Oaxaca en el universo de Mesoamérica: una visión arqueológica Bernd Fahmel Beyer Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM El estudio integral de las antiguas culturas oaxaqueñas inició a principios del siglo XIX en el extremo oriental de los Valles Centrales, dentro del contexto social que rodea a los antiguos palacios de Mitla [fig. 2.1]. Estos edificios habían llamado la atención de los españoles desde que se adentraron en la región de habla zapoteca en el siglo XVI (Motolinia, 1969; Canseco, 1984; Burgoa, 1997a, 1997b). Su valoración como objeto de arte, sin embargo, empezó con las visitas sistemáticas de los viajeros nacionales y extranjeros que habían oído hablar de sitios como Palenque, Xochicalco y Teotihuacán. En el volumen nombrado Las ruinas de Mitla y la arquitectura, recopilado y publicado por el arquitecto e ingeniero civil Manuel Álvarez en 1900, encontramos los textos, planos, dibujos y fotografías de aquellos pioneros que expusieron sus impresiones y algunos análisis comparativos entre las construcciones con grecas en Mitla y los edificios con meandros egipcios, etruscos, grecolatinos e hindúes. Entre dichos trabajos destaca el del arquitecto mexicano don Luis Martín y el coronel español don Pedro de la Laguna, quienes fueron a Mitla en 1802 para hacer los planos de las ruinas. Durante su estancia en el lugar, este último se percató de las pinturas que decoran los dinteles de algunos edificios, refiriéndolas luego como representaciones de trofeos de guerra y sacrificios (Álvarez, 1900: 48; León, 1901: 31). Poco tiempo después, el capitán austriaco Guillermo Dupaix escribió: Lo interior de las paredes de estas dilatadas piezas no tiene otro revestimiento que una encaladura con una capa de mezcla fina dada de color con bermellón combinado con almagre, y muy sólidamente bruñido, bien que se ha deteriorado mucho, y sólo tal cual trozo se ve de él; pero lo bastante para su conocimiento. Es de advertir que, en general, todo el palacio, interior y exteriormente, hasta las columnas, fueron bañadas del mismo color [apud Álvarez, 1900: 55]. En 1830, Juan Carriedo visitó el sitio, y retornó a él en 1851. Con base en los deterioros acumulados de una fecha a otra elaboró proposiciones para la Junta Subalterna de Geografía y Estadística, a fin de evitar la destrucción de los palacios. En 1830 acompañó a Carriedo el arquitecto alemán Eduard Mühlenpfordt para realizar un estudio detallado de las ruinas. Una copia de los planos que éste levantó quedó en manos del primero, y otra en el Instituto de Bellas Artes, junto con un magnífico atlas cuyas láminas fueron depositadas en el Instituto Politécnico de Oaxaca (Álvarez, 1900: 68) y publicadas en México en 1984. Años más tarde arribaron a México Eduard y Caecilie Seler, y visitaron los palacios con Antonio Peñafiel, quien dirigió su atención a las pinturas que decoran los dinteles. En su trabajo de 1895, Seler menciona brevemente los bosquejos de algunas de las pinturas realizados por Mühlenpfordt, publicadas también por Carriedo en el tomo II de La ilustración mexicana (1851). El entusiasmo que estos murales 60 | Oaxaca I Estudios Sitios arqueológicos 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 La Quemada Chupícuaro Tzintzuntzan Tula Teotihuacán México Xochicalco Cholula El Tajín Tehuacán 21 22 23 24 25 26 27 28 29 30 Huajuapan Monte Albán Mitla Zaachila Tututepec Tehuantepec Tres Zapotes La Venta Palenque Edzná Uxmal Mayapán Chichén Itzá Tulum Santa Rita Tikal Yaxchilán Izapa Kaminaljuyú Copán N 100 0 400 km 1 23 22 Golfo de México 24 21 9 2 4 3 20 5 6 7 25 8 10 17 18 26 19 11 12 14 27 13 16 15 Océano Pacífico 30 28 Figura 2.1. Área cultural mesoamericana con sus principales sitios arqueológicos. (Dibujo: R. Ramírez, 2006. Basado en Jiménez Moreno, 1966.) 29 Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 61 despertaron en dichos visitantes fue tan grande que en junio de 1888 volvieron al lugar para copiar los diseños que se conservaban en los grupos del Arroyo y de la Iglesia. Ahora bien, mientras que los dibujos de Eduard Mühlenpfordt [fig. 2.2] fueron publicados en la obra de Antonio Peñafiel intitulada Monumentos del arte mexicano antiguo, en 1890, en Berlín, las copias de Eduard Seler salieron a la luz en el Congreso Internacional de Americanistas de 1895. En 1904 fueron reeditadas en el Bulletin número 28 del Departamento de Etnología Americana de la Institución Smithsoniana, mientras que en México las publicó Nicolás León en 1901. En el texto que acompaña a dichos dibujos, Seler explica su contenido y lo relaciona con los códices del grupo Borgia provenientes de la zona ubicada entre el Altiplano mexicano y los Valles Centrales de Oaxaca. Muchos investigadores siguieron las