas concretos a resolver no tienen ningún futuro en un
mundo constantemente transformado por las nuevas tecnologías y la globalización.
Para educar a los jóvenes como personas que crean activamente sus vidas y su
visión del mundo, hay que inculcarles el arte de construirse una identidad. Al
crear una empresa, los emprendedores aprenden a proyectar las virtudes que se han
institucionalizado en sus organizaciones. Hoy tendemos a confundir la creación
de una buena identidad con una cuestión de imagen. A causa de esta confusión,
dividimos las capacidades para proyectar una identidad en varias disciplinas, como el periodismo, el asesoramiento de imagen, la estrategia, el marketing, la crítica literaria, la psicología y la ética. La educación liberal se ha dedicado a conocernos y describirnos. Convertir el conocimiento personal en una estrategia para
crear valor ha sido una habilidad en manos de los líderes empresariales. En la era
de la Internet, donde se comienza la vida laboral creando una página web propia,
crear identidades personales y corporativas puede convertirse en la habilidad más
importante y necesaria, se sea emprendedor o no.
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Todo lo que se pueda decir sobre el tipo de educación que se precisa en el nuevo
mundo laboral estaría incompleto si no se tienen en cuenta las emociones y los
estado de ánimo que fomentan o perjudican el comportamiento del emprendedor. A
este respecto, es muy conocido el estudio realizado por Daniel Kahneman y
Amos Tversky, en el que demuestran que entendemos el riesgo como una pérdida. La gente reacciona de forma diferente ante los mismos riesgos, según cómo
se perciban las pérdidas que entrañan. De este estudio se desprende que la mayoría de las personas no tienen madera para ser los emprendedores que las nuevas
tecnologías nos permiten ser. Francis Fukuyama planteó la misma idea en su influyente libro “El fin de la historia y el último hombre”, donde sostenía que el fin de la
opulencia puede deberse al hastío, un hastío del que Nietzsche atribuyó al constreñido “último hombre”.
Estos estudios parecen sostener la creencia habitual de que el emprendizaje está
reservado a unos pocos héroes. Sin embargo, en los trabajos desarrollados en
BDA, hemos comprobado que el resentimiento o el hastío son más típicos de la
vida conectada cuando fracasa, o de los que desesperan por la decadencia de las
profesiones. Así, muchas personas que tienen puestos destacados, incluso los que
parecen haberse adaptado al estilo conectado, viven al borde del resentimiento contra ejecutivos, políticos, accionistas, ricos, pobres, profesores, e incluso su propia familia. Al igual que los que han fracasado en su profesión, creen que los
cambios que se producen en el mundo son una burla a su trabajo y al tiempo que
le han dedicado. Suelen mirar hacia un pasado que ya no vale porque, como dijo
Nietszche, siempre se pierde. Por el contrario, los emprendedores tienen un estado
de ánimo muy diferente. Si los demás hablan de los logros del pasado, los emprendedores hablan de las posibilidades que se les abren. Mientras los demás caen en el
resentimiento, ellos se dejan llevar por el entusiasmo.
Por sí solos, los cambios de estado de ánimo y de percepción no bastan para
cambiar nuestras vidas. Hacen falta muchas más cosas. Pero aceptar modelos de
trabajo como el conectado o el de las profesiones, que no satisfacen las necesidades
humanas, provoca estados de ánimo que conducen al fracaso. En la medida en la
que las prácticas educativas actuales fomentan tácitamente estos modelos caducos
de trabajo, están educando a los jóvenes en el descontento. Y la formación en el
emprendizaje se ve obligada a partir de ese descontento.
Al educar a nuestros hijos preparándoles para un mundo de profesiones que está
en decadencia, el modelo conectado surge como la solución del futuro. En nuestra
opinión, aunque este modelo va a tener con seguridad un lugar en nuestras prácticas laborales, no puede ser el único. A pesar de las ventajas que tiene su espontaneidad y su autonomía, no puede aplicarse a todo el mundo. Del mismo modo,
el viejo mundo del trabajo que han derribado las nuevas tecnologías no tiene nada que ofrecer a las nuevas generaciones que tienen que abrirse paso.
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Las nuevas tecnologías que están cambiando tan profundamente el trabajo no
pueden dar por sí solas un sentido al mundo que están creando. Si queremos que
el trabajo tenga un sentido en este mundo que empieza a surgir, tenemos que
volver a plantearnos algunas de las instituciones y prácticas que hemos heredado,
y apartarnos de las modas que nos invaden. Tenemos que pensar en el trabajo, no
según el modo anacrónico de las profesiones, o según la estrecha mentalidad de
realización personal de los conectados, sino como posibilidades de compromiso,
innovación y emprendizaje.
© de la traducción Progreso Global
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