huellas de los primeros visitantes, elaborando estudios más o menos largos sobre el papel social de los palacios y el pueblo al que se le habían de atribuir. Algunos de ellos también enfocaron la lengua, las costumbres y los modos de vida de la población circundante, abriendo el camino a los trabajos de antropología cultural dentro del contexto indígena zapoteco. Entre éstos destacan Hubert Bancroft (1875), Adolph Bandelier (1884), William Holmes (1897), William Corner (1899), Leopoldo Batres (1901), Nicolás León (1901), Marshall Saville (1909), Alfonso Caso (1927b), Ignacio Marquina (1928), Ralph Beals (1934), Elsie Parsons (1936) y Howard Leigh (1960). A partir de los años treinta, empero, el discurso antropológico comenzó a dar prioridad a los resultados que se obtenían en las exploraciones de Monte Albán. No obstante, las investigaciones continuaron en Mitla, y con ellas el interés por su pintura mural como punto de referencia para el estudio de las demás culturas que habitaron Oaxaca durante la época prehispánica [fig. 2.3]. Para las fechas en que Eduard Seler escribía su interpretación de las figuras que observó en los dinteles de Mitla (1895), era común desglosar las crónicas de los siglos XVI y XVII y analizar la iconografía de las imágenes representadas en los códices, la cerámica y la escultura, con base en la descripción de los antiguos dioses. En 1902, sin embargo, Zelia Nuttall introdujo el enfoque histórico al estudio Figura 2.2. Personaje representado en los murales de Mitla. (Dibujo: A. Reséndiz, 2004. Tomado de Mühlenpfordt, 1984: lám. XVIII.) Figura 2.3. Personaje representado en los murales de Mitla. (Dibujo: A. Reséndiz, 2004. Tomado de León, 1901: lám. 5.1.) de aquellos libros, muchos de los cuales parecían contener los nombres de innumerables reyes y una relación de sus principales hazañas. Años más tarde, tal propuesta fue retomada por Alfonso Caso, quien, apoyado en los trabajos de James Cooper Clark, Richard Long y Herbert Spinden, la llevaría a su clímax con la publicación del Mapa de Teozacualco (1949) y el volumen dedicado a los Reyes y reinos de la Mixteca (1977-1979) (Anders et al., 1992: 21-23). Hoy día sigue vigente esta línea de investigación, ya que permite organizar temporalmente los 62 | Oaxaca I Estudios Figura 2.4. Imagen de la diosa 2 J, adosada en un vaso de cerámica. (Dibujo: A. Reséndiz, 2004. Basado en Caso y Bernal, 1952: fig. 125b.) hechos registrados en las esculturas y demás materiales arqueológicos, identificar los grupos étnicos que se movieron en Oaxaca después del Clásico y revisar los mitos sobre los que éstos construyeron su vida diaria. Más aún, el examen de la iconografía, apoyado en estudios lingüísticos minuciosos, ha permitido profundizar en el significado de los signos y su lectura, con lo que se abren las puertas al estudio de la escritura indígena prehispánica de Oaxaca. Paradójicamente, el hincapié que se hizo en los códices y en los manuscritos coloniales condujo también al olvido de las pinturas de Mitla, cuyo deterioro parece irremediable. Una revisión detallada de los fragmentos que aún se conservan, empero, permite llegar a conclusiones fascinantes sobre la estética de quienes las pintaron y sus relaciones pictóricas y culturales con los murales de otras regiones y épocas más tempranas. Si el contenido de estos “códices en muro” parece aludir a los relatos que daban sentido a la vida diaria de los zapotecos, el descubrimiento de una larga tradición funeraria abre la posibilidad de conocer un poco el mundo de sus difuntos. A ello ha contribuido la etimología de la palabra Mitla, en náhuatl, o Lyobaa, en zapoteco, que quiere decir Lugar de los Muertos o del Descanso. Con base en la descripción que de dicho sitio hicieran Motolinia (1969), Canseco (1984) y Burgoa (1997a), numerosos viajeros del siglo XIX rindieron tributo a sus edificios, a las tumbas que se descubrían en su cercanía y a los vasos-efigie o urnas que los campesinos hallaban en sus tierras [fig. 2.4]. Sin embargo, el padre dominico también comenta que los indígenas “huían de la luz de la doctrina en los templos [cristianos], y buscaban las tinieblas de sus supersticiones por las cavernas y montes en los mayores retiros y soledades” (Burgoa, 1997b). Desafortunadamente, hacer hincapié en los edificios de Mitla condujo a que los sepulcros que aparecían en otras regiones del estado —fueran o no de tradición zapoteca— no siempre recibieran la atención de los primeros investigadores. De ahí que en la literatura de la época destaquen las noticias y los reportes que de esos recintos dejaron algunos coleccionistas y exploradores, como Fernando Sologuren y Manuel Martínez Gracida (1910), Johann Wilhelm von Müller (1998), Teobert Maler (1942), Marshall Saville (1899), Leopoldo Batres (véase Lombardo de Ruiz, 1994) y Eduard Seler (1960). Una vez explorados los alrededores de Mitla y los llanos de Xoxocotlán, correspondió a la acrópolis de Monte Albán sorprender al mundo con sus tumbas ricamente pintadas y llenas de ofrendas. La arquitectura y la escultura de tales espacios muestran algunos de los estilos observados en otros lugares, lo que permitió elaborar una tipología constructiva muy precisa y fechar, a través de ella, los ajuares que los acompañaban (Marquina, 1964: 335-346). Nuevos trabajos e interpretaciones Cuando Alfonso Caso estudió las pinturas que se encontraban en la antecámara de la Tumba 2 de Mitla, se apoyó en los análisis iconográficos de corte seleriano (Caso, 1927b). Su descripción de los murales hallados en Monte Albán, en cambio, se inserta dentro de la hermenéutica que permitió construir aquel mundo zapoteco de dioses, reyessacerdotes y arquitectos que se ha difundido en los Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 63 libros de arte y que volvemos a encontrar en los medios de divulgación (Caso, 1938). Hoy día el descubrimiento de otras manifestaciones pictóricas en sitios como Yucuñudahui, Tlacotepec y Huajuapan, en la región mixteca; Jaltepetongo, en la Cañada; Cerro de la Guacamaya, en la Chinantla; Tehuantepec, en el Istmo, y Lambityeco, Yagul y Suchilquitongo, en los Valles Centrales, permite estudiar la pintura mural dentro de un modelo de cultura más amplio, que da una idea de cómo se relacionaron los zapotecos con sus vecinos inmediatos y de qué manera fueron desarrollando sus tradiciones estéticas y mortuorias los distintos grupos étnicos de Oaxaca. Como se ha dicho antes, las excavaciones más importantes realizadas en Monte Albán se llevaron a cabo entre los años treinta y cincuenta del siglo pasado. Debido a la falta de depósitos profundos que permitieran obtener una estratigrafía detallada, Alfonso Caso y su equipo tuvieron que valerse de la arquitectura y de los tiestos cerámicos para seriar las vasijas y urnas que aparecían en las tumbas, entierros y cajas de ofrenda asociadas a las distintas sobreposiciones (Caso y Bernal, 1952; Caso, Bernal y Acosta, 1967). Con ello, la secuencia arqueológica del sitio se tornó en una de las más largas y depuradas de Mesoamérica, y en columna dorsal de muchas exploraciones realizadas posteriormente [tabla 2.1]. Su estructura se resume en cinco épocas, que inician alrededor de 500 a. C. y concluyen con la Conquista (véase Bernal, 1965; García Moll et al., 1986; Fahmel, 1991). La primera época es de filiación olmeca. Hereda algunos elementos de las fases reconocidas en Tierras Largas y San José Mogote y enriquece el repertorio con otros que son comunes a los sitios ubicados en las cercanías del Istmo de Tehuantepec (véase Flannery y Marcus, 1994; Flannery y Marcus, eds., 1983; Zeitlin y Zeitlin, 1990). La segunda época inicia alrededor del año 1 d. C. Entonces, se introducen numerosos elementos del sureste mesoamericano que más tarde se combinan con rasgos llevados de Teotihuacán. A este lapso, conocido antes como Monte Albán II y transición II-IIIa, se le denomina hoy época II, dividida en temprana y tardía. La IIIa abarca los años 350-400 a 650 d. C., aproximadamente. Se distingue por sus relaciones con las tierras altas del Aná- huac y las ciudades de Teotihuacán y Xochicalco (Fahmel, 1995, 1996, 1997). Aprovechando el ir y venir sobre las rutas que vinculaban dichos sitios, empezaron a florecer los señoríos de la región mixteca, cuya cultura material incorporó algunos elementos zapotecos y teotihuacanos dentro de los estilos generados localmente. Destacan entonces los asentamientos de la Mixteca Baja y lo que se ha denominado cultura ñuiñe (Paddock, 1966, 1970; Moser, 1977; Rodríguez, 1996; Rivera, 1999). La época IIIb corresponde al auge de Monte Albán y a la mayor expansión de sus vínculos culturales (Fahmel, 1998, 1999). En dirección del Altiplano mantuvo relaciones con numerosas ciudades del Epiclásico y, hacia el sureste, con otras tantas del Clásico tardío maya. Al abandonarse Monte Albán, alrededor de los años 850-900 d. C., los asentamientos ubicados en los valles conservaron buena parte de la cultura material de la época IIIb, a la que Alfonso Caso nombró como IV. Por último, tenemos la época V, que representa los sitios que introdujeron la cerámica policroma, los metales y el estilo gráfico tipo códice del Posclásico tardío (Caso y Bernal, 1965; Paddock, ed., 1966; Caso, Bernal y Acosta, 1967; Bernal y Gamio, 1974; Nicholson y Quiñones, 1994). A raíz de los trabajos de George Vaillant (1938), Eduardo Noguera (1965) y Henry B. Nicholson (1966, 1982) sobre la iconografía de tipo códice, y de los avances logrados en la interpretación de estos documentos, gran parte de Mesoamérica fue ubicada bajo la tutela de una cultura cuyo estilo supuestamente provenía de la región Mixteca-Puebla (Paddock, 1994). La riqueza y diversidad de las manifestaciones plásticas que se adhieren a este “estilo” sugieren, empero, que la adopción de ciertas convenciones formales por muchas etnias no necesariamente ligadas a los mixtecos obedeció a la necesidad de crear un lenguaje icónico común, por encima de las tradiciones clásicas que le subyacen (Smith y Heath-Smith, 1982; Camarena, 1999). Desde tal punto de vista, tendríamos entonces distintas variantes del tipo códice, algunas de las cuales caracterizan a dichos documentos. La unidad general que revelan todas estas tradiciones posclásicas —pese a su diversidad— contrasta fuertemente con otras expresiones plásticas, y tales diferencias permitieron a los arqueólogos 64 | Oaxaca I Estudios Tabla 2.1. Cronología comparativa de Monte Albán Bernal, Whitecotton, Paddock, García Moll Winter, Fahmel, 1965 1972 1988 et al., 1986 1989 1991 V V V V Posclásico 1521 V V 1350 IV IV 1000 900 IIIb IV Clásico 800 680 650 600 550 500 450 350 IIIb IIIb–IV Transición IIIa–IIIb Transición IIIa–IIIb IIIb 100 a. C. 1 50 100 200 Preclásico 600 Tardío Temprano IIIa IIIa IIIa IIIa Transición II–IIIa Transición II–IIIa Transición II–IIIa Transición II–IIIa Transición II–IIIa II II II Tardío Temprano II II I I 300 400 450 IIIa Transición IIIa–IIIb IIIa 250 d. C. IIIb–IV IIIb–IV I I I I Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 65 Golfo de México Orizaba Ve rac Tehuacán Puebla ruz Coatzacoalcos Acatlán de Osorio Huajuapan de León Tlapa de Comonfort Asunción Nochixtlán Santa María Asunción Tlaxiaco Oaxaca Santiago Suchilquitongo Monte Albán Oaxaca de Juárez Zaachila Guerrero Mitla Ocotlán de Morelos Chiapas Ejutla de Crespo Juchitán de Zaragoza Miahuatlán de Porfirio Díaz Santiago Pinotepa Nacional Santo Domingo Tehuantepec Salina Cruz Santos Reyes Nopala San Pedro Pochutla Océano Pacífico Lámina 2.1. Mapa orográfico-hidrológico de Oaxaca. (Dibujo: C. Coronel, 2006. Corte: René Ramos Álvarez, Laboratorio de Sistemas de Información Geográfica y Percepción Remota, Instituto de Geografía, UNAM.) establecer las épocas de desarrollo cultural de Monte Albán. Además, las urnas, los braseros y las figurillas indican con claridad los vínculos habidos entre el área oaxaqueña y las regiones aledañas mencionadas antes. Más aún, los cambios que registran sus respectivos programas iconográficos dan acceso al mundo intangible de los dioses cuyas manifestaciones estaban atadas, inexorablemente, a las fuerzas de la naturaleza. Para entender la dinámica que regía estas filiaciones y su adaptación a los medios locales, es indispensable conocer la orografía de la entidad [lám. 2.1], sus distintas regiones fisiográficas, zoológicas y botánicas y, sobre todo, su climatología, así como el patrón de lluvias erráticas o voluntariosas —valga la palabra—, pues éstas se relacionaban con el estado de humor de las deidades. La iconografía de tales piezas es tan compleja que requiere mucha mayor atención de la que se le ha brindado. Aunque la carencia de contextos en diversas ocasiones no permite un buen análisis de tipo semiológico, Alfonso Caso (1928), junto con Ignacio Bernal (1952), lograron interpretar varios signos icónicos a partir del estudio de las estelas zapotecas y su comparación con los de otros sitios y regiones de Mesoamérica. Nuevos enfoques se desarrollaron en los años ochenta, cuando las imágenes antropomorfas se relacionaron con el orden social y con ciertos individuos en particular (Flannery y Marcus, eds., 1983; Urcid, 1992a; Fahmel, 1994) [fig. 2.5]. Difícil es afirmar si una imagen se refiere a un dios o a un señor que porta sus insignias, ya que ambos son necesarios para que el cosmos funcione correctamente. De ahí que algunos 66 | Oaxaca I Estudios Figura 2.5. Monte Albán. Tumba 104, personaje representado en el muro norte. (Dibujo: A. Reséndiz, 2004. Tomado de Marcus, 1983a: fig. 5.9.) investigadores busquen correlaciones más precisas con la pintura y la escultura [fig. 2.6], en las que aparentemente se distingue el mundo de los humanos vivos, el de los muertos y el de los dioses (Urcid, 1992b; Sellen, 2002; Fahmel, 2002). La historia de las interpretaciones de la escultura oaxaqueña se inició durante el siglo pasado, cuando viajeros y anticuarios describieron las imá- Figura 2.6. Relieve escultórico hallado en la Plataforma Sur de Monte Albán. (Dibujo: A. Reséndiz, 2004. Tomado de Marcus, 1983b: fig. 6.5.) genes vistas en determinado edificio prehispánico o en algún monolito dispuesto en las plazas públicas de los pueblos o colecciones particulares (Dupaix, 1834; Müller, 1998; Batres, 1902; Martínez Gracida, 1910; Seler, 1960). El primer trabajo sistemático sobre los glifos calendáricos y la estructura de las inscripciones fue, sin embargo, el de Alfonso Caso (1928), denominado Las estelas zapotecas. Tal estudio no sólo sirvió para identificar algunos de los dioses representados en las urnas y en la pintura mural, sino que fue —y sigue siendo— la piedra angular de todos los análisis epigráficos, calendáricos, lingüísticos y costumbristas realizados sobre los antiguos zapotecos. Destacan, entre aquéllos, los del mismo Alfonso Caso e Ignacio Bernal, John Paddock, Howard Leigh, Andy Seuffert, Joseph Whitecotton, Víctor de la Cruz, Gordon Whittaker, Donald Patterson, John Scott, Wiltraud Zehnder, Joyce Marcus, Marcus Winter, Robert y Judith Zeitlin, Bernd Fahmel y Javier Urcid. Para la Mixteca Alta se tienen los trabajos de Alfonso Caso, Mary Smith, Maarten Jansen, Charles Markman y Marcus Winter, y para la Mixteca Baja, los de John Paddock, Christopher Moser, Laura Rodríguez e Iván Rivera. Las esculturas de la región costera han sido estudiadas por Román Piña Chan, Donald Brockington, María Jorrín, Roberto Zárate, Arthur Joyce y Javier Urcid. Otros autores han reportado unas piezas apenas conocidas Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 67 de diversas regiones de Oaxaca, que esperan ser integradas al corpus general y analizadas por los epigrafistas. En este ámbito han cobrado interés especial los trabajos de Javier Urcid (2001) sobre la escritura zapoteca y los de Laura Rodríguez (1996, 1998) acerca de las inscripciones de la región ñuiñe. Complementan estos trabajos los vocabularios y tratados sobre los códices y manuscritos coloniales, ya que constituyen el puente icónico, léxico y simbólico hacia las representaciones más antiguas (vid. supra). Uno de los hallazgos más importantes de las últimas décadas fue el de la Tumba 5 de Suchilquitongo, descubierta en 1984 y explorada a finales de 1985 por el arqueólogo Enrique Méndez, del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Recinto excepcional por la naturaleza de su arquitectura, la riqueza de sus pinturas y la elaboración de sus relieves y esculturas en piedra y estuco, es, a un tiempo, expresión de los lazos que unían a los zapotecos vivos con los muertos. Aunque falta establecer los nexos entre los murales y los relieves que los delimitan, las inscripciones pintadas en los dinteles refuerzan las ideas desarrolladas por Alfonso Caso sobre el uso de las tumbas en las épocas prehispánicas. No se trata, pues, de un mundo tenebroso y distante, sino al contrario: un ámbito visitado con frecuencia para enterrar a los descendientes de un linaje y sustraer los huesos de los antepasados. Las escenas registradas en la estela funeraria de esta tumba, por su parte, replican otras tantas cuyo contexto se ha perdido. Publicados por Alfonso Caso en 1928, sabemos ahora que esos monumentos de carácter familiar vinculaban a los señores-sacerdotes con los sucesos del pasado, mientras que las esculturas expuestas en los espacios públicos los proyectaban hacia el futuro. Desde este punto de vista, la arquitectura mayor formaba el escenario donde el hombre se anclaba a la realidad, con miras a ser beneficiado por los dioses en su quehacer diario. La arquitectura y la pintura mural La gran actividad constructiva desplegada por los zapotecos en Monte Albán fue uno de los criterios que permitió a Alfonso Caso distinguir a dicho pue- blo entre los demás grupos prehispánicos como “pueblo de arquitectos” (1942). Desafortunadamente, los volúmenes que el autor pensaba dedicar a las exploraciones y al estudio de los grandes monumentos nunca fueron publicados. Sus informes y el trabajo sumario de Jorge Acosta aparecido en el Handbook of Middle American Indians (1965), permitieron, sin embargo, que Bernd Fahmel (1991) recuperara y sistematizara la información obtenida durante las dieciocho temporadas de campo efectuadas en Monte Albán. El análisis de los grupos arquitectónicos edificados en un lapso de mil trescientos años ha confirmado los nexos culturales detectados previamente por Alfonso Caso y ha situado a Monte Albán dentro de los procesos que llevaron a la formación del Estado zapoteco y de la civilización mesoamericana en general (Fahmel, 1995). Dentro de este cuadro encajan muchos de los edificios explorados en San José Mogote, Dainzú, Lambityeco, Yagul, Zaachila, Mitla y Teotitlán, pero no su totalidad, ya que bastantes de ellos debieron responder a las circunstancias particulares de sus constructores y a las condiciones locales. Fuera de los Valles Centrales son pocos los edificios prehispánicos que se encuentran en pie, de los cuales destacan los de Santo Domingo, Quiotepec, Monte Negro, Huamelulpan, Yucuñudahui, Diquiyú, Cerro de las Minas y Guiengola, aunque la verdad es que vastas regiones de Oaxaca apenas han sido visitadas. Para el estudio de la pintura mural [lám. 2.2] es indispensable comprender la importancia de la arquitectura como soporte de la primera y como marco de las actividades de quienes la encargaron [fig. 2.7]. Una construcción no sólo organiza los espacios que ocupan sus habitantes, sino que brinda un carácter especial a éstos mediante el discurso pictórico que los distingue. Una razón más para abundar en los detalles de un edificio arqueológico es que permiten al estudioso situarlo temporalmente y, en ocasiones, fechar los restos de pintura que aparecen durante su excavación. Tal prioridad del monumento inmueble sobre otros materiales culturales —sea cerámica, escultura e incluso el estilo mismo de una pintura— no deriva únicamente de su articulación interna, sino del hecho de que la dinámica de producción, consumo y cambio formal de los objetos utilitarios varía de uno a otro caso y de un sitio o región a otros. Los 68 | Oaxaca I Estudios Costas del Sur Sierras del Sur de Chiapas Cordillera Costera del Sur Llanuras del Istmo Sierras Orientales Sierras del Norte de Chiapas Sierras Centrales de Oaxaca Llanura Costera Veracruzana Sierras y Valles de Oaxaca Sur de Puebla Mixteca Alta 14 12 13 15 17 16 11 8 3 1 7 5 2 4 6 9 10 1 Monte Albán 7 Xoxocotlán 13 San Miguel Tlacotepec 2 Suchilquitongo 8 Huitzo 14 San Pedro y San Pablo Tequixtepec 3 Lambityeco 9 Zimatlán 4 Yagul 10 Tehuantepec 15 Jaltepetongo 5 Zaachila 11 Yucuñudahui 16 Cerro de la Guacamaya (Yólox) 6 Mitla 12 Sta. Teresa Huajuapan 17 San Juan Barranca (Yólox) Lámina 2.2. Oaxaca. Sitios arqueológicos con pintura mural. (Dibujo: R. Ramírez, 2004.) (Cerro de la Biznaga) Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 69 Figura 2.7. Monte Albán. Perspectiva del Edificio X y su subestructura. (Dibujo: A. Reséndiz, 2004. Tomado de Fahmel, 1991: fig. 101.) registros epigráficos pintados o esculpidos fuera del área maya durante el período Clásico no permiten determinar fechas precisas dentro de una secuencia arqueológica, pues se insertan en un sistema de ruedas calendáricas que se repiten cada cincuenta y dos años. Una vez establecidas las etapas arquitectónicas y las de sus estilos decorativos y ornamentales, queda por resolver hasta dónde estuvieron pintadas las estructuras o si sólo fueron estucadas. De haber sido pintadas, hay que determinar la escala del programa pictórico y la particularidad de cada edificio. Con base en las fuentes documentales y los trabajos de restauración llevados a cabo en los palacios de Mitla, sabemos, por ejemplo, que tanto los muros como las grecas se hallaban estucados y pintados de rojo (Batres, 1901; Robles et al., 1987; Robles y Moreira, 1990). En el Palacio de los Seis Patios, en Yagul, varios cuartos y pasillos tuvieron una cenefa roja en la base de los muros, mismo color que había en los pisos (Bernal y Gamio, 1974). En Lambityeco, en cambio, las estructuras excavadas por John Paddock y su equipo aún lucen el color blanco del estuco. En Tehuantepec, el edificio circular descubierto por Roberto Zárate presenta, en su interior, franjas verticales de rojo y blanco. En Monte Albán, finalmente, algunas de las construcciones exploradas por Alfonso Caso, Arturo Oliveros y Marcus Winter muestran paramentos de colores y tableros decorados con discos de piedra pintados de rojo. Trabajos realizados en fecha reciente por el personal encargado de la zona arqueológica del Montículo B revelan, además, que el edificio —construido hacia el año 600 d. C.— estuvo decorado con diseños geométricos y florales de colores, así como con representaciones de estructuras que recuerdan a las de Teotihuacán (José Luis Tenorio, comunicación personal, 2000). Las tumbas de este sitio, por otra parte, muestran el estilo y colorido que prevalecía durante las distintas épocas de ocupación. Entre dichos sepulcros destaca el 204, por su antigüedad y monocromía, mientras que la composición, riqueza iconográfica y policromía del 105 nos recuerdan a la Tumba 5 de Suchilquitongo. La vida de las elites, que se recogían en sus palacios cuando no laboraban en los edificios administrativos, debió de ser muy placentera. Muchos objetos y materiales que facilitaban la realización de los quehaceres llegaban de fuera, sin que por ello faltaran en las casas más sencillas. Entre éstos se encontraba la obsidiana, el pedernal, el cuarzo, el hueso y el cobre, empleados en la producción de utensilios de trabajo y ornamentales [fig. 2.8]; cerámicas 70 | Oaxaca I Estudios Figura 2.8. Imagen de un gobernante, labrada sobre un pendiente de jade de la época Monte Albán IIIb. (Dibujo: A. Reséndiz, 2004. Basado en Paddock, 1966: fig. 161.) de tipo Anaranjado Delgado, Anaranjado Fino, Plumbate y Policromo; productos comestibles y para el vestido; maderas, resinas y grasas para las teas; pegamentos y aglutinantes para la manufactura de objetos artesanales, y todo tipo de hierbas y productos minerales para la elaboración de medicamentos, perfumes y maquillajes. Algunos objetos debieron de estar reservados para las grandes personalidades, ya que formaban parte de la vida ritual; entre otros, las pieles de jaguar, las plumas de varias aves vistosas, la jadeíta y otras piedras semipreciosas, el cinabrio, el oro y la plata, las espinas de mantarraya, los objetos de mica y magnetita, los espejos de pirita y obsidiana, los grandes braseros y esculturas ornamentales, los libros, algunos dulces y el chocolate. De interés especial debieron ser las tintas y los pigmentos con los cuales se elaboraban los colorantes. Si la fabricación de textiles y objetos suntuarios, códices y cerámica policroma requirió una buena parte de estos materiales, la otra fue empleada en la pintura mural de los edificios y recintos funerarios. Tener o no tener acceso a las materias primas antes mencionadas debió depender, en gran medida, del enlace con las rutas comerciales y del manejo de una economía que brindara los recursos necesarios para beneficiar a los asentamientos y sus habitantes. Más aún, para maniobrar con eficacia dentro de una región tan compleja en lo geográfico, étnico y lingüístico, habrán desempeñado un papel fundamental las deidades, ya sea como benefactoras de algún grupo semejante a los pochtecah del Posclásico o como garantes de una buena relación entre las comunidades. Muchas facetas de dicha problemática han sido estudiadas por la antropología cultural y la sociología. El reto principal siguen siendo, empero, los cambios tecnológicos, de valores y de escala que se dieron entre una época arqueológica y otra, y a partir de la incorporación del Nuevo Mundo a la economía mundial (Wallerstein, 1979; Chirot, 1980; Weber, 1981; Bonfil, 1990). A raíz de esta última y de la introducción de valores monetarios estandarizados, se ha simplificado el intercambio, reduciéndose al concepto de “influencia” buena parte de los mecanismos que permitieron establecer contactos y expresar su solidaridad a los distintos pueblos prehispánicos. Desde el punto de vista de la estética, es imposible pasar por alto la importancia de dichos vínculos, ya que los objetos resultantes de la interacción humana y las transformaciones que se efectúan en ellos se encuentran estrechamente ligados a las expresiones intangibles de una sociedad. En tal sentido, son pocos los trabajos que se han dedicado de manera explícita al cambio icónico en Mesoamérica o a la reestructuración de las fuerzas del cosmos al que responde éste. La transformación de los vasos figurativos en urnas y la modificación de los diseños que las componen son, por ejemplo, un campo apenas explorado dentro del complejo sistema de representaciones que aluden a la concepción de los tiempos y al ritmo de los calendarios (Caso, 1927a; Caso y Bernal, 1952; Fahmel, 1999, 2001). La introducción de la imagen hoy denominada “sol nocturno” durante la época II y la adaptación de la figura maya a la urna oaxaqueña son hechos descubiertos por Clemency Coggins (1983), y constituyen un acierto que pocos han valorado. Más difícil de trabajar, pero no por ello menos interesan- Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 71 te, es el problema de la influencia teotihuacana en Monte Albán, el uso de cenefas decoradas con ganchos y el significado de los tableros adornados con discos rojos. La aparición de Nueve Viento EhécatlQuetzalcóatl y del signo del año A-O en sitios zapotecos del Clásico tardío, junto con los portadores de año clásicos y posclásicos son indicio de que los valles y las sierras participaron, de manera conjunta, en la elaboración del “estilo códice” que vemos en las pinturas murales de Mitla y en los documentos del grupo Borgia (Fahmel, 2003). Dentro de este ámbito caen también los estudios sobre el color realizados en las regiones vecinas, sus vínculos con la cosmología y con los mitos que condujeron la mano de los pintores. El recurso de la monocromía, la policromía y la bicromía rojo/blanco que se observa en los murales oaxaqueños de las distintas épocas responde, indudablemente, a tales factores, además de manifestar los nexos con otras regiones de Mesoamérica. Estudios regionales En un contexto más general, las exploraciones desarrolladas fuera de Monte Albán han documentado las evidencias que permiten aducir la composición multiétnica de la región oaxaqueña [fig. 2.9] y el carácter pluricultural de sus pobladores. De esta manera también se ha ido rompiendo la barrera conceptual, y de tipo clasificatorio, erigida durante los años cincuenta entre el Clásico y el Posclásico, entre los zapotecos y los mixtecos y los aspectos religiosos y bélicos de su organización social. De esos trabajos vale mencionar el proyecto “Atlas Arqueológico”, del Instituto Nacional de Antropología e Historia, así como los recorridos de Ignacio Bernal, Howard Cline, Agustín Delgado, Gabriel de Cicco, Donald Brockington, Román Piña Chan, Charles Spencer, Elsa Redmond, Ronald Spores, John Paddock, Bruce Byland, John Pohl, Richard Blanton, Stephen Kowalewski, Gary Feinman, Linda Nicholas, Judith Zeitlin, Robert Zeitlin, Enrique Méndez, Enrique Fernández, Susana Gómez, Raúl Matadamas, Iván Rivera, Marcus Winter, Arthur Joyce, Andrew Balkansky y Bernd Fahmel, además de las excavaciones efectuadas en diversos ejes culturales. Como se aprecia en la figura que ilustra la distribución de los sitios estudiados hasta la fecha [fig. 2.1], aún falta conocer muchas zonas alejadas del acontecer diario. Algunas piezas arqueológicas recogidas en ellas y conservadas en museos y colecciones privadas, empero, sugieren que también estuvieron habitadas y que establecieron relaciones con regiones colindantes de Guerrero, Puebla, Veracruz y Chiapas. Por último, cabría señalar algunos avances sobre el estudio de los materiales arqueológicos y sus técnicas de manufactura. Sabemos que la obsidiana empleada en Oaxaca provenía de los yacimientos de Zaragoza, Puebla; Pachuca, Hidalgo, y Zinapécuaro, Michoacán (Elam, 1993). La magnetita y otros minerales ferruginosos, en cambio, se enviaban de los Valles Centrales de Oaxaca hacia la zona olmeca (Pires Ferreira, 1975). La concha, el caracol y las espinas de mantarraya llegaban de ambos mares y eran trabajadas en talleres locales (Flannery y Marcus, eds., 1983; Feinman et al., 1990; Iván Rivera, comunicación personal, 2001). Por el estilo de la lapidaria, se piensa que la jadeíta y la piedra verde se surtían de yacimientos oaxaqueños y guatemaltecos (Caso, 1965). Es probable que el cinabrio se trajera de las minas de Querétaro, aunque no se han realizado los análisis químicos correspondientes (Herrera, 1994). Metales como el oro, la plata y el cobre debieron proceder de los mismos placeres que fueron explotados por los españoles durante la época colonial (véase Caso, 1969; Carmona, 2003). La cantera empleada para la construcción variaba según la geología de cada región, aunque en los Valles Centrales la más común fue la de Oaxaca, Mitla y Suchilquitongo (Morales, 1992; Robles, 1994). La mayor parte de la cerámica era de manufactura local, si bien algunos tipos eran comerciados en el ámbito mesoamericano, como son el Anaranjado Delgado, el Plumbate y el Anaranjado Fino, además de las vajillas de la época colonial (Caso, Bernal y Acosta, 1967; Rattray, 1981; Fahmel, 1988; Martínez López et al., 2000; Gómez, 2001). No obstante, son pocos los hornos de producción cerámica detectados en Oaxaca (Martínez López et al., 2000). La manufactura de grandes esculturas huecas es un rasgo que se comparte desde temprano con las culturas de Veracruz y el área maya, aun- 72 | Oaxaca I Estudios j j i i e j f j d i b k c a g a Zapoteco g b Mixteco h Tequistlateco Huave c Mixe i Otopame d Chinanteco j Nahua e Mazateco k Maya f Tlapaneco Figura 2.9. Grupos etnolingüísticos de Oaxaca y de las áreas culturales vecinas. (Dibujo: R. Ramírez, 2005. Basado en Manrique, 1994: 14.) j j h Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 73 que llega a su clímax con las urnas, los xantiles y las figuras de pie del dios Xipe, que aparecen al norte de la entidad durante el Clásico tardío (Boos, 1966; Paddock, ed., 1966). La cerámica policroma del Posclásico, finalmente, se presenta en numerosas modalidades que se asemejan a las de PueblaTlaxcala y Veracruz (Noguera, 1965; Caso, Bernal y Acosta, 1967; Lind, 1967; Bernal y Gamio, 1974; Nicholson y Quiñones, eds., 1994; Camarena, 2003). Aunque sus formas son comunes a toda Mesoamérica, se distinguen por los iconos y la combinación de colores, elementos en que cada región desarro- lló su particularidad. Tales aspectos presentan un especial interés debido a su relación con la pintura mural y los códices, y es de esperarse que en el futuro sean estudiados con mayor detenimiento, poniendo más atención en el análisis comparativo de los diseños y la tecnología de los tintes y pigmentos. No cabe duda de que el estudio de tales industrias permitirá entender mejor los murales prehispánicos, de valor incalculable para la historia de la humanidad, y rescatar las obras más significativas, como son, por ejemplo, los dinteles pintados de Mitla.